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DIVULGACIÓN CULTURAL

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FILOSOFÍA
 
Nicolás Berdiaev
El sentido de la historia
 
Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 - Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 -Capítulo 9 - Capítulo 10 - Apéndice
 
Capitulo 6
 
Experiencia de la filosofía del destino humano

EL CRISTIANISMO Y LA HISTORIA

En uno de los capítulos precedentes hemos hablado largamente del nexo privilegiado existente entre el cristianismo y la historia, de la historicidad del cristianismo, y nos hemos referido a Schelling, el cual, en sus Vorlesungen über die Methode des akademischen Studiums, expuso con singular fuerza la idea de que el cristianismo es, ante todo, histórico, revelación a través de la historia. Al mismo tiempo, hemos dicho que el cristianismo es, por su misma naturaleza, excepcionalmente dinámico y no estático, que es una fuerza que irrumpe en la historia y, por consiguiente, se diferencia profundamente del mundo antiguo, que, dada su tendencia contemplativa, era fundamentalmente estático.

Este dinamismo fue tan grande que incluso estuvo presente en los casos en que se apostataba del cristianismo. En tales casos, el dinamismo se expresaba bajo otras formas, por ejemplo, bajo la forma de rebelión, de sublevación contra el destino; una rebelión tan violenta sólo aparece en el interior del período cristiano de la historia, pues el dinamismo cristiano engendra también a veces un dinamismo contrario y erróneo. Esta historicidad y dinamicidad excepcionales del cristianismo están ligadas ante todo a la circunstancia de que el hecho central de la historia cristiana (la aparición de Cristo) es un hecho único e irrepetible que funda el carácter específico de todo lo «histórico». Toda la historia universal camina hacia este hecho central e irrepetible y parte de él. Este carácter único e irrepetible de lo «histórico», este nexo de la historia celeste con la terrena, tiene en el mundo cristiano una configuración histórica muy compleja, en la que se refractan todas las fuerzas fundamentales de la historia espiritual precedente.

En esta configuración se da sobre todo la interacción de los principios judío y helénico. Sólo el conflicto y la interacción de ambos principios explican la aparición del cristianismo en la historia. Dentro del cristianismo prevalecen alternativamente uno u otro principio. Cada uno de ellos determina un aspecto del pluriforme y complejo mundo cristiano. Los elementos judíos son principios veterotestamentarios, legalistas, y en ciertos momentos han traído como consecuencia la degeneración del cristianismo en un legalismo veterotestamentario; también pueden dificultar la revelación de la gracia, del amor y de la libertad y ser fuente de fariseísmo. Por otro lado, estos mismos principios pueden dar origen a un espíritu opuesto, al espíritu apocalíptico, abierto a nuevas y más perfectas revelaciones. Este último espíritu actúa en un sentido totalmente opuesto al de los principios veterotestamentarios, pero ambos principios judíos son extremadamente históricos, pues tan histórica es la acción de los elementos legalistas que aseguran la tradición, como la de los elementos apocalípticos, orientados hacia el futuro.

En general, podemos decir que la Iglesia cristiana es, por su misma naturaleza, una fuerza fundamentalmente histórica. Ella hace presente la revelación en el ordenamiento histórico de la humanidad y dirige (en el plano religioso) su destino, los destinos de las masas populares. La Iglesia es una fuerza impulsora de la historia en la medida en que encierra en sí los principios judíos, que son los factores históricos por excelencia. Por otra parte, los principios helénicos no son menos dinámicos que aquéllos, y constituyen asimismo una riqueza para el cristianismo. A ellos está ligada, sobre todo, la vertiente contemplativa del cristianismo. Toda la metafísica contemplativa, así como la dogmática y la mística cristianas se derivan del principio helénico. Se trata de aspectos mucho más helénicos que judíos, pues la contemplación del ser divino es más conforme al espíritu helénico que al judío, preso en el vórtice de la historia. Asimismo, toda estética y toda belleza van ligadas a los elementos helénicos del cristianismo, porque el mundo helénico es la cuna, la fuente de la belleza presente en el ámbito cristiano y en el mundo en general. A él va ligada toda la belleza de la cultura cristiana, y todos los intentos protestantes de purificar al cristianismo del «paganismo» han conducido únicamente a debilitar la estética y la metafísica cristianas, es decir, todo aquello que va unido al espíritu helénico.

La historicidad y dinamicidad excepcionales del cristianismo van ligadas al hecho de que éste revela (por vez primera y de un modo definitivo) al mundo el principio de la libertad espiritual, desconocida para el mundo antiguo y, en cierto modo, para el mundo judío. La libertad cristiana presupone que el verdadero sujeto de la acción histórica es un sujeto libre, un espíritu libre. Este supuesto es esencial, tanto por lo que respecta a la naturaleza del cristianismo como por lo que se refiere a la naturaleza de la historia; si no admitimos este sujeto que actúa libremente y determina los destinos históricos de la humanidad, no podemos hablar propiamente de historia.

Los griegos afirmaban la necesidad y la racionalidad del bien; para ellos, era el resultado de una victoria de la razón. Sócrates fue un exponente de esta concepción helénica. El bien es una necesidad racional, sus leyes se imponen a la razón, y los principios que se oponen a él son irracionales. La concepción griega del bien no está ligada a la libertad. La filosofía griega no llegó a formular nunca una concepción acertada y genuina del bien, ni siquiera a través de sus pensadores más excelsos. El cristianismo, en cambio, afirma que el bien es libre, que es un producto de la libertad del espíritu; sólo tiene auténtico valor y es un bien genuino cuando procede de una opción libre del espíritu. Por eso el cristianismo rechazó la concepción del bien como algo racional y necesario, y éste es el rasgo distintivo de la Weltanschauung cristiana.

El cristianismo no sólo afirma la libertad como conquista suprema y victoria de la razón divina, sino que también afirma otra libertad que condiciona el destino del hombre y de la humanidad y hace la historia. En el cristianismo, la Providencia misma y su acción son libres, no tienen nada que ver con el fatum. La mentalidad cristiana se rebela contra aquella sumisión al fatum que es típica del mundo antiguo. La tragedia y la filosofía griegas proclaman esta sumisión que, para ellas, es la máxima sabiduría que puede alcanzar el hombre. Por el contrario, en el cristianismo existe un principio que se subleva contra esta sumisión al destino. Pero la libertad de elección, la libertad de afirmar el bien, radicadas en los arcanos secretos de la voluntad y no de la razón, presuponen la libertad del sujeto creador, del sujeto agente, sin el cual es imposible un verdadero dinamismo histórico. La ahistoricidad o antihistoricidad total de la antigua cultura hindú y china se explican en la medida en que allí no llegó a descubrirse la libertad del sujeto creador. No la descubrió la filosofía de los Vedas, que es uno de los sistemas filosóficos más importantes, ni la descubrieron tampoco aquellos filósofos que, en cierto modo, afirmaron la libertad, entendida como confluencia e identidad absolutas entre el espíritu humano y el divino. La India no conoció la libertad del espíritu humano y esto explica la insuficiente historicidad de esta singular cultura. Fue el cristianismo el que puso de manifiesto (por primera vez y de un modo definitivo) esta libertad del sujeto creador, desconocida en el mundo precristiano. Este descubrimiento cristiano de los principios dinámicos interiores de la historia, del devenir de los destinos del hombre, del pueblo y de la humanidad, creó definitivamente la impetuosa historia de la época cristiana, de la que la historia anterior al cristianismo sólo constituyó un preludio y una preparación.

¿Cuál es el tema originario de la historia universal? A nuestro entender, el tema fundamental es el destino del hombre, planteado a través de la interacción entre el espíritu humano y la naturaleza. Esta interacción, esta acción del espíritu humano sobre la naturaleza, sobre el cosmos, es también el fundamento primordial y el principio originario de lo «histórico».

A lo largo de la historia de la humanidad, contemplamos diversas formas de interacción entre el espíritu humano y la naturaleza global, formas que pasan por diferentes épocas históricas. El estadio primordial de la historia, resultado inmediato de aquel acto del drama celeste-histórico a través del cual el hombre se separó de Dios, del drama del pecado original (que es, en definitiva, el drama de la libertad), hundió al espíritu humano en las entrañas mismas de la necesidad natural. De esta forma, tuvo lugar la caída del hombre en el seno de la naturaleza, su aprisionamiento por parte de los elementos que sedujeron al hombre y de los cuales no podía evadirse por sus propias fuerzas, pues le era imposile romper el terrible hechizo que lo sometía a la necesidad natural. El estadio primordial, característico de todos los pueblos bárbaros y salvajes, de las más antiguas culturas y de la historia primordial del mundo antiguo, se explica siempre a partir de esta inmersión del espíritu humano en los elementos de la naturaleza.

El espíritu humano ha perdido su libertad originaria y ha dejado de ser consciente de ello. Inmerso en las entrañas de la necesidad, su conciencia filosófica no puede elevarse hasta la autoconciencia de la libertad, hasta la autoconciencia de sí mismo como sujeto espiritual creador. Así se explica que el mundo antiguo no haya conocido lo que es la auténtica libertad, pues el espíritu humano, hechizado por los elementos de la naturaleza, había perdido su libertad como consecuencia de su alejamiento primordial del Espíritu de Dios. Ocurrió, pues, una especie de degeneración: la libertad degeneró en necesidad, el espíritu no pudo elevarse hasta la revelación religiosa de la libertad o el conocimiento filosófico de la misma.

El tema del destino histórico universal del hombre es el tema de la liberación del espíritu humano creador de las entrañas de la necesidad natural, de esta dependencia de la naturaleza y de esta sumisión a la misma. Todo va ligado al planteamiento y solución de este problema, tanto en Grecia como, en general, en todo el mundo antiguo pagano. Esta inmersión del espíritu humano en los elementos de la naturaleza comportaba en el hombre una situación de amarga dependencia, y un terror espantoso a los demonios de la naturaleza; el espíritu humano, degradado e inmerso en la vida de la naturaleza, estaba sujeto a ella y, al mismo tiempo, vivía en íntima conexión con ella. La vida espiritual de la naturaleza misma se le manifestaba con más claridad que en los estadios sucesivos, y él la sentía como la vida de un organismo viviente, espiritualizado, habitado por demonios, con los cuales estaba en constante comunión. Las antiguas mitologías nos hablan de este vínculo con los espíritus de la naturaleza. Por este motivo, todos los mitos antiguos han sido engendrados a través de esta interacción entre el hombre y la naturaleza. El espíritu humano caído no se convirtió en señor de la naturaleza, sino que, por el contrario, a través de una volición libre realizada en el plano premundano, se volvió esclavo de la naturaleza y parte indisociable de ésta.

Esta esclavitud, esta dependencia de la naturaleza, propias de los primeros estadios de la historia humana, se expresaban bajo la forma de un vínculo con la naturaleza. El mundo pagano estaba lleno de demonios y el hombre no tenía fuerzas para elevarse por encima de estos demonios, de este torbellino de la naturaleza. La imagen del hombre se asemejaba no a la naturaleza divina superior, sino a la naturaleza inferior, pululante de espíritus elementales. El hombre asumió el color de la naturaleza inferior en la que había caído, a la que estaba sometido y de la que no podía liberarse por sus propias fuerzas. La obra sublime del cristianismo (que todavía no es suficientemente reconocida en el seno del mundo cristiano) fue la de liberar al hombre del poder de los demonios a través de la venida de Cristo al mundo, del drama de la redención del hombre y del mundo.

El cristianismo liberó casi a la fuerza al hombre de esta sumisión a la naturaleza y lo puso de pie en el plano espiritual, restauró su condición de ser espiritual autónomo, lo liberó de esta sujeción al todo universal natural, lo dignificó y lo elevó hasta el cielo. Sólo el cristianismo restituyó al hombre la libertad espiritual de la cual había sido privado mientras estaba en poder de los demonios, de los espíritus de la naturaleza y de las fuerzas elementales, como ocurría en el mundo precristiano. Para nosotros, la esencia del cristianismo consiste en la liberación del hombre, en la posibilidad dada al hombre de realizar libremente su destino; aquí radica el enorme significado de la redención de la esclavitud interna y externa, de la liberación de los elementos perversos que operan en lo más íntimo de su naturaleza.

La sujeción del hombre a los demonios de la naturaleza era, al mismo tiempo, una sujeción a sí mismo, a sus propios elementos inferiores. El hombre no podía liberarse por sí mismo de esta servidumbre, a través de la cual la libertad había degenerado en necesidad; por su culpa, había quedado debilitado el poder de su libertad. La redención cristiana, la venida del Hombre divino, del Dios-hombre, del Hombre como segunda persona de la Trinidad divina, restituye a la libertad este poder, devuelve al hombre la impronta de su elevado origen divino, borra de su imagen la marca de la esclavitud, de la naturaleza inferior. Sólo la aparición del Hombre divino, sólo la asunción por su parte de todas las consecuencias del mal operado por el hombre en el mundo, su pasión y muerte, su sangre redentora, en definitiva, el drama sagrado de la redención, restituye al hombre la libertad, lo libera de los elementos inferiores y le devuelve con creces la filiación divina perdida.

También las religiones antiguas buscaban la redención, y puede decirse que, en todos los misterios antiguos, estaba presente el arquetipo de la redención cristiana. Los misterios de Osiris, Adonis, Dionisos, sólo representaban oscuros presentimientos y una sed ardiente del misterio genuino en la redención. En los citados misterios, el hombre anhelaba apasionadamente liberarse de la esclavitud de la naturaleza, conquistar la inmortalidad, sustraerse al poder de los espíritus elementales inferiores; pero los misterios del mundo antiguo nunca consiguieron la liberación definitiva del hombre, pues estaban inmersos en el torbellino de la naturaleza elemental inferior. Eran misterios inmanentes, naturales, en los que el hombre buscaba la liberación de las amarguras de la existencia a través de una mera comunión con los elementos naturales. Así, los misterios dionisíacos se celebraban de acuerdo con el ciclo de la naturaleza misma, de la muerte y del nacimiento, del invierno y de la primavera; pero estos misterios no elevaban al hombre por encima de los elementos naturales, ni otorgaban una auténtica redención.

El mundo antiguo, en el cual eran conocidos estos misterios, anhelaba ardientemente la liberación y, en sus últimos días, estaba más obsesionado que nunca por el terror a los demonios de la naturaleza. Este terror característico de los últimos tiempos del mundo antiguo, en los que se intensificaron y se multiplicaron por doquier los cultos místicos, alcanzó dimensiones enormes y se hizo verdaderamente insoportable. La vida de las personas que deseaban liberarse de este terror y alcanzar la redención se volvió realmente trágica. Sólo el cristianismo liberó al hombre de este torbellino de los elementos naturales, le devolvió su lugar en el mundo, restituyó la libertad al espíritu humano y abrió un nuevo período en el destino del hombre, un período en el que este destino comienza a ser definido y realizado por un sujeto auténticamente libre, un período en el que el hombre deviene consciente de su libertad.

Este proceso de liberación de los elementos de la naturaleza tiene su contrapartida, a la cual llaman con amargura «la muerte del gran Pan». El fin del mundo antiguo y el comienzo del cristianismo comportan efectivamente un alejamiento del hombre de la vida íntima y profunda de la naturaleza. El gran Pan, que se manifestaba al mundo antiguo y estaba próximo al hombre de aquella época (inmerso en las entrañas de la naturaleza), se hunde en el seno de la naturaleza y se oculta a las miradas de éste. Se abre un abismo entre el hombre que emprende el camino de la redención y la naturaleza. El cristianismo cierra herméticamente la vida íntima de la naturaleza, no deja al hombre acercarse a ella y, en cierto modo, la humilla: es el otro aspecto de la gran obra de liberación del espíritu humano llevada a cabo por el cristianismo. Para que el espíritu humano no fuese en lo sucesivo esclavo de la naturaleza, había que cerrarle el acceso a esta vida interior de los espíritus de la naturaleza.

Cualquier retorno del hombre a la condición del paganismo antiguo sería peligrosa, llevaría consigo el riesgo de una nueva caída y desembocaría otra vez en el terror a los demonios de la naturaleza; todos estos riesgos son reales hasta que el hombre no haya alcanzado una cierta estatura espiritual, hasta que no se haya llevado a término el drama de la redención, hasta que el hombre no sea espiritualmente adulto y adquiera suficiente equilibrio y firmeza. El cristianismo realizó el proceso de liberación del espíritu humano separándolo de la vida interior de la naturaleza, y la naturaleza continuó inmersa en aquel mundo pagano del cual era necesario alejarse. Todo esto se prolongó durante casi toda la edad media. La vida interior de la naturaleza aterrorizaba al hombre, la relación con los espíritus de la naturaleza era considerada magia negra, el cristiano seguía teniendo una actitud de temor ante ella, a la que veía como un cordón umbilical que lo unía al paganismo.

El cristianismo trajo la buena nueva de la liberación de este terror y de esta servidumbre, declaró una guerra implacable, apasionada, heroica, a la naturaleza, dentro y fuera del hombre, una guerra ascética que se manifestó, sobre todo, en la impresionante personalidad de los santos. Este volver las espaldas a la naturaleza, esta pérdida de las claves de acceso a su vida íntima, es una característica fundamental del período cristiano de la historia que lo diferencia de la época precristiana.

Las consecuencias de todo esto son, a primera vista, paradójicas. El resultado y la consecuencia del período cristiano es una mecanización de la naturaleza, mientras que, para todo el mundo pagano y para la cultura del mundo antiguo, la naturaleza era un organismo viviente. Para la época cristiana, la naturaleza fue desde el principio terrible, horripilante, y suscitaba una sensación de peligro. Esto explica por qué el conocimiento de la naturaleza era considerado como algo peligroso, así como la actitud de huida ante la misma y la lucha espiritual contra ella.

Más tarde, en los albores de la era moderna, comenzó a ejercerse una acción técnica sobre la naturaleza, empezó una mecanización de la misma, condicionada por una concepción de la naturaleza como mecanismo inerte y no como organismo vivo. Esta mecanización constituye el segundo o tercer resultado de la liberación del hombre de la demonolatría por parte del cristianismo. Este mecanizó la naturaleza para restituir al hombre la libertad, para disciplinarlo, para distinguirlo de ella y elevarlo por encima de ella.

Por muy paradójico que resulte, para nosotros es claro que lo que ha hecho posible una ciencia positiva de la naturaleza y una técnica ha sido justamente el cristianismo. Mientras el hombre permanecía en una interacción inmediata con los espíritus de la naturaleza y basaba su vida en una Weltanschauung mitológica, no podía elevarse por encima de la naturaleza a través de la actitud cognoscitiva propia de las ciencias naturales y de la técnica. Si se tiene una actitud de temor ante los demonios de la naturaleza, no se pueden construir carreteras ni instalar líneas telegráficas y telefónicas. Para poder trabajar sobre la naturaleza como sobre un mecanismo, era necesario que desapareciese de la vida humana el sentimiento de que la naturaleza es un organismo viviente y está llena de demonios y de que existe una ligazón inmediata con ella. La concepción mecanicista del mundo se ha rebelado contra el cristianismo, pero, en realidad, fue un resultado espiritual de la liberación del hombre del yugo de los elementos y de los demonios de la naturaleza hecha por el cristianismo. En la medida en que el hombre se encontraba inmerso en la naturaleza y estaba en comunión con la vida íntima de ésta le era imposible conocerla científicamente y dominarla a través de la técnica.

Esto habría de tener una influencia decisiva sobre el destino ulterior del hombre. El cristianismo liberó al hombre del yugo de la naturaleza, situándolo espiritualmente en el centro del universo. El sentimiento antropocéntrico de la existencia era ajeno al hombre antiguo, pues éste sentía que formaba parte de la naturaleza y era inseparable de ella. Fue precisamente el cristianismo el que aportó esta sensibilidad antropocéntrica, la cual se convirtió en la fuerza motriz fundamental de los nuevos tiempos. Una vez surgida esta conciencia de la situación central del hombre en el mundo, que eleva a aquél por encima de la naturaleza y tiene su origen en el cristianismo, la historia no podía tomar unos derroteros distintos de los que ha seguido. Los adversarios recientes del cristianismo no son lo suficientemente conscientes de su dependencia de esta fuente cristiana.

La liberación del hombre del yugo de la naturaleza tenía que llevar al hombre a retirarse al mundo espiritual interior para allí llevar a cabo un combate gigantesco y heroico contra los elementos de la naturaleza, a fin de superar la esclavitud en que vivía con respecto a la naturaleza inferior y modelar una personalidad auténticamente libre y humana. Esta gran empresa, que es algo central en el destino del hombre, fue llevada a cabo por los santos cristianos. Los grandes ascetas y anacoretas desarrollaron una lucha titánica contra las pasiones del mundo y, de esta forma, llevaron a término la empresa de liberar al hombre de los elementos inferiores. El hombre debía volver la espalda a la naturaleza para poder forjar una personalidad humana nueva, ligada a la aparición del nuevo Adán, en tanto que, en el mundo antiguo, la persona humana realizaba el modelo del viejo Adán, de aquel Adán que, a través de un acto premundano y de dimensión universal, había caído en cuanto entidad colectiva en poder de la naturaleza inferior y de sus elementos.

La nueva personalidad humana había de modelarse conforme al nuevo Adán, libre de toda servidumbre frente a los elementos mortíferos del mundo y los demonios de la naturaleza inferior. Esta labor de conformación del nuevo Adán inaugura el período cristiano de la historia, la cual comienza por los primeros anacoretas, continúa a través del monaquismo medieval y se prolonga a través de todos los siglos que asistieron a esta lucha asombrosa con vistas a forjar la nueva personalidad humana. El cristianismo reconoció por vez primera el valor infinito del alma humana, aportó la conciencia de que el alma humana vale más que todos los reinos del mundo, pues «¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?». Este es uno de los fundamentos de la doctrina evangélica. La lucha contra los elementos de la naturaleza se convirtió para el cristianismo en algo esencial y creó el dualismo cristiano de espíritu y naturaleza. No se trata aquí de un dualismo ontológico, sino de un principio extraordinariamente dinámico y activo. Sin este dualismo, sin la contraposición entre el sujeto agente y el ambiente natural objetivo exterior a él, con el cual lucha y se encuentra en conflicto, es imposible el dualismo en la historia. Cuando el sujeto se halla inmerso en el objeto, no se dan las condiciones adecuadas para una historia verdaderamente dinámica.

El destino de todo el mundo antiguo antes del advenimiento del cristianismo había de tener un doble punto de llegada, dos momentos diferentes, cada uno de los cuales era esencial para construir la historia universal y comenzar la nueva era. El mundo antiguo había de llegar en último extremo a reunir al universo en una unidad, es decir, a superar todo particularismo. La división en Oriente y Occidente, en numerosos pueblos y culturas, debía desembocar finalmente en una integración, en la formación de un gran todo universal a la vez espiritual y material. En este proceso de integración tuvo una influencia decisiva la obra de Alejandro de Macedonia, orientada a fomentar la unión entre Oriente y Occidente. La integración espiritual comenzó a concretarse durante el período helenístico, cuando tuvo lugar la confluencia entre todas las religiones de Oriente y de Occidente, período caracterizado por un sincretismo en el que se fundieron todos los modelos culturales elaborados por el mundo antiguo.

La formación del Imperio romano, que tuvo las características de un estado universal, fue el resultado del proceso de integración del mundo antiguo, que hizo posible una historia auténticamente universal. La historia universal de la humanidad unificada comienza en este período, en el cual tiene lugar la unión entre el Oriente y el Occidente. El cristianismo surgió históricamente y se manifestó en este período, en el que acontece el encuentro ecuménico de todas las conquistas culturales del mundo antiguo, en el que se efectúa el contacto entre las culturas orientales y las occidentales, en el que la cultura helénica y las del oriente pasan a través del prisma de la cultura romana. Esta unificación del mundo antiguo, este sincretismo helenístico, contribuyeron a crear una humanidad única, la cual no había sido capaz de forjar el espíritu hebreo antiguo, no obstante, su energía profética y a pesar de haber sido la cuna del cristianismo. Todo el mundo antiguo adolecía de particularismo. La ecumenicidad del cristianismo como proceso natural de la humanidad fue precedida por esta unificación de Oriente y Occidente realizada por la cultura helenística y el Imperio romano.

El cristianismo nació en un pueblo insignificante, que en modo alguno ocupaba un puesto central en la historia, y en un tiempo en el que lo que estaba en primer plano era lo que acontecía en Roma y quizá en Alejandría. En la Palestina particularista y aislada ocurrió el hecho más importante de la historia universal, que después había de ser reconocido como central, y no sólo por los cristianos. Lo que aconteció en Belén condicionó toda la historia universal. Mientras que en Roma, en Egipto y en Grecia tenían lugar los procesos de reunificación, se constituía una unidad universal de pueblos y de culturas, los cuales quedaron integrados en una humanidad ecuménica, en un punto de la tierra aparentemente marginal tuvo lugar la comunicación suprema de lo Divino, la revelación suprema y la reunificación global de todos los procesos que la historia antigua hizo confluir en un único caudal universal. Así quedó constituido el nuevo mundo cristiano y comenzó una historia de dimensiones auténticamente universales que era desconocida para el mundo antiguo. Este es uno de los resultados.

En cuanto al segundo, extraordinariamente extraño y trágico, consistió en lo siguiente: el mundo antiguo no sólo había de llegar a formar un todo único a través de un proceso de integración, sino que también había de derrumbarse, es decir, había de sobrevenir la ruina del mundo antiguo y del paganismo. La grandiosa cultura ligada al mundo helénico se desplomó, de la misma manera que cayó el estado romano, el más grande del mundo. Este derrumbamiento aconteció una vez alcanzada la ecumenicidad. El mundo antiguo alcanzó su máximo esplendor mientras se movió dentro de unos límites particularistas, cerrados a lo universal, y se derrumbó justamente cuando devino universal, cuando se formó el estado universal, cuando prosperó la refinada cultura helenística. A nuestro entender, éste es uno de los hechos más centrales de la historia del mundo, un hecho que nos hace reflexionar como ningún otro sobre la naturaleza del proceso histórico y nos lleva a revisar muchas teorías sobre el progreso.

Esta ruina del mundo antiguo no tuvo nada de casual. Su causa no hay que buscarla únicamente en las invasiones de los bárbaros, que destruyeron los valores del mundo antiguo e inauguraron un período de barbarie, sino también en un cierto malestar interior (que los historiadores se inclinan cada vez más a admitir), el cual contribuyó a corroer esta cultura en sus mismas raíces e hizo inevitable su derrumbamiento justamente en el momento de su máximo esplendor externo. La caída de Roma y del mundo antiguo nos enseña dos cosas absolutamente opuestas. Nos dice que a la cultura le es inherente la inestabilidad y la flaqueza de todas las cosas y de todas las conquistas terrenas, nos recuerda una verdad, a saber, que, desde el punto de vista de la eternidad y del destino eterno, todas las conquistas de la cultura terrena (incluso en el momento de su mayor gloria y esplendor) son corruptibles y encierran en sí el germen de una enfermedad mortal; pero, al mismo tiempo, esta caída, a la luz de la historia de nuestro tiempo, no sólo nos enseña que la cultura es mortal, que está sometida al ciclo del nacimiento, de la prosperidad y de la muerte, sino también que la cultura es un principio de eternidad.

En efecto, es realmente sorprendente el hecho de que este grandioso mundo antiguo se derrumbase y viniese la época de la barbarie (que se prolonga a lo largo de los siglos VII, VIII y IX), pero no lo es menos el hecho de que la cultura sobreviva al tiempo. Ella penetró profundamente en la vida de la Iglesia cristiana; y no es sólo la cultura helénica la que entra en ella y la impregna con su arte, su filosofía y todas sus conquistas; también es influenciada por la cultura romana, a la cual se halla tan profundamente ligada la Iglesia católica. La caída de Roma y del mundo antiguo no sólo significa una muerte, sino también una catástrofe; todo quedó trastornado en la superficie, pero, en lo más profundo, el principio último de la cultura antigua sobrevivió a través de los siglos. El derecho romano es algo eternamente vivo; el arte, la filosofía griega y todos los demás principios del mundo antiguo que forman la base de nuestra cultura una y eterna (aunque sujeta a un proceso que se desarrolla en diferentes fases) son asimismo una realidad permanentemente viva. La ruina del mundo antiguo nos enseña, ante todo, que las teorías basadas en el progreso lineal no tienen valor alguno; no resisten un examen serio, pues el progreso continuo no existe.

Todos los acontecimientos fundamentales de la historia desmienten claramente esta teoría. Eduard Meyer, uno de los historiadores más importantes que se han ocupado del mundo antiguo, opina que todas las culturas pasan por períodos de desarrollo, de florecimiento culminante y de decadencia y ruina. En último extremo, él piensa que, en el mundo antiguo, han existido culturas tan grandiosas que, comparadas con ellas, las épocas sucesivas sólo representan un retorno al pasado: por ejemplo, la antigua cultura babilónica fue tan perfecta que, en muchos aspectos, no tiene nada que envidiar a la cultura de nuestro siglo XX. Todo esto nos parece esencial para una filosofía de la historia. En Grecia existió una época «ilustrada» que empalmó con la crítica destructiva de los sofistas y que es análoga a la época de la Ilustración que se desarrolla en el siglo XVIII. Según la teoría del progreso lineal, esta época «ilustrada» habría debido triunfar, pero, en cambio, vemos que a tal época sucede en Grecia la gran reacción idealista y mística que se remonta a Sócrates y a Platón. Esta gran reacción espiritual contra la «Ilustración» racionalista escéptica se prolonga a lo largo de todo el medioevo, ocupa un enorme período histórico de más de mil años y refuta claramente la teoría ilustrada del progreso continuo. Todo esto resulta perfectamente incomprensible desde el punto de vista ilustrado-progresista. ¿Por qué tuvo lugar en el mundo una reacción tan larga? Muchos historiadores que se han ocupado de Grecia, por ejemplo, Belloch, sienten antipatía por esta corriente espiritual y ven en ella un movimiento reaccionario que comienza en Platón y continúa hasta el Renacimiento. Pero, en resumidas cuentas, ¿por qué no continuó la evolución «ilustrada»? Esto plantea un problema muy interesante a la filosofía de la historia.

El cristianismo surgió durante el florecimiento tardío y del refinamiento de la cultura antigua propios de la época helenística. No tiene sentido buscar en el cristianismo la ingenuidad característica de la religión y del hombre de la antigüedad. El cristianismo se revela al hombre en un período de refinamiento cultural y, a nuestro entender, éste es uno de los factores más importantes en orden a la definición de las características peculiares del cristianismo.

De por sí, el cristianismo no es una religión natural, naturalista. Si hiciésemos una clasificación de las religiones, el cristianismo habría de definirse como una religión no naturalista, ligada inmediatamente al sentimiento de la naturaleza y a sus procesos misteriosos que se reflejan de un modo orgánico en el alma, sino más bien una religión histórico-cultural, en la cual el misterio de la vida y de la divinidad se revela a través del dualismo del alma, alejada ya de toda ingenuidad y de todo nexo con la naturaleza. Este factor es esencial para definir el cristianismo. En esta religión tiene lugar el encuentro y la integración de dos grandes corrientes de la historia universal y, al mismo tiempo, se plantea y se resuelve de un modo nuevo uno de los temas centrales y fundamentales de la historia del mundo, el tema de las relaciones entre Oriente y Occidente. El cristianismo es el encuentro y la fusión de las fuerzas espirituales orientales y occidentales y resulta imposible pensarlo de otro modo. El es la única religión universal que, a pesar de tener su cuna inmediata en Oriente, es ante todo una religión occidental y refleja en sí todas las propiedades específicas de occidente.

El cristianismo surge cuando se va formando una humanidad única a través del Imperio romano y de la cultura helenística, cuando Oriente y Occidente se unen definitivamente. Por eso el cristianismo lleva en sí el supuesto histórico universal sin el cual es imposible una filosofía de la historia. Nos ofrece el supuesto de la unidad de la humanidad y de la unidad de la divina Providencia que actúa en los destinos históricos cuando la nueva religión nace sobre la base de la confluencia entre Oriente y Occidente. Y el cristianismo trasfiere el centro de gravedad de la historia de Oriente a Occidente, es el punto en que se cortan los movimientos mundiales, va de Oriente a Occidente, siguiendo la trayectoria solar, y arrastra consigo a la historia universal. Esta se desplaza definitivamente de Oriente a Occidente, y los pueblos de Oriente, que habían escrito las primeras páginas de la historia de la humanidad, habían creado las primeras grandes culturas y habían sido la cuna de todas las culturas y religiones, salen en cierto modo de la historia universal. El Oriente se vuelve cada vez más estático y la fuerza dinámica de la historia se trasfiere totalmente a Occidente. El cristianismo introduce el dinamismo en la vida de los pueblos occidentales. El Oriente se encierra en sí mismo y abandona la arena de la historia universal; en la medida en que permanece no cristiano, pierde el contacto con la historia universal. Los pueblos orientales que no aceptan el cristianismo, no entran en la corriente de la historia. Este hecho confirma una vez más y de un modo experimental la verdad de que el cristianismo es la fuerza dinámica más importante y que aquellos pueblos que abandonan definitivamente el cristianismo y no lo siguen, dejan de tener historia.

Esto no significa que el Oriente muera o que en él sea imposible la vida. Más bien nos sentimos inclinados a pensar que los pueblos de Oriente volverán a incorporarse a la corriente de la historia y podrán desempeñar un papel de dimensiones auténticamente universales. La guerra mundial cuyas consecuencias sufrimos contribuirá a introducir a los pueblos de Oriente en una nueva corriente de la historia universal y quizá llevará una vez más a la reunificación de Oriente y de Occidente más allá de los confines de la cultura europea y, de esta forma, viviremos algo así como una nueva «época helenística». Pero, por lo que se refiere al pasado, hemos de decir que el Oriente, a partir de un cierto momento, deja de ser la fuerza impulsora de la historia. Cuando decimos Oriente no nos referimos a Rusia, pues ésta no pertenece propiamente al Oriente genuino, sino que es más bien un agregado sui generis de Oriente y Occidente. Esto origina la complejidad de su destino histórico, pero, al mismo tiempo, otorga al destino histórico de Rusia un carácter diferente del destino cristiano de los pueblos de Oriente.

Hemos hablado de la liberación del espíritu humano de las entrañas de la naturaleza, de la personalidad humana, del hombre como imagen y semejanza de Dios, de la sumisión primordial del hombre a los elementos inferiores de la naturaleza tal como existía en el período precristiano de la historia; todo esto nos lleva a concluir que el cristianismo fue el primero en plantear conscientemente el problema de la persona humana, porque sólo él planteó la cuestión de su destino eterno. Un planteamiento genuino de la cuestión del destino de la persona humana era imposible e inaccesible para el mundo pagano antiguo y para el mundo hebreo.

El cristianismo reconoce que la naturaleza humana es espiritual en sus mismos orígenes y que no es posible derivar la persona humana de cualquier raza inferior o de cualquier ambiente no humano. El cristianismo establece una vinculación directa entre la persona humana y la naturaleza divina (en la que tiene su origen) y por eso es profundamente contrario a la concepción naturalístico-evolucionista del hombre. Mientras que el naturalismo evolucionista considera al hombre como un hijo del mundo y de la naturaleza y niega la primogenitura espiritual del hombre, su superior origen aristocrático, el cristianismo afirma la originariedad de la naturaleza humana y su independencia con respecto a los procesos que se desarrollan en los elementos inferiores. Esto hace posible por vez primera una toma de conciencia de la persona humana y de su dignidad superior. Sólo en el período cristiano de la historia se lleva a cabo una verdadera elaboración histórica de la personalidad humana.

A nuestro modo de ver, la personalidad humana fue forjada y reforzada en aquel período de la historia que durante mucho tiempo fue considerado (desde el punto de vista humanístico) como desfavorable a la persona: el medioevo. El medioevo, en la época de su máximo esplendor, adquirió solidez y disciplina de dos maneras distintas: a través del monaquismo y a través de la caballería. El monje y el caballero fueron justamente los modelos de lo que debe ser una personalidad verdaderamente humana; en ellos, la personalidad humana adquirió carta de naturaleza. La persona se robusteció tanto física como espiritualmente y se independizó de la acción de las fuerzas elementales que podían disgregarla. En este sentido, no se presta la suficiente atención a la enorme importancia que ha tenido el medioevo en orden a forjar al hombre, que, con extraordinaria energía se erigió en toda su estatura y, a través de una actitud creadora, proclamó sus derechos durante el Renacimiento. Es preciso, pues subrayar la importancia del medioevo, que reunió todas las fuerzas espirituales del hombre, forjó la personalidad humana a través de los modelos del monje y del caballero y robusteció la libertad humana. Toda la ascética cristiana se caracteriza por esta concentración de las energías espirituales del hombre y esta economía para utilizarlas.

Las energías espirituales del hombre se reunieron y concentraron interiormente y aunque no siempre tuvieron la posibilidad de manifestarse y de florecer con la suficiente libertad, al menos se conservaron en este estado de concentración. Aquí tenemos uno de los resultados más notables (y, por otra parte, inesperado) de la historia medieval. El florecimiento creador del Renacimiento, bien notorio por cierto, se hizo posible en la medida en que había sido preparado interiormente por el medioevo. Si el hombre no hubiese frecuentado la escuela ascética, que favorecía el ahorro de energías, no hubiese entrado en la época del Renacimiento con tanta audacia y fuerza creadora. Aquí radica el contraste esencial entre el medioevo y la historia moderna. Si el europeo sale hoy de la época moderna agotado y carente de energía, salió del medioevo con un caudal de energías virginalmente intactas y disciplinadas en la escuela de la ascética. El tipo del monje y el del caballero preceden al Renacimiento y, sin ellos, la personalidad humana jamás hubiera podido alcanzar la estatura conveniente.

Ahora bien, aquella terminación de la historia medieval que había de llevar al nacimiento de una nueva era histórica, el Renacimiento y el humanismo, nos da a entender que la época medieval no supo resolver las cuestiones que había planteado, que la idea medieval del Reino de Dios no se había realizado y que este fracaso llevó al hombre del Renacimiento y del humanismo a una actitud de rebeldía. La importantísima realización del medioevo no sólo consiste en haber puesto de manifiesto su idea, sino también en haber descubierto las contradicciones internas y el carácter irrealizable de la misma. Era necesario que la edad media llegase a este fracaso; la teocracia no fue realizada y tampoco podía ser implantada por la fuerza. El resultado positivo del medioevo fue el de reunir las fuerzas espirituales del hombre con vistas a crear una nueva historia y no el de alcanzar las metas que se había propuesto.

Por lo demás, es bastante frecuente que el resultado de un movimiento histórico sea completamente distinto de aquel que planearon los creadores de tal movimiento. Así, por ejemplo, el resultado más importante del proceso de formación del Imperio romano no fue el Imperio en sí, que se derrumbó y quedó en ruinas, sino la unificación de la humanidad, que constituyó el fundamento de la Iglesia cristiana universal. A nuestro entender, el resultado positivo del medioevo fue el de haber forjado la personalidad del hombre para el período histórico siguiente, todo esto, prescindiendo de los propósitos e intenciones de los hombres medievales, los cuales pensaban en la teocracia o en el feudalismo (que fracasaron igualmente) o de las formas pasajeras de la caballería que fueron barridas por la historia moderna (que no hay que confundir con la caballería interior del espíritu, que es eterna). De todos modos, en el mismo marco del medioevo, en los siglos XIII y XIV, nos encontramos ya con el renacimiento cristiano, el retorno a las formas antiguas; y la escolástica medieval representó en filosofía la victoria de los esquemas antiguos, y Dante constituye el apogeo del renacimiento medieval.


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© Helios Buira

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