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DIVULGACIÓN CULTURAL

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FILOSOFÍA
 
Nicolás Berdiaev
El sentido de la historia
 
Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 - Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 -Capítulo 9 - Capítulo 10 - Apéndice
 
Capitulo 5
 
Experiencia de la filosofía del destino humano

EL DESTINO DEL PUEBLO HEBREO


El pueblo hebreo desempeñó un papel absolutamente incomparable en el nacimiento de la conciencia de la historia, en el sentimiento apasionado del destino histórico; quien ha introducido en la existencia humana el principio de lo «histórico» ha sido precisamente este pueblo. A este respecto, nuestra intención es examinar detenidamente su destino histórico y el significado de éste en la historia universal, pues es uno de los factores que continúan actuando hasta hoy y poseen una misión específica.

Los hebreos ocupan un lugar central en la historia. El pueblo hebreo es el pueblo en el que lo «histórico» se manifiesta con más fuerza; en su destino histórico se advierte la inescrutabilidad de los designios divinos. El destino de este pueblo no puede explicarse desde una perspectiva materialista y, en general, desde un punto de vista histórico-positivista, pues en él aparece con toda claridad lo «metafísico» y desaparece la barrera entre lo metafísico y lo «histórico», barrera que, como hemos dicho anteriormente, dificulta la comprensión del sentido interior de la historia.

En mi juventud, cuando me atraía la concepción materialista de la historia e intentaba verificarla en los destinos de los diversos pueblos, el destino del pueblo hebreo constituía para mí el mayor obstáculo, pues se resistía a toda tentativa de explicación materialista. Hay que decir que, considerado desde la perspectiva de las teorías positivista y materialista, este pueblo hace tiempo que debería haber dejado de existir. Su existencia es un fenómeno extraño, misterioso, que indica hasta qué punto su destino se halla ligado a especiales designios proféticos. Se intenta explicar los destinos de los pueblos desde una perspectiva materialista, remitiéndose a procesos de adaptación, pero esto no funciona cuando se aplica al destino del pueblo hebreo. La supervivencia a lo largo de la historia, la indestructibilidad, la existencia ininterrumpida de este pueblo (uno de los más antiguos de la humanidad) en condiciones absolutamente excepcionales, el papel fatal que desempeña en la historia, son cosas que indican la existencia de principios místicos singulares en la base de su destino histórico. Su historia no es sólo un fenómeno, sino también un noúmeno, en el sentido que explicamos más arriba, al hablar de la contraposición entre ambas cosas.

Hemos dicho ya que en lo «histórico» no sólo se manifiestan los fenómenos exteriores, sino que también puede revelarse el noúmeno, la esencia misma del ser. Aquí radica la singularidad del destino del pueblo hebreo y el carácter misterioso del mismo, tanto en la época precristiana como en la cristiana. La crítica científica tradicional de la historia bíblica no puede en modo alguno poner en cuestión el papel histórico-universal del pueblo hebreo, y el carácter misterioso de su destino permanece intacto; esta crítica no puede sembrar la más mínima duda sobre la comunión absolutamente incomparable de este pueblo con lo «histórico» y la tensión única que éste ha introducido en la historia. En el destino histórico del pueblo hebreo encontramos un dramatismo particularmente agudo, que echamos de menos en el espíritu ario, un tanto insípido.

El espíritu de Grecia y de la India es ciertamente notable, quizá hasta supera al del pueblo hebreo; sin embargo, el carácter ahistórico de las culturas griega e hindú está fuera de toda duda; de ahí su falta de destino, de dramatismo, de tensión «histórica». Esto es bien claro en el caso de la cultura hindú, cuyo fundamento religioso y supuesto último radica en una cultura muy antigua, sustancialmente ahistórica, que se ha detenido en la profundidad de sus contemplaciones espirituales interiores y no ha entrado en la acción inmediata y dramática de la historia universal. Lo mismo puede decirse (aunque en otro sentido) de Grecia. En Grecia, el espíritu ario se manifestó a través de sublimes contemplaciones artísticas y filosóficas que no han sido superadas por ninguna otra cultura, pero nos ofrece un cosmos estático, cerrado, en el cual no existe realmente la acción histórica. Grecia ha contribuido en escasa medida a la construcción de lo «histórico». ¿Por qué? Porque lo «histórico» tiene un fundamento religioso y su supuesto radica en una forma cualquiera de conciencia religiosa.

En la naturaleza religiosa del pueblo y del espíritu hebreo existe un principio que había de determinar la tensión de su historia y de su destino. Sobre todo, si confrontamos la religión hebrea con las demás religiones precristianas, con las religiones paganas, podemos decir (como se ha señalado más de una vez) que ella es una revelación de Dios a través del destino del pueblo, mientras que, en las religiones paganas, Dios se revelaba en la naturaleza.

Esta diferencia en el fundamento religioso define la historicidad del pueblo hebreo. La religión hebrea está penetrada por la idea mesiánica, que constituye su centro. Israel esperaba el día del juicio, de la salida del amargo destino presente, el paso a una nueva época del mundo que había de aportar la solución de todo. La idea mesiánica determina el dramatismo de la historia de este pueblo. Este mirar hacia el Mesías futuro, esta espera apasionada, engendra la bipolaridad de la conciencia religiosa de este pueblo, que constituye el núcleo central de su destino histórico y del de la humanidad. Esta bipolaridad de la conciencia mesiánica está vuelta hacia el movimiento histórico y hacia la culminación del mismo.

El espíritu hebreo, que representa un tipo de espíritu diferente de todos los demás, conserva en los siglos XIX y XX unas características específicas que lo hacen semejante al espíritu del antiguo Israel. Hoy, al igual que en los más diferentes momentos de su existencia, podemos reconocer en este pueblo idéntico destino. El espíritu hebreo de los siglos XIX y XX es un fiel reflejo del antiguo; posee una forma diferente, deforme y corrompida de mesianismo, espera a otro Mesías después de haber rechazado al verdadero, continúa vuelto hacia el futuro y exige con la misma insistencia y terquedad la presencia sobre la tierra de la verdad y de la justicia omnirredentoras, y, en su nombre, el pueblo hebreo está dispuesto a declarar la guerra a todas las tradiciones históricas y a los más sagrados valores de la tradición. El pueblo hebreo es, por su misma naturaleza, un pueblo histórico, activo, resuelto, alejado de las cimas de la contemplación alcanzadas por los hombres espirituales de los pueblos arios más elevados.

Marx, que era un hebreo muy típico, intentó resolver en la última hora de la historia el problema de la Biblia: «Comerás el pan con el sudor de tu frente». La exigencia hebrea de una bienaventuranza terrena encontró una nueva expresión (que surgió también en un ambiente completamente nuevo) a través del socialismo de Marx. La teoría de Marx, considerada superficialmente, corta los vínculos con las tradiciones religiosas del hebraísmo y se rebela contra todo valor sagrado, pero transfiere a una clase determinada (el proletariado) la idea mesiánica del pueblo hebreo como pueblo elegido. Si, en otro tiempo, Israel era el pueblo elegido, ahora el nuevo Israel es la clase trabajadora; ésta es el pueblo elegido por Dios y llamado a liberar y a salvar al mundo. Todas las características del pueblo elegido, todos los rasgos mesiánicos, vienen transferidas ahora a esta clase, todo el dramatismo, la pasión y la intolerancia que antes existieron en el pueblo de Israel pasan ahora al proletariado.

El pueblo hebreo fue siempre el pueblo de Dios, el pueblo del destino histórico trágico... Antes de ser reconocido como el Dios único, Creador y Señor del universo, el Dios del pueblo hebreo fue el Dios de todo el pueblo. Fue justamente esta conexión entre la idea monoteísta del Dios único y el destino nacional del pueblo elegido por Dios la que otorgó su singularidad y su carácter específico al destino religioso del pueblo hebreo. Aquí encontramos otro aspecto de la conciencia religiosa de los hebreos, aspecto que la distingue de la de los arios y determina la historia singular de aquel pueblo. La conciencia religiosa de los hebreos era trascendente; presuponía una distancia enorme entre Dios y el hombre, la cual hacía imposible contemplar a Dios cara a cara sin perecer. El semita se sentía abrumado ante la majestad infinita de Dios y este carácter lejano y terrible de Dios, esta conciencia de un Dios trascendente, situado fuera y por encima del hombre, contribuyó en gran medida a crear el dramatismo típico de la historia de este pueblo. Esto provoca una tensión, una relación dramática entre el hombre, el pueblo y el Dios trascendente, un encuentro del pueblo con Dios a través de la historia. En cambio, la conciencia religiosa de los arios, que alcanzó su máxima pureza en la conciencia de los hindúes y en la antigua religión hindú, es una conciencia inmanente, un sentir a Dios presente en la profundidad última del hombre, una conciencia no especialmente favorable a la apercepción del movimiento histórico. Este hecho dio lugar a una forma de contemplación y de profundización en sí mismo que se contrapone a una vida religiosa que crea por sí misma el movimiento histórico exterior.

Los fundamentos de la conciencia religiosa del pueblo hebreo fueron de tal naturaleza que favorecieron el movimiento histórico; por ejemplo, uno de tales fundamentos es la idea concreta de Dios como persona que tiene una relación singular y personal con el hombre. Este es el fundamento de la historia del pueblo. La historicidad de semejante relación entre el hombre y Dios, entre el pueblo y Dios, brota del dramatismo externo de la situación. La apercepción primaria de la vida entre los hebreos se manifiesta como un sueño apasionado de justicia que ha de cumplirse en el destino terreno del pueblo. A nuestro entender, esta segunda propiedad específica del pueblo hebreo exigía una realización de la justicia en este destino terreno, quería redimir el futuro y, de esta forma, predeterminó la enorme complejidad de este destino. Los griegos, que son un pueblo típicamente ario, no tuvieron jamás este sueño de justicia, pues tal cosa es absolutamente extraña al espíritu helénico, y, si lo tuvieron, fue para ellos algo marginal. Todo va estrechamente ligado a la cuestión de la relación con el individuo y al modo de entender la inmortalidad del alma. Los griegos elaboraron sobre todo la idea de la inmortalidad del alma, especialmente en el orfismo, en Platón, en la mística. Grecia elaboró el concepto del alma, mientras que este concepto fue extraño al pueblo hebreo, para el cual el centro de gravedad estaba no tanto en el destino individual del hombre cuanto en el destino del pueblo.

Si consideramos la conciencia religiosa de los hebreos, nos sorprende el hecho de que, en ellos, la idea de la inmortalidad del alma está ausente casi hasta el advenimiento del cristianismo. Ellos llegaron muy tarde a la idea de la inmortalidad personal. En su concepción de las relaciones entre Dios y el hombre, sólo Dios aparece como inmortal. A los ojos de la conciencia religiosa hebrea, la consideración del hombre como inmortal exageraba el valor de éste; por eso, sólo se admitía la inmortalidad del pueblo. Renán, escritor brillante, pero no profundo, de una religiosidad superficial, pero no exento de introspección psicológica, en su Historia del pueblo hebreo (quizá su obra más interesante), describe brillantemente las características del pueblo hebreo, si bien no comprende suficientemente el destino religioso del mismo y llega a hacer afirmaciones exageradas. En un pasaje de esta obra, dice, por ejemplo, lo siguiente (que, en nuestra opinión, es muy acertado): «El antiguo semita rechaza como quiméricas todas las formas bajo las cuales se representan los otros pueblos la vida de ultratumba. Sólo Dios es eterno, el hombre sólo vive algunos años, pues un hombre inmortal sería como Dios. El hombre sólo puede prolongar su efímera existencia a través de sus hijos».

A nuestro entender (y ésta es, para nosotros, la clave que explica el destino histórico del hebraísmo), en la conciencia hebrea han entrado en conflicto la sed de realizar la justicia y la verdad terrenas, el bien terrenal, por una parte, y la inmortalidad individual, por otra. En la conciencia mesiánica del pueblo hebreo estaba ya el germen de la bipolaridad que fue también la fuente de su destino fatal; en efecto, existía, por un lado, una verdadera espera del Mesías, del Hijo de Dios, que debía manifestarse en el pueblo hebreo, mientras que, por otro lado, estaba presente asimismo la espera de un falso Mesías contrapuesto a Cristo. Esta duplicidad de la conciencia mesiánica fue la causa de que el pueblo hebreo no reconociese al Mesías, a excepción de una porción elegida al interior del pueblo, que vino representada por los apóstoles y el exiguo número de los primeros cristianos. El pueblo no reconoció en Cristo al Mesías, sino que lo rechazó y crucificó. Este es el hecho central de la historia universal, que puso en marcha la historia y que es el origen de ésta, y que hace del hebraísmo una especie de eje de la historia universal.

En el hebraísmo se plantea el problema que después ha de resolverse a lo largo de la historia cristiana. En efecto, en este esfuerzo apasionado de los hebreos por realizar la justicia y el bien sobre la tierra, no sólo está presente un principio verdadero y justificado desde el punto de vista religioso, sino también un principio antidivino, la negativa a aceptar la predeterminación del destino por parte de Dios, la resistencia a Dios y al orden divino en el mundo, una opinión puramente humana, que sostiene que, al destino de los hombres y de los pueblos, tal como viene delineado en la historia y en la vida del mundo de acuerdo con la voluntad de Dios y a un plan que resulta inaferrable e incomprensible para la razón humana, puede contraponerse una concepción humana de la justicia y de la verdad que han de ser realizadas sobre la tierra, sobre la superficie del planeta, al cual se transfiere el centro de gravedad de toda vida, pues, según todas las apariencias, no existe ni existirá otra vida diferente, eterna, inmortal.

Aquí nos encontramos con la negación de la inmortalidad del hombre, de aquella vida infinita en la que se realiza el sentido de todo destino humano. Este destino, lleno de aflicciones y de sufrimientos incomprensibles e injustificables dentro del limitado ámbito de la vida temporal, de la vida comprendida entre el nacimiento y la muerte, encuentra su culminación y su sentido en otra vida; este sentido trasciende la lógica de la justicia por la que se guía la insignificante razón y conciencia moral de la humanidad. En el pueblo hebreo no sólo existió una verdadera exigencia y espera del final mesiánico de la historia universal, de la victoria sobre la injusticia, sino también una falsa pretensión que constituía un desafío a la divina Providencia y chocaba fundamentalmente con la idea misma de la vida inmortal, pues, de acuerdo con tal pretensión, todo debería encontrar sentido y solución en esta vida terrena y mortal. Según esta concepción, la justicia debía ser realizada ya en este mundo y a toda costa. «El pensador hebreo, al igual que el nihilista actual, creía que si la justicia fuese impensable en el mundo, éste no tendría ningún sentido» (Renán).

El libro de Job es uno de los libros más impresionantes de la Biblia. La dialéctica moral interior que se revela en la Biblia parte de la tesis de que el hombre justo ha de tener una vida feliz sobre la tierra y, por eso, los sufrimientos inmerecidos, que le tocaron en suerte al justo Job, provocaron en él una profunda crisis ético-religiosa. El tema del destino de Job viene planteado independientemente de la existencia o no de una inmortalidad y de una vida infinita en donde estos sufrimientos encuentran sentido. En el destino terreno de Job han de realizarse definitivamente la justicia y la verdad, pues, de lo contrario, no pueden hacerlo en ningún otro lugar. No se piensa en un premio o en un castigo que tienen lugar en otra vida, en un supuesto religioso que sirva de base al libro. En el plano terreno se desarrolla la dialéctica de uno de los temas más importantes y fundamentales del espíritu humano, a saber, el de que los justos pueden sufrir en la tierra, mientras que los hombres pecadores y perversos pueden ser felices y triunfar: un tema eterno que aparece constantemente en las mayores creaciones del espíritu humano. En la conciencia del pueblo hebreo, este tema venía limitado por la debilidad e impotencia de la conciencia religiosa para plantear el destino del hombre desde la perspectiva de la vida eterna. De esta limitación nace asimismo toda la tensión febril del pueblo hebreo a lo largo de su vida terrestre, y la razón de esto es justamente que el destino del hombre y del pueblo no son entendidos desde la perspectiva de la vida eterna, sino únicamente desde el punto de vista de la vida histórica terrena.

En esta vida histórica terrena, los hebreos pusieron un grandioso activismo, introdujeron en ella el sentido religioso, en tanto que los pueblos arios plantearon más bien el problema del destino individual. Para el hombre ario era difícil comprender el destino histórico de la vida terrena; la conciencia aria se sentía inclinada hacia la contemplación de la vida eterna, mientras que el destino histórico de la humanidad le parecía algo vacío en comparación con los mundos espirituales a los que daba acceso la contemplación. En su apogeo y en el estadio supremo de su vida espiritual, el mundo griego no tuvo una conciencia religiosa del significado del destino histórico terreno. Por ejemplo, en Platón, la máxima figura del espíritu griego, está totalmente ausente la conciencia del significado religioso y metafísico de este destino; su conciencia estaba vuelta hacia los arquetipos del ser y hacia el mundo de las ideas, y en ellas reconocía la realidad inmóvil primaria; ahora bien, no fue capaz de retornar al mundo empírico y semoviente para dar un sentido interior al proceso histórico. Aquí aparecen claramente los límites de la conciencia religiosa del mundo helénico.

La contradicción entre la inmortalidad histórica del pueblo y la inmortalidad individual es una característica del destino del pueblo hebreo. Ni siquiera en los profetas que anunciaron la revelación cristiana está presente la idea de inmortalidad. En la religión hebrea no existe una mitología, ni un misterio, ni una metafísica, en el sentido estricto de la palabra. El filósofo hebreo-alemán Cohen afirma que su religión es una religión profética vuelta esencialmente hacia el mundo futuro, mientras que, en su opinión, toda religión mitológica está vuelta hacia el pasado y ligada a él. El mito es un relato siempre ligado al pasado. Este profetismo de la conciencia religiosa hebrea, que sitúa a la religión hebrea por encima de todas las demás, explicaría la ausencia en ella de elementos mitológicos. Según Cohen, este profetismo otorga a la religión hebrea un matiz predominantemente ético.

En su interpretación del judaísmo, Cohen aplica la filosofía kantiana, olvidando que en el judaísmo existe un mito, el mito escatológico, que no está vuelto hacia el pasado, sino hacia el futuro. Este es característico de la conciencia hebrea y constituye la base mística del pueblo hebreo, cuya existencia histórica está ligada a él. Para nosotros, el vocablo «mito» designa un valor real, que no se contrapone a lo que se ha dado en llamar «la realidad». Esta propiedad de la conciencia hebrea, que es una particularidad específica de su destino histórico, hace que el socialismo, en cuanto principio histórico universal, tenga raíces judías. El socialismo no es un fenómeno típico de nuestro tiempo, pero es en nuestro tiempo cuando adquiere una fuerza especial y un extraordinario influjo sobre el curso mismo de la historia. El socialismo es uno de los principios históricos universales, pero éstos hunden sus raíces en la profundidad de los tiempos y, como todos los principios primordiales, están continuamente en acción y entran en conflicto con los principios opuestos. En nuestra opinión, el socialismo tiene un origen religioso-judío, origen que está ligado al mito escatológico o del pueblo hebreo y a la profunda dicotomía de su conciencia, trágica no sólo para el hebraísmo, sino también para la historia de la humanidad.

Es justamente esta dicotomía de la conciencia histórica hebrea la que engendra el milenarismo religioso, que está vuelto hacia el futuro y vive en la espera apasionada de que se realice el reino milenario de Dios sobre la tierra, de que venga el día del juicio, en el que el mal será definitivamente vencido por el bien y cesarán las injusticias y los sufrimientos que padece la humanidad. Esta espera milenarista es la fuente primordial del socialismo de matiz religioso. Esto está ligado también al hecho de que el pueblo hebreo es, por su misma naturaleza espiritual, colectivista, en tanto que los pueblos arios son individualistas. Este vínculo del espíritu hebreo con el pueblo, esta imposibilidad de entender el destino individual al margen de la existencia del pueblo, esta transferencia del centro de gravedad a la vida histórica popular suprapersonal hizo colectivista al pueblo hebreo, mientras que, por el contrario, en la cultura y en el espíritu arios se descubre por primera vez y se pone de relieve el principio individual. El espíritu hebreo era ajeno a la idea de libertad y al sentimiento de la culpa individual. En el hebraísmo, la idea de la libertad no se desarrolla a nivel individual, sino a nivel del pueblo; se trata de una libertad que era construida colectivamente; asimismo, la culpa tampoco era algo individual, sino colectivo, es decir, podría definirse como el sentimiento del pueblo de ser culpable ante Dios. Esta exigencia religiosa y socialista de que la justicia triunfe a toda costa sobre la tierra, esta espera de una verdad y justicia singulares en el destino colectivo del pueblo, se convirtió en el principio espiritual que motivó toda la tragedia del rechazo de Cristo por el pueblo hebreo.

Renán, con su característica parcialidad en este campo, nos ofrece una aguda descripción de la diferencia entre los tipos ario y semita: «El ario —escribe — admite desde el principio que los dioses son injustos y no abriga este ardiente deseo de alcanzar los bienes terrenos. No toma en serio los consuelos que le ofrece la vida, atraído como está por su quimérica vida de ultratumba (sólo una quimera semejante puede impulsar a realizar grandes acciones), el ario edifica su casa para la eternidad, el semita, en cambio, quiere que el bien venga mientras está vivo, no quiere esperar. Una gloria o un bien que no se sienten, para él no existen. El semita cree demasiado en Dios, el ario cree demasiado en la eternidad del hombre. El concepto de Dios es semita, el de la inmortalidad del alma es ario».

Esta caracterización es muy unilateral y, en esta forma extrema, no corresponde a la enorme complejidad de la realidad histórica, pero contiene parte de verdad y explica la tensión excepcional de esta espera mesiánica del advenimiento del bienaventurado reino de Dios sobre la tierra por parte de los hebreos. Hay algo aquí que, en cierto modo, predetermina la duplicidad del mesianismo hebreo. Veamos a este respecto un pasaje bastante significativo del profeta Isaías. Si lo meditamos, nos sorprende el hecho de que, por una parte, puede dar origen a la espera de un reino terreno, mientras que, por la otra, puede motivar la espera de un banquete mesiánico: «Entonces habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará. La vaca pacerá con la osa, y las crías de ambas se echarán juntas, y el león, como el buey, comerá paja. El lactante jugará junto a la hura del áspid, y el recién destetado meterá la mano en la caverna del basilisco. No habrá ya más daño ni destrucción en todo mi monte santo, porque estará llena la tierra del conocimiento del Señor, como llenan las aguas el mar» (11, 6-9).

Una espera tan anhelante del día de la bienaventuranza, de la verdad y del reino de Dios, jamás ha existido en parte alguna: tan sólo en la conciencia profética mesiánica. Al mismo tiempo, esta conciencia mesiánica podía tener también su contrapartida: en el pueblo hebreo, podía transformarse en la espera de un Mesías (bajo la forma de un rey terreno) que hubiera realizado el reino de Israel, el reino nacional de Israel sobre la tierra, en el que se habría consumado la bienaventuranza definitiva. En la apocalíptica de los antiguos hebreos existe siempre la posibilidad de entender de este modo la espera mesiánica. Dice Renán: «El verdadero israelita es un hombre atormentado por la insatisfacción, poseído siempre por una inextinguible sed de futuro». Esta sed inextinguible es la sed del advenimiento del reino de Dios sobre la tierra. «A diferencia del cristiano, el hebreo no es capaz de someterse a la Providencia. Para el cristiano, la pobreza y la humillación son virtudes, para el hebreo son lacras que hay que combatir. Los abusos y las violencias que el cristiano soporta con docilidad, indignan al hebreo». Esto traza una línea divisoria entre la conciencia hebrea y la cristiana, la cual resulta inaceptable e incomprensible para aquellos hebreos que no han superado su hebraísmo.

Aquí se funda el carácter revolucionario de la conciencia religiosa del hebraísmo. El hebreo se hace fácilmente revolucionario y socialista, los hebreos defienden el falso mito de que, en la base de la historia, está la explotación del hombre por el hombre. Con esto no nos referimos al sentido concreto que tiene tal expresión en nuestro tiempo; aludimos a una característica tipológica, a un desafío al destino y a las pruebas y sufrimientos que forman parte de él, a una exigencia insistente, tensa, apasionada de que la verdad y la beatitud sean realizadas ya en este destino terreno. Para los hebreos, esta idea del reino terrenal no era laica, secular, sino religiosa, teocrática. A esto va ligado el hecho de que los hebreos tenían un sentido relativamente débil del estado en el sentido laico del término, del estado secular.

Aquí nos encontramos con una contradicción. Mientras que ningún otro pueblo deseó con tanto apasionamiento el advenimiento de su reino nacional terreno, al pueblo hebreo le faltó precisamente a lo largo de su historia una posibilidad elemental que tuvieron todos los demás pueblos: la de tener un estado propio. El deseo apasionado de tener un estado propio condujo, en definitiva, al resultado opuesto: a diferencia de los demás pueblos, su deseo se vio defraudado. Se trata de una de las paradojas ligadas al destino del mesianismo hebreo. La vida espiritual de este pueblo debía llevar a la aparición de Cristo y a su crucifixión. Cristo no colmó las esperanzas del pueblo, no se convirtió en un rey terrenal ni creó el reino de Israel. Este hecho trajo consigo una contradicción radical: el pueblo hebreo, que rechazó al Crucificado, terminó por experimentar él mismo la crucifixión a través de su propio destino.

Es esta la contradicción fundamental de su destino religioso. Este sueño apasionado del pueblo hebreo, es decir, el de poseer un reino terreno nacional, anticipa el sueño de la época más reciente de realizar un reino social terreno, no ya del pueblo hebreo, sino de toda la humanidad, el sueño socialista del paraíso terrestre, realizado no a través del Mesías, sino de la clase mesiánica, que es el proletariado. Esta pasión por el destino histórico terreno, característica del espíritu hebreo, contradice las expectativas de una vida inmortal, porque la realización de la suprema verdad de Dios no viene transferida a la vida superior e inmortal. El que cree en la inmortalidad ha de cultivar una relación objetiva con el plano de la vida terrena y ver que en él es imposible superar definitivamente el principio irracional oscuro, y que en él son inevitables el sufrimiento, el mal y la imperfección.

En el pueblo hebreo, que antes del advenimiento del cristianismo se había elevado a las más altas cimas religiosas, el sentido de la inmortalidad fue mucho más débil que entre los persas y los egipcios. El gran pueblo ario del Oriente que fueron los persas poseía los gérmenes de una auténtica fe en la inmortalidad y en la resurrección, y los egipcios tenían una sed apasionada de resurrección, de la resurrección corporal del difunto, sed sobre la que está basada toda la historia egipcia. Las pirámides fueron un gran monumento del espíritu humano que refuta la concepción materialista de la historia, la comprensión materialista de la vida. «Las grandes pirámides son el testimonio más antiguo y convincente que poseemos sobre el nacimiento propiamente dicho de la sociedad organizada» (Brasteid). En su destino histórico ulterior, el pueblo hebreo debía arribar asimismo a la fe en la inmortalidad y en la resurrección a través del camino recorrido ya por otros pueblos antes del comienzo de la era cristiana. El pueblo hebreo fue un pueblo monoteísta que poseía una convicción impresionante de la realidad de Dios. Esta realidad y concretez de Dios, que conmueve el alma, se apodera de tal manera del pueblo hebreo que desplaza cualquier otro sentimiento idea o concepción.

Por el contrario, en el destino histórico ulterior resultó indispensable dar un significado a la idea de inmortalidad, pues una serie de pruebas y de experiencias nuevas lo colocaron ante este problema. Entonces, en el mundo hebreo surge la duda sobre la justicia del destino terreno, al igual que había aparecido en el mundo helénico y, en general, en el mundo antiguo, que creía en la victoria inmediata del bien, de la justicia y del justo aquí en la tierra. Ahora bien, llegó un momento en que dejaron de creer en esto, pues comenzaron a advertir que, aquí en la tierra, la justicia, el bien y el justo no reciben la debida recompensa. El justo sufre y es crucificado; comenzamos a ver esto en el libro de Job, en los Proverbios de Salomón, en el orfismo, en Platón, y ello trae como consecuencia la búsqueda de un mundo diferente, la tentativa de dar sentido al destino individual en otro plano. En el mundo hebreo antiguo, al igual que en el helénico, surge de diferentes formas el gran problema religioso de la crucifixión del hombre justo de la que se deriva un bien sublime.

En el mundo cultural griego encontramos planteado este problema en el destino de Sócrates, y de aquí brota el impulso espiritual que hizo posible la filosofía de Platón. La muerte de Sócrates obligó a Platón a volver la espalda a un mundo en el que había sido posible condenar injustamente a muerte a un hombre tan justo y a buscar un mundo diferente, el mundo de la belleza y del bien, en el que sería imposible una muerte semejante. Este motivo se repite por doquier en el mundo antiguo, ya sea pagano o hebreo. A través de esta experiencia espiritual extraordinaria y exacerbada, los hombres comienzan a volverse hacia un mundo superior, para intentar encontrar sentido en él al destino de la humanidad. En el mundo precristiano, éste es el momento en que tiene lugar el paso de una conciencia religiosa nacionalista a una conciencia individual y nace, por consiguiente, el individualismo religioso. Este último sustituye por doquier al estadio precedente del objetivismo, orientado hacia la vida terrena del pueblo y de la nación. De aquí deriva la conversión hacia la profundidad individual del destino del hombre, que intenta explicarse a partir de un ámbito situado más allá de los confines de la vida terrena y nacional. Al período objetivista sucede el individualista, un período de transición, en el que nace el cristianismo. La verdad cristiana se revela al hombre en aquel período de su vida espiritual en el que la vieja religiosidad nacional comienza a vacilar y a resquebrajarse, en el que el espíritu humano empieza a interesarse apasionadamente por el destino individual, cuyo sentido no había sido encontrado ni por el Antiguo Testamento ni por el paganismo.

En el destino del pueblo hebreo, este tránsito de la religiosidad objetivo-popular a la religiosidad subjetivo-individual va ligado a un desarrollo y a una vacilación de la conciencia mesiánica. Esta última comienza a dividirse interiormente y da lugar, por una parte, a una conciencia mesiánica nacionalista, ligada exclusivamente al destino terreno, y, por otra, a una conciencia mesiánica universal, que esperaba una manifestación divina que llevase la Buena Nueva por todo el universo y no sólo al pueblo hebreo y, a través de este carácter universal, la anunciase también a cada hombre concreto. En la vieja religiosidad nacional tiene lugar un proceso de división y de desintegración y la conciencia emprende el camino del individualismo que, a la vez, está ligado a un universalismo mayor. La idea mesiánica lleva la Buena Nueva no sólo a toda la humanidad, sino también a cada destino humano individual. Este planteamiento permitía superar la tragedia del destino y preparaba el advenimiento del cristianismo. Era precisamente en el pueblo hebreo, dotado de un sentido tan agudo de la historia y vuelto hacia el futuro, en donde había de nacer Cristo, en donde había de tener lugar el acontecimiento central de la historia universal, la revelación de este mundo y del otro, un acontecimiento a la vez inmanente y trascendente.

Aquí ocurre la más grande tragedia humana, a través de la cual el destino del pueblo hebreo queda ligado al de toda la historia cristiana. El papel del hebraísmo consiste en haber vivido, como ningún otro pueblo de la historia, la espera mesiánica. Sólo al pueblo hebreo le fue dado esperar de un modo directo e inmediato la aparición del Mesías en el mundo, mientras que todos los demás pueblos del mundo pagano tuvieron solamente oscuros presentimientos y no una conversión directa de su conciencia hacia el Mesías que había de venir. Pues bien, este pueblo a quien le había sido dada la conciencia mesiánica y en el que debía nacer el Mesías, no superó la prueba de la bipolaridad de su conciencia y de su espera, no comprendió al Crucificado. La esencia de la tragedia entre el hebraísmo y el cristianismo radica en el hecho de que el Mesías debía aparecer en el seno del pueblo hebreo y, sin embargo, este pueblo no podía aceptar a un Mesías crucificado.

El pueblo hebreo esperaba al Mesías y profetizó que había de venir, pero no lo aceptó, pues le resultaba imposible aceptar a un Mesías que se manifestaba bajo la forma de siervo, cuando él esperaba la aparición del Mesías como rey, el cual debía restaurar el reino terrenal de Israel. Esta espera febril del pueblo hebreo fue el arquetipo de su socialismo religioso característico. El pueblo hebreo no pudo aceptar el misterio de la crucifixión, no pudo aceptar a Cristo, porque Cristo apareció bajo la forma de una justicia y de una verdad mansas y no triunfantes en la vida terrena. A través de su vida y de su muerte, Cristo rechazó las falsas esperanzas del pueblo hebreo en un reino terrestre y bienaventurado. De esta forma, el cristianismo sólo reconoció al pueblo hebreo como pueblo de Dios en la medida en que preparó la venida de Cristo; ahora bien, en el momento en que rechazó a Cristo, dejó de serlo. Después de la venida de Cristo, ningún mesianismo (en el sentido hebreo del vocablo) es ya posible; después de Cristo, esperar al Mesías significa esperar a un falso Mesías, contrapuesto a Cristo.

El mesianismo nacionalista es siempre, de un modo u otro, un retorno al judaísmo, y esto puede aplicarse también al mesianismo clasista. El mesianismo socialista tiene raíces judías y, en el mundo cristiano, significa la espera del falso Cristo, la espera del Anticristo. En el cristianismo, el pueblo elegido es la Iglesia. Esta bipolaridad del mesianismo hebreo, vuelto, por un lado, hacia el Mesías-Cristo y ligado, por otro, el Anticristo, a una realización revolucionaria de la justicia sobre la tierra, hace que todo rechazo de Cristo a lo largo de la historia se base en los mismos motivos y razones que impulsaron al falso mesianismo hebreo a repudiar a Cristo y a crucificarlo: la negación de la libertad del espíritu en nombre de una realización forzada del reino de Dios sobre la tierra. Cristo fue rechazado porque murió en la cruz, en lugar de recurrir al poder supremo para aniquilar el mal y el sufrimiento e iniciar una historia colocada bajo el signo de la justicia y la bienaventuranza.

Esto crea una paradoja y una contradicción trágicas, a las que hace alusión Léon Bloy, maravilloso escritor francés muerto recientemente y, por desgracia, poco conocido. Bloy formuló la tragedia fundamental del pueblo hebreo del modo siguiente: «Los hebreos sólo se convertirán cuando Cristo descienda de la cruz, y Cristo sólo puede descender de la cruz cuando los hebreos se conviertan» (Le salut par les Juifs). Estas palabras geniales ponen al descubierto no sólo la tragedia del pueblo judío, sino también la del mundo cristiano y plantean una objeción fundamental al cristianismo.

Esta objeción dice que el cristianismo no se ha realizado en el mundo, ha fracasado, como se dice a veces, que la justicia no se ha impuesto sobre la tierra y que los sufrimientos del mundo continúan; hace cerca de dos mil años que vino el Cristo, el Salvador y Redentor del mundo, y, sin embargo, el mal, el sufrimiento, los horrores y los padecimientos continúan. Es una objeción típica del falso mesianismo judío y se basa en la idea de que la venida del Mesías Hijo de Dios debería haber realizado sobre la tierra el bien y haber vencido definitivamente al mal, debería haber hecho cesar todo sufrimiento, todo tormento, toda tiniebla, y aportado la bienaventuranza. Rechazar a Cristo es una característica de los judíos, propia también de la raza aria. Esto nos lleva a la paradoja fundamental de toda la historia hebrea y cristiana: sin los hebreos no hubiese sido posible el cristianismo y la historia cristiana, sin el judaísmo que rechazó el misterio del Gólgota no hubiera existido el Gólgota. La historia cristiana vive en un estado de beligerancia interior con el espíritu hebreo. Y, para el espíritu cristiano, la relación con los judíos constituye una prueba interior, pues, tanto la sumisión y la debilidad, que entregan a los cristianos en poder del espíritu hebreo, como el antisemitismo, que se transforma en violencia, son una capitulación ante esta prueba.

El antisemitismo no comprende la enorme trascendencia religiosa de la cuestión judía, el antisemitismo racista está contaminado por el falso espíritu judío contra el que se rebela. El odio a los judíos es un sentimiento anticristiano, y los cristianos han de comportarse cristianamente con aquéllos. En el ámbito de la historia cristiana tiene lugar la interacción continua de los principios judíos y helénicos, que son la fuente principal de nuestra cultura. A nuestro entender, en el interior de la Iglesia cristiana se desarrolla un conflicto entre ambos principios. El espíritu cristiano lleva en sí el injerto semítico, sin el cual sería imposible el destino histórico del cristianismo. El viejo problema planteado por la historia judía, el problema del mesianismo orientado hacia dos metas distintas y, por consiguiente, dividido, se manifiesta como el auténtico problema de la historia universal, en torno al cual se desarrolla esta historia cuyo centro es Cristo. Con Cristo da comienzo una nueva era universal. He aquí por qué la cuestión judía es insoluble en el ámbito de la historia. El sionismo es la corriente más noble en el interior del hebraísmo, pero es impotente para resolver la cuestión judía.

El problema judío planteado por la Biblia continúa agitando los ánimos durante los siglos XIX y XX. La fijación materialista en este mundo, presente en el capitalismo de Rothschild y en el socialismo de Marx es de procedencia hebrea (aunque no esté necesariamente ligada a los judíos), y en torno a ella hierven las pasiones y la lucha sangrienta. Pero el judaísmo enemigo del cristianismo puede manifestarse también en los no judíos, de la misma manera que quienes tienen sangre judía pueden estar libres de él. Ningún antisemitismo vulgar puede justificarse a partir de una comprensión religiosa del destino del judaísmo. La solución definitiva de la cuestión judía sólo es posible en el plano escatológico; ella llevará también consigo el desenlace de la historia universal, cuyo último acto será la lucha de Cristo contra el Anticristo. Si el hebraísmo no llega a una autodefinición religiosa, será imposible llevar a su culminación la historia universal.

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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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