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DIVULGACIÓN CULTURAL

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MÚSICA
 
Pedro González Mira
El triunfo de la inmoralidad
 

Rigoletto, supone un punto de partida y a la vez una meta. Porque muy probablemente, es la ópera auténticamente verdiana de la producción total de su autor y, al mismo tiempo, un logro cuya coherencia es dudoso que haya sido superada en sus óperas siguientes.

¿Por qué en esta historia, la del giboso más popular de la música universal, todo suena a nuevo, se ve como nuevo y se entiende como nuevo? ¿ Qué añadió Verdi al estimulante chisporrotear rossiniano, a la excelsa musicalidad de Bellini, al elegante porte donizettiano, a su propia producción anterior, hasta alcanzar esta originalidad? La respuesta es "teatro", y muy específicamente, teatro de personajes, un drama de corte psicológico donde las escenas se desarrollan con un sentido paralelo al discurrir musical y los caracteres de los protagonistas son cincelados a golpe de fuertes figuras rítmicas, rudas armonías, expansivas melodías y una gran textura y colores orquestales de una riqueza sólo explicable a partir de la increíble historia artística de los italianos.

Teatro en el sentido más puro del concepto, que Verdi experimentó durante la docena larga de años que separa su primera ópera (Oberto, conte di San Bonifacio) y la que hace la número 16: Rigoletto. Las razones por las que los resultados en ésta son considerablemente más atractivos que en las óperas anteriores no son solamente de orden musical: Rigoletto es una obra de mayor intensidad porque las transgresiones morales que protagonizan sus personajes son de una humanidad más directa y creíble; no son de origen político o patriótico, sino que se producen en gentes que ya no se debaten entre la ética del poder y la privada, sino entre sus propias contradicciones, sentimientos y emociones individuales: el amor, el odio, la belleza, el recor, la burla...

En Rigoletto, lo que cada personaje tiene que decir lo hace desde su condición de ser humano, mucho antes que desde su tol social o político. Al alejarse Verdi de los temas de naturaleza épica o patriótica (moralistas, necesariamente), nos descubre ahora el lado "malo", el lado inmoral de sus criaturas, a las que desnuda psicológicamente casi con violencia. Esta "traición a sí mismo" (al Verdi animal político) supone al mismo tiempo la más sublime herencia de los contrastes psicológicos entre sentimientos extremos de un Nabucco o un Macbeth, pero también del melodismo en bruto de Ernani supone una traición positiva y, sobre todo, inteligente, pues el público no sólo recibe la obra en olor de triunfo (como salvo en cantadísimas ocasiones sucedía hasta entonces con los estrenos verdianos), sino que, al parecer, la entiende, y no porque al día siguiente del estreno hasta los pájaros cantarán aquello de "La donna è mobile" sino porque Verdi sigue apuntando al corazón del público. El milagroso equilibrio entre la finura dramática y las ásperas llamadas del metal o los resquebrajados acordes orquestales es automáticamente aprehendido por un público poco preparado para asimilar los matices de la poesía culta (la situación política de Italia no era la idónea para el florecimiento de las artes más depurados), pero perfectamente receptivo a los versos de Piave, escritos bajo la estricta vigilancia del maestro Busseto.

Es un equilibrio, pues, mucho más "perseguido" de lo que puede parecer; hasta tal punto, que las aparentes imperfecciones musicales de la obra quizá no lo sean tanto. Además, si un músico como Verdi, tan dado a rehacer lo ya escrito, hubiera querido arreglar algo, ¿no lo hubiera hecho sin el menor remilgo? Es razonable pensar que en Rigoletto, como en Il trovatore o La forza del destino, Macbeth, Luisa Miller o las mismísimas Don Carlo y Aida, hay lo que Verdi quiso dejar; que las partes musicales "vulgares" lo son porque deben serlo... Dicho en otras palabras: cuando nos referimos, por ejemplo, a la música que Verdi escribió para los cortesanos en Rigoletto, ¿podemos calificarla de desafortunada sin reparar en los fines dramáticos para los que fue pensada? probablemente no con la ligereza con que se lo ha hecho tantas veces.

"Confiar es bueno, desconfiar es mejor"

Si Verdi hubiera dejado moverse a los personajes de Rigoletto alrededor de esta máxima (pronunciada por él mismo en un arranque de agria ocurrencia) le hubiera salido una ópera menos conflictiva, seguramente más bonita, pero desde luego menos interesante. Porque en Rigoletto todo el mundo se fía de todo el mundo y, a la postre, todo resulta ser al contrario de lo que unos y otros piensan. Efectivamente, la mano de Verdi, del desconfiado Verdi, del escéptico Verdi, incluso del agnóstico Verdi, se posa sobre sus criaturas escénicas, haciéndolas andar por un calvario de contradicciones y dualidades cuyo efecto último es la más absoluta degradación de los valores morales sobre lo que se supone toman vida aquéllas. No importa cuál sea el sentimiento sujeto de la degradación: por amor, por odio, por las dos cosas a la vez o por simples intereses económicos, cada uno acaba pagando su correspondiente factura. 

Nos aventuraríamos a afirmar que la más dolorosa de esas facturas de Verdi pasa al personaje de Gilda, cuya aparente debilidad es bastante engañosa. Sobre un complicado y magnífico desarrollo, va adquiriendo cuerpo desde la Gilda adolescente, asustada, algo "mentirosilla" hasta la mujer enamorada que decide su propia inmolación. Entre estos extremos pasa por una serie de registros que la enriquecen, engrandeciéndola en unas ocasiones, todo lo contrario en otras veces.

El superobjetivo teatral de Gilda, en todo caso, es la justificación de la degradación a la que llegará el personaje del jorobado, y por consiguiente resultará, ante todo y entre otras cosas, la gran víctima de la ópera. Por ello Verdi la presenta como un ser de extrema fragilidad y profundamente inmaduro: para Gilda, pasar del más terrible remordimiento por su "traición" filial a la candorosa felicidad del amor juvenil será pan comido. Trazar un perfil psicológico del personaje, así, no es fácil; de hecho directores mil -de escena y musicales- han preferido omitir la cuestión y pasar por encima de esta inefable criatura, haciendo de ella un personaje tan bonito como "tontorrón".

Hay que tener agallas para resaltar su incoherencia, pero también su condición de víctima: Gilda, la pobre (al contrario de Maddalena), es una reprimida a la que su señor padre no deja poner un pie siquiera en el portal de su casa: ¿cómo, en estas circunstancias, no va a enamorarse hasta la muerte del primer hombre que encuentra, y en el único sitio posible y haciendo lo único que le está permitido fuera de casa, es decir, escuchando misa? El pecado de Gilda, su sacrificio, hay que entenderlo como una vistoria de la inmoralidad colectiva que reina a su alrededor, empezando por la de su padre, tan falso para algunas cosas, tan inocentemente crédulo para otras. Sí, Gilda peca contra Dios y contra su padre... pero con razón.

El personaje del duque de Mantua es otra joya del repertorio verdiano; la dualidad a que es sometido por Verdi apabulla. Cae bien (a veces hasta incluso tiene ciertos arranques de profundidad filosófica) y sin embargo pasa por ser el "malo" de la historia, el objeto desencadenante de la tragedia de Gilda (aunque como personaje "limpio": obsérvese que no interviene físicamente en el desenlace, salvo de lejos, para recordar que "la donna è mobile..."). Posiblemente Verdi persigue un Duque que no resulte del todo adioso, pues entonces el drama tendería a una solución moralizante. Por el contrario, trata de resaltar su condición de bello (su hermosa parte vocal resulta determinante), animado, aunque levemente, de una cierta filosofía antiburguesa. Cual una versión masculina -anticipada- de Carmen, el Duque llega a afirmar que "no existe amibertad".

De esta manera, su otra cara, la más lustrosa, la de libertino pertinaz, paradigma del superficial y divertidamente polígamo sentido amoroso de la nobleza, adquiere una mayor fuerza dramática, un rictus de sana inmoralidad que, aún inconscientemente, hace mella en el receptor. El Duque, en definitiva, es el "guapo" al que se le puede perdonar su irritante complejo de Don Juan simplemente por poseer encanto, el inigualable estilo, el inimitable sello de la aristocracia. Para Gilda, y aunque sea penoso admitirlo, es un hombre-objeto. Ella, claro está, no es capaz de asumirlo así, conscientemente.

Sparafucile y Maddalena constituyen sendas respuestas dramáticas a los personajes del Duque y Gilda, por contraste. Como seres inmorales, que lo son por principio, refuerzan la degradación de aquellos. Sparafucile es un abyecto mercenario que ni siquiera está en condiciones de cumplir debidamente con su trabajo, pues no muestra prejuicio alguno para meter en el saco el cadáver objeto de su contrato profesional u otro cualquiera obtenido de la manera más circunstancial. Auténtica cara "fea" del Duque, por eso ha de convertirse en su frustrado verdugo, para que, hasta el final, las cosas funcionen al revés de lo que todos piensan. Maddalena, por el contrario, es un personaje sin dobleces. Defiende el cambio del Duque por el de cualquier extraño para el famoso saco (el que tantos problemas ocasionó a Verdi con la censura) porque se siente atraída por aquél, sin más.

Es interesante valorar el enamoramiento de las dos mujeres hacia el Duque. Verdi se cuida mucho de que Gilda contenga una importante carga trágica (en sí mismo, ni siquiera en sus consecuencias más nefastas), de la que, desde luego, el de Maddalena está desprovisto. Siendo los estímulos sobre los que se producen ambos el mismo en los dos casos (la belleza física del Duque) , los efectos causados sobre cada una de ellas se manifiestan de manera harto distinta: Gilda no cesa de elucubrar sobre la condición social de su amado; a Maddalena tales cosas la traen sin cuidado; Gilda sublima la atracción física que siente, envolviéndola entre palabras altisonantes; Maddalena, por supuesto, va al grano. Verdi, sutilmente, nos está mostrando, una vez más, sus profundos pensamientos acerca de la condición femenina.

Marullo y Monterone (y como después veremos, los cortesanos) deambulan por la obra, conformando otro virtual emparejamiento dramático; dos elementos que convergen en la tragedia del personaje central de la obra. El primero porque, jocosamente, casi cariñosamente, pone al jorobado en situación para raptar a su propia hija. El segundo por ser protagonista de la maldición desencadenante de la ruina final de Rigoletto: personaje más importante de lo que algunos quieren ver, quizás no tanto como la moda de la última década ha impuesto. Sin duda se trata del mismísimo Comendatore reencarnado, que vuelve a la carga estableciendo sus reglas morales a Dios rogando y con el mazo dando. En nuestra opinión, Monterone es para Verdi una sencilla necesidad dramática, un personaje en el que, de hecho, profundiza muy poco.

Por último (o en primer lugar, como se quiera) está el personaje cemtral del drama, con su correspondiente anverso, su pareja antagonista, la vil raza de cortesanos, esos entes -paralelos a los personajes de carne y hueso que van apareciendo en escena- que deambulan como máscaras entre la luz de los salones de la Corte y la negritud de la anónima calle donde habita Gilda; que se encuentran una y otra vez porque son la carne y la salsa del fasto del palacio ducal pero también de la podredumbre de la hostería. Los cortesanos son la razón de ser del bufón y, a la vez, su trauma más recóndito, su obsesión más incontrolable.

La grandeza de Rigoletto está, así, en sus propias miserias. Sus desgracias, sus méritos (la locuacidad como elemento básico de su ocupación, por ejemplo), sus sentimientos (los más nobles y los más bajos) hasta la última de sus reacciones ante cualquiera de los acontecimientos producidos a lo largo de la historia, son míseros, de un patetismo penoso, porque siempre se producen bajo pautas de comportamiento estrictamente burgués. Rigoletto funciona a imagen y semejanza de los cortesanos, con sus mismos tics; a imagen y semejanza de sus envidias, rencores, crueldades, inseguridades, altanería; con sus estereotipos acerca del honor, la humillación, la deshonra; con su misma ideología, en suma. Es un defensor de los valores políticos y religiosos imperantes, que sólo condena cuando se vuelven contra sus intereses.

Los barítonos verdianos, y Rigoletto también, son el motor de los conflictos, aunque no sus protagonistas directores. En este sentido, Gilda y el Duque tienen mucho que decir ante un Rigoletto que va desenvolviendo el ovillo de la trama revolviéndose contra unos y contra otros. La degradación moral en que cae cada vez que intenta una nueva rebelión es total, y ése es el motivo por el cual el diseño de sus diatribas siempre guarda la misma estructura, es decir, una acusación previa al mundo, seguida de la más humilde súplica al mismo. La dualidad sentimental de Rigoletto -resuelta musical y teatralmente de manera magistral- es producto de esa degradación moral. "Fidarsi è bene, ma non fidarsi è meglio". Depende de quien.

Artículo aparecido en el programa de mano de Rigoletto en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, en la temporada 1989.


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© Helios Buira

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