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DIVULGACIÓN CULTURAL

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MÚSICA
 
DIEGO FISCHERMAN
Los instrumentos de la pasión
 

Tomado del programa del Teatro Colón, Temporada 2001

Las máscaras de la tragedia y la comedia están definidas apenas, por la dirección de una curva. En la sonrisa, las comisuras se elevan. En el llanto descienden. Tal vez sea ese el origen. Quizá no. Pero el hecho es que, desde los mismos orígenes de la cultura, los dioses estuvieron en el cielo y los muertos en las profundidades, hubo altos y bajos designios, ascender fue bueno y descender lo contrario, y las alturas se asociaron con lo espiritual, lo puro y lo ideal, mientras que lo terreno, lo impuro e incluso lo despreciable, fueron colocados debajo.

Sopranos ligeras y bajos profundos marcan, también, un territorio de asociaciones que, por lo menos desde los comienzos de la escritura musical hasta la actual música de cine, rigieron una manera de concebir el sonido. Una manera que se cristalizó a lo largo del Renacimiento y se legalizó en el Barroco, y cuyas implicaciones sobrevivieron ampliamente a la teoría que le había dado una justificación inicial. La concepción según la cual los humores habitaban en los líquidos del cuerpo y eran sensibles a los distintos estímulos caducó en poco tiempo. La idea de que los agudos y los movimientos melódicos ascendentes representaban alegría, felicidad, espiritualidad, el bien, la melancolía (causa de todos los males para la ciencia medieval) y lo mundano contrapuesto a lo divino, aún persiste.

Saber con qué se toca

La utilización de instrumentos determinados, precisados con detalle, de la que Monteverdi fue un pionero, tiene que ver, precisamente, con la conciencia de la importancia de estas cuestiones. Tanto la iconografía como las menciones en numerosos escritos dan cuenta de la utilización de instrumentos ya en los cantos trovadores y, por supuesto en las danzas y fiestas, en las cortes y en las calles. Pero lo que tocaban los instrumentos era improvisado o, a lo sumo, duplicaba lo que cantaban las voces. La invención de un sistema de notación musical más preciso –y también el surgimiento de una cosmovisión en que los hechos del hombre y el placer frente a las propias habilidades empezaron a ser importantes en sí mismos- permitió que se escribieran obras más complejas y que se pudiera empezar a pensar, desde el principio, obras para ser tocadas con instrumentos. Los nombres de las primeras formas instrumentales autónomas (sonata, tocata, canzona, ricercare) deriva, en los dos primeros casos, directamente del hecho de que eran para sonar o para ser tocadas con instrumentos. En los otros dos, hacen referencia a su origen: canciones para ser tocadas con instrumentos compuestas a la manera de canciones, en el caso de la canzona; y la búsqueda del tema (ricerca) en intrincadas escrituras contrapuntísticas, originadas en la adaptación instrumental de motetes vocales, en el ricercare.

La importancia de la instrumentación se hizo progresiva. El grado de materialidad del timbre y de cuestiones de tensión, de densidades, de color; relacionadas con qué instrumento tocar cada cosa, fue cada vez más consciente. Una toccata del año 1500 podía ser interpretada, indistintamente, por grupos de violas, de flautas dulces, de cornetos y sacabuches o de laúdes, si un concierto o una sonatta del año 1700 podía ser tocada por un oboe, un violín, una flauta dulce o una traversera, si una pieza para teclado podía ejecutarse tanto en un clave como en un virginal, una espineta o un clavicordio (o más tarde en un gravecembalo con forte e piano) Más tarde, sería inconcebible una sinfonía de Schumann interpretada con otros instrumentos que aquellos para los que fue pensada. Y, mucho más, una obra como Atmósferas, de György Ligeti, donde los instrumentos son la obra.

En ese proceso de protagonismo progresivo de los instrumentos musicales, Claudio Monteverdi fue fundamental por dos cuestiones. Por un lado, por la utilización del bajo continuo en sus madrigales, o sea: la asignación de un acompañamiento instrumental prefijado para sus composiciones con voces. Esta unidad de bajo y acordes (lo más parecido sería, mucho después, la sociedad entre bajo y guitarra rítmica en el rock) a la que se consideraba una sola parte musical aunque pudieran llegar a tocarla una multitud de instrumentos, definió, ni más ni menos, una necesidad. La presencia de los acordes, explicitados por ese bajo continuo, marcaba un fondo contra el cual las figuras expresivas dibujadas por los ascensos y descensos de la melodía y, en particular, por las disonancias, se definía con claridad. Las disonancias lo eran respecto de algo, y lo que hizo Monteverdi fue poner en escena ese algo. Pero, además, este autor practicó con L’Orfeo una costumbre altamente inusual para la época: especificó qué instrumentos se debían tocar. Las voces ya no eran, en abstracto, superius, alto, tenor y bajo, sino en concreto, partes para violines, violas, violones, pífanos, cornetos y sacabuches, entre muchos otros instrumentos precisados con absoluto detalle. El gesto, más que el talento individual de un autor (que por supuesto también estaba) marcaba una nueva manera de pensar la música. La instrumentación dejaba de ser una vestimenta, un accesorio, un arreglo (algo de esto persiste en algunos ejemplos de la actual música de tradición popular) para ser algo esencial, estructural e indivisible de la propia obra.

Dentro de un planteo estético en que cada ritmo, cada inflexión melódica tenían una simbología precisa; en que los agudos y los graves eran mucho más que simples sonidos alternativos, la cuestión de qué instrumentos se tocaban en cada momento no podía ser un dato menor. Si bien muchas de estas simbologías eran conocidas por todos y buena parte de las cuestiones instrumentales se resolvían convencionalmente (en ocasiones, la parte del bajo continuo se rellenaba con instrumentos de cuerda) y se dejaban libradas al buen criterio de los intérpretes (y a los instrumentos e instrumentistas que hubiera disponibles), Monteverdi, en L’Orfeo, abordó el problema desde un lugar aún más estructural que el del mero color. No se limitó a escribir partes instrumentales (sinfonías, las llamó) y a fijar timbres y alturas con detalle, sino que asignó a la instrumentación un papel narrativo. Los violines y los cornetos en eco, las cuerdas –y en particular la lira da braccio- para todas las escenas en las que aparece Orfeo, el órgano regal en las escenas del infierno, el arpaq en el “Possente Spirto” con el que Orfeo intenta, a la vez, seducir a Caronte y al público, probablemente no se trataran de novedades. Se sabe que la costumbre de utilizar el regal (un órgano con tubos de madera) y sacabuches (trombones antiguos) para escenas infernales, así como la de relacionar flautas dulces con escenas pastoriles, tenía ya una larga tradición para el momento en que L’Orfeo fue estrenada. Pero Monteverdi creyó necesario escribir precisiones. En su manera de pensar la ópera, esto resultaba una parte tan esencial como el propio texto. No podía confiarse al buen oficio de los intérpretes. No era algo que pudiera agregársele o sustraérsele según las disponibilidades o los gustos.

Espacios de Libertad

En L’Orfeo existen, de todas maneras, espacios para la libertad interpretativa. La orquesta detallada por Monteverdi se corresponde con exactitud con la orquesta  convencional de los intermezzi. Violines, violas (da braccio y da gamba), violoncelo, violines, lira da braccio (en la partitura dice “lira” pero los usos de la época, el hecho de que las notas que toca deben ser prolongadas y las representaciones de Orfeo en pinturas del Renacimiento hacen pensar en la lira da braccio, una especie de viola, y no en la lira antigua, una suerte de pequeña arpa), flautas dulces (pífanos, según la partitura), trompetas, cornetos y sacabuches, más arpa y un grupo importante de instrumentos de tecla y de cuerda punteada para el bajo continuo. Allí, en la decisión de qué y cuántos instrumentos deben formar parte del bajo continuo es donde radican los principales puntos de controversia, al igual que en la instrumentación de los pasajes en que los personajes recitan cantando. Allí es donde la teoría de la supervivencia de algunas de estas prácticas en músicas populares actuales, el estudio de la iconografía y de fuentes documentales en que se cuentan representaciones de ópera durante el siglo XVII, permiten elaborar hipótesis verosímiles. La apuesta de Gabriel Garrido, en ese sentido, tal vez sea la más radical. Sus continuos son multitudinarios, improvisan con fruición, y su uso de las disonancias es generoso. Guitarras, chitarrones, tiorbas, clave, espineta, varios órganos positivos (portátiles), arpa y cetra son el sustento de una propuesta que busca latinizar el Barroco. O, mejor aún, barroquizarlo. Llevarlo a lo que, en palabras del propio Garrido, es “un estilo desmesurado, opulento, profundamente italiano y teatral”.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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