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DIVULGACIÓN CULTURAL

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MÚSICA
 

CESAIRE ORSELLI

En el camino de los peregrinos desorientados

 

A los dieciséis años, entre setiembre de 1899 y febrero de 1900, Ricardo Zandonai ponía en música, para tenor y orquesta, el célebre episodio de Paola y Francesca, del Canto V del Inferno de La Divina Comedia de Dante. Este juvenil enamoramiento con la historia de los infelices cuñados llevó a Zandonai a retomar el tema y componer, en 1914, una ópera completa inspirada en el mismo episodio, tal cual él había sido dramatizado en la obra teatral homónima de Gabriele D'Annunzio, estrenada en 1901. (...)

El encuentro entre el reservado músico trentino y el literato decadentista aparece como un hecho aislado, casi ocasional. No se sabe quien acercó a Zandonai el texto dannunziano, ni si el compositor tenía conocimiento de la ópera Paolo e Francesca de Luigi Mancinelli (1907) o de la música de escena compuesta por Antonio Scontrino para el estreno de la tragedia de D'Anunzio encontró la sensibilidad de Zandonai un eco muy profundo, reforzado quizás por el conocimiento del famoso cuadro pintado por Gaetano Previati y del poema sinfónico de Chaicovski.

Fue Tito Ricordi, entusiasta dannunziano, quien lo hizo decidirse. Juntos discutieron los cortes que era indispensable practicar a la obra para reducirla a proporciones "melodramáticas". (Mascagni, en cambio, se jactaba de haber musicalizado "hasta las comas" de la Parisina de D'Annunzio, lo cual por lo demás, no era cierto) Terminado el trabajo de "peinado", sometieron el libreto al poeta quien, quien, increíblemente, no encontró nada que objetar. Es más, cuando Zandonai manifestó cierta dificultad para poner música a aquel pasaje del tercer acto en el que Paolo refiere los encuentros que ha tenido en Florencia con Dante Alighiere y otros literatos y artistas. D'Annunzio mostró una disponibilidad exquisita, y al cabo de pocas horas entregó al músico -que había corrido a París a "pedirle ayuda"-  un pasaje escrito ex novo es el que incluye los versos "Nemica ebbi la luce / amica ebbi la notte" ("Tuve la luz como enemiga / y la noche como amiga"), que constituye uno de los momentos de más elevado lirismo de toda la obra. Sin embargo, no parece que entre D'Annunzio y Zandonai se haya establecido una auténtica amistad, una relación de verdadera estima. D'Annuncio jamás presenció una representación de la Francesca de Zandonai, y después de los escasos meses que duró la gestación de la obra, el poeta y el músico no volvieron a tener contacto alguno, ni siquiera formal. De más está decir que la ópera desplazó literalmente al drama, el cual desapareció, o casi, de los teatros.

Con su Francesca da Rimini, D'Annunzio no había buscado solamente construir una gran historia de amor, sino pintar todo un cuadro de vida medieval, a cuya autenticidad coadyuvaba un arsenal de figuras decorativas, de citas, de lugares, de armas, de usos y costumbres, de piezas de vestuario, todos evocados por medio de un vocabulario "de época". Esa dimensión estetizante es la que amenaza perderse en una adaptación como la realizada por Tito Ricordi sobre el texto dannunziano. Por eso mismo, el milagro de la Francesca de Zandonai consiste en que el marco, aunque reducido en sus dimensiones, no parece nunca divorciado del cuadro sentimental, y en que el esteticismo del texto literario encuentra puntual correspondencia en el empleo de instrumentos antiguos y en los pequeños coros arcaizantes de las damas de compañía de Francesca, en los cuales Zandonai evoca la atmósfera del siglo XIII con una liviandad de contornos y una delicadeza de trazos musicales que convierten a escenas como las de Francesca con Samaritana y con Biancofiore en las ilustraciones más felices que ha tenido en la ópera italiana el estilo Liberty o art nouveau. Las mismas sugerencias de Botticelli y Poliziano que, en Inglaterra, dieron vida a la corriente prerrafaelista con Dante Gabriel Rossetti, parecen guiar la mano de Zandonai hacia una insólita elegancia (no previsible en el fogoso autor de Conchita), hacia un melodismo esfumado y mórbido que sugiere enajenación y melancolía.

En un registro no demasiado diferente de éste canta Zandonai la pasión erótica. Así, del dannunziano "poema de sangre y de lujuria" no qeuda en la partitura más que el eco de la sugerencia, el abandono crepuscular, la extenuación sutil, sensual y hasta un poco perversa. Pero no hay lugar en esta Francesca para un Eros vigoroso y pleno. Véase si no: en el primer acto Paolo, el héroe amoroso, no aparece, e incluso cuando pasa y Francesca se enamora de él, el episodio ocurre fuera de escena. El nacimiento de la pasión no es entonado por las voces, sino solamente sugerido a través de la invención de una seductora melodía confiada a la viola pomposa. Incluso en el tercer acto, momento cumbre de la ópera, la música es extraordinariamente eficaz para reflejar antes la espera, la memoria, el temor, la duda, que el amor en su plenitud. En esta operación de refinada recreación, Liberty, Zandonai hace concluir todas las posibles influencias que le aportara una cultura musical vasta y al día. Para un compositor nacido en un territorio culturalmente influido por Alemania el mismo año en que moría Wagner, el autor de Tristán e Isolda era, por supuesto, una divinidad a la que aún se debía rendir culto; pero Zandonai demuestra conocer además a los autores más nuevos (que para él eran Richard Strauss y Claude Debussy): la adopción de influencias modales, la predilección por por los intervalos alterados, las transparencias orquestales de gusto francés dan plenamente razón a Zandonai cuando afirmaba, con sincera modestia, "si algún mérito tengo, es como orquestador".

No deja de llamar la atención que esta partitura exquisita -en cierto sentido demasiado culta- haya podido resistir más de ochenta años sobre los escenarios. Una posible respuesta radica en el hecho de que más allá del alto profesionalismo que ningún crítico, por exigente o malévolo que fuera, ha podido negar a Zandonai, el compositor concreto, en Francesca da Rimini, un retrato femenino que no que no es solamente un mito literario ilustre y refinado, sino también un "tipo" del cual la ópera del temprano siglo XX no ofrece otros ejemplos: ni sádica como Salomé, ni introvertida como Melisande, ni pasional como Santuzza o Fedora, Francesca encarna una sensibilidad, un modo de sentir aristocrático que no tiene nada en común -para hacer una referencia inmediata- con la humilde ternura de las heroínas de Puccini. Es verdaderamente una mujer del decadentismo que en aquel fatídico 1914, en el umbral de la Primera Guerra Mundial, viene a dar por concluido  el período fin-de-siecle, a sellar la crisis de una sociedad, la del romanticismo tardío, que pensó que podría sobrevivir a los nuevos y complejos problemas de orden político y social del siglo que nacía.

"El hombre del decadentismo -ha escrito Norberto Bobbio- es el hombre de la finitud explicada y asumida. Ante él no se abre la realidad de una bullente vida colectiva, como la que podía ofrecer la concepción positivista. El sentimiento de culpa regresa y afora y la idea de la muerte vuelve a colocarse en el centro de sus desvelos. Su única libertad es la libertad de morir". Sobrepasando quizás el alcance de la tragedia dannunziana, la Francesca da Rimini de Zandonai nos habla de este hombre -o mejor de esta mujer, que es el espejo deformante más sensible y más variado del hombre- desorientada en un mundo donde todos los valores sentimentales, espirituales o civiles aparecen destinados a caer en un precipicio cuyo fondo no se alcanza a divisar.

Más allá de su ambientación medieval, tan verdadera o tan falsa como pueda sonar, esta ópera resulta -por la sutil inquietud, el sentimiento de insatisfacción y el aura de muerte que la habitan- el canto de una humanidad que todavía hoy no ha encontrado la paz. Francesca es nuestra compañera en el campo de los peregrinos desorientados.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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