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DIVULGACIÓN CULTURAL | |
MÚSICA | |
LUIGI RICCI | |
Inolvidable Beniamino Gigli | |
Durante 41 años gozó del favor de los aficionados a la ópera en el mundo entero, tanto por su anhelo de perfección artística como por su natural amor al canto. Conocí a Beniamino Gigli en el otoño de 1911. Iniciaba entonces sus estudios de canto en la Academia de Santa Cecilia, en Roma, donde yo seguía la carrera de pianista y compositor y a veces intervenía como acompañante en los ensayos. El extraordinario tesón y la dedicación a la música que mostraba aquel corpulento muchacho campesino me impresionaron vivamente. Gigli había decidido ser el mejor tenor del mundo y ya entonces, supe que lo conseguiría. La vida no había sido nada fácil para Beniamino. Ganaba algún dinero tocando el saxofón en una pequeña orquesta de Recanati. En Roma trabajaba de boticario, y lograba alimentarse acudiendo a un seminario local donde un cocinero, compadecido del chico, le pasaba discretamente las sobras de la comida por la ventana trasera. En 1908 ingresó como recluta en el ejército y cierta condesa en cuya casa había trabajado de sirviente, lo recomendó a un comprensivo coronel para que, si era posible lo destinara a la guarnición de Roma. El coronel leyó el mensaje de la condesa y ordenó de pronto a Gigli que cantara algo. Nervioso, el muchacho que entonces tenía 19 años de edad, entonó un aria; el oficial sonrió. El joven podría permanecer en Roma en calidad de telefonista militar para poder seguir con sus estudios, pero con una condición: que proporcionaría al coronel un asiento de primera fila, el día en que cantara por primera vez en el Teatro Reale dell’Opera de Roma. En 1913 Gigli y yo nos hicimos muy buenos amigos. Daba yo una fiesta en honor de mi madre y le pedí que cantara. Accedió encantado, pues ello significaría para él, una comida gratis. Aquella noche entonó aria tras aria, casi sin pausa. Días después, terminada la clase, le puse unas monedas en su bolsillo por su colaboración de unas noches antes. Aquella fue la primera vez que le pagaron por oír su espléndida voz y Beniamino, aturdido, balbució: “¡Gracias, Riccetto! ¡Muchas gracias!” Pasados tres años de estudios en la Academia, con el maestro Antonio Cotogni, tomó parte por primera vez en el concurso vocal que se celebró en Parma. Gigli ganó el primer premio, y uno de los jurados escribió este cáñido comentario al pie de su nota: “¡Por fin hemos encontrado el Tenor!” “El Tenor”, aparecía subrayado tres veces. ¡Y con tinta roja! Alentado por aquel triunfo y por los ofrecimientos que recibió de una docena de teatros de ópera italianos, hizo su presentación oficial en público en el teatro de Rovigo, cantando La Gioconda. Cuando llegó el momento de salir a escena, el tenor actuó como un profesional. El director Tullio Serafín lo llamó para cantar primero en Génova y posteriormente en Palermo. Le llovieron las invitaciones. A los 24 años de edad, el joven iba ya camino al éxito. “Quiero ser Gigli”. Vi a Beniamino en Roma en la primavera siguiente; se sentía lleno de confianza y volvía con el propósito de casarse con Constanza Cerroni, a quien había conocido en sus días de estudiante. Al estallar la primera guerra mundial, el tenor tuvo que suspender su viaje de luna de miel, y se deció a cantar para los soldados en tabernas, cuarteles y hospitales. Tras de actuar ante las tropas, participaba a la noche en alguna función, en el teatro de ópera del lugar. Por medio de amigos y cartas, él y yo estuvimos en relación durante aquel agitado período de su carrera. Me enteré así de su primera actuación en España y de la invitación que le hizo Arturo Toscanini para que cantara Mafistófele dirigido por él en La Scala de Milán; tenía entonces, sólo 29 años de edad. Después América. Los argentinos apasionados por la óp0era lo retuvieron durante cinco meses en 1919, en el Teatro Colón de Buenos Aires. Poco después supe que Gigli había recibido una codiciada invitación para actuar en Nueva Cork, donde cantaría el Mefistófele en el Metropolitan Opera House. La situación era bastante delicada. Enrico Caruso, el otro gran tenor predilecto del mundo, reinaba en el Metropolitan desde hacía 16 años y no daba señales de ceder su gloria a ningún advenedizo. Pero Gigli aceptó, decidido a todo. Decía a los periodistas que lo entrevistaban: “Caruso es el mejor de nuestros tenores.” La rivalidad entre él y Enrico no duró mucho tiempo. Caruso murió y Beniamino firmó un contrato con el Metropolitan que le garantizaba el sueldo más alto pagado allí a un cantante. Entonces decidió llamar a su familia para que se le reuniera en Nueva Cork. Constanza y sus hijos, Rina y Enzo, cruzaron el océano. Él se negaba a que lo consideraran el sucesor de Caruso; insistía “Yo sólo quiero ser Gigli”. Su actitud mereció la aprobación de los norteamericanos, y durante 11 años existió entre éstos y el tenor un gran afecto. Fue amigo personal de los alcaldes neoyorquinos. Jimmy Walter y Fiorello La Guardia; así mismo recibió el título de capitán honorario del cuerpo de policía de Nueva Cork. El presidente Calvin Coolidge lo invitó a cenar en la Casa Blanca. Aun cuando el público norteamericano lo idolatraba, Gigli se obstinó en conservar la nacionalidad italiana y visitaba a menudo el barrio italiano de Nueva Cork, donde buscaba la compañía de sus compatriotas. En sus horas libres, fiel a su carácter, se brindaba voluntariamente a cantar en obras benéficas, muchas de ellas relacionadas con su país. Al Hospital Italiano de Nueva Cork, por ejemplo, le cedió 50.000 dólares ganados en recitales. Si se le preguntaba a qué debía su fabulosa voz, invariablemente replicaba: “A mi patria”. Canción de agradecimiento. Cada verano, al clausurarse la temporada de ópera en Estados Unidos, el tenor regresaba a Italia con su familia. Por su carácter de personaje célebre, lo acompañaba hasta el barco, una escolta policial. Y para expresar su gratitud, ya en los muelles de Nueva Cork, Gigli empezaba a cantar la popular canción O Sole Mio. Para él, su hogar seguía estando donde había estado siempre: en Recanati, la aldea donde vio la luz, a orillas del Adriático. Allí se entregaba a jugar al bocce (juego de naipes) con sus antiguos amigos y los domingos solía cantar durante la misa, como en su niñes. “Nací dotado de voz y casi no tuve otra cosa”, escribió en su biografía. Ahora la diferencia consistía en que podía permitirse vivir en una quinta suntuosa de 60 habitaciones y en haber instalado a su madre en una casa cómoda que le regaló. Durante esos bucólicos veranos, Gigli invitaba a famosos colegas suyos: Licia Albanese, Toti dal Monte, María Caniglia y otros, para que cantaran en la plaza principal del pueblo. El dinero reunido en esas ocasiones se destinaba a la Cruz Roja local, al hospital, al asilo de ancianos o a ayudar al sostenimiento de la banda de música de la población. Pero ya se anunciaban dificultades. A raíz del desastre del mercado de valores en Wall Street, en Nueva Cork, ocurrido en 1929, el Metropolitan pidió a sus principales artistas que aceptaran voluntariamente una reducción del 25 por ciento en sus honorarios. Gigli, que entonces ganaba 300.000 dólares anuales, canceló bruscamente su compromiso. En 1932, regresó a Italia con su familia, y allí volvimos a trabajar juntos, pues me invitó a acompañarlo al piano. Intermitentemente, en el curso de 18 recitales, nos presentamos en 50 ciudades europeas y viajamos varias veces a Sudamérica. Llegué a ser entonces uno de los mejores amigos de Gigli, y su acompañante oficial. Al tenor le encantaban los juegos de cartas. El maestro Reinaldo Zamboni cuenta que Gigli tenía firme convicción de que todos los cantantes de ópera deberían jugar a la baraja, pues es el medio mejor y más agradable de divertirse sin exponer la voz a los cambios de temperatura. Beniamino era diabético, pero en nuestros ratos desocupados, siendo ambos amigos de la buena mesa, gozábamos de copiosas comidas, por lo cual él aumentaba su volumen constantemente. Después de comer salía a dar una larga caminata o se iba al cine a ver películas de vaqueros, que eran sus predilectas. El teatro es mi vida. Yendo y viniendo por Europa en compañía de ese “extraordinario personaje” me sentía maravillado de su profesionalismo. Ensayábamos sin descanso. Era el primero en llegar por la noche al teatro aún a oscuras. Se maquillaba él mismo y cuidaba su colección de trajes para la escena, que le había confeccionado su sastre particular. Detestaba el aire acondicionado que podía perjudicarle la voz. En noches de función solía sorber un poco de caldo aromático para suavizar la laringe. En cierta ocasión resolvió guardar dieta cuando un amigo suyo le dijo que estaba muy gordo y parecía ridículo al interpretar papeles románticos. Así pues, fue un Gigli menos grueso el que apareció ante el público, pero en poco tiempo ya estaba otra vez aumentando de peso, pues temía que aquella dieta le debilitara su voz. Su acendrado afán de perfección le hacía salir a escena, en cualquier teatro del mundo, con total aplomo y señorío. Cierta vez, en San Francisco (California), cantaba en Lucía di Lammermoor cuando se recibió un telegrama en el que le anunciaban la muerte de su madre. Su secretario quiso ocultarle la verdad y, en los entreactos, le dijo que su madre estaba gravemente enferma. El tenor, sin embargo, comprendió y, con voz velada por el pesar, cantó la emotiva aria del último acto, “Tú que hacia Dios desplegaste tus alas”, más conmovedoramente que nunca. Gigli cantó por espacio de 41 años y dominaba un impresionante repertorio de 60 óperas. Ningún otro tenor llegó a alcanzar tantos triunfos. “¡Cuántos gustos encontraba ese hombre en cantar!” comentaba Dino Gasperi, apuntador de ópera ya jubilado. Y el mismo Beniamino me confió: “El teatro es mi vida”. Durante los ensayos generales, en que muchos cantantes se reprimen para conservar la voz, {el no vacilaba en poner en juego todos sus recursos. Y como si esto no diera ya bastante motivo de preocupación a las empresas, el tenor acostumbraba, por la mañana del día señalado para la función, ir a cantar a alguna fábrica u hospital; e invariablemente salía a escena por la tarde en perfectas condiciones. Una noche de fines de otoño, en Roma, tras haber ofrecido un recital, la muchedumbre que no había logrado entrar en la sala de conciertos, lo llevó en hombros hasta un balcón de la Piazza Colonna. Allí le rogaron que cantara y Gigli cantó para la multitud hasta muy entrada la noche. Fue quizá el Teatro Regio, de Parma, en 1945, donde sintió el mayor orgullo de su vida. Aquella noche, interpretando el papel de Alfredo en La Travista, se mostró particularmente apasionado. En la escena, en la primera de muchas subsiguientes, cantaba con él en una ópera una soprano muy especial: su hija Rina. Verdadero cantante de ópera. A medida que pasaba el tiempo y que aumentaba la tensión nerviosa causada por el trabajo, decaía la salud del tenor, quien empezó a espaciar sus actuaciones. Las cosas marchaban despacio, así yo regresé a Roma para adiestrar a los nuevos estudiantes de canto y acompañar a cantantes ya veteranos. Mientras, Gigli, víctima de un padecimiento cardíaco, se vio obligado a rechazar contratos. Con todo, nunca permitió que su estado de salud fuera motivo para cancelar algún compromiso. Una vez tuvo que cantar L’Amica Fritz al lado de Rina en el teatro San Carlo de Nápoles, y aunque el dolor lo atenazaba constantemente, insistió en terminar la actuación. Una ambulancia esperaba a la puerta de la sala, y apenas cayó el telón lo trasladaron a toda prisa a un hospital de Roma, donde le operaron un absceso. Corría 1954 cuando, seriamente enfermo y agotado, puso fin a una serie de recitales en Europa y Estados Unidos, y emprendió el regreso a Roma en busca de la tranquilidad de su quinta familiar. Por último, a fines de noviembre de 1957, agravada su ya precaria salud por un ataque de gripe y pulmonía, falleció a la edad de 67 años. |
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© Helios Buira
San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017
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