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DIVULGACIÓN CULTURAL

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FILOSOFÍA
 
Nicolás Berdiaev
El sentido de la historia
 
Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 - Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 -Capítulo 9 - Capítulo 10 - Apéndice
 
Capitulo 7
 
Experiencia de la filosofía del destino humano

EL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO


Durante la época medieval, las energías del hombre estaban como recogidas y espiritualmente concentradas, pero no se manifiestan suficientemente al exterior. El medioevo se cerró con un renacimiento cristiano en el cual la cultura de la Europa occidental alcanzó la cota suprema de su desarrollo: nos referimos al primer renacimiento de la Italia mística, en cuyos comienzos se sitúan las profecías de Joaquín da Fiore, la santidad de Francisco de Asís, el genio de Dante. Es el renacimiento medieval cristiano, al cual están ligados la pintura de Giotto y las primeras manifestaciones del arte italiano. Se trata, en suma, de uno de los momentos más extraordinarios de la cultura espiritual de la Europa occidental. En él se plantea la gran tarea de un renacimiento puramente cristiano y se ponen las bases de un humanismo igualmente cristiano, completamente diferente del de la edad moderna. Este humanismo cristiano es superior a todo lo que nos ha dado la cultura espiritual de la Europa occidental. La cultura religiosa del medioevo tuvo un solo propósito, quizá el más grande de la historia por su profundidad, por su ímpetu y amplitud universales, por su audacia: crear el Reino de Dios sobre la tierra, manifestándolo a través de una belleza jamás contemplada, en la cual había ya un retorno parcial a las formas antiguas, pues, en definitiva, todo renacimiento es un retorno a las fuentes griegas de la cultura. Este proyecto grandioso fracasó, el Reino de Dios medieval no fue realizado ni podía serlo. Pero las conquistas de este renacimiento cristiano fueron extraordinarias, pues extraordinarios fueron la santidad de Francisco de Asís y el genio de Dante; este renacimiento fue una experiencia espiritual creadora tras la cual quedó bien patente que la humanidad no podía seguir recorriendo el camino que le había sido dictado por la conciencia medieval.

La marcha ulterior supuso ya una separación y un alejamiento de esta cultura medieval, un camino nuevo a través del cual se realizó no el renacimiento cristiano, sino un renacimiento anticristiano, al menos en muchos aspectos. En el Renacimiento ejercieron su influencia el humanismo cristiano del primer período y el humanismo anticristiano. He aquí el tema central de toda la filosofía de la historia, el tema del destino del hombre. Tenemos aquí uno de los momentos decisivos del destino del hombre. La conciencia medieval llevaba en sí ciertos defectos e insuficiencias que habían de salir a la luz a caballo entre el medioevo y la edad moderna. ¿En dónde estaba el defecto de la idea medieval del Reino de Dios que había de poner término a este período, el defecto que impidió la realización de la cultura teocrática y que había de llevarla al derrumbamiento interno y al fracaso, dando fin al medioevo e inaugurando una nueva época en la que el hombre se muestra decidido a luchar contra el espíritu medieval? A nuestro modo de ver, este defecto de la conciencia medieval consiste, ante todo, en el hecho de que la energía libre y creadora del hombre no había sido realmente descubierta, en el hecho de que, en el mundo medieval, no se otorgó al hombre la libertad de crear, de construir una cultura libre, de tal manera que al hombre no le fue dado experimentar y desplegar en la libertad las energías espirituales forjadas por el cristianismo y por el período medieval del hombre de la historia. La ascética medieval robusteció las energías del hombre, pero no dio ocasión a estas energías de desplegarse a través de la libre creación de una cultura.

Quedó bien claro que la realización forzada del Reino de Dios era imposible; el Reino de Dios no puede ser edificado por la fuerza, sin el consenso y la participación de las energías libres y autónomas del hombre. Una cultura religiosa llevaba necesariamente consigo el que en el mundo se manifestasen las energías humanas, la creatividad, a fin de que el hombre, a través del difícil momento de la puesta a prueba de sus fuerzas en la libertad, llegase finalmente a formas superiores de conciencia religiosa, a fin de que pudiese crear de un modo autónomo una cultura teonómica y emplear sus energías creadoras en la edificación del Reino de Dios. La experiencia de la historia moderna no es otra cosa que la experiencia de la libre manifestación de las energías humanas. La aparición del humanismo del hombre europeo moderno era inevitable para poner realmente a prueba la libertad creadora del hombre. El medioevo concentró y disciplinó las energías espirituales del hombre, pero las encadenó, las mantuvo sujetas a un centro espiritual, centralizó toda la cultura humana. Esta sumisión imperaba en todos los estratos de la cultura medieval. En los albores de la edad moderna sobrevino una descentralización, las energías creadoras del hombre fueron puestas en libertad y este pulular de energías creadoras provocó lo que llamamos el Renacimiento, cuyas consecuencias se prolongan hasta el siglo XIX.

Toda la historia moderna es, en definitiva, el desenvolvimiento y la continuación de este Renacimiento. Este período histórico se desarrolla bajo el leitmotiv de la puesta en libertad de las energías creadoras del hombre, de la descentralización espiritual, de la separación del centro espiritual, de la diferenciación de todos los sectores de la vida social y cultural, de la autonomización de todos los sectores de la cultura humana. Se vuelven autónomos el arte, la ciencia, la vida política, la vida económica, toda la sociedad y toda la cultura. Este proceso de diferenciación y autonomización es lo que se ha dado en llamar la secularización de la cultura humana. Hasta la religión se seculariza. El arte y el saber, el estado y la sociedad, sufren este proceso de secularización progresiva. Todos los sectores de la vida social y cultural se independizan y deviene libres. Esta es la característica fundamental de la historia moderna. El paso de la historia medieval a la moderna supone una especie de viraje desde lo divino a lo humano, desde la profundidad de Dios, la concentración en la intimidad, en el núcleo espiritual interior, a la manifestación cultural externa. Este viraje, este abandono de la profundidad espiritual a la cual estaban ligadas e íntimamente soldadas las energías humanas, no es sólo una liberación de estas energías, sino también una superficialización de las mismas, un pasar del centro a la periferia, un tránsito de la cultura religiosa medieval a la cultura laica, pues el centro de gravedad se desplaza desde la profundidad divina a la creatividad puramente humana. El nexo espiritual con el centro de la existencia comienza a debilitarse cada vez más. Toda la historia moderna es una marcha del hombre europeo que tiende a alejarlo progresivamente del centro espiritual, es el camino de la puesta a prueba en la libertad de las energías creadoras del hombre.

Burckhardt afirma que en el Renacimiento tuvo lugar el descubrimiento del hombre. Pero ¿qué significa este descubrimiento del hombre? En nuestra opinión, es más exacto decir que el hombre fue situado en el centro de la fe y de la Weltanschauung cristianas; ahora bien, el modo de considerar al hombre en la edad media es totalmente diferente del Renacimiento. El Renacimiento redescubre al hombre natural, mientras que el cristianismo, desde el momento de su aparición en el mundo, había descubierto al hombre espiritual, al nuevo Adán, contrapuesto al viejo Adán del mundo precristiano. El cristianismo declaró la guerra al hombre natural, a los elementos inferiores, y lo hizo en nombre de la formación de la personalidad humana: en nombre de la redención del hombre.

El cristianismo medieval había encadenado al hombre natural y a sus energías, había desviado al hombre de la naturaleza que encerraba en él y de la naturaleza circundante. En la edad media, el acceso a la naturaleza estaba cerrado. Uno de los fundamentos de la vida de la antigüedad era su estar-vuelta hacia la naturaleza, su ligazón profunda a ella; por eso, la renovada conversión a la naturaleza por parte del hombre moderno va indisolublemente ligada a un retorno a la antigüedad. El Renacimiento no es otra cosa que la renovada conversión del hombre a la naturaleza y a la antigüedad. Esta conversión a los fundamentos naturales de la vida humana, este despliegue de las energías creadoras en la esfera natural, crea el humus del humanismo. La conciencia humanística, producida por esta doble conversión a la antigüedad y a la naturaleza, desvió la persona del hombre espiritual para volverla hacia el hombre natural, puso en libertad las energías espirituales del hombre y, al mismo tiempo, corto el vínculo con el centro espiritual y separó al hombre natural del espiritual.

Esta conversión a las energías naturales, este despliegue de una nueva conciencia, producen en el hombre una seguridad juvenil en sí mismo y en sus posibilidades creadoras. Las energías humanas parecen ilimitadas y no se reconocen límites al arte o al saber, a la actividad social o a la política. El hombre de la era moderna vive como una luna de miel, advierte la liberación de sus energías y su nexo profundo con la vida natural inmediata y con la antigüedad, ligada a la naturaleza. Es curioso que, justamente en Italia, en donde florecieron con tanta fuerza las energías creadoras libremente desplegadas por el hombre, no se haya dado una verdadera rebelión contra el cristianismo. En esencia, Italia había mantenido siempre un vínculo con la antigüedad a través de Roma, y la antigüedad había estado siempre cercana a la historia italiana. En el Renacimiento italiano no se produjo una separación de la Iglesia católica y se dio una extraña coexistencia con la fe católica, una coexistencia que llego tan lejos, que se dio la circunstancia de que algunos papas tuvieron ante el Renacimiento una actitud de mecenazgo. El espíritu del Renacimiento se manifiesta con especial fuerza en el Vaticano. Esto lleva consigo un enriquecimiento del catolicismo. Y aquí radica la diferencia entre el temperamento de los pueblos latinos y el de los pueblos germánicos, el cual llevó en último extremo a la rebelión protestante; el temperamento italiano y, en general, latino, con su apego estético al culto no podía llevar a semejante actitud de rebeldía, y registró un florecimiento de la creatividad en lugar de provocar una sublevación contra el pasado religioso y espiritual.

¿En qué consiste esencialmente la conversión a la naturaleza y a la antigüedad? En la búsqueda de formas perfectas en todos los sectores de la creatividad humana. Este principio formal de la creatividad humana es siempre un retorno a la antigüedad. Hemos dicho reiteradas veces que, en la cultura helénica, es esencial el predominio de la forma, la cual alcanza la perfección inmanente. Toda tentativa de dar forma al pensamiento, a la obra de arte, a la vida política y jurídica, es una conversión a la antigüedad. A nuestro modo de ver, ya el pensamiento patrístico, en cuanto tributario de Platón y de Aristóteles, ha plasmado el contenido espiritual del cristianismo en conceptos griegos, pero el retorno a las formas antiguas fue incomparablemente más impetuoso en los albores de la era moderna.

Esta búsqueda de formas nuevas y perfectas posee una doble característica: la conversión directa al arte, a la filosofía y a la forma estatal de la antigüedad, por una parte, la búsqueda de formas perfectas en la naturaleza misma, por otra. El Renacimiento ha orientado al hombre hacia la naturaleza hasta tal punto que ha dirigido su búsqueda creadora a descubrir formas perfectas en la misma naturaleza y a través de ella. La búsqueda de la fuente de la perfección en las formas de la naturaleza determina las corrientes artísticas. Todo el arte del Renacimiento frecuenta la escuela de la naturaleza para aprender la perfección de las formas, como frecuenta la escuela del arte antiguo. Aquí está la esencia más profunda del espíritu del Renacimiento. Fue una deformación de las formas perfectas por parte de un espíritu nuevo, que ha pasado por la experiencia de la historia medieval y es diferente del espíritu antiguo; por parte de un espíritu que se inclina de un modo nuevo sobre el arte, el saber, la forma estatal de la antigüedad, y, en definitiva, sobre la totalidad de la vida antigua.

En el Renacimiento tuvo lugar el choque borrascoso y apasionado entre el contenido espiritual nuevo de la vida cristiana, madurado a través del medioevo, entre el alma humana enferma de nostalgia por un mundo diferente, trascendente, incapaz ya de contentarse con este mundo terreno, por una parte, y las formas antiguas que eternamente renacen y se renuevan, por otra. Se trata de un alma sedienta de redención y de comunión con el misterio de la redención, cosa desconocida en la antigüedad, de un alma envenenada por la conciencia cristiana del pecado y por la dicotomía cristiana entre los dos mundos, incapaz de contentarse con las formas de la vida natural y cultural del mundo antiguo. Este desdoblamiento de la conciencia, heredado de la experiencia medieval, con todas sus divisiones entre Dios y el demonio, el cielo y la tierra, el espíritu y la carne, dejó su impronta sobre el Renacimiento; en él, la conciencia cristiana trascendente, que hace saltar todos los límites, se une a la conciencia inmanente del naturalismo antiguo.

El Renacimiento no fue monolítico ni por un solo instante, no podía ser un mero retorno al paganismo. El Renacimiento fue una realidad extremadamente compleja, en cuanto que estaba basada en el violento conflicto entre los principios paganos y cristianos de la naturaleza humana, principios eternos inmanentes y trascendentes. Todo esto refuta la vieja opinión de que el Renacimiento ha sido un renacimiento del paganismo, de que en él renació la alegría de vivir vuelta hacia la vida natural, de que el hombre del Renacimiento abandonó definitivamente los principios cristianos y de que toda la época tuvo un carácter unitario y monolítico. Los historiadores de la cultura reconocen hoy que el Renacimiento fue el choque tempestuoso entre dos principios igualmente poderosos, el del paganismo y el del cristianismo.

Esto lo vemos con singular claridad en la autobiografía de Benvenuto Cellini, que constituye un documento admirable sobre la época renacentista. Benvenuto Cellini es algo así como un pagano del siglo XVI, que lleva a cabo los delitos más atroces típicos de su siglo y deja su impronta sobre este último. No obstante, sigue siendo cristiano, y en el castillo de Sant'Angelo tiene visiones religiosas. Si esto es válido para Benvenuto Cellini, que vivió en las postrimerías del Renacimiento, que se ha alejado considerablemente de los principios cristianos del medioevo, es aún más válido para la época precedente. Todos los hombres del Quattrocento llevan la impronta de este desdoblamiento. El Renacimiento descubre que en la era cristiana es imposible la perfección y la claridad de las formas propias de la edad clásica. El antiguo mundo helénico, que creó la imagen del paraíso terrenal y de la belleza perfecta de la vida terrestre, llegó a lograr en su apogeo formas perfectas, las cuales no puede conseguir en este mundo el espíritu cristiano, para el cual los cielos se han abierto y han sido desplazados los límites del mundo y para el que la vida no puede quedar encerrada en la inmanencia. Sólo una vez ha sido posible alcanzar la perfección de la forma en la historia universal; en la historia cristiana existen tentativas de renacimiento y de retorno a los moldes clásicos, hay nostalgia por la belleza griega, pero ya no es posible alcanzar aquella belleza, claridad e integridad del espíritu, pues en el ámbito de la historia y de la cultura terrestres resulta imposible superar el conflicto entre la vida terrenal y la celeste, entre la vida temporal y la eterna, entre el mundo inmanente (encerrado en sí mismo) y el mundo infinito y trascendente, característico de la conciencia cristiana.

El cristianismo crea un tipo de cultura y de creatividad en el cual todas las realizaciones son simbólicas. Por ejemplo, el arte del mundo cristiano es, por su misma naturaleza, simbólico y no clásico. Ahora bien, las realizaciones simbólicas son siempre imperfectas y nunca totalmente claras, pues presuponen una forma que nos remite a la existencia de algo totalmente perfecto y situado más allá de los límites de la realización terrenal concreta. El símbolo es un puente entre dos mundos, y nos dice que la forma perfecta sólo es alcanzable más allá de unos ciertos límites, pero es imposible de lograr en el ámbito cerrado de nuestra existencia mundana.

Esta imposibilidad de lograr la perfección formal es experimentada con singular fuerza en el Quattrocento, que es la época central del Renacimiento. Este período de grandes búsquedas se caracteriza por la imperfección de sus formas. La imperfección de la forma terrena nos remite a una perfección que no es de este mundo. El arte no crea la perfección, sino que expresa la nostalgia por la perfección y representa simbólicamente esta nostalgia.

Esto es característico de toda la cultura cristiana. Si examinamos la arquitectura gótica y la comparamos con la clásica, esta diferencia aparecerá con especial claridad. La arquitectura clásica alcanza, por ejemplo, una perfección acabada en la cúpula del Panteón; por el contrario, la arquitectura gótica es esencialmente imperfecta y no aspira a la perfección formal; llena de nostalgia y de deseo ardiente, se lanza hacia los cielos y nos da a entender que sólo en los cielos es posible lograr la perfección, mientras que aquí en la tierra hemos de contentarnos con anhelarla con todo nuestro ser y sentir la nostalgia apasionada de ella. Esta imposibilidad de lograr la perfección constituye la propiedad característica de toda la cultura cristiana, la cual, por su misma naturaleza , nunca puede ser absolutamente perfecta. Ella marca el comienzo de una búsqueda anhelante y eterna, tendida hacia lo alto, y se limita a ofrecernos una representación simbólica de la perfección, que sólo es posible más allá de nuestros estrechos límites.

Este desdoblamiento del alma cristiana y pagana alcanza su expresión más aguda y más bella en la obra de Botticelli, el artista más grande del Quattrocentro. En el arte de Botticelli, esta dicotomía del hombre renacentista, este conflicto entre los principios paganos y los cristianos, alcanza una singular intensidad. El peregrinar artístico de Botticelli le llevó a conocer a Savonarola; esto le hizo vivir una tragedia semejante a la de Gogol, que quemó sus manuscritos influido por el padre Matvei. En la obra de Botticelli se siente la imposibilidad del alma cristiana de alcanzar la perfección formal en el arte, el doloroso desgarramiento del alma cristiana, el fracaso de las realizaciones culturales. De Botticelli se dijo que sus Venus habían abandonado la tierra y que sus Vírgenes habían dejado el cielo. La figura perfecta de la Virgen que no puede permanecer en la tierra constituye la característica del espíritu de Botticelli y aquí radica su principal nostalgia. En nuestra opinión, el arte de Botticelli es el más bello y, al mismo tiempo, el más instructivo en orden al fracaso interior que había de sufrir el Renacimiento. Quizá la esencia y la grandeza del Renacimiento radica en el hecho de que ha fracasado en sus objetivos (y no podía menos de fracasar), pues en el mundo cristiano es imposible un renacimiento de la antigüedad pagana y de la perfección formal terrena. Para el mundo cristiano es inevitable la búsqueda de formas perfectas y el retorno a los moldes clásicos, pero es igualmente inevitable el más profundo desengaño, pues tales formas son irrealizables en este mundo. En la época cristiana es imposible una realización inmanente de la perfección a través de la actividad cultural. El fracaso del Renacimiento es quizá su máxima conquista, porque a través de este fracaso se logra la máxima belleza en la creación. En las figuras ambivalentes del Quattrocento se ha alcanzado un conocimiento profundo del destino del hombre en la época cristiana y se nos ofrece un ejemplo sublime de los límites dentro de los cuales pueden moverse las fuerzas creadoras del hombre en dicha época de la historia universal. Después de la venida de Cristo, una vez realizada la obra de la redención, ya no es posible una creación artística de la perfección formal inmanente típica de la antigüedad.

Ahora bien, se nos puede objetar que el Cinquecento alcanzó una perfección formal más acabada; en Miguel Ángel y Rafael parece haberse logrado la perfección absoluta. No obstante, este apogeo del arte italiano del siglo XVI tiene un destino curioso, porque marca el comienzo de la decadencia del Renacimiento. Ya en la obra de Rafael, absolutamente perfecta en la composición, el alma comienza a vaciarse y falta el estremecimiento interior que se siente en el arte del Quattrocento. Después del Cinquecento empieza la escuela de Bolonia y el barroco, que señalan la decadencia del Renacimiento.

Por lo general, el retorno a épocas artísticas pasadas no lleva simplemente a una repetición de las mismas, sino a una refracción de los principios antiguos y eternos en otros nuevos. En el Renacimiento no tuvo lugar una simple repetición, un simple retorno al arte antiguo, sino una transformación sui generis de las formas antiguas en un espíritu y un contenido nuevos, una transformación que, en resumidas cuentas, lo cambia todo. En último extremo, la afinidad entre la antigüedad y el Renacimiento se ha exagerado. El arte del Renacimiento no posee la perfección del antiguo, pues, en realidad, las cosas nunca se repiten. El platonismo del Renacimiento tiene escasa semejanza con el antiguo; y lo que decimos a propósito del arte es válido también para las formas de estado creadas artificialmente por el Renacimiento, que no tienen la menor afinidad con las antiguas. En realidad, sólo existe una semejanza exterior; en el fondo, la cultura del Renacimiento es mucho menos perfecta que la griega, la cual, en el momento de su apogeo, no tiene quizá parangón alguno en la historia humana; al mismo tiempo, la cultura renacentista es mucho más rica que la griega en lo que se refiere a su capacidad de búsqueda y mucho más compleja que ésta, que, en definitiva, resulta más simple y uniforme.

El espíritu interior de la historia moderna, el espíritu que animó el Renacimiento y continúa inspirándolo desde los siglos XV y XVI, se ha mantenido vivo hasta el presente; es ahora cuando asistimos a sus últimos momentos. Este espíritu es el humanismo que estuvo en la base de toda la Weltanschauung moderna. La nueva era humanista no comenzó solamente en Italia, sino también en toda Europa. Hay que decir que uno de los fenómenos más importantes del Renacimiento fue la obra de Shakespeare, una manifestación del libre juego de las fuerzas creadoras, que comenzó una vez que habían sido puestas en libertad las energías del hombre.

El Renacimiento se repite en todos los países europeos, pero alcaza su máxima perfección en Italia. El humanismo es el fermento de la historia moderna. Comprender el espíritu humanista equivale a comprender la esencia misma de la historia moderna, el destino del hombre moderno, la irreversibilidad de las pruebas a las que ha sido sometido hasta nuestros días; equivale, en definitiva, a dar un sentido a estas pruebas y a explicar su razón de ser. A nuestro modo de ver, ya en el fundamento originario del humanismo existió una contradicción profunda, y una de las tareas de la filosofía de la historia es sacar a la luz esta contradicción. Todos los reveses de la historia moderna y del destino humano, que supusieron un golpe para la libertad y amargaron la alegría de la creación artística, todas las penosas decepciones que experimentamos hasta el día de hoy derivan de esta contradicción fundamental. Pero, ¿en qué consiste esta contradicción?

El vocablo «humanismo», por su misma etimología significa ya celebración del hombre, colocación del hombre en el centro del universo, rebelión del hombre, afirmación y descubrimiento del hombre: éste es uno de los aspectos del humanismo. El humanismo — se dice — ha descubierto la individualidad humana, la ha potenciado al máximo, la ha liberado del sentimiento de resignación que la afligía en el medioevo, la ha encaminado hacia la libre autoafirmación y hacia la creatividad. Pero en el humanismo existe también un principio totalmente opuesto, es decir, no sólo lleva en sí el fundamento de la celebración del hombre y la manifestación de sus energías creadoras, sino también aquello que puede llevar a rebajar y a esterilizar la creatividad y, en resumidas cuentas, a debilitar al hombre, pues el humanismo que, durante el Renacimiento, hizo que el hombre se volviese hacia la naturaleza, trasladó el centro de gravedad de la personalidad humana desde la interioridad a la periferia, separó al hombre natural del espiritual y dio al hombre natural la libertad de desarrollarse creativamente, justamente a este hombre que se había alejado del sentido íntimo de la vida y se había separado del núcleo divino de ésta y de los fundamentos más profundos de su naturaleza misma.

El humanismo niega que el hombre haya sido hecho a imagen y semejanza de Dios, que el hombre sea un reflejo del ser divino. El humanismo, en su forma predominante, afirma que la naturaleza humana es imagen y semejanza no de la naturaleza divina, sino de la mundana, que el hombre es un ser natural, un hijo del mundo, un hijo de la naturaleza creado por necesidad natural, carne de la carne y sangre de la sangre del mundo natural, con el cual comparte, por consiguiente, la limitación y todos los defectos y enfermedades característicos de la existencia natural. De esta forma, el humanismo no sólo afirmó la dignidad del hombre y la confianza de éste en sí mismo, sino que también humilló al hombre, pues dejó de considerarlo como un ser de origen superior y divino, le cerró el horizonte de la patria celestial y lo remitió exclusivamente a su patria y a su origen terrenos. De este modo, el humanismo rebajó la dignidad del hombre. Esta autoafirmación del hombre que se basta a sí mismo y prescinde de Dios, esta autoafirmación que ya no advertía (ni quería admitir) el vínculo que le une a la naturaleza superior, divina y absoluta, a la fuente suprema de su propia vida, condujo a la destrucción del hombre. El humanismo rechazó el principio cristiano que eleva al hombre y lo proclama imagen y semejanza de Dios, hijo de Dios, ser a quien Dios ha hecho hijo suyo. El humanismo inaugura así la dialéctica que lo lleva a su propia autodestrucción.

El humanismo pasa por varios estadios: cuanto más próximo permanece a los orígenes cristianos y católicos (y a la vez antiguos), tanto más bella y poderosa es la actividad creadora del hombre; cuanto más se aparta del medioevo cristiano, tanto más se separa de sus fundamentos antiguos; sus energías creadoras tienden a agotarse y la belleza del espíritu humano se debilita. Nos encontramos aquí con una de las situaciones más claras y, al mismo tiempo, más paradójicas de la historia moderna. De aquí deriva la terrible diferencia existente entre el principio y el fin del humanismo: el comienzo, que produjo el auge del Renacimiento, en el que se advierte todavía el fundamento medieval, cristiano, católico de la persona humana y existe un vínculo con la antigüedad, y el final, en el que tiene lugar una separación cada vez mayor de los fundamentos medievales católicos y, a la vez, de la antigüedad. Cuanto más se aleja el hombre de su camino histórico y de los principios medievales, tanto más se separa también de los principios de la antigüedad y traiciona el intento originario del Renacimiento.

En realidad, los principios antiguos continuaban todavía vigentes, sobre todo en los pueblos latinos. El nuevo espíritu que se manifiesta en la historia moderna orienta al hombre hacia derroteros completamente nuevos y diferentes, tanto de los de su destino medieval como de los del antiguo. Ahora bien, los fundamentos espirituales del hombre eran sustancialmente dos: el fundamento antiguo-griego y el medieval-cristiano o católico. Esta afirmación, paradójica a primera vista, confirma brillantemente toda la dialéctica del hombre. Esta dialéctica se expresa de la manera siguiente: la autoafirmación del hombre conduce a la auto-destrucción del hombre y el libre juego de las fuerzas humanas no ligadas al fin supremo lleva al agotamiento de las energías creadoras. La búsqueda apasionada de la belleza y de la perfección de las formas con que comienza el Renacimiento conduce a la destrucción y al debilitamiento de la perfección formal. Lo vemos en todos los sectores de la cultura.

El período renacentista de la historia constituye un gran ensayo de la libertad humana, un ensayo providencialmente inevitable. No era posible construir el Reino de Dios sin poner a prueba las energías del hombre apelando a su libertad. El proyecto medieval de una teocracia terrena no tenía en cuenta la libertad humana. La humanidad no podía llegar al reino de Dios sin hacer uso de la libertad, sin una creatividad libre, pero una cosa es afirmar la inexorabilidad de este proceso de la historia moderna y descubrir el significado profundo de los errores humanísticos, y otra muy distinta afirmar que el humanismo, en sus principios y en sus métodos, contiene la verdad auténtica y suprema y que las energías y la libertad del hombre han superado positivamente la prueba. En nuestra opinión, el hombre se hundió y cayó, sufriendo las consecuencias de esta caída, pero era necesario que recorriese este camino en nombre del supremo significado de toda prueba vivida en la libertad. Esta contradicción del humanismo es el tema de la filosofía de la historia moderna. El estallido de esta contradicción había de llevar a aquel final del Renacimiento y del humanismo que actualmente observamos con toda claridad. Con esto termina la historia moderna y entramos en un período totalmente desconocido, el cuarto período de la historia universal, que no posee aún ningún nombre definido: es el agotamiento completo del humanismo, la completa superación del Renacimiento.

La época de la Reforma constituye el período sucesivo en el desarrollo del humanismo en la historia moderna y sobreviene en virtud de una dialéctica inevitable tras una manifestación de la creatividad humana tan sublime como la que vivió el Renacimiento. En la época de la Reforma, es otra raza la que toma la iniciativa. Mientras que el Renacimiento comienza en el sur, entre los pueblos latinos, la Reforma es obra de los pueblos nórdicos, sobre todo, germánicos. La Reforma es hecha por un temperamento distinto, y en ella se manifiesta un espíritu diferente. La Reforma fue una rebelión religiosa del hombre que se manifiesta no bajo la forma de una creatividad positiva, sino más bien como una protesta y una negación de índole religiosa.

Esto se explica a partir de las características, tanto positivas como negativas, de la raza germánica. En la Reforma se dieron ciertas características propias del espíritu germánico que, en ciertos aspectos, lo hacen superior al espíritu latino. En ella existe una especial profundidad, una singular aspiración a la pureza espiritual. Estas características hicieron que el Renacimiento y el humanismo en el mundo germánico asumieran ante todo formas religiosas.

En el mundo católico latino aconteció un Renacimiento humanístico creador que no asumió la forma de una rebelión contra la Iglesia católica. Los papas protegieron el Renacimiento y fueron impregnados ellos mismos del espíritu renacentista, pero, en el interior de la Iglesia católica, en su vertiente humana, se iniciaron procesos purulentos y contra ellos se rebeló el espíritu de protesta típico de la raza germánica. Esto asumió un carácter no tanto constructivo cuanto de contestación. En la Reforma, el descubrimiento del humanismo significó una afirmación de la verdadera libertad contra la violencia ejercida en el mundo católico sobre la naturaleza humana y una afirmación de la falsa libertad a través de la cual el hombre comenzó a destruirse a sí mismo. Una característica esencial de la Reforma es la de afirmar, por un lado, la libertad del hombre (y aquí está su parte de verdad y su vocación positiva) y, por otro, considerar al hombre como un ser mucho más pasivo de lo que aparecía en la conciencia católica.

Expliquemos un poco más esta afirmación que, a simple vista, podría parecer un tanto confusa. Mientras que la conciencia cristiana católica afirma la existencia de dos principios, Dios y el hombre, y defiende, al mismo tiempo, la autonomía del hombre a los ojos de Dios, admitiendo asimismo la interacción de los dos principios y el carácter específico de las dos naturalezas, la conciencia protestante luterana, en cambio, afirma que, en último extremo, sólo existe Dios, la naturaleza divina, y niega toda autonomía al hombre. Se trata de un monismo opuesto al naturalista. La conciencia religiosa y mística del protestantismo afirma que, en definitiva, sólo existe Dios y la naturaleza divina, y priva al hombre de su carácter específico, del fundamento ontológico de la libertad humana. Lutero afirmó la libertad de la conciencia religiosa y su autonomía, adoptando una actitud de protesta frente al catolicismo, pero negó el fundamento primario de la libertad del hombre. Lutero defendía la opinión de San Agustín sobre la gracia, en la que no había lugar para la libertad.

Nos encontramos aquí con algo característico y típico no sólo de la Reforma, sino también del espíritu germánico, que está en la base de la filosofía alemana, del monismo idealista germánico. Para la mística y para el idealismo germánicos, que se caracterizan por su abstracción, la naturaleza humana no es una verdadera naturaleza, ni dice relación a la esencia misma del ser. Esta doctrina estaba ya en la base de la Reforma, y por eso ella no sólo afirmó la libertad del hombre, sino que también comenzó a negarla desde el punto de vista metafísico. En la Reforma estaba presente no sólo el principio humanístico, sino también un principio antihumanístico. Por otra parte, la Reforma quería eliminar del cristianismo el principio pagano y era contraria a las fuentes antiguas, griegas, del cristianismo. La Reforma dio origen a la corriente espiritual que se separó cada vez más de la belleza y de la perfección formal de la antigüedad. Se trata de un momento muy característico y esencial de la dialéctica interior del humanismo; lo que nos interesa aquí es poner de relieve los momentos más importantes de esta dialéctica para pasar después al tema fundamental del fin del Renacimiento.

Un momento ulterior de esta dialéctica fue el iluminismo del siglo XVIII, estrechamente ligado a la aparición del hombre nuevo del Renacimiento. El iluminismo del siglo XVIII no nos recuerda en absoluto el florecimiento originario de la creatividad humana que contemplamos en el Renacimiento. En el racionalismo de la época de las luces no encontramos aquella fe, llena de entusiasmo, que tiene el hombre del Renacimiento en la fuerza de su saber. En el Renacimiento encontramos una fe ilimitada en la capacidad del hombre para penetrar los secretos de la naturaleza divina, un entusiasmo extraordinario que se registra en las corrientes teosóficas y de la filosofía de la naturaleza, las cuales sentían la naturaleza como algo divino y viviente que el hombre debe conocer profundamente y con lo cual ha de fundirse, así como en los primeros descubrimientos geniales de las ciencias naturales. El siglo de las luces, no obstante su fe en la razón, no posee esta embriaguez por conocer la naturaleza, la razón misma comienza a resquebrajarse, a perder altura, porque empieza a oscurecerse la razón que liga al hombre al cosmos divino y se pierde el vínculo con este último. El hombre comienza a apartarse, a separarse del principio espiritual, y esto lo lleva a alejarse también de la vida cósmica.

Ahora podemos ver las consecuencias que todo esto ha tenido en el siglo XIX. En la Revolución francesa vemos una manifestación del espíritu humanístico tan poderosa como las del Renacimiento y la Reforma. Es uno de los momentos esenciales de la autoafirmación humanística del hombre. El hombre, que se afirmaba a sí mismo desde una perspectiva humanística, tenía que llegar necesariamente a una realización como la de la Revolución francesa, y la puesta a prueba de las fuerzas humanas en la libertad había de extenderse también a este campo. Lo que durante el Renacimiento había acontecido en la ciencia y en el arte, durante la Reforma, en la vida religiosa y durante la época de las luces, en la esfera de la razón, había de traducirse también en la acción colectiva. Aquí había de manifestarse la confianza del hombre, que se cree a sí mismo capaz, en cuanto ser natural, de cambiar de un modo totalmente libre y autónomo la sociedad humana y el curso de la historia, de no estar, a este respecto, ligado a nada, de proclamar y realizar sus derechos y sus libertades.

La Revolución emprendió este camino y llevó a cabo uno de los más grandes experimentos humanísticos. La Revolución es un experimento en el que se ponen de manifiesto las contradicciones internas del humanismo, los resultados y consecuencias de un humanismo separado del fundamento espiritual. La Revolución fue incapaz de realizar las tareas que se había impuesto y no pudo llevar a la práctica los derechos y libertades del hombre. Fue un enorme fracaso, que sólo llevó a la tiranía y a la profanación del hombre. El Renacimiento, que constituyó una gran manifestación de la creatividad humana, pero fue incapaz de realizar la perfección de las formas terrenas, fue un fracaso; la Reforma, que sedujo con su reivindicación de la libertad, descubrió la impotencia religiosa del hombre y, en lugar de edificar, llevó a cabo una labor negativa, constituyó asimismo un fracaso; pero el fracaso de la Revolución francesa fue todavía mayor.

Todo el siglo XIX pone de manifiesto este fracaso y desarrolla la reacción espiritual surgida a principios de siglo y que se ha prolongado hasta nosotros, revelando la esencia y el significado de este fracaso. Con los métodos de la Revolución, el hombre no podía llevar a la práctica sus derechos y libertades, no podía alcanzar el bien. Si en el 89, la Revolución había sido animada por el pathos de los derechos del hombre y del ciudadano, en el 93 llega a negar todos los derechos y todas las libertades. Se devora a sí misma, mostrando con ello que no posee un principio básico que corrobore ontológicamente los derechos del hombre.

En efecto, cuando se afirman los derechos del hombre y se ignoran los de Dios, aquellos derechos se destruyen a sí mismos y no pueden liberar al hombre. Lo ha demostrado la reacción espiritual de principios del siglo XIX, la cual aportó ideas muy profundas que fecundaron el siglo entero. Se trata, en gran medida, de una reacción contra el siglo XVIII y la Revolución. El socialismo, tan característico del siglo XIX, no sólo fue un producto de la Revolución francesa, sino también una reacción contra dicha Revolución, una reacción motivada por el hecho de que ella no mantuvo sus promesas, no realizó la libertad, la igualdad y la fraternidad. El socialismo es una deformación materialista y atea de la idea teocrática. Quiere realizar el bien del hombre, poniendo un límite al movimiento liberador del Renacimiento.

La triste historia de la Revolución francesa, basada en la autoafirmación humanística del hombre, revela una contradicción interna que no permite una verdadera liberación y realización de los derechos del hombre y produce inevitablemente una reacción. Fabre d'Olivet, en su obra Histoire philosophique du genre humain, intenta comprender la historia de las sociedades humanas a partir de la interacción de tres principios: la necesidad (le Destin), la Providencia divina (la Providence) y la voluntad humana (la volonté de l'Homme), cada uno de los cuales actúa constantemente sobre los otros. En la Revolución francesa actúa el principio de la libertad, de la voluntad humana, contra el principio de la Providencia, contra el principio divino y está separada de este último; de aquí que la reacción contra la Revolución sea una acción necesaria. Le Destin comienza a hacer valer sus derechos contra la arbitrariedad del hombre. Napoleón fue el instrumento de la necesidad contra la arbitrariedad del hombre. Contra la orgía de la libertad humana, contra la confianza ilimitada en sí mismo que separa al hombre de los principios supremos, la necesidad hace valer todo su poder. Fue justamente este principio de necesidad el que descargó todo su poder sobre la Revolución francesa. El golpe inferido por la necesidad fue el castigo a la mentira de la libertad humanística, en la cual el hombre natural se separa del espiritual y cesa de advertir el significado espiritual de la libertad. La reacción de la necesidad se descarga sobre la arbitrariedad, pero no puede hacer nada contra la libertad espiritual.

Mientras que el primer Renacimiento estaba vuelto hacia la antigüedad, los renacimientos ulteriores de la cultura del siglo XIX fueron más bien un retorno al medioevo, por ejemplo, la búsqueda creadora del movimiento romántico en lo que se refiere a la comprensión de la persona humana. Esta es igualmente una manifestación del humanismo, la cual intenta, sin embargo, salvar la creatividad humana fecundándola con principios medievales. La época medieval buscaba alimento espiritual para la creatividad humana. El renacimiento romántico quiere devolver a la creatividad humana su verdadero lugar, que está ligado a la conciencia cristiana, y, de este modo, intenta evitar la caída y la degradación del hombre. Esta conversión al medioevo es característica también del final del siglo XIX, en el que, en determinados ámbitos de la cultura espiritual, apareció un movimiento místico.

Hay que hacer notar igualmente que el humanismo alcanza el desarrollo completo y las cimas de la creatividad humana cuando sabe mantenerse fiel a la auténtica humanidad, por ejemplo, en el renacimiento alemán, en la personalidad genial de Goethe. Esta fue la última manifestación del humanismo auténtico, ideal. Herder veía en la humanidad la meta suprema de la historia; fue el último humanista. Para él, el hombre es el primer ser a quien ha sido otorgada la libertad, el primer ser que camina erecto. En virtud de su libertad, el hombre es algo así como un rey, y, en el humanismo herderiano, la imagen del hombre está todavía ligada a la imagen de Dios; es un humanismo religioso, pero toda la religión de Herder consiste en la humanidad. El hombre es el mediador entre dos mundos. Ha sido creado para la inmortalidad y en las energías humanas se halla contenido el germen de la infinitud. El pathos de Herder, como el de Lessing, es educar al género humano. La meta del hombre está en el hombre mismo, es decir, en la humanidad. Tras el renacimiento germánico de Herder y Goethe, después del romanticismo, el humanismo degenera radicalmente y pierde su vinculación con la época renacentista. En el siglo XIX se manifiestan principios totalmente opuestos. Comienza la crisis del humanismo y el espíritu renacentista se vuelve estéril; ante la humanidad se abre un abismo: aquél a donde conduce la negación de tales valores.

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© Helios Buira

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