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			 Mijail Bakunin Dios y el estado  | 
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										¿Quiénes tienen razón, los idealistas o 
										los materialistas? Una vez planteada así 
										la cuestión, vacilar se hace imposible. 
										Sin duda alguna los idealistas se 
										engañan y/o los materialistas tienen 
										razón. Sí, los hechos están antes que 
										las ideas; el ideal, como dijo Proudhon, 
										no más que una flor de la cual son 
										raíces las condiciones materiales de 
										existencia. Toda la historia inelectual 
										y moral, política y social de la 
										humanidad es un reflejo de su historia 
										económica. 
										Todas las ramas de la ciencia moderna, 
										concienzuda y seria, convergen a la 
										proclamación de esa grande, de esa 
										fundamental y decisiva verdad: el mundo 
										social, el mundo puramente humano, la 
										humanidad, en una palabra, no es otra 
										cosa que el desenvolvimiento último y 
										supremo -para nosotros al menos 
										relativamente a nuestro planeta-, La 
										manifestación más alta de la animalidad. 
										Pero como todo desenvolvimiento implica 
										necesariamente una negación, la de la 
										base o del punto de partida, la 
										humanidad es al mismo tiempo y 
										esencialmente una negación, la negación 
										reflexiva y progresiva de la animalidad 
										en los hombres; y es precisamente esa 
										negación tan racional como natural, y 
										que no es racional más que porque es 
										natural, a la vez histórica y lógica, 
										fatal como lo son los desenvolvimientos 
										y las realizaciones de todas las leyes 
										naturales en el mundo, la que constituye 
										y crea el ideal, el mundo de las 
										convicciones intelectuales y morales, 
										las ideas. 
										Nuestros primeros antepasados, nuestros 
										adanes y vuestras evas, fueron, si no 
										gorilas, al menos primos muy próximos al 
										gorila, omnívoros, animales inteligentes 
										y feroces, dotados, en un grado 
										infinitamente más grande que los 
										animales de todas las otras especies, de 
										dos facultades preciosas: la facultad 
										de pensar y la facultad, la necesidad de 
										rebelarse. 
										Estas dos facultades, combinando su 
										acción progresiva en la historia, 
										representan propiamente el "factor", el 
										aspecto, la potencia negativa en el 
										desenvolvimiento positivo de la 
										animalidad humana, y crean, por 
										consiguiente, todo lo que constituye la 
										humanidad en los hombres. 
										La Biblia, que es un libro muy 
										interesante y a veces muy profundo 
										cuando se lo considera como una de las 
										más antiguas manifestaciones de la 
										sabiduría y de la fantasía humanas que 
										han llegado hasta nosotros, expresa esta 
										verdad de una manera muy ingenua en su 
										mito del pecado original. Jehová, que de 
										todos los buenos dioses que han sido 
										adorados por los hombres es ciertamente 
										el más envidioso, el más vanidoso, el 
										más feroz, el más injusto, el más 
										sanguinario, el más déspota y el más 
										enemigo de la dignidad y de la libertad 
										humanas, que creó a Adán y a Eva por no 
										sé qué capricho (sin duda para engañar 
										su hastío que debía de ser terrible en 
										su eternamente egoísta soledad, para 
										procurarse nuevos esclavos), había 
										puesto generosamente a su disposición 
										toda la Tierra, con todos sus frutos y 
										todos los animales, y no había puesto a 
										ese goce completo más que un límite. Les 
										había prohibido expresamente que tocaran 
										los frutos del árbol de la ciencia. 
										Quería que el hombre, privado de toda 
										conciencia de sí mismo, permaneciese un 
										eterno animal, siempre de cuatro patas 
										ante el Dios eterno, su creador su amo. 
										Pero he aquí que llega Satanás, el 
										eterno rebelde, el primer librepensador 
										y el emancipador de los mundos. 
										Avergúenza al hombre de su ignorancia de 
										su obediencia animales; lo emancipa e 
										imprime sobre su frente el sello de la 
										libertad y de la humanidad, impulsándolo 
										a desobedecer y a comer del fruto de la 
										ciencia. 
										Se sabe lo demás. El buen Dios, cuya 
										ciencia innata constituye una de las 
										facultades divinas, habría debido 
										advertir lo que sucedería; sin embargo, 
										se enfureció terrible y ridículamente: 
										maldijo a Satanás, al hombre y al mundo 
										creados por él, hiriéndose, por decirlo 
										así, en su propia creación, como hacen 
										los niños cuando se encolerizan; y no 
										contento con alcanzar a nuestros 
										antepasados en el presente, los maldijo 
										en todas las generaciones del porvenir, 
										inocentes del crimen cometido por 
										aquéllos. Nuestros teólogos católicos y 
										protestantes hallan que eso es muy 
										profundo y muy justo, precisamente 
										porque es monstruosamente inicuo y 
										absurdo. Luego, recordando que no era 
										sólo un Dios de venganza y de cólera, 
										sino un Dios de amor, después de haber 
										atormentado la existencia de algunos 
										millares de pobres seres humanos y de 
										haberlos condenado a un infierno eterno, 
										tuvo piedad del resto y para salvarlo, 
										para reconciliar su amor eterno y divino 
										con su cólera eterna y divina siempre 
										ávida de víctimas y de sangre, envió al 
										mundo, como una víctima expiatoria, a su 
										hijo único a fin de que fuese muerto por 
										los hombres. Eso se llama el misterio de 
										la redención, base de todas las 
										religiones cristianas. ¡Y si el divino 
										salvador hubiese salvado siquiera al 
										mundo humano! Pero no; en el paraíso 
										prometido por Cristo, se sabe, puesto 
										que es anunciado solemnemente, que o 
										habrá más que muy pocos elegidos. El 
										resto, la inmensa mayoría de las 
										generaciones presentes y del porvenir, 
										arderá eternamente en el infierno. En 
										tanto, para consolarnos, Dios, siempre 
										justo, siempre bueno, entrega la tierra 
										al gobierno de los Napoleón III, de los 
										Guillermo I, de los Femando de Austria y 
										de los Alejandro de todas las Rusias. 
										Tales son los cuentos absurdos que se 
										divulgan y tales son las doctrinas 
										monstruosas que se enseñan en pleno 
										siglo XIX, en todas las escuelas 
										populares de Europa, por orden expresa 
										de los gobiernos. ¡A eso se llama 
										civilizar a los pueblos! ¿No es evidente 
										que todos esos gobiernos son los 
										envenenadores sistemáticos, los 
										embrutecedores interesados de las masas 
										populares? 
										Me he dejado arrastrar lejos de mi 
										asunto, por la cólera que se apodera de 
										mí siempre que pienso en los innobles y 
										criminales medios que se emplean para 
										conservar las naciones en una esclavitud 
										eterna, a fin de poder esquilmarlas 
										mejor, sin duda alguna. ¿Qué significan 
										los crímenes de todos los Tropmann del 
										mundo en presencia de ese crimen de lesa 
										humanidad que se comete diariamente, en 
										pleno día, en toda la superficie del 
										mundo civilizado, por aquellos mismos 
										que se atreven a llamarse tutores y 
										padres de pueblos? Vuelvo al mito del 
										pecado original. 
										Dios dio la razón a Satanás y reconoció 
										que el diablo o había engañado a Adán y 
										a Eva prometiéndoles la ciencia y la 
										libertad, como recompensa del acto de 
										desobediencia que les había inducido a 
										cometer; porque tan pronto como hubieron 
										comido del fruto prohibido, Dios se dijo 
										a sí mismo (véase la Biblia): "He aquí 
										que el hombre se ha convertido en uno de 
										nosotros, sabe del bien y del mal; 
										impidámosle, pues, comer del fruto de la 
										vida eterna, a fin de que no se, haga 
										inmortal como nosotros." 
										Dejemos ahora a un lado la parte 
										fabulesca de este mito y consideremos su 
										sentido verdadero. El sentido es muy 
										claro. El hombre se ha emancipado, se ha 
										separado de la animalidad y se ha 
										constituido como hombre; ha comenzado su 
										historia y su desenvolvimiento 
										propiamente humano por un acto de 
										desobediencia y de ciencia, es decir, 
										por la rebeldía y por el pensamiento. 
										Tres elementos o, si queréis, tres 
										principios fundamentales, constituyen 
										las condiciones esenciales de todo 
										desenvolvimiento humano, tanto colectivo 
										como individual, en la historia: 1º 
										la animalidad humana; 2º el 
										pensamiento, y 3º la rebeldía.
										A la primera orresponde propiamente 
										la economía social y privada; la 
										segunda, la ciencia, y a la 
										tercera, la libertad. 
										Los idealistas de todas las escuelas, 
										aristócratas y burgueses, teólogos y 
										metafísicos, políticos y moralistas, 
										religiosos, filósofos o poetas ,sin 
										olvidar los economistas liberales, 
										adoradores desenfrenados de lo ideal, 
										como se sabe-, se ofenden mucho cuando 
										se les dice que el hombre, con toda su 
										inteligencia magnffica, sus ideas 
										sublimes y sus aspiraciones infinitas, 
										no es, como todo lo que existe en el 
										mundo, más que materia, más que un 
										producto de esa vil materia. 
										Podríamos responderles que la materia de 
										que hablan los materialistas -materia 
										espontánea y eternamente móvil, activa, 
										productiva; materia química u 
										orgánicamente determinada, y manifestada 
										por las propiedades o las fuerzas 
										mecánicas, físicas, animales o 
										inteligentes que le son inherentes por 
										fuerza- no tiene nada en común con la 
										vil materia de los idealistas. Esta 
										última, producto de su falsa 
										abstracción, es efectivamente un ser 
										estúpido, inanimado, inmóvil, incapaz de 
										producir la menor de las cosas, un 
										caput mortum, una rastrera 
										imaginación opuesta a esa bella 
										imaginación que llaman Dios, ser 
										supremo ante el que a materia, la 
										materia de ellos, despojada por ellos 
										mismos de todo lo que constituye la 
										naturaleza real, representa 
										necesariamente la suprema Nada. Han 
										quitado a la materia la inteligencia, la 
										vida, todas las cualidades 
										determinantes, las relaciones activas o 
										las fuerzas, el movimiento mismo sin el 
										cual la materia no sería siquiera 
										pesada, no dejándole más que la 
										imponderabilidad y la inmovilidad 
										absoluta en el espacio; han atribuido 
										todas esas fuerzas, propiedades y 
										maniestaciones naturales, al ser 
										imaginario creado por su fantasía 
										abstractiva; después, tergiversando los 
										papeles, han llamado a ese producto de 
										su imaginación, a ese fantasma, a ese 
										Dios que es la Nada: "Ser supremo". Por 
										consiguiente han declarado que el ser 
										real, la materia, el mundo, es la Nada. 
										Después de eso vienen a decimos 
										gravemente que esa materia es incapaz de 
										reducir nada, ni aun de ponerse en 
										movimento por sí misma, y que, por 
										consiguiente, ha debido ser creada por 
										Dios. 
										En otro escrito he puesto al desnudo los 
										absurdos verdaderamente repulsivos a que 
										se es llevado fatalmente por esa 
										imaginación de un Dios, sea personal, 
										sea creador y ordenador de los mundos; 
										sea impersonal y considerado como una 
										especie de alma divina difundida en todo 
										el universo, del que constituiría el 
										principio etemo; o bien como idea 
										indefinida y divina, siempre presente y 
										activa en el mundo y manifestada siempre 
										por la totalidad de seres materiales y 
										finitos. Aquí me limitaré a hacer 
										resaltar un solo punto. 
										Se concibe perfectamente el 
										desenvolvimiento sucesivo del mundo 
										material, tanto como de la vida 
										orgánica, animal, y de la inteligencia 
										históricamente progresiva, individual y 
										social, del hombre en ese mundo. Es un 
										movimiento por completo natural de lo 
										simple a lo compuesto, de abajo arriba o 
										de lo inferíor a lo superior; un 
										movimiento conforme a todas nuestras 
										experiencias diarías, y, por 
										consiguiente, conforme también a nuestra 
										lógica natural, a las propias leyes de 
										nuestro espíritu, que, no conformándose 
										nunca y no pudiendo desarrollarse más 
										que con la ayuda de esas mismas 
										experiencias, no es, por decirlo así, 
										más que la reproducción mental, 
										cerebral, o su resumen reflexivo. 
										El sistema de los idealistas nos 
										presenta completamente lo contrario. Es 
										el trastorno absoluto de todas 
										experiencias humanas y de ese buen 
										sentido universal y común que es 
										condición esencial de toda entente
										humana y que, elevándose de esa 
										verdad tan simple tan 
										unánimemente reconocida de que dos más 
										dos son cuatro, hasta las 
										consideraciones científicas más sublimes 
										y más complicadas, no admitiendo por 
										otra parte nunca nada que no sea 
										severamente confirmado por la 
										experiencia o por la observación de las 
										cosas o de los hechos, constituye la 
										única base seria de los conocimientos 
										humanos. 
										En lugar de seguir la vía natural de 
										abajo arriba, e lo inferior a lo 
										superior y de lo relativamente simple a 
										lo lo complicado; en lugar de acompañar 
										prudente, racionalmente, el movimiento 
										progresivo y real del mundo llamado 
										inorgánico al mundo orgánico, vegetal, 
										después animal, y después 
										específicamente humano; de la materia 
										química o del ser químico a la materia 
										viva o al ser vivo, y del ser vivo al 
										ser pensante, los idealistas, 
										obsesionados, cegados e impulsados por 
										el fantasma divino que han heredado de 
										la teología, toman el camino 
										absolutamente contrario. Proceden de 
										arriba a abajo, de lo superior a lo 
										inferior, de lo complicado a lo simple. 
										Comienzan por Dios, sea como persona, 
										sea como sustancia o idea divina, y el 
										primer paso que dan es una terrible 
										voltereta de las alturas sublimes del 
										eterno ideal al fango del mundo 
										material; de la perfección absoluta a la 
										imperfección absoluta; del pensamiento 
										al Ser, o más bien del Ser supremo a la 
										Nada. Cuándo, cómo y por qué el ser 
										divino, etemo, infinito, lo Perfecto 
										absoluto, probablemente hastiado de sí 
										mismo, se ha decidido al salto 
										mortale desesperado; he ahí lo que 
										ningún idealista, ni teólogo, ni 
										metafísico, ni poeta ha sabido 
										comprender jamás él mismo ni explicar a 
										los profanos. 
										Todas las religiones pasadas y presentes 
										y todos los sistemas de filosofía 
										transcendentes ruedan sobre ese único o 
										inicuo misterio. Santos hombres, 
										legisladores inspirados, profetas, 
										Mesías, buscaron en él la vida y no 
										hallaron más que la tortura y la muerte. 
										Como la esfinge antigua, los ha 
										devorado, porque no han sabido 
										explicarlo. Grandes filósofos, desde 
										Heráclito y Platón hasta Descartes, 
										Spinoza, Leibnitz, Kant, Fichte, 
										Schelling y Hegel, sin hablar de los 
										filósofos hindúes, han escrito montones 
										de volúmenes y han creado sistemas tan 
										ingeniosos como sublimes, en los cuales 
										dijeron de paso muchas bellas y grandes 
										cosas y descubrieron verdades 
										inmortales, pero han dejado ese 
										misterio, objeto principal de sus 
										investigaciones trascendentes, tan 
										insondable como lo había sido antes de 
										ellos. Pero puesto que los esfuerzos 
										gigantes -como de los más admirables 
										genios que el mundo conoce y que durante 
										treinta siglos al menos han emprendido 
										siempre de nuevo ese trabajo de Sísifo- 
										no han culminado sino en la mayor 
										incomprensión aún de ese misterio, 
										¿podremos esperar que nos será 
										descubierto hoy por las especulaciones 
										rutinarias de algún discípulo pedante de 
										una metafísica artificiosamente 
										recalentadas y eso en una época en que 
										todos los espíritus vivientes y serios 
										se han desviado de esa ciencia 
										explicable, surgida de una transacción, 
										históricamente explicable sin duda, 
										entre la irracionalidad de la fe y la 
										sana razón científica? 
										Es evidente que este terrible misterio 
										es inexplicable, es decir, que es 
										absurdo, porque lo absurdo es lo único 
										que no se puede explicar. Es evidente 
										que el que tiene necesidad de él para su 
										dicha, para su vida, debe renunciar a su 
										razón y, volviendo, si puede, a la 
										ingenua, ciega, estúpida, repetir con 
										Tertuliano y con todos los creyentes 
										sinceros estas palabras que resumen la 
										quintaesencia misma de la teología: 
										Credoquia absurdum. Entonces toda 
										discusión cesa, y no queda más que la 
										estupidez triunfante de la fe. Pero 
										entonces se promueve también otra 
										cuestión: ¿Cómo puede nacer en un 
										hombre inteligente e instruido la 
										necesidad de creer en ese misterio? 
										Que la creencia en Dios creador, 
										ordenador y juez, maldiciente, salvador 
										y bienhechor del mundo se haya 
										conservado en el pueblo, y sobre todo en 
										las poblaciones rurales, mucho más aún 
										que en el proletariado de las ciudades, 
										nada más natural. El pueblo 
										desgraciadamente, es todavía muy 
										ignorante; y es mantenido en su 
										ignorancia por los esfuerzos 
										sistemáticos de todos los gobiernos, que 
										consideran esa ignorancia, no sin razón, 
										como una de las condiciones más 
										esenciales de su propia potencia. 
										Aplastado por su trabajo cotidiano, 
										privado de ocio, de comercio 
										intelectual, de lectura, en fin, de casi 
										todos los medios y de una buena parte de 
										los estimulantes que desarrollan la 
										reflexión en los hombres, el pueblo 
										acepta muy a menudo, sin crítica y en 
										conjunto las tradiciones religiosas que, 
										envolviéndolo desde su nacimiento en 
										todas las circunstancias de su vida, y 
										artificialmente mantenidas en su seno 
										por una multitud de envenenadores 
										oficiales de toda especie, sacerdotes y 
										laicos, se transforman en él en una 
										suerte de hábito mental moral, demasiado 
										a menudo más poderoso que su buen 
										sentido natural. 
										Hay otra razón que explica y que 
										legitima en cierto modo las 
										creencias absurdas del pueblo. Es la 
										situación miserable a que se encuentra 
										fatalmente condenado por la organización 
										económica de la sociedad en los países 
										más civilizados de Europa. Reducido, 
										tanto intelectual y moralmente como en 
										su condición material al mínimo de una 
										existencia humana, encerrado en su vida 
										como un prisionero en su prisión, sin 
										horizontes, sin salida, sin porvenir 
										mismo, si se cree a los economistas, el 
										pueblo debería tener el alma 
										singularmente estrecha y el instinto 
										achatado de los burgueses para no 
										experimentar la necesidad de salir de 
										ese estado; pero para eso no hay más que 
										tres medios, dos de ellos ilusorios y el 
										tercero real. Los dos primeros son el 
										burdel y la iglesia, el libertinaje del 
										cuerpo y el libertinaje del alma; el 
										tercero es la revolución social. De 
										donde concluyo que esta última 
										únicamente, mucho más al menos que todas 
										las propagandas teóricas de los 
										librepensadores, será capaz de destruir 
										hasta los mismos rastros de las 
										creencias religiosas y de los hábitos de 
										desarreglo en el pueblo, creencias y 
										hábitos que están más íntimamente 
										ligados de lo que se piensa; que, 
										sustituyendo los goces a la vez 
										ilusorios y bruales de ese libertinaje 
										corporal y espiritual, por los goces tan 
										delicados como reales de la humanidad 
										pleamente realizada en cada uno de 
										nosotros y en todos, la revolución 
										social únicamente tendrá el poder de 
										cerrar al mismo tiempo todos los 
										burdeles y todas las iglesias. 
										Hasta entonces, el pueblo, tomado en 
										masa, creerá, y si no tiene razón para 
										creer, tendrá al menos el derecho. 
										Hay una categoría de gentes que, si no 
										cree, debe menos aparentar que cree. Son 
										todos los atormentadores, todos los 
										opresores y todos los explotadores de la 
										humanidad. Sacerdotes, monarcas, hombres 
										de Estado, hombres de guerra, 
										financistas públicos y privados, 
										funcionarios de todas las especies, 
										policías, carceleros y verdugos, 
										monopolizadores, capitalistas, 
										empresarios y propietarios, abogados, 
										economistas, políticos de todos los 
										colores, hasta el último comerciante, 
										todos repetirán al unísono estas 
										palabras de Voltaire: 
										Si Dios no existiese habría que 
										inventario. Porque, comprenderéis, 
										es precisa una religión para el pueblo. 
										Es la válvula de seguridad. 
										Existe, en fin, una categoría bastante 
										numerosa de almas honestas, pero 
										débiles, que, demasiado inteligentes 
										para tomar en serio los dogmas 
										cristianos, los rechazan en detalle, 
										pero no tienen ni el valor, ni la 
										fuerza, ni la resolución necesarios para 
										rechazarlos totalmente. Dejan a vuestra 
										crítica todos los absurdos particulares 
										de la religión, se burlan de todos los 
										milagros, pero se aferran con 
										desesperación al absurdo principal, 
										fuente de todos los demás, al milagro 
										que explica y legitima todos los otros 
										milagros: a la exisncia de Dios. Su Dios 
										no es el ser vigoroso y poente, el Dios 
										brutalmente positivo de la teología. Es 
										un ser nebuloso, diáfano, ilusorio, de 
										tal modo ilusorio que cuando se cree 
										palparle se transforma en Nada; es un 
										milagro, un ignis fatuus que ni 
										calienta ni ilumina. Y, sin embargo, 
										sostienen y creen que si desapareciese, 
										desaparecería todo con él. Son almas 
										inciertas, enfermizas, desorientadas en 
										la civilización actual, que no 
										pertenecen ni al presente ni al 
										porvenir, pálidos fantasmas eternamente 
										suspendidos entre el cielo y la tierra, 
										y que ocupan entre la política burguesa 
										y el socialismo del proletariado 
										absolutamente la misma posición. No se 
										sienten con fuerza ni para pensar hasta 
										el fin, ni para querer, ni para 
										resolver, y pierden su tiempo y su labor 
										esforzándose siempre por conciliar lo 
										inconciliable. En la vida pública se 
										llaman socialistas burgueses. 
										Ninguna discusión con ellos ni contra 
										ellos es posible. Están demasiado 
										enfermos. 
										Pero hay un pequeño número de hombres 
										ilustres, de los cuales nadie se 
										atreverá a hablar sin respeto, y de los 
										cuales nadie pensará en poner en duda ni 
										la salud vigorosa, ni la fuerza de 
										espíritu, ni la buena fe. Baste citar 
										los nombres de Mazzini, de Michelet, de 
										Quinet, de John Stuart Mill. Almas 
										generosas y fuertes, grandes corazones, 
										grandes espíritus, grandes escritores y, 
										el primero, resucitador heroico y 
										revolucionario de una gran nación, son 
										todos los apóstoles del idealismo y los 
										adversarios apasionados del 
										materialismo, y por consiguiente también 
										del socialismo, en filosofía como en 
										política. 
										Es con ellos con quienes hay que 
										discutir esta cuestión. 
										Comprobemos primero que ninguno de los 
										hombres ilustres que acabo de mencionar, 
										ni ningún otro pensador idealista un 
										poco importante de nuestros días, se ha 
										ocupado propiamente de la parte lógica 
										de esta cuestión. Ninguno ha tratado de 
										resolver filosóficamente la posibilidad 
										del salto mortale divino de las 
										regiones eternas y puras del espíritu al 
										fango del mundo material. ¿Tienen temor 
										a abordar esa insoluble contradicción y 
										desesperan de resolverla después que han 
										fracasado los más grandes genios de la 
										historia, o bien a han considerado como 
										suficientemente resuelta ya? Es su 
										secreto. El hecho es que han dejado a un 
										lado la demostración teórica de la 
										existencia de un Dios, y que no han 
										desarrollado más que las razones y las 
										consecuencias prácticas de ella. Han 
										hablado de ella todos como de un hecho 
										universalmente aceptado y como tal 
										imposible de convertirse en objeto de 
										una duda cualquiera, limitándose, por 
										toda prueba, a constatar la antigüedad y 
										la universalidad misma de la creencia en 
										Dios. 
										Esta unanimidad imponente, según la 
										opinión de muchos hombres y escritores 
										ilustres, y para no citar sino los más 
										renombrados de ellos, según la opinión 
										elocuentemente expresada de Joseph de 
										Maistre y del gran patriota italiano 
										Giuseppe Mazzini, vale más que todas las 
										demostraciones de la ciencia; y si la 
										idea de un pequeño número de pensadores 
										consecuentes y aun muy poderosos, pero 
										aislados, le es contraria, tanto peor, 
										dicen ellos, para esos pensadores y para 
										su lógica, porque el consentimiento 
										general, la adopción universal y antigua 
										de una idea han sido considerados en 
										todos los tiempos como la prueba más 
										victoriosa de su verdad. El sentimiento 
										de todo el mundo, una convicción que se 
										encuentra y se mantiene siempre y en 
										todas partes, no podría engañarse. Debe 
										tener su raíz en una necesidad 
										absolutamente inherente a la naturaleza 
										misma del hombre. Y puesto que ha sido 
										comprobado que todos los pueblos pasados 
										y presentes han creído y creen en la 
										existencia de Dios, es evidente que los 
										que tienen la desgracia de dudar de 
										ella, cualquiera que sea la lógica que 
										los haya arrastrado a esa duda, son 
										excepciones anormales, monstruos. 
										Así, pues, la antigüedad y la 
										universalidad de una creencia 
										serían, contra toda la ciencia y contra 
										toda lógica, una prueba suficiente e 
										irreductible de su verdad. ¿Y por qué? 
										Hasta el siglo de Copérnico y de 
										Galileo, todo el mundo había creído que 
										el Sol daba vueltas alrededor de la 
										Tierra. ¿No se engañó todo el mundo? 
										¿Hay cosa más antigua y más universal 
										que la esclavitud? La antropofagia 
										quizá. Desde el origen de la sociedad 
										histórica hasta nuestros días hubo 
										siempre y en todas partes explotación 
										del trabajo forzado de las masas, 
										esclavas, siervas o asalariadas, por 
										alguna minoría dominante; la opresión de 
										los pueblos por la iglesia y por el 
										estado. ¿Es preciso concluir que esa 
										explotación y esa opresión sean 
										necesidades absolutamente inherentes a 
										la existencia misma de la sociedad 
										humana?. He ahí ejemplos que muestran 
										que la argumentación de los abogados del 
										buen Dios no prueba nada. 
										Nada es en efecto tan universal y tan 
										antiguo como lo inicuo y lo absurdo, y, 
										al contrario, son la verdad la justicia 
										las que, en el desenvolvimiento de las 
										sociedades humanas, son menos 
										universales y más jóvenes; lo que 
										explica también el fenómeno histórico 
										consante de las persecuciones inauditas 
										de que han sido y continúan siendo 
										objeto aquellos que las proclaman, 
										primero por parte de los representantes 
										oficiales, patentados e interesados de 
										las creencias "universales" y 
										"antiguas", y a menudo por parte también 
										de aquellas mismas masas populares que, 
										después de haberlos atormentado, 
										acaban siempre por adoptar y hacer 
										triunfar sus ideas. 
										Para nosotros, materialistas y 
										socialistas revolucionarios, no hay nada 
										que nos asombre ni nos espante en ese 
										fenómeno histórico. Fuertes en nuestra 
										conciencia, nuestro amor a la verdad, en 
										esa pasión lógica que constituye por sí 
										una gran potencia, y al margen de la 
										cual no hay pensamiento; fuertes en 
										nuestra pasión por la justicia y en 
										nuestra fe inquebrantable en el triunfo 
										de la humanidad sobre todas las 
										bestialidades teóricas prácticas; 
										fuertes, en fin, en la confianza y en el 
										apoyo mutuos que se prestan el pequeño 
										número de los que cornparten nuestras 
										convicciones, nos resignamos por 
										nosotros mismos a todas las 
										consecuencias de ese feórneno histórico, 
										en el que vemos la manifestación de una 
										ley social tan natural, tan necesaria y 
										tan invariable como todas las demás 
										leyes que gobiernan el mundo. 
										Esta ley es una consecuencia lógica, 
										inevitable, del origen animal de 
										la sociedad humana; ahora bien, frente a 
										todas las pruebas científicas, 
										psicológicas, hisóricas que se han 
										acumulado en nuestros días, tanto como 
										frente a los hechos de los alemanes, 
										conquistas de Francia, que dan hoy una 
										demostración tan brillante de ello, no 
										es posible, verdaderamente, dudar de la 
										realidad de ese origen. Pero desde el 
										momento que se acepta ese origen animal 
										del hombre, se explica todo. La historia 
										se nos aparece, entonces, como la 
										negación revolucionaria, ya sea lenta, 
										apática, adormecida, ya sea apasionada y 
										poderosa del pasado. Consiste 
										precisamente en la negación progresiva 
										de la animaliad primera del hombre por 
										el desenvolvimiento de su humanidad. El 
										hombre, animal feroz, primo del gorila, 
										ha partido de la noche profunda del 
										instinto animal para llegar a la luz del 
										espíritu, lo que explica de una manera 
										completamente natural todas sus 
										divagaciones pasadas, y nos consuela en 
										parte de sus errores presentes. Ha 
										partido de la esclavitud animal y 
										después de atravesar su esclavitud 
										divina, término transitorio entre su 
										animalidad y su humanidad, marcha hoy a 
										la conquista y a la realización de su 
										libertad humana. De donde resulta que la 
										antigüedad de una creencia, de una idea, 
										lejos de probar algo en su favor, debe, 
										al contrario, hacémosla sospechosa. 
										Porque detrás de nosotros está nuestra 
										animalidad y ante nosotros la humanidad, 
										y la luz humana, la única que puede 
										calentarnos e iluminamos, la única que 
										puede emanciparnos, nos hace dignos, 
										libres, dichosos, y la realización de la 
										fraternidad entre nosotros no está al 
										principio, sino, relativamente a la 
										época en que vive, al fin de la 
										historia. No miremos, pues, nunca atrás, 
										rniremos siempre hacia adelante, porque 
										adelante está nuestro sol y nuestra 
										salvación; y si es permitido, si es útil 
										y necesario volver nuestra vista al 
										estudio de nuestro pasado, no es más que 
										para comprobar lo que hemos sido y lo 
										que no debemos ser más, lo que hemos 
										creído y pensado, y lo que no debemos 
										creer ni pensar más, lo que hemos hecho 
										y lo que no debemos volver a hacer. 
										Esto por lo que se refiere a la 
										antigüedad. En cuanto a la 
										universalidad de un error, no prueba 
										más que una cosa: la similitud, si no la 
										perfecta identidad de la naturaleza 
										humana en todos los tiempos y bajo todos 
										los climas. Y puesto que se ha 
										comprobado que los pueblos de todas las 
										épocas de su vida han creído, y creen 
										todavía, en Dios, debemos concluir 
										simplemente que la idea divina, salida 
										de nosotros mismos, es un error 
										históricamente necesario en el 
										desenvolvimiento de la humanidad, y 
										preguntarnos por qué y cómo se ha 
										producido en la historia, por qué la 
										inmensa mayoría de la especie humana la 
										acepta aún como una verdad. 
										En tanto que no podamos darnos cuenta de 
										la manera cómo se produjo la idea de un 
										mundo sobrenatural y divino y cómo ha 
										debido fatalmente producirse en el 
										desenvolvimiento histórico de la 
										conciencia humana, podremos estar 
										científicamente convencidos del absurdo 
										de esa idea, pero no llegaremos a 
										destruirla nunca en la opinión de la 
										mayoría. En efecto: no estaremos en 
										condiciones de atacarla en las 
										profundidades mismas del ser humano, 
										donde ha nacido, y, condenados una lucha 
										estéril, sin salida y sin fin, deberemos 
										contentamos siempre con combatirla sólo 
										en la superficie, en sus innumerables 
										manifestaciones, cuyo absurdo, apenas 
										derribado por los golpes del sentido 
										común, renacerá inmediatamente bajo una 
										forma nueva no menos insensata. En tanto 
										que persista la raíz de todos los 
										absurdos que atormentan al mundo, la 
										creencia en Dios permanecerá 
										intacta, no cesará de echar nuevos 
										retoños. Es así como en nuestros días, 
										en ciertas regiones de la más alta 
										sociedad, el espiritismo tiende a 
										instalarse sobre las ruinas del 
										cristianismo. 
										No es sólo en interés de las masas, sino 
										también en de la salvación de nuestro 
										propio espíritu debemos forzarnos en 
										comprender la génesis histórica de la 
										dea de Dios, la sucesión de las causas 
										que desarrollaron produjeron esta idea 
										en la conciencia de los hombres. 
										Podremos decirnos y creernos ateos: en 
										tanto que no hayamos comprendido esas 
										causas, nos dejaremos dominar más o 
										menos por los clamores de esa conciencia 
										universal de la que no habremos 
										sorprendido el secreto; y, vista la 
										debilidad natural del individuo, aun del 
										más fuerte ante la influencia 
										onmipotente del medio social que lo 
										rodea, corremos siempre el riesgo de 
										voler a caer tarde o temprano, y de una 
										manera o de otra, en el abismo del 
										absurdo religioso. Los ejemplos e esas 
										conversiones vergonzosas son frecuentes 
										en la sociedad actual. 
										He señalado ya la razón práctica 
										principal del poder ejercido aún hoy por 
										las creencias religiosas sobre las 
										masas. Estas disposiciones místicas no 
										denotan tanto en sí una aberración del 
										espíritu como un profundo descontento 
										del corazón. Es la protesta instintiva y 
										apasionada del ser humano contra las 
										estrecheces, las chaturas, los dolores y 
										las verguenzas de una existencia 
										miserable. Contra esa enfermedad, he 
										dicho, no hay más que un remedio: la 
										revolución social. 
										Entre tanto, otras veces he tratado de 
										exponer las causas que presidieron el 
										nacimiento y el desenvolviento histórico 
										de las alucinaciones religiosas en la 
										conciencia del hombre. Aquí no quiero 
										tratar esa cuestión de la existencia de 
										un Dios, o del origen divino del mundo y 
										del hombre, más que desde el punto de 
										vista de su utilidad moral y social, y 
										sobre la razón teórica de esta creencia 
										no diré más que pocas palaras, a fin de 
										explicar mejor mi pensamiento. 
										Todas las religiones, con sus dioses, 
										sus semidioses y sus profetas, sus 
										mesías y sus santos, han sido creadas 
										por la fantasía crédula de los hombres, 
										no llegados aún al pleno 
										desenvolvimiento y a la plena posesión 
										de sus facultades intelectuales; en 
										consecuencia de lo cual, el cielo 
										religioso no es otra cosa que un milagro 
										donde el hombre, exaltado por la 
										ignorancia y la fe, vuelve a encontrar 
										su propia imagen, pero agrandada y 
										trastrocada, es decir, divinizada.
										La historia de las religiones, la 
										del nacimiento, de la grandeza y de la 
										decadencia de los dioses que se 
										sucedieron en la creencia humana, no es 
										nada más que el desenvolvimiento de la 
										inteligencia y de la conciencia 
										colectiva de los hombres. A medida que, 
										en su marcha históricamente regresiva, 
										descubrían, sea en sí mismos, sea en la 
										naturaleza exterior, una fuerza, una 
										cualidad o un defecto cualquiera, lo 
										atribuían a sus dioses, después de 
										haberlos exagerado, ampliado 
										desmesuradamente, como lo hacen de 
										ordinario los niños, por un acto de su 
										fantasía religiosa. Gracias a esa 
										modestia y a esa piadosa generosidad de 
										los hombres creyentes y crédulos, el 
										cielo se ha enriquecido con los despojos 
										de la tierra y, por una consecuencia 
										necesaria, cuanto más rico se volvía el 
										cielo, más miserable se volvía la 
										tierra. Una vez instalada la divinidad, 
										fue proclamada naturalmente la causa, la 
										razón, el árbitro y el dispenador 
										absoluto de todas las cosas: el mundo no 
										fue ya nada, la divinidad lo fue todo; y 
										el hombre, su verdadero creador, después 
										de. haberla sacado de la nada sin darse 
										cuenta, se arrodilló ante ella, la adoró 
										y se proclamó su criatura y su esclavo. 
										El cristianismo es, precisamente, la 
										religión por excelencia, porque expone y 
										manifiesta, en su plenitud, la 
										naturaleza, la propia esencia de todo 
										sistema religioso, que es el 
										empobrecimiento, el sometimiento, el 
										aniquilamiento de la humanidad en 
										beneficio de la divinidad. 
										Siendo Dios todo, el mundo real y el 
										hombre no son nada. Siendo Dios la 
										verdad, la justicia, el bien, lo bello, 
										la potencia y la vida, el hombre es la 
										mentira, la iniquidad, el mal, la 
										fealdad, la impotencia y la muerte. 
										Siendo Dios el amo, el hombre es el 
										esclavo. Incapaz de hallar por sí mismo 
										la justicia, la verdad y la vida eterna, 
										no puede llegar a ellas más que mediante 
										una revelación divina. Pero quien dice 
										revelación, dice reveladores, mesías, 
										profetas, sacerdotes y legisladores 
										inspirados por Dios, mismo; y una vez 
										reconocidos aquéllos como representantes 
										de la divinidad en la Tierra, como los 
										santos institutores de la humanidad, 
										elegidos por Dios mismo para dirigirla 
										por la vía de la salvación, deben 
										ejercer necesariamente un poder 
										absoluto. Todos los hombres les deben 
										una obediencia ilimitada y pasiva, 
										porque contra la razón divina no hay 
										razón humana y contra la justicia de 
										Dios no hay justicia terrestre que se 
										mantengan. Esclavos de Dios, los hombres 
										deben serlo también de la iglesia y del 
										Estado, en tanto que este último es 
										consagrado por la iglesia. He ahí lo 
										que el cristianismo comprendió mejor que 
										todas las religiones que existen o que 
										han existido, sin exceptuar las antiguas 
										religiones orientales, que, por lo 
										demás, no han abarcado más que pueblos 
										concretos y privilegiados, mientras que 
										el cristianismo tiene la pretensión de 
										abarcar la humanidad entera; y he ahí lo 
										que, de todas las sectas cristianas, 
										sólo el catolicismo romano ha proclamado 
										y realizado con una consecuencia 
										rigurosa. Por eso el cristianismo es la 
										religión absoluta, la religión última, y 
										la iglesia apostólica y romana la única 
										consecuente, legítima y divina. 
										Que no parezca mal a los metafísicos y a 
										los idealistas religiosos, filósofos, 
										políticos o poetas: la idea de Dios 
										implica la abdicación de la razón humana 
										y de la justicia humana, es la negación 
										más decisiva de la libertad humana y 
										lleva necesariamente a la esclavitud los 
										hombres, tanto en la teoría como en la 
										práctica. 
										A menos de querer la esclavitud y el 
										envilecimiento de los hombres, como lo 
										quieren los jesuitas, como lo quieren 
										los monjes, los pietistas o los 
										metodistas protestantes, no podemos, no 
										debemos hacer la menor concesión ni al
										dios de la teología ni al de la 
										metafísica porque en ese alfabeto 
										místico, el que comienza por decir A 
										deberá fatalmente acabar diciendo Z, y 
										el que quiere adorar a Dios debe, sin 
										hacerse ilusiones pueriles, renunciar 
										bravamente a su libertad y a su 
										humanidad. 
										Si Dios existe, el hombre es esclavo; 
										ahora bien, el hombre puede y debe ser 
										libre: por consiguiente, Dios no existe. 
										Desafío a quienquiera que sea a salir de 
										ese círculo, y ahora, escojamos. 
										¿Es necesario recordar cuánto y cómo 
										embrutecen y corrompen las religiones a 
										los pueblos? Matan en ellos la razón, 
										ese instrumento principal de la 
										emancipación humana, y los reducen a la 
										imbecilidad, condión esencial de su 
										esclavitud. Deshonran el trabajo humano 
										y hacen de él un signo y una fuente de 
										serviumbre. Matan la noción y el 
										sentimiento de la justicia humana, 
										haciendo inclinar siempre la balanza del 
										lado de los pícaros triunfantes, objetos 
										privilegiados de la gracia divina. Matan 
										la altivez y la dignidad, no protegiendo 
										más que a los que se arrastran y a los 
										que se humillan. Ahogan en el corazón de 
										los pueblos todo sentimiento de 
										fraternidad humana, llenándolo de 
										crueldad divina. 
										Todas las religiones son crueles, todas 
										están fundadas en la sangre, porque 
										todas reposan principalmente sobre la 
										idea del sacrificio, es decir, sobre la 
										inmolación perpetua de la humanidad a la 
										insaciable venganza de la divinidad. En 
										ese sangriento misterio, el hombre es 
										siempre la víctima, y el sacerdote, 
										hombre tambien, pero hombre privilegiado 
										por la gracia, es el divino verdugo. Eso 
										nos explica por qué los sacerdotes de 
										todas las religiones, los mejores, los 
										más humanos, los más suaves, tienen casi 
										siempre en el fondo de su corazón -y si 
										no en el corazón en su imaginación, en 
										espíritu (y ya se sabe la influencia 
										formidable que una otro ejercen sobre el 
										corazón de los hombres)- por qué hay, 
										digo, en los sentimientos de. todo 
										sacerdote algo de cruel y de 
										sanguinario. 
										Todo esto, nuestros ilustres idealistas 
										contemporáneos lo saben mejor que nadie. 
										Son hombres sabios e conocen la historia 
										de memoria; y como son al mismo tiempo 
										hombres vivientes, grandes almas 
										penetradas por un amor sincero y 
										profundo hacia el bien de la humanidad, 
										han maldito y zaherido todos estos 
										efectos, todos estos crímenes de la 
										religión con una elocuencia sin igual. 
										Rechazan con indignación toda 
										solidaridad con el Dios de las 
										religiones positivas y con sus 
										representantes pasados y presentes sobre 
										la Tierra. 
										El Dios que adoran o que creen adorar se 
										distingue precisamente de los dioses 
										reales de la historia, en que no es un 
										Dios positivo, ni determinado de ningún 
										modo, ya sea teológico, ya sea 
										metafísicamente. No es ni el ser supremo 
										de Robespierre y de Rousseau, ni el Dios 
										panteísta de Spinoza, ni siquiera el 
										Dios a la vez trascendente e inmanente y 
										muy equívoco de Hegel. Se cuidan bien de 
										darle una determinación positiva 
										cualquiera, sintiendo que toda 
										determinación lo sometería a la acción 
										disolvente de la crítica. No dirán de él 
										si es un Dios personal o impersonal, si 
										ha creado o si no ha creado el mundo; no 
										hablarán siquiera de su divina 
										providencia. Todo eso podría 
										comprometerlos. Se ontentarán con decir: 
										"Dios" y nada más. Pero, ¿qué es su 
										Dios? No es siquiera una idea, es una 
										aspiración. 
										Es el nombre genérico de todo lo que les 
										parece de, bueno, bello, noble, humano. 
										Pero, ¿por qué dicen entonces: "hombre"? 
										¡Ah! es que el rey Guillermo de Prusia y 
										Napoleón III y todos sus semejantes son 
										igualmente hombres; y he ahí lo que más 
										les embaraza. La humildad real nos 
										presenta el conjunto de todo lo que hay 
										de más sublime, de más bello y de todo 
										lo que hay de más vil y de más 
										monstruoso en el mundo. ¿Cómo salir de 
										ese atolladero? Llaman a lo uno 
										divino y a lo otro bestial, 
										representándose la dividad y la 
										animalidad como los dos polos entre los 
										cuales se coloca la humanidad. No 
										quieren o no pueden emprender que esos 
										tres términos no forman más que uno y 
										que si se los separa se los destruye. 
										No están fuertes en lógica, y se diría 
										que la desprecian. Es eso lo que los 
										distingue de los metafísicos y deísias, 
										y lo que imprime a sus ideas el carácter 
										de un idealismo práctico, sacando mucho 
										menos sus inspiraciones del 
										desenvolvimiento severo de un pensaento, 
										que de las experiencias, casi diré de 
										las emociones, tanto históricas y 
										colectivas como individuales de la vida. 
										Eso da a su propaganda una apariencia de 
										riqueza y de potencia vital, pero una 
										apariencia solamente porque la vida 
										misma se hace estéril cuando es 
										paralizada por una contradicción lógica. 
										La contradicción es ésta: quieren a Dios 
										y quieren a la humanidad. Se obstinan en 
										poner juntos esos dos términos, que, una 
										vez separados, no pueden encontrarse de 
										nuevo más que para destruirse 
										recíprocamente. Dicen de un tirón: "Dios 
										y la libertad del hombre"; "Dios y la 
										dignidad, la justicia, la igualdad, la 
										fraternidad y la prosperidad de los 
										hombres", sin preocuparse de la lógica 
										fatal conforme a la cual, si Dios existe 
										todo queda condeado a la no-existencia. 
										Porque si Dios existe es necesariamente 
										el amo eterno, supremo, absoto, y si amo 
										existe el hombre es esclavo; pero si es 
										esclayo, no hay para él ni justicia ni 
										igualdad ni fratemidad ni prosperidad 
										posibles. Podrán, contrariamente al buen 
										sentido y a todas las experiencias de la 
										historia, reventarse a su Dios animado 
										del más tierno amor por la libertad 
										humana: un amo, haga lo que quiera y por 
										liberal que quiera mostrarse, no deja de 
										ser un amo y su existencia implica 
										necesariamente la esclavitud de todo lo 
										que se encuentra por debajo de él.  
										Por consiguiente, si Dios existiese, no 
										habría para él más que un solo medio de 
										servir a la libertad huma- 
										a: dejar de existir. 
										Como celoso amante de la libertad humana 
										y considerándolo como la condicióin 
										absoluta de todo lo que adoramos y 
										respetamos en la humanidad, doy vuelta a 
										la frase de Voltaire y digo: si Dios 
										existiese realmente, habría que hacerlo 
										desaparecer. 
										La severa lógica que me dicta estas 
										palabras es demasiado evidente para que 
										tenga necesidad de desarrollar más esta 
										argumentación. Y me parece imposible que 
										los hombres ilustres a quienes mencioné, 
										tan célebres y tan justamente 
										respetados, no hayan sido afecados por 
										ella y no se hayan percatado de la 
										contradicción en que caen al hablar de 
										Dios y de la libertad humana a la vez. 
										Para que lo hayan pasado por alto, a 
										sido preciso que hayan pensado que esa 
										inconsecuencia o que esa negligencia 
										lógica era necesaria prácticamente 
										para el bien mismo de la humanidad. 
										Quizá también, al hablar de la libertad 
										como de una cosa que es para ellos muy 
										respetable y muy querida, la comprenden 
										de distinto modo a como nosotros la 
										entendemos, nosotros, materialistas y 
										socialistas revolucionarios . En efecto; 
										no hablan de ella sin añadir 
										inmediatamente otra palabra, la de 
										autoridad, una palabra y una cosa 
										que detestamos de todo corazón. 
										¿Qué es la autoridad? ¿Es el poder 
										inevitable de las leyes naturales que se 
										manifiestan en el encadenamiento y en la 
										sucesión fatal de los fenómenos, tanto 
										del mundo físico como del mundo social? 
										En efecto; contra esas leyes, la 
										rebeldía no sólo está prohibida, sino 
										que es imposible. Podemos desconocerlas 
										o no conocerlas siquiera, pero no 
										podemos desobedecerlas, porque 
										constituyen la base y las condiciones 
										mismas de nuestra existencia; nos 
										envuelven, nos penetran, regulan todos 
										nuestros movimientos, nuestros 
										pensamientos y nuestros actos; de manera 
										que, aun cuando las queramos 
										desobedecer, no hacemos más que 
										manifestar su omnipotencia. 
										Sí, somos absolutamente esclavos de esas 
										leyes. Pero no hay nada de humillante en 
										esa esclavitud. Porque la esclavitud 
										supone un amo exterior, un legislador 
										que se encuentre al margen de aquel a 
										quien ordena; mientras que estas leyes 
										no están fuera de nosotros, nos son 
										inherentes, constituyen nuestro ser, 
										todo nuestro ser, tanto corporal como 
										intelectual y moral; no vivimos, no 
										respiramos, no obramos, no pensamos, no 
										queremos sino mediante ellas. Fuera de 
										ellas no somos nada, no somos. ¿De dónde 
										procedería, pues, nuestro poder y 
										nuestro querer rebelamos contra ellas?. 
										Frente a las leyes naturales no hay para 
										el hombre más que una sola libertad 
										posible: la de reconocerlas y de 
										aplicarlas cada vez más, conforme al fin 
										de la emanción o de la humanización, 
										tanto colectiva como individual que 
										persigue. Estas leyes, una vez 
										reconocidas, ejercen una autoridad que 
										no es discutida por la masa de los 
										hombres. Es preciso, por ejemplo, ser 
										loco o teólogo, o por lo menos un 
										metafísico, un jurista, o un economista 
										burgués para rebelarse contra esa ley 
										según a cual dos más dos suman cuatro. 
										Es preciso tener fe para imaginarse que 
										no se quemará uno en el fuego y que no 
										se ahogará en el agua, a menos que se 
										recurra a algún subterfugio fundado aun 
										sobre alguna otra ley natural. Pero esas 
										rebeldías, o más bien esas tentativas 
										esas locas imaginaciones de una rebeldía 
										imposible no forman más que una 
										excepción bastante rara; porque, en 
										general, se puede decir que la masa de 
										los hombres, en su vida cotidiana, se 
										deja gobernar de una manera casi 
										absoluta por el buen sentido, lo que 
										equiale a decir por la suma de las leyes 
										generalmente reconocidas. 
										La gran desgracia es que una gran 
										cantidad de leyes naturales ya constadas 
										como tales por la ciencia, permanezcan 
										desconocidas para las masas populares, 
										gracias a los cuidados de esos gobiernos 
										tutelares que no existen, como se sabe, 
										más que para el bien de los pueblos... 
										Hay otro inconveniente: la mayor parte 
										de las leyes naturales inherentes al 
										desenvolvimiento de la sociedad humana, 
										y que son también necesarias, 
										invariables, fatales, como las leyes que 
										gobiernan el mundo físico, no han sido 
										debidamente comprobadas y reconocidas 
										por la ciencia misma. 
										Una vez que hayan sido reconocidas 
										primero por la ciencia y que la ciencia, 
										por rnedio de un amplio sistema de 
										educación y de instrucción populares, 
										las hayan hecho pasar a la conciencia de 
										todos, la cuestión de la libertad estará 
										perfectamente resuelta. Los autoritarios 
										más recalcitrantes deben reconocer que 
										entonces no habrá necesidad de 
										organización política ni de dirección ni 
										de legislación, tres cosas que, ya sea 
										que emanen de la voluntad del soberano, 
										ya que resulten de los votos de un 
										parlamento elegido por sufragio 
										universal y aun cuando estén conformes 
										con el sistema de las leyes naturales 
										-lo que no tuvo lugar jamás y no tendrá 
										jamás lugar-, son siempre igualmente 
										funestas y contrarias a la libertad de 
										las masas, porque les impone un sistema 
										de leyes exteriores y, por consiguiente, 
										despóticas. 
										La libertad del hombre consiste 
										únicamene en esto, que obedece a las 
										leyes naturales, porque las ha 
										reconocido él mismo como tales y 
										no porque le hayan sido impuestas 
										exteriormente por una voluntad extraña, 
										divina o humana cualquiera, colectiva o 
										individual. 
										Suponed una academia de sabios, 
										compuesta por los representantes más 
										ilustres de la ciencia; suponed que esa 
										academia sea encargada de la 
										legislación, de la organización de la 
										sociedad y que, sólo inspirándose en el 
										puro amor a la verdad, no le dicte más 
										que leyes absolutamente conformes a los 
										últimos descubrimientos de la ciencia. Y 
										bien, yo pretendo que esa legislación y 
										esa organización serán una 
										monstruosidad, y esto por dos razones: 
										La primera, porque la ciencia humana es 
										siempre imperfecta necesariamente y, 
										comparando lo que se ha descubierto con 
										lo que queda por descubrir, se puede 
										decir que está todavía en la cuna. De 
										suerte que si quisiera forzar la vida 
										práctica de los hombres, tanto colectiva 
										como individual, a conformarse 
										estrictamente, exclusivamente con los 
										últimos datos de la ciencia, se 
										condenaría a la sociedad y a los 
										individuos a sufrir el martirio sobre el 
										lecho de Procusto, que acabaría pronto 
										por dislocarlos y por sofocarlos, pues 
										la vida es siempre infinitamente más 
										amplia que la ciencia. 
										La segunda razón es ésta: una sociedad 
										que obedeciere a la legislación de una 
										academia científica, no porque hubiere 
										comprendido su carácter racional por sí 
										misma (en cuyo caso la existencia de la 
										academia sería inútil), sino porque una 
										legislación tal, emanada de esa 
										academia, se impondría en nombre de una 
										ciencia venerada sin comprenderla, 
										sería, no una sociedad de hombres, sino 
										de brutos. Sería una segunda edición de 
										esa pobre república del Paraguay que se 
										dejó gobemar tanto tiempo por la 
										Compañía de Jesús. Una sociedad 
										semejante no dejaría de caer bien pronto 
										en el más bajo grado del idiotismo. 
										Pero hay una tercera razón que hace 
										imposible tal gobierno: es que una 
										academia científica revestida de esa 
										soberanía digamos que absoluta, aunque 
										estuviére compuesta por los hombres más 
										ilustres, acabaría infaliblemente y 
										pronto por corromperse moral e 
										intelecalmente. Esta es hoy, ya, con los 
										pocos privilegios que se les dejan, la 
										historia de todas las academias. El 
										mayor genio científico, desde el momento 
										en que se convierte en académico, en 
										sabio oficial, patentado, cae 
										inevitablemente y se adormece. Pierde su 
										espontaneidad, su atrevimiento 
										revolucionario, y esa energía incómoda y 
										salvaje que caracteriza la naturaleza de 
										los grandes genios, llamados siempre a 
										destruir los mundos caducos y a echar 
										los fundamentos de mundos nuevos. Gana 
										sin duda en cortesía, sabiduría 
										utilitaria y práctica, lo que pierde en 
										potencia de pensamiento. Se corrompe, en 
										una palabra. 
										Es propio del privilegio y de toda 
										posición privilegiada el matar el 
										espíritu y el corazón de los hombres. El 
										hombre privilegiado, sea política, sea 
										económicarnente, es un hombre 
										intelectual y moralmente depravado. He 
										ahí una ley social que no admite ninguna 
										excepción, y que se aplica tanto a las 
										naciones enteras como a las clases, a 
										las compañías como a los individuos. Es 
										la ley de la igualdad, condición suprema 
										de la libertad y de la humanidad. El 
										objetivo principal de este libro es 
										precisamente desarrollarla y demostrar 
										la verdad en todas las manifestaciones 
										de la vida humana. 
										Un cuerpo científico al cual se haya 
										confiado el gobierno de la sociedad, 
										acabará pronto por no ocuparse 
										absolutamente nada de la ciencia, sino 
										de un asunto distinto; y ese asunto, 
										como sucede con todos los poderes 
										establecidos, será el de perpetuarse a 
										sí mismo, haciendo que la sociedad 
										confiada a sus cuidados se vuelva cada 
										vez más estúpida, y por consiguiente más 
										necesitada de su gobierno y de su 
										dirección. 
										Pero lo que es verdad para las academias 
										científicas es verdad igualmente para 
										todas las asambleas constituyentes y 
										legislativas, aunque hayan salido del 
										sufragio universal. Este puede renovar 
										su composición, es verdad, pero eso no 
										impide que se forme en unos pocos años 
										un cuerpo de políticos, privilegiados de 
										hecho, o de derecho, y que, al dedicarse 
										exclusivamente a la dirección de los 
										asuntos públicos de un país, acaban 
										formar una especie de aristocracia o de 
										oligarquía política. Ved si no los 
										Estados Unidos de América y Suiza. 
										Por tanto, nada de legislación exterior 
										y de legislación interior, pues por otra 
										parte una es inseparable de la otra, y 
										ambas tienden al sometimiento de la 
										sociedad y al embrutecimiento de los 
										legisladores mismos. 
										¿Se desprende de esto que rechazo toda 
										autoridad? Lejos de mí ese pensamiento. 
										Cuando se trata de zapatos, prefiero la 
										autoridad del zapatero; si se trata de 
										una casa, de un canal o de un 
										ferrocarril, consulto la del arquitecto 
										o del ingeniero. Para esta o la otra, 
										ciencia especial me dirijo a tal o cual 
										sabio. Pero no dejo que se impongan a mí 
										ni el zapatero, ni el arquitecto ni el 
										sabio. Les escucho libremente y con todo 
										el respeto que merecen su inteligencia, 
										su carácter, su saber, pero me reservo 
										mi derecho incontesable de crítica y de 
										control. No me contento con conultar una 
										sola autoridad especialista, consulto 
										varias; comparo sus opiniones, y elijo 
										la que me parece más justa. Pero no 
										reconozco autoridad infalible, ni aun en 
										cuestiones especiales; por consiguiente, 
										no obstane el respeto que pueda tener 
										hacia la honestidad y la sinceridad de 
										tal o cual individuo, no tengo fe 
										absoluta en nadie. Una fe semejante 
										sería fatal a mi razón, la libertad y al 
										éxito mismo de mis empresas; me 
										ransformaría inmediatamente en un 
										esclavo estúpido y en un instrumento de 
										la voluntad y de los intereses ajenos. 
										Si me inclino ante la autoridad de los 
										especialistas si me declaro dispuesto a
										seguir, en una cierta medida durante 
										todo el tiempo que me parezca necesario 
										sus indicaciones y aun su dirección, es 
										porque esa autoridad no me es impuesta 
										por nadie, ni por los homres ni por 
										Dios. De otro modo la rechazaría con 
										honor y enviaría al diablo sus consejos, 
										su dirección y su ciencia, seguro de que 
										me harían pagar con la pérdida de mi 
										libertad y de mi dignidad los fragmentos 
										de verdad humana, envueltos en muchas 
										mentiras, que podrían darme. 
										Me inclino ante la autoridad de 
										los hombres especiales porque me es 
										impuesta por la propia razón. Tengo 
										conciencia de no poder abarcar en todos 
										sus detalles y en sus desenvolvimientos 
										positivos más que una pequefía parte de 
										la ciencia humana. La más grande 
										inteligencia no podría abarcar el todo. 
										De donde resulta para la ciencia tanto 
										como para la industria, la necesidad de 
										la división y de la asociación del 
										trabajo. Yo recibo y doy, tal es la vida 
										humana. Cada uno es autoridad dirigente 
										y cada uno es dirigido a su vez. Por 
										tanto no hay autoridad fija y constante, 
										sino un cambio continuo de 
										autoridad y de subordinación mutuas, 
										pasajeras y sobre todo voluntarias. 
										Esa misma razón me impide, pues, 
										reconocer una autoridad fija, constante 
										y universal, porque no hay hombre 
										universal, hombre que sea capaz de 
										abarcar con esa riqueza de detalles (sin 
										la cual la aplicación de la ciencia a la 
										vida no es posible), todas las ciencias, 
										todas las ramas de la vida social. Y si 
										una tal universalidad pudiera realizarse 
										en un solo hombre, quisiera 
										prevalerse de ella para imponemos su 
										autoridad, habría que expulsar a ese 
										hombre de la sociedad, porque su 
										autoridad reduciría inevitablemente a 
										todos los demás a la esclavitud y a la 
										imbecilidad. No pienso que la sociedad 
										deba maltratar a los hombres de genio 
										como ha hecho hasta el presente. Pero no 
										pienso tampoco que deba engordarlos 
										demasiado, ni concederles sobre todo 
										privilegios o derechos exclusivos de 
										ninguna especie; y esto por tres 
										razones: primero, porque sucedería a 
										menudo que se tomaría a un charlatán por 
										un hombre de genio; luego, porque, por 
										este sistema de privilegios, podría 
										transformar en un charlatán a un hombre 
										de genio, desmoralizarlo y embrutecerlo, 
										y en fin, porque se daría uno a sí mismo 
										un déspota. 
										Resumo. Nosotros reconocemos, pues, la 
										autoridad absoluta de la ciencia, porque 
										la ciencia no tiene otro objeto que la 
										reproducción mental, reflexiva y todo lo 
										sistemática que sea posible, de las 
										leyes naturales inherentes a la vida 
										tanto material como intelectual y moral 
										del mundo físico y del mundo social; 
										esos dos mundos no constituyen en 
										realidad más que un solo y mismo mundo 
										natural. Fuera de esa autoridad, la 
										única legítima, porque es racional y 
										está conforme a la naturaleza humana, 
										declaramos que todas las demás son 
										mentirosas, arbitrarias, despóticas y 
										funestas. 
										Reconocemos la autoridad absoluta de la 
										ciencia. pero rechazamos la infabilidad 
										y la universalidad de los representantes 
										de la ciencia. En nuestra iglesia -séame 
										permitido servirme un momento de esta 
										expresión que por otra parte detesto; la 
										iglesia y el Estado mis dos bestias 
										negras-, en nuestra iglesia, como en la 
										iglesia protestante, nosotros tenemos un 
										jefe, un Cristo invisible, la ciencia; y 
										como los protestantes, consecuentes aún 
										que los protestantes, no quieren sufrir 
										ni papas ni concilios, ni cónclaves de 
										cardenales infalibles, ni obispos, ni 
										siquiera sacerdotes, nuestro Cristo se 
										distingue del Cristo protestante y 
										cristiano en que este último es un ser 
										personal, y el nuestro es impersonal; el 
										Cristo cristiano, realizado ya en un 
										pasado eterno, se presenta como un ser 
										perfecto, mienras que la realización y 
										el perfeccionamiento de nuestro Cristo, 
										de la ciencia, están siempre en el 
										porvenir, lo que equivale a decir que no 
										se realizarán jamás. No 
										reconociendo la autoridad absoluta más 
										que ciencia absoluta, no 
										comprometemos de ningún momento nuestra 
										libertad. 
										Entiendo por las palabras "ciencia 
										absoluta", la única verdaderamente 
										universal que reproduciría idealmente el 
										universo, en toda su extensión y en 
										todos sus detalles infinitos, el sistema 
										o la coordinación de todas las leyes 
										naturales que se manifiestan en el 
										desenvolviento incesante de los mundos. 
										Es evidente que esta ciencia, objeto 
										sublime de todos los esfuerzos del 
										espítu humano, no se realizará nunca en 
										su plenitud absoluta. Nuestro Cristo 
										quedará, pues, eternamente inacabado, lo 
										cual debe rebajar mucho el orgullo de 
										sus presentantes patentados entre 
										nosotros. Contra ese Dios hijo, en 
										nombre del cual pretenderían imponernos 
										autoridad insolente y pedantesca, 
										apelaremos al Dios padre, que es el 
										mundo real, la vida real de lo cual El 
										no es más que una expresión demasiado 
										imperfecta y de quien nosotros somos los 
										representantes inmediatos, los seres 
										reales, que viven, trabajan, combaten, 
										aman, aspiran, gozan y sufren. 
										Pero aun rechazando la autoridad 
										absoluta, universal e infalible de los 
										hombres de ciencia, nos inclinamos 
										voluntariamente ante la autoridad 
										respetable, pero relativa, muy pasajera, 
										muy restringida, de los representantes 
										de las ciencias especiales, no exigiendo 
										nada mejor que consultarles en cada caso 
										y muy agradecidos por las indicaciones 
										preciosas que quieran darnos, a 
										condición de que ellos quieran 
										recibirlas de nosotros sobre cosas y en 
										ocasiones en que somos más sabios que 
										ellos; y en general, no pedimos nada 
										mejor que ver a los hombres dotados de 
										un gran saber, de una gran experiencia, 
										de un gran espíritu y de un gran corazón 
										sobre todo, ejercer sobre nosotros una 
										influencia natural y legítima, 
										libremente aceptada, y nunca impuesta en 
										nombre de alguna autoridad oficial 
										cualquiera que sea, terrestre o celeste. 
										Aceptamos todas las autoridades 
										naturales y todas las influencias de 
										hecho, ninguna de derecho; porque toda 
										autoridad o toda influencia de derecho, 
										y como tal oficialmente impuesta, al 
										convertirse pronto en una opresión y en 
										una mentira, nos impondría 
										infaliblemente, como creo haberío 
										demostrado suficientemente, la 
										esclavitud y el absurdo. 
										En una palabra, rechazamos toda 
										legislación, toda autoridad y toda 
										influencia privilegiadas, patentadas, 
										oficiales y legales, aunque salgan del 
										sufragio universal, convencidos de que 
										no podrán actuar sino en provecho de una 
										minoría dominadora y explotadora, contra 
										los intereses de la inmensa mayoría 
										sometida. 
										He aquí en qué sentido somos realmente 
										anarquistas. 
										Los idealistas modernos entienden la 
										autoridad de una manera completamente 
										diferente. Aunque libre de las 
										supersticiones tradicionales de todas 
										las religiones as existentes, asocian, 
										sin embargo, a esa idea de autoridad un 
										sentido divino, absoluto. Esta autoridad 
										no es la de una verdad milagrosamente 
										revelada, ni la de una verdad rigurosa y 
										científicamente demostrada. La fundan 
										sobre un poco de argumentación casi 
										filosófica, y sobre mucha fe vagamente 
										religiosa, sobre mucho sentimiento 
										ideal, abstractamente poético. Su 
										religión es como un último ensayo de 
										divinización de lo que constituye la 
										humanidad en los hombres. Eso es todo lo 
										contrario de la obra que nosotros 
										realizamos. En vista de la libertad 
										humana, de la dignidad humana y de la 
										prosperidad humana, creemos deber quitar 
										al cielo los bienes que ha robado a la 
										tierra, para devolverlos a la tierra; 
										mientras que esforzándose por cometer un 
										nuevo latrocinio religiosamente heroico, 
										ellos querrían al contrario, restituir 
										de nuevo al cielo, a ese divino ladrón 
										hoy desenmascarado -pasado a su vez a 
										saco por la impiedad audaz y por el 
										análisis científico de los 
										librepensadores-, todo lo que la 
										humanidad contiene de más grande, de más 
										bello, de más noble. 
										Les parece, sin duda, que, para gozar de 
										una mayor autoridad entre los hombres, 
										las ideas y las cosas humanas deben ser 
										investidas de alguna sanción divina. 
										¿Cómo se anuncia esa sanción? No por un 
										milagro o en las religiones positivas, 
										sino por la grandeza o por la santidad 
										misma de las ideas y de las cosas: lo 
										que es grande, lo que es bello, lo que 
										es noble, lo que es justo, es reputado 
										divino. En este nuevo culto religioso, 
										todo hombre que se inpispira en estas 
										ideas, en estas cosas, se transforma en 
										un sacerdote, inmediatamente consagrado 
										por Dios mismo. ¿Y la prueba? Es la 
										grandeza misma de las ideas que expresa, 
										y de las cosas que realiza: no tiene 
										necesidad de otra. Son tan santas que no 
										pueden haber sido inspiradas más que por 
										Dios. 
										He ahí, en pocas palabras, toda su 
										filosofía: filosofía de sentimientos, no 
										de pensamientos reales, una especie e 
										pietismo metafísico. Esto parece 
										inocente, pero no lo es, y la doctrina 
										muy precisa, muy estrecha y muy seca que 
										se oculta bajo la ola intangible de esas 
										formas poéticas, conduce a los mismos 
										resultados desastrosos que todas las 
										religiones positivas; es decir, a la 
										negación más completa de la libertad y 
										de la dignidad humanas. 
										Proclamar como divino todo lo que haya 
										de grande, justo, noble, bello en la 
										humanidad, es reconocer, implícitamente, 
										que la humanidad habría sido incapaz por 
										sí misma de producirlo; lo que equivale 
										a decir que abandonada a sí misma su 
										propia naturaleza es miserable, inicua, 
										vil y fea. Henos aquí vueltos a la 
										esencia de toda religión, es decir, a la 
										denigración de la humanidad para mayor 
										gloria de la divinidad. Y desde el 
										momento que son admitidas la 
										inferioridad natural del hombre y su 
										incapacidad profunda para elevarse por 
										sí, fuera de toda inspiración divina, 
										hasta las ideas justas y verdaderas, se 
										hace necesario admitir también todas las 
										consecuencias ideológicas, políticas y 
										sociales de las religiones positivas. 
										Desde el momento que Dios, el ser 
										perfecto y supremo se pone frente a la 
										humanidad, los intermediarios divinos, 
										los elegidos, los inspirados de Dios 
										salen de la tierra para ilustrar, 
										dirigir y para gobernar en su nombre a 
										la especie humana especie humana. 
										¿No se podría suponer que todos los 
										hombres son igualmente inspirados por 
										Dios? Entonces no habría necesidad de 
										intermediarios, sin duda. Pero esta 
										suposición es imposible, porque está 
										demasiado contradicha por los hechos. 
										Sería preciso entonces atribuir a la 
										inspiración divina todos los absurdos y 
										los errores que se manifiestan, y todos 
										los horrores, las torpezas, las 
										cobardías y las tonterías que se cometen 
										en el mundo humano. Por consiguiente, no 
										hay en este mundo más que pocos hombres 
										divinamente inspirados. Son los grandes 
										hombres de la historia, los genios 
										virtusosos como dice el ilustre 
										ciudadano y profeta italiao Giuseppe 
										Mazzini. Inmediatamente inspirados por 
										Dios mismo y apoyándose en el 
										consentimiento universal, expresado por 
										el sufragio popular -Dio e Popo-, 
										están llamados a gobernar la sociedad 
										humana. 
										Henos aquí de nuevo en la iglesia y en 
										el Estado. Es verdad que en esa 
										organización nueva, establecida, como 
										todas las organizaciones políticas 
										antiguas, por la gracia de Dios, 
										pero apoyada esta vez, al menos en la 
										forma, a guisa de concesión necesaria al 
										espíritu moderno, y como en los 
										preámbulos de los decretos imperiales de 
										Napoleón III, sobre la voluntad 
										(ficticia) del pueblo; la 
										iglesia no se llamará ya iglesia, se 
										llamará escuela. Pero sobre los bancos 
										de esa escuela no se sentarán solamente 
										los niños: estará el menor eterno, el 
										escolar reconocido incapaz para siempre 
										de sufrir sus exámenes, de elevarse a la 
										ciencia de sus maestros y de pasarse sin 
										su disciplina: el pueblo. El Estado no 
										se llamará ya monarquía, se llamará 
										república, pero no dejará de ser Estado, 
										es decir, una tutela oficial y 
										relarmente establecida por una minoría 
										de hombres competentes, de hombres de 
										genio o de talento, virtuosos, para 
										vigilar y para dirigir la conducta de 
										ese gran incorregible y niño terrible: 
										el Pueblo. Los profesores de la escuela 
										y los funcionarios del Estado se harán 
										republicanos; pero no serán por eso 
										menos tutores, pastores, y el pueblo 
										permanecerá siendo lo que ha sido 
										eternamente hasta aquí: un rebaño. 
										Cuidado entonces con los esquiladores; 
										porque allí donde hay un rebaño, habrá 
										necesariamente también esquiladores y 
										aprovechadores del rebaño. 
										El pueblo, en ese sistema, será el 
										escolar y el pupilo eterno. A pesar de 
										su soberanía completamente ficticia, 
										continuará sirviendo de instrumento a 
										pensamientos, a voluntades y por 
										consiguiente también a intereses que no 
										serán los suyos. Entre esta situación y 
										la que llamamos de libertad, de 
										verdadera libertad, hay un abismo. 
										Habrá, bajo formas nuevas, la antigua 
										opresión y la antigua esclavitud, y allí 
										donde existe la esclavitud, están la 
										miseria, el embrutecimiento, la 
										verdadera materialización de la 
										sociedad, tanto de las clases 
										privilegiadas ,como de las 
										masas. 
										Al divinizar las cosas humanas, los 
										idealistas llegan siempre al triunfo de 
										un materialismo brutal. Y esto por 
										una razón muy sencilla: lo divino se 
										evapora y sube hacia su patria, el 
										cielo, y en la tierra queda solamente lo 
										brutal. 
										Si, el idealismo en teoría tiene por 
										consecuencia necesaria el materialismo 
										más brutal en la práctica; o, sin duda, 
										para aquellos que lo predican de buena 
										fe -el resultado ordinario para ellos es 
										ver atacado, de esterilidad todos sus 
										esfuerzos-, sino para los que se 
										esfuerzan por realizar sus preceptos en 
										la vida, para la sociedad entera, en 
										tanto ésta se deja dominar por las 
										doctrinas idealistas. 
										Para demostrar este hecho general y que 
										puede parecer extraño al principio, pero 
										que se explica generalmente cuando se 
										reflexiona más, las pruebas 
										históricas no faltan. 
										Comparad las dos últimas civilizaciones 
										del mundo antiguo, la civilización 
										griega y la civilización romana. ¿Cuál 
										es la civilización más materialista, la 
										más natural por su punto de partida y la 
										más humana e ideal en sus resultados? La 
										civilización griega. 
										¿Cuál es al contrario la más 
										abstractamente ideal en su punto de 
										partida que sacrifica la libertad 
										material del hombre a la libertad ideal 
										del ciudadano, representada por la 
										abstracción del derecho jurídico, y el 
										desenvolvimiento natural de la sociedad 
										a la abstracción del Estado, y cuál es 
										la más brutal en sus consecuencias. La 
										civilización romana, sin duda. La 
										civilización griega, como todas las 
										civilizaciones antiguas, comprendida la 
										de Roma, ha sido exclusivamente nacional 
										y ha tenido por base la esclavitud. Pero 
										a pesar de estas dos grandes faltas 
										históricas, no ha concebido menos y 
										realizado la idea de la humanidad, y 
										ennoblecido y realmente idealizado la 
										vida de los hombres; ha transformado los 
										rebaños humanos en asociaciones libres 
										de hombres libres; ha creado las 
										ciencias, las artes, una poesía, una 
										filosofía inmortales y las primeras 
										nociones el respeto humano por la 
										libertad. Con la libertad política y 
										social ha creado el libre pensamiento. Y 
										al final de la Edad Media, en la época 
										del Renacimiento, ha bastado que algunos 
										griegos emigrados aportasen algunos de 
										sus libros inmortales a Italia para que 
										resucitaran la vida, la libertad, el 
										pensamiento, la humanidad, enterrados en 
										el sombrío calabozo del catolicismo. La 
										emancipación humana, he ahí el nombre de 
										la civilización griega. ¿Y el nombre de 
										la civilización romana? Es la conquista 
										con todas sus brutales consecuencias. ¿Y 
										su última palabra? La omnipotencia de 
										los Césares. Es el envilecimiento y la 
										esclavitud de las naciones y de los 
										hombres. 
										Y hoy aún, ¿qué es lo que mata, qué es 
										lo que aplasta brutalmente, 
										materialmente, en todos los países de 
										Europa, la libertad y la humanidad? Es 
										el triunfo del principio cesarista o 
										romano. 
										Comparad ahora dos civilizaciones 
										modernas: la civilización italiana y la 
										civilización alemana. La primera 
										representa, sin duda, en su carácter 
										general, el materialismo; la segunda 
										representa, al contrario, todo lo que 
										hay de más abstracto, de más puro y de 
										más trascendente en idealismo. Veamos 
										cuáles son los frutos prácticos de una y 
										de otra. 
										Italia ha prestado ya inmensos servicios 
										a la causa de la emancipación humana. 
										Fue la primera que resucitó y que aplicó 
										ampliamente el principio de la libertad 
										en Europa y que dio a la humanidad sus 
										títulos de nobleza: la industria, el 
										comercio, la poesía, las artes, las 
										ciencias positivas, el libre 
										pensamiento. Aplastada después por tres 
										siglos de despotismo imperial y papas, y 
										arrastrada al lodo por su burguesía 
										dominante, aparece hoy, es verdad, muy 
										decaída en comparación con lo que ha 
										sido. Y sin embargo, ¡qué diferencia si 
										se la compara con Alemania! En Italia, a 
										pesar de esa decadencia, que esperamos 
										pasajera, se puede vivir y respirar 
										humanamente, libremente, rodeado de un 
										pueblo que parece haber nacido para la 
										libertad. Italia -aun su burguesía- 
										puede mostrados con orgullo hombres como 
										Mazzini y Garibaldi. En Alemania se 
										respira la atmósfera de una inmensa 
										esclavitud política y social. 
										filosóficamente explicada y aceptada por 
										un gran pueblo con una resignación y una 
										buena voluntad reflexivas. Sus héroes 
										-hablo siempre de la Alemania presente, 
										no de la Alemania del porvenir; de la 
										Alemania nobiliaria, burocrática, 
										política y burguesa, no de la Alemania 
										proletaria- son todo lo contrario de 
										Mazzini y de Garibaldi: son hoy 
										Guillermo I, el feroz e ingenuo 
										representante del dios protestante, son 
										los señores Bismarck y Moltke, los 
										generales Manteufel Werder. En todas sus 
										relaciones internacionales, Alemania 
										desde que existe, ha sido lenta, 
										sistemáticamente invasora, 
										conquistadora, ha estado siempre 
										dispuesta a extender sobre los pueblos 
										vecinos su propio sometimiento 
										voluntario; y después que se ha 
										constituido en potencia unitaria, se 
										convirtió en una amenaza, en un peligro 
										para la libertad de toda Europa. El 
										nombre de Alemania, hoy, es la 
										servilidad brutal y triunfante. 
										Para mostrar cómo el idealismo teórico 
										se transforma incesante y fatalmente en 
										materialismo práctico, no hay más que 
										citar el ejemplo de todas las iglesias 
										cristianas, y naturalmente, y ante todo, 
										el de la iglesia apostólica y romana. 
										¿Qué hay de más sublime, en el sentido 
										ideal, de más desinteresado, de más 
										apartado de todos los intereses de esta 
										tierra que la doctrina de Cristo 
										predicada por esa iglesia, y qué hay de 
										más brutalmente materialista que la 
										práctica constante de esa misma iglesia 
										desde el siglo octavo, cuando comenzó a 
										constituirse como potencia? ¿Cuál ha 
										sido y cuál es aún el objeto principal 
										de todos sus litigios contra los 
										soberanos de Europa? Los bienes 
										temporales, las rentas de la iglesia, 
										primero, y luego la potencia temporal, 
										los privilegios políticos de la iglesia. 
										Es preciso hacer justicia a esa iglesia, 
										que ha sido la primera en descubrir en 
										la historia moderna la verdad 
										incontestable, pero muy poco cristiana, 
										de que la riqueza yel poder económico y 
										la opresión política de las masas son 
										los dos términos inseparables del reino 
										de la idealidad divina sobre la tierra: 
										la riqueza que consolida y aumenta el 
										poder que descubre y crea siempre nuevas 
										fuentes de riquezas, y ambos que 
										aseguran mejor que el martirio y la fe 
										de los apóstoles, y mejor que la gracia 
										divina, el éxito de la propaganda 
										cristiana. Es una verdad histórica que 
										las iglesias protestantes no desconocen 
										tampoco. Hablo naturalmente de las 
										iglesias independientes de Inglaterra, 
										de Estados Unidos y de Suiza, no de las 
										iglesias sometidas de Alemania. Estas no 
										tienen iniciativa propia; hacen lo que 
										sus amos, sus soberanos temporales, que 
										son al mismo tiempo sus jefes 
										espirituales, les ordenan hacer. Se sabe 
										que la propaganda protestante, la de 
										Inglaterra y la de Estados Unidos sobre 
										todo, se relaciona de una manera 
										estrecha con la propaganda de los 
										intereses materiales, comerciales, de 
										esas dos grandes naciones; y se sabe 
										también que esta última propaganda no 
										tiene por objeto de ningún modo el 
										enriquecimiento y la prosperidad 
										material de los países en los que 
										penetra, en compañía de la palabra de 
										Dios, sino más bien la explotación de 
										esos países, en vista del 
										enriquecimiento y de la prosperidad 
										material creciente de ciertas clases, 
										muy explotadoras y muy piadosas a la 
										vez, en su propio país. 
										En una palabra, no es difícil probar, 
										con la historia en la mano, que la 
										iglesia, que todas las iglesias, 
										cristianas y no cristianas, junto a su 
										propaganda espiritualista, y 
										probablemente para acelerar y consolidar 
										su éxito, no han descuidado jamás la 
										organización de grandes compañías para 
										la explotación económica de las masas, 
										del trabajo de las masas bajo la 
										protección con la bendición directas y 
										especiales de una divinidad cualquiera; 
										que todos los Estados que, en su origen, 
										como se sabe, no han sido, con todas sus 
										instituciones políticas y jurídicas y 
										sus clases dominantes y priviegiadas, 
										nada más que sucursales temporales de 
										esas iglesias, no han tenido igualmente 
										por objeto principal mas que esa misma 
										explotación en beneficio de las minorías 
										laicas, indirectamente legitimadas por 
										la igleia; y que en general la acción 
										del buen Dios y de todos los idealistas 
										divinos sobre la tierra ha culminado por 
										siempre y en todas partes, en la 
										fundación del materialismo próspero del 
										pequeño número sobre el idealismo 
										fanático y constantemente excitado de 
										las masas. 
										Lo que vemos hoy es una prueba nueva. 
										Con excepción de esos grandes corazones 
										y de esos grandes espíritus extraviados 
										que he nombrado, ¿quiénes son hoy los 
										defensores más encarnizados del 
										idealismo? Primeramente todas las cortes 
										soberanas. En Francia fueron Napoleón 
										III y su esposa Eugenia; son todos sus 
										ministros de otro tiempo, cortesanos y 
										ex-mariscales, desde Rouher y Bazaine 
										hasta Fleury y Pietri; son los hombres y 
										las mujeres de ese mundo imperial, que 
										han idealizado también y salvado a 
										Francia. Son esos periodistas y esos 
										sabios: los Cassagnac, los Girardin, los 
										Duvemois, los Veuillot, los Leverrier, 
										los Dumas. Es en fin la negra falange de 
										los y de las jesuitas de toda túnica; es 
										toda la nobleza y toda la alta y media 
										burguesía de Francia. Son los 
										doctrinarios liberales y los liberales 
										sin doctrina: los Guizot, los Thiers, 
										los Jules Favre, los Jules Simon, todos 
										defensores encamizados de la explotación 
										burguesa. En Prusia, en Alemania, es 
										Guillermo I, el verdadero demostrador 
										actual del buen Dios sobre la tierra; 
										son todos los generales, todos sus 
										oficiales pomerianos y de los otros, 
										todo su ejército que, fuerte en su fe 
										religiosa, acaba de conquistar Francia 
										de la manera ideal que se sabe. En Rusia 
										es el zar y toda su corte; son los 
										Muravief y los Berg, todos los 
										degolladores y los piadosos 
										convertidores de Polonia. En todas 
										partes, en una palabra, el idealismo, 
										religioso o filosófico -el uno no es 
										sino la traducción más o menos libre del 
										otro-, sirve de bandera a la fuerza 
										sanguinaria y brutal, a la explotación 
										material desvergonzada; mientras que, al 
										contrario, la bandera del materialismo 
										teórico, la bandera roja de la igualdad 
										económica y de la justicia social, ha 
										sido levantada por el idealismo práctico 
										de las masas oprimidas y hambrientas, 
										que tienden a realizar la más grande 
										libertad y el derecho humano de cada uno 
										en la fraternidad de todos los hombres 
										sobre la tierra. 
										¿Quiénes son los verdaderos idealistas 
										-no los idealistas de la abstracción, 
										sino de la vida; no del cielo, 
										sino de la tierra- y quiénes son los 
										materialistas? 
										Es evidente que el idealismo teórico o 
										divino tiene condición esencial el 
										sacrificio de la lógica, de la razón 
										humana, la renunciación a la ciencia. Se 
										ve, por otra parte, que al defender las 
										doctrinas idealistas se halla uno 
										forzosamente arrastrado al partido de 
										los opresores y de los explotadores de 
										las masas populares. He ahí dos grandes 
										razones que parecían deber bastar para 
										alejar del idealismo todo gran espíritu, 
										todo gran corazón. ¿Cómo es que nuestros 
										ilustres idealistas contemporáneos, a 
										quienes, ciertamente, no es el espíritu, 
										ni el corazón, ni la buena voluntad lo 
										les falta, y que han consagrado su 
										existencia entera al servicio de la 
										humanidad, cómo es que se obstinan en 
										permanecer en las filas de los 
										representantes de una doctrina en lo 
										sucesivo condenada y deshonrada? 
										Es preciso que sean impulsados a ello 
										por una razón muy poderosa. No pueden 
										ser ni la lógica ni la ciencia, porque 
										la ciencia y la lógica han pronunciado 
										su veredicto contra la doctrina 
										idealista. No pueden ser tampoco los 
										intereses personales, porque esos 
										hombres infinitamente por encima de todo 
										lo que tiene nombre de interés personal. 
										Es preciso que sea una poderosa razón 
										moral. ¿Cuál? No puede haber más una: 
										esos hombres ilustres piensan, sin duda, 
										que las teorías o las creencias 
										idealistas son esencialmente necesarias 
										para la dignidad y la grandeza moral del 
										hombre, y que las teorías materialistas, 
										al contrario, lo rebajan al nivel de los 
										animales. 
										¿Y si la verdad fuera todo lo contrario? 
										Todo desenvolvimiento, he dicho, implica 
										la negación del punto de partida. El 
										punto de partida, según la escuela 
										materialista, es material, y la negación 
										debe ser necesariamente ideal. Partiendo 
										de la totalidad del mundo real, o de lo 
										que se llama abstractamente la materia, 
										se llega lógicamente a la idealización 
										real, es decir, a la humanización, a la 
										emancipación plena y entera de la 
										sociedad. Al contrario, y por la misma 
										razón, siendo ideal el punto de partida 
										de la escuela idealista, esa escuela 
										llega forzosamente a la materialización 
										de sociedad, a la organización de un 
										despotismo brutal y de una explotación 
										inicua e innoble, bajo la forma de la 
										iglesia y del Estado. El 
										desenvolvimiento histórico del hombre, 
										según la escuela materialista, es una 
										ascensión progresiva; en el sistema 
										idealista, no puede haber más que una 
										caída continua. 
										En cualquier cuestión humana que se 
										quiera considerar, se encuentra siempre 
										esa misma contradicción esencial entre 
										las dos escuelas. Por tanto, como hice 
										observar ya, el materialismo parte de la 
										animalidad para constituir la humanidad; 
										el idealismo parte de la divinidad para 
										constituir la esclavitud y condenar a 
										las masas a una animalidad sin salida. 
										El materialismo niega el libre albedrío 
										y llega a la constitución de la 
										libertad; el idealismo, en nombre de la 
										dignidad humana,.proclama el libre 
										albedrío y sobre las ruinas de toda 
										libertad funda la autoridad. El 
										materialismo rechaza el principio de 
										autoridad porque lo considera, con mucha 
										razón, como el corolario de la 
										animalidad y, al contrario, el triunfo 
										de la humanidad, que según él es el fin 
										y el sentido principal de la historia, 
										no es realizable más que por la 
										libertad. En una palabra, en toda 
										cuestión hallaréis a los idealistas en 
										flagrante delito siempre de materialismo 
										práctico, mientras que, al contrario, 
										veréis a los materialistas perseguir y 
										realizar las aspiraciones, los 
										pensamientos más ampliamente ideales. 
										La historia, en el sistema de los 
										idealistas, he dicho ya, no puede ser 
										más que una caída continua. Comienzan 
										con una caída terrible, de la cual no se 
										vuelven a levantar jamás: por el 
										salto mortale divino de las regiones 
										sublimes de la idea pura, absoluta, a la 
										materia. observad aun en qué materia: no 
										en una materia eternamente activa y 
										móvil, llena de propiedades y fuerzas, 
										de vida y de inteligencia, tal como se 
										presenta a nosotros en el mundo real; 
										sino en la materia abstracta, 
										empobrecida, reducida a la miseria 
										absoluta por el saqueo en regla de esos 
										prusianos del pensamiento, es decir, de 
										esos teólogos y metafísicos que la 
										desproveyeron de todo para dárselo a su 
										emperador, a su Dios; en esa materia 
										que, privada de toda propiedad, de toda 
										acción y de todo movimiento propios, no 
										representa ya, en oposición a la idea 
										divina, más que la estupidez, la 
										impenetrabilidad, la inercia y la 
										inmovilidad absolutas. 
										La caída es tan terrible que la 
										divinidad, la persona o la idea divina, 
										se aplasta, pierde la conciencia de sí 
										misma y no se vuelve a encontrar jamás. 
										¡Y en esa situación desesperada, es 
										forzada aún a hacer milagros! Porque 
										desde el momento en que la materia es 
										inerte, todo movimiento que se produce 
										en el mundo, aun en el material, es un 
										milagro, no puede ser sino el efecto de 
										una intervención divina, de la acción de 
										Dios sobre la materia. Y he ahí que esa 
										pobre divinidad, desgraciada y casi 
										anulada por su caída, permanece algunos 
										millares de siglos en ese estado de 
										desvanecimiento, después se despierta 
										lentamente, esforzándose siempre en vano 
										por recuperar algún vago recuerdo de sí 
										misma; y cada movimiento que hace con 
										ese fin en la materia se transforma en 
										una creación, en una formación nueva, en 
										un milagro nuevo. De este modo pasa por 
										todos los grados de la materialidad y de 
										la bestialidad; primero gas, cuerpo 
										químico simple o compuesto, mineral, se 
										difunde luego por la tierra como 
										organisrno vegetal y animal, después se 
										concentra en el hombre. Aquí parece 
										volver a encontrarse a sí misma, porque 
										en cada ser humano arde una chispa 
										angélica, una partícula de su propio ser 
										divino, el alma inmortal. 
										¿Cómo ha podido llegar a alojarse una 
										cosa absolutamente inmaterial en una 
										cosa absolutamente material?, ¿cómo ha 
										podido el cuerpo contener, encerrar, 
										paralizar, limitar el espíritu puro? He 
										ahí una de esas cuestiones que sólo la 
										fe, esa afirmación apasionada estúpida 
										de lo absurdo, puede resolver. Es el más 
										grande de los milagros. Aquí, no tenemos 
										sino que constatar los efectos, las 
										consecuencias prácticas de ese milagro. 
										Después de millares de siglos de vanos 
										esfuerzos para volver a sí misma, la 
										divinidad, perdida y esparcida en la 
										materia que anima y que pone en 
										movimiento, encuentra un punto de apoyo, 
										una especie de hogar para su propio 
										recogimiento. Es el hombre, es su alma 
										mortal aprisonada singularmente en un 
										cuerpo mortal. Pero cada hombre 
										considerado individualmente es 
										infinitamente restringido, demasiado 
										pequeño para encerrar la inmensidad; no 
										puede contener más que una pequena 
										partícula, inmortal como el todo, pero 
										infinitamente más pequeña que el todo. 
										Resulta de ahí que el ser divino, el ser 
										absolutamente inmaterial, el espíritu, 
										es divisible como la materia. He ahí un 
										misterio del que es preciso dejar la 
										solución a la fe. 
										Si Dios entero puede alojarse en cada 
										hombre, entonces cada hombre sería Dios. 
										Tendríamos una inmensa cantidad de 
										dioses, limitado cada cual por todos los 
										otros y, sin embargo, siendo infinito 
										cada uno; contradicción que implicaría 
										necesariamente la destrucción mutua de 
										los hombres, la imposibilidad de que 
										hubiese más que uno. En cuanto a las 
										partículas, esto es otra cosa: nada más 
										racional, en efecto, que a partícula sea 
										limitada por otra, y que sea más pequeña 
										que el todo. Sólo que aquí se presenta 
										otra contradicción. Ser limitado, ser 
										más grande o más pequeño, son atributos 
										de la materia, no del espíritu. Del 
										espíritu tal como lo entienden los 
										materialistas, sí, sin duda, porque, 
										según los materialistas, el espíritu 
										real no es más que el funcionamiento del 
										organismo por completo material del 
										hombre; y entonces la grandeza o la 
										pequeñez del espíritu dependen en 
										absoluto de la mayor o menor perfección 
										material del organismo humano. Pero 
										estos mismos atributos de limitación y 
										de grandeza relativa no pueden ser 
										atribuidos al espíritu tal como lo 
										entienden los idealistas, al espíritu 
										absolutamente inmaterial, al espíritu 
										que existe fuera de toda materia. En él 
										no puede haber ni más grande ni más 
										pequeño, ni ningún límite entre los 
										espíritus, porque no hay más que un 
										espíritu: Dios. Si se añade que las 
										partículas infinitamente pequeñas y 
										limitadas que constituyen las almas 
										humanas son al mismo tiempo inmortales, 
										se colmará la contradicción. Pero ésta 
										es una cuestión de fe. Pasemos a otra 
										cosa. 
										He ahí, pues, a la divinidad desgarrada, 
										y arrojada por partes infinitamente 
										pequeñas en una inmensa cantidad de 
										seres de todo sexo, de toda edad, de 
										todas las razas y de todos los colores. 
										Esa es una situación excesivamente 
										incómoda y desgraciada para ella porque 
										las partículas divinas se conocen unas a 
										otras poco, al principio de su 
										existencia humana, que comienzan por 
										devorarse mutuamente. Por tanto, en 
										medio de este estado de barbarie y de 
										brutalidad por completo animal, las 
										partículas divinas, las almas humanas, 
										conservan como un vago recuerdo de su 
										divinidad primitiva, son invenciblemente 
										arrastradas hacia su Todo; se buscan, lo 
										buscan. Esa es la divinidad misma, 
										difundida y perdida en el mundo 
										material, que se busca en los hombres 
										está de tal modo destruida por esa 
										multitud de prisiones humanas en que se 
										encuentra repartida, que al buscarse 
										comete un montón de tonterías. 
										Comenzando por el fetichismo, se busca y 
										se adora a sí misma, tan pronto en una 
										piedra, como en un trozo de madera, o en 
										un trapo. Es muy probable también que no 
										hubiese salido nunca del trapo si la 
										otra divinidad que no se ha dejado 
										caer en la materia, y que se ha 
										conservado en el estado de espíritu puro 
										en las alturas sublimes del ideal 
										absoluto, o en las regiones celestes, no 
										hubiese tenido piedad de ella. 
										He aquí un nuevo misterio. Es el de la 
										divinidad que se escinde en dos mitades, 
										pero igualmente totales e infinitas 
										ambas, y de las cuales una -Dios padre- 
										se conserva en las puras regiones 
										inmateriales; mientras que la otra -Dios 
										hijo- se ha dejado caer en la materia. 
										Vamos a ver al momento establecerse 
										relaciones continuas de arriba a abajo y 
										de abajo a arriba entre estas dos 
										divinidades, separada una de otra; y 
										estas relaciones, consideradas como un 
										solo acto eterno y constante, 
										constituirán el Espíritu Santo.  
										Tal es, en su verdadero sentido 
										teológico y metafísico, el grande, el 
										terrible misterio. de la trinidad 
										cristiana. Pero dejemos lo antes posible 
										estas alturas y veamos lo que pasa en la
										tierra. 
										Dios padre, viendo, desde lo alto de su 
										esplendor eterno, que ese pobre Dios 
										hijo, achatado y pasmado por su caída, 
										se sumergió y perdió de tal modo en la 
										que, aun llegado al estado humano, no 
										consigue encontrarse, se decide, 
										por fin, a ayudarlo. Entre esa inmensa 
										cantidad de partículas a la vez 
										inmortales, divinas e infinitamente 
										pequeñas en que el Dios hijo se diseminó 
										hasta el punto de no poder volver a 
										reconocerse, el Dios padre eligió las 
										que le agradaron más y las hizo sus 
										inspirados, sus profetas, sus "hombres 
										de genio virtuosos", los grandes 
										bienhechores y legisladores de la 
										humanidad: Zoroastro, Buda, Moisés, 
										Confucio, Licurgo, Solón, Sócrates, el 
										divino Platón, y Jesucristo, sobre todo, 
										la completa realización de Dios hijo, en 
										fin, recogida y concentrada en una sola 
										persona humana; todos los apóstoles, San 
										Pedro, San Pablo y San Juan, sobre todo; 
										Constantino el Grande, Mahoma; después 
										Carlomagno, Gregorio Vll, Dante; según 
										unos Lutero también, Voltaire y 
										Rousseau, Roespierre y Dantón, y muchos 
										otros grandes y santos personajes 
										históricos de los que es imposible 
										recapitular todos los nombres, pero 
										entre los cuales, como ruso, ruego que 
										no se olvide a San Nicolás. 
										Henos aquí, pues, llegados a la 
										manifestación de Dios sobre la tierra. 
										Pero tan pronto como Dios aparece, el 
										hombre se anula. Se dirá que no se anula 
										del todo, puesto que él mismo es una 
										partícula de Dios. ¡Perdón! Admito que 
										una partícula, una parte de un todo 
										determinado, limitado, por pequeña que 
										sea la parte, sea una cantidad, un 
										tamaño positivo. Pero una parte, una 
										partícula de lo infinitamente grande, 
										comparada con él, es, necesariamente, 
										infinitamente pequeña. Multiplicad los 
										millones y millones por millones y 
										millones; su producto, en comparación 
										con lo infinitamente grande, será 
										infinitamente pequeño, lo infinitamente 
										pequeño es igual a cero. Dios es todo, 
										por consiguiente el hombre y todo el 
										mundo real con él, el universo, no son 
										nada. No saldréis de ahí. 
										Dios aparece, el hombre se anula; y 
										cuanto más grande se hace la divinidad, 
										más miserable se vuelve la humanidad. He 
										ahí toda la historia de todas las 
										religiones; he ahí el efecto de todas 
										las inspiraciones y de todas las 
										legislaciones divinas. En historia el 
										nombre de Dios es la terrible maza 
										histórica con la cual los hombres 
										divinamente inspirados, los grandes 
										"genios virtuosos" han abatido la 
										libertad, la dignidad, la razón y 
										la prosperidad de los hombres. 
										Hemos tenido primeramente la caída de 
										Dios. Tenemos ahora una caída que nos 
										interesa mucho más: la  
										del hombre, causada por la sola 
										aparición o manifestación de Dios en la 
										tierra. 
										Ved, pues, en qué error profundo se 
										encuentran nuestros queridos e ilustres 
										idealistas. Hablándonos de Dios, creen, 
										quieren elevarnos, emanciparnos, 
										ennoblecernos y, al contrario, nos 
										aplastan y nos envilecen. Con el nombre 
										de Dios se imaginan poder establecer la 
										fraternidad entre los hombres, y, al 
										contrario, crean el orgullo, el 
										desprecio; siembran la discordia, el 
										odio, la guerra, fundan la esclavitud. 
										Porque con Dios vienen necesariamente 
										los diferentes grados de inspiración 
										divina; la humanidad se divide en muy 
										inspirados, menos inspirados y en no 
										inspirados de ningún modo. Todos son 
										igualmente nulos ante Dios, es verdad; 
										pero comparados entre sí, los unos son 
										más grandes que los otros; y no 
										solamente de hecho -lo que no sería 
										nada, porque una desigualdad de hecho se 
										pierde por sí misma en la 
										colectividad, cuando no encuentra nada, 
										ninguna ficción o institución legal a a 
										cual pueda engancharse-; no, los unos 
										son más grandes que los otros por el 
										derecho divino de la inspiración: lo que 
										constituye de inmediato una desigualdad 
										fija, constante, petrificada. Los más 
										inspirados deben ser escuchados y 
										obedecidos por los menos inspirados. He 
										ahí al fin el -principio de autoridad 
										bien establecido, y con él las dos 
										instituciones fundamentales de la 
										esclavitud: la Iglesia y el 
										Estado. 
										De todos los despotismos el de los 
										doctrinarios o de los inspirados 
										religiosos es el peor. Son tan celosos 
										de la gloria de su Dios y del triunfo de 
										su idea, que no les queda corazón ni 
										para la libertad, ni para la dignidad, 
										ni aun para los sufrimientos de los 
										hombres vivientes, de los hombres 
										reales. El celo divino, la preocupación 
										por la idea acaban por desecar en las 
										almas más tiernas, en los corazones más 
										solidarios, las fuentes del amor humano. 
										Considerando todo lo que es, todo lo que 
										se hace en el mundo, desde el punto 
										vista de la eternidad o de la idea 
										abstracta, tratan con desdén las cosas
										pasajeras; pero toda la vida de los 
										hombres reales, de los hombres de carne 
										y hueso, no está compuesta más que de 
										cosas pasajeras; ellos mismos no son más 
										que seres que pasan y que, una vez 
										pasados, son reemplazados por otros 
										igualmente pasajeros, pero que no 
										vuelven jamás en persona. Lo que hay de 
										permanente o de relativamente eterno en 
										los hombres reales, es el hecho de la 
										humanidad que, al desenvolverse 
										constantemente, pasa, cada vez más rica, 
										de una generación a otra. Digo 
										relativamente eterno, porque una vez 
										destruido nuestro planeta -y puede por 
										menos de perecer tarde o temprano, pues 
										do lo que ha comenzado debe 
										necesariamente terminar-, una vez 
										descompuesto nuestro planeta, para 
										servir sin duda de elemento a alguna 
										formación nueva en el sistema del 
										universo, el único realmente eterno, 
										¿quién sabe lo que pasará con todo 
										nuestro desenvolvimiento humano? Por 
										consiguiente, como el momento de esa 
										disolución está inmensamente lejos de 
										nosotros, podemos considerar a la 
										humanidad como eterna, dada en relación 
										a la vida humana, tan corta. Pero este 
										mismo hecho de la humanidad progresiva 
										no es real y viviente más que en tanto 
										que se manifiesta y se realiza en 
										tiempos determinados, en lugares 
										determinados, en hombres realmente 
										vivos, y no en su ideal general. 
										La idea general es siempre una 
										abstracción y por eso mismo, en cierto 
										modo, una negación de la vida real. En 
										mi Apéndice Consideraciones 
										filosóficas he comprobado esta 
										propiedad del pensamiento humano, y por 
										consiguiente, también de la ciencia, de 
										no poder aprehender y nombrar en los 
										hechos reales más que su sentido 
										general, sus relaciones generales, sus 
										leyes generales; en una palabra, lo que 
										es permanente en sus transformaciones 
										continuas, pero jamás su aspecto 
										material, individual, y, por decirlo 
										así, palpitante de realidad y de vida, 
										pero por eso mismo fugitivo, no la 
										realidad misma; el pensamiento de la 
										vida, no la vida. He ahí su límite, el 
										único límite verdaderamente 
										infranqueable para ella, porque está 
										fundado sobre la natulareza misma del 
										pensamiento humano, que es el único 
										órgano de la ciencia. 
										Sobre esta naturaleza se fundan tres 
										derechos incontestables y la gran misión 
										de la ciencia, pero también su 
										impotencia vital y su acción malhechora 
										siempre que, por sus representantes 
										oficiales, patentados, se atribuye el 
										derecho de gobernar la vida. La missión 
										de la ciencia es ésta: Al constatar las 
										relaciones geneales de las cosas 
										pasajeras y reales y al reconocer las 
										leyes generales inherentes al 
										desenvolvimiento de los fenómenos, tanto 
										del mundo físico como del mundo social, 
										planta, por decirlo así, los jalones 
										inmutables de la marcha progresiva de la 
										humanidad, indicando a los hombres las 
										condiciones generales cuya observación 
										rigurosa es necesaria y cuya ignorancia 
										u olvido serán siempre fatales. En una 
										palabra, la ciencia es la brújula de la 
										vida, pero no es la vida. La ciencia es 
										inmutable, impersonal, general, 
										abstracta, insensible, como las leyes de 
										que no es más que la reproducción ideal, 
										reflexiva o mental, es decir, cerebral 
										(para recordamos que la ciencia misma no 
										es más que un producto material de un 
										órgano material, de la organización 
										material del hombre, del cerebro).
										La vida es fugitiva, pasajera, pero 
										también palpitante de realidad y de, 
										individualidad, de sensibilidad, de 
										sufrimientos, de alegrías, de 
										aspiraciones, de necesidades y de 
										pasiones. Es ella la que espontáneamente 
										crea las cosas y todos los seres reales. 
										La ciencia no crea nada, constata y 
										reconoce solamente las creaciones de la 
										vida. Y siempre que los hombres de 
										ciencia, saliendo de su mundo abstracto, 
										se mezclan a la creación viviente en el 
										mundo real, todo lo que proponen o lo 
										que crean es pobre, ridículamente 
										abstracto, privado de sangre y de vida, 
										muerto nonato, semejante al 
										humunculus creado por Wagner, el 
										discípulo pedante del inmortal doctor 
										Fausto. Resulta de ello que la ciencia 
										tiene por misión única esclarecer la 
										vida, no gobernarla.  
										El gobiemo de la ciencia y de los 
										hombres de ciencia aunque se llamen 
										positivistas, discípulos de Auguste 
										Comte, o discípulos de la escuela 
										doctrinaria del comunismo alemán, no 
										puede ser sino impotente, ridículo, 
										inhumano y cruel, opresivo, explotador, 
										malhechor. Se puede decir que los 
										hombres de ciencia, como tales, 
										lo que he dicho de los teólogos y de los 
										metafísicos: no tienen ni sentido ni 
										corazón para los seres índividuales y 
										vivientes. No se les puede hacer 
										siquiera un reproche por ello, porque es 
										la consecuencia natural de su oficio. En 
										tanto que hombres de ciencia no se 
										preocupan, no pueden interesarse más que 
										por las generalidades, por las leyes... 
										[Faltan tres páginas del mantis 
										criíto de Bakunin] 
										... no son exclusivamente hombres de 
										ciencia, son también más o menos hombres 
										de la vida. 
										Pero no hay que fiarse demasiado, y si 
										se puede estar seguro poco más o menos 
										de que ningún sabio se atreverá a tratar 
										hoy a un hombre como se trata a un 
										conejo, es de temer siempre que el 
										gobierno de los sabios, si se le deja 
										hacer, querrá someter a los hombres 
										vivos a experiencias científicas, sin 
										duda menos crueles pero que no serían 
										menos desastrosas para sus víctimas 
										humanas. Si los sabios no pueden hacer 
										experiencias sobre el cuerpo de los 
										hombres, no querrán nada mejor que 
										hacerlas sobre el cuerpo social, y he 
										ahí lo que hay que impedir a toda cosa. 
										En su organización actual, monopolistas 
										de la ciencia y que quedan, como tales, 
										fuera de la vida social, los sabios 
										forman ciertamente una casta aparte que 
										ofrece mucha analogía con la casta de 
										los sacerdotes. La abstracción 
										científica es su Dios, las 
										individualidades vivientes y reales son 
										las víctimas, y ellos son los 
										inmoladores consagrados y patentados. 
										La ciencia no puede salir de la esfera 
										de las abstracciones. Bajo este aspecto, 
										es infinitamente inferior al arte, -el 
										cual tampoco tiene propiamente que ver 
										más que con los tipos generales y las 
										situaciones generales, pero que, por un 
										artificio que le es propio, sabe 
										encarnar en formas que aunque no sean 
										vivas, en el sentido de la vida real, no 
										provocan menos en nuestra imaginación el 
										sentimiento o el recuerdo de esa vida; 
										individualiza en cierto modo los tipos y 
										las aciones que concibe y, por esas 
										individualidades sin carne y sin hueso, 
										y como tales permanentes e inmortales, 
										que tiene el poder de crear, nos 
										recuerda las individualidades vivientes, 
										reales, que aparecen y que desaparecen 
										ante nuestros ojos. El arte es, pues, en 
										cierto modo la vuelta de la abstracción 
										a la vida. La ciencia es, al contrario, 
										la inmolación perpetua de la vida 
										fugitiva, pasajera, pero real, sobre el 
										altar de las abstracciones eternas. 
										La ciencia es tan poco capaz de 
										aprehender la individualidad de un 
										hombre como la de un conejo. Es decir, 
										es tan indiferente para una como para 
										otra. No es que ignore el principio de 
										la individualidad. La concibe 
										perfectamente como principio, pero no 
										como hecho. Sabe muy bien que todas las 
										especies animales, comprendida la 
										especie humana, no tienen existencia 
										real más que en un número indefinido 
										de individuos que nacen y que mueren, 
										haciendo lugar a individuos nuevos 
										igualmente pasajeros. Sabe que a medida 
										que se eleva de las especies animales a 
										las especies superiores, el principio de 
										la individualidad se determina más, los 
										individuos aparecen más completos y más 
										libres. Sabe en fin que el hombre, el 
										último y el más perfecto animal de esta 
										tierra, presenta la individualidad más 
										completa y más digna de consideración, a 
										causa de su capacidad de concebir y de 
										concretar, de personificar en cierto 
										modo en sí mismo, y en su existencia 
										tanto social como privada, la ley 
										universal. Sabe, cuando no está viciada 
										por el doctrinalismo teológico, 
										metafísico, político o jurídico, o aun 
										por un orgullo estrictamente científico, 
										y cuando no es sorda a los instintos y a 
										las aspiraciones espontáneas de la vida, 
										sabe (y ésa es su última palabra), que 
										el respeto al hombre es la ley suprema 
										de la humanidad, y que el grande, el 
										verdadero fin de la historia, el único 
										legítimo, es la humanización y la 
										emancipación, es la libertad , la 
										prosperidad real, la felicidad de cada 
										individuo que vive en sociedad. Porque, 
										al fin de cuentas, a menos de volver a 
										caer en la ficción liberticida del bien 
										público representado por el Estado, 
										ficción fundada siempre sobre la 
										inmolación sistemática de las masas 
										populares, es preciso reconocer que la 
										libertad y la prosperidad colectivas no 
										son reales más que cuando representan la 
										suma de las libertades y de las 
										prosperidades individuales. 
										La ciencia sabe todo eso, pero no va, no 
										puede ir más allá. Al constituir la 
										abstracción su propia naturaleza, puede 
										muy bien concebir el principio de la 
										individualidad real y viva, pero no 
										puede tener nada que ver con individuos 
										reales y vivientes. Se ocupa de los 
										individuos en general, pero no de Pedro 
										o de Santiago, no de tal o cual otro 
										individuo, que no existen, que no pueden 
										existir para ella. Sus individuos no 
										son, digámoslo aún, más que 
										abstracciones. 
										Por consiguiente, no son esas 
										individualidades abstractas, sino los 
										individuos reales, vivientes, pasajeros, 
										los que hacen la historia. Las 
										abstracciones no tienen piernas para 
										marchar, no marchan más que cuando son 
										llevadas por hombres reales. Para esos 
										seres reales, compuestos no sólo de 
										ideas sino realmente de carne y sangre, 
										la ciencia no tiene corazón. Los 
										considera a lo sumo como carne de 
										desenvolvimiento intelectual y social.
										¿Qué le importan las condiciones 
										particulares y la suerte fortuita de 
										Pedro y de Santiago? Se haría ridícula, 
										abdicaría, se aniquilaría si quisiese 
										ocuparse de ellas de otro modo que como 
										de un ejemplo en apoyo de sus teorías 
										eternas. Y sería ridículo querer que lo 
										hiciera, porque no es ésa su misión. No 
										puede percibir lo concreto; no puede 
										moverse más que en abstracciones. Su 
										misión es ocuparse de la situación y de 
										las condiciones generales de la 
										existencia y del desenvolvimiento, sea 
										de la especie humana en general, sea de 
										tal raza, de tal pueblo, de tal clase o 
										categoría de individuos; de las causas 
										generales de su prosperidad o de su 
										decadencia, y de los medios generales
										para hacerlos avanzar en toda suerte 
										de progresos. Siempre que realice amplia 
										y racionalmente esa labor, habrá 
										cumplido todo su deber, y sería 
										verdaderamente ridículo e injusto 
										exigirle más. 
										Pero sería igualmente ridículo, sería 
										desastroso confiarle una misión que es 
										incapaz de ejecutar. Puesto que su 
										propia naturaleza la obliga a ignorar la 
										existencia y la suerte de Pedro y de 
										Santiago, no hay que permitirle, ni a 
										ella ni a nadie en su nombre, gobernar a 
										Pedro y a Santiago. Porque sería muy 
										capaz de tratarlos poco más o menos que 
										como trata a los conejos. O más bien, 
										continuaría ignorándolos; pero sus 
										representantes patentados, hombres de 
										ningún modo abstractos, sino al 
										contrario muy vivientes, que tienen 
										intereses muy reales, cediendo a la 
										influencia perniciosa que ejerce 
										fatalmente el privilegio sobre los 
										hombres, acabarían por esquilmarlos en 
										nombre de la ciencia como los han 
										esquilmado hasta aquí los sacerdotes, 
										los políticos de todos los colores y los 
										abogados, en nombre de Dios, del estado 
										y del derecho jurídico. 
										Lo que predico es, pues, hasta un cierto 
										punto, la rebelión de la vida contra 
										la ciencia, o más bien contra el 
										gobierno de la ciencia. No para 
										destruir la ciencia -eso sería un crimen 
										de lesa humanidad-, sino para ponerla en 
										su puesto, de manera que no pueda volver 
										a salir de él. Hasta el presente toda la 
										historia humana no ha sido más que una 
										inmolación perpetua y sangrienta de 
										millones de pobres seres humanos a una 
										abstracción despiadada cualquiera: Dios, 
										patria, poder el estado, honor nacional, 
										derechos históricos, derechos jurídicos, 
										libertad política, bien público. Tal ha 
										sido hasta hoy el movimiento natural, 
										espontáneo y fatal de las sociedades 
										humanas. No podemos hacer nada ahí, 
										debemos aceptarlo en cuanto al pasado, 
										como aceptamos todas las fatalidades 
										naturales. Es preciso creer que, ésa era 
										la única ruta posible para la educación 
										de la especie humana. Porque no hay que 
										engañarse: aun cediendo la parte más 
										grande a los artificios maquiavélicos de 
										las clases gobernantes, debemos 
										reconocer que ninguna minoría hubiese 
										sido bastante poderosa para imponer 
										todos esos terribles sacrificios a las 
										masas, si no hubiese habido en esas 
										masas mismas un movimiento vertiginoso, 
										espontáneo, que las llevase a 
										sacrificarse siempre de nuevo a una de 
										esas abstracciones devoradoras que, como 
										los vampiros de la historia, se 
										alimentaron siempre de sangre humana. 
										Que los teólogos, los políticos y los 
										juristas hallen eso muy bien, se 
										concibe. Sacerdotes de esas 
										abstraeciones, no viven más que de esa 
										continua inmolación de las masas 
										populares. Que la metafísica dé también 
										su consentimiento a ello, no debe 
										asombramos tampoco. No tiene otra misión 
										que la de legitimar y racionalizar todo 
										lo posible lo que es inicuo y absurdo. 
										Pero que la ciencia positiva misma haya 
										mostrado hasta aquí idénticas 
										tendencias, he ahí lo que debemos 
										constatar y deplorar. No ha podido 
										hacerlo más que por dos razones: 
										primero, porque, constituida al margen 
										de la vida popular, está representada 
										por un cuerpo privilegiado; y además 
										porque se ha colocado ella mísma, hasta 
										aquí, como el fin absoluto y último de 
										todo desenvolvimiento humano; mientras 
										que, mediante una crítica juiciosa, de 
										que es capaz y que en última instancia 
										se verá forzada a ejecutar contra sí 
										misma, habría debido comprender que es 
										realmente un medio necesario para la 
										realización de un fin mucho más elevado: 
										el de la completa humanización de la 
										situación real de todos los 
										individuos reales que nacen, 
										viven y mueren sobre la tierra. 
										La inmensa ventaja de la ciencia 
										positiva sobre la teología, la 
										metafísica, la política y el derecho 
										jurídico, consiste en esto: que en lugar 
										de las abstracciones mentirosas y 
										funestas predicadas por esas doctrinas, 
										plantea abstracciones verdaderas que 
										experimentan la naturaleza general o la 
										lógica misma de las cosas, sus 
										relaciones generales y las leyes 
										generales de su desenvolvimiento. He ahí 
										lo que la separa profundamente de todas 
										las doctrinas precedentes y lo que le 
										asegurará siempre una gran posición en 
										la sociedad humana. Constituirá en 
										cierto modo su conciencia colectiva. 
										Pero hay un aspecto por el que se asocia 
										absolutamente a todas esas doctrinas: 
										que no tiene y no puede tener por objeto 
										más que las abstracciones, y es forzada, 
										por su naturaleza misma, a ignorar los 
										individuos reales, al margen de los 
										cuales, aun las abstracciones más 
										verdaderas no tienen existencia real. 
										Para remediar este defecto radical, he 
										aquí la diferencia que deberá 
										establecerse entre la acción práctica de 
										las doctrinas precedentes y la ciencia 
										positiva. Las primeras se han prevalido 
										de la ignorancia de las masas para 
										sacrificarlas con voluptuosidad a sus 
										abstracciones, por lo demás siempre muy 
										lucrativas para sus representantes 
										corporales. La segunda, reconociendo su 
										incapacidad absoluta para concebir los 
										individuos reales e interesarse en su 
										suerte, debe definitiva y absolutamente, 
										renunciar al gobierno de la sociedad; 
										porque, si se mezclase en él, no podría 
										obrar de otro modo que sacrificando 
										siempre los hombres vivientes, que 
										ignora, a sus abstracciones que forman 
										el único objeto de sus preocupaciones 
										legítimas. 
										La verdadera ciencia de la historia, por 
										ejemplo, no existe todavía, y apenas si 
										se comienzan hoy a entrever las 
										condiciones inmensamente complicadas de 
										esa ciencia. Pero supongámosla en fin 
										realizada: ¿qué podrá darnos? 
										Reproducirá el cuadro razonado y fiel 
										del desenvolvimiento natural de las 
										condiciones generales, tanto materiales 
										como ideales, tanto económicas como 
										políticas, de las sociedades que han 
										tenido una historia. Pero ese cuadro 
										universal de la civilización, por 
										detallado que sea, no podrá nunca 
										contener más que apreciaciones generales 
										y por consiguiente abstractas. En 
										este sentido, los millares de millones 
										de individuos que han formado la 
										materia viva y sufriente de esa 
										historia -a la vez triunfal y lúgubre 
										desde el punto de vista de la inmensa 
										hecatombe de víctimas "aplastadas bajo 
										su carro", los millares de millones de 
										individuos oscuros, pero sin los cuales 
										no habría sido obtenido ninguno de los 
										grandes resultados abstractos de la 
										historia -y que, notadlo bien, no 
										aprovecharon jamás ninguno de esos 
										resultados- esos individuos no 
										encontrarán la más humilde plaza en la 
										historia. Han vivido, han sido 
										inmolados, en bien de la humanidad 
										abstracta; he ahí todo. 
										¿Habrá que reprocharle eso a la ciencia 
										de la historia? Sería ridículo e 
										injusto. Los individuos son 
										inapercibibles por el pensamiento, por 
										la reflexión, aun por la palabra humana, 
										que no es capaz de expresar más que 
										abstracciones; inapercibibles en el 
										presente lo mismo que en el pasado. Por 
										tanto, la ciencia social misma, la 
										ciencia del porvenir, continuará 
										ignorándolos forzosamente. Todo lo que 
										tenemos el derecho a exigir de ella es 
										que nos indique, con una mano firme y 
										fiel, las causas generales de los 
										sufrimientos individuales; entre 
										esas causas no olvidará, sin duda, la 
										inmolación y la subordinación, demasiado 
										habituales todavía, de los individuos 
										vivientes a las generalidades 
										abstractas; y que al mismo tiempo nos 
										muestre las condiciones generales 
										necesarias para la emancipación real de 
										los individuos que viven en la sociedad.
										He ahí su misión, he ahí también sus 
										límites, más allá de los cuales la 
										acción de la ciencia social no podría 
										ser sino impotente y funesta. Porque más 
										allá de esos límites comienzan las 
										pretensiones doctrinarias y 
										gubenanentales de sus representantes 
										patentados, de sus sacerdotes. Y es 
										tiempo de acabar con todos los papas y 
										todos los sacerdotes: no los queremos ya 
										aunque se llamen demócratas-socialistas. 
										Otra vez más, la única misión de la 
										ciencia es iluminar la ruta. Pero sólo 
										la vida, liberada de todos los 
										obstáculos gubernamentales y 
										doctrinarios y devuelta a la 
										plenitud de su acción espontánea, puede 
										crear.  
										¿Cómo resolver esta antinomia? 
										Por una parte la ciencia es 
										indispensable a la organización racional 
										de la sociedad; por otra, incapaz de 
										interesarse por lo que es real y 
										viviente, no debe mezclarse en la 
										organización real o práctica de la 
										sociedad. Esta contradicción no puede 
										ser resuelta más que de un solo modo: la 
										liquidación de la ciencia como ser moral 
										existente al margen de la vida social de 
										todo el mundo, y representada, como tal, 
										por un cuerpo de patentados, y su 
										difusión entre las masas popuares. 
										Estando llamada la ciencia en lo 
										sucesivo a representar la conciencia 
										colectiva de la sociedad, debe almente 
										convertirse en propiedad de todo el 
										mundo. Por eso, sin perder nada de su 
										carácter universal -del que no podrá 
										jamás apartarse, bajo pena de cesar de 
										ser ciencia, y aun continuando 
										ocupándose exclusivamente de las causas 
										generales, de las condiciones reales y 
										de las relaciones generales,de los 
										individuos y de las cosas-, se fundirá 
										en la realidad con la vida inmediata y 
										real de todos los individuos humanos. 
										Este era un movimiento análogo a aquél 
										que ha hecho decir a los protestantes, 
										al comienzo de la Reforma religiosa, que 
										no había necesidad de sacerdotes, pues 
										el hombre se convertiría en adelante en 
										su propio sacerdote y gracias a la 
										intervención invisible, única, de 
										Jesucristo, había llegado a tragarse en 
										fin su propio Dios. Pero no se trata 
										aquí ya ni de nuestro señor Jesucristo, 
										ni del buen Dios, ni de la libertad 
										política, ni del derecho jurídico, todas 
										cosas reveladas, sea teológica, sea 
										metafísicamente, y todas igualmente 
										indigestas, como se sabe. El mundo de 
										las abstracciones científicas no es 
										revelado; es inherente al mundo real, 
										del cual no es más que la expresión y la 
										representación general o abstracta. En 
										tanto que forma una región separada, 
										representada especialmente por el cuerpo 
										de los sabios, ese mundo ideal nos 
										amenaza con ocupar, frente al mundo 
										real, el puesto del buen Dios y con 
										reservar a sus representantes patentados 
										el oficio de sacerdotes. Por esa razón, 
										por la instrucción general, igual para 
										todos y para todas, hay que disolver la 
										organización social separada de la 
										ciencia, a fin de que las masas, cesando 
										de ser rebaños dirigidos y esquilmados 
										por los pastores privilegiados, puedan 
										tomar en sus manos sus propios destinos 
										históricos. 
										Pero en tanto que las masas no hayan 
										llegado a ese grado de instrucción, 
										¿será necesario que se dejen gobernar 
										por los hombres de ciencia? ¡No lo 
										quiera Dios! Sería mejor que vivieran 
										sin la ciencia antes de dejarse 
										gobernar por los sabios. El gobierno 
										de los sabios tendría por primera 
										consecuencia hacer inaccesible al pueblo 
										la ciencia y sería necesariamente un 
										gobierno aristocrático, porque la 
										institución actual de la ciencia es una 
										institución aristocrática. ¡La 
										aristocracia de la inteligencia! Desde 
										el punto de vista práctico la más 
										implacable, desde el punto de vista 
										social la más arrogante y la más 
										insultante: tal sería el poder 
										constituido en nombre de la ciencia. Ese 
										régimen sería capaz de paralizar la vida 
										y el movimiento la sociedad. Los sabios, 
										siempre presuntuosos, siempre llenos de 
										suficiencia, y siempre impotentes, 
										querrían mezclarse en todo, y todas las 
										fuentes de la vida se secarían bajo su 
										soplo abstracto y sabio. 
										Una vez más, la vida, no la ciencia, 
										crea la vida; la acción espontánea del 
										pueblo mismo es la única que puede crear 
										la libertad popular. Sin duda, sería muy 
										bueno que la ciencia pudiese, desde hoy, 
										iluminar la marcha espontánea del pueblo 
										hacia su emancipación pero más vale la 
										ausencia de luz que una luz vertida con 
										parsimonia desde afuera con el fin 
										evidente de extraviar al pueblo. Por 
										otra parte, el pueblo no carecerá 
										absolutamente de luz. No en vano ha 
										recorrido la larga carrera histórica y 
										ha pagado sus errores con siglos de 
										sufrimientos horribles. El resumen 
										práctico de esas dolorosas experiencias 
										constituye una especie de ciencia 
										tradicional que, bajo ciertos aspectos, 
										equivale perfectamente a la ciencia 
										teórica. En fin, una parte de la 
										juventud estudiosa, aquellos de entre 
										los burgueses estudiosos que sienten 
										bastante odio contra la mentira, contra 
										la hipocresía, contra la iniquidad y 
										contra la cobardía de la burguesía, para 
										encontrar en sí el valor de volverle las 
										espaldas, y bastante pasión para abrazar 
										sin reservas la causa justa y humana del 
										proletariado, esos serán, como lo he 
										dicho ya, los instructores fraternales 
										del pueblo; aportándole conocimientos 
										que le faltan aún, harán perfectamente 
										inútil el gobierno de los sabios. 
										Si el pueblo debe preservarse del 
										gobierno de los sabios, con mayor razón 
										debe premunirse contra el de los 
										idealistas inspirados. Cuanto más 
										sinceros son esos creyentes y esos 
										poetas del cielo, más peligrosos se 
										vuelven. La abstracción científica, lo 
										he dicho ya, es una abstracción 
										racional, verdadera en su esencia, 
										necesaria a la vida de la que es 
										representación teórica, conciencia. 
										Puede, debe ser absorbida y digerida por 
										la vida. La abstracción idealista, Dios, 
										es un veneno corrosivo que destruye y 
										descompone la vida, que la falsea y la 
										mata. El orgullo de los idealistas, no 
										siendo personal, sino un orgullo divino, 
										es invencible e implacable. Puede, debe 
										morir, pero no cederá nunca, y en tanto 
										que le quede un soplo, tratará de 
										someter el mundo al talón de su Dios, 
										como los lugartenientes de Prusia, esos 
										idealistas prácticos de Alemania, 
										quisieran verlo aplastado bajo la bota 
										con espuelas de su rey. Es la misma fe 
										-los objetivos no son siquiera y 
										diferentes- y el mismo resultado de la 
										fe: la esclavitud. 
										Es al mismo tiempo el triunfo del 
										materialismo más craso y más brutal: no 
										hay necesidad de demostrarlo por lo que 
										se refiere a Alemania, porque habría que 
										estar verdaderamente ciego para no 
										verlo, en los tiempos que corren. Pero 
										creo necesario aun demostrarlo con 
										relación al idealismo divino. 
										El hombre, como todo el resto del mundo, 
										es un ser completamente material. El 
										espíritu, la facultad de pensar, de 
										recibir y de reflejar las diversas 
										sensaciones, tanto exteriores como 
										interiores, de recordarlas después de 
										haber pasado y de reproducirlas por la 
										imaginación, de compararlas y 
										distinguirlas, de abstraer 
										determinaciones comunes y de crear por 
										eso mismo generales o abstractas, a fin 
										de formar las ideas agrupando y 
										combinando las nociones según modos 
										diferentes, la inteligencia en una 
										palabra, el único creador de todo 
										nuestro mundo ideal, es una propiedad 
										del cuerpo animal y principalmente de la 
										organización completamente material del 
										cerebro. 
										Lo sabemos de una manera muy segura, por 
										la expencia universal, que no ha 
										desmentido nunca hecho alguno y que todo 
										hombre puede verificar a cada instante 
										de su vida. En todos los animales, sin 
										exceptuar las especies más inferiores, 
										encontramos un cierto grado de 
										inteligencia y vemos que en la serie de 
										las especies la inteligencia animal se 
										desarrolla tanto más cuanto más la 
										organización de una especie se aproxima 
										a la del hombre; pero que en el hombre 
										solamente llega a esa potencia de 
										abstracción que constituye propiamente 
										el pensamiento. 
										La experiencia universal, que en 
										definitiva es el único origen, la fuente 
										de todos nuestros conocimientos, nos 
										demuestra, pues: 1º), que toda 
										inteligencia está siempre asociada a un 
										cuerpo animal cualquiera, y 2º), que la 
										intensidad, la potencia de esa función 
										animal depende de la perfección relativa 
										de la organización animal. Este segundo 
										resultado de la experiencia universal no 
										es aplicable solamente a las diferentes 
										especies animales; lo comprobamos 
										igualmente en los hombres, cuyo poder 
										intelectual y moral depende, de una 
										manera demasiado evidente, de la mayor o 
										menor perfección de su organismo, como 
										raza, como nación, como clase y como 
										individuos, para que sea necesario 
										insistir demasiado sobre este punto. 
										Por otra parte, es cierto que ningún 
										hombre ha visto nunca ni podido 
										ver el espíritu puro, separado de toda 
										forma material, existiendo 
										independientemente de un cuerpo animal 
										cualquiera. Pero si nadie lo ha visto, 
										¿cómo han podido los hombres llegar a 
										creer en su existencia? Porque el hecho 
										de esa creencia es notorio y, si no 
										universal, como lo pretenden los 
										idealistas, al menos es muy general; y 
										como tal es digno de nuestra atención 
										respetuosa, porque una creencia general, 
										por tonta que sea, ejerce siempre una 
										influencia demasiado poderosa sobre los 
										destinos humanos para que esté permitido 
										ignorarla o hacer abstracción de ella. 
										El hecho de esa creencia histórica se 
										explica, por otra parte, de una manera 
										natural y racional. El ejemlo que nos 
										ofrecen los niños y los adolescentes, 
										incluso muchos hombres que han pasado la 
										edad de la mayoría, nos prueba que el 
										hombre puede ejercer largo tiempo sus 
										facultades mentales antes de darse 
										cuenta la manera cómo las ejerce, antes 
										de llegar a la conciencia clara de ese 
										ejercicio. En ese período del 
										funcionamiento del espíritu inconsciente 
										de sí mismo, de esa acción de la 
										inteligencia ingenua o creyente, el 
										hombre, obsesionado por el mundo 
										exterior e impulsado por ese aguijón 
										interior que se llama la vida, crea 
										cantidad de imaginaciones, de nociones y 
										de ideas, necesariamente muy imperfectas 
										al principio, muy poco conformes a la 
										realidad de las cosas y de los hechos 
										que se esfuerzan por expresar. Y como no 
										tiene la conciencia de su propia acción 
										inteligente, como no sabe todavía que es 
										él mismo el que ha producido y el que 
										continúa produciendo esas imaginaciones, 
										esas nociones, esas ideas, como ignora 
										su origen subjetivo, es decir, 
										humano, las considera naturalmente, 
										necesariamente, como seres objetivos,
										como seres reales, en absoluto 
										independientes de él, que existen por sí 
										y en sí. Es así cómo los pueblos 
										primitivos, al salir lentamente de su 
										inocencia animal, han creado sus dioses 
										habiéndolos creado, no pensando que 
										fuesen ellos mismos los creadores 
										únicos, los han adorado; considerándolos 
										como seres reales, infinitamente 
										superiores ellos mismos, les han 
										atribuido la omnipotencia y se han 
										reconocido sus criaturas, sus esclavos. 
										A medida e las ideas humanas se 
										desenvolvían más, los dioses, que como 
										hice observar ya, no fueron nunca más 
										que la reverberación fantástica, ideal, 
										poética o la imagen trastornada, se 
										idealizaban también. Primero fetiches 
										groseros, se hicieron poco a poco 
										espíritus puros, con existencia fuera 
										del mundo visible, y en fin, a 
										continuación de un largo 
										desenvolvimiento histórico, acabaron por 
										confundirse en un solo ser divino, 
										espíritu puro, eterno, absoluto, creador 
										y amo de los mundos. 
										En todo desenvolvimiento, justo o falso, 
										real o imaginario, colectivo o 
										individual, es siempre el primer paso el 
										que cuesta, el primer acto el más 
										difícil. Una vez franqueado ese paso y 
										realizado ese primer acto, el resto 
										transcurre naturalmente, como una 
										consecuencia necesaria. Lo que era 
										difícil en el desenvolvimiento histórico 
										de esa terrible locura religiosa que 
										continúa obsesionándonos y 
										aplastándonos, era poner un mundo divino 
										tal cual, fuera del mundo real. Ese 
										primer acto de locura, tan natural desde 
										el punto de vista fisiológico y por 
										consiguiente necesario en la historia la 
										humanidad, no se realiza de un solo 
										golpe. Han sido necesarios no sé cuántos 
										siglos para desarrollar y para hacer 
										penetrar esa creencia en los hábitos 
										mentales de los hombres. Pero, una vez 
										establecida, se ha vuelto omnipotente, 
										como lo es necesariamente toda cura que 
										se apodera del cerebro humano. 
										Considerad un loco: cualquiera que sea 
										el objeto especial de su locura, 
										hallaréis que la idea oscura y fija que 
										le obsesiona le parece la más natural 
										del mundo, y al contrario, las 
										cosas naturales y reales que están en 
										contradicción con esa idea, le parecerán 
										locuras ridículas y odiosas. Y bien, la 
										religión es una locura colectiva, tanto 
										más poderosa cuanto que es una locura 
										tradicional y que su origen se pierde en 
										una antigüedad excesivamente lejana. 
										Como locura colectiva, ha penetrado en 
										todos los detalles, tanto públicos como 
										privados de la existencia social de un 
										pueblo, se ha encarnado en la sociedad, 
										se ha convertido por decirlo así en el 
										alma el pensamiento colectivos. Todo 
										hombre es envuelto desde su nacimiento 
										en ella, la mama con la leche de la 
										madre, la absorbe con todo lo que oye, 
										en todo lo ve. Ha sido tan alimentado, 
										tan envenenado, tan penetrado en todo su 
										ser por ella, que más tarde, por 
										poderoso que sea su espíritu natural, 
										tiene necesidad de hacer esfuerzos 
										inauditos para libertarse y no lo 
										consigue nunca de una manera completa. 
										Nuestros idealistas modernos son una 
										demostración de esto y nuestros 
										materialistas doctrinarios, los 
										comunistas alemanes, son otra. No han 
										sabido deshacerse de la religión del 
										Estado. 
										Una vez bien establecido el mundo 
										sobrenatural, el mundo divino en la 
										imaginación tradicional de los pueblos, 
										el desenvolvimiento de los diversos 
										sistemas religiosos ha seguido su curso 
										natural y lógico, siempre conforme, por 
										otra parte, al desenvolvimiento 
										contemporáneo y real de las relaciones 
										económicas y políticas que han sido en 
										todo tiempo, en el mundo de la fantasía 
										religiosa, la reproducción fiel y la 
										consagración divina. Es así como la 
										locura colectiva e histórica que se 
										llama religión se ha desarrollado desde 
										el fetichismo, pasando por todos los 
										grados del politeísmo, basta el 
										monoteísmo cristiano. 
										El segundo paso, en el desenvolvimiento 
										de las creencias religiosas y el más 
										difícil sin duda después del 
										establecimiento de un mundo divino 
										separado, fue precisamente esa 
										transición del politeísmo al monoteísmo, 
										del materialismo religioso de los 
										paganos a la fe espiritualista de los 
										cristianos. Los dioses paganos -y éste 
										fue su carácter principal-, eran ante 
										todo dioses exclusivamente nacionales. 
										Después, como eran numerosos, 
										conservaron necesariamente, más o menos, 
										un carácter material o, más bien, es 
										porque eran materiales por lo que fueron 
										tan numerosos, pues la diversidad es uno 
										de los atributos principales del mundo 
										real. Los dioses paganos no eran aún 
										propiamente la negación de las cosas 
										reales: no eran más que su exageración 
										fantástica. 
										Hemos visto cuánto costó esa transición 
										al pueblo judío, del que constituyó, por 
										decirlo así, toda la historia. Moisés y 
										los profetas se complacían en predicarle 
										el Dios único; el pueblo volvía a caer 
										en su idolatría primitiva, en la fe 
										antigua, comparativamente mucho más 
										natural, más cómoda en muchos buenos 
										dioses, más materiales, más humanos, más 
										palpables. Jehová mismo, su dios único, 
										el dios de Moisés y de los profetas, era 
										un dios excesivamente nacional aún,.que 
										no se servía, para recompensar y 
										castigar a sus fieles, a su pueblo 
										elegido, más que de argumentos 
										materiales, a menudo estúpidos y siempre 
										brutales y feroces. No parece que la fe 
										en su existencia haya implicado la 
										negación de la existencia de los dioses 
										primitivos. 
										El dios judío no renegaba de la 
										existencia de esos rivales, sólo que no 
										quería que su pueblo los adorase a su 
										lado, porque ante todo Jehová era un 
										dios muy envidioso y su primer 
										mandamiento fue éste: 
										"Soy el señor tu Dios y no adorarás a 
										otros dioses más que a mí." 
										Jehová no fue más que un esbozo primero, 
										muy material, muy grosero del idealismo 
										moderno. No era, por lo demás, sino un 
										dios nacional, como el dios ruso que 
										adoran los generales rusos súbditos del 
										zar y patriotas del imperio de todas las 
										Rusias, como el dios alemán que, sin 
										duda, van a proclamar bien pronto los 
										pietistas y los generales alemanes 
										súbditos de Guillemio I, en Berlín. El 
										ser supremo no puede ser un Dios 
										nacional, debe ser el de la humanidad 
										entera. El ser supremo no puede ser 
										tampoco un ser material, debe ser la 
										negación de toda materia, el espíritu 
										puro. Para la realización del culto del 
										ser supremo han sido necesarias dos 
										cosas: 1º) una realización de la 
										humanidad por la negación de las 
										nacionalidades y de los cultos 
										nacionales; 2º) un desenvolvimiento ya 
										muy avanzado de las ideas metafísicas 
										para espiritualizar al Jehová tan 
										grosero de los judíos. 
										La primera condición fue cumplida por 
										los romanos de una manera muy negativa, 
										sin duda: por la conquista de la mayor 
										parte de los países conocidos de los 
										antiguos y por la destrucción de sus 
										instituciones nacionales. Gracias a 
										ellos el altar de un dios único y 
										supremo pudo establecerse sobre las 
										ruinas de otros millares de altares 
										nacionales. Los dioses de todas las 
										naciones vencidas, reunidos en el 
										Panteón, se anularon mutuamente. Ese fue 
										el primer esbozo, muy tosco y por 
										completo negativo, de la humanidad. En 
										cuanto a la segunda condición, la 
										espiritualización de Jehová, fue 
										realizada por los griegos mucho antes de 
										la conquista de su país por los romanos. 
										Ellos fueron los creadores de la 
										metafísica. Grecia, en su cuna 
										histórica, había encontrado un mundo 
										divino que se estableció definitivamente 
										en la fe tradicional de sus pueblos; ese 
										mundo le había sido legado y 
										materialmente aportado por el Oriente. 
										En su período instintivo, anterior a su 
										historia política, lo había desarrollado 
										y humanizado prodigiosamente por sus 
										poetas, y cuando comenzó propiamente su 
										historia tenía una religión hecha, la 
										más simpática y la más noble de todas 
										las religiones que hayan existido jamás, 
										en cuanto una religión, es decir, una 
										mentira, pueda ser noble y simpática. 
										Sus grandes pensadores -y ningún pueblo 
										los tuvo mayores que Grecia- al 
										encontrar el mundo divino establecido, 
										no sólo fuera del pueblo, sino también 
										en él mismo como hábito de sentir y de 
										pensar, lo tomaron necesariamente por 
										punto de partida. Fue ya mucho que no 
										hicieran teología, es decir, que no 
										perdieran el tiempo en reconciliar la 
										razón naciente con los absurdos de tal o 
										cual otro Dios, como lo hicieron en la 
										Edad Media los escolásticos. Dejaron a 
										los dioses fuera de sus especulaciones y 
										se asociaron directamente a la idea 
										divina, una, invisible, omnipotente, 
										eterna y absolutamente espiritualista, 
										pero no personal. Desde el punto de 
										vista del espiritualismo, los 
										metafísicos griegos fueron, mucho más 
										que los judíos, los creadores del dios 
										cristiano. Los judíos no han añadido más 
										que la brutal personalidad de su Jehová. 
										Que un genio sublime como el gran Platón 
										haya podido estar absolutamente 
										convencido de la realidad de la idea 
										divina, eso nos demuestra cuán 
										contagiosa es, cuán omnipotente es la 
										tradición de la locura religiosa, aun en 
										relación con los más grandes espíritus. 
										Por lo demás, no hay que, asombrarse, 
										pues aún en nuestros días, el mayor 
										genio que ha existido después de 
										Aristóteles y Platón, Hegel, a pesar de 
										la crítica por lo demás imperfecta y muy 
										metafísica de Kant, que había demolido 
										la objetividad o la realidad de las 
										ideas divinas, se ha esforzado por 
										reinstaurarlas de nuevo sobre su trono 
										trascendente o celeste. Es verdad que 
										procedió de una manera tan poco cortés 
										que ha matado definitivamente al buen 
										dios, ha quitado a esas ideas su corona 
										divina, mostrando a quien supo leerlo 
										que no fueron nunca más que una pura 
										creación del espíritu humano que 
										recorrió la historia en busca de sí 
										mismo. Para poner fin a todas las 
										locuras religiosas y al milagro divino, 
										no le hacía falta más que pronunciar una 
										gran definición que fue dicha después de 
										él, casi al mismo tiempo, por otros dos 
										grandes espíritus, sin ningún acuerdo 
										mutuo y sin que hubiesen nunca oído 
										hablar uno del otro: por Ludwig 
										Feuerbach, el discípulo y el demoledor 
										de Hegel, en Alemania, y por August 
										Comte, el fundador de la filosofía 
										positiva, en Francia. He aquí esa 
										definición: 
										"La metafísica se reduce a la 
										psicología."  
										Todos los sistemas de metafísica no han 
										sido más que la psicología humana que se 
										desarrolla en la historia. 
										Ahora ya no nos es difícil comprender 
										cómo han nacido las ideas divinas, cómo 
										han sido creadas sucesivamente por la 
										facultad abstractiva del hombre. Pero en 
										la época de Platón ese conocimiento era 
										imposible. El espíritu colectivo, y por 
										consiguiente también el espíritu 
										individual, aun el del mayor genio, no 
										estaba maduro para eso. Apenas había 
										dicho con Sócrates: "Conócete a ti 
										mismo". Ese conocimiento de sí mismo no 
										existía más que en el estado de 
										intuición; en realidad era nulo. Era 
										imposible que el espíritu humano 
										imaginase que era él el único creador 
										del mundo divino. Lo encontró ante él, 
										lo encontró como historia, como 
										sentimiento, como hábito de pensar, e 
										hizo necesariamente de él un objeto de 
										sus más elevadas especulaciones. Así es 
										como nació la metafísica y como las 
										ideas divinas, bases del espiritualismo, 
										fueron desarrolladas y perfeccionadas. 
										Es verdad que después de Platón hubo en 
										el desenvolvimiento del espíritu como un 
										movimiento inverso. Aristóteles, el 
										verdadero padre de la ciencia y de la 
										filosofía positiva, no negó el mundo 
										divino, sino que se ocupó de él lo menos 
										posible. Fue el primero que estudió como 
										un analista y un experimentador que era, 
										la lógica, las leyes del pensamiento 
										humano, y al mismo tiempo el mundo 
										físico, no en su esencia ideal, 
										ilusoria, sino en su aspecto real. Sus 
										seguidores, los griegos de Alejandría, 
										establecieron la primera escuela de 
										científicos positivos. Fueron ateos. 
										Pero su ateísmo quedó sin influencia en 
										sus contemporáneos. La ciencia tendió 
										más y más a aislarse de la vida. Después 
										de Platón la idea divina fue rechazada 
										de la metafísica misma; eso hicieron los 
										epicúreos y los escépticos, dos sectas 
										que contribuyeron mucho a depravar la 
										aristocracia humana pero que 
										permanecieron sin influencia alguna 
										sobre las masas. 
										Otra escuela infinitamente más 
										influyente sobre las asas se formó en 
										Alejandría. Fue la escuela de los 
										neoplatónicos. Confundiendo en una 
										mezcolanza impura las imaginaciones 
										monstruosas de Oriente con las ideas e 
										Platón, ellos fueron los verdaderos 
										preparadores y más tarde los 
										elaboradores de los dogmas cristianos. 
										Por consiguiente, el egoísmo personal y 
										grosero de Jehová, la dominación no 
										menos brutal y grosera de los romanos y 
										la ideal especulación metafísica de los 
										griegos, materializada por el contacto 
										del Oriente, tales fueron los tres 
										elementos históricos que constituyeron a 
										religión espiritualista de los 
										cristianos. 
										Para establecer sobre las ruinas de sus 
										altares tan numerosos el altar de un 
										dios único y supremo, amo del mundo, ha 
										sido preciso que fuera destruida primero 
										la existencia autónoma de las diferentes 
										naciones que imponían el mundo pagano o 
										antiguo. Es lo que hicieron brutalmente 
										los romanos que, al conquistar la mayor 
										parte del mundo conocido de los 
										antiguos, crean en cierto modo el primer 
										esbozo, sin duda por completo negativo y 
										burdo, de la humanidad. 
										Un dios que se levantaba así por encima 
										de todas las diferencias nacionales, 
										tanto materiales como sociales, de todos 
										los países, que era como su negación 
										directa debía ser necesariamente un ser 
										inmaterial y abstracto. Pero la fe tan 
										difícil en la existencia de un ser 
										semejante no ha podido nacer de 
										un solo golpe. Por tanto, como lo he 
										demostrado en el mencionado Apéndice 
										Consideraciones filosóficas, fue 
										largamente preparada y desarrollada por 
										la metafísica griega, la primera en 
										establecer de una manera filosófica la 
										noción de la idea divina, modelo 
										eternamente creador y siempre 
										reproducido por el mundo visible. Pero 
										la divinidad concebida y creada por la 
										filosofía griega era una divinidad 
										impersonal, pues ninguna metafísica, si 
										es consecuente y seria, se podía elevar, 
										o más bien rebajar, a la idea de un dios 
										personal. Ha sido preciso encontrar, 
										pues, un dios que fuese único y que 
										fuese muy personal a la vez. Se encontró 
										en la persona, muy brutal, muy egoísta, 
										muy cruel de Jehová, el dios nacional de 
										los judíos. Pero los judíos, a pesar de 
										ese espíritu nacional exclusivo que los 
										distingue aún hoy, se habían convertido 
										de hecho, mucho antes del nacimiento de 
										Cristo, en el pueblo más internacional 
										del mundo. Arrastrados en parte como 
										cautivos, pero mucho más aún por esa 
										pasión mercantil que constituye uno de 
										los rasgos principales de su carácter 
										nacional, se habían esparcido por todos 
										los países, llevando a todas partes el 
										culto a Jehová, al que se volvían tanto 
										más fieles cuanto más los abandonaba. 
										En Alejandría, ese Dios terrible de los 
										judíos conoció personalmente la 
										divinidad metafísica de Platón, ya muy 
										corrompida por el contacto con el 
										Oriente y que se corrompió más aún 
										después por el suyo. A pesar de su 
										exclusivismo nacional, envidioso y 
										feroz, no pudo resistir a la larga los 
										encantos de esa divinidad ideal e 
										impersonal de los griegos. Se casó con 
										ella, y de ese matrimonio nació el dios 
										espiritualista -no espiritual- de los 
										cristianos. Se sabe que los 
										neoplatónicos de Alejandría fueron los 
										principales creadores de la teología 
										cristiana. 
										Pero la teología no constituye todavía 
										la religión, como los elementos 
										históricos no bastan para crear la 
										historia. Yo llamo elementos históricos 
										a las disposiciones y condiciones 
										generales de un desenvolvimiento real 
										cualquiera: por ejemplo, en este caso, 
										la conquista de los romanos y el 
										encuentro del dios de los judíos con la 
										divinidad ideal de los griegos. Para 
										fecundar los elementos históricos, para 
										hacerles producir una serie de 
										transformaciones históricas nuevas, es 
										preciso un hecho vivo, espontáneo, sin 
										el cual harían podido quedar muchos 
										siglos aún en estado de elementos, sin 
										producir nada. Este hecho no faltó al 
										cristianismo: fue la propaganda, el 
										martirio y la muerte de Jesús. 
										No sabemos casi nada de ese grande y 
										santo personaje; todo lo que los 
										evangelios nos dicen es tan 
										contradictorio y tan fabuloso que apenas 
										podemos tomar de allí algunos rasgos 
										reales y vivientes. Lo que es cierto es 
										que fue el predicador del pobre pueblo, 
										el amigo, el consolador de los 
										miserables, de los ignorantes, de los 
										esclavos y de las mujeres, y que fue muy 
										amado por éstas. Prometió a todos los 
										que eran oprimidos, a todos los que 
										sufrían aquí abajo -y el número es 
										inmenso-, la vida eterna. Fue, como es 
										natural, crucificado por los 
										representantes de la moral oficial y del 
										orden público de la época. Sus 
										discípulos, y los discípulos de sus 
										discípulos, pudieron esparcirse, gracias 
										a la conquista de los romanos, que 
										habían destruido las barreras nacionales 
										y llevaron, en efecto, la propaganda del 
										evangelio a todos los países conocidos 
										de los antiguos. En todas partes fueron 
										recibidos con los brazos abiertos por 
										los esclavos y por las mujeres, las dos 
										clases más oprimidas, las que más 
										sufrían y naturalmente también las más 
										ignorantes del mundo antíguo. Si 
										hicieron algunos prosélitos en el mundo 
										privilegiado e instruido, no lo 
										debieron, en gran parte, mas que a la 
										influencia de las mujeres. Su propaganda 
										más amplia se ejerció casi 
										exclusivamente en el pueblo, tan 
										desgraciado como embrutecido por la 
										esclavitud. Ese fue el primer despertar, 
										la primera rebelión del proletariado. 
										El gran honor del cristianismo, su 
										mérito incontestable y todo el secreto 
										de su triunfo inaudito y por otra parte 
										en absoluto legítimo, fue el de haberse 
										dirigido a ese público doliente e 
										inmenso, a quien el mundo antiguo, que 
										constituía una aristocracia intelectual 
										y política estrecha y feroz, negaba 
										hasta los últimos atributos y los 
										derechos más elementales de la 
										humanidad. De otro modo no habría podido 
										nunca difundirse. La doctrina que 
										enseñaban los apóstoles de Cristo, por 
										consoladora que haya podido aparecer a 
										los desgraciados, era demasiado 
										repulsiva, demasiado absurda desde el 
										punto de vista de la razón humana, para 
										que los hombres ilustrados hubieran 
										podido aceptarla. ¡Con qué triunfo habla 
										el apóstol San Pablo del escándalo de 
										la fe y del triunfo de esa divina 
										locura rechazada por los poderosos y 
										los sabios del siglo, pero tanto más 
										apasionadamente aceptada por los 
										sencillos, por los ignorantes y por los 
										pobres de espíritu! 
										En efecto, era preciso un profundo 
										descontento de la vida, una gran sed del 
										corazón y una pobreza poco menos que 
										absoluta de espíritu para aceptar el 
										absurdo cristiano, el más atrevido y 
										monstruoso de todos los absurdos 
										religiosos. 
										No era sólo la negación de todas las 
										instituciones políticas, sociales y 
										religiosas de la antigüedad: era el 
										derrumbamiento absoluto del sentido 
										común y de toda razón humana. El ser 
										efectivamente existente, el mundo real, 
										fue considerado en lo sucesivo como la 
										nada; producto de la facultad abstracta 
										del hombre, la última, la suprema 
										abstracción, en la que esa facultad, 
										habiendo superado todas las cosas 
										existentes y hasta las determinaciones 
										más generales del ser real, tales como 
										las ideas del espacio y del tiempo, no 
										teniendo nada que superar ya, se reposa 
										en la contemplación de su vacío y de la 
										inmovilidad absoluta; esta abstracción, 
										este caput mortuum absolutamente 
										vacío de todo contenido, el verdadero 
										nada, Dios, es proclamado el único real, 
										eterno, omnipotente. El Todo real es 
										declarado nulo, y el nulo absoluto, es 
										declarado el Todo. La sombra se 
										convierte en el cuerpo y el cuerpo se 
										desvanece como una sombra. 
										Eso fue de una audacia y un absurdo 
										inauditos, el verdadero escándalo de 
										la fe, el triunfo de la
										tontería creyente sobre el espíritu, 
										para las masas; y para algunos, la 
										ironía triunfante de un espíritu 
										fatigado, corrompido, desilusionado y 
										disgustado de la investigación honesta y 
										seria de la verdad; la necesidad de 
										aturdirse y de embrutecerse, necesidad 
										que se encuentra a menudo en los 
										espíritus extenuados: Credo quod 
										absurdum. 
										Creo lo absurdo; y no creo sólo lo 
										absurdo; creo precisamente y sobre todo 
										en ello porque es absurdo. Es así como 
										muchos espíritus distinguidos y 
										esclarecidos de nuestros días creen en 
										el magnetismo animal, en el espiritismo, 
										en las mesas móviles -y ¿por qué ir tan 
										lejos?-: creen en el cristianismo, en el 
										idealismo, en Dios. 
										La creencia del proletariado antiguo, lo 
										mismo que la de las masas modernas 
										después, era más robusta, de gusto menos 
										elevado y más sencillo. La propaganda 
										cristiana se había dirigido a su 
										corazón, no a su espíritu; a sus 
										aspiraciones eternas, a sus 
										sufrimientos, a su esclavitud, no a su 
										corazón que dormía aún y para la cual 
										las contradicciones lógicas, la 
										evidencia del absurdo, no podían 
										existir, por consiguiente. La sola 
										cuestión que le interesaba era saber 
										cuándo sonaría la hora de la liberación 
										prometida, cuándo llegaría el reino de 
										Dios. En cuanto a los dogmas teológicos, 
										no se preocupaba de ellos, porque no los 
										comprendía de ningún modo. El 
										proletariado convertido al cristiamo 
										constituía la potencia material 
										ascendente, no el pensamiento teórico. 
										En cuanto a los dogmas cristianos, 
										fueron elaborados, como se sabe, en una 
										serie de trabajos teológicos, 
										literarios, y en los concilios, 
										principalmente por los neoplatónicos 
										convertidos del Oriente. El espíritu 
										griego había caído tan bajo que en el 
										cuarto siglo de la Era Cristiana, época 
										del primer concilio, ya encontramos la 
										idea de un Dios personal, espíritu puro, 
										eterno absoluto, creador y señor supremo 
										del mundo, con existencia fuera del 
										mundo, unánimemente aceptada por todos 
										los padres de la Iglesia; y como 
										consecuencia lógica de este absurdo 
										absoluto, la creencia desde entonces 
										natural y necesaria en la inmaterialidad 
										y en la inmortalidad del alma humana, 
										alojada y aprisionada en un cuerpo 
										mortal, pero mortal sólo en parte; 
										porque en ese cuerpo mismo hay una parte 
										que, aun siendo corporal, es inmortal 
										como el alma y debe resucitar como el 
										alma. ¡Tan difícil ha sido, aun para los 
										padres de la Iglesia, representarse el 
										espíritu puro al margen de toda forma 
										corporal! 
										Es preciso observar que, en general, el 
										carácter de o razonamiento teológico y 
										metafísico también, es tratar de 
										explicar un absurdo por otro. 
										Ha sido una dicha para el cristianismo 
										haber hallado el mundo de los esclavos. 
										Tuvo otra dicha: la invasión de los 
										bárbaros. ¡Los bárbaros eran buenas 
										gentes, llenas de fuerza natural y sobre 
										todo animadas e impulsadas por una gran 
										necesidad y por una gran capacidad de 
										vivir; bandidos a toda prueba, capaces 
										de devastarlo todo y de arrasarlo todo, 
										lo mismo que sus sucesores, los alemanes 
										actuales; mucho menos sistemáticos y 
										pedantes en su bandolerismo que estos 
										últimos, mucho menos morales, menos 
										sabios; pero por el contrario, mucho más 
										independientes y más altivos, capaces de 
										ciencia y no incapaces de libertad, como 
										los burgueses de la Alemania moderna. 
										Pero con todas estas grandes cualidades, 
										no eran nada más que bárbaros, es decir, 
										tan indiferentes como los esclavos 
										antiguos -de los cuales muchos, por lo 
										demás, pertenecían a su raza- con 
										respecto a todas las cuestiones de la 
										teología y de la metafísica. De suerte 
										que una vez rota su repugnancia 
										práctica, no fue difícil convertirlos 
										teóricamente al cristianismo. 
										Durante diez siglos consecutivos, el 
										cristianismo, armado de la omnipotencia 
										de la Iglesia y del Estado, y sin 
										concurrencia alguna de parte de unos o 
										de otros, pudo depravar, bastardear y 
										falsear el espíritu de Europa. No tuvo 
										concurrentes, puesto que fuera de la 
										Iglesia no había pensadores, ni aun 
										gentes instruidas. Si se levantaron 
										herejías en su seno, no atacaron nunca 
										más que los desenvolvimientos teológicos 
										prácticos del dogma fundamental, no el 
										dogma mismo. La creencia en Dios, 
										espíritu puro y creador del mundo, y la 
										creencia en la inmaterialidad del alma 
										permanecieron intactas. Esta doble 
										creencia se convirtió en la base ideal 
										de toda la civilización occidental y 
										oriental de Europa, y penetró, se 
										encarnó en todas las instituciones, en 
										todos los detalles de la vida, tanto 
										pública como privada de todas las clases 
										como de las masas. 
										¿Se puede uno asombrar, después de esto, 
										que se haya mantenido esa creencia hasta 
										nuestros días, y que continúe ejerciendo 
										su influencia desastrosa aun sobre 
										espíritus escogidos como Mazzini, 
										Michelet, Quinet, y tantos otros? Hemos 
										visto que el primer ataque fue promovido 
										contra ella por el Renacimiento, que 
										produjo héroes y mártires como Vanini, 
										como Giordano Bruno y como Galileo y 
										que, bien que ahogado pronto por el 
										ruido, el tumulto y las pasiones de la 
										reforma religiosa, continuó 
										silenciosamente su trabajo invisible 
										legando a los más nobles espíritus de 
										cada generación nueva esa obra de la 
										emancipación humana mediante la 
										instrucción de lo absurdo, hasta que, en 
										fin, en la segunda mitad del siglo XVIII 
										reaparece de nuevo a la luz del día, 
										levantando atrevidamente la bandera del 
										ateísmo y del materialismo. 
										Se pudo creer entonces que el espíritu 
										humano iba, por fin, a libertarse, una 
										vez por todas, de todas las obsesiones 
										divinas. Fue un error. La mentira 
										divina, de que se había alimentado la 
										humanidad -para no hablar más que del 
										mundo cristiano- durante dieciocho 
										siglos, debía mostrarse, una vez más, 
										más podesa que la humana verdad. No 
										pudiendo ya servirse de la gente negra, 
										de los cuervos consagrados de la 
										iglesia, de los sacerdotes católicos o 
										protestantes que habían perdido todo 
										crédito, se sirvió de los sacerdotes 
										laicos, de los mentirosos y de los 
										sofistas de túnica corta, entre los 
										cuales el papel principal fue dado a dos 
										hombres fatales: uno, el espíritu más 
										falso, el otro, la voluntad más 
										doctrinariamente despótica del siglo 
										pasado: a J. J. Rousseau y a 
										Robespierre. 
										El primero representa el verdadero tipo 
										de la estrechez de la mezquindad 
										sombría, de la exaltación, sin otro 
										objeto que su propia persona, del 
										entusiasmo en frío de la hipocresía a la 
										vez sentimental e implacale, de la 
										mentira forzada del idealismo moderno. 
										Se le puede considerar como el verdadero 
										creador de la reacción moderna. En 
										apariencia el escritor más democrático 
										del siglo XVIII, incuba en sí el 
										despotismo despiadado del estadista. Fue 
										el profeta del Estado doctrinario, como 
										Robespierre, su digno y fiel discípulo, 
										que trató de convertirse en el gran 
										sacerdote. Habiendo oído decir a 
										Voltaire que si no hubiese existido Dios 
										habría sido necesario inventarlo, J. J.
										Rousseau inventó el ser supremo, el 
										dios abstracto y estéril de los deístas. 
										Y en nombre de ese ser supremo y de la 
										virtud hipócrita ordenada por el ser 
										supremo, Robespierre guillotinó a los 
										hebertistas primero, luego al genio 
										mismo de la revolución, a Dantón, en 
										cuya persona asesinó la república, 
										preparando así el triunfo, desde 
										entonces necesario, de la dictadura de 
										Bonaparte l. Después de este gran 
										triunfo, la reacción idealista buscó y 
										encontró servidores menos fanáticos, 
										menos terribles, medidos por la talla 
										considerablemente empequeñecida de la 
										burguesía de nuestro siglo. En Francia 
										fueron Chateaubriand, Lamartine y -¿es 
										preciso decirlo? ¿y por qué no? hay que 
										decirlo todo, cuando es verdad- fue 
										Víctor Hugo mismo, el demócrata, el 
										republicano, el casi socialista de hoy, 
										y tras él toda la cohorte melancólica y 
										sentimental de espíritus flacos y 
										pálidos, quienes constituyeron, bajo la 
										dirección de esos maestros, la escuela 
										del romanticismo moderno. En Alemania 
										fueron los Schlegel, los Tieck, los 
										Novalis, los Werner, fue Schellíng, y 
										tantos otros aun cuyos nombres no 
										merecen siquiera ser mencionados. 
										La literatura creada por esa escuela fue 
										el verdadero reino de los espectros y de 
										los fantasmas. No soportaban la Iuz del 
										día, pues el claroscuro era el único 
										elemento en que podía vivir. No 
										soportaba tampoco el contacto brutal de 
										las masas; era la literatura de las 
										almas tiernas, delicadas, distinguidas, 
										que aspiraban al cielo, a su patria, y 
										que vivían como a su pesar sobre a 
										tierra. Tenía horror y desprecio a la 
										política, a las cuestiones del día; pero 
										cuando hablaba por azar de ellas, se 
										mostraba francamente reaccionaria, 
										tomando partido de la Iglesia contra la 
										insolencia de los librepensadores, de 
										los reyes contra los pueblos, y de todas 
										las aristocracias contra la vil canalla 
										de las calles. Por lo demás, como acabo 
										de decir, lo que dominaba en la escuela 
										era una indiferencia casi completa ante 
										las cuestiones políticas. En medio de 
										las nubes en que vivían, no podía 
										distinguir más que dos puntos reales: el 
										desenvolvimiento rápido del materialismo 
										burgués y el desencadenamiento 
										desenfrenado de las vanidades 
										individuales. 
										Para comprender esa literatura es 
										preciso buscar la razón de ser en la 
										transformación que se había operado en 
										el seno de la clase burguesa desde la 
										revolución de 1793. 
										Desde el Renacimiento y la Reforma hasta 
										esa revolución, la burguesía, si nó en 
										Alemania, al menos en Italia, en 
										Francia, en Suiza, en Inglaterra, en 
										Holanda, fue el héroe y representó el 
										genio revolucionario de la historia. De 
										su seno salieron en su mayoría los 
										librepensadores del siglo XV, los 
										grandes reformadores religiosos de los 
										dos siglos siguientes y los apóstoles de 
										la emancipación humana del siglo pasado, 
										comprendidos esta vez también los de 
										Alemania. Ella sola, naturalmente 
										apoyada en las simpatías y en los brazos 
										del pueblo que tenía fe en ella, hizo la 
										revolución del 89 y la del 93. Había 
										proclamado la decadencia de la realeza y 
										de la iglesia, la fraternidad de los 
										pueblos, los derechos del hombre y del 
										ciudadano. He ahí sus títulos de gloria: 
										son inmortales. 
										Desde entonces se escindió. Una parte 
										considerable de adquirentes de bienes 
										nacionales, enriquecidos y apoyándose 
										esta vez no sobre el proletariado de las 
										ciudades, sino sobre la mayor parte de 
										los campesinos de Francia que se habían 
										hecho igualmente propietarios agrícolas, 
										aspiraba a la paz, al restablecimiento 
										del orden público, a la fundación de un 
										gobierno regular y poderoso. Aclamó, 
										pues, con felicidad la dictadura del 
										primer Bonaparte y, aunque se mantuviese 
										volteriana, no vio con malos ojos su 
										Concordato con el Papa y el 
										restablecimiento de la iglesia oficial 
										en Francia: "¡La religión es tan 
										necesaria para el pueblo!"; lo que 
										quiere decir que, ya saciada, esa parte 
										de la burguesía comenzó desde entonces a 
										comprender que era urgente, en interés 
										de la conservación de su posición y de 
										sus bienes adquiridos, engañar el hambre 
										no satisfecha del pueblo con las 
										promesas de un maná celeste. Fue 
										entonces cuando comenzó a predicar 
										Chateaubriand. 
										Napoleón cayó. La Restauración devolvió 
										a Francia, con la monarquía legítima, la 
										potencia de la iglesia y de la 
										aristocracia nobiliario, que se 
										rehicieron, si no con todo, al menos con 
										una considerable parte de su antiguo 
										poder. Esta reacción arrojó a la 
										burguesía a la revolución; y con el 
										espíritu revolucionario se despertó otra 
										vez en ella también la incredulidad. Con 
										Chateauriand a un lado, volvió a 
										comenzar a leer a Voltaire. No legó 
										hasta Diderot: sus nervios debilitados 
										no soportaban ya un alimento tan fuerte. 
										Voltaire, a la vez incrédulo y teísta, 
										le convenía, al contrario, mucho. 
										Béranger Paul Louis Courier expresaron 
										perfectamente esta tenencia nueva. El 
										"Dios de las buenas gentes" y el ideal 
										del rey burgués, a la vez liberal y 
										democrático, dibujado sobre el fondo 
										majestuoso y en lo sucesivo inofensivo 
										de las victorias gigantescas del 
										imperio, tal fue en esa época, el 
										alimento intelectual cotidiano de la 
										burguesía de Francia. 
										Lamartine, aguijoneado por la envidia 
										vanidosamente ridícula de elevarse a la 
										altura del gran poeta inglés Byron, 
										había comenzado sus himnos fríamente 
										delirantes en honor del dios de los 
										gentiles hombres y de la monarquía 
										legítima. Pero sus cantos no repercutían 
										más que en los salones aristocráticos. 
										La burguesía no los oía. Su poeta era 
										Béranger, y Courier, su escritor 
										político. 
										La revolución de julio tuvo por 
										consecuencia el ennoblecimiento de sus 
										gustos. Se sabe que todo burgués de 
										Francia lleva en sí el tipo imperecedero 
										del burgués gentilhombre, que no deja 
										nunca de aparecer tan pronto como 
										adquiere un poco de riqueza y de poder. 
										En 1830, la rica burguesía había 
										reemplazado definitivamente a la antigua 
										nobleza en el poder. Tendió naturalmente 
										a fundar una nueva aristocracia: 
										aristocracia del capital, sin duda, ante 
										todo, pero también aristocracia de 
										inteligencia, de buenas maneras y de 
										sentimientos delicados. La burguesía 
										comenzó a sentirse religiosa. 
										No fue por su parte una simple imitación 
										de las costumbres aristocráticas, sino 
										que era al mismo tiempo una necesidad de 
										posición. El proletariado le había hecho 
										un último servicio, ayudándola a 
										derribar una vez más a la nobleza. 
										Ahora, la burguesía no tenía necesidad 
										de su ayuda, porque se sentía 
										sólidamente sentada a la sombra del 
										trono de junio, y la alianza con el 
										pueblo, desde entonces inútil, comenzaba 
										a hacérsele incómoda. Era preciso 
										devolverlo a su lugar, lo que no podía 
										hacerse naturalmente sin provocar una 
										gran indignación en las masas. Se hizo 
										necesario contenerlas. ¿Pero en nombre 
										de qué? ¿En nombre del interés burgués 
										crudamente confesado? Eso hubiese sido 
										demasiado cínico. Cuanto más injusto e 
										inhumano es un interés, más necesidad 
										tiene, de ser sancionado, y ¿dónde 
										hallar la sanción, sino en la religión, 
										esa buena protectora de todos los 
										hartos, y esa consoladora tan útil de 
										todos los que tienen hambre? Y más que 
										nunca, la burguesía triunfante sintió 
										que la religión era absolutamente 
										necesaria para el pueblo. 
										Después de haber ganado sus títulos 
										imperecederos de gloria en la oposición, 
										tanto religiosa y filosófica como 
										política, en la protesta y en la 
										revolución se había convertido en -fin 
										en la clase dominante, y por eso mismo 
										en la defensora y la conservadora del 
										Estado, pues este último se había 
										convertido a su vez en la institución 
										regular de la potencia exclusiva de esa 
										clase. El Estado es la fuerza y tiene 
										para sí ante todo el derecho de la 
										fuerza, el argumento triunfante del 
										fusil. Pero el hombre está hecho tan 
										singularmente que esa argumentación, por 
										elocuente que parezca, no le basta a la 
										larga. Para imponerle respeto, es 
										preciso una sanción moral cualquiera. Es 
										preciso, además, que esa sanción sea de 
										tal modo evidente y sencilla que pueda 
										convencer a las masas, que, después de 
										haber sido reducidas por la fuerza del 
										Estado, deben ser inducidas luego al 
										reconocimiento moral de su derecho. 
										No hay más que dos medios para convencer 
										a las masas de la bondad de una 
										institución social cualquiera. El 
										primero, el único real, pero también el 
										más difícil, porque implica la abolición 
										del Estado -es decir la abolición de la 
										explotación políticamente organizada e 
										la mayoría por una minoría cualquiera-, 
										sería la satisfacción directa y completa 
										de todas las necesidaes, de todas las 
										aspiraciones humanas de las masas; lo 
										que equivaldría a la liquidación 
										completa de la xistencia tanto política 
										como económica de la clase, burguesa, y 
										como acabo de decirlo, a la abolición 
										del Estado. Este medio sería, sin duda, 
										saludable para las masas, pero funesto 
										para los intereses burgueses. Por 
										consiguiente, no hay ni que hablar de 
										él. 
										Hablemos de otro medio, que, funesto 
										para el pueblo solamente, es, al 
										contrario, precioso para la salvación de 
										los -privilegios burgueses. Este otro 
										medio no puede ser más que la religión. 
										Es ese milagro eterno el que arrastra a 
										las masas a la busca de los tesoros 
										divinos, mientras que, mucho más 
										moderada, la clase dominante se contenta 
										con compartir, muy desigualmente por 
										otra parte y dando siempre más al que 
										más posee, entre sus propios miembros, 
										los miserables bienes de la tierra y los 
										despojos humanos del pueblo, comprendida 
										su libertad política y social. 
										No existe, no puede existir Estado sin 
										religión. Tomad los Estados más libres 
										del mundo, los Estados Unidos de América 
										o la Confederación Helvética, por 
										ejemplo, y ved qué papel tan importante 
										desempeña la providencia divina, esa 
										sanción suprema de todos los Estados, en 
										todos los discursos oficiales. 
										Pero siempre -que un jefe de Estado 
										habla de Dios, sea Guillermo I, 
										emperador knutogermánico, o Grant, 
										presidente de la gran república, estad 
										seguros que se prepara de nuevo a 
										esquilmar a su pueblo-rebaño. 
										La burguesía francesa, liberal, 
										volteriana e impulsada por su 
										temperamento a un positivismo, por no 
										decir a un materialismo, singularmente 
										estrecho y brutal, convertida, por su 
										triunfo de 1830 en la clase del Estado, 
										-ha debido, pues, darse necesariamente 
										una religión oficial. La cosa no era 
										fácil. No podía ponerse francamente bajo 
										el yugo del catolicismo romano. Había 
										entre ella y la Iglesia de Roma 
										un abismo de sangre y de odio y, por 
										práctica y prudente que se hubiese 
										vuelto, no llegaría nunca a reprimir en 
										su seno una pasión desarrollada por la 
										historia. Por lo demás, la burguesía 
										francesa se habría cubierto de ridículo 
										si hubiera vuelto a la iglesia para 
										tomar parte en las piadosas ceremonias 
										del culto divino, condición esencial de 
										una conversión meritoria y sincera. 
										Muchos lo han tratado de hacer, pero su 
										heroísmo no tuvo otro resultado que el 
										escándalo estéril. En fin, la vuelta al 
										catolicismo era imposible a causa de la 
										contradicción insoluble que existe entre 
										la política invariable de Roma y el 
										desenvolvimiento de los intereses 
										económicos y políticos de la clase 
										media. Bajo este aspecto, el protestantismo es mucho más cómodo. Es la religión burguesa por excelencia. Concede justamente tanta libertad como es necesaria para los burgueses, y ha encontrado el medio de conciliar las aspiraciones celestes con el respeto que reclaman los intereses terrestres. Así vemos que es sobre todo en los países protestantes donde se desarrollaron el comercio y la industria. Pero era imposible para la burguesía de Francia hacerse protestante. Para pasar de una religión a otra -al menos que sea por cálculo, como proceden alguna vez los judíos en Rusia y en Polonia, que se hacen bautizar tres, cuatro veces, a fin de recibir remuneraciones nuevas-, para cambiar de religión, hay que tener una gran fe religiosa. Y bien, en el corazón exclusivamente positivo del burgués francés, no hay lugar para ese grano. Profesa la indiferencia más profunda para todas las cuestiones, exceptuada la de la bolsa ante todo, y la de su vanidad social después. Es tan indiferente ante el protestantismo como ante el catolicismo. Por otra parte, la burguesía francesa no habría podido abrazar el protestantismo sin ponerse en contradicción con la rutina católica de la mayoría del pueblo francés, lo que hubiese constituido una gran imprudencia de parte de una clase que quería gobernar Francia. No quedaba más que un medio: el de volver a la religión humanitaria y revolucionaria del siglo XVIII. Pero esa religión lleva demasiado lejos. Por consiguiente, la burguesía tuvo que crear, para sancionar el nuevo Estado, el Estado burgués que acababa de fundar, una religión nueva, que pudiese ser, sin dernasiado ridículo ni escándalo, la religión profesada altamente por toda la clase burguesa. Es así como nació el Ateísmo doctrinario. Otros han hecho, mucho mejor de lo que yo sabría hacerlo, la historia del nacimiento y del desenvolvimiento de esa escuela, que tuvo una influencia tan decisiva y, puedo decirlo sin dudar, tan funesta sobre la educación política, intelectual y moral de la juventud burguesa de Francia. Data de Benjamin Constant y Madame Staël, pero su verdadero fundador fue Royer Collard; sus apóstoles: los señores Guizot, Cousin, Villemain y muchos otros; su objetivo abiertamente confesado: la reconciliación de la revolución con la reacción, o para hablar el lenguaje de la escuela, del principio de libertad con el de autoridad, naturalmente en provecho de esta última. Esta reconciliación significaba, en política, el escamoteo de la libertad popular en provecho de la dominación burguesa, representada por el Estado monárquico y constitucional; en filosofía, la sumisión reflexiva de la libre razón a los principios eternos de la fe. Se sabe que esta filosofía fue elaborada principalmente por Cousin, el padre del eclecticismo francés. Hablador superficial y pedante; inocente de toda concepción original, de todo pensamiento propio, pero muy fuerte en lugares comunes -que ha cometido el error de confundir con el sentido común-, este filósofo ilustre ha preparado sabiamente, para el uso de la juventud estudiante de Francia, un plato metafísico a su modo y cuyo consumo, obligatorio en todas las escueas del Estado por debajo de la universidad, ha condenado a varias generaciones consecutivas a una indigestión cerebral. Imagínese una ensalada filosófica compuesta de los sistemas más opuestos, una mezcla de padres de la Iglesia, escolásticos, de Descartes y de Pascal, de Kant y de psicólogos escoceses, superpuesto a las ideas divinas e innatas de Platón y recubierto de la capa de inmanencia hegeliana, acompañada necesariamente de una ignorancia tan desdeñosa como cometa de las ciencias naturales y que prueba como dos y dos son cinco la existencia de un dios personal.  | 
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