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MÚSICA | |
POLA SUÁREZ URTUBEY Puccini y la bohemia juvenil |
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Que, a los treinta y cinco años, Giacomo Puccini recuerde con nostalgia sus años de bohemia parece absolutamente natural. Porque más allá de ese hábito de leyenda que rodea a los poetas y artistas jóvenes que ejercen su profesión sin normalidad y sin someterse a las exigencias de la sociedad, Puccini había vivido esa misma experiencia en su época de estudiante en Milán. El joven provinciano llegado de su Lucca natal, y que más tarde detestaría aquella gran ciudad, vivió sin embargo los años de Conservatorio con esa capacidad de adaptación propia de la juventud. En las cartas a su madre hace alusión a la frugalidad de su existencia. "No me muero de hambre", le confiesa "Aunque no puedo decir que coma bien". Sin embargo, sus mayores lamentos se dirigen a la dificultad, cuando no imposibilidad, de concurrir a la ópera, a causa del precio de las localidades. "¡Qué rica es Milán!", asegura, antes de gritar con rabia "¡Maldita sea la miseria!". Puccini alquilaba un aposento en el vicolo San Carlo, una callejuela estrecha de la ciudad. Según él mismo detalla, era la suya "una habitación bonita, limpia, bien arreglada con un escritorio en madera de nogal". Durante su segundo año de estudios debió compartir la habitación con un primo y con su joven hermano Michele, que había llegado a Milán para estudiar canto. Por un tiempo, también vivió en el mismo cuarto Pietro Mascagni. Sin echar a correr demasiado la imaginación, ya tenemos entonces el ámbito que pudo haber inspirado al compositor para crear el primer acto de La bohème. Pero hay otras anécdotas, algunas de ellas refrendadas por elpropio músico en épocas posteriores. El propietario de la casa era un empleado de correos que se permitía abrir las cartas que Puccini recibía de Roma, pues sabía muy bien que desde allí le llegaba el dinero de la beca Reina Margarita. De tal manera se aseguraba las 30 liras del alquiler mensual. En un reportaje ofrecido en 1910 en Nueva York, y recordando estos años de pobreza, el músic decía con buen humor que nunca pudo tener el consuelo de engañar al propietario. Sí, en cambio, a otros acreedores milaneses. También recordaba Puccini que en más de una ocasión se vieron en la necesidad de cocinar en la propia habitación, cosa que estaba prohibida. Entonces, para ahogar el ruido de las frituras, Puccini se sentaba al piano y tocaba con tutta forza. Sólo cabría añadir, para completar los lazos entre la experiencia vivida y la atmósfera de La bohème, que Puccini y Mascagni se reunían con sus amigas en los cafés de la elegante y majestuosa Galería Vittorio Emmanuele de Milán y también en la Ostería Aida, donde el patrón les daba crédito. Mosco Carner, uno de los más inteligentes estudiosos de la obra de Puccini, riguroso y exacto en sus juicio y conclusiones, llama la atención en el sentido de no establecer excesivas correlaciones entre las experiencias vividas por Puccini en la pobreza de su cuarto de Milán y la excelencia de sus escenas operísticas de la bohemia. "Esto implica -dice Carner- una concepción más bien ingenua de los lazos misteriosos entre la vida física de un artista y la de su imaginación creadora". Y estamos de acuerdo como concepto general. Sin embargo, es probable que el proyecto y la realización de una obra de teatro lírico, por su naturaleza misma, requiere de un músico mucho más que la sola fantasía intelectual y el oficio. Y no puede descartarse que en la elección misma del tema de La bohème por parte de Puccini se hayan movilizado recuerdos y experiencias que de alguna manera dejaron marcada su existencia. La simpatía del compositor por el pequeño mundo artístico de pintores y poetas famélicos y la libertad pletórica de sus relaciones sentimentales lo acompañó durante buena parte de su vida. El entorno intelectual milanés Y luego está el influjo fuerte todavía, de la atmósfera intelectual y artística que se había vivido en Milán en las décadas de 1860 y 1870, vale decir, inmediatamente antes de que Puccini iniciara, en 1880 sus estudios en el Conservatorio de esa ciudad. Ese clima, surgido del periodismo y de la literatura y extendido hacia las artes figurativas y la música, fue el propuesto por el movimiento de la scapigliatura, en el que se formaron Luigi Illica y Giuseppe Giacosa, los libretistas del compositor. Con centro en Milán, tuvieron actuación decisiva los artistas lombardos, junto con representantes del Piamonte y de la región véneta. La scapigliatura significó, dentro dentro de la ciudad italiana, la apertura de lo que sus miembros sentían como un provincianismo cultural hacia las manifestaciones trasalpinas. Sus representantes tuvieron la certeza de realizar una experiencia social y cultural única y superar la crisis del extenuado segundo romanticismo por medio de rasgos realistas llamados a rechazar el concepto de belleza como fundamento de la literatura y del arte. Los scapigliatti encarnaron una realidad contestataria, impugnando estructuras o valores hasta entonces aceptados. El hecho de que Milán fuera, en la segunda mitad del siglo pasado, la ciudad septentrional de Italia más rica en fermentos sociales y más abierta a soluciones modernas justifica que se haya convertido en el centro neurálgico de las nuevas reacciones, seguida por Turín. Los problemas laborales de la clase proletaria, carente de protección sindical; las condiciones misérrimas de vida que contrastaban con el creciente bienestar de la burguesía industrial y comercial, despertaban en los escritores y periodistas scapigliati una explicable necesidad de denunciar el clima socialmente injusto que se vivía en la ciudad. Entre otras razones porque ellos mismos, en su mayoría, provenían de una pequeña burguesía que arrastraba una modestísima existencia en su carácter de empleados públicos o periodistas obligados a menudo a ambular de redacción en redacción. Sobre este humus cultural y social se insertó la experiencia de la literatura francesa de Victor Hugo, del Baudelaire de Las flores del mal, de Goncourt, Gautier, Balzac, Flaubert y Zola. Lectores apasionados de las revistas literarias francesas, los scapigliati transcribieron esa literatura a la sensibilidad italiana del momento, a través de sus propias publicaciones periódicas. Pero además admiraron e incorporaron a su estilo a los "poetas malditos", entre ellos Poe y muy particularmente Heine, conocido a través del filtro de la cultura francesa. De tal manera, el movimiento actuó como pivote en momentos en que los grandes representantes del romanticismo italiano habían desaparecido del firmamento y en cambio aún no había hecho su aparición el realismo de Carducci o el verismo de Giovanni Verga. La crítica literaria italiana asegura que los scapigliati eran conscientes de la irrefutable inferioridad de sus escritos en relación con sus grandes modelos trasalpinos; sin embargo, había una aceptación sin amargura, por cuanto buscaban no tanto resultados empinados de naturaleza artística o literaria, sino librar una provocación tendiente a la modernización de la cultura italiana y al ennoblecimiento social de su pueblo. Para ello era necesario asumir una reforma de fondo a través de una irónica y corrosiva destrucción de mitos y de una postura iconoclasta que remediara las profundas injusticias sociales de la época. Al lado de los escritores scapigliatti, tales como Rovani, Praga, Tarchetti, los Boito (Emilio y Arrigo), Camerana o Dossi, se alinearon los pintores entre los primeros Tranquillo Cremona, en cuya pintura pareció lograrse el encuentro ideal, literario y artístico, del grupo milanés. Y también los músicos, que dieron nacimiento a una producción lírica conocida como "el melodrama de la scapigliatura". De tal manera el movimiento lograba uno de sus ideales, en el sentido de abarcar a través de la unión de literatura y artes una concepción unitaria de la vida. Una de las primeras y grandes batallas de la scapigliatura musical, que asimiló asimismo algunos principios del universo wagneriano, estuvo representada por el Mefistofele de Arrigo Boito, poeta y músico comprometido en una batalla contra el melodrama retórico y convencional. Aese título habrían de seguir, entre otros, La Gioconda de Ponchielli, Loreley de Alfredo Catalani, algunas óperas del brasileño Carlos Antonio Gomes (Il guarany y Lo schiavo) firmemente ligado al movimiento milanés; Giglielmo Ratcliff de Mascagni y las primeras experiencias de Puccini, es decir Le villi y Edgar. La scapigliatura se manidiesta asimismo, en La bohème, a través de su estructura teatral moderna, de sus personajes, y de la sustentación de principios musicales trasalpinos; más allá de que en la época de su concepción (hacia 1895) el movimiento milanés hubiera cumplido su ciclo con creces. Murger y los libretistas de "La bohme" Terminada Manon Lescaut, que fue recibida triunfalemte en el Teatro Regio de Turin en febrero de 1893, el pensamiento de Puccini habría de centrarse en la adaptación de las Scènes de la vie de bohème del escritor francés Henri Murger, al margen de que en 1894 realizaba tratativas para convertir en ópera un relato de Giovanni Verga titulado La lupa y de que tentaba asimismo una aproximación al mundo literario de Gabriele D'Annunzio. Sin embargo estos proyectos no cristalizaron y su atención volvió hacia la obra de Murger, sobre la que ya venían trabajando desde marzo de 1893 sus dos libretistas. Un encuentro de Puccini con su colega Ruggero Leoncavallo, con quien hasta entonces había estado ligado por una cordial amistad, puso en descubierto que ambos habían decidido llevar a la escena lírica el mismo tema de Murger. La guerra quedaba declarada, no sólo entre los dos protagonistas, sino entre las editoriales Sonsogno, con la que estaba ligado el autor de I pagliacci y Ricordi, patrocinadora de Puccini. El resultado final de la contienda fueron sendas óperas bajo el mismo título, La bohème, estrenadas con un año de diferencia. La de Puccini subió a escena por vez primera en el Regio de Turín el 1° de febrero de 1896, mientras la de Leoncavallo lo hizo en La Fenice de Venecia el 6 de mayo de 1897. Los libretistas de Puccini, Illica y Giacosa, eran por entonces autores dramáticos sw pewstigio sin embargo, Puccini parecía olvidar más de una vez esa condición, y los sometía a exigencias que los exasperaban, al punto de que Giulio Ricordi debió más de una vez carpear situaciones tormentosas para evitar la ruptura del equipo. Iniciada la partitura de La bohème en Milán, en 1894, y terminada en Torre del Lago hacia fines de noviembre de 1895, queda una detallada correspondencia de la que se desprenden luminosos y muy personales conceptos puccinianos sobre su oficio de creador. En cuanto a sus exigencias de trabajo, asegura enfáticamente: "Soy un hombre de teatro, hago teatro y tengo una mimaginación visual. Yo veo a los personajes, los colores y los gestos de los personajes. Si, encerrado dentro de mí mismo, no logro ver una escena, me es imposible escribir una sola nota". Esta rotunda afirmación explica los constantes cambios que exigía a sus libretistas como condición impostergable para iniciar la composición de un acto o una escena. Para la elaboración del libreto, Illica y Giacosa debieron compaginar un extracto de la novela de Murger y de la obra teatral que él mismo escribió en colaboración con Thèodore Barrière. Los libretistas contaron además con la primera traducción italiana de las Escenas, la cual incluía un prólogo de Cameroni titulado "La bohemia, escenas de la scapigliatura parisiense". De todas maneras la distancia entre ambas fuentes y el libro de Puccini es bastante considerable, al margen de que algunas escenas, como la del encuentro de Rodolfo y Mimi, en el primer acto, esté casi literalmente tomada del capítulo XVIII de la novela de Murger. El estilo musical de "La bohème" Si hay algo que define en una primera aproximación, el estilo musical de Puccini son sus extraordinarias cualidades de melodista, dentro de una amplitud expresiva que abarca el carácter sentimental, idílico, elegíaco, los medios tonos expresivos o las delicadas esfumaturas, tanto como las grandes pasiones, los acentos trágicos y la desolación existencial. Se ha señalado muchas veces que Puccini poseyó algo de la femenina elegancia de Massenet, lo que se manifiesta en la distinción y delicadeza de sus frases líticas; pero también es manifiesto que en su estilo no ignoró los sortilegios del arte de Debussy y que le complacía la modalidad un poco mundana del gusto francés. Y es precisamente en momentos en que inicia la composición de La bohème cuando su sensibilidad "francesa" se había desarrollado de manera más aguda, siguiendo el doble camino del gusto de la scapigliatura lombarda y la atracción del nuevo estilo sonoro que se abría paso en Francia. Ello explica que se haya podido identificar a tal punto con la particular atmósfera de la historia de Murger. Tanto como para hacer decir a Claude Debussy: "No he conocido a nadie que haya descripto el París de aquella época tan bien como Puccini" Estos influjos se ligaron a la especialísima personalidad pucciniana, pues lo cierto es que estuvo dotado de un espíritu curioso y siempre ágil y despierto. Fue uno de los pocos operistas italianos de su generación que se interesó por las nuevas tendencias de la música contemporánea. Y La bohème es una muestra contundente. De ahí que la más moderna investigación crítica pucciniana haya llegado a reconocer esta ópera como una de las creaciones más originales de la escena lírica, entre otras razones por la perfecta fusión de elementos románticos y ralistas con toques impresionistas. El comienzo del tercer acto de la ópera es el que mejor ilustra la atracción que sufrió el compositor italiano por las sirenas del impresionismo francés. Ese acto transcurre ya dentro de un marco escénico que parece extraído del corazón mismo de la pintura de ese período. Es un amanecer de invierno, en la Barrière d'Enfer (actualmente Denfert-Rochereau) en los alrededores de París. La nieve cubre el paisaje y hasta aquel lugar, en una miserable hostería donde se encuentran Marcello, Musetta y Rodolfo, llega Mimi en busca de su amante y de sus amigos. Pues bien, Puccini sonoriza ese paisaje, tal helado como el alma de sus personajes, por medio de una sucesión de intervalos de quintas, quintas vacías a través de las cuales el autor se identifica con el naciente estilo de Debussy. Niebla, nieve y frío son evocados mediante la sonoridad, igualmente fría, de arpas y flautas, sobre un pedal de violoncelos. André Gauthier, refiriéndose a estas famosas quintas que tanto desconcierto provocaron en su momento, cree encontrar en esa sonorización pucciniana la más exacta transposición musical de los árboles helados de Sisley y los paisajes nevados de Monet. Uno de los rasgos notables de La bohème reside en el dominio que manifiesta ya Puccini en la concepción de la "prosa musical", es decir de ese discurso cantado que, acercándose al habla, se aparta de la cuadratura y de la periodicidad, mientras la entonación es más propia de un arioso que de un recitativo. Este estilo, que define el tratamiento vocal de la escuela verista, adquiere una flexibilidad, fluidez y musicalidad excepcionales en Puccini, quien habría tomado como modelo a Massenet y, más cerca de él, al Verdi de Falstaff, obra que lo inspira asimismo para las escenas ligeras y humorísticas de La bohème. El uso del leimotiv es propio de la época y Puccini no lo rechaza. Antes bien viene en ayuda de la estructura de esta ópera, carente de una intriga sólida y de una organización fundada en la sucesión de escenas, arias, conjuntos y final concertante, aunque existan algunos de estos elementos. Por tanto, el leimotiv le permite asegurar la homogeneidad de la obra. Más que simbolizar un personaje o una situación, los leimotive son evocados para crear un clima, una atmósfera impresionista, ya sea a través de la orquesta como de la voz. El tema del frío, por ejemplo, es dominante desde el comienzo mismo de la ópera, a partir del comentario de Marcello ("Ho un freddo cane"), del encuentro de los protagonistas ("Che gelida manina") y hasta las últimas palabras de Mimi "le mani... al caldo... e dormire". Al magistral tratamiento sinfónico cabría añdir la significación expresiva que adquiere en esta obra el proceso armónico. Hay un sentido expansivo de la tonalidad y un gusto por el empleo de aordes deslizantes, propio de la música moderna. Si a ello se suma la presencia de las quintas consecutivas, durante tantos años rechazadas por la estructura tonal, se puede entender por qué el estreno de La bohème provocó rechazo entre los críticos, al no aceptar las nhuevas protestas. Asu vez, tampoco el público de Turin se encontró cómodo ante una ópera que traía tantas novedades como lo era el hecho de presentar una trama atomizada en episodios y un arte de miniatura con representación musical de detalles escénicos, antes que un conflicto sólido en el que la intriga respondiera a la sucesión de exposición, nudo y desenlace. Demasiadas novedades que afortunadamente empezaron a ser absorbidas cuando pocos meses después, en abril de 1896, se representó la obra en el Teatro Massimo de Palermo, lo que trajo la consagración definitiva de La bohème, que Buenos Airers conoció en junio de ese mismo año. Pero la incomprensión primera queda sin embargo como el síntoma más evidente de que la cuarta ópera de Puccini, tanto desde el punto de vista de la dramaturgia como de lo estrictamente musical, es de una incontestable modernidad. Ni romántica pura, ni realista, o verista o impresionista al pie de la letra, pero abierta hacia el futuro, es tal vez el más genial resultado de los efectos que la scapigliatura lombarda dejó sobre el espíritu de Giacomo Puccini. En el primer acto (cuando según denominación de los autores) se destacan la introducción sinfónica y la dinámica escena de los bohemios en la buhardilla, musicalmente alimentada por los temas exuberantes del Capriccio sinfonico, compuesto como prueba final de sus estudios en el Conservatorio. A toda esta magnífica escena, pletórica y extrovertida, sucede la magistral secuencia del encuentro de Rodolfo y Mimi. Ahora el vocalismo ingresa en un plano de alta poesía expresiva, con una gama de matices, sutilezas y portamenti que ubican el canto pucciniano en un equilibrio perfecto entre la expresión verista y la romántica. Sin melismas ni otros recursos de virtuosismo decorativo, el canto de La bohème busca ante todo reflejar el sentimiento desnudo, sin artificios. Recordemos dentro dentro de esta amplia escena la delicada poesía de "Che gelida manina", el raconto de Rodolfo y el retrato de Mimi ("Mi chiamano Mimi") de excepcional sencillez y lirismo. En efecto, la simplicidad del tema de la protagonista, la gracia un poco melancólica de su diseño, la delicadeza de su armonización, basado en un encantador acorde de novena, refleja el arte supremo de Puccini para definir un personaje, sobre todo, si este es femenino. El segundo acto es un milagro de ambientación. Vendedores ambulantes, estudiantes, señores burgueses y niños belicosos se dan cita para festejar la Nochebuena en ese pintoresco rincón del Barrio Latino de París. La escena, única e irrepetible por sus características, alcanza el climax con la aparición de Musetta, definida por un tempo de vals lento, del que luego participan todos los bohemios antes de que la marcha de los soldados complete la magnificencia de ese gigantesco scherzo. El tercer acto es en su integridad una maravilla de refinamiento armónico y tímbrico. También la penetración psicológica, a través de la sutil evocación de motivos y temas de los actos anteriores. Pero lejos de ser una simple analogía de temas ya conocidos, ellos parecen renovarse bajo una nueva ilusión escénica y dramática, cuando la nostalgia, la falta de ilusiones, la pobreza, la enfermedad y el desaliento invaden a esos cuatro seres allí reunidos en un helado amanecer invernal. La particular atmósfera dramática de este cuadro se intuye ya en la ansiosa llegada de Mimi, en su angustioso diálogo con Marcello, en el raconto de Rodolfo y en la despedida de Mimi, de maravillosa inspiración ("Addio senza rencor..."), que se resuelve en la reconciliación de los amantes, pero sólo para separarse en un plazo no muy lejano. La aparición de Marcello y Musseta, enfrentados en violenta riña, situación que contrasta con la serenidad del diálogo de los protagonistas, da pretexto a Puccini para deplegar un magnífico cuarteto. El último acto aporta una serie de breves situaciones que muestran una vez más la espléndida efectividad del libreto y la imaginación del compositor para su correspondiente ambientación sonora. Al dúo de Rodolfo y Marcello, obsesionados por el recuerdo de su amor, sigue el episodio bufo de los cuatro amigos, y por último la secuencia final con la aparición de Musseta y de Mimi moribunda, la emotiva despedida de Colline de su gabán y el exaltado dúo de los amantes que se resuelve en la conmovedora muerte de la protagonista. Casi todo el material temático nos es ya conocido, y es justamente por esa evocación de sus secuencias musicales más características que la conclusión del drama logra semejante poder de expresión. Una escala modal descendente es el último elemento temático introducido por el compositor sobre el que, a la muerte de Mimi, estallarán los sollozos del poeta. No es difícil advertir que la genial intuición escénica de Puccini cobra realidad en cada uno de los detalles, vocales y orquestales de esta escena final. |
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© Helios Buira
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