I
La vida humana es una realidad extraña, de la
cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en
el sentido en que a ella tenemos que referir todas las demás, ya que
las demás realidades, efectivas o presuntas, tienen de uno u otro
modo que aparecer en ella.
La nota más trivial, pero a la vez la más importante de la vida
humana, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo
algo para sostenerse en la existencia. La vida nos es dada, puesto
que no nos la damos a nosotros mismos, sino que nos encontramos en
ella de pronto y sin saber cómo. Pero la vida que nos es dada, no
nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros; cada
cual la suya. La vida es quehacer, y lo más grave de estos
quehaceres en que la vida consiste no es que sea preciso hacerlos,
sino, en cierto modo, lo contrario; quiero decir, que nos
encontramos siempre forzados a hacer algo pero no nos encontramos
nunca estrictamente forzados a hacer algo determinado; que no nos es
impuesto este o el otro quehacer, como le es impuesta al astro su
trayectoria o a la piedra su gravitación. Antes que hacer algo,
tiene cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo, lo que va a
hacer. Pero esta decisión es imposible si el hombre no posee algunas
convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, los otros
hombres, él mismo. Sólo en vista de ellas puede, preferir una acción
a otra, puede, en suma, vivir.
De aquí que el hombre tenga que estar siempre en alguna creencia y
que la estructura de su vida dependa primordialmente de las
creencias en que esté y que los cambios más decisivos en la
humanidad sean los cambios de creencias, la intensificación o
debilitación de las creencias. El diagnóstico de una existencia
humana — de un hombre, de un pueblo, de una época – tiene que
comenzar filiando el repertorio de sus convicciones. Son éstas el
suelo de nuestra vida. Por eso se dice que en ellas el hombre está.
Las creencias son lo que verdaderamente constituye el estado del
hombre. Las he llamado "repertorio" para indicar que la pluralidad
de creencias en que un hombre, un pueblo o una época está no posee
nunca una articulación plenamente lógica, es decir, que no forma un
sistema de ideas, como lo es o aspira a serlo, por ejemplo, una
filosofía. Las creencias que coexisten en una vida humana, que la
sostienen, impulsan y dirigen son, a veces, incongruentes,
contradictorias o, por lo menos, inconexas. Nótese que todas estas
calificaciones afectan a las creencias por lo que tienen de ideas.
Pero es un error definir la creencia como idea. La idea agota su
papel y consistencia con ser pensada, y un hombre puede pensar
cuanto se le antoje y aun muchas cosas contra su antojo. En la mente
surgen espontáneamente pensamientos sin nuestra voluntad ni
deliberación y sin que produzcan efecto alguno en nuestro
comportamiento. La creencia no es, sin más, la idea que se piensa,
sino aquella en que además se cree. Y el creer no es ya una
operación del mecanismo "intelectual", sino que es una función del
viviente como tal, la función de orientar su conducta, su quehacer.
Hecha esta advertencia, puedo retirar la expresión antes usada y
decir que las creencias, mero repertorio incongruente en cuanto son
sólo ideas, forman siempre un sistema en cuanto efectivas creencias
o, lo que es igual, que, inarticuladas desde el punto de vista
lógico o propiamente intelectual, tienen siempre una articulación
vital: funcionan como creencias apoyándose unas en otras,
integrándose y combinándose. En suma, que se dan siempre como
miembros de un organismo, de una estructura. Esto hace, entre otras
cosas, que posean siempre una arquitectura y actúen en jerarquía.
Hay en toda vida humana creencias básicas, fundamentales, radicales,
y hay otras derivadas de aquéllas, sustentadas sobre aquéllas y
secundarias. Esta indicación no puede ser más trivial, pero yo no
tengo la culpa de que, aun siendo trivial, sea de la mayor
importancia.
Pues si las creencias de que se vive careciesen de estructura,
siendo como son en cada vida innumerables, constituirían una
pululación indócil a todo orden y, por lo mismo, ininteligible. Es
decir, que sería imposible el conocimiento de la vida humana. El
hecho de que, por el contrario, aparezcan en estructura y con
jerarquía permite descubrir su orden secreto y, por tanto, entender
la vida propia y la ajena, la de hoy y la de otro tiempo. Así
podemos decir ahora: el diagnóstico de una existencia humana – de un
hombre, de un pueblo, de una época – tiene que comenzar filiando el
sistema de sus convicciones y para ello, antes que nada, fijando su
creencia fundamental, la decisiva, la que porta y vivifica todas las
demás. Ahora bien: para fijar el estado de las creencias en un
cierto momento, no hay más método que el de comparar éste con otro u
otros. Cuanto mayor sea el número de los términos de comparación,
más preciso será el resultado – otra advertencia banal cuyas
consecuencias de alto bordo emergerán súbitamente al cabo de esta
meditación.
II
Si comparamos el estado de creencias en que el
hombre europeo se halla hoy con el reinante hace no más treinta
años, nos encontramos con que ha variado profundamente, por haberse
alterado la convicción fundamental.
La generación que florecía hacia 1900 ha sido la última de un
amplísimo ciclo, iniciado a fines del siglo XVI y que se caracterizó
porque sus hombres vivieron de la fe en la razón. ¿En qué consiste
esta fe?
Si abrimos el Discurso del Método, que ha sido el programa clásico
del tiempo nuevo, vemos que culmina en las siguientes frases: "Las
largas cadenas de razones, todas sencillas y fáciles, de que
acostumbran los geómetras a servirse para llegar a sus más difíciles
demostraciones, me habían dado ocasión para imaginarme que todas las
cosas, que puedan caer bajo el conocimiento de los hombres se siguen
las unas a las otras en esta misma materia y que, sólo con cuidar de
no recibir como verdadera ninguna que no lo sea y de guardar siempre
el orden en que es preciso deducirlas unas de las otras, no puede
haber ninguna tan remota que no pueda, a la postre, llegar a ella,
ni tan oculta que no se la pueda descubrir." (Oeuvres, ed. Adam et
Tannery, tomo VI, pág. 19.)
Estas palabras son el canto de gallo del racionalismo, la emoción de
alborada que inició toda una edad, eso que llamamos la Edad Moderna.
Esa Edad Moderna de la cual muchos piensan que hoy asistimos nada
menos que a su agonía, a su canto del cisne.
Y es innegable, por lo menos, que entre el estado de espíritu
cartesiano y el nuestro existe no floja diferencia, ¡Qué alegría,
qué tono de enérgico desafío al Universo, qué petulancia mañanera
hay en esas magníficas palabras de Descartes! Ya lo han oído
ustedes: aparte los misterios divinos, que por cortesía deja a un,
lado, para este hombre no hay ningún problema que no sea soluble.
Este hombre nos asegura que en el Universo no hay arcanos, no hay
secretos irremediables ante los cuales la humanidad tenga que
detenerse aterrorizada e inerme. El mundo que rodea por todas partes
al hombre, y en existir dentro del cual consiste su vida, va a
hacerse transparente a la mente humana hasta sus últimos entresijos.
El hombre va, por fin, a saber la verdad sobre todo. Basta con que
no se azore ante la complejidad de los problemas, con que no se deje
obnubilar la mente por las pasiones: si usa con serenidad y dueño de
sí el aparato de su intelecto, sobre todo si lo usa con buen orden,
hallará que su facultad de pensar es ratio, razón, y que en la razón
posee el hombre el poder como mágico de poner claridad en todo, de
convertir en cristal lo más opaco, penetrándolo con el análisis y
haciéndolo así patente. El mundo de la realidad y el mundo del
pensamiento son – según esto – dos Cosmos que se corresponden, cada
uno de ellos compacto y continuo, en que nada queda abrupto, aislado
e inasequible, sino que de cualquiera de sus puntos podemos, sin
intermisión y sin brinco, pasar a todos los demás y contemplar su
conjunto. Puede, pues, el hombre con su razón hundirse
tranquilamente en los fondos abisales del Universo, seguro de
extraer al problema más remoto y al más hermético enigma la esencia
de su verdad, como el buzo de Coromandel se sumerge en las
profundidades del océano para reaparecer a poco trayendo entre los
dientes la perla inestimable.
En los últimos años del siglo XVI y en estos primeros del XVII en
que Descartes medita, cree, pues, el hombre de Occidente que el
mundo posee una estructura racional, es decir, que la realidad tiene
una organización coincidente con la del intelecto humano, se
entiende, con aquella forma del humano intelecto que es la más pura:
con la razón matemática. Es ésta, por tanto, una clave maravillosa
que proporciona al hombre un poder, ilimitado en principio, sobre
las cosas en torno. Fue esta averiguación una bonísima fortuna.
Porque imaginen ustedes que los europeos no hubiesen en aquella
sazón conquistado esa creencia. En el siglo XVI, las gentes de
Europa habían perdido la fe en Dios, en la revelación, bien porque
la hubiesen en absoluto perdido, bien porque hubiese dejado en ellos
de ser fe viva. Los teólogos hacen una distinción muy perspicaz y
que pudiera aclararnos no pocas cosas del presente, una distinción
entre la fe viva y, la fe inerte. Generalizando el asunto, yo
formularía así, esta distinción: creemos en algo con fe viva cuando
esa creencia nos basta para vivir, y creemos en algo con fe, muerta,
con fe inerte, cuando, sin haberla abandonado, estando en ella
todavía, no actúa eficazmente en nuestra, vida. La arrastramos
inválida a nuestra espalda, forma aún parte de nosotros, pero
yaciendo inactiva en el desván de nuestra alma. No apoyamos nuestra
existencia en aquel algo creído, no brotan ya espontáneamente de
esta fe las incitaciones y orientaciones para vivir. La prueba de
ello es que se nos olvida a toda hora que aún creemos en eso,
mientras que la fe viva es presencia permanente y activísima de la
entidad en que creemos. (De aquí el fenómeno perfectamente natural
que el místico llama "la presencia de Dios". También el amor vivo se
distingue del amor inerte y arrastrado, en que lo amado nos es, sin
síncope ni eclipse, presente. No tenemos que ir a buscarlo con la
atención, sino, al revés, nos cuesta trabajo quitárnoslo de delante
de los ojos íntimos. Lo cual no quiere decir que estemos siempre, ni
siquiera con frecuencia, pensando en ello, sino que constantemente
"contamos con ello".) Muy pronto vamos a encontrar un ejemplo de
esta diferencia en la situación actual del europeo.
Durante la Edad Media había éste vivido de la revelación. Sin ella y
atenido a sus nudas fuerzas, se hubiera sentido incapaz de
habérselas con el contorno misterioso que le era el mundo, con los
tártagos y pesadumbres de la existencia. Pero creía con fe viva que
un ente todopoderoso, omnisciente, le descubría de modo gratuito
todo lo esencial para su vida. Podemos perseguir las vicisitudes de
esta fe y asistir, casi generación tras generación, a su progresiva
decadencia. Es una historia melancólica. La fe viva se va
desnutriendo, palideciendo, paralizándose, hasta que, por los
motivos que fuere – no puedo ahora entrar en el asunto – hacia
mediados del siglo XV, esa fe viva se convierte claramente en fe
cansada, ineficaz, cuando no queda por completo desarraigada del
alma individual. El hombre de entonces comienza a sentir que no le
basta la revelación para aclararle sus relaciones con el mundo; una
vez más, el hombre se siente perdido en la selva bronca del
Universo, frente a la cual carece de orientación y mediador. El XV y
el XVI son, por eso, dos siglos de enorme desazón, de atroz
inquietud; como hoy diríamos, de crisis. De ellas salva al hombre
occidental una nueva fe, una nueva creencia: la fe en la razón, en
las nuove scienze.El hombre recaído renace. El Renacimiento es la
inquietud parturienta de una nueva confianza fundada en la razón
físico-matemática, nueva mediadora entre el hombre y el mundo.
III
Las creencias constituyen el estrato básico, el
más profundo de la arquitectura de nuestra vida. Vivimos de ellas y,
por lo mismo, no solemos pensar en ellas. Pensamos en lo que nos es
más o menos cuestión. Por eso decimos que tenemos estas o las otras
ideas; pero nuestras creencias, más que tenerlas, las somos.
Cabe simbolizar la vida de cada hombre como un Banco. Este vive a
crédito de un encaje oro que no suele verse, que yace en lo profundo
de cajas metálicas ocultas en los sótanos de un edificio. La más
elemental cautela invita a revisar de cuando en cuando el estado
efectivo de esas garantías – diríamos de esas creencias, base del
crédito.
Hoy es urgente hacer esto con la fe en la razón en la que
tradicionalmente – en una tradición de casi dos siglos – vive el
europeo. Puede decirse que hasta hace veinte años el estado de esa
creencia no se había modificado en su figura general, pero que de
hace veinte años a la fecha presente ha sufrido un cambio gravísimo.
Innumerables hechos, sobremanera notorios y que fuera deprimente
enunciar una vez más, lo muestran.
No será necesario advertir que al hablar de la fe tradicional en la
razón y de su actual modificación no me refiero a lo que acontece en
éste o el otro individuo como tal. Aparte de lo que crean los
individuos como tales, es decir, cada uno por sí y por propia
cuenta, hay siempre, un estado colectivo de creencia. Esta fe social
puede coincidir o no con la que tal o cual individuo siente. Lo
decisivo en este asunto es que, cualquiera sea la creencia de cada
uno de nosotros, encontramos ante nosotros constituido, establecido
colectivamente, con vigencia social en suma, un estado de fe.
La fe en la ciencia a que me refiero no era sólo y primero una
opinión individual, sino, al revés, una opinión colectiva, y cuando
algo es opinión colectiva o social es una realidad independiente de
los individuos, que está fuera de éstos como las piedras del
paisaje, y con la cual los individuos tienen que contar quieran o
no. Nuestra opinión personal podrá ser contraria a la opinión social
pero ello no sustrae a ésta quilate alguno de realidad. Lo
especifico, lo constitutivo de la opinión colectiva es que su
existencia no depende de que sea o no aceptada por un individuo
determinado. Desde la perspectiva de cada vida individual aparece la
creencia pública como si fuese una cosa física. La realidad, por
decirlo así, tangible de la creencia colectiva no consiste en que yo
o tú la aceptemos, sino, al contrario, es ella quien, con nuestro
beneplácito o sin él, nos impone su realidad y nos obliga a contar
con ella. A este carácter de la fe social doy el nombre de vigencia.
Se dice de una ley que es vigente cuando sus efectos no dependen de
que yo la reconozca, sino que actúa y opera prescindiendo de mi
adhesión. Pues lo mismo la creencia colectiva para existir y
gravitar sobre mí y acaso aplastarme, no necesita de que yo,
individuo determinado, crea en ella. Si ahora acordamos, para
entendernos bien, llamar "dogma social" al contenido de una creencia
colectiva, estamos listos para poder continuar nuestra meditación.
Si, pertrechados con estos conceptos instrumentales, comparamos la
situación en que hacia 1910 los europeos se encontraban y la de
ahora, la advertencia del cambio, de la mutación sobrevenida,
debería causarnos un saludable pavor. Han bastado no más de veinte
años – es decir, sólo un trozo de la vida de un hombre, que es ya de
suyo tan breve – para trastocar las cosas hasta el punto de que
mientras entonces, en cualquier parte de Europa, podía recurrirse a
la fe en la ciencia y en los derechos de la ciencia como máximo
valor humano, y esta instancia funcionaba automáticamente y, dócil a
su imperativo, reaccionaba eficaz, enérgico y súbito el cuerpo
social, hoy hay ya naciones donde ese recurso provocaría sólo
sonrisas, naciones que hace unos años eran precisamente consideradas
como las grandes maestras de la ciencia, y no creo que haya ninguna
donde, a la fecha en que hablo, el cuerpo social se estremeciese
ante la apelación.
IV
La ciencia está en peligro. Con lo cual no creo
exagerar – porque no digo con ello que la colectividad europea haya
dejado radicalmente de creer en la ciencia – pero sí que su fe ha
pasado, en nuestros días, de ser fe viva a ser fe inerte. Y esto
basta para que la ciencia esté en peligro y no pueda el científico
seguir viviendo como hasta aquí, sonámbulo, dentro de su trabajo,
creyendo que el contorno social sigue apoyándole y sosteniéndole y
venerándole. ¿Qué es lo que ha pasado para que tal situación se
produzca? La ciencia sabe hoy muchas cosas con fabulosa precisión
sobre lo que está aconteciendo en remotísimas estrellas y galaxias.
La ciencia, con razón, está orgullosa de ello, y por ello, aunque
con menos razón, en sus reuniones académicas hace la rueda con su
cola de pavo real. Pero entre tanto ha ocurrido que esa misma
ciencia ha pasado de ser fe viva social a ser casi despreciada por
la colectividad. No porque este hecho no haya acontecido en Sirio,
sino en la Tierra, deja de tener alguna importancia –¡pienso! La
ciencia no puede ser sólo la ciencia sobre Sirio, sino que pretende
ser también la ciencia sobre el hombre. Pues bien, ¿qué es lo que la
ciencia, la razón, tiene que decir hoy con alguna precisión sobre
ese hecho tan urgente, hecho que tan a su carne le va? ¡Ah!, pues
nada. La ciencia no sabe nada claro sobre este asunto. ¿No se
advierte la enormidad del caso? ¿No es esto vergonzoso? Resulta que
sobre los grandes cambios humanos, la ciencia propiamente tal no
tiene nada preciso que decir. La cosa es tan enorme que, sin más,
nos descubre su porqué. Pues ello nos hace reparar en que la
ciencia, la razón a que puso su fe social el hombre moderno, es,
hablando rigurosamente, sólo la ciencia físico-matemática, y apoyada
inmediatamente en ella, más débil, pero beneficiando de su
prestigio, la ciencia biológica. En suma, reuniendo ambas, lo que se
llama la ciencia o razón naturalista.
La situación actual de la ciencia o razón física resulta bastante
paradójica. Si algo no ha fracasado en el repertorio de las
actividades y ocupaciones humanas, es precisamente ella cuando se la
considera circunscrita a su genuino territorio, la naturaleza. En
este orden y recinto, lejos de haber fracasado, ha trascendido todas
las esperanzas y, por vez primera en la historia, las potencias de
realización, de logro, han ido más lejos que las de la mera
fantasía. La ciencia ha conseguido cosas que la irresponsable
imaginación no había siquiera soñado. El hecho es tan
incuestionable, que no se comprende, al pronto, cómo el hombre no
está hoy arrodillado ante la ciencia como ante una entidad mágica.
Pero el caso es que no lo está, sino, más bien al contrario,
comienza a volverle la espalda, No niega ni desconoce su maravilloso
poder, su triunfo sobre la naturaleza; pero, al mismo tiempo, cae en
la cuenta de que la naturaleza es sólo una dimensión de la vida
humana, y el glorioso éxito con respecto a ella no excluye su
fracaso con respecto a la totalidad de nuestra existencia. En el
balance inexorable que es en cada instante el vivir, la razón
física, con todo su parcial esplendor, no impide un resultado
terriblemente deficitario. Es más: el desequilibrio entre la
perfección de su eficiencia parcial y su falla para los efectos de
totalidad es tal que, a mi juicio, ha contribuido a exasperar la
desazón universal.
Se encuentra, por tanto, el hombre ante la razón física en una
situación de ánimo parecida a la que Leibniz nos describe de
Cristina de Suecia cuando, después de abdicar, hizo acuñar una
moneda con la efigie de una corona y puso en el exergo estas
palabras: Non mi bisogna e non mi basta.
A la postre, la paradoja se resuelve en una advertencia sobremanera
sencilla. Lo que no ha fracasado de la física es la física. Lo que
ha fracasado de ella es la retórica y la orla de petulancia, de
irracionales y arbitrarios añadidos que suscitó, lo que hace muchos
años llamaba yo el "terrorismo de los laboratorios". He aquí por
qué, desde que comencé a escribir, he combatido lo que denominé
el utopismo científico. Ábrase, por ejemplo, El tema de nuestro
tiempo en el capítulo titulado "El sentido histórico de la teoría de
Einstein", compuesto hacia 1921. Allí se dice: "No se comprende que
la ciencia, cuyo único placer es conseguir una imagen certera de las
cosas, pueda alimentarse de ilusiones." Recuerdo que sobre mi
pensamiento ejerció suma influencia un detalle. Hace muchos años
leía yo una conferencia del fisiólogo Loeb sobre los tropismos. Es
el tropismo un concepto con que se ha intentado describir y aclarar
la ley que rige los movimientos elementales de los infusorios. Mal
que bien, con correcciones y añadidos, este concepto sirve para
comprender algunos de esos fenómenos. Pero al final de su
conferencia Loeb agrega: "Llegará el tiempo en que lo que hoy
llamamos actos morales del hombre se expliquen, sencillamente como
tropismos". Esta audacia me inquietó sobremanera, porque me abrió
los ojos sobre otros muchos juicios de la ciencia moderna que, menos
ostentosamente, cometen la misma falta. De modo – pensaba yo – que
un concepto como el tropismo, capaz apenas de penetrar el secreto de
fenómenos tan sencillos como los brincos de los infusorios, puede
bastar, en un vago futuro, para explicar cosa tan misteriosa y
compleja como los actos éticos del hombre. ¿Qué sentido tiene esto?
La ciencia ha de resolver hoy sus problemas, no transferirlos a las
calendas griegas. Si sus métodos, actuales no bastan para dominar
hoy los enigmas del Universo, lo discreto es sustituirlos por otros
más eficaces. Pero la ciencia usada está llena de problemas que se
dejan intactos por ser incompatibles con los métodos. ¡Como si
fuesen aquéllos los obligados a supeditarse a éstos, y no al revés!
La ciencia está repleta de ucronismos, de calendas griegas.
Cuando salimos de esta beatería científica que rinde idolátrico
culto a los métodos preestablecidos y nos asomamos al pensamiento de
Einstein, llega a nosotros como un fresco viento de mañana. La
actitud de Einstein es completamente distinta de la tradicional. Con
ademán de joven atleta le vemos avanzar recto a los problemas y,
usando del medio más a mano, cogerlos por los cuernos. De lo que
parecía defecto y limitación en la ciencia hace él una virtud y una
táctica eficaz.
Todo mi pensamiento filosófico ha emanado de esta idea de las
calendas griegas. Ahí está en simiente toda mi idea de la vida como
realidad radical y del conocimiento como función interna a nuestra
vida y no independiente o utópica. Como Einstein decía, por aquellos
años, que es preciso, en física, construir conceptos que hagan
imposible el movimiento continuo (el movimiento continuo no se puede
medir, y ante una realidad inmensurable la física es imposible), yo
pensaba que era preciso elaborar una filosofía partiendo, como de su
principio formal, de excluir las calendas griegas. Porque la vida es
lo contrario que estas calendas. La vida es prisa y necesita con
urgencia saber a qué atenerse y es preciso hacer de esta urgencia el
método de la verdad. El progresismo que colocaba la verdad en un
vago mañana ha sido el opio entontecedor de la humanidad. Verdad es
lo que ahora es verdad, y no lo que se va a descubrir en un futuro
indeterminado. El señor Loeb, y con él toda su generación, a cuenta
de que en el porvenir se va a lograr una física de la moral,
renuncia a tener él, en su día presente, una verdad sobre la moral.
Era una curiosa manera de existir a cargo de la posteridad, dejando
la propia vida sin cimientos, raíces ni encaje profundo. El vicio se
engendra tan en la raíz de esta actitud, que se encuentra ya en la
"moral provisional" de Descartes. De aquí que al primer empellón
sufrido por la armazón superficial de nuestra civilización –
ciencia, economía, moral, política – el hombre se ha encontrado con
que no tenía verdades propias, posiciones claras y firmes sobre nada
importante.
Lo único en que creía era en la razón física, y ésta, al hacerse
urgente su verdad sobre los problemas más humanos, no ha sabido qué
decir. Y estos pueblos de Occidente han experimentado de súbito la
impresión de que perdían pie, que carecían de punto de apoyo, y han
sentido terror, pánico y les parece que se hunden, que naufragan en
el vacío.
Y, sin embargo, basta un poco de serenidad para que el pie vuelva a
sentir la deliciosa sensación de tocar lo duro, lo sólido de la
madre tierra, un elemento capaz de sostener al hombre. Como siempre
ha acaecido, es preciso y bastante, en vez de azorarse y perder la
cabeza, convertir en punto de apoyo aquello mismo que engendró la
impresión de abismo. La razón física no puede decirnos nada claro
sobre el hombre. ¡Muy bien! Pues esto quiere decir simplemente que
debemos desasirnos con todo radicalismo de tratar al modo físico y
naturalista lo humano. En vez de ello tomémoslo en su espontaneidad,
según lo vemos y nos sale al paso. O, dicho de otro modo: el fracaso
de la razón física deja la vía libre para la razón vital e
histórica.
V
La naturaleza es una cosa, una gran cosa, que se
compone de muchas cosas menores. Ahora bien: cualesquiera que sean
las diferencias entre las cosas, tienen todas ellas un carácter
radical común, el cual consiste simplemente en que las
cosas son, tienen, un ser. Y esto significa no sólo que existen, que
las hay, que están ahí, sino que poseen una estructura o
consistencia fija y dada. Cuando hay una piedra hay ya, está ahí, lo
que la piedra es. Todos sus cambios y mudanzas serán, por, los
siglos, de los siglos, combinaciones regladas de su consistencia
fundamental. La piedra no será nunca nada nuevo y distinto. Esta
consistencia fija y dada de una vez para siempre es lo que solemos
entender cuando hablamos del ser de una cosa. Otro nombre para
expresar lo mismo es la palabra naturaleza. Y la faena de la ciencia
natural consiste en descubrir bajo las nubladas apariencias esa
naturaleza o textura permanente.
Cuando la razón naturalista se ocupa del hombre, busca, consecuente
consigo misma, poner al descubierto su naturaleza. Repara en que el
hombre tiene cuerpo – que es una cosa – y se apresura a extender a
él la física, y, como ese cuerpo es además un organismo, lo entrega
a la biología. Nota asimismo que en el hombre, como en el animal,
funciona cierto mecanismo incorporal o confusamente adscrito al
cuerpo, el mecanismo psíquico, que es también una cosa, y encarga de
su estudio a la psicología, que es ciencia natural. Pero el caso es
que así llevamos trescientos años y que todos los estudios
naturalistas sobre el cuerpo y el alma del hombre no han servido
para aclararnos nada de lo que sentimos como más estrictamente
humano, eso que llamamos cada cual su vida y cuyo entrecruzamiento
forma las sociedades que, perviviendo, integran el destino humano.
El prodigio que la ciencia natural representa como conocimiento de
cosas contrasta brutalmente con el fracaso de esa ciencia natural
ante lo propiamente humano. Lo humano se escapa a la razón
físico-matemática como el agua por una canastilla.
Y aquí tienen ustedes el motivo por el cual la fe en la razón ha
entrado en deplorable decadencia. El hombre no puede esperar más.
Necesita que la ciencia le aclare los problemas humanos. Está ya, en
el fondo, un poco cansado de astros y de reacciones nerviosas y de
átomos. Las primeras generaciones racionalistas creyeron poder
aclarar con su ciencia física el destino humano. Descartes mismo
escribió ya un Tratado del hombre. Pero hoy sabemos que todos los
portentos, en principio inagotables, de las ciencias naturales se
detendrán siempre ante la extraña realidad que es la vida humana.
¿Por qué? Si todas las cosas. han rendido grandes porciones de su
secreto a la razón física, ¿por qué se resiste esta sola tan
denodadamente? La causa tiene que ser profunda y radical; tal vez,
nada menos que esto: que el hombre no es una cosa, que es falso
hablar de la naturaleza humana, que el hombre no tiene naturaleza.
Yo comprendo que oír esto ponga los pelos de punta a cualquier
físico, ya que significa, con otras palabras, declarar de raíz a la
física incompetente para hablar del hombre. Pero que no se hagan
ilusiones: con más o menos claridad de conciencia, sospechando o no
que hay otro modo de conocimiento, otra razón capaz de hablar sobre
el hombre – la convicción de esa incompetencia es hoy un hecho de
primera magnitud en el horizonte europeo. Podrán los físicos sentir
ante él enojo o dolor – aunque ambos sean en éste caso un poco
pueriles – pero esa convicción es el precipitado histórico de
trescientos años de fracaso.
La vida humana, por lo visto, no es una cosa, no tiene una
naturaleza y, en consecuencia, es preciso resolverse a pensarla con
categorías, con conceptos radicalmente distintos de los que nos
aclaran los fenómenos de la materia. La empresa es difícil, porque,
desde hace tres siglos, el fisicismo nos ha habituado a dejar a
nuestra espalda, como entidad sin importancia ni realidad,
precisamente esa extraña realidad que es la vida humana. Y así,
mientras los naturalistas vagan, beatamente absortos, a sus
menesteres profesionales, le ha venido en gana a esa extraña
realidad de cambiar el cuadrante, y al entusiasmo por la ciencia ha
sucedido tibieza, despego, ¿quién sabe si, mañana, franca
hostilidad?
VI
Se dirá que, conforme iba notándose la
resistencia del fenómeno humano a la razón física, iba también
acentuándose otra forma de ciencia opuesta a ella. Frente a las
ciencias naturales, en efecto, surgían y se desarrollaban las
llamadas ciencias del espíritu, ciencias morales o ciencias de la
cultura. A lo cual respondo, por lo pronto, que esas ciencias del
espíritu –Geisteswissenschaften– no han conseguido, hasta la fecha,
suscitar la creencia en el hombre europeo, como lo habían logrado
las naturales.
Y se comprende que fuera así. Los representantes de las ciencias del
espíritu combatían los intentos paladinos, de investigar lo humano
con ideas naturalistas; pero es el caso que, de hecho, las ciencias
del espíritu no han sido hasta hoy más que un intento larvado de
hacer lo mismo. Me explicaré. Geist? Wer ist denn der Bursche? (¿Espíritu?
¿Quién es ese mozo?), preguntaba Schopenhauer, malhumorado e
insolente, pero no sin sobra de razón. Este gran concepto utópico de
espíritu pretendía oponerse al de la naturaleza. Se presentía que la
naturaleza no era la única realidad y, sobre todo, que no era la
primaria o fundamental. Cuanto más se la apretaba, más parecía
depender de lo humano. El idealismo alemán, como el positivismo de
Comte, significan el ensayo de poner el hombre antes que la
naturaleza. Fue aquél quien dio al hombre, en cuanto no es
naturaleza, el nombre deGeist, espíritu.
Pero el caso es que, al intentar comprender lo humano como realidad
espiritual, las cosas no marchaban mejor: los fenómenos humanos
mostraron la misma resistencia, la misma indocilidad a dejarse
apresar por los conceptos. Es, más: quedó reservado al pensamiento
de esa época permitirse las más escandalosas e irresponsables
utopías. Se comprende muy bien el malhumor y la insolencia de
Schopenhauer. La Filosofía de la Historia, de Hegel, y la "ley de
los tres estados", de Comte, son, sin duda, dos obras geniales, Pero
bajo esta calificación de "genio", lo único que hacemos claramente
es dirigir un aplauso a la magnífica destreza de un hombre como tal
destreza, a lo que en él hay de juglar, de ágil o de atleta. Mas si
estudiamos esas obras – principalmente la de Hegel – desde el punto
de vista decisivo, que es el de la responsabilidad intelectual y
como síntoma de un clima moral, pronto advertimos que hubieran sido
imposibles, ceteris paribus, en ninguna época normal de pensamiento,
en ningún tiempo de continencia, mesura y patético respeto a la
misión del intelecto.
Me atrevo a decir esto sólo como extrínseca señal de que la
interpretación del hombre como realidad espiritual no pudo ser más
que violenta, arbitraria y fallida. Porque no es lícito en este
contexto seguir empleando la palabra "espíritu" en un vago sentido,
sino que conviene referirla al ciclo de significaciones precisas que
ha tenido en la, filosofía de los dos últimos siglos.
Y, si ahora nos preguntamos por qué el concepto de espíritu se ha
revelado insuficiente para dar razón de los humanos, nos encontramos
con la siguiente consideración fundamental:
Cuando los caballeros del Espíritu salían en guerra contra el
naturalismo, resueltos a reflejar escrupulosamente los fenómenos
humanos en su estricta genuinidad, alejando de sí los conceptos y
categorías que la naturaleza nos obliga a pensar, no advertían que
al partir habían dejado ya a su espalda al enemigo. Veían sólo en la
naturaleza ciertos peculiares atributos, como la espacialidad, la
fuerza, su manifestación sensorial, etc., y creían que basta con
sustituirlos por otros atributos antagónicos – la cogitatio, la
conciencia, el pensarse a sí mismo, etc. – para estar fuera del
naturalismo. En definitiva, cometían el mismo error que Descartes
cuando creyó suficiente para definir el moi-meme oponerlo como res
cogitans a la res extensa. Pero ¿consiste la diferencia fundamental
entre esa extraña realidad que es el hombre, que es el yo, y esa
otra realidad que son los cuerpos, en que el yo piensa y los cuerpos
se extienden? ¿Qué inconveniente, hay en que la misma res que piensa
se extienda y la misma res que se extienda piense? Astutamente,
Descartes suele añadir que la res que piensa no se extiende y
la res que se extiende no piensa. Pero esta negación añadida es
perfectamente arbitraria, y Spinoza, que no se dejó asustar, saca
tranquilamente la consecuencia de que una misma res – Natura sive
Deus – piensa y se extiende. Para dirimir la cuestión fuera preciso
hacer lo que Descartes no hizo, a saber: preguntarse qué es eso
de res, cuál es su estructura previamente a su calificación de
pensante o extensa. Porque si los atributos de cogitatio y extensio son
de tal modo antagonistas que no pueden convivir en una misma res, es
de sospechar que cada uno de ellos repercute sobre la estructura
misma de la res como tal res. O, lo que es igual, que el
término res resulta equívoco en ambas expresiones.
Ahora bien: el concepto de res había sido establecido por la
ontología tradicional. El error de Descartes y el de los caballeros
del Espíritu ha sido no llevar a fondo su reforma de la filosofía y
aplicar, sin más, a la nueva realidad que aspiraban estatuir – la pensée, el Geist
– la doctrina vetusta sobre el ser. Un ente que consiste en pensar,
¿puede ser en el mismo sentido en que es un ente que consiste en
extenderse? Además de diferenciarse en que el uno piensa y el otro
se extiende, ¿no se diferencian en su mismo ser, como entidades sensu
stricto?
En la ontología tradicional, el término res va siempre conjugado con
el de natura, bien como sinónimo, bien en el sentido de que
la natura es la verdadera res, el principio de la res.Como es
sabido, el concepto de naturaleza es de pura sangre griega: recibe
una primera estabilización en Aristóteles, que, modificada por los
estoicos, entra en el Renacimiento y por aquel gran boquete inunda
la época moderna. En Robert Boyle adopta su expresión aún vigente:
la natura es la regla o sistema de reglas según la cual se comportan
los fenómenos –en suma, la ley (Cassirer: Das Erkenntnis problem, II,
433.)
No es posible. hacer aquí la historia del concepto de naturaleza y
sería ineficaz hacer su resumen. Para ahorrar palabras, me limito a
una alusión: ¿no es sorprendente que, con perfecta continuidad, el
término de naturaleza haya pasado de significar lo que significaba
para Aristóteles a significar la ley de los fenómenos? ¿No es enorme
la distancia entre ambos significados? Esa distancia – nótese –
implicaba nada menos que todo el cambio en la manera de pensar sobre
el Universo desde el hombre antiguo al hombre moderno. Pues bien:
¿qué es lo que, al través de toda esa evolución, ha permanecido
invariable en el concepto de naturaleza?
En pocos temas se ve con tanta claridad como en éste hasta qué punto
el hombre europeo es un heredero del hombre griego. Pero una
herencia no es sólo un tesoro; es, a la vez, una carga y una cadena.
Larvada en el concepto de naturaleza hemos recibido la cadena que
nos ha hecho esclavos del destino helénico.
El pensamiento griego se constituye en Parménides. Sin duda fue este
hombre pura esencia de lo griego, porque el hecho es que el
eleatismo ha imperado siempre en las cabezas helénicas. Todo lo que
no era eleatismo – simple o compuesto – fue sólo oposición. Este
destino griego sigue gravitando sobre nosotros y, a pesar de algunas
ilustres rebeliones, seguimos prisioneros dentro, del círculo mágico
que dibujó la ontología eleática.
Desde Parménides, cuando el pensador ortodoxo busca el ser de una
cosa entiende que busca una consistencia fija y estática, por tanto,
algo que el ente ya es, que ya lo integra o constituye. El prototipo
de este modo de ser, que tiene los caracteres de fijeza, estabilidad
y actualidad (ser ya lo que es), el prototipo de tal ser era el ser
de los conceptos y de los objetos matemáticos, un ser invariable, un
ser-siempre-lo-mismo. Como se encontraba con que las cosas del mundo
en torno eran mudadizas, eran "movimiento", comienza por negar su
realidad. Aristóteles, más cuerdo, renuncia a tal absolutismo y
adopta una solución juste milieu. Busca en la cosa mudable lo que en
su cambio no varía, lo que en su movimiento permanece. A eso es a lo
que llamó la "naturaleza" de las cosas, por tanto, lo que en la cosa
real parece ocultarse de ser como son los conceptos y los objetos
matemáticos. La physis era el principio invariable de las
variaciones. De este modo se hacía posible conservar el eleatismo
fundamental del ser y, sin embargo, pensar como realidades las cosas
que para el eleatismo absoluto carecían de auténtica realidad, de ousia.
La idea del tiempo, intercalándose entre la ousía invariable y los
estados diversos de la cosa, servía de puente entre la unidad
latente del ser y, su aparente multiplicidad. La res quedaba aquí
concebida como algo que tiene en su entraña la misma condición
ontológica que el concepto y el triángulo: la identidad, la
invariabilidad radical, la estabilidad, la profunda quietud que para
el griego significaba el vocablo ser.
El proceso que lleva la natura del aristotelismo a convertirse en la
regla o ley estable de los inestables fenómenos para Boyle, lejos de
ser una degeneración es una depuración del concepto originario y,
como si dijéramos, su confesión sincera. Así, en Comte-Stuart Mill
todo pende, como de un clavo, de la "invariabilidad de las leyes de
la naturaleza". La naturaleza del positivismo es ya pura y declarada
"invariabilidad", ser fijo, estático... eleático.
Ahora bien: poner como condición a lo real, para que sea admitido
como tal, que consista en algo idéntico, fue la gigantesca
arbitrariedad de Parménides y, en general, del griego ortodoxo. No
vamos ahora a indagar el origen de eso que llamo sublime
"arbitrariedad", aunque el tema es terriblemente atractivo. La
palabra es concepto expreso, y el concepto esuna realidad entre las
realidades que tiene la peculiaridad de consistir en identidad,
diríamos de estar hecho de identidad. Al hablar sobre la realidad
– ontología – nos encontramos teniendo que ser fieles, a la vez, a
las condiciones de lo real sobre que pensamos y a las condiciones
del pensar con que "manipulamos" la realidad.
Se comprende perfectamente que la filosofía, en su primer estadio,
no poseyese agilidad bastante para distinguir, mientras pensaba
sobre lo real, qué era en lo pensado la porción perteneciente al
intelecto y qué lo que propiamente pertenecía al objeto. En rigor,
hasta Kant no se ha empezado a ver con claridad que el pensamiento
no es copia y espejo de lo real, sino operación transitiva que sobre
él se ejecuta, intervención quirúrgica en él. Por eso desde Kant ha
comenzado la filosofía lo que Platón llamaría su "segunda
navegación", su segundo aprendizaje. El cual estriba en advertir
que, si es posible un conocimiento de la auténtica realidad (y sólo
el filosófico pretende serlo), tendrá que consistir en un pensar
duplicado, de ida y vuelta; quiero decir, en un pensar que, después
de haber pensado algo sobre lo real, se vuelve contra lo pensado y
resta de él lo que es mera forma intelectual, para dejar sólo en su,
desnudez la intuición de lo real. La cosa es tremebunda y
paradójica, pero no tiene remedio. En la formidable cruzada de
liberación del hombre que es la misión del intelecto ha llegado un
momento en que necesita éste – liberarse de su más íntima
esclavitud, esto es, de sí mismo. De donde resulta que, precisamente
por habernos Kant enseñado que el pensamiento tiene sus formas
propias que proyecta sobre lo real, el fin del proceso por él
iniciado consiste en extirpar a lo real todas esas formas, que le
son, a la vez, inevitables y ajenas, y aprender a pensar en un
perpetuo ¡alerta!, en un incesante modus ponendo tollens. En suma,
tenemos que aprender a desintelectualizar lo real a fin de serle
fieles.
El eleatismo fue la intelectualización radical del ser, y ella
constituye el círculo mágico a que antes me refería y que es urgente
transcender. Lo que en el naturalismo nos estorba para concebir los
fenómenos humanos y los tapa ante nuestra mente, no son los
atributos secundarios de las cosas, de las res, sino la idea misma
de res fundada en el ser idéntico y, porque idéntico, fijo,
estático, previo y dado. Donde ese sutil atributo perdure sigue
habiendo naturalismo, ser invariable. El naturalismo es, en su raíz,
intelectualismo (proyección sobre lo real del modo de ser peculiar a
los conceptos). Renunciemos alegremente, valerosamente, a la
comodidad de presumir que lo real es lógico, y reconozcamos que lo
único lógico es el pensamiento. Ya el objeto matemático presenta
simas de ilogismo tan tremendas como el "laberinto de las
dificultades de lo continuo" y todos los problemas que inspiraron a
Brouwer el intento de derrocar el principium tertii exclusi. La
física nos sorprende hoy dramáticamente con los estados de
in-identificación de los elementos atómicos.
No será necesario declarar que este artículo no es un tratado, sino,
todo lo contrario, una serie de tesis que presento indefensas
al fair play meditativo de los lectores. Creo, sin embargo, que
ahora cobrará algún sentido mi enigmática afirmación antecedente,
según la cual, el concepto de Espíritu es un naturalismo larvado y,
por ello, inoperante frente a las concepciones naturalistas, sus
presuntas enemigas.
El espíritu, si algo en el mundo lo es, es identidad y, por
tanto, res, cosa – todo lo sutil, etérea, que se quiera. El espíritu
tiene una consistencia estática: es ya y desde luego lo que es y va
ser. Era tan evidente la rebeldía de lo humano a ser concebido
estáticamente, que pronto hubo de intentarse – Leibniz – superar el
estatismo haciendo consistir al espíritu en actividad, en dynamis. ¡Intento
vano! Porque esa actividad, como toda actividad, es siempre una y la
misma, fija, prescrita, ontológicamente inmóvil. En Hegel, el
movimiento del espíritu es pura ficción, porque es un movimiento
interno al espíritu, cuya consistencia es en su verdad fija,
estática y preestablecida. Ahora bien: toda entidad cuyo ser
consiste en ser idéntico posee evidentemente ya y desde luego todo
lo que necesita para ser. Por esta razón, el ser idéntico es el ser
substante o substancia, el ser que se basta a sí mismo, el ser
suficiente. Esto es la cosa. El espíritu no es sino una cosa. No
parece sino que las otras cosas son cosas por su materialidad, por
su espacialidad, por su fuerza. De nada les serviría todo esto si no
fuesen, además, y antes que todo, idénticas, por tanto,
conceptos. La protocosa, la Urding, es el intelecto. Él identi-fica,
cosi-fica –ver-ding-licht – todo lo demás.
Los caballeros del Espíritu no tienen derecho a sentir ese asco
frente a la naturaleza, un gracioso asco plotiniano. Porque el error
profundo del naturalismo es inverso del que se le supone: no
consiste en que tratemos las ideas como si fuesen realidades
corporales, sino, al revés, en que tratamos las realidades – cuerpos
o no – como si fuesen ideas, conceptos: en suma, identidades.
Cuando Heine, sin duda al salir de una lección de Hegel, preguntaba
a su cochero: "¿Qué son las ideas?", éste respondía: "¿Las ideas?...
Las ideas son las cosas que se le meten a uno en la cabeza" Pero el
caso es que podemos más formalmente decir que las cosas son las,
ideas que se nos salen fuera de la cabeza y son tomadas por nosotros
como realidades.
La necesidad de superar y trascender la idea de naturaleza procede
precisamente de que no puede valer ésta como realidad auténtica,
sino que es algo relativo al intelecto del hombre, el cual, a su
vez, no tiene realidad, tomado aparte y suelto – éste es el error de
todo idealismo o "espiritualismo" –, sino funcionando en una vida
humana, movido por urgencias constitutivas de ésta. La naturaleza es
una interpretación transitoria que el hombre ha dado a lo que
encuentra frente a sí en su vida. A ésta, pues, como realidad
radical – que incluye y preforma todas las demás – somos referidos.
Ahora sí que nos encontramos frente a ella liberados del
naturalismo, porque hemos aprendido a inmunizarnos del
intelectualismo y sus calendas griegas. Ahí está el "hecho" previo a
todos los hechos, en que todos los demás flotan y de que todos
emanan: la vida humana según es vivida por cada cual. Hic Rhodus,
hic salta. Se trata de pensarla urgentemente, según se presenta en
su primaria desnudez, mediante conceptos atentos sólo a describirla
y que no aceptan imperativo alguno de la ontología tradicional.
Claro es que este artículo no pretende desarrollar esa empresa y se
limita a insinuar lo más imprescindible para que su título
– Historia como sistema – cobre un sentido preciso.
VII
Mal podía la razón físico-matemática, en su forma
crasa de naturalismo o en su forma beatífica de espiritualismo,
afrontar los problemas humanos. Por su misma constitución, no podía
hacer más que buscar la naturaleza del hombre. Y, claro está, no la
encontraba. Porque el hombre no tiene naturaleza. El hombre no es su
cuerpo, que es una cosa; ni es su alma, psique, conciencia o
espíritu, que es también una cosa. El hombre no es cosa ninguna,
sino un drama – su vida, un puro y universal acontecimiento que
acontece a cada cual y en que cada cual no es, a su vez, sino
acontecimiento. Todas las cosas, sean las que fueren, son ya meras
interpretaciones que se esfuerza en dar lo que encuentra. El hombre
no encuentra cosas, sino que las pone o supone. Lo que encuentra son
puras dificultades y puras facilidades para existir. El existir
mismo no le es dado "hecho" y regalado como a la piedra, sino que –
rizando el rizo que las primeras palabras de este artículo inician,
diremos – al encontrarse con que existe, al acontecerle existir, lo
único que encuentra o le acontece es no tener más remedio que hacer
algo para no dejar de existir. Esto muestra que el modo de ser de la
vida ni siquiera como simple existencia es ser ya, puesto que lo
único que nos es dado y que hay cuando hay vida humana es tener que
hacérsela, cada cual la suya. La vida es un gerundio y no un
participio: un faciendum y no un factum. La vida es quehacer. La
vida, en efecto, da mucho que hacer. Cuando el médico, sorprendido
de que Fontenelle cumpliese en plena salud sus cien años, le
preguntaba qué sentía, el centenario respondió:Rien, rien du tout... Seulement
une certaine difficulté d'être. Debemos generalizar y decir que la
vida, no sólo a los cien años, sino siempre, consiste en difficulté
d'être, Su modo de ser es formalmente ser difícil, un ser que
consiste en problemática tarea. Frente al ser suficiente de la
sustancia o cosa, la vida es el ser indigente, el ente que lo único
que tiene es, propiamente, menesteres. El astro, en cambio, va,
dormido como un niño en su cuna, por el carril de su órbita.
En cada momento de mi vida se abren ante mí diversas posibilidades:
puedo hacer esto o lo otro. Si hago esto, seré A en el instante
próximo; si hago lo otro, seré B. En este instante puede el lector
dejar de leerme o seguir leyéndome. Y por escasa que sea la
importancia de este ensayo, según que haga lo uno o lo otro, el
lector será A o, será B, habrá hecho de sí mismo un A o un B. El
hombre es el ente que se hace a sí mismo, un ente que la ontología
tradicional sólo topaba precisamente cuando, concluía y que
renunciaba a entender: lacausa sui. Con la diferencia de que
la causa sui sólo tenía que "esforzarse" en ser la causa de sí
mismo, pero no en determinar qué sí mismo iba a causar. Tenía, desde
luego, un sí mismo previamente fijado e invariable, consistente, por
ejemplo, en infinitud.
Pero el hombre no sólo tiene que hacerse a sí mismo, sino que lo más
grave que tiene que hacer es determinar lo que va a ser. Es causa
sui en segunda potencia. Por una coincidencia que no es casual, la
doctrina del ser viviente sólo encuentra en la tradición como
conceptos, aproximadamente utilizables, los que intentó pensar la
doctrina del ser divino. Si el lector ha resuelto ahora seguir
leyéndome en el próximo instante será, en última instancia, porque
hacer eso es lo que mejor concuerda con el programa general que para
su vida ha adoptado, por tanto, con el hombre determinado que ha
resuelto ser. Este programa vital es el yo de cada hombre, el cual
ha elegido entre diversas posibilidades de ser, que en cada instante
se abren ante él.
Sobre estas posibilidades de ser importa decir lo siguiente:
1.º Que tampoco me son regaladas, sino que tengo que inventármelas,
sea originalmente, sea por recepción de los demás hombres, incluso
en el ámbito de mi vida. Intento proyectos de hacer y de ser en
vista de las circunstancias. Esto es lo único que encuentro y que me
es dado: la circunstancia. Se olvida demasiado que el hombre es
imposible sin imaginación, sin la capacidad de inventarse una figura
de vida, de "idear" el personaje que va a ser. El hombre es
novelista de sí mismo, original o plagiario.
2.º Entre esas posibilidades tengo que elegir. Por tanto, soy
libre. Pero, entiéndase bien, soy por fuerza libre, lo soy quiera o
no. La libertad no es una actividad que ejercita un ente, el cual
aparte y antes de ejercitarla tiene ya un ser fijo. Ser libre quiere
decir carecer de identidad constitutiva, no estar adscrito a un ser
determinado, poder ser otro del que se era y no poder instalarse de
una vez y para siempre en ningún ser determinado. Lo único que hay
de ser fijo y estable en el ser libre es la constitutiva
inestabilidad.
Para hablar, pues, del ser-hombre tenemos que elaborar un concepto
no-eleático del ser, como se ha elaborado una geometría
no-euclidiana. Ha llegado la hora de que la simiente de Heráclito dé
su magna cosecha.
El hombre es una entidad infinitamente plástica de la que se puede
hacer lo que se quiera. Precisamente porque ella no es de suyo nada,
sino mera potencia para ser "como usted quiera". Repase en un minuto
el lector todas las cosas que el hombre ha sido, es decir, que ha
hecho de sí – desde el "salvaje" paleolítico hasta el
joven surrealista de París. Yo no digo que en cualquier instante
pueda hacer de sí cualquier cosa. En cada instante se abren ante él
posibilidades limitadas – ya veremos por qué límites. Pero si se
toma en vez de un instante todos los instantes, no se ve qué
fronteras pueden ponerse a la plasticidad humana. De la hembra
paleolítica han salido madame Pompadour y Lucila de Chateaubriand;
del indígena brasileño que no puede contar arriba de cinco salieron
Newton y Enrique Poincaré. Y estrechando las distancias temporales,
recuérdese que en 1873 vive todavía el liberal Stuart Mill, y en
1903 el liberalísimo Herbert Spencer, y que en 1921 ya están ahí
mandando Stalin y Mussolini.
Mientras tanto, el cuerpo y la psique del hombre, su naturaleza, no
ha experimentado cambio alguno importante al que quepa claramente
atribuir aquellas efectivas mutaciones. Por el contrario, sí ha
acontecido el cambio "sustancial" de la realidad "vida humana" que
supone pasar el hombre de creer que tiene que existir en un mundo
compuesto sólo de voluntades arbitrarias a creer que tiene que
existir en un mundo donde hay "naturaleza", consistencias
invariables, identidad, etc. La vida humana no es, por tanto, una
entidad que cambia accidentalmente, sino, al revés, en ella la
"sustancia" es precisamente cambio, lo cual quiere decir que no
puede pensarse eleáticamente como sustancia. Como la vida es un
"drama" que acontece y el "sujeto" a quien le acontece no es una
"cosa" aparte y antes de su drama, sino que es función de él, quiere
decirse que la "sustancia" sería su argumento. Pero si éste varía,
quiere decirse que la variación es "sustancial".
Siendo el ser de lo viviente un ser siempre distinto de sí, mismo –
en términos de la escuela, un ser metafísicamente y no sólo
físicamente móvil – tendrá que ser pensado mediante conceptos que
anulen su propia e inevitable identidad. Lo cual no es cosa tan
tremebunda como a primera vista parece. Yo no puedo ahora rozar
siquiera la cuestión. Sólo, para no dejar la mente del lector
flotando desorientada en el vacío, me permito recordarle que el
pensamiento tiene mucha más capacidad de evitarse a sí mismo de la
que se suele suponer. Es constitutivamente generoso: es el gran
altruista. Es capaz de pensar lo más opuesto al pensar. Baste un
ejemplo: hay conceptos que algunos denominan "ocasionales". Así el
concepto "aquí", el concepto "yo", el concepto "éste". Tales
conceptos o significaciones tienen una identidad formal que les
sirve precisamente para asegurar la no-identidad constitutiva de la
materia por ellos significada o pensada. Todos los conceptos que
quieran pensar la auténtica realidad – que es la vida – tienen que
ser en este sentido "ocasionales". Lo cual no es extraño, porque la
vida es pura ocasión, y por eso el cardenal Cusano llama al hombre
un Deus occasionatus, porque, según él, el hombre, al ser libre, es
creador como Dios; se entiende; es un ente creador de su propia
entidad. Pero a diferencia de Dios, su creación no es absoluta, sino
limitada por la ocasión, Por tanto, literalmente, lo que yo oso
afirmar: que el hombre se hace a sí mismo en vista de la
circunstancia, que es un Dios de ocasión.
Todo concepto es una allgemeine Bedeutung (Husserl). Pero, mientras
en los otros conceptos la generalidad consiste en que, al aplicarlos
a un caso singular, debemos pensar siempre lo mismo que al aplicarlo
a otro caso singular, en el concepto ocasional, la generalidad actúa
invitándonos precisamente a no pensar nunca lo mismo cuando lo
aplicamos. Ejemplo máximo, el propio concepto "vida" en el sentido
de vida humana. Su significación es; claro está, idéntica; pero lo
que significa es no sólo algo singular, sino algo único. La vida es
la de cada cual.
Permítaseme, en gracia de la brevedad, que interrumpa aquí estas
consideraciones y renuncie a salir al paso de las más obvias
dificultades.
VIII
Lindoro, un antiguo homme a femmes, me hace esta
confianza:
"Ayer he conocido a Hermione: es una mujer encantadora. Ha estado
conmigo deferente, insinuante. Se me ocurre hacerle el amor e
intentar ser correspondido. Pero ¿es que mi auténtico ser, eso que
llamo yo, puede, consistir en «ser el amante de Hermione»? Apenas,
en la anticipación que es el imaginar, me represento con alguna
precisión mi amor con Hermione, rechazo enérgicamente tal proyecto
de ser ¿Por qué? No encuentro reparo alguno que poner a Hermione,
pero es... que tengo cincuenta años, y a los cincuenta años, aunque
el cuerpo se conserve tan elástico como a los treinta y los resortes
psíquicos funcionen con el mismo vigor, no puedo ya ser amante de
Hermione. Pero ¿por qué? ¡Ahí está! Porque, como tengo bastantes
años, he tenido tiempo de ser antes el amante de Cidalisa y el
amante de Arsinoe y el amante de Glukeia, y ya sé lo que es ser
amante, conozco sus excelencias, pero conozco también sus límites.
En suma, he hecho a fondo la experiencia de esa forma de vida que se
llama amar a una mujer y, francamente, me basta. De donde resulta
que la causa de que yo no sea mañana un amante es precisamente que
lo he sido. Si no lo hubiera sido, si no hubiera hecho a fondo esa
experiencia del amor, yo sería el amante de Hermione."
He aquí una nueva dimensión de esa extraña realidad que es la vida.
Ante nosotros están las diversas posibilidades de ser, pero a
nuestra espalda está lo que hemos sido. Y lo que hemos sido actúa
negativamente sobre lo que podemos ser. . El hombre europeo ha sido
"demócrata", "liberal", "absolutista", "feudal", pero ya no lo es.
¿Quiere esto decir, rigurosamente hablando, que no siga en algún
modo siéndolo? Claro que no. El hombre europeo sigue siendo todas
esas cosas, pero lo es en la "forma de haberlo sido". Si no hubiese
hecho esas experiencias, si no las tuviese a su espalda y no las
siguiese siendo en esa peculiar forma de haberlas sido, es posible
que, ante las dificultades de la vida política actual, se resolviese
a ensayar con ilusión alguna de esas actitudes. Pero "haber sido
algo" es la fuerza que más automáticamente impide serlo.
Si Lindoro no hace el amor a Hermione, por tanto, si la realidad de
su vida es ahora la que es, la que va a ser se debe a lo que
vulgarmente se llama "experiencia de la vida". Es ésta un
conocimiento de lo que hemos sido que la memoria nos conserva y que
encontramos siempre acumulado en nuestro hoy, en nuestra actualidad
o realidad. Pero es el caso que ese conocimiento determina
negativamente mi vida en lo que ésta tiene de realidad, en su ser.
De donde resulta que la vida es constitutivamente experiencia de la
vida. Y los cincuenta años significan una realidad absoluta, no
porque el cuerpo flaquea o la psiquis se afloja, cosa que a veces no
acontece, sino porque a esa edad se ha acumulado más pasado
viviente, se ha sido más cosas y se "tiene más experiencia". De
donde resulta que el ser del hombre es irreversible, está
ontológicamente forzado a avanzar siempre sobre sí mismo, no porque
tal instante del tiempo no puede volver, sino al revés: el tiempo no
vuelve porque el hombre no puede volver a ser lo que ha sido.
Pero la experiencia de la vida no se compone sólo de las
experiencias que yo personalmente he hecho, de mi pasado. Va
integrada también por el pasado de los antepasados que la sociedad
en que vivo me transmite. La sociedad consiste primariamente en un
repertorio de usos intelectuales, morales, políticos, técnicos, de
juego y placer. Ahora bien: para que una forma de vida – una
opinión, una conducta – se convierta en uso, en vigencia social, es
preciso "que pase tiempo" y con ello que deje de ser una forma
espontánea de la vida personal. El uso tarda en formarse. Todo uso
es viejo. O lo que es igual, la sociedad es, primariamente, pasado,
y relativamente al hombre, tardígrada. Por lo demás, la instauración
de un nuevo uso – de una nueva "opinión pública" o "creencia
colectiva", de una nueva moral, de una nueva forma de, gobierno – la
determinación de lo que la sociedad en cada momento va a
ser, depende de lo que ha sido, lo mismo que la vida personal. En la
crisis política actual, las sociedades de Occidente se encuentran
con que no pueden ser sin más ni más, "liberales", "demócratas",
"monárquicas", "feudales", ni... "faraónicas", precisamente porque
ya lo han sido, por sí o por saber cómo lo fueron otras. En la
"opinión pública política" actual, en ese uso hoy vigente, sigue
actuando una porción enorme de pasado y, por tanto, es todo eso en
la forma de haberlo sido.
Tome el lector, sencillamente, nota de lo que le pasa cuando, ante
los grandes problemas políticos actuales, quiere adoptar una
actitud. Primero se pone de pie en su mente una cierta figura de
posible gobernación, por ejemplo: el autoritarismo. Ve en él, con
razón, el medio de dominar algunas dificultades de la situación
política. Mas si esa solución es la primera o una de las primeras
que se le han ocurrido, no es por casualidad. Es tan obvia
precisamente porque ya estaba ahí, porque el lector no ha tenido que
inventarla por sí. Y estaba ahí no sólo como proyecto, sino como
experiencia hecha. El lector sabe, por haber asistido a ello o por
referencias, que ha habido monarquías absolutas, cesarismo,
dictaduras unipersonales o colectivas. Y sabe también que todos
estos autoritarismos, si bien resuelven algunas dificultades, no
resuelven todas; antes bien, traen consigo nuevas dificultades. Esto
hace que el lector rechace esa solución y ensaye mentalmente otra en
la cual se eviten los inconvenientes del autoritarismo. Pero con
ésta le acontece lo propio, y así sucesivamente hasta que agota
todas las figuras de gobernación que son obvias porque ya estaban
ahí, porque ya sabía de ellas, porque habían sido experimentadas. Al
cabo de este movimiento intelectual al través de las formas de
gobierno, se encuentra con que sinceramente, con plena convicción,
sólo podría aceptar una... nueva, una que no fuese ninguna de las
sidas, que necesita inventarla, inventar un nuevo ser del Estado –
aunque sea sólo un nuevo autoritarismo, o un nuevo liberalismo – o
buscar en su derredor alguien que la haya inventado o sea capaz de
inventarla. He aquí, pues, como en nuestra actitud política actual,
en nuestro ser político, pervive todo el pasado humano que nos es
conocido. Ese pasado es pasado, no porque pasó a otros, sino porque
forma parte de nuestro presente, de lo que somos en la forma de
haber sido; en suma, porque es nuestro pasado. La vida como realidad
es absoluta presencia: no puede decirse que hay algo si no es
presente, actual. Si, pues, hay pasado, lo habrá como presente y
actuando ahora en nosotros. Y, en efecto, si analizamos lo que ahora
somos, si miramos al trasluz la consistencia de nuestro presente
para descomponerlo en sus elementos como pueda hacer el químico o el
físico con un cuerpo, nos encontramos, sorprendidos, con que nuestra
vida, que es siempre ésta, la de este instante presente o actual,
se compone de lo que hemos sido personal y colectivamente. Si
hablamos de ser en el sentido tradicional, como ser ya lo que se es,
como ser fijo, estático, invariable y dado, tendremos que decir que
lo único que el hombre tiene de ser, de "naturaleza", es lo que ha
sido. El pasado es el momento de identidad en el hombre, lo que
tiene de cosa, lo inexorable y fatal. Mas, por lo mismo, si el
hombre no tiene más ser eleático que lo que ha sido, quiere decirse
que su auténtico ser, el que en efecto, es y no sólo "ha sido", es
distinto del pasado, consiste precisa y formalmente en "ser lo que
no ha sido", en un ser no-eleático. Y como el término "ser" está
irresistiblemente ocupado por su significación estática tradicional,
convendría libertarse de él. El hombre no es, sino que "va siendo"
esto y lo otro. Pero el concepto "ir siendo" es absurdo: promete
algo lógico y resulta, al cabo perfectamente irracional. Ese "ir
siendo" es lo que, sin absurdo, llamamos "vivir". No digamos, pues,
que el hombre es, sino que vive.
Por otra parte, conviene hacerse cargo del extraño modo de
conocimiento, de comprensión que es ese análisis de lo que
concretamente es nuestra vida, por tanto, la de ahora. Para entender
la conducta de Lindoro ante Hermione, o la del lector ante los
problemas públicos; para averiguar la razón de nuestro ser o, lo que
es igual, por qué somos como somos, ¿qué hemos hecho? ¿Qué fue lo
que nos hizo comprender, concebir nuestro ser? Simplemente contar,
narrar que antes fui el amante de esta y aquella mujer,
que antes fui cristiano; que el lector, por sí o por los otros
hombres de que sabe, fue absolutista, cesarista, demócrata, etc. En
suma, aquí el razonamiento esclarecedor, la razón, consiste en una
narración. Frente a la razón pura físico-matemática hay, pues, una
razón narrativa. Para comprender algo humano, personal o colectivo,
es preciso contar una historia. Este hombre, esta nación hace tal
cosa y es así porque antes hizo tal otra y fue de tal otro modo. La
vida sólo se vuelve un poco transparente ante la razón histórica.
Las formas más dispares del ser pasan por el hombre. Para
desesperación de los intelectualistas, el ser es, en el hombre,
mero pasar y pasarle: le "pasa ser" estoico, cristiano,
racionalista, vitalista. Le pasa ser la hembra paleolítica y la marquise de
Pompadour, Gengis-Khan y Stepahn George, Pericles y Charles Chaplin.
El hombre no se adscribe a ninguna de esas formas: las atraviesa –
las vive – como la flecha de Zenón, a pesar de Zenón, vuela sobre
quietudes.
El hombre se inventa un programa de vida, una figura estática de
ser, que responde satisfactoriamente a las dificultades que la
circunstancia le plantea. Ensaya esa figura de vida, intenta
realizar ese personaje imaginario que ha resuelto ser. Se embarca
ilusionado en ese ensayo y hace a fondo la experiencia de él. Esto
quiere decir que llega a creerprofundamente que ese personaje es su
verdadero ser. Pero al experimentarlo aparecen sus insuficiencias,
los límites de ese programa vital. No resuelve todas las
dificultades y produce otras nuevas. La figura de vida apareció
primero de frente, por su faz luminosa: por eso fue ilusión,
entusiasmo, la delicia de la promesa. Luego se ve su limitación, su
espalda. Entonces el hombre idea otro programa vital. Pero este
segundo programa es conformado, no sólo en vista de la
circunstancia, sino en vista también del primero. Se procura que el
nuevo proyecto evite los inconvenientes del primero. Por tanto, en
el segundo sigue actuando el primero, que es conservado para ser
evitado. Inexorablemente, el hombre evita el ser lo que fue. Al
segundo proyecto de ser, a la segunda experiencia a fondo, sucede
una tercera, forjada en vista de la segunda y la primera, y así
sucesivamente. El hombre "va siendo" y "des-siendo" – viviendo. Va
acumulando ser – el pasado se va haciendo un ser en la serie
dialéctica de sus experiencias. Esta dialéctica no es de la razón
lógica, sino precisamente de la histórica – es la Realdialektik, con
que en un rincón de sus papeles soñaba Dilthey, el hombre a quien
más debemos sobre la idea de la vida y, para mi gusto, el, pensador
más importante de la segunda mitad del siglo XIX.
¿En qué consiste esa dialéctica que no tolerar las fáciles
anticipaciones de la dialéctica lógica? ¡Ah!, eso es lo que hay que
averiguar sobre los hechos. Hay que averiguar, cuál es esa serie,
cuáles son sus estadios y en qué consiste el nexo entre los
sucesivos. Esta averiguación es lo que se llamaría historia, si la
historia se propusiese averiguar eso, esto es, convertirse en razón
histórica.
Ahí está, esperando nuestro estudio, el auténtico "ser" del hombre –
tendido a lo largo de su pasado. El hombre, es lo que le ha pasado,
lo que ha hecho. Pudieron pasarle, pudo hacer otras cosas, pero he
aquí que lo que efectivamente le ha pasado y ha hecho constituye una
inexorable trayectoria de experiencias que lleva a su espalda, como
el vagabundo el hatillo de su haber. Ese peregrino del ser, ese
sustancial emigrante, es el hombre. Por eso carece de, sentido poner
límites a lo que el hombre es capaz de ser. En esa ilimitación
principal de sus posibilidades, propia de quien no tiene una
naturaleza, sólo hay una línea fija, preestablecida y dada, que
puede orientarnos, sólo hay, un límite: el pasado. Las experiencias
de vida hechas estrechan el futuro del hombre. Si no sabemos lo que
va a ser, sabemos lo que no va a ser. Se vive en vista del pasado.
En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene...
historia. O, lo que es igual: lo que la naturaleza es, a las cosas,
es la historia – como res gestae – al hombre. Una vez más tropezamos
con la posible aplicación de conceptos teológicos a la realidad
humana. Deus cui hoc est natura quod fecerit..., dice San Agustín.
Tampoco el hombre tiene otra "naturaleza"que lo que ha hecho.
Es sobremanera cómico que se condene el historicismo porque produce
en nosotros o corrobora la conciencia de que lo humano es, en todas
sus direcciones, mudadizo y nada concreto es en él estable. ¡Como si
el ser estable – la piedra, por ejemplo – fuese preferible al
mutante! La mutación "sustancial" es la condición de que una entidad
pueda ser progresiva como tal entidad, que su ser consista en
progreso. Ahora bien: del hombre es preciso decir, no sólo que su
ser es variable, sino que su ser crece y, en este sentido, que
progresa. El error del viejo progresismo estribaba en afirmar a
priori que progresa hacia lo mejor. Esto sólo podrá decirlo a
posteriori la razón histórica concreta. Esta es la gran averiguación
que de ella esperamos, puesto que de ella esperamos la aclaración de
la realidad humana y con ello de qué es lo bueno, qué es lo malo,
qué es lo mejor y qué es lo peor. Pero el carácter simplemente
progresivo de nuestra vida sí es cosa que cabe afirmar a priori, con
plena evidencia y con seguridad incomparable a la que ha llevado a
suponer la improgresividad de la naturaleza, es decir, la
"invariabilidad de sus leyes". El mismo conocimiento que nos
descubre la variación del hombre nos hace patente su consistencia
progresiva. El europeo actual no es solamente distinto de lo que era
hace cincuenta años, sino que su ser de ahora incluye el de hace
medio siglo. El europeo actual se siente hoy sin fe viva en la
ciencia, precisamente porque hace cincuenta años creía a fondo en
ella. Esa fe vigente hace medio siglo puede definirse con suficiente
rigor, y entonces se vería que era tal porque hacia 1800 esa misma
fe en la ciencia tenía otro perfil, y así sucesivamente hasta 1700,
aproximadamente, fecha en que se constituye como "creencia
colectiva", como "vigencia social", la fe en la razón. (Antes de esa
fecha, la fe en la razón es una creencia individual o de pequeños
grupos particulares que viven sumergidos en sociedades donde la fe
en Dios, ya más o menos inercial, sigue vigente.) En nuestra crisis
presente, en nuestra duda ante la razón, encontramos, pues, inclusa
toda esa vida antecedente. Somos, pues, todas esas figuras de fe en
la razón y además somos la duda que esa fe ha engendrado. Somos
otros que el hombre de 1700 y somos más.
No hay, por tanto, que lagrimar demasiado sobre la mudanza de todo
lo humano. Es precisamente nuestro privilegio ontológico. Sólo
progresa quien no está vinculado a lo que ayer era, preso para
siempre en ese ser que ya es, sino que puede emigrar de ese ser a
otro. Pero no basta con esto: no basta que pueda libertarse de lo
que ya es para tomar una nueva forma, como la serpiente que abandona
su camisa para quedarse con otra. El progreso exige que esta nueva
forma supere la anterior y, para superarla, la conserve y aproveche;
que se apoye en ella, que se suba sobre sus hombros, como una
temperatura más alta va a caballo sobre las otras más bajas.
Progresar es acumular ser, tesaurizar realidad. Pero este aumento
del ser, referido sólo al individuo, podía interpretarse
naturalísticamente como mero desarrollo o enodatio de una
disposición inicial. Indemostrada como está la tesis evolucionista,
cualquiera que sea su probabilidad, cabe decir que el tigre de hoy
no es más ni menos tigre que el de hace mil años: estrena el ser
tigre, es siempre un primer tigre. Pero el individuo humano no
estrena la humanidad. Encuentra desde luego en su circunstancia
otros hombres y la sociedad que entre ellos se produce. De aquí que
su humanidad, la que en él comienza a desarrollarse, parte de otra
que ya se desarrolló y llegó a su culminación; en suma, acumula a su
humanidad un modo de ser hombre ya forjado, que él no tiene que
inventar, sino simplemente instalarse en él, partir de él para su
individual desarrollo. Este no empieza para él, como en el tigre,
que tiene siempre que empezar de nuevo, desde el cero, sino de una
cantidad positiva a la que agrega su propio crecimiento. El hombre
no es un primer hombre y eterno Adán, sino que es formalmente un
hombre segundo, tercero, etc.
Tiene, pues, su virtud y su gracia ontológica la condición mudadiza
y da ganas de recordar las palabras de Galileo: I detrattori della
corruptibilità meriterebber d'esser cangiati in statue.
Tome el lector su vida en un esfuerzo de reflexión y mírela a
trasluz como se mira un vaso de agua para ver sus infusorios. Al
preguntarse por qué su vida es así y no de otro modo, le aparecerán
no pocos detalles originados por un incomprensible azar. Pero las
grandes líneas de su realidad le parecerán perfectamente
comprensibles cuando vea que es él así porque, en definitiva, es así
la sociedad – "el hombre colectivo" – donde vive y, a su vez, el
modo de ser de ésta quedará esclarecido al descubrir dentro de él lo
que esa sociedad fue – creyó, sintió, prefirió – antes, y así
sucesivamente. Es decir, que verá en su propio e instantáneo hoy,
actuando y viviente, el escorzo de todo el pasado humano. Porque no
puede aclararse el ayer sin el anteayer, y así sucesivamente. La
historia es un sistema – el sistema de las experiencias humanas, que
forman una cadena inexorable y única. De aquí que nada pueda estar
verdaderamente claro en historia mientras no está toda ella clara.
Es imposible entender bien lo que es ese hombre "racionalista"
europeo, si no se sabe bien lo que fue ser cristiano, ni lo que fue
ser cristiano sin saber lo que fue ser estoico, y así sucesivamente.
Y este sistematismo rerum gestarum reobra y se potencia en la
historia comocognitio rerum gestarum. Cualquier término histórico,
para ser preciso, necesita ser fijado en función de toda la
historia, ni más ni menos que en la Lógica de Hegel cada concepto
vale sólo por el hueco que le dejan los demás.
La historia es ciencia sistemática de la realidad radical que es mi
vida. Es, pues, ciencia del más riguroso y actual presente. Si no
fuese ciencia del presente, ¿dónde íbamos a encontrar ese pasado que
se le suele atribuir, como tema? Lo opuesto, que es lo acostumbrado,
equivale a hacer del pasado una cosa abstracta e irreal que quedó
inerte allá en su fecha, cuando el pasado es la fuerza viva y
actuante que sostiene nuestro hoy. No hay actio in distans. El
pasado no está allí, en su fecha, sino aquí, en mí. El pasado soy yo
–se entiende, mi vida.
IX
El hombre necesita una nueva revelación. Y hay
revelación siempre que el hombre se siente en contacto con una
realidad distinta de él. No importa cuál sea ésta, con tal de que
nos parezca absolutamente realidad y no mera idea nuestra sobre una
realidad, presunción o imaginación de ella.
La razón física fue, en su hora, una revelación. La astronomía
anterior a Kepler y Galileo era un mero juego de ideas, y cuando
se creía en uno de los varios sistemas usados y en tal o cual
modificación de esos sistemas, se trataba siempre de una
pseudo-creencia. Se creía en una o en otra teoría como tal teoría.
Su contenido no era la realidad, sino sólo una "salvación de las
apariencias". La adhesión que un cierto razonamiento o combinación
de ideas provoca en nosotros no va más allá de ellas. Suscitada por
las ideas como tales, termina en éstas. Se cree que aquellas ideas
son, dentro del juego y orbe de las ideas, las mejor elaboradas, las
más fuertes, mas sutiles, pero no por eso se experimenta la
impresión arrolladora de que en esas ideas aflora la realidad misma;
por tanto, que esas ideas no son "ideas", sino poros que se abren en
nosotros, por los cuales nos penetra algo ultramental, algo
trascendente que, sin intermedio, late pavorosamente bajo nuestra
mano:
Las ideas, pues, representan dos papeles muy distintos, en la vida
humana: unas veces son meras ideas. El hombre se da cuenta de que, a
pesar de la sutileza y aun exactitud y rigor lógico de sus
pensamientos, éstos no son más que invenciones suyas; en última
instancia, juego intrahumano y subjetivo, intrascendente. Entonces
la idea es lo contrario de una revelación – es una invención. Pero
otras veces la idea desaparece como tal idea y se convierte en un
puro modo de patética presencia que una realidad absoluta elige.
Entonces la idea no nos parece ni idea ni nuestra. Lo trascendente
se nos descubre por sí mismo, nos invade e inunda – y esto es la
revelación.
Desde hace más de un siglo usamos el vocablo "razón", dándole un
sentido cada día más degradado, hasta venir de hecho a significar el
mero juego de ideas. Por eso aparece la fe como lo opuesto a la
razón. Olvidamos que a la hora de su nacimiento en Grecia y de su
renacimiento en el siglo XVI, la razón no era juego de ideas, sino
radical y tremenda convicción de que en los pensamientos
astronómicos se palpaba inequívocamente un orden absoluto del
cosmos; que, a través de la razón física, la naturaleza cósmica
disparaba dentro del hombre su, formidable secreto trascendente. La
razón era, pues, una fe. Por eso, y sólo por eso, no por otros
atributos y gracias peculiares pudo combatir con la fe religiosa,
hasta entonces vigente. Viceversa, se ha desconocido que la fe
religiosa es también razón, porque se tenía de esta última una idea
angosta y fortuita. Se pretendía que la razón era sólo lo que se
hacía en los laboratorios o el cabalismo de los matemáticos. La
pretensión, contemplada desde hoy, resulta bastante ridícula y
parece como una forma entre mil de provincialismo intelectual. La
verdad es que lo específico de la fe religiosa se sostiene sobre una
construcción tan conceptual como puede ser la dialéctica o la
física. Me parece en alto grado sorprendente que hasta la fecha no
exista – al menos yo no la conozco – una exposición del cristianismo
como puro sistema de ideas, pareja a la que puede hacerse del
platonismo, del kantismo o del positivismo. Si existiese – y es bien
fácil de hacer – se vería su parentesco con todas las demás teorías
como tales y no parecería la religión tan abruptamente separada de
la ideología.
Todas las definiciones de la razón, que hacían consistir lo esencial
de ésta en ciertos modos particulares de operar con el intelecto,
además de ser estrechas, la han esterilizado, amputándole o
embotando su dimensión decisiva. Para mí es razón, en el verdadero y
riguroso sentido, toda acción intelectual que nos pone en contacto
con la realidad, por medio de la cual topamos con lo trascendente.
Lo demás no es sino... intelecto; mero juego casero y sin
consecuencias, que primero divierte al hombre, luego le estraga y,
por fin, le desespera y le hace despreciarse a sí mismo.
De aquí que sea preciso en la situación actual de la humanidad,
dejar atrás, como fauna arcaica, los llamados "intelectuales" y
orientarse de nuevo hacia los hombres de la razón, de la revelación.
El hombre necesita una nueva revelación. Porque se pierde dentro de
su arbitraria e ilimitada cabalística interior cuando no puede
contrastar ésta y disciplinarla en el choque con algo que sepa a
auténtica e inexorable realidad. Ésta es el único verdadero pedagogo
y gobernante del hombre. Sin su presencia inexorable y patética, ni
hay en serio cultura, ni hay Estado, ni hay siquiera – y esto es lo
más terrible – realidad en la propia vida personal. Cuando el hombre
se queda o cree quedarse solo, sin otra realidad distinta de sus
ideas que le limite crudamente, pierde la sensación de su propia
realidad, se vuelve ante sí mismo entidad imaginaria, espectral,
fantasmagórica. Sólo bajo la presión formidable de alguna
trascendencia se hace nuestra persona compacta y sólida y se produce
en nosotros una discriminación entre lo que, en efecto, somos y lo
que meramente imaginamos ser.
Ahora bien: la razón física, por su propia evolución, por sus
cambios y vicisitudes, ha llegado a un punto en que, se reconoce a
sí misma como mero intelecto, si bien como la forma superior de
éste; hoy entrevemos que la física es combinación mental nada más.
Los mismos físicos han descubierto el carácter meramente
"simbólico", es decir, casero, inmanente, intrahumano, de su saber.
Podrían producirse en la ciencia natural estas o las otras razones;
podrá a la física de Einstein suceder otra; a la teoría de
los quanta, otras teorías; a la idea de la estructura electrónica de
la materia, otras teorías: nadie espera que esas modificaciones y
procesos brinquen nunca más allá de un horizonte simbólico. La
física no nos pone en contacto con ninguna trascendencia. La llamada
naturaleza, por lo menos lo que bajo este nombre escruta el físico,
resulta ser un aparato de su propia fabricación que interpone entre
la auténtica realidad y su persona. Y, correlativamente, el mundo
físico aparece, no como realidad, sino como una gran máquina apta
para que el hombre la maneje y aproveche. Lo que hoy queda de fe en
la física se reduce a fe en sus utilizaciones. Lo que tiene de real
– de no mera idea – es sólo lo que tiene de útil. Por eso se ha
perdido miedo a la física y con el miedo, respeto, y con el respeto,
entusiasmo.
Pero, entonces, ¿de dónde puede venirnos esa nueva revelación que el
hombre necesita?
Toda desilusión, al quitar al hombre la fe en una realidad, a la
cual estaba puesto, hace que pase a primer plano y se descubra la
realidad de lo que le queda y en la que no había reparado. Así, la
pérdida de la fe en Dios deja al hombre sólo con su naturaleza, con
lo que tiene. De esta naturaleza forma parte el intelecto, y el
hombre, obligado a atenerse a él, se forja la fe en la razón
físico-matemática. Ahora, perdida también – en la forma descrita –
la fe en esa razón, se ve el hombre forzado a hacer pie en lo único
que le queda y que es su desilusionado vivir. He aquí por qué en
nuestros días comienza a descubrirse la gran realidad de la vida
como tal de que el intelecto no es más que una simple función y que
posee, en consecuencia, un carácter de realidad más radical que
todos los mundos construidos por el intelecto. Nos, encontramos,
pues, en una disposición que podía denominarse "cartesianismo de la
vida" y no de la cogitatio.
El hombre se pregunta: ¿qué es esta única cosa que me queda, mi
vivir, mi desilusionado vivir? ¿Cómo he llegado a no ser sino esto?
Y la respuesta es el descubrimiento de la trayectoria humana, de la
serie dialéctica de sus experiencias, que, repito, pudo ser otra,
pero ha sido la que ha sido y que es preciso conocer porque ella
es la realidad trascendente. El hombre enajenado de sí mismo se
encuentra consigo mismo como realidad, como historia. Y, por vez
primera, se ve obligado a ocuparse de su pasado, no por curiosidad
ni para encontrar ejemplos normativos, sino porque no tiene otra
cosa. No se han hecho en serio las cosas sino cuando de verdad han
hecho falta. Por eso es la sazón, esta hora presente, de que la
historia se instaure como razón histórica.
Hasta ahora, la historia era lo contrario de la razón. En Grecia,
los términos razón e historia eran contrapuestos. Y es que hasta
ahora, en efecto, apenas se ha ocupado nadie de buscar en la
historia su sustancia racional. El que más, ha querido llevar a ella
una razón forastera, como Hegel, que inyecta en la historia el
formalismo de su lógica, o Buckle, la razón fisiológica y física. Mi
propósito es estrictamente inverso. Se trata de encontrar en la
historia misma su original y autóctona razón. Por eso ha de
entenderse en todo su rigor la expresión "razón histórica". No una
razón extrahistórica que parece cumplirse en la historia, sino
literalmente lo que al hombre le ha pasado, constituyendo la
sustantiva razón, la revelación de una realidad trascendente a las
teorías del hombre y que es él mismo por debajo de sus teorías.
Hasta ahora, lo que había de razón no era histórico, y lo que había
de histórico no era racional.
La razón histórica es, pues, ratio, lógos, riguroso concepto.
Conviene que sobre esto no se suscite la menor duda. Al oponerla a
la razón físico-matemática no se trata de conceder permisos de
irracionalismo. Al contrario, la razón histórica es aún más racional
que la física, más rigurosa, más exigente que ésta. La física
renuncia a entender aquello de que ella habla. Es más: hace de esta
ascética renuncia su método formal, y llega, por lo mismo, a dar al
término entender un sentido paradójico de que protestaba ya Sócrates
cuando, en elFedón, nos refiere su educación intelectual; y tras
Sócrates todos los filósofos hasta fines del siglo XVII, fecha en
que se establece el racionalismo empirista. Entendemos de la física
la operación de análisis que ejecuta al reducir los hechos complejos
a un repertorio de hechos más simples. Pero estos hechos elementales
y básicos de la física son ininteligibles. El choque es
perfectamente opaco a la intelección. Y es inevitable que sea así,
puesto que es un hecho. La razón histórica, en cambio, no acepta
nada como mero hecho, sino que fluidifica todo hecho en el fieri de
que proviene: ve cómo se hace el hecho. No cree aclarar los
fenómenos humanos reduciéndolos a un repertorio de instintos y
"facultades" – que serían, en efecto, hechos brutos, como el choque
y la atracción – sino que muestra lo que el hombre hace con esos
instintos y facultades, e inclusive nos declara cómo han venido a
ser esos "hechos" – los instintos y las facultades – que no son,
claro está, más que ideas – interpretaciones – que el hombre ha
fabricado en una cierta coyuntura de su vivir.
En 1844 escribía Auguste Comte (Discours sur
l'esprit, positif, Ed. Schleicher, 73): "On peut assurer aujourd'hui
que la doctr |