Forman el presente 
										volumen las lecciones sobre psicología 
										del carácter, profesadas por el autor en 
										su cátedra de la Facultad de Filosofía y 
										Letras (curso 1910). En ese y el 
										siguiente año, con excepción de pocos 
										fragmentos complementarios, fueron 
										publicadas en "La Nación", de Buenos 
										Aires, y reunidas después en los 
										"Archivos de Psiquiatría y Criminología" 
										(1911). Reordenadas las partes y 
										corregida la forma, apareció el todo en 
										la Biblioteca "Renacimiento" (Madrid, 
										enero de 1913, diez mil ejemplares); con 
										ligeras correcciones se reimprimió la 
										segunda edición (abril de 1913), de 
										igual tiraje. La "Biblioteca Ariel" y la 
										"Colección Sarmiento" han reeditado la 
										Introducción en folleto ("La moral de 
										los idealistas", San José de Costa Rica, 
										1914, y Barcelona, 1917).
										
										La presente edición es copia fiel de la 
										tercera completa, que ha sido objeto de 
										nuevas y mayores correcciones: en la 
										ordenación de los capítulos, en la 
										denominación de sus partes y en la 
										forma. Responden ellas al objeto de 
										aumentar su claridad, especialmente en 
										lo que constituye su doctrina moral, 
										tornándola más accesible a los jóvenes 
										comprensivos e ilustrados para quienes 
										fueron dichas las lecciones.
										
										******
										
										El autor de este libro se propuso 
										estigmatizar las funestas lacras morales 
										que se llaman rutina e hipocresía y 
										servilismo, deseando ser útil a los 
										jóvenes que, estando en edad propicia 
										para evitarlas, puedan formarse ideales 
										y ennoblecer su vida; tiene ya sobradas 
										muestras de que su esfuerzo no fue 
										estéril. Pero más que en la eficacia de 
										su palabra, ha creído en la de su 
										ejemplo; desde que pronunció en la 
										cátedra estas lecciones terminando su 
										"carrera" exterior a una edad en que 
										otros se preparan a comenzarla, -- ha 
										vivido conforme a sus corolarios, 
										renunciando a beneficiarse de 
										complicidades y costumbres que considera 
										nocivas. Se ha dicho, con rigurosa 
										verdad, que los más despreciables 
										sujetos son los predicadores de moral 
										que no ajustan su conducta a sus 
										palabras. Sabe el autor que muy pocos 
										moralistas podrían escribir esto mismo 
										sin que les temblara el pulso.
										
										******
										
										Aunque el lenguaje del libro suele 
										apartarse de la disciplina científica 
										del autor, ha sido, para éste, una 
										admonición permanente para vivir 
										conforme a los principios de la moral 
										estoica, que tiene por mejores. Mirando 
										la dignidad en la cima de las virtudes 
										humanas ha puesto creciente empeño en la 
										conquista de su personalidad interior, 
										por el trabajo y por el estudio, fuentes 
										de libertad y de optimismo. Como 
										escritor, prefiere un solo convencido a 
										cien admiradores literarios; sería feliz 
										si algún joven, por la lectura de estas 
										páginas, se propusiera ser, simplemente, 
										el más virtuoso de sus contemporáneos.
										
										Enero, 1917
										
										INTRODUCCIÓN
										
										LA MORAL DE LOS IDEALISTAS.
										
										I. La emoción del Ideal. - II. De un 
										idealismo fundado en la experiencia. - 
										III. Los temperamentos idealistas.
										
										IV. El Idealismo romántico - V. El 
										Idealismo estoico. - VI. Símbolo.
										
										I. LA EMOCIÓN DEL IDEAL
										
										Cuando pones la proa visionaria hacia 
										una estrella y tiendes el ala hacia tal 
										excelsitud inasible, afanoso de 
										perfección y rebelde a la mediocridad, 
										llevas en ti el resorte misterioso de un 
										Ideal. Es ascua sagrada, capaz de 
										templarte para grandes acciones. 
										Custódiala; si la dejas apagar no se 
										reenciende jamás. Y si ella muere en ti, 
										quedas inerte: fría bazofia humana. Sólo 
										vives por esa partícula de ensueño que 
										te sobrepone a lo real. Ella es el lis 
										de tu blasón, el penacho de tu 
										temperamento.
										
										Innumerables signos la revelan: cuando 
										se te anuda la garganta al recordar la 
										cicuta impuesta a Sócrates, la cruz 
										izada para Cristo y la hoguera encendida 
										a Bruno; cuando te abstraes en lo 
										infinito leyendo un diálogo de Platón, 
										un ensayo de Montaigne o un discurso de 
										Helvecio; de esas pasiones en que 
										fuiste, alternativamente, el Romeo de 
										tal Julieta y el Werther de tal Carlota; 
										cuando tus sienes se hielan de emoción 
										al declamar una estrofa de Musset que 
										rima acorde con tu sentir; y cuando, en 
										suma, admiras la mente preclara de los 
										genios, la sublime virtud de los santos, 
										la magna gesta de los héroes, 
										inclinándote con igual veneración ante 
										los creadores de Verdad o de Belleza.
										
										Todos no se extasían, como tú, ante un 
										crepúsculo, no sueñan frente a una 
										aurora o cimbran en una tempestad; ni 
										gustan de pasear con Dante, reír con 
										Moliére, temblar con Shakespeare, crujir 
										con Wagner; ni enmudecer ante el David, 
										la Cena o el Partenón. Es de pocos esa 
										inquietud de perseguir ávidamente alguna 
										quimera, venerando a filósofos, artistas 
										y pensadores que fundieron en síntesis 
										supremas sus visiones del ser y de la 
										eternidad, volando más allá de lo real. 
										Los seres de tu estirpe, cuya 
										imaginación se puebla de ideales y cuyo 
										sentimiento polariza hacia ellos la 
										personalidad entera, forman raza aparte 
										en la humanidad: son idealistas. 
										Definiendo su propia emoción, podría 
										decir quien se sintiera poeta: el Ideal 
										es un gesto del espíritu hacia alguna 
										perfección.
										
										II. DE UN IDEALISMO FUNDADO EN 
										EXPERIENCIA
										
										Los filósofos del porvenir, para 
										aproximarse a formas de expresión cada 
										vez menos inexactas, dejarán a los 
										poetas el hermoso privilegio del 
										lenguaje figurado; y los sistemas 
										futuros, desprendiéndose de añejos 
										residuos místicos y dialécticos, irán 
										poniendo la Experiencia como fundamento 
										de toda hipótesis legítima.
										
										No es arriesgado pensar que en la ética 
										venidera florecerá un idealismo moral, 
										independiente de dogmas religiosos y de 
										apriorismos metafísicos: los ideales de 
										perfección, fundados en la experiencia 
										social y evolutivos como ella misma, 
										constituirán la íntima trabazón de una 
										doctrina de la perfectibilidad 
										indefinida, propicia a todas las 
										posibilidades de enaltecimiento humano.
										
										Un ideal no es una fórmula muerta, sino 
										una hipótesis perfectible; para que 
										sirva, debe ser concebido así, actuante 
										en función de la vida social que 
										incesantemente deviene. La imaginación, 
										partiendo de la experiencia, anticipa 
										juicios acerca de futuros 
										perfeccionamientos: los ideales, entre 
										todas las creencias, representan el 
										resultado más alto de la función de 
										pensar.
										
										La evolución humana es un esfuerzo 
										continuo del hombre para adaptarse a la 
										naturaleza, que evoluciona a su vez. 
										Para ello necesita conocer la realidad 
										ambiente y prever el sentido de las 
										propias adaptaciones: los caminos de su 
										perfección. Sus etapas refléjanse en la 
										mente humana como ideales. Un hombre, un 
										grupo o una raza son idealistas porque 
										circunstancias propicias determinan su 
										imaginación a concebir 
										perfeccionamientos posibles.
										
										Los ideales son formaciones naturales. 
										Aparecen cuando la porque circunstancias 
										propicias determinan su imaginación 
										puede anticiparse a la experiencia. No 
										son entidades misteriosamente infundidas 
										en los hombres, ni nacen del azar. Se 
										forman como todos los fenómenos 
										accesibles a nuestra observación. Son 
										efectos de causas, accidentes en la 
										evolución universal investigada por las 
										ciencias y resumidas por las filosofías. 
										Y es fácil explicarlo, si se comprende. 
										Nuestro sistema solar es un punto en el 
										cosmos; en ese punto es un simple 
										detalle el planeta que habitamos; en ese 
										detalle la vida es un transitorio 
										equilibrio químico de la superficie; 
										entre las complicaciones de ese 
										equilibrio viviente la especie humana 
										data de un período brevísimo; en el 
										hombre se desarrolla la función de 
										pensar como un perfeccionamiento de la 
										adaptación al medio; uno de sus modos es 
										la imaginación que permite generalizar 
										los datos de la experiencia, anticipando 
										sus resultados posibles y abstrayendo de 
										ella idea les de perfección. Así la 
										filosofía del porvenir, en vez de 
										negarlos, permitirá afirmar su realidad 
										como aspectos legítimos de la función de 
										pensar y los reintegrará en la 
										concepción natural del universo. Un 
										ideal es un punto y un momento entre los 
										infinitos posibles que pueblan el 
										espacio y el tiempo.
										
										Evolucionar es variar. En la evolución 
										humana el pensamiento varía 
										incesantemente. Toda variación es 
										adquirida por temperamentos 
										predispuestos; las variaciones útiles 
										tienden a conservarse. La experiencia 
										determina la formación natural de 
										conceptos genéricos, cada vez más 
										sintéticos; la imaginación abstrae de 
										éstos ciertos caracteres comunes, 
										elaborando ideas generales que pueden 
										ser hipótesis acerca del incesante 
										devenir: así se forman los ideales que, 
										para el hombre, son normativos de la 
										conducta en consonancia con sus 
										hipótesis. Ellos no son apriorísticos, 
										sino inducidos de una vasta experiencia; 
										sobre ella se empina la imaginación para 
										prever el sentido en que varía la 
										humanidad.
										
										Todo ideal representa un nuevo estado de 
										equilibrio entre el pasado y el 
										porvenir.
										
										Los ideales pueden no ser verdades; son 
										creencias. Su fuerza estriba en sus 
										elementos efectivos: influyen sobre 
										nuestra conducta en la medida en que lo 
										creemos. Por eso la representación 
										abstracta de las variaciones futuras 
										adquiere un valor moral: las más 
										provechosas a la especie son concebidas 
										como perfeccionamientos. Lo futuro se 
										identifica con lo perfecto. Y los 
										ideales, por ser visiones anticipadas de 
										lo venidero, influyen sobre la conducta 
										y con el instrumento natural de todo 
										progreso humano.
										
										Mientras la instrucción se limita a 
										extender las nociones que la experiencia 
										actual considera más exactas, la 
										educación consiste en sugerir los 
										ideales que se presumen propicios a la 
										perfección.
										
										El concepto de lo mejor es un resultado 
										natural de la evolución misma. La vida 
										tiende naturalmente a perfeccionarse. 
										Aristóteles enseñaba que la actividad es 
										un movimiento del ser hacia la propia 
										"entelequia": su estado de perfección. 
										Todo lo que existe persigue su 
										entelequia, y esa tendencia se refleja 
										en todas las otras funciones del 
										espíritu; la formación de ideales está 
										sometida a un determinismo, que, por ser 
										complejo, no es menos absoluto. No son 
										obra de una libertad que escapa a las 
										leyes de todo lo universal, ni productos 
										de una razón pura que nadie conoce. Son 
										creencias aproximativas acerca de la 
										perfección venidera. Lo futuro es lo 
										mejor de lo presente, puesto que 
										sobreviene en la selección natural: los 
										ideales son un "élan" hacia lo mejor, en 
										cuanto simples anticipaciones del 
										devenir.
										
										A medida que la experiencia humana se 
										amplía, observando la realidad, los 
										ideales son modificados por la 
										imaginación, que es plástica y no reposa 
										jamás. Experiencia e imaginación siguen 
										vías paralelas, aunque va muy retardada 
										aquélla respecto de ésta. La hipótesis 
										vuela, el hecho camina; a veces el ala 
										rumbea mal, el pie pisa siempre en 
										firme; pero el vuelo puede rectificarse, 
										mientras el paso no puede volar nunca.
										
										La imaginación es madre de toda 
										originalidad; deformando lo real hacia 
										su perfección, ella crea los ideales y 
										les da impulso con el ilusorio 
										sentimiento de la libertad: el libre 
										albedrío es un error útil para la 
										gestación de los ideales. Por eso tiene, 
										prácticamente, el valor de una realidad. 
										Demostrar que es una simple ilusión, 
										debida a la ignorancia de causas 
										innúmeras, no implica negar su eficacia. 
										Las ilusiones tienen tanto valor para 
										dirigir la conducta, como las verdades 
										más exactas; puede tener más que ellas, 
										si son intensamente pensadas o sentidas. 
										El deseo de ser libre nace del contraste 
										entre dos móviles irreductibles: la 
										tendencia a perseverar en el ser, 
										implicada en la herencia, y la tendencia 
										a aumentar el ser, implicada en la 
										variación. La una es principio de 
										estabilidad, la otra de progreso.
										
										En todo ideal, sea cual fuere el orden a 
										cuyo perfeccionamiento tienda, hay un 
										principio de síntesis y de continuidad: 
										"es una idea fija o una emoción fija". 
										Como propulsores de la actividad humana, 
										se equivalen y se implican 
										recíprocamente, aunque en la primera 
										predomina el razonamiento y en la 
										segunda la pasión. "Ese principio de 
										unidad, centro de atracción y punto de 
										apoyo de todo trabajo de la imaginación 
										creadora, es decir, de una síntesis 
										subjetiva que tiende a objetivarse, es 
										el ideal" dijo Ribot. La imaginación 
										despoja a la realidad de todo lo malo y 
										la adorna con todo lo bueno, depurando 
										la experiencia, cristalizándola en los 
										moldes de perfección que concibe más 
										puros. Los ideales son, por ende, 
										reconstrucciones imaginativas de la 
										realidad que deviene. Son siempre 
										individuales. Un ideal colectivo es la 
										coincidencia de muchos individuos en un 
										mismo afán de perfección. No es que una 
										idea los acomune, sino que análoga 
										manera de sentir y de pensar convergen 
										hacia un "ideal" común a todos ellos. 
										Cada era, siglo o generación puede tener 
										su ideal; suele ser patrimonio de una 
										selecta minoría, cuyo esfuerzo consigue 
										imponerlo a las generaciones siguientes. 
										Cada ideal puede encarnarse en un genio; 
										al principio, mientras él lo define o lo 
										plasma, sólo es comprendido por el 
										pequeño núcleo de espíritus sensibles al 
										ritmo de la nueva creencia.
										
										El concepto abstracto de una perfección 
										posible toma su fuerza de la Verdad que 
										los hombres le atribuyen: todo ideal es 
										una fe en la posibilidad misma de la 
										perfección. En su protesta involuntaria 
										contra lo malo se revela siempre una 
										indestructible esperanza de lo mejor; en 
										su agresión al pasado fermenta una sana 
										levadura de porvenir.
										
										No es un fin, sino un camino. Es 
										relativo siempre, como toda creencia.
										
										La intensidad con que tiende a 
										realizarse no depende de su verdad 
										efectiva sino de la que se le atribuye. 
										Aun cuando interpreta erróneamente la 
										perfección venidera, es ideal para quien 
										cree sinceramente en su verdad o su 
										excelsitud.
										
										Reducir el idealismo a un dogma de 
										escuela metafísica equivale a castrarlo; 
										llamar idealismo a las fantasías de 
										mentes enfermizas o ignorantes, que 
										creen sublimizar así su incapacidad de 
										vivir y de ilustrarse, es una de tantas 
										ligerezas alentadas por los espíritus 
										palabristas. Los más vulgares 
										diccionarios filosóficos sospechan este 
										embrollo deliberado: Idealismo: palabra 
										muy vaga que no debe emplearse .sin 
										explicarla. Hay tantos idealismos como 
										ideales; y tantos ideales como 
										idealistas y tantos idealistas como 
										hombres aptos para concebir perfecciones 
										y capaces de vivir hacia ellas. Debe 
										rehusarse el monopolio de los ideales y 
										cuantos lo reclaman en nombre de 
										escuelas filosóficas, sistema de moral, 
										credos de religión, fanatismo de secta o 
										dogma de estética. El "idealismo" no es 
										privilegio de las doctrinas 
										espiritualistas que desearían oponerlo 
										al "materialismo", llamando así, 
										despectivamente, a todas las demás; ese 
										equívoco, tan explotado por los enemigos 
										de las Ciencias tenidas justamente como 
										hontanares de Verdad y de Libertad, se 
										duplica al sugerir que la materia es la 
										antítesis de la idea, después de 
										confundir al ideal con la idea y a ésta 
										con el espíritu, como entidad 
										trascendente y ajena al mundo real. Se 
										trata, visiblemente, de un juego de 
										palabras, secularmente repetido por sus 
										beneficiarios, que transportan a las 
										doctrinas filosóficas el sentido que 
										tienen los vocablos idealismo y 
										materialismo en el orden moral. El 
										anhelo de perfección en el conocimiento 
										de la Verdad puede animar con igual 
										ímpetu al filósofo monista y al 
										dualista, al teólogo y al ateo, al 
										estoico y al pragmatista.
										
										El particular ideal de cada uno concurre 
										al ritmo total de la perfección posible, 
										antes que obstar al esfuerzo similar de 
										los demás. Y es más estrecha, aún, la 
										tendencia a confundir el idealismo, que 
										se refiere a los ideales, con las 
										tendencias metafísicos que así se 
										denominan porque consideran a las 
										"ideas" más reales que la realidad 
										misma, o presuponen que ellas son la 
										realidad única, forjada por nuestra 
										mente, como en el sistema hegeliano. 
										"Ideólogos" no puede ser sinónimo de 
										"idealistas", aunque el mal uso induzca 
										a creerlo. No podríamos restringirlo al 
										pretendido idealismo de ciertas escuelas 
										estéticas, porque todas las maneras del 
										naturalismo y del realismo pueden 
										constituir un ideal de arte, cuando sus 
										sacerdotes son Miguel Ángel, Ticiano, 
										Flaubert o Wagner; el esfuerzo 
										imaginativo de los que persiguen una 
										ideal armonía de ritmos, de colores, de 
										líneas o de sonidos, se equivale, 
										siempre que su obra transparente un modo 
										de belleza o una original personalidad.
										
										No le confundiremos, en fin, con cierto 
										idealismo ético que tiende a monopolizar 
										el culto de la perfección en favor de 
										alguno de los fanatismos religiosos 
										predominantes en cada época, pues sobre 
										no existir un único e inevitable. Bien 
										ideal, difícilmente cabría en los 
										catecismos para mentes obtusas. El 
										esfuerzo individual hacia la virtud 
										puede ser tan magníficamente concebido y 
										realizado por el peripatético como por 
										el cirenaico, por el cristiano como por 
										el anarquista, por el filántropo como 
										por el epicúreo, pues todas las teorías 
										filosóficas son igualmente incompatibles 
										con la aspiración individual hacia el 
										perfeccionamiento humano. Todos ellos 
										pueden ser idealistas, si saben 
										iluminarse en su doctrina; y en todas 
										las doctrinas pueden cobijarse dignos y 
										buscavidas, virtuosos y sin vergüenza. 
										El anhelo y la posibilidad de la 
										perfección no es patrimonio de ningún. 
										credo: recuerda el agua de aquella 
										fuente, citada por Platón, que no podía 
										contenerse en ningún vaso.
										
										La experiencia, sólo ella, decide sobre 
										la legitimidad de los ideales, en cada 
										tiempo y lugar. En el curso de la vida 
										social se seleccionan naturalmente; 
										sobreviven los más adaptados, los que 
										mejor prevén el sentido de la evolución; 
										es decir, los coincidentes con el 
										perfeccionamiento efectivo. Mientras la 
										experiencia no da su fallo, todo ideal 
										es respetable, aunque parezca absurdo. Y 
										es útil por su fuerza de contraste; si 
										es falso muere solo, no daña. Todo 
										ideal, por ser una creencia, puede 
										contener una parte de error, o serlo 
										totalmente; es una visión remota y, por 
										lo tanto, expuesta a ser inexacta. Lo 
										único malo es carecer de ideales y 
										esclavizarse a las contingencias de la 
										vida práctica inmediata, renunciando a 
										la posibilidad de la perfección moral.
										
										Cuando un filósofo enuncia ideales, para 
										el hombre o para la sociedad, su 
										comprensión inmediata es tanto más 
										difícil cuanto más se elevan sobre los 
										prejuicios y el palabrismo 
										convencionales en el ambiente que le 
										rodea; lo mismo ocurre con la verdad del 
										sabio y con el estilo del poeta. La 
										sanción ajena es fácil para lo que 
										concuerda con rutinas secularmente 
										practicadas; es difícil cuando la 
										imaginación no pone mayor originalidad 
										en el concepto o en la forma.
										
										Ese desequilibrio entre la perfección 
										concebible y la realidad practicable, 
										estriba en la naturaleza misma de la 
										imaginación, rebelde al tiempo y al 
										espacio. De ese contraste legítimo no se 
										infiere que los ideales lógicos, 
										estéticos o morales deban ser 
										contradictorios entre sí, aunque sean 
										heterogéneos y marquen el paso a 
										desigual compás, según los tiempos: no 
										hay una Verdad amoral o fea, ni fue 
										nunca la Belleza absurda o nociva, ni 
										tuvo el Bien sus raíces en el error o la 
										desarmonía. De otro modo concebiríamos 
										perfecciones imperfectas. Los caminos de 
										perfección son convergentes. Las formas 
										infinitas del ideal son complementarias: 
										jamás contradictorias, aunque lo 
										parezca. Si el ideal de la ciencia es la 
										Verdad, de la moral el Bien y del arte 
										la Belleza, formas preeminentes de toda 
										excelsitud, no se concibe que puedan ser 
										antagonistas.
										
										Los ideales están en perpetuo devenir, 
										como las formas de la realidad a que se 
										anticipan. La imaginación los construye 
										observando la naturaleza, como un 
										resultado de la experiencia; pero una 
										vez formados ya no están en ella, son 
										anticipaciones de ella, viven sobre ella 
										para señalar su futuro. Y cuando la 
										realidad evoluciona hacia un ideal antes 
										previsto, la imaginación se aparta 
										nuevamente de la realidad, aleja de ella 
										al ideal, proporcionalmente. La realidad 
										nunca puede igualar al ensueño en esa 
										perpetua persecución de la quimera. El 
										ideal es un límite: toda realidad es una 
										"dimensión variable" que puede 
										acercársele indefinidamente, sin 
										alcanzarlo nunca. Por mucho que lo 
										"variable" se acerque a su "límite", se 
										concibe que podría acercársele más; sólo 
										se confunden en el infinito. Todo ideal 
										es siempre relativo a una imperfecta 
										realidad presente.
										
										No los hay absolutos. Afirmarlo 
										implicaría abjurar de su esencia misma, 
										negando la posibilidad infinita de la 
										perfección. Erraban los viejos 
										moralistas al creer que en el punto 
										donde estaba su espíritu en ese momento, 
										convergían todo el espacio y todo el 
										tiempo; para la ética moderna, libre de 
										esa grave falacia, la relatividad de los 
										ideales es un postulado fundamental. 
										Sólo poseen un carácter común: su 
										permanente transformación hacia 
										perfeccionamientos ilimitados. Es propia 
										de gentes primitivas toda moral 
										cimentada en supersticiones y 
										dogmatismos. Y es contraria a todo 
										idealismo, excluyente de todo ideal. En 
										cada momento y lugar la realidad varía; 
										con esa variación se desplaza el punto 
										de referencia de los ideales. Nacen y 
										mueren, convergen o se excluyen, 
										palidecen o se acentúan; son, también 
										ellos, vivientes como los cerebros en 
										que germinan o arraigan, en un proceso 
										sin fin. No habiendo un esquema final e 
										insuperable de perfección, tampoco lo 
										hay de los ideales humanos. Se forman 
										por cambio incesante; evolucionan 
										siempre; su palingenesia es eterna.
										
										Esa evolución de los ideales no sigue un 
										ritmo uniforme en el curso de la vida 
										social o individual. Hay climas morales, 
										horas, momentos, en que toda una raza, 
										un pueblo, una clase, un partido, una 
										secta concibe un ideal y se esfuerza por 
										realizarlo. Y los hay en la evolución de 
										cada hombre, aisladamente considerado.
										
										Hay también climas, horas y momentos en 
										que los ideales se murmuran apenas o se 
										callan: la realidad ofrece inmediatas 
										satisfacciones a los apetitos y la 
										tentación del hartazgo ahoga todo afán 
										de perfección.
										
										Cada época tiene ciertos ideales que 
										presienten mejor el porvenir, 
										entrevistos por pocos, seguidos por el 
										pueblo o ahogados por su indiferencia, 
										ora predestinados a orientarlo como 
										polos magnéticos, ora a quedar latentes 
										hasta encontrar la gloria en momento y 
										clima propicio. Y otros ideales mueren, 
										porque son creencias falsas: ilusiones 
										que el hombre se forja acerca de si 
										mismo o quimeras verbales que los 
										ignorantes persiguen dando manotadas en 
										la sombra. Sin ideales sería 
										inexplicable la evolución humana. Los 
										hubo y los habrá siempre. Palpitan 
										detrás de todo esfuerzo magnífico 
										realizado por un hombre o por un pueblo. 
										Son faros sucesivos en la evolución 
										mental de los individuos y de las razas. 
										La imaginación los enciende sobrepasando 
										continuamente a la experiencia, 
										anticipándose a sus resultados. Ésa es 
										la ley del devenir humano: los 
										acontecimientos, yermos de suyo para la 
										mente humana, reciben vida y calor de 
										los ideales, sin cuya influencia 
										yacerían inertes y los siglos serían 
										mudos.
										
										Los hechos son puntos de partida; los 
										ideales son faros luminosos que de 
										trecho en trecho alumbran la ruta. La 
										historia de la civilización muestra una 
										infinita inquietud de perfecciones, que 
										grandes hombres presienten, anuncian o 
										simbolizan. Frente a esos heraldos, en 
										cada momento de la peregrinación humana 
										se advierte una fuerza que obstruye 
										todos los senderos: la mediocridad, que 
										es una incapacidad de ideales.
										
										Así concebido, conviene reintegrar el 
										idealismo en toda futura filosofía 
										científica. Acaso parezca extraño a los 
										que usan palabras sin definir su sentido 
										y a los que temen complicarse en las 
										logomaquias de los verbalistas. Definido 
										con claridad, separado de sus malezas 
										seculares, será siempre el privilegio de 
										cuantos hombres honran, por sus 
										virtudes, a la especie humana. Como 
										doctrina de la perfectibilidad, superior 
										a toda afirmación dogmática, el 
										idealismo ganará, ciertamente. 
										Tergiversado por los miopes y los 
										fanáticos, se rebaja. Yerran los que 
										miran al pasado, poniendo el rumbo hacia 
										prejuicios muertos y vistiendo al 
										idealismo con andrajos que son su 
										mortaja; los ideales viven de la Verdad, 
										que se va haciendo; ni puede ser vital 
										ninguno que lo contradiga en su punto 
										del tiempo. Es ceguera oponer la 
										imaginación de lo futuro a la 
										experiencia de lo presente, el Ideal a 
										la Verdad, como si conviniera apagar las 
										luces del camino para no desviarse de la 
										meta. Es falso; la imaginación y la 
										experiencia van de la mano. Solas, no 
										andan.
										
										Al idealismo dogmático que los antiguos 
										metafísicos pusieron en las "ideas" 
										absolutas y apriorísticas, oponemos un 
										idealismo experimental que se refiere a 
										los "ideales" de perfección, 
										incesantemente renovados, plásticos, 
										evolutivos como la vida misma.
										
										III. LOS TEMPERAMENTOS IDEALISTAS
										
										Ningún Dante podría elevar a Gil Blas, 
										Sancho y Tartufo hasta el rincón de su 
										paraíso donde moran Cyrano, Quijote y 
										Stockmann. Son dos mundos morales, dos 
										razas, dos temperamentos: Sombras y 
										Hombres.
										
										Seres desiguales no pueden pensar de 
										igual manera. Siempre habrá evidente 
										contraste entre el servilismo y la 
										dignidad, la torpeza y el genio, la 
										hipocresía y la virtud. La imaginación 
										dará a unos el impulso original hacia lo 
										perfecto; la imitación organizará en 
										otros los hábitos colectivos. Siempre 
										habrá, por fuerza, idealistas y 
										mediocres.
										
										El perfeccionamiento humano se efectúa 
										con ritmo diverso en las sociedades y en 
										los individuos. Los más poseen una 
										experiencia sumisa al pasado: rutinas, 
										prejuicios, domesticidades. Pocos 
										elegidos varían, avanzando sobre el 
										porvenir; al revés de Anteo, que tocando 
										el suelo cobraba alientos nuevos, los 
										toman clavando sus pupilas en las 
										constelaciones lejanas y de apariencia 
										inaccesible. Esos hombres, predispuestos 
										a emanciparse de su rebaño, buscando 
										alguna perfección más allá de lo actual, 
										son los "idealistas". La unidad del 
										género no depende del contenido 
										intrínseco de sus ideales sino de su 
										temperamento: se es idealista 
										persiguiendo las quimeras más 
										contradictorias, siempre que ellas 
										impliquen un sincero afán de 
										enaltecimiento. Cualquiera. Los 
										espíritus afiebrados por algún ideal son 
										adversarios de la mediocridad: soñadores 
										contra los utilitarios, entusiastas 
										contra los apáticos, generosos contra 
										los calculistas, indisciplinados contra 
										los dogmáticos. Son alguien o algo 
										contra los que no son nadie ni nada. 
										Todo idealista es un hombre cualitativo: 
										posee un sentido de las diferencias que 
										le permite distinguir entre lo malo que 
										observa, y lo mejor que imagina. Los 
										hombres sin ideales son cuantitativos; 
										pueden apreciar el más y el menos, pero 
										nunca distinguen lo mejor de lo peor.
										
										Sin ideales sería inconcebible el 
										progreso. El culto del "hombre 
										práctico", limitado a las contingencias 
										del presente, importa un renunciar a 
										toda imperfección. El hábito organiza la 
										rutina y nada crea hacia el porvenir; 
										sólo de los imaginativos espera la 
										ciencia sus hipótesis, el arte su vuelo, 
										la moral sus ejemplos, la historia sus 
										páginas luminosas.
										
										Son la parte viva y dinámica de la 
										humanidad; los prácticos no han hecho 
										más que aprovecharse de su esfuerzo, 
										vegetando en la sombra. Todo porvenir ha 
										sido una creación de los hombres capaces 
										de presentirlo, concretándolo en 
										infinita sucesión de ideales. Más ha 
										hecho la imaginación construyendo sin 
										tregua, que el cálculo destruyendo sin 
										descanso. La excesiva prudencia de los 
										mediocres ha paralizado siempre las 
										iniciativas más fecundas. Y no quiere 
										esto decir que la imaginación excluya la 
										experiencia: ésta es útil, pero sin 
										aquélla es estéril. Los idealistas 
										aspiran a conjugar en su mente la 
										inspiración y la sabiduría; por eso, con 
										frecuencia, viven trabados por su 
										espíritu crítico cuando los caldea una 
										emoción lírica y ésta les nubla la vista 
										cuando observan la realidad. Del 
										equilibrio entre la inspiración y la 
										sabiduría nace el genio. En las grandes 
										horas de una raza o de un hombre, la 
										inspiración es indispensable para crear; 
										esa chispa se enciende en la imaginación 
										y la experiencia la convierte en 
										hoguera. Todo idealismo es, por eso, un 
										afán de cultura intensa: cuenta entre 
										sus enemigos más audaces a la 
										ignorancia, madrastra de obstinadas 
										rutinas.
										
										La humanidad no llega hasta donde 
										quieren los idealistas en cada 
										perfección particular; pero siempre 
										llega más allá de donde habría ido sin 
										su esfuerzo. Un objetivo que huye ante 
										ellos se convierte en estímulo para 
										perseguir nuevas quimeras. Lo poco que 
										pueden todos, depende de lo mucho que 
										algunos anhelan. La humanidad no 
										poseería sus bienes presentes si algunos 
										idealistas no los hubieran conquistado 
										viviendo con la obsesiva aspiración de 
										otros mejores.
										
										En la evolución humana, los ideales se 
										mantienen en equilibrio inestable. Todo 
										mejoramiento real es precedido por 
										conatos y tanteos de pensadores audaces, 
										puestos en tensión hacia él, rebeldes al 
										pasado, aunque sin la intensidad 
										necesaria para violentarlo; esa lucha es 
										un reflujo perpetuo entre lo más 
										concebido y lo menos realizado. Por eso 
										los idealistas son forzosamente 
										inquietos, como todo lo que vive, como 
										la vida misma; contra la tendencia 
										apacible de los rutinarios, cuya 
										estabilidad parece inercia de muerte. 
										Esa inquietud se exacerba en los grandes 
										hombres, en los genios mismos si el 
										medio es hostil a sus quimeras, como es 
										frecuente. No agita a los hombres sin 
										ideales, informe argamasa de humanidad.
										
										Toda juventud es inquieta. El impulso 
										hacia lo mejor sólo puede esperarse de 
										ella: jamás de los enmohecidos y de los 
										seniles. Y sólo es juventud la sana e 
										iluminada, la que mira al frente y no a 
										la espalda; nunca los decrépitos de 
										pocos años, prematuramente domesticados 
										por las supersticiones del pasado: lo 
										que en ellos parece primavera es tibieza 
										otoñal, ilusión de aurora que es ya un 
										apagamiento de crepúsculo.
										
										Sólo hay juventud en los que trabajan 
										con entusiasmo para el porvenir; por eso 
										en los caracteres excelentes puede 
										persistir sobre el apeñuscarse de los 
										años.
										
										Nada cabe esperar de los hombres que 
										entran a la vida sin afiebrarse por 
										algún ideal; a los que nunca fueron 
										jóvenes, paréceles descarriado todo 
										ensueño. Y no se nace joven: hay que 
										adquirir la juventud.
										
										Y sin un ideal no se adquiere.
										
										Los idealistas suelen ser esquivos o 
										rebeldes a los dogmatismos sociales que 
										los oprimen. Resisten la tiranía del 
										engranaje nivelador, aborrecen toda 
										coacción, sienten el peso de los honores 
										con que se intenta domesticarlos y 
										hacerlos cómplices de los intereses 
										creados, dóciles maleables, solidarios, 
										uniformes en la común mediocridad.
										
										Las fuerzas conservadoras que componen 
										el subsuelo social pretenden amalgamar a 
										los individuos, decapitándolos; detestan 
										las diferencias, aborrecen las 
										excepciones, anatematizan al que se 
										aparta en busca de su propia 
										personalidad. El original, el 
										imaginativo, el creador no teme sus 
										odios: los desafía, aun sabiéndolos 
										terribles porque son irresponsables.
										
										Por eso todo idealista es una viviente 
										afirmación del individualismo, aunque 
										persiga una quimera social; puede vivir 
										para los demás, nunca de los demás. Su 
										independencia es una reacción hostil a 
										todos los dogmáticos. Concibiéndose 
										incesantemente perfectibles, los 
										temperamentos idealistas quieren decir 
										en todos los momentos de su vida, como 
										Don Quijote: "yo sé quién soy". Viven 
										animados de ese afán afirmativo. En sus 
										ideales cifran su ventura suprema y su 
										perpetua desdicha. En ellos caldean la 
										pasión. que anima su fe; esta, al 
										estrellarse contra la realidad social, 
										puede parecer desprecio, aislamiento, 
										misantropía: la clásica "torre de 
										marfil" reprochada a cuantos se erizan 
										al contacto de los obtusos. Diríase que 
										de ellos dejó escrita una eterna imagen 
										Teresa de Ávila: "Gusanos de seda somos, 
										gusanillos que hilamos la seda de 
										nuestras vidas y en el capullito de la 
										seda nos encerramos para que el gusano 
										muera y del capullo salga volando la 
										mariposa".
										
										Todo idealismo es exagerado, necesita 
										serlo. Y debe ser cálido su idioma, como 
										si desbordara la personalidad sobre lo 
										impersonal; el pensamiento sin calor es 
										muerto, frío, carece de estilo, no tiene 
										firma.
										
										Jamás fueron tibios los genios, los 
										santos y los héroes. Para crear una 
										partícula de Verdad, de Virtud o de 
										Belleza, se requiere un esfuerzo 
										original y violento contra alguna rutina 
										o prejuicio; como para dar una lección 
										de dignidad hay que desgoznar algún 
										servilismo. Todo ideal es, 
										instintivamente, extremoso; debe serlo a 
										sabiendas, si es menester, pues pronto 
										se rebaja al refractarse en la 
										mediocridad de los más. Frente a los 
										hipócritas que mienten con viles 
										objetivos, la exageración de los 
										idealistas es, apenas, una verdad 
										apasionada. La pasión es su atributo 
										necesario, aun cuando parezca desviar de 
										la verdad; lleva a la hipérbole, al 
										error mismo; a la mentira nunca. Ningún 
										ideal es falso para quien lo profesa: lo 
										cree verdadero y coopera a su 
										advenimiento, con fe, con desinterés. El 
										sabio busca la Verdad por buscarla y 
										goza arrancando a la naturaleza secretos 
										para él inútiles o peligrosos. Y el 
										artista busca también la suya, porque la 
										Belleza es una verdad animada por la 
										imaginación, más que por la experiencia. 
										Y el moralista la persigue en el Bien, 
										que es una recta lealtad de la conducta 
										para consigo mismo y para con los demás. 
										Tener un ideal es servir a su propia 
										Verdad Siempre.
										
										Algunos ideales se revelan como pasión 
										combativa y otros como pertinaz 
										obsesión; de igual manera distínguense 
										dos tipos de idealistas, según predomine 
										en ellos el corazón o el cerebro. El 
										idealismo sentimental es romántico: la 
										imaginación no es inhibida por la 
										crítica y los ideales viven de 
										sentimiento. En el idealismo 
										experimental los ritmos afectivos son 
										encarrilados por la experiencia y la 
										crítica coordina la imaginación: los 
										ideales tórnanse reflexivos y serenos. 
										Corresponde el uno a la juventud y el 
										otro a la madurez. El primero es 
										adolescente, crece, puja y lucha; el 
										segundo es adulto, se fija, resiste, 
										vence.
										
										El idealista perfecto sería romántico a 
										los veinte años y estoico a los 
										cincuenta; es tan anormal el estoicismo 
										en la juventud como el romanticismo en 
										la edad madura. Lo que al principio 
										enciende su pasión, debe cristalizarse 
										después en suprema dignidad: ésa es la 
										lógica de su temperamento.
										
										IV. EL IDEALISMO ROMÁNTICO
										
										Los idealistas románticos son exagerados 
										porque son insaciables.
										
										Sueñan lo más para realizar lo menos; 
										comprenden que todos los ideales 
										contienen una partícula de utopía y 
										pierden algo al realizarse: de razas o 
										de individuos, nunca se integran como se 
										piensan. En pocas cosas el hombre puede 
										llegar al Ideal que la imaginación 
										señala: su gloria está en marchar hacia 
										él, siempre inalcanzado e inalcanzable.
										
										Después de iluminar su espíritu con 
										todos los resplandores de la cultura 
										humana, Goethe muere pidiendo más luz; y 
										Musset quiere amar incesantemente 
										después de haber amado, ofreciendo su 
										vida por una caricia y su genio por un 
										beso. Tonos los románticos parecen 
										preguntarse, con el poeta: "¿Por qué no 
										es infinito el poder humano, como el 
										deseo?"
										
										Tienen una curiosidad de mil ojos, 
										siempre atenta para no perder la más 
										imperceptible titilación del mundo que 
										la solicita. Su sensibilidad es aguda, 
										plural, caprichosa, artista, como si los 
										nervios hubieran centuplicado su 
										impresionabilidad. Su gesto sigue 
										prontamente el camino de las nativas 
										inclinaciones: entre diez partidos 
										adoptan aquel subrayado por el latir más 
										intenso de su corazón. Son dionisiacos. 
										Sus aspiraciones se traducen por 
										esfuerzos activos sobre el medio social 
										o por una hostilidad contra todo lo que 
										se opene a sus corazonadas y ensueños.
										
										Construyen sus ideales sin conceder nada 
										a la realidad, rehusándose al contralor 
										de la experiencia, agrediéndola si ella 
										los contraría. Son ingenuos y sensibles, 
										fáciles de conmoverse, accesibles al 
										entusiasmo y a la ternura; con esa 
										ingenuidad sin doblez que los hombres 
										prácticos ignoran. Un minuto les basta 
										para decidir de toda una vida. Su idea 
										cristaliza en firmezas inequívocas 
										cuando la realidad los hiere con más 
										saña.
										
										Todo romántico está por Don Quijote 
										contra Sancho, por Cyrano contra 
										Tartufo, por Stockmann contra Gil Blas; 
										por cualquier ideal contra toda 
										mediocridad. Prefiere la flor al fruto, 
										presintiendo que éste no podría existir 
										jamás sin aquélla. Los temperamentos 
										acomodaticios saben que la vida guiada 
										por el interés brinda provechos 
										materiales; los románticos creen que la 
										suprema dignidad se incuba en el ensueño 
										y la pasión. Para ellos un beso de tal 
										mujer vale más que cien tesoros de 
										Golconda. Su elocuencia está en su 
										corazón: disponen de esas "razones que 
										la razón ignora", que decía Pascal. En 
										ellas estriba el encanto irresistible de 
										los Musset y los Byron: su estuosidad 
										apasionada nos estremece, ahoga como si 
										una garra apretara el cuello, sobresalta 
										las venas, humedece los párpados, 
										entrecorta el aliento. Sus heroínas y 
										sus protagonistas pueblan los insomnios 
										juveniles, como si los describieran con 
										una vara mágica entintada en el cáliz de 
										una poetisa griega: Safo, por caso, la 
										más lírica. Su estilo es de luz y de 
										color, siempre encendido, ardiente a 
										veces. Escriben como hablan los 
										temperamentos apasionados, con esa 
										elocuencia de las voces enronquecidas 
										por un deseo o por un exceso, esa "voce 
										calda" que enloquece a las mujeres finas 
										y hace un Don
										
										Juan de cada amador romántico. Son ellos 
										los aristócratas del amor, con ellos 
										sueñan todas las Julietas e Isoldas. En 
										vano se confabulan en su contra las 
										embozadas hipocresías mundanas; los 
										espíritus zafios desearían inventar una 
										balanza para pesar la utilidad inmediata 
										de sus inclinaciones. Como no la poseen, 
										renuncian a seguirlas.
										
										El hombre incapaz de alentar nobles 
										pasiones esquiva el amor como si fuera 
										un abismo; ignora que él acrisola todas 
										las virtudes y es el más eficaz de los 
										moralistas. Vive y muere sin haber 
										aprendido a amar. Caricaturiza a este 
										sentimiento guiándose por las 
										sugestiones de sórdidas conveniencias. 
										Los demás le eligen primero las queridas 
										y le imponen después la esposa. Poco le 
										importa la fidelidad de las primeras, 
										mientras le sirvan de adorno; nunca 
										exige inteligencia en la otra, si es un 
										escalón en su mundo. Musset le parece 
										poco serio y encuentra infernal a Byron; 
										habría quemado a Jorge Sand y la misma 
										Teresa de Avila resúltale un poco 
										exagerada. Se persigna si alguien 
										sospecha que Cristo pudo amar a la 
										pecadora de Magdala. Cree firmemente que 
										Werther, Joselyn, Mimí, Rolla y Manón 
										son símbolos del mal, creados por la 
										imaginación de artistas enfermos. 
										Aborrece la pasión honda y sentida, 
										detesta los romanticismos sentimentales. 
										Prefiere la compra tranquila a la 
										conquista comprometedora. Ignora las 
										supremas virtudes del amor, que es 
										ensueño, anhelo, peligro, toda la 
										imaginación convergiendo al 
										embellecimiento del instinto, y no 
										simple vértigo brutal de los sentidos.
										
										En las eras de rebajamiento, cuando está 
										en su apogeo la mediocridad, los 
										idealistas se alinean contra los 
										dogmatismos sociales, sea cual fuere el 
										régimen dominante. Algunas veces, en 
										nombre del romanticismo político, agitan 
										un ideal democrático y humano. Su amor a 
										todos los que sufren es justo encono 
										contra los que oprimen su propia 
										individualidad. Diríase que llegan hasta 
										amar a las víctimas para protestar 
										contra el verdugo indigno; pero siempre 
										quedan fuera de toda hueste, sabiendo 
										que en ella puede incubarse una coyunda 
										para el porvenir.
										
										En todo lo perfectible cabe un 
										romanticismo; su orientación varía con 
										los tiempos y con las inclinaciones. Hay 
										épocas en que más florece, como en las 
										horas de reacción que siguieron al 
										sacudimiento libertario de la revolución 
										francesa. Algunos románticos se creen 
										providenciales y su imaginación se 
										revela por un misticismo constructivo, 
										como en Fourier y Lamennais, precedidos 
										por Rousseau, que fue un Marx 
										calvinista, y seguidos por Marx, que fue 
										un Rousseau judío.
										
										En otros, el lirismo tiende, como en 
										Byron y Ruskin, a convertirse en 
										religión estática. En Mazzini y Kossuth 
										toma color político. Habla en tono 
										profético y trascendente por boca de 
										Lamartine y de Hugo. En Stendhal acosa 
										con ironía los dogmatismos sociales y en 
										Vigny los desdeña amargamente. Se duele 
										en Musset y desespera en Amiel. Fustiga 
										a la mediocridad con Flaubert y Barbey 
										d'Aurevilly. Y en otros conviértese en 
										rebelión abierta contra todo lo que 
										amengua y domestica al individuo, como 
										en Émerson, Stirner, Guyau, lbsen o 
										Nietzsche.
										
										V. EL IDEALISMO ESTOICO
										
										Las rebeldías románticas son embotadas 
										por la experiencia: ella enfrena muchas 
										impetuosidades falaces y da a los 
										ideales más sólida firmeza. Las 
										lecciones de la realidad no matan al 
										idealista: lo educan.
										
										Su afán de perfección tórnase más 
										centrípeto y digno, busca los caminos 
										propicios, aprende a salvar las 
										asechanzas que la mediocridad le tiende. 
										Cuando la fuerza de las cosas se 
										sobrepone a su personal inquietud y los 
										dogmatismos sociales cohiben sus 
										esfuerzos por enderezarlos, su idealismo 
										tórnase experimental. No puede doblar la 
										realidad a sus ideales, pero los 
										defiende de ella, procurando salvarlos 
										de toda mengua o envilecimiento. Lo que 
										antes se proyectaba hacia afuera, 
										polarizase en el propio esfuerzo, se 
										interioriza. "Una gran vida escribió 
										Vigny es un ideal de la juventud 
										realizado en la edad madura".
										
										Es inherente a la primera ilusión de 
										imponer sus ensueños, rompiendo las 
										barreras que les opone la realidad; 
										cuando la experiencia advierte que la 
										mole no cae, el idealista 
										atrincherándose en virtudes intrínsecas, 
										custodiando sus ideales, realizándolos 
										en alguna medida, sin que la solidaridad 
										pueda conducirle nunca a torpes 
										complicidades.
										
										El idealismo sentimental y romántico se 
										transforma en idealismo experimental y 
										estoico; la experiencia regula la 
										imaginación haciéndolo ponderado y 
										reflexivo. La serena armonía clásica 
										reemplaza a la pujanza impetuosa: el 
										Idealismo dionisiaco se convierte en 
										Idealismo apolíneo.
										
										Es natural que así sea. Los 
										romanticismos no resisten a la 
										experiencia crítica: si duran hasta 
										pasados los límites de la juventud, su 
										ardor no equivale a su eficiencia. Fue 
										error de Cervantes la avanzada edad en 
										que Don Quijote emprende la persecución 
										de su quimera. Es más lógico Don Juan, 
										casándose a la misma altura en que 
										Cristo muere; los personajes que Mürger 
										creó en la vida bohemia, detiénense en 
										ese limbo de la madurez. No puede ser de 
										otra manera. La acumulación de los 
										contrastes acaba por coordinar la 
										imaginación, orientándola sin rebajarla.
										
										Y si el idealista es una mente superior, 
										su ideal asume formas definitivas: 
										plasma la Verdad, la Belleza o la Virtud 
										en crisoles más perennes, tiende a 
										fijarse y durar en obras. El tiempo lo 
										consagra y su esfuerzo tórnase ejemplar. 
										La posteridad lo juzga clásico. Toda 
										clasicidad proviene de una selección 
										natural entre ideales que fueron en su 
										tiempo románticos y que han sobrevivido 
										a través de los siglos.
										
										Pocos soñadores encuentran tal clima y 
										tal ocasión que les encumbren a la 
										genialidad. Los más resultan exóticos e 
										inoportunos; los sucesos cuyo 
										determinismo no pueden modificar, 
										esteriliza sus esfuerzos.
										
										De ahí cierta aquiescencia a las cosas 
										que no dependen del propio mérito, la 
										tolerancia de toda indesvariable 
										fatalidad. Al sentir la coerción 
										exterior no se rebajan ni contaminan: se 
										apartan, se refugian en sí mismos para 
										encumbrarse en la orilla desde donde 
										miran el fangoso arroyo que corre 
										murmurando, sin que en su murmullo se 
										oiga un grito.
										
										Son los jueces de su época: ven de dónde 
										viene y cómo corre el turbión 
										encenagado. Descubren a los omisos que 
										se dejan opacar por el limo, a los que 
										persiguen esos encumbramientos falaces 
										reñidos con el mérito y con la justicia.
										
										El idealista estoico mantiénese hostil a 
										su medio, lo mismo que el romántico. Su 
										actitud es de abierta resistencia a la 
										mediocridad organizada, resignación 
										desdeñosa o renunciamiento altivo, sin 
										compromisos.
										
										Impórtale poco agredir el mal que 
										consienten los otros; más le sirve estar 
										libre para realizar toda perfección que 
										sólo depende de su propio esfuerzo. 
										Adquiere una "sensibilidad 
										individualista" que no es egoísmo vulgar 
										ni desinterés por los ideales que agitan 
										a la sociedad en que vive. Son notorias 
										las diferencias entre el individualismo 
										doctrinario y el sentimiento 
										individualista; el uno es teoría y el 
										otro es actitud. En Spencer, la doctrina 
										individualista se acompaña de 
										sensibilidad social; en Bakunin, la 
										doctrina social coexiste con una 
										sensibilidad individualista.
										
										Es cuestión de temperamento y no de 
										ideas; aquél es la base del carácter. 
										Todo individualismo, como actitud, es 
										una revuelta contra los dogmas y los 
										valores falsos respetados en las 
										mediocracias; revela energías anhelosas 
										de esparcirse, contenidas por mil 
										obstáculos opuestos por el espíritu 
										gregario. El temperamento individualista 
										llega a negar el principio de autoridad, 
										se substrae a los prejuicios, desacata 
										cualquiera imposición, desdeña las 
										jerarquías independientes del mérito.
										
										Los partidos, sectas y facciones le son 
										indiferentes por igual, mientras no 
										descubre en ellos ideales consonantes 
										con los suyos propios.
										
										Cree más en las virtudes firmes de los 
										hombres que en la mentira escrita de los 
										principios teóricos; mientras no se 
										reflejan en las costumbres las mejores 
										leyes de papel no modifican la tontería 
										de quienes las admiran ni el sufrimiento 
										de quienes las aguantan.
										
										La ética del idealista estoico difiere 
										radicalmente de esos individualismos 
										sórdidos que reclutan las simpatías de 
										los egoístas. Dos morales esencialmente 
										distintas pueden nacer de la estimación 
										de sí mismo. El digno elige la elevada, 
										la de Zenón o la de Epicuro; el mediocre 
										opta siempre por la inferior y se 
										encuentra con Aristipo. Aquél se refugia 
										en sí para acrisolarse; éste se ausenta 
										de los demás para zambullirse en la 
										sombra. El individualismo es noble si un 
										ideal lo alienta y lo eleva; sin ideal, 
										es una caída a más bajo nivel que la 
										mediocridad misma.
										
										En la Cirenaica griega, cuatro siglos 
										antes del evo cristiano, Aristipo 
										anunció que la única regla de la vida 
										era el placer máximo, buscado por todos 
										los medios, como si la naturaleza 
										dictara al hombre el hartazgo de los 
										sentidos y la ausencia de ideal. La 
										sensualidad erigida en sistema, llevaba 
										al placer tumultuoso, sin seleccionarlo. 
										Llegaron los cirenaicos a despreciar la 
										vida misma; sus últimos pregoneros 
										encomiaron el suicidio. Tal ética, 
										practicada instintivamente por los 
										escépticos y los depravados de todos los 
										tiempos, no fue lealmente erigida en 
										sistema después de entonces. El placer 
										como simple sensualidad cuantitativa es 
										absurdo e imprevisor; no puede sustentar 
										una moral. Sería erigir a los sentidos 
										en jueces. Deben ser otros. ¿Estaría la 
										felicidad en perseguir un interés bien 
										ponderado? Un egoísmo prudente y 
										cualitativo, que elija y calcule, 
										reemplazaría a los apetitos ciegos. En 
										vez del placer basto tendríase el 
										deleite refinado, que prevé, coordina, 
										prepara, goza antes e infinitamente más, 
										pues la inteligencia gusta de 
										centuplicar los goces futuros con sabias 
										alquimias de preparación. Los epicúreos 
										se apartan ya del cirenaísmo. Aristipo 
										refugiaba la dicha en los burdos goces 
										materiales; Epicuro la encumbra a la 
										mente, la idealiza por la imaginación. 
										Para aquél valen todos los placeres y se 
										buscan de cualquier manera, desatados 
										sin freno; para éste, deben ser elegidos 
										y dignificados por un sello de armonía. 
										La originaria moral de Epicuro es toda 
										refinamiento: su creador vivió una vida 
										honorable y pura. Su ley fue buscar la 
										dicha y huir del dolor, prefiriendo las 
										cosas que dejan un saldo a favor de la 
										primera. Esa aritmética de las emociones 
										no es incompatible con la dignidad, el 
										ingenio y la virtud, que son 
										perfecciones ideales; permite 
										cultivarlas, si en ellas puede 
										encontrarse una fuente de placer.
										
										Es en otra moral helénica, sin embargo, 
										donde encuentra sus moldes perfectos el 
										idealismo experimental. Zenón dio ala 
										humanidad una suprema doctrina de virtud 
										heroica. La dignidad se identifica con 
										el ideal; no conoce la historia más 
										bellos ejemplos de conducta. Séneca, 
										digno de la corte del propio Nerón, 
										además de predicar con arte exqui sito 
										su doctrina, la aplicó con bello coraje 
										en la hora extrema. Solamente Sócrates 
										murió mejor que él, y ambos más 
										dignamente que Jesús. Son las tres 
										grandes muertes de la historia.
										
										La dignidad estoica tuvo su apóstol en 
										Epicteto. Una convincente elocuencia de 
										sofista caldeaba su palabra de liberto. 
										Vivió como el más humilde, satisfecho 
										con lo que tenía. durmiendo en casa sin 
										puertas. entregado a meditar y educar, 
										hasta el decreto que proscribió de Roma 
										a los filósofos. Enseñó a distinguir, en 
										toda cosa, lo que depende y lo que no 
										depende de nosotros. Lo primero nadie 
										puede cohibirlo; lo demás está 
										subordinado a fuerzas extrañas. Colocar 
										el Ideal en lo que depende de nosotros y 
										ser indiferente a lo demás: he ahí una 
										fórmula para el idealismo i 
										experimental.
										
										Es desdeñable todo lo que suele desear o 
										temer el egoísta. Si las resistencias en 
										el camino de la perfección dependen de 
										otros, conviene hacer de ellas caso 
										omiso, como si no existiesen, y redoblar 
										el esfuerzo enaltecedor. Ningún 
										contratiempo material desvía al 
										idealista. Si deseara influir de 
										inmediato sobre cosas que de él no 
										dependen, encontraría obstáculos en 
										todas partes; contra esa hostilidad de 
										su ambiente sólo puede rebelarse con la 
										imaginación, mirando cada vez más hacia 
										su interior. El que sirve a un ideal, 
										vive de él; nadie le forzará a soñar lo 
										que no quiere ni le impedirá ascender 
										hacia su sueño.
										
										Esta moral no es una contemplación 
										pasiva; renuncia solamente a participar 
										del alma. Su asentimiento a lo 
										inevitable no es apatía ni inercia. 
										Apartarse no es morir; es, simplemente, 
										esperar la posible hora de hacer, 
										apresurándola con la predicación o con 
										el ejemplo. Si la hora llega, puede ser 
										afirmación sublime, como lo fue en Marco 
										Aurelio, nunca igualado en regir 
										destinos de pueblos: sólo él pudo 
										inspirar las páginas más hondas de Renán 
										y las más líricas de Paul de SaintVictor.
										
										Delicado y penetrante, su estoicismo fue 
										más propicio para templar caracteres que 
										para consolar corazones. Con él alcanzó 
										el pensamiento antiguo su más tranquila 
										nobleza. Entre perversos e ingratos que 
										la circuían, enseñó a dar sus racimos, 
										como la viña, sin reclamar precio 
										alguno, preparándose para cargar otros 
										en la vendimia futura. Los idealistas 
										estoicos son hombres de su estirpe: 
										diríase que ignoran el bien que hacen a 
										sus propios enemigos. Cuando arrecia el 
										encanallamiento de los domesticados, 
										cuando más sofocante tórnase el clima de 
										las mediocracias, ellos crean un nuevo 
										ambiente moral sembrando ideales: una 
										nueva generación, aprendiendo a amarlos, 
										se ennoblece.
										
										Frente a las burguesías afiebradas por 
										remontar el nivel del bienestar material 
										ignorando que su mayor miseria es la 
										falta de cultura, ellos concentran sus 
										esfuerzos para aquilatar el respeto de 
										las cosas del espíritu y el culto de 
										todas las originalidades descollantes. 
										Mientras la vulgaridad obstruye las vías 
										del genio, de la santidad y del 
										heroísmo, ellos concurren a 
										restituirlas, mediante la sugestión de 
										ideales, preparando el advenimiento de 
										esas horas fecundas que caracterizan la 
										resurrección de las razas: el clima del 
										genio.
										
										Toda ética idealista transmuta los 
										valores y eleva el rango del mérito; las 
										virtudes y los vicios trocan sus 
										matices, en más o en menos, creando 
										equilibrios nuevos. Ésa es, en el fondo, 
										la obra de los moralistas: su 
										originalidad está en cambios de tono que 
										modifican las perspectivas de un cuadro 
										cuyo fondo es casi imperturbable. Frente 
										a la chatura común, que empuja a ser 
										vulgares, los caracteres dignos afirman 
										con vehemencia su ideal. Una mediocracia 
										sin ideales como un individuo o un grupo 
										es vil y escéptica, cobarde: contra ella 
										cultivan hondos anhelos de perfección. 
										Frente a la ciencia hecho oficio, la 
										Verdad como un culto; frente a la 
										honestidad de conveniencia, la Virtud 
										desinteresada; frente al arte lucrativo 
										de los funcionarios, la Armonía 
										inmarcesible de la línea, de la forma y 
										del color; frente a las complicidades de 
										la política mediocrática, las máximas 
										expansiones del Individuo dentro de cada 
										sociedad. Cuando los pueblos se 
										domestican y callan, los grandes 
										forjadores de ideales levantan su voz. 
										Una ciencia, un arte, un país, una raza, 
										estremecidos por su eco, pueden salir de 
										su cauce habitual. El Genio es un guión 
										que pone el destino entre dos párrafos 
										de la historia. Si aparece en los 
										orígenes, crea o funda; si en los 
										resurgimientos, transmuta o desorbita. 
										En ese instante remontan su vuelo todos 
										los espíritus superiores, templándose en 
										pensamientos altos y para obras 
										perennes.
										
										VI. SÍMBOLO
										
										En el vaivén eterno de las eras, el 
										porvenir es siempre de los visionarios.
										
										La interminable contienda entre el 
										idealismo y la mediocridad tiene su 
										símbolo: no pudo Cellini clavarlo en más 
										digno sitio que la maravillosa plaza de 
										Florencia. Nunca mano de orfebre plasmó 
										un concepto más sublime. Perseo 
										exhibiendo la cabeza de Medusa, cuyo 
										cuerpo agitase en contorsiones de reptil 
										bajo sus pies alados. Cuando los 
										temperamentos idealistas se detienen 
										ante el prodigio de Benvenuto, anímase 
										el metal, revive su fisonomía, sus 
										labios parecen articular palabras 
										perceptibles.
										
										Y dice a los jóvenes que toda brega por 
										un Ideal es santa, aunque sea ilusorio 
										el resultado; que es loable seguir su 
										temperamento y pensar con el corazón, si 
										ello contribuirá a crear una 
										personalidad firme; que todo germen de 
										romanticismo debe alentarse, para 
										enguirnaldar de aurora la única 
										primavera que no vuelve jamás.
										
										Y a los maduros, cuyas primeras canas 
										salpican de otoño sus más vehementes 
										quimeras, instígalos a custodiar sus 
										ideales bajo el palio de la más severa 
										dignidad, frente a las tentaciones que 
										conspiran para encenagarlos en la 
										Estigia donde se abisman los mediocres.
										
										Y en el gesto del bronce parece que el 
										Idealismo decapitara a la Mediocridad, 
										entregando su cabeza al juicio de los 
										siglos.  
																				 
																				CAPÍTULO I
										EL HOMBRE MEDIOCRE
										
										Cacciarli i ciel per non esser men belli,
										
										Né lo profondo Inferno li riceve...
										DANTE, Inferno, Canto III.
										
										I ¿"Áurea Mediocritas"? - II. Los 
										hombres sin personalidad. - III. En 
										torno del hombre mediocre. - IV. 
										Concepto social de la mediocridad. V. El 
										espíritu conservador - VI. Peligros 
										sociales de la mediocridad - VII. La 
										vulgaridad.
										
										I. ¿"ÁUREA MEDIOCRITAS"?
										
										Hay cierta hora en que el pastor ingenuo 
										se asombra ante la naturaleza que le 
										envuelve. La penumbra se espesa, el 
										color de las cosas se uniforma en el 
										gris homogéneo de las siluetas, la 
										primera humedad crepuscular levanta de 
										todas las hierbas un vaho de perfume, 
										aquiétase el rebaño para echarse a 
										dormir, la remota campana tañe su aviso 
										vesperal.
										
										La impalpable claridad lunar se 
										emblanquece al caer sobre las cosas; 
										algunas estrellas inquietan con su 
										titilación el firmamento y un lejano 
										rumor de arroyo brincante en las breñas 
										parece conversar de misteriosos temas. 
										Sentado en la piedra menos áspera que 
										encuentra al borde del camino, el pastor 
										contempla y enmudece, invitado en vano a 
										meditar por la convergencia del sitio y 
										de la hora. Su admiración primitiva es 
										simple estupor:. La poesía natural que 
										le rodea, al reflejarse en su 
										imaginación, no se convierte en poema. 
										Él es, apenas, un objeto en el cuadro, 
										una pincelada; un accidente en la 
										penumbra. Para él todas las cosas han 
										sido siempre así y seguirán siéndolo, 
										desde la tierra que pisa hasta el rebaño 
										que apacienta.
										
										La inmensa masa de los hombres piensa 
										con la cabeza de ese ingenuo pastor; no 
										entendería el idioma de quien le 
										explicara algún misterio del universo o 
										de la vida, la evolución eterna de todo 
										lo conocido, la posibilidad de 
										perfeccionamiento humano en la continua 
										adaptación del hombre a la naturaleza. 
										Para concebir una perfección se requiere 
										cierto nivel ético y es indispensable 
										alguna educación intelectual. Sin ellos 
										pueden tenerse fanatismos y 
										supersticiones; ideales, jamás.
										
										Los que viven debajo de ese nivel y no 
										adquieren esa educación permanecen 
										sujetos a dogmas que otros les imponen, 
										esclavos de fórmulas paralizadas por la 
										herrumbre del tiempo. Sus rutinas y sus 
										prejuicios parécenles eternamente 
										invariables; su obtusa imaginación no 
										concibe perfecciones pasadas ni 
										venideras; el estrecho horizonte de su 
										experiencia constituye el límite forzoso 
										de su mente No pueden formarse un ideal. 
										Encontraran en los ajeno: una chispa 
										capaz de encender sus pasiones; serán 
										sectarios pueden serlo. Y no advertirán 
										siquiera la ironía de cuanto les invitan 
										a arrebañarse en nombre de ideales que 
										pueden servir, no comprender. Todo 
										ensueño seguido por muchedumbres, sólo 
										es pensado por pocos visionarios que sor 
										sus amos.
										
										La desigualdad humana no es un 
										descubrimiento moderno. Plutarco 
										escribió, ha siglos, que "los animales 
										de una misma especie difieren menos 
										entre si que unos hombres de otros" 
										(Obras morales, vol. 3).
										
										Montaigne suscribió esa opinión: "Hay 
										más distancia entre tal y tal hombre, 
										que entre tal hombre y tal bestia: es 
										decir, que el más excelente animal está 
										más próximo del hombre menos 
										inteligente, que este último de otro 
										hombre grande y excelente" (Ensayos, 
										vol. I, cap. XLII).
										
										No pretenden decir más los que siguen 
										afirmando la desigualdad humana: ella 
										será en el porvenir tan absoluta como en 
										tiempos de Plutarco o de Montaigne.
										
										Hay hombres mentalmente inferiores al 
										término medio de su raza, de su tiempo y 
										de su clase social; también los hay 
										superiores. Entre unos y otros fluctúa 
										una gran masa imposible de caracterizar 
										por inferioridades o excelencias.
										
										Los psicólogos no han querido ocuparse 
										de estos últimos; el arte los desdeña 
										por incoloros; la historia no sabe sus 
										nombres. Son poco interesantes; en vano 
										buscaríase en ellos la arista definida, 
										la pincelada firme, el rasgo 
										característico. De igual desdén les 
										cubren los moralistas; individualmente 
										no merecen el desprecio, que fustiga a 
										los perversos, ni la apología, reservada 
										a los virtuosos.
										
										Su existencia es, sin embargo, natural y 
										necesaria. En todo lo que ofrece grados 
										hay mediocridad; en la escala de la 
										inteligencia humana ella representa el 
										claroscuro entre el talento y la 
										estulticia.
										
										No diremos, por eso, que siempre es 
										loable. Horacio no dijo aurea 
										mediocritas en el sentido general y 
										absurdo que proclaman los incapaces de 
										sobresalir por su ingenio, por sus 
										virtudes o por sus obras.
										
										Otro fue el parecer del poeta: poniendo 
										en la tranquilidad y en la independencia 
										el mayor bienestar del hombre, enalteció 
										los goces de un vivir sencillo que dista 
										por igual de la opulencia y la miseria, 
										llamando áurea a esa mediocridad 
										material. En cierto sentido epicúreo, su 
										sentencia es verdadera y confirma el 
										remoto proverbio árabe: "Un mediano 
										bienestar tranquilo es preferible a la 
										opulencia llena de preocupaciones".
										
										Inferir de ello que la mediocridad 
										moral, intelectual y de carácter es 
										digna de respetuoso homenaje, implica 
										torcer la intención misma de Horacio: en 
										versos memorables (Ad Pis., 472) 
										menospreció a los poetas mediocres:
										
										Mediocribus esse poetis
										Non di, non homines, non concessere 
										columnae.
										
										Y es lícito extender su dicterio a 
										cuantos hombres lo son de espíritu.
										
										¿Por qué subvertiríamos el sentido de 
										aurea mediocritas clásico?
										
										¿Por qué suprimir desniveles entre los 
										hombres y las sombras, como si rebajando 
										un poco a los excelentes y puliendo un 
										poco a los bastos se atenuaran las 
										desigualdades creadas por la naturaleza?
										
										No concebimos el perfeccionamiento 
										social como un producto de la 
										uniformidad de todos los individuos, 
										sino como la combinación armónica de 
										originalidades incesantemente 
										multiplicadas, Todos los enemigos de la 
										diferenciación vienen a serlo del 
										progreso; es natural, por ende, que 
										consideren la originalidad como un 
										defecto imperdonable.
										
										Los que tal sentencian inclínanse a 
										confundir el sentido común con el buen 
										sentido, como si enmarañando la 
										significación de los vocablos quisieran 
										emparentar las ideas correspondientes. 
										Afirmemos que son antagonistas. El 
										sentido común es colectivo, 
										eminentemente retrógrado y dogmatista; 
										el buen sentido es individual, siempre 
										innovador y libertario. Por la 
										obsecuencia al uno o al otro se 
										reconocen la servidumbre y la 
										aristocracia naturales. De esa 
										insalvable heterogeneidad nace la 
										intolerancia de los rutinarios frente a 
										cualquier destello original; estrechan 
										sus filas para defenderse, como si 
										fueran crímenes las diferencias. Esos 
										desniveles son un postulado fundamental 
										de la psicología. Las costumbres y las 
										leyes pueden establecer derechos y 
										deberes comunes a todos los hombres; 
										pero éstos serán siempre tan desiguales 
										como las olas que erizan la superficie 
										de un océano.
										
										II. LOS HOMBRES SIN PERSONALIDAD
										
										Individualmente considerada, la 
										mediocridad podrá definirse como una 
										ausencia de características personales 
										que permitan distinguir al individuo en 
										su sociedad. Ésta ofrece a todos un 
										mismo fardo de rutinas, prejuicios y 
										domesticidades; basta reunir cien 
										hombres para que ellos coincidan en lo 
										impersonal: "Juntad mil genios en un 
										Concilio y tendréis el alma de un 
										mediocre". Esas palabras denuncian lo 
										que en cada hombre no pertenece a él 
										mismo y que, al sumarse muchos, se 
										revela por el bajo nivel de las 
										opiniones colectivas.
										
										La personalidad individual comienza en 
										el punto preciso donde cada uno se 
										diferencia de los demás; en muchos 
										hombres ese punto es simplemente 
										imaginario. Por ese motivo, al 
										clasificar los caracteres humanos, se ha 
										comprendido la necesidad de separar a 
										los que carecen de rasgos 
										característicos: productos adventicios 
										del medio, de las circunstancias, de la 
										educación que se les suministra, de las 
										personas que los tutelan, de las cosas 
										que los rodean. "Indiferentes" ha 
										llamado Ribot a los que viven sin que se 
										advierta su existencia. La sociedad 
										piensa y quiere por ellos. No tienen 
										voz, sino eco. No hay líneas definidas 
										ni en su propia sombra, que es, apenas, 
										una penumbra.
										
										Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos 
										de que alguien pueda reprocharles esa 
										osadía de existir en vano, como 
										contrabandistas de la vida.
										
										Y lo son. Aunque los hombres carecemos 
										de misión trascendental sobre la tierra, 
										en cuya superficie vivimos tan 
										naturalmente como la rosa y el gusano, 
										nuestra vida no es digna de ser vivida 
										sino cuando la en noblece algún ideal: 
										los más altos placeres son inherentes a 
										proponerse una perfección y perseguirla. 
										Las existencias vegetativas no tienen 
										biografía: en la historia de su sociedad 
										sólo vive el que deja rastros en las 
										cosas o en los espíritus. La vida vale 
										por el uso que de ella hacemos, por las 
										obras que realizamos. No ha vivido más 
										el que cuenta más años, sino el que ha 
										sentido mejor un ideal; las canas 
										denuncian la vejez, pero no dicen cuánta 
										juventud la precedió. La medida social 
										del hombre está en la duración de sus 
										obras: la inmortalidad es el privilegio 
										de quienes las hacen sobrevivientes a 
										los siglos, y por ellas se mide.
										
										El poder que se maneja, los favores que 
										se mendigan, el dinero que se amasa, las 
										dignidades que se consiguen, tienen 
										cierto valor efímero que puede 
										satisfacer los apetitos del que no lleva 
										en sí mismo, en sus virtudes 
										intrínsecas, las fuerzas morales que 
										embellecen y califican la vida; la 
										afirmación de la propia personalidad y 
										la cantidad de hombría puesta en la 
										dignificación de nuestro yo. Vivir es 
										aprender, para ignorar menos; es amar, 
										para vincularnos a una parte mayor de 
										humanidad; es admirar, para compartir 
										las excelencias de la naturaleza y de 
										los hombres; es un esfuerzo por 
										mejorarse, un incesante afán de 
										elevación hacia ideales definidos.
										
										Muchos nacen; pocos viven. Los hombres 
										sin personalidad son innumerables y 
										vegetan moldeados por el medio, como 
										cera fundida en el cuño social. Su 
										moralidad de catecismo y su inteligencia 
										cuadriculada los constriñen a una 
										perpetua disciplina del pensar y de la 
										conducta; su existencia es negativa como 
										unidades sociales.
										
										El hombre de fino carácter es capaz de 
										mostrar encrespamientos sublimes, como 
										el océano; en los temperamentos 
										domesticados todo parece quieta 
										superficie, como en las ciénagas. La 
										falta de personalidad hace, a éstos, 
										incapaces de iniciativa y de 
										resistencia. Desfilan inadvertidos, sin 
										aprender ni enseñar, diluyendo en tedio 
										su insipidez, vegetando en la sociedad 
										que ignora su existencia: ceros a la 
										izquierda que nada califican y para nada 
										cuentan. Su falta de robustez moral 
										háceles ceder a la más leve presión, 
										sufrir todas las influencias, altas y 
										bajas, grandes y pequeñas, 
										transitoriamente arrastrados a la altura 
										por el más leve céfiro o revolcados por 
										la ola menuda de un arroyuelo.
										
										Barcos de amplio velamen, pero sin 
										timón, no saben adivinar su propia ruta: 
										ignoran si irán a varar en una playa 
										arenosa o a quedarse estrellados contra 
										un escollo.
										
										Están en todas partes, aunque en vano 
										buscaríamos uno solo que se reconociera; 
										si lo halláramos sería un original, por 
										el simple hecho de enrolarse en la 
										mediocridad. ¿Quién no se atribuye 
										alguna virtud, cierto talento o un firme 
										carácter? Muchos cerebros torpes se 
										envanecen de su testarudez. confundiendo 
										la parálisis con la firmeza, que es don 
										de pocos elegidos; los bribones se 
										jactan de su bigardía y desvergüenza, 
										equivocándolas con el ingenio; los 
										serviles y los parapoco pavonéanse de 
										honestas, como si la incapacidad del mal 
										pudiera en caso alguno confundirse con 
										la virtud.
										
										Si hubiera de tenerse en cuenta la buena 
										opinión que todos los hombres tienen de 
										sí mismos, sería imposible discurrir de 
										los que se caracterizan por la ausencia 
										de personalidad. Todos creen tener una; 
										y muy suya. Ninguno advierte que la 
										sociedad le ha sometido a esa operación 
										aritmética que consiste en reducir 
										muchas cantidades a un denominador 
										común: la mediocridad.
										
										Estudiemos, pues, a los enemigos de toda 
										perfección, ciegos a los astros. Existe 
										una vastísima bibliografía acerca de los 
										inferiores e insuficientes desde el 
										criminal y el delirante hasta el 
										retardado y el idiota; hay también una 
										rica literatura consagrada a estudiar el 
										genio y el talento, amén de que la 
										historia y el arte convergen a mantener 
										su culto.
										
										Unos y otros son, empero, excepciones. 
										Lo habitual no es el genio ni el idiota, 
										no es el talento ni el imbécil. El 
										hombre que nos rodea a millares, el que 
										prospera y se reproduce en el silencio y 
										en la tiniebla, es el mediocre.
										
										Toca al psicólogo disecar su mente con 
										firme escalpelo, como a los cadáveres el 
										profesor eternizado por Rembrandt en la 
										Lección de anatomía: sus ojos parecen 
										iluminarse al contemplar las entrañas 
										mismas de la naturaleza humana y sus 
										labios palpitan de elocuencia serena al 
										decir su verdad a cuantos le rodean.
										
										¿Por qué no tendemos al hombre sin 
										ideales sobre nuestra mesa de autopsias, 
										hasta saber qué es, cómo es, qué hace, 
										qué piensa, para qué sirve?
										
										Su etopeya constituirá un capítulo 
										básico de la psicología y de la moral.
										
										III. EN TORNO DEL HOMBRE MEDIOCRE
										
										Con diversas denominaciones, y desde 
										puntos de vista heterogéneos, se ha 
										intentado algunas veces definir al 
										hombre sin personalidad.
										
										La filosofía, la estadística, la 
										antropología, la psicología. la estética 
										y la moral han contribuido a la 
										determinación de tipos más o menos 
										exactos; no se ha advertido, sin 
										embargo, el valor esencialmente social 
										de la mediocridad. El hombre mediocre 
										como, en general, la personalidad humana 
										sólo puede definirse en relación a la 
										sociedad en que vive, y por su función 
										social.
										
										Si pudiéramos medir los valores 
										individuales, graduarían, se ellos en 
										escala continua, de lo bajo a lo alto. 
										Entre los tipos extremos y escasos, 
										observaríamos una masa abundante de 
										sujetos, más o menos equivalentes, 
										acumulados en los grados centrales de la 
										serie. Vana ilusión sería la de quien 
										pretendiera buscar allí el hipotético 
										arquetipo de la humanidad, el Hombre 
										normal que buscara ya Aristóteles; 
										siglos más tarde la peregrina ocurrencia 
										reapareció en el torbellinesco espíritu 
										de Pascal. Medianía, en efecto, no es 
										sinónimo de normalidad. El hombre normal 
										no existe; no puede existir. La 
										humanidad, como todas las especies 
										vivientes, evoluciona sin cesar; sus 
										cambios opéranse desigualmente en 
										numerosos agregados sociales, distintos 
										entre sí. El hombre normal en una 
										sociedad no lo es en otra; el de ha mil 
										años no lo sería hoy, ni en el porvenir.
										
										Morel se equivocaba, por olvidar eso, al 
										concebirlo como un ejemplar de la 
										"edición princeps" de la Humanidad, 
										lanzada a la circulación por el Supremo 
										Hacedor. Partiendo de esa premisa 
										definía la degeneración, en todas sus 
										formas, como una divergencia patológica 
										del perfecto ejemplar originario. De eso 
										al culto por el hombre primitivo había 
										un paso; alejáronse, felizmente, de tal 
										prejuicio los antropólogos 
										contemporáneos. El hombre decimos ahora 
										es un animal que evoluciona en las más 
										recientes edades geológicas del planeta; 
										no fue perfecto en su origen, ni 
										consiste su perfección en volver a las 
										formas ancestrales, surgidas de la 
										animalidad simiesca. De no creerlo así, 
										renovaríamos las divertidísimas leyendas 
										del ángel caído, del árbol del bien y 
										del mal, de la tentadora serpiente, de 
										la manzana aceptada por Adán y del 
										paraíso perdido...
										
										Quételet pretendió formular una doctrina 
										antropológica o social acerca del Hombre 
										medio: su ensayo es una inquisición 
										estadística complicada por inocentes 
										aplicaciones del abusado in medio stat 
										virtus.
										
										No incurriremos en el yerro de admitir 
										que los hombres mediocres pueden 
										reconocerse por atributos físicos o 
										morales que representen un término medio 
										de los observados en la especie humana. 
										En ese sentido sería un producto 
										abstracto, sin corresponder a ningún 
										individuo de existencia real.
										
										El concepto de la normalidad humana sólo 
										podría ser relativo a determinado 
										ambiente social; ¿serían normales los 
										que mejor "marcan el paso", los que se 
										alinean con más exactitud en las filas 
										de un con vencionalismo social? En este 
										sentido, hombre normal no sería sinónimo 
										de hombre equilibrado, sino de Hombre 
										domesticado; la pasividad no es un 
										equilibrio, no es complicada resultante 
										de energías, sino su ausencia. ¿Cómo 
										confundir a los grandes equilibrados, a 
										Leonardo y a Goethe, con los amorfos? El 
										equilibrio entre dos platillos cargados 
										no puede compararse con la quietud de 
										una balanza vacía. El hombre sin 
										personalidad no es un modelo, sino una 
										sombra; si hay peligros en la idolatría 
										de los héroes y los hombres 
										representativos, a la manera de
										
										Carlyle o Émerson, más los hay en 
										repetir esas fábulas que permitirían 
										mirar como una aberración toda 
										excelencia del carácter, de la virtud y 
										del intelecto. Bovio ha señalado este 
										grave yerro, pintando al hombre medio 
										con rasgos psicológicos precisos: "Es 
										dócil, acomodaticio a todas las pequeñas 
										oportunidades, adaptabilísimo a todas 
										las temperaturas de un día variable, 
										avisado para los negocios, resistente a 
										las combinaciones de los astutos; pero 
										dislocado de su mediocre esfera y ungido 
										por una feliz combinación de intrigas, 
										él se derrumba siempre, en seguida, 
										precisamente porque es un equilibrista y 
										no lleva en sí las fuerzas del 
										equilibrio. Equilibrista no significa 
										equilibrado. Ése es el prejuicio más 
										grave, del hombre mediocre equilibrado y 
										del genio desequilibrado".
										
										En sus más indulgentes comentaristas, 
										ese pretendido equilibrio se establece 
										entre cualidades poco dignas de 
										admiración, cuya resultante provoca más 
										lástima que envidia. Alguna vez recibió 
										Lombroso un telegrama decididamente 
										norteamericano. Era, en efecto, de un 
										gran diario, y solicitaba una extensa 
										respuesta telegráfica a la pregunta 
										presentada con la sugerente 
										recomendación de un cheque: "¿Cuál es el 
										hombre normal?" La respuesta 
										desconcertó, sin duda, a los lectores.
										
										Lejos de alabar sus virtudes, trazaba un 
										cuadro de caracteres negativos y 
										estériles: "Buen apetito, trabajador, 
										ordenado, egoísta, aferrado a sus 
										costumbres, misoneísta, paciente, 
										respetuoso de toda autoridad, animal 
										doméstico". O, en más breves palabras, 
										(ruges consumere natus, que dijo el 
										poeta latino.
										
										Con ligeras variantes, esa definición 
										evoca la del Filisteo: "Producto de la 
										costumbre, desprovisto de fantasía, 
										ornado por todas las virtudes de la 
										mediocridad, llevando una vida honesta 
										gracias a la moderación de sus 
										exigencias, perezoso en sus concepciones 
										intelectuales, sobrellevando con 
										paciencia conmovedora todo el fardo de 
										prejuicios que heredó de sus 
										antepasados". En estas líneas refléjanse 
										las invectivas, ya clásicas, de Heine 
										contra la mentalidad que él creía 
										corriente entre sus compatriotas. Por su 
										parte, Schopenhauer, en sus Aforismos, 
										definió el perfecto filisteo como un ser 
										que se deja engañar por las apariencias 
										y toma en serio todos los dogmatismos 
										sociales: constantemente ocupado de 
										someterse a las farsas mundanas.
										
										A esas definiciones del hombre medio 
										pueden aproximarse otras de carácter 
										intelectual o estético, no exentas de 
										interés, aunque unilaterales.
										
										Para algunos, la mediocridad consistiría 
										en la ineptitud para ejercitar las más 
										altas cualidades del ingenio; para 
										otros, sería la inclinación a pensar a 
										ras de tierra. Mediocre correspondería a 
										Burgués, por contraposición a Artista. 
										Flaubert lo definió como "un hombre que 
										piensa bajamente". Juzgado con ese 
										criterio, le parece detestable.
										
										Tal resulta en la magnífica silueta de 
										Hello, traspapelado prosista católico 
										que nos enseñó a admirar Rubén Darío. 
										Distingue al mediocre del imbécil; éste 
										ocupa un extremo del mundo y el genio 
										ocupa el otro; el mediocre está en el 
										centro. ¿Será, entonces, lo que en 
										filosofía, en política o en literatura, 
										se llama un ecléctico, un justo medio? 
										De ninguna manera, contesta. El que es 
										justomedio lo sabe, tiene la intención 
										de serlo; el hombre mediocre es 
										justomedio sin sospecharlo. Lo es por 
										naturaleza, no por opinión; por 
										carácter, no por accidente. En todo 
										minuto de su vida, y en cualquier estado 
										de ánimo, será siempre mediocre.
										
										Su rasgo característico, absolutamente 
										inequívoco, es su deferencia por la 
										opinión de los demás. No habla nunca; 
										repite siempre.
										
										Juzga a los hombres como los oye juzgar. 
										Reverenciará a su más cruel adversario, 
										si éste se encumbra; desdeñará a su 
										mejor amigo si nadie lo elogia. Su 
										criterio carece de iniciativas. Sus 
										admiraciones son prudentes.
										
										Sus entusiasmos son oficiales. Esa 
										definición descriptiva análoga a las que 
										repitiera Barbey D'Aurevilly, posee muy 
										sugestiva elocuencia, aunque parte de 
										premisas estéticas para llegar a 
										conclusiones morales.
										
										El "hombre normal" de Bovio y Lombroso, 
										corresponde al "filisteo" de Heine y de 
										Schopenhauer, aproximándose ambos al 
										"burgués" antiartístico de Flaubert y 
										Barbey D'Aurevilly. Pero, fuerza es 
										reconocerlo, tales definiciones son 
										inseguras desde el punto de vista de la 
										psicología social; conviene buscar una 
										más exacta e inequívoca, abordando el 
										problema por otros caminos.
										
										IV. CONCEPTO SOCIAL DE LA MEDIOCRIDAD
										
										Ningún hombre es excepcional en todas 
										sus aptitudes; pero no podría afirmarse 
										que son mediocres, a carta cabal, los 
										que no descuellan en ninguna. Desfilan 
										ante nosotros como simples ejemplares de 
										historia natural, con tanto derecho como 
										los genios y los imbéciles.
										
										Existen: hay que estudiarlos. El 
										moralista dirá, después, si la 
										mediocridad es buena o mala; al 
										psicólogo, por ahora, le es indiferente; 
										observa los caracteres en el medio 
										social en que viven, los describe, los 
										compara y los clasifica de igual manera 
										que otras naturalistas observan fósiles 
										en un lecho de río o mariposas en la 
										corola de una flor.
										
										No obstante las infinitas diferencias 
										individuales, existen grupos de hombres 
										que pueden englobarse dentro de tipos 
										comunes; tales clasificaciones, 
										simplemente aproximativas, constituyen 
										la ciencia de los caracteres humanos, la 
										Etología, que reconoce en Teofrasto su 
										legítimo progenitor. Los antiguos 
										fundábanla sobre los temperamentos; los 
										modernos buscan sus bases en la 
										preponderancia de ciertas funciones 
										psicológicas. Esas clasificaciones, 
										admisibles desde algún punto de vista 
										especial, son insuficientes para el 
										nuestro.
										
										Si observamos cualquier sociedad humana, 
										el valor de sus componentes resulta 
										siempre relativo al conjunto: el hombre 
										es un valor social.
										
										Cada individuo es el producto de dos 
										factores: la herencia y la educación. La 
										primera tiende a proveerle de los 
										órganos y las funciones mentales que le 
										transmiten las generaciones precedentes; 
										la segunda es el resultado de las 
										múltiples influencias del medio social 
										en que el individuo está obligado a 
										vivir. Esta acción educativa es, por 
										consiguiente, una adaptación de las 
										tendencias hereditarias a la mentalidad 
										colectiva: una continua aclimatación del 
										individuo en la sociedad.
										
										El niño desarróllase como un animal de 
										la especie humana, hasta que empieza a 
										distinguir las cosas inertes de los 
										seres vivos y a reconocer entre éstos a 
										sus semejantes. Los comienzos de su 
										educación son, entonces, dirigidos por 
										las personas que le rodean, tornándose 
										cada vez más decisiva la influencia del 
										medio; desde que ésta predomina, 
										evoluciona como un miembro de su 
										sociedad y sus hábitos se organizan 
										mediante la imitación. Más tarde, las 
										variaciones adquiridas en el curso de su 
										experiencia individual pueden hacer que 
										el hombre se caracterice como una 
										persona diferenciada dentro de la 
										sociedad en que vive.
										
										La imitación desempeña un papel 
										amplísimo, casi exclusivo, en la 
										formación de la personalidad social; la 
										invención produce, en cambio, las 
										variaciones individuales. Aquélla es 
										conservadora y actúa creando hábitos; 
										ésta es evolutiva y se desarrolla 
										mediante la imaginación. La diversa 
										adaptación de cada individuo a su medio 
										depende del equilibrio entre lo que 
										imita y lo que inventa. Todos no pueden 
										inventar o imitar de la misma manera, 
										pues esas aptitudes se ejercitan sobre 
										la base de cierta capacidad congénita, 
										inicialmente desigual, recibida mediante 
										la herencia psicológica.
										
										El predominio de la variación determina 
										la originalidad. Variar es ser alguien, 
										diferenciarse es tener un carácter 
										propio, un penacho, grande o pequeño: 
										emblema, al fin, de que no se vive como 
										simple reflejo de los demás. La función 
										capital del hombre mediocre es la 
										paciencia imitativa; la del hombre 
										superior es la imaginación creadora.
										
										El mediocre aspira a. confundirse en los 
										que le rodean; el original tiende a 
										diferenciarse de ellos. Mientras el uno 
										se concreta a pensar con la cabeza de la 
										sociedad, el otro aspira a pensar con la 
										propia. En ello estriba la desconfianza 
										que suele rodear a los caracteres 
										originales: nada parece tan peligroso 
										como un hombre que aspira a pensar con 
										su cabeza.
										
										Podemos recapitular. Considerando a cada 
										individuo con relación a su medio, tres 
										elementos concurren a formar su 
										personalidad: la herencia biológica, la 
										imitación social y la variación 
										individual.
										
										Todos, al nacer, reciben como herencia 
										de la especie los elementos para 
										adquirir una personalidad específica.
										
										El hombre inferior es un animal humano; 
										en su mentalidad enseñoréanse las 
										tendencias instintivas condensadas por 
										la herencia y que constituyen el "alma 
										de la especie". Su ineptitud para la 
										imitación le impide adaptarse al medio 
										social en que vive; su personalidad no 
										se desarrolla hasta el nivel corriente, 
										viviendo por debajo de la moral o de la 
										cultura dominantes, y en muchos casos 
										fuera de la legalidad. Esa insuficiente 
										adaptación determina su incapacidad para 
										pensar como los demás y compartir las 
										rutinas comunes.
										
										Los más, mediante la educación 
										imitativa, copian de las personas que 
										los rodean una personalidad social 
										perfectamente adaptada.
										
										El hombre mediocre es una sombra 
										proyectada por la sociedad; es por 
										esencia imitativo y está perfectamente 
										adaptado para vivir en rebaño, 
										reflejando las rutinas, prejuicios y 
										dogmatismos reconocidamente útiles para 
										la domesticidad. Así como el inferior 
										hereda el "alma de la especie", el 
										mediocre adquiere el "alma de la 
										sociedad". Su característica es imitar a 
										cuantos le rodean: pensar con cabeza 
										ajena y ser incapaz de formarse ideales 
										propios. Una minoría, además de imitar 
										la mentalidad social, adquiere 
										variaciones propias, una personalidad 
										individual, netamente diferenciada.
										
										El hombre superior es un accidente 
										provechoso para la evolución humana. Es 
										original e imaginativo, desadaptándose 
										del medio social en la medida de su 
										propia variación. Ésta se sobrepone a 
										atributos hereditarios del "alma de la 
										especie" y a las adquisiciones 
										imitativas del "alma de la sociedad", 
										constituyendo las aristas singulares del 
										"alma individual", que le distinguen 
										dentro de la sociedad. Es precursor de 
										nuevas formas de perfección, piensa 
										mejor que el medio en que vive y puede 
										sobreponer ideales suyos a las rutinas 
										de los demás.
										
										V. EL ESPIRITU CONSERVADOR
										
										Todo lo que existe es necesario. Cada 
										hombre posee un valor de contraste, si 
										no lo tiene de afirmación; es un detalle 
										necesario en la infinita evolución del 
										protohombre al superhombre. Sin la 
										sombra ignoraríamos el valor de la luz. 
										La infamia nos induce a respetar la 
										virtud; la miel no sería dulce si el 
										acíbar no enseñara a paladear la 
										amargura; admiramos el vuelo del águila 
										porque conocemos el arrastramiento de la 
										oruga; encanta más el gorjeo del 
										ruiseñor cuando se ha escuchado el 
										silbido de la serpiente. El mediocre 
										representa un progreso, comparado con el 
										imbécil, aunque ocupa su rango si lo 
										comparamos con el genio: sus 
										idiosincrasias sociales son relativas al 
										medio y al momento en que actúa. De otra 
										manera, si fuera intrínsecamente inútil, 
										no existiría: la selección natural 
										habríale exterminado. Es necesario para 
										la sociedad, como las palabras lo son 
										para el estilo. Pero no bastaría, para 
										crearlo, alinear todos los vocablos que 
										yacen en el diccionario; el estilo 
										comienza donde aparece la originalidad 
										individual.
										
										Todos los hombres de personalidad firme 
										y de mente creadora, sea cual fuere su 
										escuela filosófica o su credo literario, 
										son hostiles a la mediocridad. Toda 
										creación es un esfuerzo original; la 
										historia conserva el nombre de pocos 
										iniciadores y olvida a innúmeros 
										secuaces que los imitan. Los visionarios 
										de verdades nuevas, los apóstoles de 
										moral, los innovadores de belleza desde 
										Renán y Hugo hasta Guyau y Flaubert, la 
										miran como un obstáculo con que el 
										pasado obstruye el advenimiento de su 
										labor renovadora.
										
										Ante la moral social, sin embargo, los 
										mediocres encuentran una justificación, 
										como todo lo que existe por necesidad. 
										El eterno contraste de las fuerzas que 
										pujan en las sociedades humanas, se 
										traduce por la lucha entre dos grandes 
										actitudes, que agitan la mentalidad 
										colectiva: el espíritu conservador o 
										rutinario y el espíritu original o de 
										rebeldía.
										
										Bellas páginas le consagró Dorado. Cree 
										imposible dividir la humanidad en dos 
										categorías de hombres, los unos rebeldes 
										en todo y los otros en todo rutinarios; 
										si así fuera, no sabría decirse cuáles 
										interpre tan mejor la vida. No es 
										factible un vivir inmóvil de gentes 
										todas conservadoras, ni lo es un 
										inestable ajetreo de rebeldes e 
										insumisos, para quienes nada existente 
										sea bueno y ningún sendero digno de 
										seguirse.
										
										Es verosímil que ambas fuerzas sean 
										igualmente imprescindibles.
										
										Obligados a elegir, ¿daríamos 
										preferencia a una actitud conservadora?
										
										La originalidad necesita un contrapeso 
										robusto que prevenga sus excesos; habría 
										ligereza en fustigar a los hombres 
										metódicos y de paso tardío, si ellos 
										constituyeran los tejidos sociales más 
										resistentes, soporte de los otros. Lo 
										mismo que en los organismos, los 
										distintos elementos sociales se sirven 
										mutuamente de sostén; en vez de mirarse 
										como enemigos debieran considerarse 
										cooperadores de una, obra única, pero 
										complicada. Si en el mundo no hubiera 
										más que rebeldes, no podría marchar; 
										tornárase imposible la rebeldía si 
										faltara contra quien rebelarse. Y, sin 
										los innovadores, ¿quién empujaría el 
										carro de la vida sobre el que van 
										aquéllos tan satisfechos? En vez de 
										combatirse, ambas partes debieran 
										entender que ninguna tendría motivo de 
										existir como la otra no existiese. El 
										conservador sagaz puede bendecir al 
										revolucionario, tanto como éste a él. He 
										aquí una nueva base para la tolerancia: 
										cada hombre necesita de su enemigo.
										
										Si tuvieran igual razón de ser los 
										imitadores y los originales, como arguye 
										el pensador español, su justificación 
										estaría hecha. Ser mediocre no es una 
										culpa; siéndolo, su conducta es 
										legítima. ¿Aciertan los que sacan a su 
										vida el mayor jugo y procuran pasar lo 
										mejor posible sus cortos días sobre la 
										tierra, sin consagrar una hora a su 
										propio perfeccionamiento moral, sin 
										preocuparse de sus prójimos ni de las 
										generaciones posteriores? ¿Es pecado 
										obrar de ese modo? ¿Pecan, tal vez, los 
										que piensan en sí y viven para los 
										demás: los abnegados y los altruistas, 
										los que sacrifican sus goces y fuerzas 
										en beneficio ajeno, renunciando a sus 
										comodidades y aun a su vida, como suele 
										ocurrir? Por indefectible que sea pensar 
										en el mañana y dedicarle cierta parte de 
										nuestros esfuerzos, es imposible dejar 
										de vivir en el presente, pensando en él, 
										siquiera en parte. Antes que las 
										generaciones venideras están las 
										actuales; otrora fueron futuras y para 
										ellas trabajaron las pasadas.
										
										Este razonamiento, aunque un tanto 
										sanchesco, sería respetable, si 
										colocáramos el problema en el terreno 
										abstracto del hombre extrasocial, es 
										decir, fuera de toda sanción presente y 
										futura. Evidentemente, cada hombre es 
										como es y no podría ser de otra manera; 
										haciendo abstracción de toda moralidad, 
										tendría tan poca culpa de su delito el 
										asesino como de su creación el genio. El 
										original y el rutinario, el holgazán y 
										el laborioso, el malo y el bueno, el 
										generoso y el avaro, todos lo son a 
										pesar suyo; no lo serían si el 
										equilibrio entre su temperamento y la 
										sociedad lo impidiesen.
										
										¿Por qué, entonces, la humanidad admira 
										a los santos, a los genios y a los 
										héroes, a todos los que inventan, 
										enseñan o plasman, a los que piensan en 
										el porvenir, lo encarnan en un ideal o 
										forjan un imperio, a Sócrates y a 
										Cristo, a Aristóteles y a Bacon, a César 
										y a Washington?
										
										Los aplaude, porque toda la sociedad 
										tiene, implícita, una moral, una tabla 
										propia de valores que aplica para juzgar 
										a cada uno de sus componentes, no ya 
										según las conveniencias individuales, 
										sino según su utilidad social. En cada 
										pueblo y en cada época la medida de lo 
										excelso está en los ideales de 
										perfección que se denominan genio, 
										heroísmo y santidad.
										
										La imitación conservadora debe, pues, 
										ser juzgada por su función de 
										resistencia, destinada a contener el 
										impulso creador de los hombres 
										superiores y las tendencias destructivas 
										de los sujetos antisociales. En el 
										prolegómeno de su ensayo sobre el genio 
										y el talento, Nordau hace su elogio 
										irónico; para toda mente elevada el 
										filisteo es la bestia negra y en esa 
										hostilidad ve una evidente ingratitud. 
										Le parece útil; con un poco de 
										benevolencia llegaría a concederle esa 
										relativa belleza de las cosas 
										perfectamente adaptadas a su objeto. Es 
										el fondo de perspectiva en el paisaje 
										social. De su exigüidad estética depende 
										todo el relieve adquirido por las 
										figuras que ocupan el primer plano. Los 
										ideales de los hombres superiores 
										permanecerían en estado de quimeras si 
										no fueren recogidos y realizados por 
										filisteos, desprovistos de iniciativas 
										personales, que viven esperando con 
										encantadora ausencia de ideas propias 
										que el rutinario no cede fácilmente a 
										las instigaciones de los originales; 
										pero. su misma inercia es garantía de 
										que sólo recoge las ideas de probada 
										conveniencia para el bienestar social. 
										Su gran culpa consiste en que se le 
										encuentra sin necesidad de buscarlo; su 
										número es inmenso.
										
										A pesar de todo, es necesario; 
										constituye el público de esta comedia 
										humana en que los hombres superiores 
										avanzan hasta las candilejas, buscando 
										su aplauso y su sanción. Nordau llega 
										hasta decir con fina ironía: "Cada vez 
										que algunos hombres de genio se 
										encuentren reunidos en torno de una mesa 
										de cervecería, su primer brindis, en 
										virtud del derecho y de la moral, 
										debiera ser para el filisteo".
										
										Es tan exagerado ese criterio irónico 
										que proclama su conspicuidad, como el 
										criterio estético que lo relega a la más 
										baja esfera mental, confundiéndolo con 
										el hombre inferior. Individualmente 
										considerado a través del lente moral 
										estético, es una entidad negativa; pero 
										tomados los mediocres en su conjunto, 
										puede reconocérseles funciones de 
										lastre, indispensables para el 
										equilibrio de la sociedad.
										
										Merecen esa justicia. ¿La continuidad de 
										la vida social sería posible sin esa 
										compacta masa de hombres puramente 
										imitativos, capaces de conservar los 
										hábitos rutinarios que la sociedad les 
										transfunde mediante la educación? El 
										mediocre no inventa nada, no crea, no 
										empuja, no rompe, no engendra; pero, en 
										cambio, custodia celosamente la armazón 
										de automatismos, prejuicios y dogmas 
										acumulados durante siglos, defendiendo 
										ese capital común contra la asechanza de 
										los inadaptables.
										
										Su rencor a los creadores compénsase por 
										su resistencia a los destructores. Los 
										hombres sin ideales desempeñan en la 
										historia humana el mismo papel que la 
										herencia en la evolución biológica: 
										conservan y transmiten las variaciones 
										útiles para la continuidad del grupo 
										social. Constituyen una fuerza destinada 
										a contrastar el poder disolvente de los 
										inferiores y a contener las 
										anticipaciones atrevidas de los 
										visionarios. La cohesión del conjunto 
										los necesita, como un mosaico bizantino 
										al cemento que lo sostiene. Pero hay que 
										decirlo el cemento no es el mosaico.
										
										Su acción sería nula sin el esfuerzo 
										fecundo de los originales, que inventan 
										lo imitado después por ellos. Sin los 
										mediocres no habría estabilidad en las 
										sociedades; pero sin los superiores no 
										puede conce birse el progreso, pues la 
										civilización sería inexplicable en una 
										raza constituida por hombres sin 
										iniciativa. Evolucionar es variar; 
										solamente se varía mediante la 
										invención. Los hombres imitativos 
										limítanse a atesorar las conquistas de 
										los originales; la utilidad del 
										rutinario está subordinada a la 
										existencia del idealista, como la 
										fortuna de los libreros estriba en el 
										ingenio de los escritores. El "alma 
										social" es una empresa anónima que 
										explota las creaciones de las mejores 
										"almas individuales", resumiendo las 
										experiencias adquiridas y enseñadas por 
										los innovadores.
										
										Son la minoría, éstos; pero son 
										levaduras de mayorías venideras.
										
										Las rutinas defendidas hoy por los 
										mediocres son simples glosas colectivas 
										de ideales, concebidos ayer por hombres 
										originales. El grueso del rebaño social 
										va ocupando, a paso de tortuga, las 
										posiciones atrevidamente conquistadas 
										mucho antes por sus centinelas perdidos 
										en la distancia; y éstos ya están muy 
										lejos cuando la masa cree asentar el 
										paso a su retaguardia. Lo que ayer fue 
										ideal contra una rutina, será mañana 
										rutina, a su vez, contra otro ideal. 
										Indefinidamente, porque la 
										perfectibilidad es indefinida.
										
										Si los hábitos resumen la experiencia 
										pasada de pueblos y de hombres, dándoles 
										unidad, los ideales orientan su 
										experiencia venidera y marcan su 
										probable destino. Los idealistas y los 
										rutinarios son factores igualmente 
										indispensables, aunque los unos recelen 
										de los otros. Se complementan en la 
										evolución social, magüer se miren con 
										oblicuidad.
										
										Si los primeros hacen más para el 
										porvenir, los segundos interpretan mejor 
										el pasado. La evolución de una sociedad, 
										espoleada por el afán de perfección y 
										contenida por tradiciones difícilmente 
										removibles, detendríase para siempre sin 
										el uno y sufriría sobresaltos bruscos 
										sin las otras
										
										VI. PELIGROS SOCIALES DE LA MEDIOCRIDAD
										
										La psicología de los hombres mediocres 
										caracterizase por un riesgo común: la 
										incapacidad de concebir una perfección, 
										de formarse un ideal.
										
										Son rutinarios, honestos y mansos; 
										piensan con la cabeza de los demás, 
										comparten la ajena hipocresía moral y 
										ajustan su carácter a las domesticidades 
										convencionales.
										
										Están fuera de su órbita el ingenio, la 
										virtud y la dignidad, privilegios de los 
										caracteres excelentes; sufren de ellos y 
										los desdeñan. Son ciegos para las 
										auroras; ignoran la quimera del artista, 
										el ensueño del sabio y la pasión del 
										apóstol. Condenados a vegetar, no 
										sospechan que existe el infinito más 
										allá de sus horizontes.
										
										El horror de lo desconocido los ata a 
										mil prejuicios, tornándolos timoratos e 
										indecisos: nada aguijonea su curiosidad; 
										carecen de iniciativa y miran siempre al 
										pasado, como si tuvieran los ojos en la 
										nuca.
										
										Son incapaces de virtud; no la conciben 
										o les exige demasiado esfuerzo.
										
										Ningún afán de santidad alborota la 
										sangre en su corazón; a veces no 
										delinquen por cobardía ante el 
										remordimiento. No vibran a las tensiones 
										más altas de la energía; son fríos, 
										aunque ignoren la serenidad; apáticos 
										sin ser previsores; acomodaticios 
										siempre, nunca equilibrados. No saben 
										estremecerse de escalofrío bajo una 
										tierna caricia, ni abalanzarse de 
										indignación ante una ofensa. No viven su 
										vida para sí mismos, sino para el 
										fantasma que proyectan en la opinión de 
										sus similares. Carecen de línea; su 
										personalidad se borra como un trazo de 
										carbón bajo el esfumino, hasta 
										desaparecer. Trocan su honor por una 
										prebenda y echan llave a su dignidad por 
										evitarse un peligro; renunciarían a 
										vivir antes que gritar la verdad frente 
										al error de muchos. Su cerebro y su 
										corazón están entorpecidos por igual, 
										como los polos de un imán gastado. 
										Cuando se arrebañan son peligrosos. La 
										fuerza del número suple a la febledad 
										individual: acomúnanse por millares para 
										oprimir a cuantos desdeñan encadenar su 
										mente con los eslabones de la rutina. 
										Substraídos a la curiosidad del sabio 
										por la coraza de su insignificancia, 
										fortifícanse en la cohesión del total; 
										por eso la mediocridad es moralmente 
										peligrosa y su conjunto es nocivo en 
										ciertos momentos de la historia: cuando 
										reina el clima de la mediocridad. épocas 
										hay en que el equilibrio social se rompe 
										en su favor. El ambiente tórnase 
										refractario a todo afán de perfección; 
										los ideales se agostan y la dignidad se 
										ausenta; los hombres acomodaticios 
										tienen su primavera florida. Los estados 
										conviértense en mediocracias; la falta 
										de aspiraciones que mantengan alto el 
										nivel de moral y de cultura, ahonda la 
										ciénaga constantemente.
										
										Aunque aislados no merezcan atención, en 
										conjunto constituyen un régimen, 
										representan un sistema especial de 
										intereses inconmovibles.
										
										Subvierten la tabla de los valores 
										morales, falseando nombres, desvirtuando 
										conceptos: pensar es un desvarío, la 
										dignidad es irreverencia, es lirismo la 
										justicia, la sinceridad es tontera, la 
										admiración una imprudencia, la pasión 
										ingenuidad, la virtud una estupidez.
										
										En la lucha de las conveniencias 
										presentes contra los ideales futuros, de 
										lo vulgar contra lo excelente, suele 
										verse mezclado el elogio de lo 
										subalterno con la difamación de lo 
										conspicuo, sabiendo que el uno y la otra 
										conmueven por igual a los espíritus 
										arrocinados. Los dogmatistas y los 
										serviles aguzan sus silogismos para 
										falsear los valores en la conciencia 
										social; viven en la mentira, comen de 
										ella, la siembran, la riegan, la podan, 
										la cosechan. Así crean un mundo de 
										valores ficticios que favorece la 
										culminación de los obtusos; así tejen su 
										sorda telaraña en torno de los genios, 
										los santos y los héroes, obstruyendo en 
										los pueblos la admiración de la gloria. 
										Cierran el corral cada vez que cimbra en 
										las cercanías el aletazo inequívoco de 
										un águila.
										
										Ningún idealismo es respetado. Si un 
										filósofo estudia la verdad, tiene que 
										luchar contra los dogmatistas 
										momificados; si un santo persigue la 
										virtud se astilla contra los prejuicios 
										morales del hombre acomodaticio; si el 
										artista sueña nuevas formas, ritmos o 
										armonías, ciérranle el paso las 
										reglamentaciones oficiales de la 
										belleza; si el enamorado quiere amar 
										escuchando su corazón, se estrella 
										contra las hipocresías del 
										convencionalismo; si un juvenil impulso 
										de energía lleva a inventar, a crear, a 
										regenerar, la vejez conservadora atájale 
										el paso; si alguien, con gesto decisivo, 
										enseña la dignidad, la turba de los 
										serviles le ladra; al que toma el camino 
										de las cumbres, los envidiosos le 
										carcomen la reputación con saña 
										malévola; si el destino llama a un 
										genio, a un santo o a un héroe para 
										reconstituir una raza o un pueblo, las 
										mediocracias tácitamente regimentadas le 
										resisten para encumbrar sus propios 
										arquetipos. Todo idealismo encuentra en 
										esos climas su Tribunal del Santo 
										Oficio.
										
										VII. LA VULGARIDAD
										
										La vulgaridad es el aguafuerte de la 
										mediocridad. En la ostentación de lo 
										mediocre reside la psicología de lo 
										vulgar; basta insistir en los rasgos 
										suaves de la acuarela para tener el 
										aguafuerte.
										
										Diríase que es una reviviscencia de 
										antiguos atavismos. Los hombres se 
										vulgarizan cuando reaparece en su 
										carácter lo que fue mediocridad en las 
										generaciones ancestrales: los vulgares 
										son mediocres de razas primitivas: 
										habrían sido perfectamente adaptados en 
										sociedades salvajes, pero carecen de la 
										domesticación que los confundiría con 
										sus contemporáneos. Si conserva una 
										dócil aclimatación en su rebaño, el 
										mediocre puede ser rutinario, honesto y 
										manso, sin ser decididamente vulgar. La 
										vulgaridad es una acentuación de los 
										estigmas comunes a todo ser gregario; 
										sólo florece cuando las sociedades se 
										desequilibran en desfavor del idealismo. 
										Es el renunciamiento al pudor de lo 
										innoble.
										
										Ningún ajetreo original la conmueve. 
										Desdeña el verbo altivo y los 
										romanticismos comprometedores. Su mueca 
										es fofa, su palabra muda, su mirar 
										opaco. Ignora el perfume de la flor, la 
										inquietud de las estrellas, la gracia de 
										la sonrisa, el rumor de las alas. Es la 
										inviolable trinchera opuesta al 
										florecimiento del ingenio y del buen 
										gusto; es el altar donde oficia Panurgo 
										y cifra su ensueño Bertoldo en servirle 
										de monaguillo.
										
										La vulgaridad es el blasón nobiliario de 
										los hombres ensoberbecidos de su 
										mediocridad; la custodian como al tesoro 
										el avaro. Ponen su mayor jactancia en 
										exhibirla, sin sospechar que es su 
										afrenta. Estalla inoportuna en la 
										palabra o en el gesto, rompe en un solo 
										segundo el encanto preparado en muchas 
										horas, aplasta bajo su zarpa toda 
										eclosión luminosa del espíritu. 
										Incolora, sorda, ciega, insensible, nos 
										rodea y nos acecha; deléitase en lo 
										grotesco, vive en lo turbio, se agita en 
										las tinieblas. Es a la mente lo que son 
										al cuerpo los defectos físicos, la 
										cojera o el estrabismo: es incapacidad 
										de pensar y de amar, incomprensión de lo 
										bello, desperdicio de la vida, toda la 
										sordidez. La conducta, en sí misma, no 
										es distinguida ni vulgar; la intención 
										ennoblece los actos, los eleva, los 
										idealiza y, en otros casos, determina su 
										vulgaridad.
										
										Ciertos gestos, que en circunstancias 
										ordinarias serían sórdidos, pueden 
										resultar poéticos, épicos; cuando 
										Cambronne, invitado por el enemigo a 
										rendirse, responde su palabra memorable, 
										se eleva a un escenario homérico y es 
										sublime.
										
										Los hombres vulgares querrían pedir a 
										Circe los brebajes con que transformó en 
										cerdos a los compañeros de Ulises, para 
										recetárselos a todos los que poseen un 
										ideal. Los hay en todas partes y siempre 
										que ocurre un recrudecimiento de la 
										mediocridad: entre la púrpura lo mismo 
										que entre la escoria, en la avenida y en 
										el suburbio, en los parlamentos y en las 
										cárceles, en las universidades y en los 
										pesebres. En ciertos momentos osan 
										llamar ideales a sus apetitos, como si 
										la urgencia de satisfacciones inmediatas 
										pudiera confundirse con el afán de 
										perfecciones infinitas. Los apetitos se 
										hartan; los ideales nunca. Repudian las 
										cosas líricas porque obligan a 
										pensamientos muy altos y a gestos 
										demasiado dignos. Son incapaces de 
										estoicismos: su frugalidad es un cálculo 
										para gozar más tiempo de los placeres, 
										reservando mayor perspectiva de goces 
										para la vejez impotente. Su generosidad 
										es siempre dinero dado a usura. Su 
										amistad es una complacencia servil o una 
										adulación provechosa. Cuando creen 
										practicar alguna virtud, degradan la 
										honestidad misma, afeándola con algo de 
										miserable o bajo que la macula. Admiran 
										el utilitarismo egoísta, inmediato, 
										menudo, al contado. Puestos a elegir, 
										nunca seguirán el camino que les indique 
										su propia inclinación, sino el que les 
										marcaría el cálculo de sus iguales. 
										Ignoran que toda grandeza de espíritu 
										exige la complicidad del corazón. Los 
										ideales irradian siempre un gran calor; 
										sus prejuicios, en cambio, son fríos, 
										porque son ajenos. Un pensamiento no 
										fecundado por la pasión es como los 
										soles de invierno; alumbran pero, bajo 
										sus rayos se puede morir helado. La 
										bajeza del propósito rebaja el mérito de 
										todo esfuerzo y aniquila las cosas 
										elevadas. Excluyendo el ideal queda 
										suprimida la posibilidad de lo sublime. 
										La vulgaridad es un cierzo que hiela 
										todo germen de poesía capaz de 
										embellecer la vida.
										
										El hombre sin ideales hace del arte un 
										oficio, de la ciencia un comercio, de la 
										filosofía un instrumento, de la virtud 
										una empresa, de la caridad una fiesta, 
										del placer un sensualismo. La vulgaridad 
										transforma el amor de la vida en 
										pusilanimidad, la prudencia en cobardía, 
										el orgullo en vanidad, el respeto en 
										servilismo. Lleva a la ostentación. a la 
										avaricia, a la falsedad, a la avidez, a 
										la simulación; detrás del hombre 
										mediocre asoma el antepasado salvaje que 
										conspira en su interior acosado por el 
										hambre de atávicos instintos y sin otra 
										aspiración que el hartazgo.
										
										En esas crisis, mientras la mediocridad 
										tórnase atrevida y militante, los 
										idealistas viven desorbitados, esperando 
										otro clima. Enseñan a purificar la 
										conducta en el filtro de un ideal; 
										imponen su respeto a los que no pueden 
										concebirlo. En el culto de los genios, 
										de los santos y de los héroes, tienen su 
										arma; despertándolo, señalando ejemplos 
										a las inteligencias y a los corazones, 
										puede amenguarse la omnipotencia de la 
										vulgaridad, porque en toda larva sueña, 
										acaso, una mariposa. Los hombres que 
										vivieron en perpetuo florecimiento de 
										virtud, revelan con su ejemplo que la 
										vida puede ser intensa y conservarse 
										digna; dirigirse a la cumbre, sin 
										encharcarse en lodazales tortuosos; 
										encresparse de pasión, tempestuosamente, 
										como el océano, sin que la vulgaridad 
										enturbie las aguas cristalinas de la 
										ola, sin que el rutilar de sus fuentes 
										sea opacado por el limo.
										
										En la meditación de viaje, oyendo silbar 
										el viento entre las jarcias, la 
										humanidad nos pareció como un velero que 
										cruza el tiempo infinito, ignorando su 
										punto de partida y su destino remoto. 
										Sin velas, sería estéril la pujanza del 
										viento; sin viento, de nada servirían 
										las lonas más amplias. La mediocridad es 
										el complejo velamen de las sociedades, 
										las resistencias que éstas oponen al 
										viento para utilizar su pujanza; la 
										energía que infla las velas, y arrastra 
										el buque entero, y lo conduce, y lo 
										orienta, son los idealistas: siempre 
										resistidos por aquélla. Así 
										resistiéndolos, como las velas al 
										viento, los rutinarios aprovechan el 
										empuje de los creadores. El progreso 
										humano es la resultante de ese contraste 
										perpetuo entre masas inertes y energías 
										propulsoras.
																				
																				 
																				CAPÍTULO II
										
										LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL
										
										I. El hombre rutinario. - II. Los 
										estigmas de la mediocridad intelectual. 
										- III. La Maledicencia - IV. El sendero 
										de la Gloria.
										
										I. EL HOMBRE RUTINARIO
										
										La Rutina es un esqueleto fósil cuyas 
										piezas resisten a la carcoma de los 
										siglos. No es hija de la experiencia; es 
										su caricatura. La una es fecunda y 
										engendra verdades; estéril la otra y las 
										mata.
										
										En su órbita giran los espíritus 
										mediocres. Evitan salir de ella y cruzar 
										espacios nuevos; repiten que es 
										preferible lo malo conocido a lo bueno 
										por conocer. Ocupados en disfrutar lo 
										existente, cobran horror a toda 
										innovación que turbe su tranquilidad y 
										les procure desasosiegos.
										
										Las ciencias, el heroísmo, las 
										originalidades, los inventos, la virtud 
										misma, parécenles instrumentos del mal, 
										en cuanto desarticulan los resortes de 
										sus errores: como en los salvajes, en 
										los niños y en las clases incultas.
										
										Acostumbrados a copiar escrupulosamente 
										los prejuicios del medio en que viven, 
										aceptan sin contralor las ideas 
										destiladas en el laboratorio social: 
										como esos enfermos de estómago 
										inservible que se alimentan con 
										substancias ya digeridas en lo frascos 
										de las farmacias.
										
										Su impotencia para asimilar ideas nuevas 
										los constriñe a frecuentar las antiguas. 
										La Rutina, síntesis de todos los 
										renunciamientos, es el hábito de 
										renunciar a pensar. En los rutinarios 
										todo es menor esfuerzo; la acidia 
										aherrumbra su inteligencia. Cada hábito 
										es un riesgo, porque la familiaridad 
										aviene a las cosas detestables y a las 
										personas indignas. Los actos que al 
										principio provocaban pudor, acaban por 
										parecen naturales; el ojo percibe los 
										tonos violentos como simples matices, el 
										oído escucha las mentiras con igual 
										respeto que las verdades, el corazón 
										aprende a no agitarse por torpes 
										acciones.
										
										Los prejuicios son creencias anteriores 
										a la observación; los juicios, exactos o 
										erróneos, son consecutivos a ella. Todos 
										los individuos poseen hábitos mentales; 
										los conocimientos adquiridos facilitan 
										los venideros y marcan su rumbo. En 
										cierta medida nadie puede 
										substraérseles.
										
										No son exclusivos de los hombres 
										mediocres; pero en ellos representan 
										siempre una pasiva obsecuencia al error 
										ajeno. Los hábitos adquiridos por los 
										hombres originales son genuinamente 
										suyos, le son intrínsecos: constituyen 
										su criterio cuando piensan y su carácter 
										cuando actúan; son individuales e 
										inconfundibles. Difieren 
										substancialmente de la Rutina, que es 
										colectiva y siempre perniciosa, 
										extrínseca al individuo, común al 
										rebaño: consiste en contagiarse los 
										prejuicios que infestan la cabeza de los 
										demás. Aquéllos caracterizan a los 
										hombres; ésta empaña a las sombras. El 
										individuo se plasma los primeros; la 
										sociedad impone la segunda. La educación 
										oficial involucra ese peligro: intenta 
										borrar toda originalidad poniendo 
										iguales prejuicios en cerebros 
										distintos. La acechanza persiste en el 
										inevitable trato mundano con hombres 
										rutinarios. El contagio mental flota en 
										la atmósfera y acosa por todas partes; 
										nunca se ha visto un tonto originalizado 
										por contigüidad y es frecuente que un 
										ingenio se amodorre entre pazguatos.
										
										Es más contagiosa la mediocridad que el 
										talento.
										
										Los rutinarios razonan con la lógica de 
										los demás. Disciplinados por el deseo 
										ajeno, encalónanse en su casillero 
										social y se catalogan como reclutas en 
										las filas de un regimiento. Son dóciles 
										a la presión del conjunto, maleables 
										bajo el peso de la opinión pública que 
										los achata como un inflexible laminador. 
										Reducidos a vanas sombras, viven del 
										juicio ajeno; se ignoran a sí mismos, 
										limitándose a creerse como los creen los 
										demás. Los hombres excelentes, en 
										cambio, desdeñan la opinión ajena en la 
										justa proporción en que respetan la 
										propia, siempre más severa, o la de sus 
										iguales.
										
										Son zafios, sin creerse por ello 
										desgraciados. Si no presumieran de 
										razonables, su absurdidad enternecería. 
										Oyéndoles hablar una hora parece que 
										ésta tuviese mil minutos. La ignorancia 
										es su verdugo, como lo fue otrora del 
										siervo y lo es aún del salvaje; ella los 
										hace instrumentos de todos los 
										fanatismos, dispuestos a la 
										domesticidad, incapaces de gestos 
										dignos. Enviarían en comisión a un lobo 
										y un cordero, sorprendiéndose 
										sinceramente si el lobo volviera solo. 
										Carecen de buen gusto y de aptitud para 
										adquirirlo. Si el humilde guía de museo 
										no los detiene con insistencia, pasan 
										indiferentes junto a una madona del 
										Angélico o un retrato de Rembrandt; a la 
										salida se asombran ante cualquier 
										escaparate donde haya oleografías de 
										toreros españoles o generales 
										americanos.
										
										Ignoran que el hombre vale por su saber; 
										niegan que la cultura es la más honda 
										fuente de la virtud. No intentan 
										estudiar; sospechan, acaso, la 
										esterilidad de su esfuerzo, como esas 
										mulas que por la costumbre de marchar al 
										paso han perdido el uso del galope. Su 
										incapacidad de meditar acaba por 
										convencerles de que no hay problemas 
										difíciles y cualquier reflexión 
										paréceles un sarcasmo; prefieren confiar 
										en su ignorancia para adivinarlo todo. 
										Basta que un prejuicio sea inverosímil 
										para que lo acepten y lo difundan; 
										cuando creen equivocarse, podemos jurar 
										que han cometido la imprudencia de 
										pensar. La lectura les produce efectos 
										de envenenamiento. Sus pupilas se 
										deslizan frívolamente sobre centones 
										absurdos; gustan de los más 
										superficiales, de esos en que nada 
										podría aprender un espíritu claro, 
										aunque resultan bastante profundos para 
										empantanar al torpe. Tragan sin digerir, 
										hasta el empacho mental: ignoran que el 
										hombre no vive de lo que engulle, sino 
										de lo que asimila. El atascamiento puede 
										convertirlos en eruditos y la repetición 
										darles hábitos de rumiante. Pero, apiñar 
										datos no es aprender; tragar no es 
										digerir. La más intrépida paciencia no 
										hace de un rutinario un pensador; la 
										verdad hay que saberla amar y sentir. 
										Las nociones mal digeridas sólo sirven 
										para atorar el entendimiento.
										
										Pueblan su memoria con máximas de 
										almanaque y las resucitan de tiempo en 
										tiempo, como si fueran sentencias. Su 
										cerebración precaria tartamudea 
										pensamientos adocenados, haciendo gala 
										de simplezas que son la espuma inocente 
										de su tontería. Incapaces de espolear su 
										propia cabeza, renuncian a cualquier 
										sacrificio, alegando la inseguridad del 
										resultado; no sospechan que "hay más 
										placer en marchar hacia la verdad que en 
										llegar a ella".
										
										Sus creencias, amojonadas por los 
										fanatismos de todos los credos, abarcan 
										zonas circunscritas por supersticiones 
										pretéritas. Llaman ideales a sus 
										preocupaciones, sin advertir que son 
										simple rutina embotellada, parodias de 
										razón, opiniones sin juicio. Representan 
										el sentido común desbocado, sin el freno 
										del buen sentido.
										
										Son prosaicos. No tienen afán de 
										perfección: la ausencia de ideales 
										impídeles poner en sus actos el grano de 
										sal que poetiza la vida.
										
										Satúrales esa humana tontería que 
										obsesionaba a Flaubert 
										insoportablemente.
										
										La ha descrito en muchos personajes, 
										tanta parte tiene en la vida real. 
										Homais y Gournisieu son sus prototipos; 
										es imposible juzgar si es más tonto el 
										racionalismo acometivo del boticario 
										librepensador o la casuística untuosa 
										del eclesiástico profesional. Por eso 
										los hizo felices, de acuerdo con su 
										doctrina: "Ser tonto, egoísta, y tener 
										una buena salud, he ahí las tres 
										condiciones para ser feliz. Pero si os 
										falta la primera todo está perdido".
										
										Sancho Panza es la encarnación perfecta 
										de esa animalidad humana: resume en su 
										persona las más conspicuas proporciones 
										de tontería, egoísmo y salud. En hora 
										para él fatídica llega a maltratar a su 
										amo, en una escena que simboliza el 
										desbordamiento villano de la mediocridad 
										sobre el . idealismo. Horroriza pensar 
										que escritores españoles, creyendo 
										mitigar con ello los estragos de la 
										quijotería, hanse tornado apologistas 
										del grosero Panza. oponiendo su bastardo 
										sentido práctico a los quiméricos 
										ensueños del caballero; hubo quien lo 
										encontró cordial, fiel, crédulo, iluso, 
										en grado que¡ lo hiciera un símbolo 
										ejemplar de pueblos. ¿Cómo no distinguir 
										que el uno tiene ideales y el otro 
										apetitos, el uno dignidad y el otro 
										servilismo, el uno fe y el otro 
										credulidad, el uno delirios originales 
										de su cabeza y el otro absurdas 
										creencias imitadas de la ajena? A todos 
										respondió con honda emoción el autor de 
										la Vida de Don Quijote y Sancho, donde 
										el conflicto espiritual entre el señor y 
										el lacayo se resuelve en la evocación de 
										las palabras memorables pronunciadas por 
										el primero: "asno eres y asno has de ser 
										y en asno has de parar cuando se te 
										acabe el curso de la vida"; dicen los 
										biógrafos que Sancho lloró, hasta 
										convencerse de que para serlo faltábale 
										solamente la cola. El símbolo es 
										cristiano. La moraleja no lo es menor: 
										frente a cada forjador de ideales se 
										alinean impávidos mil Sanchos, como si 
										para contener el advenimiento de la 
										verdad hubieran de complotarse todas las 
										huestes de la estulticia.
										
										El resol de la originalidad ciega al 
										hombre rutinario. Huye de los pensadores 
										alados, albino ante su luminosa 
										reverberación. Teme embriagarse con el 
										perfume de su estilo. Si estuviese en su 
										poder los proscribiría en masa, 
										restaurando la Inquisición o el Terror: 
										aspectos equivalentes de un mismo celo 
										dogmatista.
										
										Todos los rutinarios son intolerantes; 
										su exigua cultura los condena a serlo. 
										Defienden lo anacrónico y lo absurdo; no 
										permiten que sus opiniones sufran el 
										contralor de la experiencia. Llaman 
										hereje al que busca una verdad o 
										persigue un ideal; los negros queman a 
										Bruno y Servet, los rojos decapitan a 
										Lavoisier y Chenier. Ignoran la 
										sentencia de Shakespeare: "El hereje no 
										es el que arde en la hoguera, sino el 
										que la enciende". La tolerancia de los 
										ideales ajenos es virtud suprema en los 
										que piensan. Es difícil para los 
										semicultos; inaccesible. Exige *un 
										perpetuo esfuerzo de equilibrio ante el 
										error, de lo.; demás; enseña a soportar 
										esa consecuencia legítima (le la 
										falibilidad de todo juicio humano. El 
										que se ha fatigado mucho para formar sus 
										creencias, sabe respetar las de los 
										demás. La tolerancia es el respeto en 
										los otros de una virtud propia; la 
										firmeza de las convicciones, 
										reflexivamente adquiridas, hace estimar 
										en los mismos adversarios un mérito cuyo 
										precio se conoce.
										
										Los hombres rutinarios desconfían de su 
										imaginación, santiguándose cuando ésta 
										les atribula con heréticas tentaciones. 
										Reniegan de la verdad y de la virtud si 
										ellas demuestran el error de sus 
										prejuicios; muestran grave inquietud 
										cuando alguien se atreve a perturbarlos.
										
										Astrónomos hubo que se negaron a mirar 
										el cielo a través del telescopio, 
										temiendo ver desbaratados sus errores 
										más firmes.
										
										En toda nueva idea presienten un 
										peligro; si les dijeran que sus 
										prejuicios son ideas nuevas, llegarían a 
										creerlos peligrosos. Esa ilusión les 
										hace decir paparruchas con la solemne 
										prudencia de augures que temen 
										desorbitar al mundo con sus profecías. 
										Prefieren el silencio y la inercia; no 
										pensar es su única manera de no 
										equivocarse. Sus cerebros son casas de 
										hospedaje, pero sin dueño; los demás 
										piensan por ellos, que agradecen en lo 
										íntimo ese favor.
										
										En todo lo que no hay prejuicios 
										definitivamente consolidados, los 
										rutinarios carecen de opinión. Sus ojos 
										no saben distinguir la luz de la sombra, 
										coro los palurdos no distinguen el oro 
										del dublé: confunden la, tolerancia con 
										la cobardía, la discreción con el 
										servilismo, la complacencia con la 
										indignidad, la simulación con el mérito. 
										Llaman insensatos a los que suscriben 
										mansamente los errores consagrados y 
										conciliadores a los que renuncian a 
										tener creencias propias: la originalidad 
										en el pensar les produce escalofríos. 
										Comulgan en todos los altares, 
										apelmazando creencias incompatibles y 
										llamando eclecticismo a sus 
										chafarrinadas; creen, por eso, descubrir 
										una agudeza particular en el arte de no 
										comprometerse con juicios decisivos. No 
										sospechan que la duda del hombre 
										superior fue siempre de otra especie, 
										antes ya de que lo explicara Descartes: 
										es afán de rectificar los propios 
										errores hasta aprender que toda creencia 
										es falible y que los ideales admiten 
										perfeccionamientos indefinidos. Los 
										rutinarios, en cambio, no se corrigen ni 
										se desconvencen nunca; sus prejuicios 
										son como los clavos: cuanto más se 
										golpean más se adentran. Se tedian con 
										los escritores que dejan rastro donde 
										ponen la mano, denunciando una 
										personalidad en cada frase, máxime si 
										intentan subordinar el estilo de las 
										ideas; prefieren las desteñidas 
										lucubraciones de los autores apampanados, 
										exentas de las aristas que dan relieve a 
										toda forma y cuyo mérito consiste en 
										transfigurar vulgaridades mediante 
										barrocos adjetivos. Si un ideal parpadea 
										en las páginas, si la verdad hace crujir 
										el pensamiento en las frases, los libros 
										parécenles material de hoguera; cuando 
										ellos pueden ser un punto luminoso en el 
										porvenir o hacia la perfección, los 
										rutinarios les desconfían.
										
										La caja cerebral del hombre rutinario es 
										un alhajero vacío. No pueden razonar por 
										sí mismos, como si el seso les faltara. 
										Una antigua leyenda cuenta que cuando el 
										creador pobló el mundo de hombres, 
										comenzó por fabricar los cuerpos a guisa 
										de maniquíes. Antes de lan zarlos a la 
										circulación levantó sus calotas 
										craneanas y llenó las cavidades con 
										pastas divinas, amalgamando las 
										aptitudes y cualidades del espíritu, 
										buenas y malas. Fuera imprevisión al 
										calcular las cantidades, o desaliento al 
										ver los primeros ejemplares de su obra 
										maestra, quedaron muchos sin mezcla y 
										fueron enviados al mundo sin nada 
										dentro. Tal legendario origen explicaría 
										la existencia de hombres cuya cabeza 
										tiene una significación puramente 
										ornamental.
										
										Viven de una vida que no es vivir. 
										Crecen y mueren como las plantas. No 
										necesitan ser curiosos ni observadores. 
										Son prudentes, por definición, de una 
										prudencia desesperante: si uno de ellos 
										pasara junto al campanario inclinado de 
										Pisa, se alejaría de él, temiendo ser 
										aplastado.
										
										El hombre original, imprudente, se 
										detiene a contemplarlo; un genio va más 
										lejos; trepa al campanario, observa, 
										medita, ensaya, hasta descubrir las 
										leyes más altas de la física. Galileo.
										
										Si la humanidad hubiera contado 
										solamente con los rutinarios, nuestros 
										conocimientos no excederían de los que 
										tuvo el ancestral hominidio. La cultura 
										es el fruto de la curiosidad, de esa 
										inquietud misteriosa que invita a mirar 
										el fondo de todos los abismos. El 
										ignorante no es curioso; nunca interroga 
										a la naturaleza. Observa Ardigó que las 
										personas vulgares pasan la vida entera 
										viendo la luna en su sitio, arriba, sin 
										preguntarse por qué está siempre allí, 
										sin caerse; más bien creerán que el 
										preguntárselo no es propio de un hombre 
										cuerdo.
										
										Dirían que está allí porque es su sitio 
										y encontrarán extraño que se busque la 
										explicación de cosa tan natural. Sólo el 
										hombre de buen sentido, que cometa la 
										incorrección de oponerse al sentido 
										común, es decir, un original o un genio 
										que en esto se homologan, puede formular 
										la pregunta sacrílega: ¿por qué la luna 
										está allí y no cae? Ese hombre que osa 
										desconfiar de la rutina es Newton, un 
										audaz a quien incumbe adivinar algún 
										parecido entre la pálida lámpara 
										suspendida en el cielo y la manzana que 
										cae del árbol mecido por la brisa. 
										Ningún rutinario habría descubierto que 
										una misma fuerza hace girar la luna 
										hacia arriba y caer la manzana hacia 
										abajo.
										
										En esos hombres, inmunes a la pasión de 
										la verdad, supremo ideal a que 
										sacrifican su vida pensadores y 
										filósofos, no caben impulsos de 
										perfección. Sus inteligencias son como 
										las aguas muertas; se pueblan de 
										gérmenes nocivos y acaban por 
										descomponerse. El que no cultiva su 
										mente, va derecho a la disgregación de 
										su personalidad. No desbaratar la propia 
										ignorancia es perecer en vida. Las 
										tierras fértiles se enmalezan cuando no 
										son cultivadas; los espíritus rutinarios 
										se pueblan de prejuicios, que los 
										esclavizan.
										
										II. LOS ESTIGMAS DE LA MEDIOCRIDAD 
										INTELECTUAL
										
										En el verdadero hombre mediocre la 
										cabeza es un simple adorno del cuerpo. 
										Si nos oye decir que sirve para pensar, 
										cree que estamos locos. Diría que lo 
										estuvo Pascal si leyera sus palabras 
										decisivas: "Puedo concebir un hombre sin 
										manos, sin pies; llegaría hasta 
										concebirlo sin cabeza, si la experiencia 
										no me enseñara que por ella se piensa. 
										Es el pensamiento lo que caracteriza al 
										hombre; sin él no podemos concebirlo" (Pensées; 
										XXIII). Si de esto dedujéramos que quien 
										no piensa no existe, la conclusión le 
										desternillaría de risa. Nacido sin 
										esprit de finesse, desesperaríase en 
										vano por adquirirlo. Carece de 
										perspicacia adivinadora; está condenado 
										a no adentrarse en las cosas o en las 
										personas. Su tontería no presenta 
										soluciones de continuidad. Cuando la 
										envidia le corroe, puede atornasolarse 
										de agridulces perversidades; fuera de 
										tal caso, diríase que el armiño de su 
										candor no presenta una sola mancha de 
										ingenio.
										
										El mediocre es solemne. En la pompa 
										grandílocua de las exterioridades busca 
										un disfraz para su íntima oquedad; 
										acompaña con fofa retórica los mínimos 
										actos y pronuncia palabras 
										insubstanciales, como si la Humanidad 
										entera quisiese oírlas. Las mediocracias 
										exigen de sus actores cierta seriedad 
										convencional, que da importancia en la 
										fantasmagoría colectiva. Los exitistas 
										lo saben; se adaptan a ser esas vacuas 
										personalidades de respeto, certeramente 
										acribilladas por Stirner y expuestas por 
										Nietzsche a la burla de todas las 
										posteridades. Nada hacen por dignificar 
										su yo verdadero, afanándose tan sólo por 
										inflar su fantasma social. Esclavos de 
										la sombra que sus apariencias han pro 
										yectado en la opinión de los demás, 
										acaban por preferirla a sí mismos.
										
										Ese culto de la sombra oblígalos a vivir 
										en continua alarma; suponen que basta un 
										momento de distracción para comprometer 
										la obra pacientemente elaborada en 
										muchos años. Detestan la risa, temerosos 
										de que el gas pueda escaparse por la 
										comisura de los labios y el globo se 
										desinfle. Destituirían a un funcionario 
										del Estado si le sorprendieran leyendo a 
										Boccaccio, Quevedo o Rabelais; creen que 
										el buen humor compromete la 
										respetuosidad y estimula el hábito 
										anarquista de reír.
										
										Constreñidos a vegetar en horizontes 
										estrechos, llegan hasta desdeñar todo lo 
										ideal y todo lo agradable, en nombre de 
										lo inmediatamente provechoso. Su miopía 
										mental impídeles comprender el 
										equilibrio supremo entre la elegancia y 
										la fuerza, la belleza y la sabiduría. 
										"Donde creen descubrir las gracias del 
										cuerpo, la agilidad, la destreza, la 
										flexibilidad, rehúsan los dones del 
										alma: la profundidad, la reflexión, la 
										sabiduría. Borran de la historia que el 
										más sabio y el más virtuoso de los 
										hombres Sócrates bailaba". Esta aguda 
										advertencia de Montaigne, en los 
										Ensayos, mereció una corroboración de 
										Pascal en sus Pensamientos:
										
										"Ordinariamente suele imaginarse a 
										Platón y Aristóteles con grandes togas y 
										como personajes graves y serios. Eran 
										buenos sujetos, que jaraneaban, como los 
										demás, en el seno de la amistad. 
										Escribieron sus leyes y sus retratos de 
										política para distraerse y divertirse; 
										ésa era la parte menos filosófica de su 
										vida. La más filosófica era vivir 
										sencilla y tranquilamente." El hombre 
										mediocre que renunciara a su solemnidad, 
										quedaría desorbitado; no podría vivir.
										
										Son modestos, por principio. Pretenden 
										que todos lo sean, exigencia tanto más 
										fácil por cuanto en ellos sobra la 
										modestia, desde que están desprovistos 
										de méritos verdaderos. Consideran tan 
										nocivo al que afirma las propias 
										superioridades en voz alta como al que 
										ríe de sus convencionalismos suntuosos. 
										Llaman modestia a la prohibición de 
										reclamar los derechos naturales del 
										genio, de la santidad o del heroísmo.
										
										Las únicas víctimas de esa falsa virtud 
										son los hombres excelentes, constreñidos 
										a no pestañear mientras los envidiosos 
										empañan su gloria. Para los tontos nada 
										más fácil que ser modestos: lo son por 
										necesidad irrevocable; los más inflados 
										lo fingen por cálculo, considerando que 
										esa actitud es el complemento necesario 
										de la solemnidad y deja sospechar la 
										existencia de méritos pudibundos. Heine 
										dijo: "Los charlatanes de la modestia 
										son los peores de todos". Y Goethe 
										sentenció: "Solamente los bribones son 
										modestos". Ello no obsta para que esa 
										reputación sea un tesoro en las 
										mediocracias. Se presume que el modesto 
										nunca pretenderá ser original, ni alzará 
										su palabra, ni tendrá opiniones 
										peligrosas, ni desaprobará a los que 
										gobiernan, ni blasfemará de los dogmas 
										sociales: el hombre que acepta esa 
										máscara hipócrita renuncia a vivir más 
										de lo que permiten sus cómplices. Hay, 
										es cierto, otra forma de modestia, 
										estimable como virtud legítima: es el 
										afán decoroso de no gravitar sobre los 
										que nos rodean, sin declinar por ello la 
										más leve partícula de nuestra dignidad. 
										Tal modestía es un simple respeto de sí 
										mismo y de los demás. Esos hombres son 
										raros; comparados con los falsos 
										modestos, son como los tréboles de 
										cuatro hojas. Fracasados hay que se 
										creen genios no comprendidos y se 
										resignan a ser modestos para complacer a 
										la mediocracia que puede transformarlos 
										en funcionarios; y son mediocres, lo 
										mismo que los otros, con más la 
										cataplasma de la modestia sobre las 
										úlceras de su mediocridad. En ellos, 
										como sentenció La Bruyére, "la falsa 
										modestia es el último refinamiento de la 
										vanidad". La mentira de Tartarín es 
										ridícula; pero la de Tartufo es 
										ignominiosa. Adoran el sentido común, 
										sin saber de seguro en qué consiste; 
										confúndenlo con el buen sentido, que es 
										su síntesis. Dudan cuando las demás 
										resuelven dudar y son eclécticos cuando 
										los otros lo son: llaman eclecticismo al 
										sistema de los que, no atreviéndose a 
										tener ninguna opinión, se apropian de 
										todo un poco y logran encender una vela 
										en el altar de cada santo. Temerosos de 
										pensar, como si fincasen en ello el 
										pecado mayor de los siete capitales, 
										pierden la aptitud para todo juicio; por 
										eso cuando un mediocre es juez, aunque 
										comprenda que su deber es hacer 
										justicia, se somete a la rutina y cumple 
										el triste oficio de no hacerla nunca y 
										embrollarla con frecuencia.
										
										El temor de comprometerse les lleva a 
										simpatizar con un precavido 
										escepticismo. Bueno es desconfiar del 
										hipócrita que elogia todo y del 
										frasacado que todo lo encuentra 
										detestable; pero es cien veces me nos 
										estimable el hombre incapaz de un sí y 
										de un no, el que vacila para admirar lo 
										digno y execrar lo miserable. En el 
										primer capítulo de los Caracteres parece 
										referirse a ellos, La Bruyére, en un 
										párrafo copiado por Hello: "Pueden 
										llegar a sentir la belleza de un 
										manuscrito que se les lee, pero no osan 
										declarar en su favor hasta que hayan 
										visto su curso en el mundo y escuchado 
										la opinión de los presuntos competentes; 
										no arriesgan su voto, quieren ser 
										llevados por la multitud. Entonces dicen 
										que han sido los primeros en aprobar la 
										obra y cacarean que el público es de su 
										opinión". Temerosos de juzgar por sí 
										mismos, se consideran obligados a dudar 
										de los jóvenes; ello no les impide, 
										después de su triunfo, decir que fueron 
										sus descubridores. Entonces prodíganles 
										juramentos de esclavitud que llaman 
										palabras de estímulo: son el homenaje de 
										su pavor inconfesable. Su protección a 
										toda superioridad ya irresistible, es un 
										anticipo usuario sobre la gloria segura: 
										prefieren tenerla propicia a sentirla 
										hostil. Hacen mal por imprevisión o por 
										inconsciencia, como los niños que matan 
										gorriones a pedradas. Traicionan por 
										descuido. Comprometen por distracción. 
										Son incapaces de guardar un secreto; 
										confiárselo equivale a ocultar un tesoro 
										en caja de vidrio. Si la vanidad no les 
										tienta, suelen atravesar la penumbra sin 
										herir ni ser heridos, llevando a cuestas 
										cierto optimismo de Pangloss. A fuerza 
										de paciencia pueden adquirir alguna 
										habilidad parcial, como esos autómatas 
										perfeccionados que honran a la 
										juguetería moderna: podría concedérseles 
										una especie de viveza, quisicosa del ser 
										y del no ser, intermediaria entre una 
										estupidez complicada y una travesura 
										inocente. Juzgan las palabras sin 
										advertir que ellas se refieren a cosas; 
										se convencen de lo que ya tiene un sitio 
										marcado en su mollera y muéstranse 
										esquivos a lo que no encaja en su 
										espíritu. Son feligreses de la palabra; 
										no ascienden a la idea ni conciben el 
										ideal. Su mayor ingenio es siempre 
										verbal y sólo llegan al chascarrillo, 
										que es una prestidigitación de palabras; 
										tiemblan ante los que pueden jugar con 
										las ideas y producir esa gracia del 
										espíritu que es la paradoja. Mediante 
										ésta se descubren los puntos de vista 
										que permiten conciliar los contrarios y 
										se enseña que toda creencia es rela tiva 
										al que la cree pudiendo sus contrarias 
										ser creídas por otros al mismo tiempo.
										
										La mediocridad intelectual hace al 
										hombre solemne, modesto, indeciso y 
										obtuso. Cuando no le envenenan la 
										vanidad y la envidia, diríase que duerme 
										sin soñar. Pasea su vida por las 
										llanuras; evita mirar desde las cumbres 
										que escalan los videntes y asomarse a 
										los precipicios que sondan los elegidos. 
										Vive entre los engranajes de la rutina.
										
										III. LA MALEDICENCIA
										
										Si se limitaran a vegetar, agobiados 
										como cariátides bajo el peso de sus 
										atributos, los hombres sin ideales 
										escaparían a la reprobación y a la 
										alabanza. Circunscritos a su órbita, 
										serían tan respetables como los demás 
										objetos que nos rodean. No hay culpa en 
										nacer sin dotes excepcionales; no podría 
										exigírseles que treparan las cuestas 
										riscosas por donde ascienden los 
										ingenios preclaros. Merecerían la 
										indulgencia de los espíritus 
										privilegiados, que no la rehúsan a los 
										imbéciles inofensivos. Estos últimos, 
										con ser más indigentes, pueden 
										justificarse ante un optimismo risueño: 
										zurdos en todo, rompen el tedio y hacen 
										parecer la vida menos larga, divirtiendo 
										a los ingeniosos y ayudándolos a andar 
										el camino. Son buenos compañeros y 
										depositan el., bazo durante la marcha: 
										habría que agradecerles los servicios 
										que prestan sin sospecharlo.
										
										Los mediocres, lo mismo que los 
										imbéciles, serían acreedores a esa 
										amable tolerancia mientras se 
										mantuvieran a la capa; cuando renuncian 
										a imponer sus rutinas son sencillos 
										ejemplares del rebaño humano, siempre 
										dispuestos a ofrecer su lana a los 
										pastores. Desgraciadamente, suelen 
										olvidar su inferior jerarquía y 
										pretenden tocar la zampoña, con la 
										irrisoria pretensión de sus 
										desafinamientos.
										
										Tórnanse entonces peligrosos y nocivos. 
										Detestan a los que no pueden igualar, 
										como si con sólo existir los ofendieran. 
										Sin alas para elevarse hasta ellos, 
										deciden rebajarlos: la exigüidad del 
										propio valimiento les induce a roer el 
										mérito ajeno. Clavan sus dientes en toda 
										reputación que les humilla, sin 
										sospechar que nunca es más vil la con 
										ducta humana. Basta ese rasgo para 
										distinguir al doméstico del digno, al 
										ignorante del sabio, al hipócrita del 
										virtuoso, al villano del gentilhombre.
										
										Los lacayos pueden hozar en la fama; los 
										hombres excelentes no saben envenenar la 
										vida ajena.
										
										Ninguna escena alegórica posee más honda 
										elocuencia que el cuadro famoso de 
										Sandro Botticelli. La calumnia invita a 
										meditar con doloroso recogimiento; en 
										toda la Galería de los Oficios parecen 
										resonar las palabras que el artista no 
										lo dudamos quiso poner en labios de la 
										Verdad, para consuelo de la víctima: en 
										su encono está la medida de su mérito... 
										La Inocencia yace, en el centro del 
										cuadro, acoquinada bajo el infame gesto 
										de la Calumnia. La Envidia la precede; 
										el Engaño y la Hipocresía la acompañan. 
										Todas las pasiones viles y traidoras 
										suman su esfuerzo implacable para el 
										triunfo del mal. El Arrepentimiento mira 
										de través hacia el opuesto extremo, 
										donde está, como siempre sola y desnuda, 
										la Verdad; contrastando con el salvaje 
										ademán de sus enemigas, ella levanta su 
										índice al cielo en una tranquila 
										apelación a la justicia divina. Y 
										mientras la víctima junta sus manos y 
										las tiende hacia ella, en una súplica 
										infinita y conmovedora, el juez Midas 
										presta sus vastas orejas a la Ignorancia 
										y la Sospecha.
										
										En esta apasionada reconstrucción de un 
										cuadro de Apeles, descrito por Luciano, 
										parece adquirir dramáticas firmezas el 
										suave pincel que desborda dulzuras en la 
										Virgen del granado y el San Sebastián, 
										invita al remordimiento con La 
										abandonada, santifica la vida y el amor 
										en la Alegría de la primavera y el 
										Nacimiento de Venus.
										
										Los mediocres, más inclinados a la 
										hipocresía que al odio, prefieren la 
										maledicencia sorda a la calumnia 
										violenta. Sabiendo que ésta es criminal 
										y arriesgada, optan por la primera, cuya 
										infamia es subrepticia y sutil. La una 
										es audaz; la otra cobarde. El 
										calumniador desafía el castigo, se 
										expone; el maldiciente lo esquiva. El 
										uno se aparta de la mediocridad, es 
										antisocial, tiene el valor de ser 
										delincuente; el otro es cobarde y se 
										encubre con la complicidad de sus 
										iguales, manteniéndose en la penumbra.
										
										Los maldicientes florecen doquiera: en 
										los cenáculos, en los clubs, en las 
										academias, en las familias, en las 
										profesiones, acosando a todos los que 
										perfilan alguna originalidad. Hablan a 
										media voz, con recato, constantes en su 
										afán de taladrar la dicha ajena, 
										sombrando a puñados la semilla de todas 
										las yerbas venenosas. La maledicencia es 
										una serpiente que se insinúa en la 
										conversación de los envilecidos; sus 
										vértebras son nombres propios, 
										articuladas por los verbos más equívocos 
										del diccionario para arrastrar un cuerpo 
										cuyas escamas son calificativas 
										pavorosos.
										
										Vierten la infamia en todas las copas 
										transparentes, con serenidad de Borgias; 
										las manos que la manejan parecen de 
										prestidigitadores, diestras en la manera 
										y amables en la forma. Una sonrisa, un 
										levantar de espaldas, un fruncir la 
										frente como subscribiendo a la 
										posibilidad del mal, bastan para macular 
										la probidad de un hombre o el honor de 
										una mujer. El maldiciente, cobarde entre 
										todos los envenenadores, está seguro de 
										la impunidad; por eso es despreciable. 
										No afirma, pero insinúa; llega hasta 
										desmentir imputaciones que nadie hace, 
										contando con la irresponsabilidad de 
										hacerlas en esa forma. Miente con 
										espontaneidad, como respira. Sabe 
										seleccionar lo que converge a la 
										detracción.
										
										Dice distraídamente todo el mal de que 
										no está seguro y calla con prudencia 
										todo el bien que sabe. No respeta las 
										virtudes íntimas ni los secretos del 
										hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña 
										que asoma como una irrupción en sus 
										labios irritados, hasta que por toda la 
										boca, hecha una pústula, el interlocutor 
										espera ver salir, en vez de lengua, un 
										estilete.
										
										Sin cobardía, no hay maledicencia. El 
										que puede gritar cara a cara una 
										injuria, el que denuncia a voces un 
										vicio ajeno, el que acepta los riesgos 
										de sus decires, no es un maldiciente. 
										Para serlo es menester temblar ante la 
										idea del castigo posible y cubrirse con 
										las máscaras menos sospechosas. Los 
										peores son los que maldicen elogiando: 
										templan su aplauso con arremangadas 
										reservas, más graves que las peores 
										imputaciones. Tal bajeza en el pensar es 
										una insidiosa manera de practicar el 
										mal, de efectuar lo potencialmente. sin 
										el valor de la acción rectilínea.
										
										Si estos basiliscos parlantes poseen 
										algún barniz de cultura, pretenden 
										encubrir su infamia con el pabellón de 
										la espiritualidad. Vana esperanza; están 
										condenados a perseguir la gracia y 
										tropezar con la perfidia. Su burla no es 
										sonrisa, es mueca. El ejercicio puede 
										tornarles fácil la malignidad zumbona, 
										pero ella no se confunde con la ironía 
										sagaz y justa. La ironía es la 
										perfección del ingenio, una convergencia 
										de intención y de sonrisa aguda en la 
										oportunidad y justa en la medida; es un 
										cronómetro, no anda mucho, sino con 
										precisión. Eso lo ignora el mediocre. 
										Lees más fácil ridiculizar una sublime 
										acción que imitarla.
										
										En las sobremesas subalternas su 
										dicacidad urticante puede confundirse 
										con la gracia, mientras le ampara la 
										complicidad maldiciente; pero fáltale el 
										aticismo sano del que todo perdona en 
										fuerza de comprenderlo todo y esa 
										inteligencia cristalina que permite 
										descifrar la verdad en la entraña misma 
										de las cosas que el vaivén mundano 
										somete a nuestra experiencia. Esos 
										oficios tienen malignidades perversas 
										por su misma falta de hidalguía; 
										disfrazan de mesurada condolencia el 
										encono de su inferioridad humillada. Los 
										calumniadores minúsculos son más 
										terribles, como las fuerzas moleculares 
										que nadie ve y carcomen los metales más 
										nobles. Nada teme el maldiciente al 
										sembrar sus añagazas de esterquilinio; 
										sabe que tiene a su espalda un 
										innumerable jabardillo de cómplices, 
										regocijados cada vez que un espíritu 
										omiso los confabula contra una estrella.
										
										El escritor mediocre es peor por su 
										estilo que por su moral. Rasguña 
										tímidamente a los que envidia; en sus 
										collonadas se nota la temperancia del 
										miedo, como si le erizaran los peligros 
										de la responsabilidad. Abunda entre los 
										malos escritores, aunque no todos los 
										mediocres consiguen serlo; muchos se 
										limitan a ser terriblemente aburridos, 
										acosándonos con volúmenes que podrían 
										terminar en el primer párrafo. Sus 
										páginas están embalumadas de lugares 
										comunes, como los ejercicios de las 
										guías políglotas. Describen dando 
										tropiezos contra la realidad; son 
										objetivos que operan y no retortas que 
										destilan; se desesperan pensando que la 
										calcomanía no figura entre las bellas 
										artes. Si acometen la literatura, 
										diríase que Vasco da Gama emprende el 
										descubrimiento de todos los lugares 
										comunes, sin vislumbrar el cabo de una 
										buena esperanza; si chapalean la 
										ciencia, su andar es de mula montañesa, 
										deteniéndose a rumiar el pienso pastado 
										medio siglo antes por sus predecesores. 
										Esos fieles de la rapsodia y de la 
										paráfrasis practican esa pudibunda 
										modestia que es su mentira convencional; 
										se admiran entre sí, como solidaridad de 
										logia, execrando cualquier soplo de 
										ciclón o revoloteo de águila. Palidecen 
										ante el orgullo desdeñoso de los hombres 
										cuyos ideales no sufren inflexiones; 
										fingen no comprender esa virtud de 
										santos y de sabios, supremo desprecio de 
										todas las mentiras por ellos veneradas. 
										El escritor mediocre, tímido y prudente, 
										resulta inofensivo. Solamente la envidia 
										puede encelarle; entonces prefiere 
										hacerse crítico.
										
										El mediocre parlante es peor por su 
										moral que por su estilo; su lengua 
										centuplícase en copiosidades acicaladas 
										y las palabras ruedan sin la traba de la 
										ulterioridad. La maledicencia oral tiene 
										eficacias inmediatas, pavorosas. Está en 
										todas partes, agrede en cualquier 
										momento.
										
										Cuando se reúnen espíritus pazguatos, 
										para turnarse en decir pavadas sin 
										interés para quien las oye, el terreno 
										es propicio para que el más alevoso 
										comience a maldecir de algún ilustre, 
										rebajándolo hasta su propio nivel. La 
										eficacia de la difamación arraiga en la 
										complacencia tácita de quienes la 
										escuchan, en la cobardía colectiva de 
										cuantos pueden escucharla sin 
										indignarse; moriría si ellos no le 
										hicieran una atmósfera vital. Ése es su 
										secreto. Semejante a la moneda falsa, es 
										circulada sin escrúpulos por muchos que 
										no tendrían el valor de acuñarla.
										
										Las lenguas más acibaradas son las de 
										aquellos que tienen menos autoridad 
										moral, como enseña Moliere desde la 
										primera escena deTartufo: "Ceut de qui 
										la conduite offre le plus á vire., Sont 
										toujours sur autri les prentiers a 
										médire "
										
										(Aquéllos en quienes la conducta se 
										presta más a risa, son siempre, los 
										primeros en hablar mal de los demás).
										
										Diríase que empañan la reputación ajena 
										para disminuir el contraste con la 
										propia. Eso no excluye que existan 
										casquivanos cuya culpa es inconsciente ; 
										maldicen por ociosidad o por, diversión, 
										sin sospechar donde conduce el camino en 
										que se aventuran. Al contar una falta 
										ajena ponen cierto amor propio en ser 
										interesantes, aumentándola, adornándola, 
										pasando insensiblemente de la verdad a 
										la mentira, de la torpeza a la infamia, 
										de la maledicencia a la calumnia. ¿Para 
										qué evocar las palabras memorables de la 
										comedia de Beaunlarchais?
										
										IV. EL SENDERO DE LA GLORIA
										
										El hombre mediocre que se aventura en la 
										liza social tiene apetitos urgentes: el 
										éxito. No sospecha que existe otra cosa, 
										la gloria, ambicionada solamente por los 
										caracteres superiores. Aquél es un 
										triunfo efímero, al contado; ésta es 
										definitiva, inmarcesible en los siglos. 
										El uno se mendiga; la otra se conquista.
										
										Es despreciable todo cortesano de la 
										mediocracia en que vive; triunfa 
										humillándose, reptando, a hurtadillas, 
										en la sombra, disfrazado, apuntalándose 
										en la complicidad de innumerables 
										similares. El hombre de mérito se 
										adelanta a su tiempo, la pupila puesta 
										en un ideal; se impone dominando, 
										iluminando, fustigando, en plena luz, a 
										cara descubierta, sin humillarse, ajeno 
										a todos los embozamientos del servilismo 
										y de la intriga.
										
										La popularidad tiene peligros. Cuando la 
										multitud clava sus ojos por vez primera 
										en un hombre y le aplaude, la lucha 
										empieza: desgraciado quien se olvida de 
										sí mismo para pensar solamente en los 
										demás.
										
										Hay que poner más lejos la intención y 
										la esperanza, resistiendo las 
										tentaciones del aplauso inmediato; la 
										gloria es más difícil, pero más digna.
										
										La vanidad empuja al hombre vulgar a 
										perseguir un empleo expectable en la 
										administración del Estado, indignamente 
										si es necesario; sabe que su sombra lo 
										necesita. El hombre excelente se 
										reconoce porque es capaz de renunciar a 
										toda prebenda que tenga por precio una 
										partícula de su dignidad. El genio se 
										mueve en su órbita propia, sin esperar 
										sanciones ficticias de orden político, 
										académico o mundano; se revela por la 
										perennidad de su irradiación, como si 
										fuera su vida un perpetuo amanecer.
										
										El que flota en la atmósfera como una 
										nube, sostenido por el viento de la 
										complicidad ajena, puede abocadar por la 
										adulación lo que otros deberían recibir 
										por sus aptitudes; pero quien obtiene 
										favores sin tener méritos, debe temblar: 
										fracasará después, cien veces, en cada 
										cambio de viento. Los nobles ingenios 
										sólo confían en sí mismos, luchan, 
										salvan los obstáculos, se imponen. Sus 
										caminos son propiamente suyos; mientras 
										el mediocre se entrega al error 
										colectivo que le arrastra, el superior 
										va contra él con energías inagotables, 
										hasta despejar su ruta.
										
										Merecido o no, el éxito es el alcohol de 
										los que combaten. La primera vez 
										embriaga; el espíritu se aviene a él 
										insensiblemente; después se convierte en 
										imprescindible necesidad. El primero, 
										grande o pequeño, es perturbador. Se 
										siente una indecisión extraña, un 
										cosquilleo moral que deleita y molesta 
										al mismo tiempo, como la emoción del 
										adolescente que se encuentra a solas por 
										vez primera con una mujer amada: emoción 
										tierna y violenta, estimula e inhibe a 
										la vez, instiga y amilana.
										
										Mirar de frente al éxito, equivale a 
										asomarse a un precipicio: se retrocede a 
										tiempo o se cae en él para siempre. Es 
										un abismo irresistible, como una boca 
										juvenil que invita al beso; pocos 
										retroceden. Inmerecido, es un castigo, 
										un filtro que envenena la vanidad y hace 
										infeliz para siempre; el hombre 
										superior, en cambio, acepta como simple 
										anticipación de la gloria ese pequeño 
										tributo de la mediocridad, vasalla de 
										sus méritos.
										
										Se presenta bajo cien aspectos, tienta 
										de mil maneras. Nace por un accidente 
										inesperado, llega por senderos 
										invisibles. Basta el simple elogio de un 
										maestro estimado, el aplauso ocasional 
										de una multitud, la conquista fácil de 
										una hermosa mujer; todos se equivalen, 
										embriagan lo mismo. Corriendo el tiempo, 
										tórnase imposible eludir el hábito de 
										esta embriaguez; lo único difícil es 
										iniciar la costumbre, como para todos 
										los vicios. Después no se puede vivir 
										sin el tósigo vivificador y esa ansiedad 
										atormenta la existencia del que no tiene 
										alas para ascender sin la ayuda de 
										cómplices y de pilotos. Para el hombre 
										acomodaticio hay una certidumbre 
										absoluta: sus éxitos son ilusorios y 
										fugaces, por humillante que le haya sido 
										obtenerlos. Ignorando que el árbol 
										espiritual tiene frutos, se preocupa por 
										cosechar la hojarasca; vive de lo 
										aleatorio, acechando las ocasiones 
										propicias. Los grandes cerebros 
										ascienden por la senda exclusiva del 
										mérito; o por ninguna. Saben que en las 
										mediocracias se suelen seguir otros 
										caminos; por eso no se sienten nunca 
										vencidos, ni sufren de un contraste más 
										de lo que gozan de un éxito; ambos son 
										obra de los demás.
										
										La gloria depende de ellos mimos. El 
										éxito les parece un simple 
										reconocimiento de su derecho, un 
										impuesto de admiración que se les paga 
										en vida. Taine conoció en su juventud el 
										goce del maestro que ve concurrir a sus 
										lecciones un tropel de alumnos; Mozart 
										ha narrado las delicias del compositor 
										cuyas melodías vuelven a los labios del 
										transeúnte que silba para darse valor al 
										atravesar de noche una encrucijada 
										solitaria; Musset confiesa que fue una 
										de sus grandes voluptuosidades oír sus 
										versos recitados por mujeres bellas; 
										Castelar comentó la emoción del orador 
										que escucha el aplauso frenético 
										tributado por miles de hombres. El 
										fenómeno es común, sin ser nuevo. Julio 
										César, al historiar sus campañas, 
										trasunta la ebriedad salvaje del que 
										conquista pueblos y aniquila hordas; los 
										biógrafos de Beethoven narran su 
										impresión profunda cuando se volvió a 
										contemplar las ovaciones que su sordera 
										le impedía oír, al estrenar la Novena 
										sinfonía; Stendhal ha dicho, con su 
										ática gracia original, las fruiciones 
										del amador afortunado que ve 
										sucesivamente a sus pies, temblorosas de 
										fiebre y ansiedad, a cien mujeres.
										
										El éxito es benéfico si es merecido; 
										exalta la personalidad, la estimula. 
										Tiene otra virtud: destierra la envidia, 
										ponzoña incurable en los espíritus 
										mediocres. Triunfar a tiempo, 
										merecidamente, es el más favorable rocío 
										para cualquier germen de superioridad 
										moral. El triunfo es un bálsamo de los 
										sentimientos, una lima eficaz contra las 
										asperezas del carácter. El éxito es el 
										mejor lubricante del corazón; el fracaso 
										es su más urticante corrosivo.
										
										La popularidad o la fama suelen dar 
										transitoriamente la ilusión de la 
										gloria. Son sus formas espurias y 
										subalternas, extensas pero no profundas, 
										esplendorosas pero fugaces. Son más que 
										el simple éxito, accesible al común de 
										los mortales; pero son menos que la 
										gloria. exclusivamente reservada a los 
										hombres superiores. Son oropel, piedra 
										falsa, luz de artificio. Manifestaciones 
										directas del entusiasmo gregario y, por 
										eso mismo, inferiores: aplauso de 
										multitud, con algo de frenesí 
										inconsciente y comunicativo. La gloria 
										de los pensadores, filósofos y artistas. 
										que traducen su genialidad mediante la 
										palabra escrita, es lenta, pero estable; 
										sus admiradores están dispersos, ninguno 
										aplaude a solas. En el teatro y en la 
										asamblea la admiración es rápida y 
										barata, aunque ilusoria; los oyentes se 
										sugestionan recíprocamente, suman su 
										entusiasmo y tallan en ovaciones. Por 
										eso cualquier histrión de tres al cuarto 
										puede conocer el triunfo más cerca que 
										Aristóteles o Spinoza; la intensidad, 
										que es el (éxito, este en razón inversa 
										de la duración, que es la gloria. Tales 
										aspectos caricaturescos de la celebridad 
										dependen de una aptitud secundaria del 
										actor o de un estado accidental de la 
										mentalidad colectiva. Amenguada la 
										aptitud o transpuesta la circunstancia, 
										vuelven ala sombra y asisten en vida a 
										sus propios funerales.
										
										Entonces pagan cara su notoriedad; vivir 
										en perpetua nostalgia es su martirio. 
										Los hijos del éxito pasajero deberían 
										morir al caer en la orfandad. Algún 
										poeta melancólico escribió que es 
										hermoso vivir de los recuerdos: frase 
										absurda. Ello equivale a agonizar. Es la 
										dicha del pintor maniatado por la 
										ceguera, del jugador que mira el tapete 
										y no puede arriesgar una sola ficha.
										
										En la vida se es actor o público, 
										timonel o galeote. Es tan doloroso pasar 
										del timón al remo, como salir del 
										escenario para ocupar una butaca, aunque 
										ésta sea de primera fila. El que ha 
										conocido el aplauso no sabe resignarse a 
										la oscuridad; ésa es la parte más cruel 
										de toda preeminencia fundada en el 
										capricho ajeno o en aptitudes físicas 
										transitorias.
										
										El público oscila con la moda; el físico 
										se gasta. La fama de un orador, de un 
										esgrimista o de un comediante, sólo dura 
										lo que una juventud; la voz, las 
										estocadas y los gestos se acaban alguna 
										vez, dejando lo que en el bello decir 
										dantesco representa el dolor sumo: 
										recordar en la miseria el tiempo feliz.
										
										Para estos triunfadores accidentales, el 
										instante en que se disipa su error 
										debería ser el último de la vida. Volver 
										a la realidad es una suprema tristeza. 
										Preferible es que un Otelo excesivo mate 
										de veras sobre el tablado a una 
										Desdémona próxima a envejecer, o 
										desnucarse el acróbata en un salto 
										prodigioso, o rompérsele un aneurisma al 
										orador mientras habla a cien mil hombres 
										que aplauden, o ser apuñalado un Don 
										Juan por la amante más hermosa y 
										sensual. Ya que se mide la vida por sus 
										horas de dicha convendría despedirse de 
										ella sonriendo, mirándola de frente, con 
										dignidad, con la sensación de que se ha 
										merecido vivirla hasta el último 
										instante. Toda ilusión que se desvanece 
										deja tras de sí una sombra indisipable. 
										La fama y la celebridad no son la 
										gloria: nada más falaz que la sanción de 
										los contemporáneos y de las 
										muchedumbres.
										
										Compartiendo las ruinas y las 
										debilidades de la mediocridad ambiente, 
										fácil es convertirse en arquetipos de la 
										masa y ser prohombres entre sus iguales, 
										pero quien así culmina, muere con ellos. 
										Los genios, los santos y los héroes 
										desdeñan toda sumisión al presente, 
										puesta la proa hacia un remoto ideal: 
										resultan prohombres en la historia.
										
										La integridad moral y la excelencia de 
										carácter son virtudes estériles en los 
										ambientes rebajados, más asequibles a 
										los apetitos del doméstico que a las 
										altiveces del digno: en ellos se incuba 
										el éxito falaz.
										
										La gloria nunca ciñe de laureles la sien 
										del que se ha complicado en las ruinas 
										de su tiempo; tardía a menudo, póstuma a 
										veces, aunque siempre segura, suele 
										ornar las frentes de cuantos miraron el 
										porvenir y sirvieron a un ideal, 
										practicando aquel lema que fue la noble 
										divisa de Rousseau: vitam impendere 
										vero.
																				
																				 
																				CAPÍTULO III
										
										LOS VALORES MORALES:
										
										La moral de Tartufo. II. El hombre 
										honesto. III. Los tránsfugas de la 
										honestidad. IV. Función social de la 
										virtud. V. La pequeña virtud y el 
										talento moral. VI. El genio moral: la 
										santidad.
										
										I. LA MORAL DE TARTUFO
										
										La hipocresía es el arte de amordazar la 
										dignidad; ella hace enmudecer los 
										escrúpulos en los hombres incapaces de 
										resistir la tentación del mal. Es falta 
										de virtud para renunciar a éste y de 
										coraje para asumir su responsabilidad. 
										Es el guano que fecundiza los 
										temperamentos vulgares, permitiéndoles 
										prosperar en la mentira: como esos 
										árboles cuyo ramaje es más frondoso 
										cuando crecen a inmediaciones de las 
										ciénagas.
										
										Hiela, donde ella pasa, todo noble 
										germen de ideal: zarzagán del 
										entusiasmo. Los hombres rebajados por la 
										hipocresía viven sin ensueño, ocultando 
										sus intenciones, enmascarando sus 
										sentimientos, dando saltos como el 
										eslizón; tienen la certidumbre íntima, 
										aunque inconfesa, de que sus actos son 
										indignos, vergonzosos, nocivos, 
										arrufianados, irredimibles. Por eso es 
										insolvente su moral: implica siempre una 
										simulación.
										
										Ninguna fe impulsa a los hipócritas; no 
										sospechan el valor de las creencias 
										rectilíneas. Esquivan la responsabilidad 
										de sus acciones, son audaces en la 
										traición y tímidos en la lealtad. 
										Conspiran y agreden en la sombra, 
										escamotean vocablos ambiguos, alaban con 
										reticencias ponzoñosas y difaman con 
										afelpada suavidad. Nunca lucen un 
										galardón inconfundible: cierran todas 
										las rendijas de su espíritu por donde 
										podría asomar desnuda su personalidad, 
										sin el ropaje social de la mentira.
										
										En su anhelo simulan las aptitudes y 
										cualidades que consideran ventajosas 
										para acrecentar la sombra que proyectan 
										en su escenario.
										
										Así como los ingenios exiguos mimetizan 
										el talento intelectual, embalumándose de 
										refinados artilugios y defensas, los 
										sujetos de moralidad indecisa parodian 
										el talento moral, oropelando de virtud 
										su honestidad insípida. Ignoran el 
										veredicto del propio tribunal interior; 
										persiguen el salvoconducto otorgado por 
										los cómplices de sus prejuicios 
										convencionales.
										
										El hipócrita suele aventajarse de su 
										virtud fingida, mucho más que el 
										verdadero virtuoso. Pululan hombres 
										respetados en fuerza de no 
										descubrírseles bajo el disfraz; bastaría 
										penetrar en la intimidad de sus 
										sentimientos, un solo minuto, para 
										advertir su doblez y trocar en desprecio 
										la estimación. El psicólogo reconoce al 
										hipócrita; rasgos hay que distinguen al 
										virtuoso del simulador, pues mientras 
										éste es un cómplice de los prejuicios 
										que fermentan en su medio, aquél posee 
										algún talento que le permite 
										sobreponerse a ellos.
										
										Todo apetito numulario despierta su 
										acucia y le empuja a descubrirse. No 
										retrocede ante las arterías, es fácil a 
										los besamanos femeninos, sabre oliscar 
										el deseo de los amos, se da al mejor 
										oferente, prospera a fuerza de marañas. 
										Triunfa sobre los sinceros, toda vez que 
										el éxito estriba en aptitudes viles: el 
										hombre leal es con frecuencia su 
										víctima. Cada Sócrates encuentra su 
										Mélitos y cada Cristo su Judas.
										
										La hipocresía tiene matices. Si el 
										mediocre moral se aviene a vegetar en la 
										penumbra, no cabe bajo el escalpelo del 
										psicólogo: su vicio es un simple reflejo 
										de mentiras que infestan la moral 
										colectiva. Su culpa comienza cuando 
										intenta agitarse dentro de su basta 
										condición, pretendiendo igualarse a los 
										virtuosos. Chapaleando en los muladares 
										de la intriga, su honestidad se mancilla 
										y se encanalla en pasiones innoblemente 
										desatadas. Tórnase capaz de todos los 
										rencores. Supone simplemente honesto, 
										como él, a todo santo o virtuoso; no 
										descansa en amenguar sus méritos. 
										Intenta igualar abajo, no pudiendo 
										hacerlo arriba.
										
										Persigue a los caracteres superiores, 
										pretende confundir sus excelencias con 
										las propias mediocridades, desahoga 
										sordamente una envidia que no confiesa, 
										en la penumbra, ensalobrándose, babeando 
										sin morder, mintiendo sumisión y amor a 
										los mismos que detesta y carcome.
										
										Su malsinidad está inquietada con 
										escrúpulos que le obligan a avergonzarse 
										en secreto; descubrirle es el más cruel 
										de los suplicios. Es su castigo.
										
										El odio es loable si lo comparamos con 
										la hipocresía.
										
										En ello se distinguen la subrepticia 
										medrosidad del hipócrita y la adamantina 
										lealtad del hombre digno. Alguna vez 
										éste se encrespa y pronuncia palabras 
										que son un estigma o un epitafio; su 
										rugido es la luz de un relámpago fugaz y 
										no deja escorias en su corazón, se 
										desahoga por un gesto violento, sin 
										envenenarle. Las naturalezas viriles 
										poseen un exceso de fuerza plástica cuya 
										función regeneradora cura prontamente 
										las hondas heridas y trae el perdón. La 
										juventud tiene entre sus preciosos 
										atributos la incapacidad de dramatizar 
										largo tiempo las pasiones malignas; el 
										hombre que ha perdido la aptitud de 
										borrar sus odios está ya viejo, 
										irreparablemente. Sus heridas son tan 
										imborrables como sus canas. Y como 
										éstas, puede teñirse el odio: la 
										hipocresía es la tintura de esas canas 
										morales.
										
										Sin fe en creencia alguna, el hipócrita 
										profesa las más provechosas.
										
										Atafagado por preceptos que entiende 
										mal, su moralidad parece un pelele 
										hueco; por eso, para conducirse, 
										necesita la muleta de alguna religión. 
										Prefiere las que afirman la existencia 
										del purgatorio y ofrecen redimir las 
										culpas por dinero. Esa aritmética de 
										ultratumba le permite disfrutar más 
										tranquilamente los beneficios de su 
										hipocresía; su religión es una actitud y 
										no un sentimiento. Por eso suele 
										exagerarla: es fanático. En los santos y 
										en los virtuosos, la religión y la moral 
										pueden correr parejas; en los 
										hipócritas, la conducta baila en compás 
										distinto del que marcan los 
										mandamientos.
										
										Las mejores máximas teóricas pueden 
										convertirse en acciones abominables; 
										cuanto más se pudre la moral práctica, 
										tanto mayor es el esfuerzo por 
										rejuvenecerla con harapos de dogmatismo. 
										Por eso es declamatoria y suntuosa la 
										retórica de Tartufo, arquetipo del 
										género, cuya creación pone a Moliére 
										entre los más geniales psicólogos de 
										todos los tiempos. No olvidemos la 
										historia de ese oblicuo devoto a quien 
										el sincero Orgon recoge piadosamente y 
										que sugestiona a toda su familia. 
										Cleanto, un joven, se atreve a 
										desconfiar de él; Tartufo consigue que 
										Orgon expulse de su hogar a ese mal hijo 
										y se hace legar sus bienes. Y no basta: 
										intenta seducir a la consorte de su 
										huésped. Para desenmascarar tanta 
										infamia, su esposa se resigna a celebrar 
										con Tartufo una entrevista, a la que 
										Orgon asiste oculto. El hipócrita, 
										creyéndose solo, expone los principios 
										de su casuística perversa; hay acciones 
										prohibidas por el cielo, pero es fácil 
										arreglar con él estas contabilidades; 
										según convenga pueden aflojarse las 
										ligaduras de la conciencia, rectificando 
										la maldad de los actos con la pureza de 
										las doctrinas. Y para retratarse de una 
										vez, agrega:
										
										En fin, votre scrupule est facile á 
										détruire: Vous étes assurée ici d'un 
										plein secret, Et le anal n'est jamais 
										que dans l'éclat qu'on fait; Le scandale 
										du monde est ce que fait l'offenre, et 
										ce n'est pas pécher que pécher en 
										silence. (Finalmente, vuestro escrúpulo 
										es fácil de destruir: Estáis asegurada 
										aquí de un pleno secreto, y el mal no 
										está más que en el ruido que se hace. El 
										escándalo del mundo es lo que hace la 
										ofensa y no el pecar en silencio). Ésa 
										es la moral de la hipocresía jesuítica, 
										sintetizada en cinco versos, que son su 
										pentateuco.
										
										La del hombre virtuoso es otra: está en 
										la intención y en el fin de las 
										acciones, en los hechos mejor que en las 
										palabras, en la conducta ejemplar y no 
										en la oratoria untuosa. Sócrates y 
										Cristo fueron virtuoso., contra la 
										religión de su tiempo; los dos murieron 
										a planos de fanatismos que estaban ya 
										divorciados de toda moral. La santidad 
										está siempre fuera de la hipocresía 
										colectiva. La exageración materialista 
										de las ceremonias suele coincidir con la 
										aniquilación de todos los idealismos en 
										las naciones y en las razas; la historia 
										la señala en la decadencia de las castas 
										gobernantes y dice que el loyolismo 
										apuntala siempre su degeneración moral. 
										En esas horas de crisis, la fe agoniza 
										en, el fanatismo decrépito y alienta 
										formidablemente en los ideales que 
										renacen frente a él, irrespetuosos, 
										demoledores, aunque predestinados con 
										frecuencia a caer en nuevos fanatismos y 
										a oponerse a ideales venideros.
										
										El hipócrita está constreñido a guardar 
										las apariencias, con tanto afán como 
										pone el virtuoso en cuidar sus ideales. 
										Conoce de memoria los pasajes 
										pertinentes del Sartor Resartus; por 
										ellos admira a Carlyle, tanto como otros 
										por su culto a Los héroes. El respeto de 
										las formas hace que los hipócritas de 
										cada época y país adquieran rasgos 
										comunes; hay una "manera" peculiar que 
										trasunta el tartufismo en todos sus 
										adeptos, como hay "algo" que denuncia el 
										parentesco entre los afiliados a una 
										tendencia artística o escuela literaria. 
										Ese estigma común a los hipócritas, que 
										permite reconocerlos no obstante los 
										matices individuales impuestos por el 
										rango o la fortuna, es su profunda 
										animadversión a la verdad.
										
										La hipocresía es más honda que la 
										mentira: ésta puede ser accidental, 
										aquélla es permanente. El hipócrita 
										transforma su vida entera en una mentira 
										metódicamente organizada. Hace lo 
										contrario de lo que dice, toda vez que 
										ello le reporte un beneficio inmediato; 
										vive traicionando con sus palabras, como 
										esos poetas que disfrazan con largas 
										crenchas la cortedad de su inspiración. 
										El hábito de la mentira paraliza los 
										labios del hipócrita cuando llega la 
										hora de pronunciar una verdad.
										
										Así como la pereza es la clave de la 
										rutina y la avidez es móvil del 
										servilismo, la mentira es el prodigioso 
										instrumento de la hipocresía.
										
										Nunca ha escuchado la Humanidad palabras 
										más nobles que algunas de Tartufo; pero 
										jamás un hombre ha producido acciones 
										más disconformes con ellas. Sea cual 
										fuere su rango social, en la privanza o 
										en la proscripción, en la opulencia o en 
										la miseria, el hipócrita está siempre 
										dispuesto a adular a los poderosos y a 
										engañar a los humildes, mintiendo a 
										entrambos. El que se acostumbra a 
										pronunciar palabras falsas, acaba por 
										faltar a la propia sin repugnancia, 
										perdiendo toda noción de lealtad consigo 
										mismo. Los hipócritas ignoran que la 
										verdad es la condición fundamental de la 
										virtud. Olvidan la sentencia 
										multisecular de Apolonio: "De siervos es 
										mentir, de libres decir verdad". Por eso 
										el hipócrita está predispuesto a 
										adquirir sentimientos serviles. Es el 
										laca yo de los que le rodean, el esclavo 
										de mil amos, de un millón de amos, de 
										todos los cómplices de su mediocridad.
										
										El que miente es traidor: sus víctimas 
										le escuchan suponiendo que dice la 
										verdad. El mentiroso conspira contra la 
										quietud ajena, falta al respeto a todos, 
										siembra la inseguridad y la 
										desconfianza. Con mirar ojizaino 
										persigue a los sinceros, creyéndolos sus 
										enemigos naturales.
										
										Aborrece la sinceridad. Dice que ella es 
										la fuente de escándalo y anarquía, como 
										si pudiera culparse a la escoba de que 
										exista la suciedad.
										
										En el fondo sospecha que el hombre 
										sincero es fuerte e individualista. 
										fincando en ello su altivez 
										inquebrantable, pues su oposición a la 
										hipocresía es una actitud de resistencia 
										al mal que le acosa por todas partes. Se 
										defiende contra la domesticación v el 
										descenso común. Y dice su verdad como 
										puede, cuando puede, donde puede. Pero 
										la sabe decir. Muchos santos enseñaron a 
										morir por ella.
										
										El disfraz sirve al débil; sólo se finge 
										lo que se cree no tener. Hablan más de 
										la nobleza los nietos de truhanes; la 
										virtud suele danzar en labios 
										desvergonzados; la altivez sirve de 
										estribillo a los envilecidos; la 
										caballerosidad es la ganzúa de los 
										estafadores; la temperancia figura en el 
										catecismo de los viciosos. Suponen que 
										de tanto oropel se adherirá alguna 
										partícula a su sombra. Y, en efecto, 
										ésta se va modificando en la constante 
										labor; la máscara es benéfica en las 
										mediocracias contemporáneas, magüer los 
										que la usen carezcan de autoridad moral 
										ante los hombres virtuosos. Éstos no 
										creen al hipócrita, descubierto una vez; 
										no le creen nunca. ni pueden dejar de 
										creerle cuando sospechan que miente: 
										quien es desleal con la verdad no tiene 
										por qué ser leal con la mentira.
										
										El hábito de la ficción desmorona a los 
										caracteres hipócritas, vertiginosamente, 
										como si cada nueva mentira los empujara 
										hacia el precipicio; nada detiene a una 
										avalancha en la pendiente. Su vida se 
										polariza en esa abyecta honestidad por 
										cálculo que es simple sublimación del 
										vicio. El culto de las apariencias lleva 
										a desdeñar la realidad.
										
										El hipócrita no aspira a ser virtuoso, 
										sino a parecerlo; no admira 
										intrínsecamente la virtud, quiere ser 
										contado entre los virtuosos por las 
										prebendas y honores que tal condición 
										puede reportarle. Faltándole la osadía 
										de practicar el mal, a que está 
										inclinado, conténtase con sugerir que 
										oculta sus virtudes por modestia; pero 
										jamás consigue usar con desenvoltura el 
										antifaz. Sus manejos asoman por alguna 
										parte, como las clásicas orejas bajo la 
										corona de Midas. La virtud y el mérito 
										son incompatibles con el tartufismo; la 
										observación induce a desconfiar de las 
										virtudes misteriosas. Ya enseñaba 
										Horacio que "la virtud oculta difiere 
										poco de la oscura holgazanería" (Od. IV, 
										9, 29). No teniendo valor para la verdad 
										es imposible tenerlo para la justicia.
										
										En vano los hipócritas viven jactándose 
										de una gran ecuanimidad y procurando 
										prestigios catonianos: su prudente 
										cobardía les impide ser jueces toda vez 
										que puedan comprometerse con un fallo. 
										Prefieren tartajear sentencias 
										bilaterales y ambiguas, diciendo que hay 
										luz y sombra en todas las cosas; no lo 
										hacen, empero, por filosofía, sino por 
										incapacidad de responsabilizarse de sus 
										juicios. Dicen que éstos deben ser 
										relativos, aunque en lo íntimo de su 
										mollera creen infalibles sus opiniones. 
										No osan proclamar su propia suficiencia; 
										prefieren avanzar en la vida sin más 
										brújula que el éxito, ofreciendo el 
										flanco y bordejeando, esquivos a poner 
										la proa hacia el más leve obstáculo. Los 
										hombres rectos son objeto de su 
										acendrado rencor, pues con su rectitud 
										humillan a los oblicuos; pero éstos no 
										confiesan su cobardía y sonríen 
										servilmente a las miradas que los 
										torturan, aunque sienten el vejamen: se 
										contraen a estudiar los defectos de los 
										hombres virtuosos para filtrar pérfidos 
										venenos en el homenaje que a todas horas 
										están obligados a tributarles. Difaman 
										sordamente; traicionan siempre, como los 
										esclavos, como los híbridos que traen en 
										las venas sangre servil. Hay que temblar 
										cuando sonríen: vienen tanteando la 
										empuñadura de algún estilete oculto bajo 
										su capa.
										
										El hipócrita entibia toda amistad con 
										sus dobleces: nadie puede confiar en su 
										ambigüedad recalcitrante. Día por día 
										afloja sus anastomosis con las personas 
										que le rodean; su sensibilidad escasa 
										impídele caldearse en la ternura ajena 
										y. su afectividad va palideciendo como 
										una planta que no recibe sol, agostado 
										el corazón en un invierno prematuro. 
										Sólo piensa en sí mismo, y ésa es su 
										pobreza suprema. Sus sentimientos se 
										marchitan en los invernáculos de la 
										mentira y de la vanidad. Mientras los 
										caracteres dignos crecen en un perpetuo 
										olvido de su ayer y piensan en cosas 
										nobles para su mañana, los hipócritas se 
										repliegan sobre si mismos, sin darse, 
										sin gastarse, retrayéndose, 
										atrofiándose.
										
										Su falta de intimidades les impide toda 
										expansión, obsesionados por el temor de 
										que su conciencia moral asome a la 
										superficie.
										
										Saben que bastaría una leve brisa para 
										descorrer su livianísimo velo de virtud. 
										No pudiendo confiar en nadie, viven 
										cégando las fuentes de su propio 
										corazón: no sienten la raza, la patria, 
										la clase, la familia, ni la amistad, 
										aunque saben mentirlas para explotarlas 
										mejor. Ajenos a todo y a todos, pierden 
										el sentimiento de la solidaridad social, 
										hasta caer en sórdidas caricaturas del 
										egoísmo. El hipócrita mide su 
										generosidad por las ventajas que de ella 
										obtiene; concibe la beneficencia como 
										una industria lucrativa para su 
										reputación. Antes de dar, investiga si 
										tendrá notoriedad su donativo; figura en 
										primera línea en todas las suscripciones 
										públicas, pero no abriría su mano en la 
										sombra. Invierte su dinero en un bazar 
										de caridad, como si comprara acciones de 
										una empresa; eso no le impide ejercer la 
										usura en privado o sacar provecho del 
										hambre ajena. Su indiferencia al mal del 
										prójimo puede arrastrarle a 
										complicidades indignas. Para satisfacer 
										alguno de sus apetitos no vacilará ante 
										grises intrigas, sin preocuparse de que 
										ellas tengan consecuencias imprevistas. 
										Una palabra del hipócrita basta para 
										enemistar a dos amigos o para distanciar 
										a dos amante. Sus armas son poderosas 
										por lo invisibles; con una sospecha 
										falsa puede envenenar una felicidad, 
										destruir una armonía, quebrar , una 
										concordancia. Su apego a la mentira le 
										hace acoger benévolamente cualquier 
										infamia, desenvolviéndola hasta lo 
										infinito, subterráneamente, sin ver el 
										rumbo ni medir cuán hondo, tan 
										irresponsable como esas alimañas que 
										cavan al azar sus madrigueras, cortando 
										las raíces de las flores más delicadas.
										
										Indigno de la confianza ajena, el 
										hipócrita vive desconfiando de todos, 
										hasta caer en el supremo infortunio de 
										la susceptibilidad. Un terror ansioso le 
										acoquina frente a los hombres sinceros, 
										creyendo escuchar en cada palabra un 
										reproche merecido; no hay en ello 
										dignidad, sino remordimiento. En vano 
										pretendería engañarse a sí mismo, 
										confundiendo la susceptibilidad con la 
										delicadeza; aquélla nace del miedo y 
										ésta es hija del orgullo.
										
										Difieren como la cobardía y la 
										prudencia, como el cinismo y la 
										sinceridad. La desconfianza del 
										hipócrita es una caricatura de la 
										delicadeza del orgulloso. Este 
										sentimiento puede tornar susceptible al 
										hombre de méritos excelente toda vez que 
										desdeña dignidades cuyo precio es el 
										servilismo y cuyo camino es la 
										adulación; el hombre digno exige 
										entonces respeto para ese valor moral 
										que no manifiesta por los modos vulgares 
										de la protesta estéril, pero ello le 
										aparta para siempre de los hipócritas 
										domesticados. Es raro el caso. 
										Frecuentísima es, en cambio, la 
										susceptibilidad del hipócrita, que teme 
										verse desenmascarado por los sinceros.
										
										Sería extraño que conservara esa 
										delicadeza, única sobreviviente al 
										naufragio de las demás. El hábito de 
										fingir es incompatible con esos matices 
										del orgullo; la mentira es opaca a 
										cualquier resplandor de dignidad.
										
										La conducta de los tartufos no puede 
										conservarse adamantina; los expedientes 
										equívocos se encadenan hasta ahogar los 
										últimos escrúpulos.
										
										A fuerza de pedir a los demás sus 
										prejuicios, endeudándose moralmente con 
										la sociedad, pierden el temor de pedir 
										otros favores y bienes materiales, 
										olvidando que las deudas torpemente 
										acumuladas esclavizan al hombre. Cada 
										préstamo no devuelto es un nuevo eslabón 
										remachado a su cadena; se les hace 
										imposible vivir dignamente en una ciudad 
										donde hay calles que no pueden cruzar y 
										entre personas cuya mirada no sabrían 
										sostener. La mentira y la hipocresía 
										convergen a estos renunciamientos, 
										quitando al hombre su independencia. Las 
										deudas contraídas por vanidad o por 
										vicio obligan a fingir y engañar; el que 
										las acumula renuncia a toda dignidad.
										
										Hay otras consecuencias del tartufismo. 
										El hombre dúctil a la intriga se priva 
										del cariño ingenuo. Suele tener 
										cómplices, pero no tiene amigos; la 
										hipocresía no ata por el corazón, sino 
										por el interés. Los hipócritas, 
										forzosamente utilitarios y oportunistas, 
										están siempre dispuestos a traicionar 
										sus principios en homenaje a un 
										beneficio inmediato; eso les veda la 
										amistad con espíritus superiores. El 
										gentil hombre tiene siempre un enemigo 
										en ellos, pues la reciprocidad de 
										sentimientos sólo es posible entre 
										iguales; no puede entregarse nunca a su 
										amistad, pues acecharán la ocasión para 
										afrentarlo con alguna infamia, vengando 
										su propia inferioridad. La Bruyére 
										escribió una máxima imperecedera: "En la 
										amistad desinteresada hay placeres que 
										no pueden alcanzar los que nacieron 
										mediocres"; éstos necesitan cómplices, 
										buscándolos entre los que conocen esos 
										secretos resortes descritos como una 
										simple solidaridad en el mal. Si el 
										hombre sincero se entrega, ellos 
										aguardan la hora propicia para 
										traicionarlo; por eso la amistad es 
										difícil para los grandes espíritus y 
										éstos no prodigan su intimidad cuando se 
										elevan demasiado sobre el nivel común. 
										Los hombres eminentes necesitan disponer 
										de infinita sensibilidad y tolerancia 
										para entregarse; cuando lo hacen, nada 
										pone límites a su ternura y devoción.
										
										Entre nobles caracteres la amistad crece 
										despacio y prospera mejor cuando arraiga 
										en el reconocimiento de los méritos 
										recíprocos; entre hombres vulgares crece 
										inmotivadamente, pero permanece 
										raquítica, fundándose a menudo en la 
										complicidad del vicio o de la intriga. 
										Por eso la política puede crear 
										cómplices, pero nunca amigos; muchas 
										veces lleva a cambiar éstos por 
										aquéllos, olvidando que cambiarlos con 
										frecuencia equivale a no tenerlos. 
										Mientras en los hipócritas las 
										complicidades se extinguen con el 
										interés que las determina, en los 
										caracteres leales la amistad dura tanto 
										como los méritos que la inspiran.
										
										Siendo desleal, el hipócrita es también 
										ingrato. Invierte las fórmulas del 
										reconocimiento: aspira a la divulgación 
										de los favores que hace, sin ser por 
										ello sensible a los que recibe. 
										Multiplica por mil lo que da y divide 
										por un millón lo que acepta. Ignora la 
										gratitud virtud de elegidos, 
										inquebrantable cadena remachada para 
										siempre en los corazones sensibles por 
										los que saben dar a tiempo y cerrando 
										los ojos.
										
										A veces resulta ingrato sin saberlo, por 
										simple error de su contabilidad 
										sentimental. Para evitar la ingratitud 
										ajena sólo se le ocurre no hacer el 
										bien: cumple su decisión sin esfuerzo, 
										limitándose a practicar sus formas 
										ostensibles, en la proporción que puede 
										convenir a su sombra. Sus sentimientos 
										son otros: el hipócrita sabe que puede 
										seguir siendo honesto aunque practique 
										el mal con disimulo y con desenfado la 
										ingratitud.
										
										La psicología de Tartufo sería 
										incompleta si olvidáramos que coloca en 
										lo más hermético de sus tabernáculos 
										todo lo que anuncia el florecer de 
										pasiones inherentes a la condición 
										humana. Frente al pudor instintivo, 
										casto por definición, los hipócritas han 
										organizado un pudor convencional, 
										impúdico y corrosivo. La capacidad de 
										amar, cuyas efervescencias santifican la 
										vida misma, eternizándola, les parece 
										inconfesable, como si el contacto de dos 
										bocas amantes fuera menos natural que el 
										beso del sol cuando enciende las corolas 
										de las flores.
										
										Mantienen oculto y misterioso todo lo 
										concerniente al amor, como si el 
										convertirlo en delito no acicateara la 
										tentación de los castos; pero esa 
										pudibundez visible no les prohibe 
										ensayar invisiblemente las abyecciones 
										más torpes. Se escandalizan de la pasión 
										sin renunciar al vicio, limitándose a 
										disfrazarlo o encubrirlo. Encuentran que 
										el mal no está en las cosas mismas, sino 
										en las apariencias, formándose una moral 
										para sí y otra para los demás, como esas 
										casadas que presumen de honestas aunque 
										tengan tres amantes y repudian a la 
										doncella que ama a un solo hombre sin 
										tener marido.
										
										No tiene límites esta escabrosa frontera 
										de la hipocresía. Celosos catones de las 
										costumbres, persiguen las más puras 
										exhibiciones de belleza artística. 
										Pondrían una hoja de parra en la mano de 
										la Venus Medicea, como otrora injuriaron 
										telas y estatuas para velar las más 
										divinas desnudeces de Grecia y del 
										Renacimiento. Confunden la castísima 
										armonía de la belleza plástica con la 
										intención obscena que los asalta al 
										contemplarla. No advierten que la 
										perversidad está siempre en ellos, nunca 
										en la obra de arte.
										
										El pudor de los hipócritas es la peluca 
										de su calvicie moral.
										
										II. EL HOMBRE HONESTO:
										
										La mediocridad moral es impotencia para 
										la virtud la cobardía para el vicio. Si 
										hay mentes que parecen maniquíes 
										articulados con rutinas, abundan 
										corazones semejantes a mongolfieras 
										infladas de prejuicios. El hombre 
										honesto puede temer el crimen sin 
										admirar la santidad: es incapaz de 
										iniciativa para entrambos. La garra del 
										pasado ásele el corazón, estrujándole en 
										germen todo anhelo de perfeccionamiento 
										futuro. Sus prejuicios son los 
										documentos arqueológicos de la 
										psicología social: residuos de virtudes 
										crepusculares, supervivencias de morales 
										extinguidas.
										
										Las mediocracias de todos los tiempos 
										son enemigas del hombre virtuoso: 
										prefieren al honesto y lo encumbran como 
										ejemplo. Hay en ello implícito un error, 
										o mentira, que conviene disipar. 
										Honestidad no es virtud, aunque tampoco 
										sea vicio. Se puede ser honesto sin 
										sentir un afán de perfección; sobra para 
										ello con no ostentar el mal, lo que no 
										basta para ser virtuoso. Entre el vicio, 
										que es una acra, y la virtud, que es una 
										excelencia, fluctúa la honestidad.
										
										La virtud eleva sobre la moral 
										corriente: implica cierta aristocracia 
										del corazón, propia del talento moral; 
										el virtuoso se anticipa a alguna forma 
										de perfección futura y le sacrifica los 
										automatismos consolidados por el hábito.
										
										El honesto, en cambio, es pasivo, 
										circunstancia que le asigna un nivel 
										moral superior al vicioso, aunque 
										permanece por debajo de quien practica 
										activamente alguna virtud y orienta su 
										vida hacia algún ideal.
										
										Limitándose a respetar los prejuicios 
										que le asfixian, mide la moral con el 
										doble decímetro que usan sus iguales, a 
										cuyas fracciones resultan irreducibles 
										las tendencias inferiores de los 
										encanallados y las aspiraciones 
										conspicuas de los virtuosos.
										
										Si no llegara a asimilar los prejuicios, 
										hasta saturarse de ellos, la sociedad le 
										castigaría como delincuente por su 
										conducta deshonesta: si pudiera 
										sobreponérseles, su talento moral 
										ahondaría surcos dignos de imitarse. La 
										mediocridad está en no dar escándalo ni 
										servir de ejemplo.
										
										El hombre honesto puede practicar 
										acciones cuya indignidad sospecha, toda 
										vez que a ello se sienta constreñido por 
										la fuerza de los prejuicios, que son 
										obstáculos con que los hábitos 
										adquiridos estorban a las variaciones 
										nuevas. Los actos que ya son malos en el 
										juicio original de los virtuosos, pueden 
										seguir siendo buenos ante la opinión 
										colectiva.
										
										El hombre superior practica la virtud 
										tal como la juzga, eludiendo los 
										prejuicios que acoyundan a la masa 
										honesta; el mediocre sigue llamando bien 
										a lo que ya ha dejado de serlo, por 
										incapacidad de entrever el bien del 
										porvenir. Sentir con el corazón de los 
										demás equivale a pensar con cabeza 
										ajena.
										
										La virtud suele ser un gesto audaz, como 
										todo lo original; la honestidad es un 
										uniforme que se endosa resignadamente. 
										El mediocre teme a la opinión pública 
										con la misma obsecuencia con que el 
										zascandil teme al infierno; nunca tiene 
										la osadía de ponerse en contra de ella, 
										y menos cuando la apariencia del vicio 
										es un peligro ínsito en toda virtud no 
										comprendida. Renuncia a ella por los 
										sacrificios que implica.
										
										Olvida que no hay perfección sin 
										esfuerzo: sólo pueden mirar al sol de 
										frente los que osan clavar su pupila sin 
										temer la ceguera. Los corazones 
										menguados no cosechan rosas en su 
										huerto, por temor a las espinas; los 
										virtuosos saben que es necesario 
										exponerse a ellas para recoger las 
										flores mejor perfumadas.
										
										El honesto es enemigo del santo, como el 
										rutinario lo es del genio; a éste le 
										llama "loco" y al otro lo juzga 
										"amoral". Y se explica: los mide con su 
										propia medida, en que ellos no caben. En 
										su diccionario, cordura y "moral" son 
										los nombres que él reserva a sus propias 
										cualidades.
										
										Para su moral de sombras, el hipócrita 
										es honesto; el virtuoso y el santo, que 
										la exceden, parécenle "amorales", y con 
										esta calificación les endosa veladamente 
										cierta inmoralidad. Hombres de 
										pacotilla, diríanse hechos con retazos 
										de catecismos y con sobras de vergüenza: 
										el primer oferente los puede comprar a 
										bajo precio. A menudo mantiénense 
										honestos por conveniencia; algunas veces 
										por simplicidad, si el prurito de la 
										tentación no inquieta su tontería.
										
										Enseñan que es necesario ser como los 
										demás; ignoran que sólo es virtuoso el 
										que anhela ser mejor. Cuando nos dicen 
										al oído que renunciemos al ensueño e 
										imitemos al rebaño, no tienen valor de 
										aconsejarnos derechamente la apostasía 
										del propio ideal para sentarnos a rumiar 
										la merienda común.
										
										La sociedad predica: "no hagas mal y 
										serás honesto". El talento moral tiene 
										otras exigencias: "persigue una 
										perfección y serás virtuoso".
										
										La honestidad está al alcance de todos; 
										la virtud es de pocos elegi dos. El 
										hombre honesto aguanta el yugo a que le 
										uncen sus cómplices; el hombre virtuoso 
										se eleva sobre ellos con un golpe de 
										ala.
										
										La honestidad es una industria; la 
										virtud excluye el cálculo. No hay 
										diferencia entre el cobarde que moder a 
										sus acciones por miedo al castigo y el 
										codicioso que las activa por la 
										esperanza de una recompensa; ambos 
										llevan en partida doble sus cuentas 
										corrientes con los prejuicios sociales. 
										El que tiembla ante un peligro o 
										persigue una prebenda es indigno de 
										nombrar la virtud: por ésta se arriesgan 
										a la proscripción o la miseria. No 
										diremos por eso que el virtuoso es 
										infalible. Pero la virtud implica una 
										capacidad de rectificaciones 
										espontáneas, el reconocimiento leal de 
										los propios errores como una lección 
										para sí mismo y para los demás, la firme 
										rectitud de la conducta ulterior. El que 
										paga una culpa con muchos años de 
										virtud, es como si no hubiera pecado: se 
										purifica. En cambio, el mediocre no 
										reconoce sus yerros ni se avergüenza de 
										ellos, agravándolos con el impudor, 
										subrayándolos con la reincidencia, 
										duplicándolos con el aprovechamiento de 
										los resultados.
										
										Predicar la honestidad sería excelente 
										si ella no fuera un renunciamiento a la 
										virtud, cuyo norte es la perfección 
										incesante. Su elogio empaña el culto de 
										la dignidad y es la prueba más segura 
										del descenso moral de un pueblo. 
										Encumbrando al intérlope se afrenta al 
										severo; por el tolerable se olvida al 
										ejemplar. Los espíritus acomodaticios 
										llegan a aborrecer la firmeza y la 
										lealtad a fuerza de medrar con el 
										servilismo y la hipocresía.
										
										Admirar al hombre honesto es rebajarse; 
										adorarlo es envilecerse. Stendhal 
										reducía la honestidad a una simple forma 
										de miedo; conviene agregar que no es un 
										miedo al mal en sí mismo, sino a la 
										reprobación de los demás; por eso es 
										compatible con una total ausencia de 
										escrúpulos para todo acto que no tenga 
										sanción expresa o pueda permanecer 
										ignorado. " J'ai vu le fond de ce qu'on 
										appelle les honnétes gens: c'est hideux", 
										decía Talleyrand, preguntándose qué 
										sería de tales sujetos si el interés o 
										la pasión entraran en juego. Su temor 
										del vicio y su impotencia para la virtud 
										se equivalen. Son simples be neficiarios 
										de la mediocridad moral que les rodea. 
										No son asesinos, pero no son héroes; no 
										roban, pero no dan media capa al 
										desvalido; no son traidores, pero no son 
										leales; no asaltan en descubierto, pero 
										no defienden al asaltado; no violan 
										vírgenes, pero no redimen caídas; no 
										conspiran contra la sociedad, pero no 
										cooperan al común engrandecimiento.
										
										Frente a la honestidad hipócrita propia 
										de mentes rutitinarias y de caracteres 
										domesticados, existe una heráldica moral 
										cuyos blasones son la virtud y la 
										santidad. Es la antítesis de la tímida 
										obsecuencia a los prejuicios que 
										paraliza el corazón de los temperamentos 
										vulgares y degenera en esa apoteosis de 
										la frialdad sentimental que caracteriza 
										la irrupción de todas las burguesías. La 
										virtud quiere fe, entusiasmo, pasión, 
										arrojo: de ellos vive. Los quiere en la 
										intención y en las obras.
										
										No hay virtud cuando los actos 
										desmienten las palabras, ni cabe nobleza 
										donde la intención se arrastra. Por eso 
										la mediocridad moral es más nociva en 
										los hombres conspicuos y en las clases 
										privilegiadas. El sabio que traiciona su 
										verdad, el filósofo que vive fuera de su 
										moral y el noble que deshonra su cuna, 
										descienden a la más ignominiosa de las 
										villanías; son menos disculpables que, 
										cl truhán encenagado en el delito.
										
										Los privilegios de la cultura y del 
										nacimiento imponen al que los disfruta 
										una lealtad ejemplar para consigo mismo. 
										La nobleza que no está en nuestro afán 
										de perfección es inútil que perdure en 
										ridículos abolengos y pergaminos; noble 
										es el que revela en sus actos un respeto 
										por su rango y no el que alega su 
										alcurnia para justificar actos innobles. 
										Por la virtud, nunca por la honestidad, 
										se miden los valores de la aristocracia 
										moral.
										
										III. LOS TRÁNSFUGAS DE LA HONESTIDAD
										
										Mientras el hipócrita merodea en la 
										penumbra, el inválido moral se refugia 
										en la tiniebla. En el crepúsculo medra 
										el vicio, que la mediocridad ampara; en 
										la noche irrumpe el delito, reprimido 
										por leyes que la sociedad forja. Desde 
										la hipocresía consentida hasta el crimen 
										castigado, la transición es insensible; 
										la noche se incuba en el crepúsculo.
										
										De la honestidad convencional se pasa a 
										la infamia gradualmente, por matices 
										leves y concesiones sutiles. En eso está 
										el peligro de la conducta acomodaticia y 
										vacilante.
										
										Los tránsfugas de la moral son rebeldes 
										a la domesticación; desprecian la 
										prudente cobardía de Tartufo. Ignoran su 
										equilibrismo, no saben simular, agreden 
										los principios consagrados; y como la 
										sociedad no puede tolerarlos sin 
										comprometer su propia existencia, ellos 
										tienden sus guerrillas contra ese mismo 
										orden de cosas cuya custodia obsesiona a 
										los mediocres.
										
										Comparado con el inválido moral, el 
										hombre honesto parece una alhaja. Esa 
										distinción es necesaria; hay que hacerla 
										en su favor, seguros de que él la 
										reputará honrosa. Si es incapaz de 
										ideal, también lo es de crimen 
										desembozado; sabe disfrazar sus 
										instintos, encubre el vicio, elude el 
										delito penado por las leyes. En los 
										otros, en cambio, toda perversidad brota 
										a flor de piel, como una erupción 
										pustulosa; son incapaces de sostenerse 
										en la hipocresía, como los idiotas lo 
										son de embalsarse en la rutina. Los 
										honestos se esfuerzan por merecer el 
										purgatorio; los delincuentes se han 
										decidido por el infierno embistiendo sin 
										escrúpulos ni remordimientos contra la 
										armazón de prejuicios y leyes que la 
										sociedad les opone.
										
										Cada agregado humano cree que "la" 
										verdadera moral es "su moral", olvidando 
										que hay tantas como rebaños de hombres. 
										Se es infame, vicioso, honesto o 
										virtuoso, en el tiempo y en el espacio. 
										Cada "moral" es una medida oportuna y 
										convencional de los actos que 
										constituyen la conducta humana; no tiene 
										existencia esotérica, como no la tendría 
										la sociedad abstractamente considerada.
										
										Sus cánones son relativos y se 
										transforman obedeciendo al enmarañado 
										determinismo de la evolución social. En 
										cada ambiente y en cada época existe un 
										criterio medio que sanciona como buenos 
										o malos, honestos o delictuosos, 
										permitidos o inadmisibles, los actos 
										individuales que son útiles o nocivos a 
										la vida colectiva. En cada momento 
										histórico ese criterio es la 
										subestructura de la moral, variable 
										siempre.
										
										Los delincuentes son individuos 
										incapaces de adaptar su conducta a la 
										moralidad media de la sociedad en que 
										viven. Son inferiores; tienen el "alma 
										de la especie", pero no adquieren el 
										"alma social". Diver gen de la 
										mediocridad, pero en sentido opuesto a 
										los hombres excelentes, cuyas 
										variaciones originales determinan una 
										desadaptación evolutiva en el sentido de 
										la perfección.
										
										Son innúmeros. Todas las formas 
										corrosivas de la degeneración desfilan 
										en ese calidoscopio, como si al conjuro 
										de un maléfico exorcismo se convirtieran 
										en pavorosa realidad los más sórdidos 
										ciclos de un infierno dantesco: 
										parásitos de la escoria social, 
										fronterizos de la infamia, comensales 
										del vicio y de la deshonra, tristes que 
										se mueven acicateados por sentimientos 
										anormales, espíritus que sobrellevan la 
										fatalidad de herencias enfermizas y 
										sufren la carcoma inexorable de las 
										miserias ambientes.
										
										Irreductibles e indomesticables, aceptan 
										como un duelo permanente la vida en 
										sociedad. Pasan por nuestro lado 
										impertérritos y sombríos, llevando sobre 
										sus frentes fugitivas el estigma de su 
										destino involuntario y en los mudos 
										labios la mueca oblicua del que escruta 
										a sus semejantes con ojo enemigo. 
										Parecen ignorar que son las víctimas de 
										un complejo determinismo, superior a 
										todo freno ético; súmanse en ellos los 
										desequilibrios transfundidos por una 
										herencia malsana, las deformes 
										configuraciones morales plasmadas en el 
										medio social y las mil circunstancias 
										ineludibles que atraviésanse al azar en 
										su existencia.
										
										La ciénaga en que chapalean su conducta 
										asfixia los gérmenes posibles de todo 
										sentido moral, desarticulando los 
										últimos prejuicios que los vinculan al 
										solidario consocio de los mediocres. 
										Viven adaptados a una moral aparte, con 
										panoramas de sombrías perspectivas, 
										esquivando los valores luminosos y 
										escurriéndose entre las penumbras más 
										densas; fermentan en el agitado 
										aturdimiento de la grandes ciudades 
										modernas, retoñan en todas las grietas 
										del edificio social y conspiran 
										sordamente contra su estabilidad, ajenos 
										a las normase de conducta 
										características del hombre mediocre, 
										eminentemente conservador y 
										disciplinado. La imaginación nos permite 
										alinear sus torvas siluetas sobre un 
										lejano horizonte donde la lobreguez 
										crepuscular vuelca sus tonos violentos 
										de oro y de púrpura, de incendio y de 
										hemorragia: desfile de macabra legión 
										que marcha atropelladamente hacia la 
										ignominia.
										
										En esa pléyade anormal culminan los 
										fronterizos del delito, cuya virulencia 
										crece por su impunidad ante la ley.
										
										Su débil sentido moral les impide 
										conservar intachable su conducta, sin 
										caer por ello en plena delincuencia: son 
										los imbéciles de la honestidad, 
										distintos del idiota moral que rueda a 
										la cárcel. No son delincuentes. pero son 
										incapaces de mantenerse honestos; pobres 
										espíritus de carácter claudicante y 
										voluntad relajada, no saben poner vallas 
										seguras a los factores ocasionales, a 
										las sugestiones del medio, a la 
										tentación del lucro fácil, al contagio 
										imitativo. Viven solicitados por 
										tendencias opuestas, oscilando entre el 
										bien y el mal, como el asno de Buridán. 
										Son caracteres conformados minuto por 
										minuto en el molde inestable de las 
										circunstancias. Ora son auxiliares a 
										medias por incapacidad de ejecutar un 
										plan completo de conducta antisocial, 
										ora tienen suficiente astucia y 
										previsión para llegar al borde mismo del 
										manicomio y de la cárcel, sin caer. 
										Estos sujetos de moralidad incompleta, 
										larvada, accidental o alternante, 
										representan las etapas de la transición 
										entre la honestidad y el delito. la zona 
										de interferencia entre el bien y el mal, 
										socialmente considerados. Carecen del 
										equilibrismo oportunista que salva del 
										naufragio a otros mediocres.
										
										Un estigma irrevocable impídeles 
										conformar sus sentimientos a los 
										criterios morales de su sociedad. En 
										algunos es producto del temperamento 
										nativo; pululan en las cárceles y viven 
										como enemigos dentro de la sociedad que 
										los hospeda. En muchos la degeneración 
										moral es adquirida, fruto de la 
										educación; en ciertos casos deriva de la 
										lucha por la vida en un medio social 
										desfavorable a su esfuerzo; son 
										mediocres desorganizados, caídos en la 
										ciénaga por obra del azar, capaces de 
										comprender su desventura y avergonzarse 
										de ella, como la fiera que ha errado el 
										salto. En otros hay una inversión de los 
										valores éticos, una perturbación del 
										juicio que impide medir el bien y el mal 
										con el cartabón aceptado por la 
										sociedad: son invertidos morales; , 
										ineptos para estimar la honestidad y el 
										vicio. Inestables hay, por fin. cuyo 
										carácter revela una ausencia de sólidos 
										cimientos que los aseguren contra el 
										oscilante vaivén de los apremios 
										materiales y la alternativa inquietante 
										de las tentaciones deshonestas. Esos 
										inválidos no sienten la coerción social; 
										su moralidad inferior bordejea en el 
										vicio hasta el momento de encallar en el 
										delito.
										
										Estos inadaptables son moralmente 
										inferiores al hombre mediocre. Sus 
										matices son variados: actúan en la 
										sociedad como los insectos dañinos en la 
										naturaleza. El rebaño teme a esos 
										violadores de su hipocresía. Los 
										prudentes no les perdonan el impudor de 
										su infamia y organizan contra ellos una 
										compleja armazón defensiva de códigos, 
										jueces y prestigios; a través de siglos 
										y de siglos su esfuerzo ha sido 
										ineficaz. Constituyen una horda 
										extranjera y hostil dentro de su propio 
										terruño, audaz en la asechanza, embozada 
										en el procedimiento, infatigable en la 
										tramitación aleve de sus programas 
										trágicos. Algunos confían su vanidad al 
										filo de la cuchilla subrepticia, siempre 
										alerta para blandirla con fulgurante 
										presteza contra el corazón o la espalda; 
										otros deslizan furtivamente su ágil 
										garra sobre el oro o la lema que 
										estimulan su avidez con seducciones 
										irresistibles; éstos violentan, como 
										infantiles juguetes, los obstáculos con 
										que la prudencia del burgués custodia el 
										tesoro acumulado en interminables etapas 
										de ahorro y de sacrificio; aquéllos 
										denigran vírgenes inocentes para lucrar, 
										ofreciendo los encantos de su cuerpo 
										venusto a la insaciable lujuria de 
										sensuales y libertinos; muchos succionan 
										la entraña de la miseria, en 
										inverosímiles aritméticas de usura, como 
										tenias solitarias que nutren su 
										inextinguible voracidad en los jugos 
										icorosos del intestino social enfermo; 
										otros captan conciencias inexpertas para 
										explotar los riquísimos filones de la 
										ignorancia y el fanatismo.
										
										Todos son equivalentes en el desempeño 
										de su parasitaria función antisocial, 
										idénticos en la inadaptación de sus 
										sentimientos más elementales. Converge 
										en ellos una inveterada promiscuación de 
										instintos y de perversiones que hace de 
										cada conciencia una pústula, 
										arrastrándolos a malvivir del vicio y 
										del delito.
										
										Sea cual fuere, sin embargo, la 
										orientación de su inferioridad biológica 
										o social, encontramos una pincelada 
										común en todos los hombres que están 
										bajo el nivel de la mediocridad: la 
										ineptitud constante para adaptarse a las 
										condiciones que, en cada colectividad 
										humana, limitan la lucha por la vida. 
										Carecen de la aptitud que permite al 
										hombre mediocre imitar los prejuicios y 
										las hipocresías de la sociedad en que 
										vegeta.
										
										IV. FUNCIÓN SOCIAL DE LA VIRTUD
										
										La honestidad es una irritación; la 
										virtud es una originalidad. Solamente 
										los virtuosos poseen talento moral y es 
										obra suya cualquier ascenso hacia la 
										perfección; el rebaño se limita a seguir 
										sus huellas, incorporando a la 
										honestidad trivial lo que fue antes 
										virtud de pocos. Y siempre rebajándola.
										
										Hemos distinguido al delincuente del 
										honesto. Insistimos en que su honestidad 
										no es la virtud; él se esfuerza por 
										confundirlas, sabiendo que la segunda le 
										es inaccesible. La virtud es otra cosa. 
										Es activa; excede infinitamente en 
										variedad, en derechez, en coraje, a las 
										prácticas rutinarias que libran de la 
										infamia o de la cárcel.
										
										Ser honesto implica someterse a las 
										convenciones corrientes; ser virtuoso 
										significa a menudo ir contra ellas, 
										exponiéndose a pasar como enemigo de 
										toda moral el que lo es solamente de 
										ciertos prejuicios inferiores. Si el 
										sereno ateniense hubiera adulado a sus 
										conciudadanos, la historia helénica no 
										estaría manchada por su condena y el 
										sabio no habría bebido la cicuta; pero 
										no sería Sócrates. Su virtud consistió 
										en resistir los prejuicios de los demás. 
										Si pudiéramos vivir entre dignos y 
										santos, la opinión ajena podría 
										evitarnos tropiezos y caídas; pero es 
										cobardía, viviendo entre atartufados, 
										rebajarse al común nivel por miedo a 
										atraer sus iras. Hacer como todos puede 
										implicar avenirse a lo indigno; el 
										proceso moral tiene como condición 
										resistir al común descanso y adelantarse 
										a su tiempo, como cualquier otro 
										progreso.
										
										Si existiera una moral eterna y no 
										tantas morales cuantos son los pueblos 
										podría tomarse en serio la leyenda 
										bíblica del árbol cargado de frutos del 
										bien y del mal. Sólo tendríamos dos 
										tipos de hombres: el bueno y el malo, el 
										honesto y el deshonesto, el normal y el 
										inferior, el moral y el inmoral. Pero no 
										es así. Los juicios del valor se 
										transforman: el bien de hoy puede haber 
										sido el mal de ayer, el mal de hoy puede 
										ser el bien de mañana. Y viceversa. No 
										es el hombre moralmente mediocre el 
										honesto quien determina las 
										transformaciones de la moral. Son los 
										virtuosos y los santos, inconfundibles 
										con él. Precursores, apóstoles, 
										mártires, inventan formas superiores del 
										bien, las enseñan, las predican, las 
										imponen. Toda moral futura es un 
										producto de esfuerzos individuales, obra 
										de caracteres excelentes que conciben y 
										practican perfecciones inaccesibles al 
										hombre común. En eso consiste el talento 
										moral, que forja la virtud, y el genio 
										moral, que implica la santidad. Sin 
										estos hombres originales no se 
										concebiría la transformación de las 
										costumbres: conservaríamos los 
										sentimientos y pasiones de los 
										primitivos seres humanos. Todo ascenso 
										moral es un esfuerzo del talento 
										virtuoso hacia la perfección futura; 
										nunca inerte condescendencia para con el 
										pasado, ni simple acomodación al 
										presente.
										
										La evolución de las virtudes depende de 
										todos los factores morales e 
										intelectuales. El cerebro suele 
										anticiparse al corazón; pero nuestros 
										sentimientos influyen más intensamente 
										que nuestras ideas en la formación de 
										los criterios morales. El hecho es más 
										notorio en las sociedades que en los 
										individuos. Ha podido afirmarse que, si 
										resucitase un griego o un romano, su 
										cerebro permanecería atónito ante 
										nuestra cultura intelectual, pero su 
										corazón podría latir al unísono con 
										muchos corazones contemporáneos. Sus 
										ideas sobre el universo, el hombre y las 
										cosas contrastarían con las nuestras, 
										pero sus sentimientos ajustaríanse en 
										gran parte a las palpitaciones del 
										sentir moderno. En un sigo cambian las 
										ideas fundamentales de la ciencia y la 
										filoso fía: los sentimientos centrales 
										de la moral colectiva sólo sufren leves 
										oscilaciones, porque los atributos 
										biológicos de la especie humana varían 
										lentamente. Nos fuerzan a sonreír los 
										conocimientos infantiles de los 
										clásicos; pero sus sentimientos nos 
										conmueven, sus virtudes nos entusiasman, 
										sus héroes nos admiran y nos parecen 
										honrados por los mismos atributos que 
										hoy nos harían honrarlos. Entonces, como 
										ahora, los hombres ejemplares, aunque de 
										ideas opuestas, practicaban análogas 
										virtudes frente a los hipócritas de su 
										tiempo. El fondo varía poco; lo que se 
										transmuta incesantemente es la forma, el 
										juicio de valor que le confiere fuerza 
										ética.
										
										Hay, sin embargo, un progreso moral 
										colectivo. Muchos dogmatismos, que antes 
										fueron virtudes, son juzgados más tarde 
										como prejuicios. En cada momento 
										histórico coexisten virtudes y 
										prejuicios; el talento moral practica 
										las primeras; la honestidad se aferra a 
										los segundos. Los grandes virtuosos, 
										cada uno a su modo, combaten por lo 
										mismo, en la forma que su cultura y su 
										temperamento les sugieren. Aunque por 
										distintos caminos. y partiendo de 
										premisas racionales antagónicas, todos 
										se proponen mejorar al hombre: son 
										igualmente enemigos de los vicios de su 
										tiempo. Los virtuosos no igualan a los 
										santos; la sociedad opone demasiados 
										obstáculos a sus esfuerzos. Pensar la 
										perfección no implica practicarla 
										totalmente; basta el firme propósito de 
										marchar hacia ella. Los que piensan como 
										profetas pueden verse obligados a 
										proceder como filisteos en muchos de sus 
										actos. La virtud es una tensión real 
										hacia lo que se concibe como perfección 
										ideal.
										
										El progreso ético es lento, pero seguro. 
										La virtud arrastra y enseña; los 
										honestos se resignan a imitar alguna 
										parte de las excelencias que practican 
										los virtuosos. Cuando se afirma que 
										somos mejores que nuestros abuelos, sólo 
										quiere expresarse que lo somos ante 
										nuestra moral contemporánea. Fuera más 
										exacto decir que diferimos de ellos.
										
										Sobre las necesidades perennes de la 
										especie, organízanse conceptos de 
										perfección que varían a través de los 
										tiempos; sobre las necesidades 
										transitorias de cada sociedad se elabora 
										el arquetipo de virtud más útil a su 
										progreso. Mientras el ideal absoluto 
										permanece indefinido y ofrece escasas 
										oscilaciones en el curso de siglos 
										enteros, el concepto concreto de las 
										virtudes se va plasmando en las 
										variaciones reales de la vida social; 
										los virtuosos ascienden por mil senderos 
										hacia cumbres que se alejan, sin cesar, 
										hacia el infinito.
										
										Cada uno de los sentimientos útiles para 
										la vida humana engendra una virtud, una 
										norma de talento moral. Hay filósofos 
										que meditan durante largas noches 
										insomnes, sabios que sacrifican su vida 
										en los laboratorios, patriotas que 
										mueren por la libertad de sus 
										conciudadanos, altivos que renuncian 
										todo favor que tenga por precio su 
										dignidad, madres que sufren la miseria 
										custodiando el honor de sus hijos. El 
										hombre mediocre ignora esas virtudes; se 
										limita a cumplir las leyes por temor a 
										las penas que amenazan a quien las 
										viola, guardando la honra por no 
										arrastrar las consecuencias de perderla.
										
										V. LA PEQUEÑA VIRTUD Y EL TALENTO MORAL
										
										Así como hay una gama de intelectos, 
										cuyos tonos fundamentales son la 
										inferioridad, la mediocridad y el 
										talento aparte del idiotismo y el genio, 
										que ocupan sus extremos, hay también una 
										jerarquía moral representada por 
										términos equivalentes. En el fondo de 
										esas desigualdades hay una profunda 
										heterogeneidad de temperamentos. La 
										conformación a los catecismos ajenos 
										resulta fácil para los hombres débiles, 
										crédulos, timoratos, sin grandes deseos, 
										sin pasiones vehementes, sin necesidad 
										de independencia, sin irradiación de su 
										personalidad; es inconcebible, en 
										cambio, en las naturalezas idealistas y 
										fuertes, capaces de pasiones vivas, 
										bastante intelectuales para no dejarse 
										engañar por la mentira de los demás. 
										Aquéllos no sufren por la coacción moral 
										del rebaño, pues la hipocresía es su 
										clima propicio; éstos sufren, luchando 
										entre sus inclinaciones superiores y el 
										falseado concepto del deber que impone 
										la sociedad. Se ajustan a él los hombres 
										honestos, pero nunca se le esclaviza el 
										hombre moralmente superior. "Puede 
										acordársele dice Remy de Gourmont el 
										valor de una moda a la que uno se 
										resigna por no llamar la atención, pero 
										sin interesar el ser íntimo y sin 
										hacerle ningún sacrificio profundo".. En 
										esa disconformidad con la hipocresía 
										colectivamente organizada consiste la 
										virtud, que es individual, a la contra 
										de sus caricaturas colectivas: en la 
										caridad y en la beneficencia mundanas la 
										miseria de los corazones tristes 
										alimenta la vanidad de los cerebros 
										vacíos.
										
										Los temperamentos capaces de virtud 
										difieren por su intensidad. El primer 
										germen de perfección moral se manifiesta 
										en una decidida preferencia por el bien: 
										haciéndolo, enseñándolo, admirándolo. La 
										bondad es el primer esfuerzo hacia la 
										virtud; el hombre bueno, esquivo a las 
										condescendencias permitidas por los 
										hipócritas, lleva en sí una partícula de 
										santidad. El "buenismo" es la moral de 
										los pequeños virtuosos; su prédica es 
										plausible, siempre que enseñe a evitar 
										la cobardía, que es su peligro. Algunos 
										excesos de bondad no podrían 
										distinguirse del envilecimiento; hay 
										falta de justicia en la moral del perdón 
										sistemático.
										
										Está bien perdonar una vez y sería 
										inicuo no perdonar ninguna; pero el que 
										perdona dos veces se hace cómplice de 
										los malvados. No sabemos qué hubiera 
										hecho Cristo si le hubiesen abofeteado 
										la segunda mejilla que ofreció al que le 
										afrentaba la primera: los escolásticos 
										prefieren no discutir este problema.
										
										Enseñemos a perdonar; pero enseñemos 
										también a no ofender.
										
										Sería más eficiente. Enseñémoslo con el 
										ejemplo, no ofendiendo. Admitamos que la 
										primera vez se ofende por ignorancia; 
										pero creamos que la segunda suele ser 
										por villanía. El mal no se corrige con 
										la complacencia o la complicidad; es 
										nocivo como los venenos y debe 
										oponérsele antídotos eficaces: la 
										reprobación y el desprecio.
										
										Mientras los hipócritas recetan la 
										austeridad, reservando la indulgencia 
										para sí mismos, los pequeños virtuosos 
										prefieren la práctica del bien a su 
										prédica; evitan los sermones y enaltecen 
										su propia conducta. Para el prójimo 
										encuentran una disculpa, en la debilidad 
										humana o en la tentación del medio: "tout 
										comprendre c'est tout pardonner"; sólo 
										son severos consigo mismos. Nunca 
										olvidan sus propias culpas y errores; y 
										si no justifican las ajenas, tampoco se 
										preocupan de atormentarlas con su odio, 
										pues saben que el tiempo las castiga 
										fatalmente, por esa gravitación que 
										abisma a los perversos como si fueran 
										globos desinflados.
										
										Su corazón es sensible a las pulsaciones 
										de los demás, abriéndose a toda hora 
										para adulcir las penas de un 
										desventurado y previniendo sus 
										necesidades para ahorrarle la 
										humillación de pedir ayuda; hacen 
										siempre todo lo que pueden, poniendo en 
										ello tal afán que trasluce el deseo de 
										haber hecho más y mejor. Aprueban y 
										estimulan cualquier germen de cultura, 
										prodigando su aplauso a toda idea 
										original y compadeciendo a los 
										ignorantes sin reproches inoportunos: su 
										cor dialidad sincera con los espíritus 
										humildes no está corroída por la 
										urbanidad convencional.
										
										Esas pequeñas virtudes son usuales, de 
										aplicación frecuente, cotidiana; sirven 
										para distinguir al bueno del mediocre y 
										difieren tanto de la honestidad como el 
										buen sentido difiere del sentido común. 
										Importan una elevación sobre la 
										mediocridad; los que saben practicarlas 
										merecen los elogios que tan pródigamente 
										se les tributan. Desde Platón y Plutarco 
										está hecha su apología; ello no impide 
										su asidua reiteración por escritores que 
										glosan en estilo menos decisivo la 
										socorrida frase de Hugo: "Il se fait 
										beaucoup de grandes actions dans les 
										petites luttes. Il y a des bravoures 
										opiniatres et ignorées qui se défendent 
										pied á pied dans l'ombre contre 
										l'envahissement fatal des nécessités. 
										Noble et mistérieux triomphe qu'aucun 
										regard ne voit, qu'aucune renommée ne 
										paye, qu'aucune fanfare ne salue. La vie, 
										le malheur, l'isolement, l'abandon, la 
										pauvreté, sont des champs de bataille 
										que ont leurs héros; héros obscurs plus 
										grands parfois que les héros ilustres" 
										("Se hacen muchas grandes acciones en 
										las pequeñas luchas, hay muchas 
										intrepideces obstinadas e ignoradas que 
										se defienden palmo a palmo en la sombra 
										contra la invasión fatal de las 
										necesidades. Noble y misterioso triunfo 
										que ninguna mirada ve, que ninguna fama 
										paga, que ninguna fanfarria saluda.
										
										La vida, la desgracia, la soledad, el 
										abandono, la pobreza, son campos de 
										batalla que tienen sus héroes; héroes 
										oscuros algunas veces más grandes que 
										los ilustres)
										
										No olvidemos, sin embargo, que esas 
										virtudes son pequeñas; es grave error 
										oponerlas a las grandes. Ellas revelan 
										una loable tendencia, pero no pueden 
										compararse con el asiduo celo de 
										perfección que convierte la bondad en 
										virtud. Para esto se requiere cierta 
										intelectualidad superior; las mentes 
										exiguas no pueden concebir un gesto 
										trascendente y noble, ni sabría 
										ejecutarlo un carácter amorfo. A los que 
										dicen: "no hay tonto malo", podría 
										respondérseles que la incapacidad de mal 
										no es bondad. Aún está por resolverse el 
										antiguo litigio que proponía elegir 
										entre un imbécil bueno y un inteligente 
										malo; pero está seguramente resuelto que 
										la imbecilidad no es una presunción de 
										virtud, ni la inteligencia lo es de 
										perversidad. Ello no impide que muchos 
										necios protesten contra el ingenio y la 
										ilustración, glosando la paradoja de 
										Rousseau, hasta inferir de ella que la 
										escuela puebla las cárceles y que los 
										hombres más buenos son los torpes e 
										ignorantes.
										
										Mentira. Burda patraña esgrimida contra 
										la dignificación humana mediante la 
										instrucción pública, requisito básico 
										para el enaltecimiento moral. Sócrates 
										enseñó hace de esto algunos años que la 
										Ciencia y la Virtud se confunden en una 
										sola y misma resultante: la Sabiduría. 
										Para hacer el bien. basta verlo 
										claramente; no lo hacen los que no lo 
										ven; nadie sería malo sabiéndolo. El 
										hombre más inteligente y más ilustrado 
										puede ser el más bueno; "puede" serlo, 
										aunque no siempre lo sea. En cambio, el 
										torpe y el ignorante no pueden serlo 
										nunca, irremisiblemente.
										
										La moralidad es tan importante como la 
										inteligencia en la composición global 
										del carácter. Los más grandes espíritus 
										son los que asocian las luces del 
										intelecto con las magnificencias del 
										corazón. La grandeza del alma es 
										bilateral. Son raros esos talentos 
										completos; son excepcionales esos 
										genios. Los hombres excelentes brillan 
										por esta o aquella aptitud, sin 
										resplandecer en todas; hay asimismo 
										talentos en algún género intelectual, 
										que no lo son en virtud alguna, y 
										hombres virtuosos que no asombran por 
										sus dotes intelectuales.
										
										Ambas formas de talento, aunque 
										distintas y cada una multiforme, son 
										igualmente necesarias y merecen el mismo 
										homenaje. Pueden observarse aisladas; 
										suelen germinar al unísono en hombres 
										extraordinarios.
										
										Aisladas valen menos. La virtud es 
										inconcebible en el imbécil y el ingenio 
										es infecundo en el desvergonzado. La 
										subordinación de la moralidad a la 
										inteligencia es un renunciamiento de 
										toda dignidad; el más ingenioso de los 
										hombres sería detestable cuando pusiera 
										su ingenio al servicio de la rutina, del 
										prejuicio o del servilismo; sus triunfos 
										serían su vergüenza, no su gloria. Por 
										eso dijo Cicerón, ha muchos siglos: 
										"Cuanto más fino y culto es un hombre, 
										tanto más repulsivo y sospechoso se 
										vuelve si pierde su reputación le 
										honesto". (De offic., II, 9). Verdad es 
										que el tiempo perdona algunas culpas a 
										los genios y a los héroes, capaces de 
										exceder con el bien que hacen el mal que 
										no dejaren de hacer; pero ellos son 
										excepciones raras y en vida habría que 
										medir los con el criterio de la 
										posteridad: la trascendente magnitud de 
										su obra.
										
										Esas nociones suprimen algunos problemas 
										inocentes. como el de fallar si son 
										preferibles los que crean. inventan y 
										perfeccionan en las ciencias y en las 
										artes, o los que poseen un admirable 
										conjunto de energías morales que 
										impulsan a jugar el porvenir y la vida 
										en defensa de la dignidad y la justicia. 
										Entre los talentos intelectuales y los 
										talentos morales, estos últimos suelen 
										ser preferidos con razón, 
										conceptuándolos más necesarios. "El 
										talento superior es el talento moral", 
										ha escrito Smiles, glosando al 
										inagotable Mr. de la Palisse. De este 
										parangón está excluido a priori el 
										hombre mediocre, pues sólo tiene rutinas 
										en el cerebro y prejuicios en el 
										corazón.
										
										La apoteosis del tonto bueno encamínase, 
										evidentemente, a protestar, como lo 
										hacía Cicerón. contra los que pretenden 
										consentir al ingenio un absurdo derecho 
										a la inmoralidad. El sistema es 
										equívoco; igualmente injusto sería 
										desacreditar a los santos más ejemplares 
										fundándose en que existen simuladores de 
										la virtud.
										
										Es capcioso oponer el ingenio y la 
										moral, como términos inconciliables.
										
										¿Sólo podría ser virtuoso el rutinario o 
										el imbécil? ¿Sólo podría ser ingenioso 
										el deshonesto o el degenerado? La 
										humanidad debiera sonrojarse ante estas 
										preguntas. Sin embargo, ellas son 
										insinuadas por catequistas que adulan a 
										los tontos; buscando el éxito ante su 
										número infinito. El sofisma es sencillo. 
										De muchos grandes hombres se cuentan 
										anomalías morales o de carácter, que no 
										suelen contarse del mediocre o del 
										imbécil; luego, aquéllos son inmorales y 
										éstos son virtuosos.
										
										Aunque las premisas fuesen exactas, la 
										conclusión sería ilegítima.
										
										Si se concediera y es mentira que los 
										grandes ingenios son forzosamente 
										inmorales, no habría por qué otorgar a 
										los imbéciles el privilegio de la 
										virtud, reservado al talento moral.
										
										Pero la premisa es falsa. Si se cuentan 
										desequilibrios de los genios y no de los 
										papanatas, no es porque éstos sean faros 
										de virtud, sino por una razón muy 
										sencilla: la historia solamente se ocupa 
										de los primeros ignorando a los 
										segundos. Por un poeta alcoholista hay 
										diez millones de lechuguinos que beben 
										como él; por un filósofo uxorcida hay 
										cien mil uxoricidas que no son 
										filósofos; por un sabio experimentador, 
										cruel con un perro o una rana, hay una 
										incontable cohorte de cazadores que le 
										aventajan en impiedad. ¿Y qué dirá la 
										historia? Hubo un poeta alcoholista, un 
										filósofo uxoricida y un sabio cruel; los 
										millones de anónimos no tienen 
										biografía. Moreau de Tours equivocó el 
										rumbo; Lombroso se extravió; Nordau hizo 
										de la cuestión una simple polémica 
										literaria. No comulguemos con ruedas de 
										molino; la premisa es falsa. Los que 
										hemos visitado cien cárceles podemos 
										asegurar que había en ellas cincuenta 
										mil hombres de inteligencia inferior, 
										junto a cinco o veinte hombres de 
										talento. No hemos visto un solo hombre 
										de genio.
										
										Volvamos al sano concepto socrático, 
										hermanando la virtud y el ingenio, 
										aliados antes que adversarios. Una 
										elevada inteligencia es siempre propicia 
										al talento moral y éste es la condición 
										misma de la virtud. Sólo hay una cosa 
										más vasta, ejemplar, magnífica, el golpe 
										de ala que eleva hacia lo desconocido 
										hasta entonces, remontándonos a las 
										cimas eternas de esta aristocracia 
										moral: son los genios que enseñan 
										virtudes no practicadas hasta la hora de 
										sus profecías o que practican las 
										conocidas con intensidad extraordinaria. 
										Si un hombre encarrila en absoluto su 
										vida hacia un ideal, eludiendo o 
										constatando todas las contingencias 
										materiales que contra él conspiran, ese 
										hombre se eleva sobre el nivel mismo de 
										las más altas virtudes. Entra en la 
										santidad.
										
										VI. EL GENIO MORAL: LA SANTIDAD
										
										La santidad existe: los genios morales 
										son los santos de la humanidad.
										
										La evolución de los sentimientos 
										colectivos, representados por los 
										conceptos de bien y de virtud, se opera 
										por intermedio de hombres 
										extraordinarios. En ellos se resume o 
										polariza alguna tendencia inmanente del 
										continuo devenir moral. Algunos legislan 
										y fundan religiones, como Manú, 
										Confucio, Moisés y Buda, en 
										civilizaciones primitivas, cuando los 
										Estados son teocracias; otros predican y 
										viven su moral, como Sócrates, Zenón o 
										Cristo, confiando la suerte de sus 
										nuevos valores a la eficacia del 
										ejemplo; los hay, en fin, que transmutan 
										racionalmente las doctrinas, como 
										Antistenes, Epicuro o Spinoza.
										
										Sea cual fuere el juicio que a la 
										posteridad merezcan sus enseñanzas, 
										todos ellos son inventores, fuerzas 
										originales en la evolución del bien y 
										del mal, en la metamorfosis de las 
										virtudes. Son siempre hombres de 
										excepción, genios, los que la enseñan. 
										Los talentos morales perfeccionan o 
										practican de manera excelente esas 
										virtudes por ellos creadas; los 
										mediocres morales se concretan a 
										imitarlas tímidamente. Toda santidad es 
										excesiva, desbordante, obsesionadora, 
										obediente, incontrastable: es genio. Se 
										es santo por temperamento y no por 
										cálculo, por corazonadas firmes más que 
										por doctrinarismos racionales: así lo 
										fueron casi todos. La inflexible rigidez 
										del profeta o del apóstol, es simbólica; 
										sin ella no tendríamos la iluminada 
										firmeza del virtuoso ni la obediencia 
										disciplinada del honesto. Los santos no 
										son los factores prácticos de la vida 
										social, sino las masas que imitan 
										débilmente su fórmula. No fue Francisco 
										un instrumento eficaz de la 
										beneficencia, virtud cristiana que el 
										tiempo reemplazará por la solidaridad 
										social: sus efectos útiles son 
										producidos por innumerables individuos 
										que serían incapaces de practicarla por 
										iniciativa propia, pero que del exaltado 
										arquetipo reciben sugestiones, 
										tendencias y ejemplos, graduándolos, 
										difundiéndolos. El santo de Asís muere 
										de consunción, obsesionado por su 
										virtud. sin cuidarse de si mismo, y 
										entrega su vida a su ideal; los 
										mediocres que practican la beneficencia 
										por él practicada cumplen una 
										obligación, tibiamente, sin perturbar su 
										tranquilidad en holocausto a los demás.
										
										La santidad crea o renueva. "La 
										extensión y el desarrollo de los 
										sentimientos sociales y morales dijo 
										Eibot se han producido lentamente y por 
										obra de ciertos hombres que merecen ser 
										llamados inventores en moral. Esta 
										expresión puede sonar extrañamente a 
										ciertos oídos de gente imbuida de la 
										hipótesis de un conocimiento del bien y 
										del mal innato, universal, distribuido a 
										todos los hombres y en todos los 
										tiempos. Si en cambio se admite una 
										moral que se va haciendo, es necesario 
										que ella sea la creación, el 
										descubrimiento de un individuo o de un 
										grupo. Todo el mundo admite inventores 
										en geometría, en música, en las artes 
										plásticas. o mecánicas; pero también ha 
										habido hombres que por sus disposiciones 
										naturales eran muy superiores a sus 
										contemporáneos y han sido promotores, 
										iniciadores. Es importante observar que 
										la concepción teórica de un ideal moral 
										más elevado, de una etapa a pasar, no 
										basta; se necesita una emoción poderosa 
										que haga obrar y, por contagio, 
										comunique a los otros su propio élan. El 
										avance es proporcional a lo que se 
										siente y no a lo que se piensa".
										
										Por eso el genio moral es incompleto 
										mientras, no actúa; la simple visión de 
										ideales magníficos no implica la 
										santidad, que está en el ejemplo, más 
										bien que en la doctrina, siempre que 
										implique creación original. Los 
										titulados santos de ciertas religiones 
										rara vez son creadores son simples 
										virtuosos o alucinados, a quienes el 
										interés del culto y la política 
										eclesiástica han atribuido una santidad 
										nominal. En la historia del sentimiento 
										religioso sólo son genios los que fundan 
										o transmutan, pero de ninguna manera los 
										que organizan órdenes, establecen 
										reglas, repiten un credo, practican una 
										norma o difunden un catecismo.
										
										El santoral católico es irrisorio. Junto 
										a pocas vidas que merecen la hagiografía 
										de un Fra Domenico Cavalca, muchas hay 
										que no interesan al moralista ni al 
										psicólogo; numerosas tientan la 
										curiosidad de los alienistas y otras 
										sólo revelan el interesado homenaje de 
										los concilios al fanatismo localista de 
										ciertos rebaños industrioso.
										
										Pongamos más alta la santidad: donde 
										señale una orientación inconfundible en 
										la historia de la moral. Cada hora de la 
										humanidad tiene un clima, una atmósfera 
										y una temperatura, que sin cesar varían. 
										Cada clima es propicio al florecimiento 
										de ciertas virtudes; cada atmósfera se 
										carga de creencias que señalan su 
										orientación intelectual; cada 
										temperatura marca los grados de fe con 
										que se acentúan determinados ideales y 
										aspiraciones. Una humanidad que 
										evoluciona no puede tener ideales 
										inmutables, sino incesantemente 
										perfectibles, cuyo poder de 
										transformación sea infinito como la 
										vida. Las virtudes del pasado no son las 
										virtudes del presente; los santos de 
										mañana no serán los mismos de ayer. Cada 
										momento de la historia requiere cierta 
										forma de santidad que sería estéril si 
										no fuera oportuna, pues las virtudes se 
										van plasmando en las variaciones de la 
										vida social.
										
										En el amanecer de los pueblos, cuando 
										los hombres viven luchando a brazo 
										partido con la naturaleza avara, es 
										indispensable ser fuertes y valientes 
										para imponer la hegemonía o asegurar la 
										libertad del grupo; entonces la cualidad 
										suprema es la excelencia física y la 
										virtud del coraje se transforma en culto 
										de héroes, equiparados a los dioses.
										
										La santidad está en el heroísmo.
										
										En las grandes crisis de renovación 
										moral, cuando la apatía o la decadencia 
										amenazan disolver un pueblo o una raza, 
										la virtud excelente entre todas es la 
										integridad del carácter, que permite 
										vivir o morir por un ideal fecundo para 
										el común engrandecimiento. La santidad 
										está en el apostolado.
										
										En las plenas civilizaciones más sirve a 
										la humanidad el que descubre una nueva 
										ley de la naturaleza, o enseña a dominar 
										alguna de sus fuerzas, que quien culmina 
										por su temperamento de héroe o de 
										apóstol.
										
										Por eso el prestigio rodea a las 
										virtudes intelectuales: la santidad está 
										en la sabiduría. Los ideales éticos no 
										son exclusivos del sentimiento 
										religioso; no lo es la virtud; ni la 
										santidad. Sobre cada sentimiento pueden 
										ellos florecer. Cada época tiene sus 
										ideales y sus santos: héroes, apóstoles 
										o sabios. Las naciones llegadas a cierto 
										nivel de cultura santifican en sus 
										grandes pensadores a los portaluces y 
										heraldos de su grandeza espiritual. Si 
										el ejemplo supremo para los que combaten 
										lo dan los héroes y para los que creen 
										los apóstoles, para los que piensan lo 
										dan los filósofos.
										
										En la moral de las sociedades que se 
										forman, culminan Alejandro, César o 
										Napoleón; y cuando se renuevan, 
										Sócrates. Cristo o Bruno; pero llega un 
										momento en que los santos se llaman 
										Aristóteles, Bacon y Goethe. La santidad 
										varía a compás del ideal.
										
										Los espíritus cultos conciben la 
										santidad en los pensadores, tan luminosa 
										como en los héroes y en los apóstoles; 
										en las sociedades modernas el "santo" es 
										un anticipo visionario de teoría o 
										profeta de hechos que la posteridad 
										confirma, aplica o realiza. Se comprende 
										que, a sus horas, haya santidad en 
										servir a un ideal en los campos de 
										batalla o desafiando la hipocresía como 
										en los supremos protagonistas de una 
										Iíada o de un Evangelio; pero también es 
										santo, de otros ideales, el poeta, el 
										sabio o el filósofo que viven eternos en 
										su Divina comedia, en su Novum organum o 
										en su Origen de las especies. Si es 
										difícil mirar un instante la cara de la 
										muerte que amenaza paralizar nuestro 
										brazo, lo es más resistir toda una vida 
										los principios y rutinas que amenazan 
										asfixiar nuestra inteligencia.
										
										Entre nieblas que alternativamente se 
										espesan y se disipan, la humanidad 
										asciende sin reposo hacia remotas 
										cumbres. Los más las ignoran; pocos 
										elegidos pueden verlas y poner allí su 
										ideal, aspirando aproximársele. 
										Orientadas por la exigua constelación de 
										visionarios, las generaciones remontan 
										desde la rutina hacia Verdades cada vez 
										menos inexactas y desde el prejuicio 
										hacia las Virtudes cada vez menos 
										imperfectas. Todos los caminos de la 
										santidad conducen hacia el punto 
										infinito que marca su imaginaria 
										convergencia.
																				
																				 
																				CAPÍTULO IV
										
										LOS CARACTERES MEDIOCRES
										
										I. Hombres y sombras. - II. La 
										domesticación de los mediocres. - III. 
										La vanidad. - IV. La dignidad.
										
										I. HOMBRES Y SOMBRAS
										
										Desprovistos de alas y de penacho, los 
										caracteres mediocres son incapaces de 
										volar hasta una cumbre o de batirse 
										contra un rebaño. Su vida es perpetua 
										complicidad con la ajena. Son hueste 
										mercenaria del primer hombre firme que 
										sepa uncirlos a su yugo. Atraviesan el 
										mundo cuidando su sombra e ignorando su 
										personalidad. Nunca llegan a 
										individualizarse: ignoran el placer de 
										exclamar "yo soy", frente a los demás.
										
										No existen solos. Su amorfa estructura 
										los obliga a borrarse en una raza, en un 
										pueblo, en un partido, en una secta, en 
										una bandería: siempre a embadurnarse de 
										otros. Apuntalan todas las doctrinas y 
										prejuicios, consolidados a través de 
										siglos. Así medran. Siguen el camino de 
										las menores resistencias, nadando a 
										favor de toda corriente y variando con 
										ella; en su rodar aguas abajo no hay 
										mérito: es simple incapacidad de nadar 
										aguas arriba. Crecen porque saben 
										adaptarse a la hipocresía social, como 
										las lombrices a la entraña.
										
										Son refractarios a todo gesto digno; le 
										son hostiles. Conquistan honores y 
										alcanzan "dignidades", en plural; han 
										inventado el inconcebible plural del 
										honor y de la dignidad, por definición 
										singulares e inflexibles. Viven de los 
										demás y para los demás: sombras de una 
										grey, su existencia es el accesorio de 
										focos que la proyectan. Carecen de luz, 
										de arrojo, de fuego, de emoción. Todo 
										es, en ellos, prestado. Los caracteres 
										excelentes ascienden a la propia 
										dignidad nadando contra todas las 
										corrientes rebajadoras, cuyo reflujo 
										resisten con tesón.
										
										Frente a los otros se les reconoce de 
										inmediato, nunca borrados por esa 
										brumazón moral en que aquéllos se 
										destiñen. Su personalidad es todo brillo 
										y arista:
										
										Firmeza y luz, como cristal de roca, 
										breves palabras que sintetizan su 
										definición perfecta. No la dieron mejor 
										Teofrasto o Bruyére. Han creado su vida 
										y servido un Ideal, perseverando en la 
										ruta, sintiéndose dueños de sus 
										acciones, templándose por grandes 
										esfuerzos: seguros en sus creencias, 
										leales a sus afectos. fieles a su 
										palabra. Nunca se obstinan en el error, 
										ni traicionan jamás a la verdad. Ignoran 
										el impudor de la inconstancia y la 
										insolencia de la ingratitud. Pujan 
										contra los obstáculos y afrontan las 
										dificultades.
										
										Son respetuosos en la victoria y se 
										dignifican en la derrota como si para 
										ellos la belleza estuviera en la lid y 
										no en su resultado. Siempre, 
										invariablemente, ponen la mirada alto y 
										lejos; tras lo actual fugitivo divisan 
										un Ideal más respetable cuanto más 
										distante. Estos optimates son contados; 
										cada uno vive por un millón. Poseen una 
										firme línea moral que les sirve de 
										esqueleto o armadura. Son alguien. Su 
										fisonomía es la propia y no puede ser de 
										nadie más; son inconfundibles, capaces 
										de imprimir su sello indeleble en mil 
										iniciativas fecundas. Las gentes 
										domesticadas los temen, como la llaga al 
										cauterio; sin advertirlo, empero, los 
										adoran con su desdén. Son los verdaderos 
										amos de la sociedad, los que agreden el 
										pasado y preparan el porvenir, los que 
										destruyen y plasman. Son los actores del 
										drama social, con energía inagotable. 
										Poseen el don de resistir a la rutina y 
										pueden librarse de su tiranía 
										niveladora. Por ellos la Humanidad vive 
										y progresa. Son siempre excesivos; 
										centuplican las cualidades que los demás 
										sólo poseen en germen. La hipertrofia de 
										una idea o de una pasión los hace 
										inadaptables d su medio, exagerando su 
										pujanza; mas, para la sociedad, realizan 
										una función armónica y vital. Sin ellos 
										se inmovilizaría el progreso humano, 
										estancándose como velero sorprendido en 
										alta mar por la bonanza. De ellos, 
										solamente de ellos, suelen ocuparse la 
										historia y el arte, interpretándolos 
										como arquetipos de la Humanidad.
										
										El hombre que piensa con su propia 
										cabeza y la sombra que refleja los 
										pensamientos ajenos, parecen pertenecer 
										a mundos distintos.
										
										Hombres y sombras: difieren como el 
										cristal y la arcilla.
										
										El cristal tiene una forma 
										preestablecida en su propia composición 
										química; cristaliza en ella o no, según 
										los casos; pero nunca tomará otra forma 
										que la propia. Al verlo sabemos que lo 
										es, inconfundiblemente. De igual manera 
										que el hombre superior es siempre uno, 
										en sí, aparte de los demás. Si el clima 
										le es propicio conviértese en núcleo de 
										energías sociales, proyectando sobre el 
										medio sus características propias, a la 
										manera del cristal que en una solución 
										saturada provoca nuevas cristalizaciones 
										semejantes a sí mismo, creando formas de 
										su propio sistema geométrico. La 
										arcilla, en cambio, carece de forma 
										propia y toma la que le imprimen las 
										circunstancias exteriores, los seres que 
										la presionan o las cosas que la rodean; 
										conserva el rastro de todos los surcos y 
										el hoyo de todos los dedos, como la 
										cera, como la masilla; será cúbica, 
										esférica o piramidal, según la modelen.
										
										Así los caracteres mediocres: sensibles 
										a las coerciones del medio en que viven, 
										incapaces de servir una fe o una pasión. 
										Las creencias son el soporte del 
										carácter; el hombre que las posee firmes 
										y elevadas, lo tiene excelente. Las 
										sombras no creen. La personalidad está 
										en perpetua evolución y el carácter 
										individual es su delicado instrumento; 
										hay que templarlo sin descanso en las 
										fuentes de la cultura y del amor. Lo que 
										heredamos implica cierta fatalidad, que 
										la educación corrige y orienta. Los 
										hombres están predestinados a conservar 
										su línea propia entre las presiones 
										coercitivas de la sociedad; las sombras 
										no tienen resistencia, se adaptan a las 
										demás hasta desfigurarse, 
										domesticándose. El carácter se expresa 
										por actividades que constituyen la 
										conducta. Cada ser humano tiene el 
										correspondiente a sus creencias; si es 
										"firmeza y luz", como dijo el poeta, la 
										firmeza está en los sólidos cimientos, 
										de su cultura y la luz en su elevación 
										moral.
										
										Los elementos intelectuales no bastan 
										para determinar su orientación; la 
										febledad del carácter depende tanto de 
										la consistencia moral como de aquellos, 
										o más. Sin algún ingenio, es imposible 
										ascender por los senderos de la virtud; 
										sin alguna virtud son inaccesibles los 
										del ingenio. En la acción van de 
										consuno. La fuerza de las creencias está 
										en no ser puramente racionales; pensamos 
										con el corazón y con la cabeza. Ellas no 
										implican un conocimiento exacto a de la 
										realidad; son simples juicios a su 
										respecto, susceptibles de ser corregidos 
										o reemplazados.
										
										Son instrumentos actuales; cada creencia 
										es una opinión contingente y 
										provisional. Todo juicio implica una 
										afirmación. Toda negación es, en sí 
										mismo, afirmativa; negar es afirmar una 
										negación. La actitud es idéntica: se 
										cree lo que se afirma o se niega. Lo 
										contrario de la afirmación no es la 
										negación, es la duda. Para afirmar o 
										negar es indispensable creer. Ser 
										alguien es creer intensamente; pensar es 
										creer; amar es creer; odiar es creer; 
										vivir es creer. Las creencias son los 
										móviles de toda actividad humana. No 
										necesitan ser verdades: creemos con 
										anterioridad a todo razonamiento y cada 
										nueva noción es adquirida a través de 
										creencias ya preformadas.
										
										La duda debiera ser más común, 
										escaseando los criterios de certidumbre 
										lógica; la primera actitud, sin embargo, 
										es una adhesión a lo que se presenta a 
										nuestra experiencia. La manera primitiva 
										de pensar las cosas consiste en creerlas 
										tales como las sentimos; los niños, los 
										salvajes, los ignorantes y los espíritus 
										débiles son accesibles a todos los 
										errores, juguetes frívolos de las 
										personas, las cosas y las 
										circunstancias. Cualquiera desvía los 
										bajeles sin gobierno. Esas creencias son 
										como los clavos que se meten de un solo 
										golpe; las convicciones firmes entran 
										como los tornillos, poco a poco, a 
										fuerza de observación y de estudio.
										
										Cuesta más trabajo adquirirlas; pero 
										mientras los clavos ceden al primer 
										estrujón vigoroso, los tornillos 
										resisten y mantienen de pie la 
										personalidad. El ingenio y la cultura 
										corrigen las fáciles ilusiones 
										primitivas y las rutinas impuestas por 
										la sociedad al individuo: la amplitud 
										del saber permite a los hombres formarse 
										ideas propias. Vivir arrastrado por las 
										ajenas equivale a no vivir. Los 
										mediocres son obra de los demás y están 
										en todas partes: manera de no ser nadie 
										y no estar en ninguna.
										
										Sin unidad no se concibe un carácter. 
										Cuando falta, el hombre es amorfo o 
										inestable; vive zozobrando como frágil 
										barquichuelo en un océano. Esa unidad 
										debe ser efectiva en el tiempo; depende, 
										en gran parte, de la coordinación de las 
										creencias. Ellas son fuerzas dinamógenas 
										y activas, sintetizadoras de la 
										personalidad. La historia natural del 
										pensamiento humano sólo estudia 
										creencias, no certidumbres. La especie, 
										las razas, las naciones, los partidos, 
										los f! grupos, son animados por 
										necesidades materiales que los 
										engendran, más o menos conformes a la 
										realidad, pero siempre determinantes de 
										su acción. Creer es la forma natural de 
										pensar para vivir.
										
										La unidad de las creencias permite a los 
										hombres obrar de acuerdo con el propio 
										pasado: es un hábito de independencia y 
										la condición del hombre libre, en el 
										sentido relativo que el determinismo 
										consiente.
										
										Sus actos son ágil es y rectilíneos, 
										pueden preverse en cada circunstancia; 
										siguen sin vacilaciones un camino 
										trazado: todo concurre a que custodien 
										su dignidad y se formen un ideal. 
										Siempre están prontos para el esfuerzo y 
										lo realizan sin zozobra. Se sienten 
										libres cuando rectifican sus yerros y 
										más libres aún al manejar sus pasiones. 
										Quieren ser independientes de, todos, 
										sin que ello les impida ser tolerantes: 
										el precio de su libertad no lo ponen en 
										la sumisión de los demás.
										
										Siempre hacen lo que quieren, pues sólo 
										quieren lo que está en sus fuerzas 
										realizar. Saben pulir la obra de sus 
										educadores y nunca creen terminada la 
										propia cultura. Diríase que ellos mismos 
										se han hecho como son, viéndoles 
										recalcar en todos los actos el propósito 
										de asumir su responsabilidad.
										
										Las creencias del Hombre son hondas, 
										arraigadas en vasto saber; le sirven de 
										timón seguro para marchar por una ruta 
										que él conoce y no oculta a los demás; 
										cuando cambia de rumbo es porque sus 
										creencias de la Sombra son surcos arados 
										en el agua; cualquier ventisca las 
										desvía; su opinión es tornadiza como 
										veleta y sus cambios obedecen a 
										solicitaciones groseras de conveniencias 
										inmediatas. Los Hombres evolucionan 
										según varían sus creencias y pueden 
										cambiarlas mientras siguen aprendiendo; 
										las Sombras acomodan las propias a sus 
										apetitos y pretenden encubrir la 
										indignidad con el nombre de evolución. 
										Si dependiera de ellas, esta última 
										equivaldría a desequilibrio o 
										desvergüenza; muchas veces a traición.
										
										Creencias firmes, conducta firme. Ése es 
										el criterio para apreciar el carácter: 
										las obras. Lo dice el bíblico poema: 
										ludicaberis ex operibus vestris, seréis 
										juzgados por vuestras obras. ¡Cuántos 
										hay que parecen hombres y sólo valen por 
										las posiciones alcanzadas en las piaras 
										mediocráticas! Vistos de cerca, 
										examinadas sus obras, son menos que 
										nada, valores negativos. Sombras.
										
										II. LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES
										
										Gil Blas de Santillana es una sombra: su 
										vida entera es un proceso continuo de 
										domesticación social. Si alguna línea 
										propia permitía diferenciarle de su 
										rebaño, todo el estercolero social se 
										vuelca sobre él para borrarla, 
										complicando su insegura unidad en una 
										cifra inmensa. El rebaño le ofrece 
										infinitas ventajas. No sorprende que él 
										la acepte a cambio de ciertos 
										renunciamientos compatibles con su 
										estructura moral. No le exige cosas 
										inverosímiles; bástale su 
										condescendencia pasiva, su alma de 
										siervo. Mientras los hombres resisten 
										las tentaciones, las sombras resbalan 
										por la pendiente; si alguna partícula de 
										originalidad les estorba, la eliminan 
										para confundirse mejor en los demás. 
										Parecen sólidas y se ablandan, ásperas y 
										se suavizan, ariscas y se amansan, 
										calurosas y se entibian, 
										resplandecientes y se opacan, ardientes 
										y se apaciguan, viriles y se afeminan, 
										erguidas y se achatan. Mil sórdidos 
										lazos las acechan desde que toman 
										contacto con sus símiles: aprenden a 
										medir sus virtudes y a practicarlas con 
										parsimonia. Cada apartamiento les cuesta 
										un desengaño, cada desvío les vale una 
										desconfianza. Amoldan su corazón a los 
										prejuicios y su inteligencia a las 
										rutinas: la domesticación les facilita 
										la lucha por la vida.
										
										La mediocridad teme al digno y adora al 
										lacayo. Gil Blas le encanta; simboliza 
										al hombre práctico que de toda situación 
										saca partido y en toda villanía tiene 
										provecho. Persigue a Stockmann, el 
										enemigo del pueblo, con todo afán como 
										pone en admirar a Gil Blas: le recoge en 
										la cueva de bandoleros y le encumbra 
										favorito en las cortes. Es un hombre de 
										corcho: flota. Ha sido salteador, 
										alcahuete, ratero, prestamista, asesino, 
										estafador, fementido, ingrato, 
										hipócrita, traidor, político; tan varios 
										encenagamientos no le impiden ascender y 
										otorgar sonrisas desde su comedero. Es 
										perfecto en su género. Su secreto es 
										simple: es un animal doméstico. Entra al 
										mundo como siervo y sigue siendo servil 
										hasta la muerte, en todas las 
										circunstancias y situaciones: nunca 
										tiene un gesto altivo, jamás acomete de 
										frente un obstáculo.
										
										El buen lenguaje clásico llamaba 
										doméstico a todo hombre que servía. Y 
										era justo. El hábito de la servidumbre 
										trae consigo sentimientos de 
										domesticidad, en los cortesanos lo mismo 
										que en los pueblos.
										
										Habría que copiar por entero el 
										elocuente Discurso sobre la servidumbre 
										voluntaria, escrito por La Boetie en su 
										adolescencia y cubierto de gloria por el 
										admirativo elogio de Montaigne. Desde él 
										miles de páginas fustigan la 
										subordinación a los dogmatismos 
										sociales. al acatamiento incondicional 
										de los prejuicios admitidos. el respeto 
										de las jerarquías adventicias. la 
										disciplina ciega a la imposición 
										colectiva, el homenaje decidido a todo 
										lo que representa el orden vigente. la 
										sumisión sistemática a la voluntad de 
										los poderosos: todo lo que; refuerza la 
										domesticación y tiene por consecuencia 
										inevitable el servilismo.
										
										Los caracteres excelentes son 
										indomesticables: tienen su norte puesto 
										en su Ideal. Su "firmeza" los sostiene; 
										su "luz" los guía. Las sombras, en 
										cambio, degeneran. Fácilmente se licua 
										la cera; jamás el cristal pierde su 
										arista. Los mediocres encharcan su 
										sombra cuando el medio los instiga; los 
										superiores se encumbran en la misma 
										proporción en que se rebaja su ambiente. 
										En la dicha y en la adversidad, amando y 
										depreciando, entre risas y entre 
										lágrimas, cada hombre firme tiene un 
										modo peculiar decomportarse, que es su 
										síntesis: su carácter. Las sombras no 
										tienen esa unidad de conducta que 
										permite prever el gesto en todas las 
										ocasiones.
										
										Para Zenón, el estoico, el carácter es 
										fuente de la vida y manan de él todas 
										nuestras acciones. Es buen decir, pero 
										impreciso. En sus definiciones los 
										moralistas no concuerdan con los 
										psicólogos: aquéllos catonizan como 
										predicadores. c y éstos describen como 
										naturalistas. El carácter es una 
										síntesis: hay que insistir en ello. Es 
										un exponente de toda la personalidad y 
										no de algún elemento aislado. En los 
										mismos filósofos, que desarrollan sus 
										aptitudes de modo parcial, el carácter 
										parecería depender exclusivamente de 
										condiciones intelectuales; vano error, 
										pues su conducta es el trasunto de cien 
										otros factores. Pensar es vivir. Todo 
										ideal humano implica una asociación 
										sistemática de la moral y de la 
										voluntad, haciendo converger a su objeto 
										los más vehementes anhelos de 
										perfección. El investigador de una 
										verdad se sobrepone a la sociedad en que 
										vive: trabaja para ésta y piensa por 
										todos, anticipándose, contrariando sus 
										rutinas. Tiene una personalidad social, 
										adaptada para las funciones que no puede 
										ejercitar en una ermita; pero sus 
										sentimientos sociales no le imponen 
										complicidad en lo turbio. En su 
										anastomosis con los demás conserva 
										libres el corazón y el cerebro mediante 
										algo propio que nunca sedesorienta: el 
										que posee un carácter no se domestica.
										
										Gil Blas medra entre los hombres desde 
										que la humanidad existe; han protestado 
										contra él los idealistas de todos los 
										tiempos. Los románticos, envueltos en 
										sublime desdén, han enfestado contra los 
										temperamentos serviles: Musset, por boca 
										de Lorenzaccio, estruja con palabras 
										irrelevantes la cobardía de los pueblos 
										avenidos a la servidumbre.
										
										Y no le van en zaga los individualistas, 
										cuyo más alto vuelo lírico alcanzara 
										Nietzsche: sus más hermosas páginas son 
										un código de moral antimediocre, una 
										exaltación de cualidades inconciliables 
										con la disciplina social. El espíritu 
										gregario, por él acerbamente fustigado, 
										tiene ya directores elocuentísimos, que 
										exhiben las solidarias complicaciones 
										con que los medrosos resisten las 
										iniciativas de las audaces, agrupándose 
										en modos diversos según sus intereses de 
										clase, jerarquía o funciones. Donde hubo 
										esclavos y siervos se plasmaron 
										caracteres serviles. Vencido el hombre, 
										no lo mataban: lo hacían trabajar en 
										provecho propio. Sujeto al yugo. 
										tembloroso ante el látigo, el esclavo 
										doblábase bajo coyundas que grababan en 
										su carácter la domesticidad. Algunos 
										dice la historia fueron rebeldes o 
										alcanzaron dignidades: su rebeldía fue 
										siempre un gesto de animal hambriento y 
										su éxito fue el precio de complicidades 
										en vicios de sus amos. Llegados al 
										ejercicio de alguna autoridad, 
										tornáronse despóticos, desprovistos de 
										ideales que les detuvieran ante la 
										infamia, como si quisieran con sus 
										abusos olvidar la servidumbre sufrida 
										anteriormente. Gil Blas fue el más bajo 
										de los favoritos.
										
										El tiempo y el ejercicio adaptan a la 
										vida servil El hábito de resignarse para 
										medrar crea resortes cada vez más 
										sólidos, automatismos que destiñen para 
										siempre todo rasgo individual. El 
										quitamotas Gil Blas se mancha de 
										estigmas que lo hacen inconfundible con 
										el hombre digno. Aunque emancipado, 
										sigue siendo lacayo y da rienda suelta a 
										bajos instintos.
										
										La costumbre de obedecer engendra una 
										mentalidad doméstica.
										
										El que nace de siervos la trae en la 
										sangre, según Aristóteles. Hereda 
										hábitos serviles y no encuentra ambiente 
										propicio para formarse un carácter. Las 
										vidas iniciadas en la servidumbre no 
										adquieren dignidad.
										
										Los antiguos tenían mayor desprecio por 
										los hijos de los siervos, reputándolos 
										moralmente peores que los adultos 
										reducidos al yugo por deudas o en las 
										batallas; suponían que heredaban la 
										domesticidad de sus padres, 
										intensificándola en la ulterior 
										servidumbre. Eran despreciados por sus 
										amos. Esto se repite en cuantos países 
										tuvieron una raza esclava inferior. Es 
										legítimo. Con humillante desprecio suele 
										mirarse a los mulatos, descendientes de 
										antiguos esclavos, en todas las naciones 
										de raza blanca que han abolido la 
										esclavitud; su afán por disimular su 
										ascendencia servil demuestra que 
										reconocen la indignidad hereditaria 
										condensada en ellos. Ese menosprecio es 
										natural. Así como el antiguo esclavo 
										tornábase vanidoso e insolente si 
										trepaba a cualquier posición donde 
										pudiera mandar, los mulatos se 
										ensoberbecen en las inorgánicas 
										mediocracias sudamericanas, captando 
										funciones y honores con que hartan sus 
										apetitos acumulados en domesticidades 
										seculares.
										
										La clase crea idénticas desigualdades 
										que la raza. Los siervos fueron tan 
										doméstico.; como lo; esclavos; la 
										revolución francesa dio libertad 
										política a sus descendientes, mas no 
										supo darles esa libertad moral que es el 
										resorte de la dignidad. El burgués 
										enriquecido merece el desprecio del 
										aristócrata más que el odio del 
										proletario, que es un aspirante a la 
										burguesía; no hay peor jefe que el 
										antiguo asistente ni peor amo que el 
										antiguo lacayo. Las aristocracias son 
										lógicas al desdeñar a los advenedizos: 
										los consideran descendientes de criados 
										enriquecidos y suponen que han heredado 
										su domesticidad al mismo tiempo que las 
										talegas.
										
										Esas inclinaciones serviles, arraigadas 
										en el fondo mismo de la herencia étnica 
										o social, son bien vistas en las 
										mediocracias contemporáneas, que nivelan 
										políticamente al servil y al digno. Ha 
										variado el nombre pero la cosa subsiste: 
										la domesticidad es corriente en las 
										sociedades modernas.
										
										Lleva muchas décadas la abolición legal 
										de la esclavitud o la servidumbre; los 
										países no se creerían civilizados si las 
										conservaran en su códigos. Eso no tuerce 
										las costumbres; el esclavo y el siervo 
										siguen existiendo; por temperamento o 
										por falta de carácter. No son propiedad 
										de sus amos, pero buscan la tutela 
										ajena, como van a la querencia los 
										animales extraviados. Su psicología 
										gregaria no se transmutó, declarando los 
										derechos del hombre; la libertad, la 
										igualdad y la fraternidad son ficciones 
										que los halagan, sin redimirlos. Hay 
										inclinaciones que sobreviven a todas las 
										leyes igualitarias y hacen amar el yugo 
										o el látigo. Las leyes no pueden dar 
										hombría a la sombra, carácter al amorfo, 
										dignidad al envilecido, iniciativa a los 
										imitadores, virtud al honesto, 
										intrepidez al manso, afán de libertad al 
										servil. Por eso, en plena democracia, 
										los caracteres mediocres buscan 
										naturalmente su bajo nivel: se 
										domestican.
										
										En ciertos sujetos, sin carácter desde 
										el cáliz materno hasta la tumba, la 
										conducta no puede seguir normas 
										constantes. Son peligrosos porque su 
										ayer no dice nada sobre su mañana; obran 
										a merced de impulsos accidentales, 
										siempre aleatorios. Si poseen algunos 
										elementos válidos, ellos están 
										dispersos, incapaces de síntesis; la 
										menor sacudida pone a flote sus 
										atavismos de salvaje y de primitivo, 
										depositados en los surcos más profundos 
										de su personalidad. Sus imitaciones son 
										frágiles y poco arraigadas. Por eso son 
										antisociales, incapaces de elevarse a la 
										honesta condición de animales de rebaño.
										
										A otros desgraciados, sin irreparables 
										lagunas del temperamento, la sociedad 
										les mezquina su educación. Las grandes 
										ciudades pululan de niños moralmente 
										desamparados, presas de la miseria, sin 
										hogar, sin escuela. Viven tanteando el 
										vicio y cosechando la corrupción, sin el 
										hábito de la honestidad y sin el ejemplo 
										luminoso de la virtud. Embotada su 
										inteligencia y coartadas sus mejores 
										inclinaciones, tienen la voluntad 
										errante, incapaz de sobreponerse a las 
										convergencias fatales que pugnan por 
										hundirlos. Y si pasan su infancia sin 
										rodar a la charca, tropiezan después con 
										nuevos obstáculos.
										
										El trabajo, creando el hábito del 
										esfuerzo, sería la mejor escuela del 
										carácter; pero la sociedad enseña a 
										odiarlo, imponiéndole precozmente, como 
										una ignominia desagradable o un 
										envilecimiento infame, bajo la 
										esclavitud de yugos y de horarios, 
										ejecutado por hambre o por avaricia, 
										hasta que el hombre huye de él como de 
										un castigo: sólo podrá amarlo cuando sea 
										una gimnasia espontánea de sus gustos y 
										de sus aptitudes. Así la sociedad 
										completa su obra; los que no naufragan 
										por la educación malsana escollan en el 
										trabajo embrutecedor. En la compleja 
										actividad moderna las voluntades 
										claudicantes son toleradas; sus 
										incongruencias quedan ocultas mientras 
										los actos se refieren a vulgares 
										automatismos de la vida diaria; pero 
										cuando una circunstancia nueva los 
										obliga a buscar una solución, la 
										personalidad se agita al azar y revela 
										sus vicios intrínsecos. Esos degenerados 
										son indomesticables.
										
										Los otros, como Gil Blas, carecen de 
										contralor sobre su propia conducta y 
										olvidan que la más leve caída puede ser 
										el paso inicial hacia una degradación 
										completa. Ignoran que cada esfuerzo de 
										dignidad consolida nuestra firmeza: 
										cuanto más peligrosa es la verdad que 
										hoy decimos, tanto más fácil será mañana 
										pronunciar otras a voz en cuello.
										
										En los mundos minados por la hipocresía 
										todo conspira contra las virtudes 
										civiles: los hombres se corrompen los 
										unos a los otros, se imitan en lo 
										intérlope, se estimulan en lo turbio, se 
										justifican recíprocamente.
										
										Una atmósfera tibia entorpece al que 
										cede por primera vez a la tentación de 
										lo injusto; las consecuencias de la 
										primera falta pueden ir hasta lo 
										infinito. Los mediocres no saben 
										evitarla; en vano harían el propósito de 
										volver al buen sendero y enmendarse. 
										Para las sombras no hay rehabilitación; 
										prefieren excusar las desviaciones 
										leves, sin advertir que ellas preparan 
										las hondas. Todos los hombres conocen 
										esas pequeñas flaquezas, que de otro 
										modo fueran perfectos desde su origen; 
										pero mientras en los caracteres firmes 
										pasan como un roce que no deja rastro, 
										en los blandos aran un surco por donde 
										se facilita la recidiva. ésa es la vía 
										del envilecimiento. Los virtuosos la 
										ignoran; los honestos se dejan tentar. 
										Como a Gil Blas, sólo les cuesta la 
										primera caída; después siguen cayendo 
										como el agua en las cascadas, a 
										saltitos, de pequeñez en pequeñez, de 
										flaqueza en flaqueza, de curiosidad en 
										curiosidad. Los remordimientos de la 
										primera culpa ceden a la necesidad de 
										ocultarla con otras ante las cuales ya 
										no se amedrentan. Su carácter se disocia 
										y ellos se tuercen, andan a ciegas, 
										tropiezan, dan barquinazos, adoptan 
										expedientes, disfrazan sus intenciones, 
										acceden por senderos tortuosos, buscan 
										cómplices diestro para avanzar en la 
										tiniebla. Después de los primeros 
										tanteos se marchan de prisa, hasta que 
										las raíces mismas de su moral se 
										aniquilan. Así resbalan por la 
										pendiente, aumentando la cohorte de 
										lacayos y parásitos: centenares de Gil 
										Blas carcomen las bases de la sociedad 
										que ha pretendido modelarlos a su imagen 
										y semejanza.
										
										Los hombres sin ideales son incapaces de 
										resistir las asechanzas de hartazgos 
										materiales sembrados en su camino Cuando 
										han cedido a la tentación quedan 
										cebados, como las fieras que conocen el 
										sabor de la sangre humana.
										
										Por la circunstancia de pensar siempre 
										con la cabeza de la sociedad, el 
										doméstico es el puntal más seguro de 
										todos los prejuicios políticos, 
										religiosos, morales y sociales Gil Blas 
										está siempre con las manos 
										congestionadas por el aplauso a los 
										ungidos y con el arma afilada para 
										agredir al rebelde que anuncia una 
										herejía. El panurguismo y la 
										intolerancia son los colores de su 
										escarapela, cuyo respeto exige de todos.
										
										Es incalculable la infinidad de gentes 
										domésticas que nos rodea.
										
										Cada funcionario tiene un rebaño voraz, 
										sumiso a sus caprichos, como los 
										hambrientos al de quien los harta. Si 
										fuesen capaces de vergüenza, los 
										adulones vivirían más enrojecidos que 
										las amapolas; lejos de eso, pasean su 
										domesticidad y están orgullosos de ella, 
										exhibiéndola con donaire, como luce la 
										pantera las aterciopeladas manchas de su 
										piel. La domesticación realizase de cien 
										maneras, tentando sus apetitos. En los 
										límites de la influencia oficial los 
										medios de aclimatación se multiplican, 
										especialmente en los países apestados de 
										funcionarismo. Los pobres de carácter no 
										resisten; ceden a esa hipnotización. La 
										pérdida de su dignidad iníciase cuando 
										abren el ojo a la prebenda que estremece 
										su estómago o nubla su vanidad, 
										inclinándose ante las manos que hoy le 
										otorgan el favor y mañana le manejarán 
										la rienda. Aunque ya no hay servidumbre 
										legal, muchos sujetos, libres de la 
										domesticidad forzosa, se avienen a ella 
										voluntariamente, por vocación implícita 
										en su flaqueza.
										
										Están mancillados desde la cuna; aun no 
										habiendo menester de beneficios, son 
										instintivamente serviles. Los hay en 
										todas las clases sociales. El precio de 
										su indignidad varía con el rango y se 
										traduce en formas tan diversas como las 
										personas que la ejercitan.
										
										Alentando a Gil Blas, rebájase el nivel 
										moral de los pueblos y de las razas; no 
										es tolerancia estimular el 
										abellacamiento. La cotización del mérito 
										decae. La mansedumbre silenciosa es 
										preferida a la dignidad altiva. La piel 
										se cubre de más afeites cuando es menos 
										sólida la columna vertebral; las buenas 
										maneras son más apreciadas que las 
										buenas acciones. Si el de Santillana se 
										enguanta para robar, merece la 
										admiración de todos; si Stockmann se 
										desnuda para salvar a un náufrago, lo 
										condenan por escándalo. En los pueblos 
										domesticados llega un momento en que la 
										virtud parece un ultraje a las 
										costumbres.
										
										Las sombras viven con el anhelo de 
										castrar a los caracteres firmes y 
										decapitar a los pensadores alados, no 
										perdonándoles el lujo de ser viriles o 
										tener cerebro. La falta de virilidades 
										es elogiada como un refinamiento, lo 
										mismo que en los caballos de paseo. La 
										ignorancia parece una coquetería, como 
										la duda elegante que inquieta a ciertos 
										fanáticos sin ideales. Los méritos 
										conviértense en contrabando peligroso, 
										obligados a disculparse y ocultarse, 
										como si ofendieran por su sola 
										existencia. Cuando el hombre digno 
										empieza a despertar recelos, el 
										envilecimiento colectivo es grave; 
										cuando la dignidad parece absurda y es 
										cubierta de ridículo, la domesticación 
										de los mediocres ha llegado a sus 
										extremos.
										
										III. LA VANIDAD
										
										El hombre es. La sombra parece. El 
										hombre pone su honor en el mérito propio 
										y es juez supremo de sí mismo; asciende 
										a la dignidad.
										
										La sombra pone el suyo en la estimación 
										ajena y renuncia a juzgarse; desciende a 
										la vanidad. Hay una moral del honor y 
										otra de su caricatura: ser o parecer. 
										Cuando un ideal de perfección impulsa a 
										ser mejores, ese culto de los propios 
										méritos consolida en los hombres la 
										dignidad; cuando el afán de parecer 
										arrastra a cualquier abajamiento, el 
										culto de la sombra enciende la vanidad.
										
										Del amor propio nacen las dos: hermanas 
										por su origen, como Abel y Caín. Y más 
										enemigas que ellos, irreconciliables. 
										Son formas diversas de amor propio. 
										Siguen caminos divergentes. La una 
										florece sobre el orgullo, celo 
										escrupuloso puesto en el respeto de sí 
										mismo; la otra nace de la soberbia, 
										apetito de culminación ante los dermis. 
										El orgullo es una arrogancia originaria 
										por nobles motivos y quiere aquilatar el 
										mérito; la soberbia es una desmedida 
										presunción y busca alargar la sombra. 
										Catecismos y diccionarios han colaborado 
										a la mediocrización moral, subvirtiendo 
										los términos que designan lo eximio y lo 
										vulgar. Donde los padres de la Iglesia 
										decían soberbia, como los antiguos, 
										fustigándola, tradujeron los zascandiles 
										orgullo, confundiendo sentimientos 
										distintos. De ahí el equivocar la 
										vanidad con la dignidad, que es su 
										antítesis, y el intento tasar a igual 
										precio los hombres y las sombras, con 
										desmedro de los primeros.
										
										En su forma embrionaria revélase el amor 
										propio como deseo de elogios y temor de 
										censuras: una exagerada sensibilidad a 
										la opinión ajena. En los caracteres 
										conformados a la rutina y a los 
										prejuicios corrientes, el deseo de 
										brillar en su medio y el juicio que 
										sugieren al pequeño grupo que los rodea, 
										son estímulos para la acción. La simple 
										circunstancia de vivir arrebañados 
										predispone a perseguir la aquiescencia 
										ajena; la estima propia es favorecida 
										por el contraste o la comparación con 
										los demás. Trátase hasta aquí de un 
										sentimiento normal.
										
										Pero los caminos divergen. En los dignos 
										el propio juicio antepónese a la 
										aprobación ajena; en los mediocres se 
										postergan los méritos y se cultiva la 
										sombra. Los primeros viven para sí; los 
										segundos vegetan para los otros. Si el 
										hombre no viviera en sociedad, el amor 
										propio sería dignidad en todos; viviendo 
										en grupos, lo es solamente en los 
										caracteres firmes.
										
										Ciertas preocupaciones, reinantes en las 
										mediocracias, exaltan a los domésticos. 
										El brillo de la gloria sobre las frentes 
										elegidas deslumbra a los ineptos, como 
										el hartazgo del rico encela al 
										miserable. El elogio del mérito es un 
										estímulo para su simulación. 
										Obsesionados por el éxito, e incapaces 
										de soñar la gloria, muchos impotentes se 
										envanecen de méritos ilusorios y 
										virtudes secretas que los demás no 
										reconocen; créense actores de la comedia 
										humana; entran en la vida construyéndose 
										un escenario, grande o pequeño, bajo o 
										culminante, sombrío o luminoso; viven 
										con perpetua preocupación del juicio 
										ajeno sobre su sombra. Consumen su 
										existencia sedientos de distinguirse en 
										su órbita, de preocupar a su mundo, de 
										cultivar la atención ajena por cualquier 
										medio y de cualquier manera. La 
										diferencia, si la hay, es puramente 
										cuantitativa entre la vanidad del 
										escolar que persigue diez puntos en los 
										exámenes, la del político que sueña 
										verse aclamado ministro o presidente, la 
										del novelista que aspira a ediciones de 
										cien mil ejemplares y la del asesino que 
										desea ver su retrato en los periódicos.
										
										La exaltación del amor propio, peligrosa 
										en los espíritus vulgares, es útil al 
										hombre que sirve un Ideal. Éste le 
										cristaliza en dignidad; aquéllos le 
										degeneran en vanidad. El éxito envanece 
										al tonto, nunca al excelente. Esa 
										anticipación de la gloria hipertrofia la 
										personalidad en los hombres superiores: 
										es su condición natural. ¿El atleta no 
										tiene, acaso, bíceps excesivos hasta la 
										deformidad La función hace el órgano.
										
										El "yo" es el órgano propio de la 
										originalidad: absoluta en el genio. Lo 
										que es absurdo en el mediocre, en el 
										hombre superior es un adorno: simple 
										exponente de fuerza. El músculo abultado 
										no es ridículo en el atleta; lo es, en 
										cambio, toda adiposidad excesiva, por 
										monstruosa e inútil, como la vanidad del 
										insignificante. Ciertos hombres de 
										genio, Sarmiento, pongamos por caso, 
										habrían sido incompletos sin su 
										megalomanía.
										
										Su orgullo nunca excede a la vanidad de 
										los imbéciles. La aparente diferencia 
										guarda proporción con el mérito. A un 
										metro y a simple vista nadie ve la pata 
										de una hormiga, pero todos perciben la 
										garra de un león: lo propio ocurre con 
										el egotismo ruidoso de los hombres y la 
										desapercibida soberbia de las sombras. 
										No pueden confundirse. El vanidoso vive 
										comparándose con los que le rodean, 
										envidiando toda excelencia ajena y 
										carcomiendo toda reputación que no puede 
										igualar; el orgulloso no se compara con 
										los que juzga inferiores y pone su 
										mirada en tipos ideales de perfección 
										que están muy alto y encienden su 
										entusiasmo.
										
										El orgullo, subsuelo indispensable de la 
										dignidad, imprime a los hombres cierto 
										bello gesto que las sombras censuran. 
										Para ello el babélico idioma de los 
										vulgares ha enmarañado la significación 
										del vocablo, acabando por ignorarse si 
										designa un vicio o una virtud. Todo es 
										relativo. Si hay méritos, el orgullo es 
										un derecho; si no los hay, se trata de 
										vanidad. El hombre que afirma un Ideal y 
										se perfecciona hacia él, desprecia, con 
										eso, la atmósfera inferior que le 
										asfixia; es un sentimiento natural, 
										cimentado por una desigualdad efectiva y 
										constante.
										
										Para los mediocres, sería más grato que 
										no les enrostrara esa humillante 
										diferencia; pero olvidan que ellos son 
										sus enemigos, constriñendo su tronco 
										robusto como la hiedra a la encina, para 
										ahogarle en el número infinito. El digno 
										está obligado a burlarse de las mil 
										rutinas que el servil adora bajo el 
										nombre de principios; su conflicto es 
										perpetuo. La dignidad es un rompeolas 
										opuesto por el individuo a la marea que 
										le acosa. Es aislamiento de los 
										domésticos y desprecio de sus pastores, 
										casi siempre esclavos del propio rebaño.
										
										IV. LA DIGNIDAD
										
										El que aspira a parecer renuncia a ser. 
										En pocos hombres súmanse el ingenio y la 
										virtud en un total de dignidad: forman 
										una aristocracia natural, siempre exigua 
										frente al número infinito de espíritus 
										omisos.
										
										Credo supremo de todo idealismo, la 
										dignidad es unívoca, intangible, 
										intransmutable. Es síntesis de todas las 
										virtudes que acercan al hombre y borran 
										la sombra: donde ella falta no existe el 
										sentimiento del honor.
										
										Y así como los pueblos sin dignidad son 
										rebaños, los individuos sin ella son 
										esclavos.
										
										Los temperamentos adamantinos firmeza y 
										luz apártanse de toda complicidad, 
										desafían la opinión ajena si con ello 
										han de salvar la propia, declinan todo 
										bien mundano que requiera una 
										abdicación, entregan su vida misma antes 
										que traicionar sus ideales. Van rectos, 
										solos, sin contaminarse en facciones, 
										convertidos en viviente protesta contra 
										todo abellacamiento o servilismo. Las 
										sombras vanidosas se mancornan para 
										disculparse en el número, rehuyendo las 
										íntimas sanciones de la conciencia; 
										domesticadas, son incapaces de gestos 
										viriles, fáltales coraje. La dignidad 
										implica valor moral. Los pusilámines son 
										importantes, como los aturdidos; los 
										unos reflexionan cuándo conviene obrar, 
										y los otros obran sin haber 
										reflexionado. La insuficiencia del 
										esfuerzo equivale a la desorientación 
										del impulso: el mérito de las acciones 
										se mide por el afán que cuestan y no por 
										sus resultados. Sin coraje no hay honor. 
										Todas sus formas implican dignidad y 
										virtud. Con su ayuda los sabios acometen 
										la exploración de lo ignoto, los 
										moralistas minan las sórdidas fuentes 
										del mal, los osados se arriesgan para 
										violar la altura y la extensión, los 
										justos se adiamantan en la fortuna 
										adversa, los firmes resisten la 
										tentación y los severos el vicio, los 
										mártires van a la hoguera por 
										desenmascarar una hipocresía, los santos 
										mueren por un Ideal. Para anhelar una 
										perfección es indispensable. "El coraje 
										sentenció Lamartine es la primera de las 
										elocuencias, es la elocuencia del 
										carácter". Noble decir. El que aspira a 
										ser águila debe mirar lejos y volar 
										alto; el que se resigna a arrastrarse 
										como un gusano renuncia al derecho de 
										protestar si lo aplastan. se paseaba 
										entre los hombres como si ellos fueran 
										árboles; y Banville escribió de Gautier: 
										"Era de aquellos que bajo todos los 
										regímenes, son necesaria e 
										invenciblemente libres: cumplía su obra 
										con desdeñosa altivez y con la firme 
										designación de un dios desterrado".
										
										Ignora el hombre digno las cobardías que 
										dormitan en el fondo de los caracteres 
										serviles; no sabe desarticular su 
										cerviz. Su respeto por el mérito le 
										obliga a descartar toda sombra que 
										carece de él, a agredirla sin amenaza, 
										castigarla si hiere. Cuando la 
										muchedumbre que obstruye sus anhelos es 
										anodina y no tiene adversarios que 
										fazferir, el digno se refugia en sí 
										mismo, se atrinchera en sus ideales y 
										calla, temiendo estorbar con sus 
										palabras a las sombras que lo escuchan. 
										Y mientras cambia el clima, como es 
										fatal en la alternativa de las 
										estaciones, espera anclado en su 
										orgullo, como si éste fuera el puerto 
										natural y más seguro para su dignidad. 
										Vive con la obsesión de no depender de 
										nadie; sabe que sin independencia 
										material el honor está expuesto a mil 
										mancillas, y para adquirirla soportará 
										los más rudos trabajos, cuyo fruto será 
										su libertad en el porvenir. Todo 
										parásito es un siervo; todo mendigo es 
										un doméstico.
										
										El hambriento puede ser rebelde; pero 
										nunca un hombre libre. Enemiga poderosa 
										de la dignidad es la miseria; ella hace 
										trizas los caracteres vacilantes e 
										incuba las peores servidumbres. El que 
										no ha atravesado dignamente una pobreza 
										es un heroico ejemplar de carácter. El 
										pobre no puede vivir su vida, tantos son 
										los compromisos de la indigencia; 
										redimirse de ella es comenzar a vivir. 
										Todos los hombres altivos viven soñando 
										una modesta independencia material; la 
										miseria es mordaza que traba la lengua y 
										paraliza el corazón. Hay que escapar de 
										sus garras para elegirse el Ideal más 
										alto, el trabajo más agradable, la mujer 
										más santa, los amigos más leales, los 
										horizontes más risueños, el aislamiento 
										más tranquilo. La pobreza impone el 
										enrolamiento social; el individuo se 
										inscribe en un gremio, más o menos 
										jornalero, más o menos funcionario, 
										contrayendo deberes y sufriendo 
										presiones denigrantes que le empujan a 
										domesticarse. Enseñaban los estoicos los 
										secretos de la dignidad: contentarse con 
										lo que se tiene, restringiendo las 
										propias necesidades. Un hombre libre no 
										espera nada de otros, no necesita pedir. 
										La felicidad que da el dinero está en no 
										tener que preocuparse de él; por ignorar 
										ese precepto no es libre el avaro, ni es 
										feliz.
										
										Los bienes que tenemos son la base de 
										nuestra independencia; los que deseamos 
										son la cadena remachada sobre nuestra 
										esclavitud. La fortuna aumenta la 
										libertad de los espíritus cultivados y 
										torna vergonzosa la ridiculez de los 
										palurdos. Suprema es la indignidad de 
										los que adulan teniendo fortuna; ésta 
										les redimiría todas las domesticidades, 
										si no fuesen esclavos de la vanidad.
										
										Los únicos bienes intangibles son los 
										que acumulamos en el cerebro y en el 
										corazón; cuando ellos faltan ningún 
										tesoro los sustituye.
										
										Los orgullosos tienen el culto de su 
										dignidad: quieren poseerla inmaculada, 
										libre de remordimientos, sin flaquezas 
										que la envilezcan o la rebajen. A ella 
										sacrifican bienes; honores, éxitos: todo 
										lo que es propicio al crecimiento de la 
										sombra. Para conservar la estima propia 
										no vacilan en afrontar la opinión de los 
										mansos y embestir sus prejuicios; pasan 
										por indisciplinados y peligrosos entre 
										los que en vano intentan malear su 
										altivez. Son raros en las mediocracias, 
										cuya chatura moral los expone a la 
										misantropía; tienen cierto aire 
										desdeñoso y aristocrático que desagrada 
										a los vanidosos más culminantes, pues 
										los humilla y avergüenza. Inflexibles y 
										tenaces porque llevan en el corazón una 
										fe sin dudas, una convicción que no 
										trepida, una energía indómita que a nada 
										cede ni teme, suelen tener asperezas 
										urticantes para los hombres amorfos. En 
										algunos casos pueden ser altruistas, o 
										porque cristianos es la más alta 
										acepción del vocablo o porque 
										profundamente afectivos: presentan 
										entonces uno de los caracteres más 
										sublimes, más espléndidamente bellos y 
										que tanto honran a la naturaleza humana. 
										Son los santos del honor, los poetas de 
										la dignidad. Siendo héroes, perdonan las 
										cobardías de los demás; victoriosos 
										siempre ante sí mismos, compadecen a los 
										que en la batalla de la vida siembran, 
										hecha jirones, su propia dignidad. Si la 
										estadística pudiera decirnos el número 
										de hombres que poseen este carácter en 
										cada nación, esa cifra bastaría, por sí 
										sola, mejor que otra cualquiera, para 
										indicarnos el valor moral de un pueblo.
										
										La dignidad, afán de autonomía, lleva a 
										reducir la dependencia de otros a la 
										medida de lo indispensable, siempre 
										enorme. La Bruyére, que vivió como 
										intruso en la domesticidad cortesana de 
										su siglo, supo medir el altísimo 
										precepto que encabeza el Manual de 
										Epicteto, a punto de apropiárselo 
										textualmente sin amenguar con ello su 
										propia gloria: "Se faire valoir par des 
										choses qui ne dependet point des autres, 
										mais de sois seul, ou renoncer a se 
										faire valoir" (2) . Esa máxima le parece 
										inestimable y de recursos infinitos en 
										la vida, útil para los virtuosos y los 
										que tienen ingenio, tesoro intrínseco de 
										los caracteres excelentes; es, en 
										cambio, proscrita donde reina la 
										mediocridad, "pues desterraría de las 
										Cortes las tretas, los cabildeos, los 
										malos oficios, la bajeza, la adulación y 
										la intriga". Las naciones no se 
										llenarían de serviles domesticados, sino 
										de varones excelentes que legarían a sus 
										hijos menos vanidades y más nobles 
										ejemplos. Amando los propios méritos más 
										que la prosperidad indecorosa, crecería 
										el amor a la virtud, el deseo de la 
										gloria, el culto por ideales de 
										perfección incesante: en la admiración 
										por los genios, los santos y los héroes. 
										Esa dignificación moral de los hombres 
										señalaría en la historia el ocaso de las 
										sombras.
										
										(2) "Hacerse valer por cosas que no 
										dependen de los demás, sino de uno 
										mismo, o renunciar a hacerse valer".
																				
																				 
																				CAPÍTULO V
										
										LA ENVIDIA
										
										I. La pasión de los mediocres. - II. 
										Psicología de los envidiosos. - III. Los 
										roedores de la gloria - IV. Una escena 
										dantesca: su castigo.
										
										I. LA PASION DE LOS MEDIOCRES
										
										La envidia es una adoración de los 
										hombres por las sombras, del mérito por 
										la mediocridad. Es el rubor de la 
										mejilla sonoramente abofeteada por la 
										gloria ajena. Es el grillete que 
										arrastran los fracasados. Es el acíbar 
										que paladean los impotentes. Es un 
										venenoso humor que mana de las heridas 
										abiertas por el desengaño de la 
										insignificancia propia. Por sus horcas 
										caudinas pasan, tarde o temprano, los 
										que viven esclavos de la vanidad: 
										desfilan lividos de angustia, torvos, 
										avergonzados de su propia tristura, sin 
										sospechar que su ladrido envuelve una 
										consagración inequívoca del mérito 
										ajeno. La inextinguible hostilidad de 
										los necios fue siempre el pedestal de un 
										monumento. Es la más innoble de las 
										torpes lacras que afean a los caracteres 
										vulgares. El que envidia se rebaja sin 
										saberlo, se confiesa subalterno; esta 
										pasión es el estigma psicológico de una 
										humillante inferioridad, sentida, 
										reconocida. No basta ser inferior para 
										envidiar, pues todo hombre lo es de 
										alguien en algún sentido; es necesario 
										sufrir del bien ajeno, de la dicha 
										ajena, de cualquiera culminación ajena. 
										En ese sufrimiento está el núcleo moral 
										de la envidia: muerde el corazón como un 
										ácido, lo carcome como una polilla, lo 
										corroe como la herrumbre al metal.
										
										Entre las malas pasiones ninguna la 
										aventaja. Plutarco decía y lo repite La 
										Rochefoucauld que existen almas 
										corrompidas hasta jactarse de vicios 
										infames; pero ninguna ha tenido el 
										coraje de confesarse envidiosa.
										
										Reconocer la propia envidia implicaría, 
										a la vez, declararse inferior al 
										envidiado; trátase de pasión tan 
										abominable, y tan universalmente 
										detestada, que avergüenza al más 
										impúdico y se hace lo indecible por 
										ocultarla. Sorprende que los psicólogos 
										la olviden en sus estudios sobre las 
										pasiones, limitándose a mencionarla como 
										un caso particular de los celos. Fue 
										siempre tanta su difusión y su 
										virulencia, que ya la mitología 
										grecolatina le atribuye origen 
										sobrehumano, haciéndola nacer de las 
										tinieblas nocturnas. El mito le asigna 
										cara de vieja horriblemente flaca y 
										exangüe, cubierta de cabeza de víboras 
										en vez de cabellos. Su mirada es hosca y 
										los ojos hundidos; los dientes negros y 
										la lengua untada con tósigos fatales; 
										con una mano ase tres serpientes, y con 
										la otra una hidra o una tea; incuba en 
										su seno un monstruoso reptil que la 
										devora continuamente y le instila su 
										veneno; está agitada; no ríe; el sueño 
										nunca cierra los párpados sobre sus ojos 
										irritados. Todo suceso feliz le aflige o 
										atiza su congoja; destinada a sufrir, es 
										el verdugo implacable de sí misma.
										
										Es pasión traidora y propicia alas 
										hipocresías. Es al odio como la ganzúa a 
										la espada; la emplean los que no pueden 
										competir con los envidiados. En los 
										ímpetus del odio puede palpitar el gesto 
										de la garra que en un desesperado 
										estremecimiento destroza y aniquila; en 
										la subrepticia reptación de la envidia 
										sólo se percibe el arrastramiento tímido 
										del que busca morder el talón.
										
										Teofrasto creyó que la envidia se 
										confunde con el odio o nace de él, 
										opinión ya enunciada por Aristóteles, su 
										maestro. Plutarco abordó la cuestión, 
										preocupándose de establecer diferencias 
										entre las dos pasiones
										
										(Obras morales, II). Dice que a primera 
										vista se confunden; parecen brotar de la 
										maldad, y cuando se asocian tórnanse más 
										fuertes, como las enfermedades que se 
										complican. Ambas sufren del bien y 
										gustan del mal ajeno; pero esta 
										semejanza no basta para confundirlas, si 
										atendemos a sus diferencias. Sólo se 
										odia lo que se cree malo o nocivo; en 
										cambio, toda prosperidad excita la 
										envidia, como cualquier resplandor 
										irrita los ojos enfermos. Se puede odiar 
										a las cosas y a los animales; sólo se 
										puede envidiar a los hombres. El odio 
										puede ser justo, motivado; la envidia es 
										siempre injusta, pues la prosperidad no 
										daña a nadie. Estas dos pasiones, como 
										plantas de una misma especie, se nutren 
										y fortifican por causas equivalentes: se 
										odia más a los más perversos y se 
										envidia más a los más meritorios. Por 
										eso Temístocles decía, en su juventud, 
										que aún no había realizado ningún acto 
										brillante, porque todavía nadie le 
										envidiaba. Así como las cantáridas 
										prosperan sobre los trigales más rubios 
										y los rosales más florecientes, la 
										envidia alcanza a los hombres más 
										famosos por su carácter y por su virtud. 
										El odio no es desarmado por la buena o 
										la mala fortuna; la envidia sí. Un sol 
										que ilumina perpendicularmente desde el 
										más alto punto del cielo reduce a nada o 
										muy poco la sombra de los objetos que 
										están debajo: así, observa Plutarco, el 
										brillo de la gloria achica la sombra de 
										la envidia y la hace desaparecer.
										
										El odio que injuria y ofende es temible; 
										la envidia que calla y conspira es 
										repugnante. Algún libro admirable dice 
										que ella es como las caries de los 
										huesos; ese libro es la Biblia, casi de 
										seguro, o debiera serlo. Las palabras 
										más crueles que un insensato arroja a la 
										cara no ofenden la centésima para de las 
										que el envidioso va sembrando 
										constantemente a la espalda; éste ignora 
										las reacciones del odio y expresa su 
										inquina tartajeando, incapaz de 
										encresparse en ímpetus viriles: diríase 
										que su boca está amargada por una hiel 
										que no consigue arrojar ni tragar. Así 
										como el aceite apaga la cal y aviva él 
										fuego, el bien recibido contiene el odio 
										en los nobles espíritus y exaspera la 
										envidia en los indignos. El envidioso es 
										ingrato, como luminoso el sol, la nube 
										opaca y la nieve fría: lo es 
										naturalmente. El odio es rectilíneo y no 
										time la verdad: la envidia es torcida y 
										trabaja la mentira. Envidiando se sufre 
										más que odiando: como esos tormentos 
										enfermizos que tórnanse terroríficos de 
										noche, amplificados por el horror de las 
										tinieblas.
										
										El odio puede hervir en los grandes 
										corazones; puede ser justo y santo; lo 
										es muchas veces, cuando quiere borrar la 
										tiranía, la infamia, la indignidad. La 
										envidia es de corazones pequeños. La 
										conciencia del propio mérito suprime 
										toda menguada villanía; el hombre que se 
										siente superior no puede envidiar, ni 
										envidia nunca el loco feliz que vive con 
										delirio de las grandezas. Su odio está 
										de pie y ataca de frente. César aniquiló 
										a Pompeyo, sin rastrerías; Donnatello 
										venció con su "Cristo" al de 
										Brunelleschi, sin abajamientos; 
										Nietzsche fulminó a Wagner, sin 
										envidiarlo. Así como la genialidad 
										presiente la gloria y da a sus 
										predestinados cierto ademán 
										apocalíptico, la certidumbre de un 
										oscuro porvenir vuelve miopes y reptiles 
										a los mediocres. Por eso los hombres sin 
										méritos siguen siendo envidiosos a pesar 
										de los éxitos obtenidos por su sombra 
										mundana, como si un remordimiento 
										interior les gritara que los usurpan sin 
										merecerlos. Esa conciencia de su 
										mediocridad es un tormento; comprenden 
										que sólo pueden permanecer en la cumbre 
										impidiendo que otros lleguen hasta ellos 
										y los descubran. La envidia es una 
										defensa de las sombras contra los 
										hombres.
										
										Con los distingos enunciados, los 
										clásicos aceptan el parentesco entre la 
										envidia y el odio, sin confundir ambas 
										pasiones. Conviene sutilizar el problema 
										distinguiendo otras que se le parecen: 
										la emulación y los celos.
										
										La envidia, sin duda, arraiga como ellas 
										en una tendencia efectiva, pero posee 
										caracteres propios que permiten 
										diferenciarla. Se envidia lo que otros 
										ya tienen y se desearía tener, sintiendo 
										que el propio es un deseo sin esperanza; 
										se cela lo que ya se posee y se teme 
										perder; se emula en pos de algo que 
										otros también anhelan, teniendo la 
										posibilidad de alcanzarlo.
										
										Un ejemplo tomado en las fuentes más 
										notorias ilustrará la cuestión.
										
										Envidiamos la mujer que el prójimo posee 
										y nosotros deseamos, cuando sentimos la 
										imposibilidad de disputársela. Celamos 
										la mujer que nos pertenece, cuando 
										juzgamos incierta su posesión y tememos 
										que otro pueda compartirla o 
										quitárnosla. Competimos sus favores en 
										noble emulación, cuando vemos la 
										posibilidad de conseguirlos en igualdad 
										de condiciones con otro que a ellos 
										aspira. La envidia nace, pues, del 
										sentimiento de inferioridad respecto de 
										su objeto; los celos derivan del 
										sentimiento de posesión comprometido; la 
										emulación surge del sentimiento de 
										potencia que acompaña a toda noble 
										afirmación de la personalidad. Por 
										deformación de la tendencia egoísta 
										algunos hombres están naturalmente 
										inclinados a envidiar a los que poseen 
										tal superioridad por ellos anhelada en 
										vano; la envidia es mayor cuando más 
										imposible se considera la adquisición 
										del bien codiciado. Es el reverso de la 
										emulación; ésta es una fuerza propulsora 
										y fecunda, siendo aquélla una rémora que 
										traba y esteriliza los esfuerzos del 
										envidioso. Bien lo comprendió Bartrina, 
										en su admirable quintilla:
										
										La envidia y la emulación parientes 
										dicen que son; aunque en todo diferentes 
										al fin también son parientes el diamante 
										y el carbón. La emulación es siempre 
										noble: el odio mismo puede serlo algunas 
										veces. La envidia es una cobardía propia 
										de los débiles, un odio impotente, una 
										incapacidad manifiesta de competir o de 
										odiar.
										
										El talento, la belleza, la energía, 
										quisieran verse reflejados en todas las 
										cosas e intensificados en proyecciones 
										innumerables: la estulticia, la fealdad 
										y la impotencia sufren tanto o más por 
										el bien ajeno que por la propia 
										desdicha. Por eso toda superioridad es 
										admirativa y toda subyacencia es 
										envidiosa. Admirar es sentirse creer en 
										la emulación con los más grandes.
										
										Un ideal preserva de la envidia. El que 
										escucha ecos de voces proféticas al leer 
										los escritos de los grandes pensadores; 
										el que siente grabarse en su corazón, 
										con caracteres profundos como 
										cicatrices, su clamor visionario y 
										divino; el que se extasía contemplando 
										las supremas creaciones plásticas; el 
										que goza de íntimos escalofríos frente a 
										las obras maestras accesibles a sus 
										sentidos, y se entrega a la vida que 
										palpita en ellas, y se conmueve hasta 
										cuajársele de lágrimas los ojos, y el 
										corazón bullicioso se le arrebata en 
										fiebre de emoción; ése tiene un noble 
										espíritu y puede incubar el deseo de 
										crear tan grandes cosas como las que 
										sabe admirar. El que no se inmuta 
										leyendo a Dante, mirando a Leonardo, 
										oyendo a Beethoven, puede jurar que la 
										Naturaleza no ha encendido en su cerebro 
										la antorcha suprema, ni paseará jamás el 
										hombre mediocre.
										
										La familia ofrece variedades infinitas, 
										por la combinación de otros estigmas con 
										el fundamental. El envidioso pasivo es 
										solemne y sentencioso; el activo es un 
										escorpión atrabiliario. Pero, lúgubre o 
										bilioso, nunca sabe reír de risa 
										inteligente y sana. Su mueca es falsa: 
										ríe a contrapelo.
										
										¿Quién no los codea en su mundo 
										intelectual? El envidioso pasivo es de 
										cepa servil. Si intenta practicar el 
										bien, se equivoca hasta el asesinato: 
										diríase que es un miope cirujano 
										predestinado a herir los órganos vitales 
										y respetar la víscera cancerosa. No 
										retrocede ante ninguna bajeza cuando un 
										astro se levanta en su horizonte: 
										persigue al mérito hasta dentro de su 
										tumba. Es serio, por incapacidad de 
										reírse; le atormenta la alegría de los 
										satisfechos. Proclama la importancia de 
										la solemnidad y la practica; sabe que 
										sus congéneres aprueban tácitamente esa 
										hipocresía que escuda la irremediable 
										inferioridad: no vacila en sacrificarles 
										la vida de sus propios hijos, 
										empujándoles, si es necesario, en el 
										mismo borde de la tumba.
										
										El envidioso activo posee una elocuencia 
										intrépida, disimulando con niágaras de 
										palabras su estiptiquez de ideas. 
										Pretende sondar los abismos del espíritu 
										ajeno, sin haber podido nunca desenredar 
										el propio. Parece tener mil lenguas, 
										como el clásico monstruo rabelesiano. 
										Por todas ella destila su insidiosidad 
										de viborezno en forma de elogio 
										reticente, pues la viscosidad urticante 
										de su falso loar es el máximum de su 
										valentía moral. Se multiplica hasta lo 
										infinito; tiene mil piernas y se insinúa 
										doquier; siembra la intriga entre sus 
										propios cómplices, y, llegado el caso, 
										los traiciona. Sabiéndose de antemano 
										repudiado por la gloria, se refugia en 
										esas academias donde los mediocres se 
										empampanan de vanidad si alguna 
										inexplicable paternidad complica la 
										quietud de su madurez estéril, podéis 
										jurar que su obra es fruto del esfuerzo 
										ajeno. Y es cobarde para ser completo; 
										se arrastra ante los que turban sus 
										noches con la aureola del ingenio 
										luminoso, besa la mano del que le conoce 
										y le desprecia, se humilla ante él. Se 
										sabe inferior; su vanidad sólo aspira a 
										desquitarse con las frágiles 
										compensaciones de la zangamanga a ras de 
										tierra.
										
										A pesar de sus temperamentos 
										heterogéneos, el destino suele agrupar a 
										los envidiosos en camarillas o en 
										círculos, sirviéndoles de argamasa el 
										común sufrimiento por la dicha ajena. 
										Allí desahogan su pena íntima difamando 
										a los envidiados y vertiendo toda su 
										hiel como un homenaje a la superioridad 
										del talento que los humilla. Son capaces 
										de envidiar a los grandes muertos, como 
										si los detestaran personalmente. Hay 
										quien envidia a Sócrates y quién a 
										Napoleón, creyendo igualarse a ellos 
										rebajándolos; para eso endiosarán a un 
										Brunetiére o un Boulanger. Pero esos 
										placeres malignos poco amenguan su 
										desventura, que está en sufrir de toda 
										felicidad y en martirizarse de toda 
										gloria. Rubens lo presintió al pintar la 
										envidia, en un cuadro de la Galería 
										Medicea, sufriendo entre la pompa 
										luminosa de la inolvidable regencia. El 
										envidioso cree marchar al calvario 
										cuando observa que otros escalan la 
										cumbre. Muere en el tormento de envidiar 
										al que le ignora o desprecia, gusano que 
										se arrastra sobre el zócalo de la 
										estatua.
										
										Todo rumor de alas parece estremecerlo, 
										como si fuera una burla a sus vuelos 
										gallináceos. Maldice la luz, sabiendo 
										que en sus propias tinieblas no 
										amanecerá un solo día de gloria. ¡Si 
										pudiera organizar una cacería de águilas 
										o decretar un apagamiento de astros!
										
										Lo que es para otros causa de felicidad, 
										puede ser objeto de envidia. La 
										ineptitud para satisfacer un deseo o 
										hartar un apetito determina esta pasión 
										que hace sufrir del bien ajeno. El 
										criterio para valorar lo envidiado es 
										puramente subjetivo: cada hombre se cree 
										la medida de los demás, según el juicio 
										que tiene de sí mismo.
										
										Se sufre la envidia apropiada a las 
										inferioridades que se sienten, sea cual 
										fuere su valor objetivo. El rico puede 
										sentir emulación o celos por la riqueza 
										ajena; pero envidiará el talento. La 
										mujer. bella tendrá celos de otra 
										hermosura; pero envidiará a las ricas. 
										Es posible sentirse superior en cien 
										cosas e inferior en una sola; éste es el 
										punto frágil por donde tienta su asalto 
										la envidia. El sujeto descollante 
										encuentra su cohorte de envidiosos en la 
										esfera de sus colegas más inmediatos, 
										entre los que desearían descollar de 
										idéntica manera. Es un accidente 
										inevitable de toda culminación, aunque 
										en algunas profesiones es más célebre; 
										los hombres de letras no se quedan 
										atrás, pero los cómicos y las rameras 
										tendrían el privilegio, si no existiesen 
										los médicos. La envidia medicorum es 
										memorable desde la Antigüedad: la 
										conoció Hipócrates. El arte la ha 
										descrito con frecuencia, para deleite de 
										los enfermos sobrevivientes a las 
										drogas. El motivo de la envidia se 
										confunde con el de la admiración, siendo 
										ambas, dos aspectos de un mismo 
										fenómeno. Sólo que la admiración nace en 
										el fuerte y la envidia en el subalterno. 
										Envidiar es una forma aberrante de 
										rendir homenaje a la superioridad. El 
										gemido que la insuficiencia arranca a la 
										vanidad es una forma especial de 
										alabanza.
										
										Toda culminación es envidiada. En la 
										mujer la belleza. El talento y la 
										fortuna en el hombre. En ambos la fama y 
										la gloria, cualquiera que sea su forma. 
										La envidia femenina suele ser 
										afiligranada y perversa; la mujer da su 
										arañazo con uña afilada y lustrosa, 
										muerde con dientecillos orificados, 
										estruja con dedos pálidos y finos. Toda 
										maledicencia le parece escasa para 
										traducir su despecho; en ella debió 
										pensar Apeles cuando representó a la 
										Envidia guiando con mano felina a la 
										Calumnia.
										
										La que ha nacido bella y la Belleza para 
										ser completa requiere, entre otros 
										dones, la gracia, la pasión y la 
										inteligencia tiene asegurado el culto de 
										la envidia. Sus más nobles 
										superioridades serán adoradas por las 
										envidiosas; en ellas clavarán sus 
										incisivos, como sobre una lima, sin 
										advertir que la pasión las convierte en 
										vestales. Mil lenguas viperinas le 
										quemarán el incienso de sus críticas; 
										las miradas oblicuas de las sufrientes 
										fusilarán su belleza por la espalda; las 
										almas tristes le elevarán sus plegarias 
										en forma de calumnias, torvas como el 
										remordimiento que las atosiga, pero no 
										las detiene.
										
										Quien haya leído la séptima 
										metamorfosis, en el libro segundo de 
										Ovidio, no olvidará jamás que a 
										instancia de Minerva, fue Aglaura 
										transfigurada en roca, castigando así su 
										envidia de Hersea, la amada de Mercurio. 
										Allí está escrita la más perfecta 
										alegoría de la envidia devorando víboras 
										para alimentar sus furores, como no la 
										perfiló ningún otro poeta de la era 
										pagana.
										
										El hombre vulgar envidia las fortunas y 
										las posiciones burocráticas.
										
										Cree que ser adinerado y funcionario es 
										el supremo ideal de los demás, partiendo 
										de que lo es suyo. El dinero permite al 
										mediocre satisfacer sus vanidades más 
										inmediatas; el destino burocrático le 
										asigna un sitio en el escalafón del 
										Estado y le prepara ulteriores 
										jubilaciones.
										
										De ahí que el proletario envidie al 
										burgués, sin renunciar a substituirlo; 
										por eso mismo la escala del presupuesto 
										es una jerarquía de envidias, 
										perfectamente graduadas por las cifras 
										de las prebendas.
										
										El talento en todas sus formas 
										intelectuales y morales: como dignidad, 
										como carácter, como energía es el tesoro 
										más envidiado entre los hombres. Hay en 
										el doméstico un sórdido afán de 
										nivelarlo todo, un obtuso horror a la 
										individualización excesiva; perdona al 
										portador de cualquier sombra moral, 
										perdona la cobardía, el servilismo, la 
										mentira, la hipocresía, la esterilidad, 
										pero no perdona al que sale de las filas 
										dando un paso adelante. Basta que el 
										talento permita descollar en las 
										ciencias, en las artes o en el amor, 
										para que los mediocres se estremezcan de 
										envidia. Así se :forma en torno de cada 
										astro una neuulosa grande o pequeña, 
										camarilla de maldicientes o legión de 
										difamadores: los envidiosos necesitan 
										aunar esfuerzos contra su ídolo, de 
										igual manera que para afear una belleza 
										venusina aparecen por millares las 
										pústulas de la viruela.
										
										La dicha de los fecundos martiriza a los 
										eunucos vertiendo en su corazón gotas de 
										hiel que los amargan por toda la 
										existencia; este dolor es la gloria 
										involuntaria de los otros, la sanción 
										más indestructible de su talento en la 
										acción o el pensar. Las palabras y las 
										muecas del envidioso se pierden en la 
										ciénaga donde se arrastra, como silbidos 
										de reptiles que saludan el vuelo sereno 
										del águila que pasa en la altura. Sin 
										oírlos.
										
										III. LOS ROEDORES DE LA GLORIA
										
										Todo el que se siente capaz de crearse 
										un destino con su talento y con su 
										esfuerzo está inclinado a admirar el 
										esfuerzo y el talento en los demás; el 
										deseo de la propia gloria no puede 
										sentirse cohibido por el legítimo 
										encumbramiento ajeno. El que tiene 
										méritos, sabe lo que le cuestan y los 
										respeta; estima en los otros lo que 
										desearía se le estimara a él mismo. El 
										mediocre ignora esta admiración abierta: 
										muchas veces se resigna a aceptar el 
										triunfo que desborda las restricciones 
										de su envidia. Pero aceptar no es amar. 
										Resignarse no es admirar.
										
										Los espíritus alicortos son malévolos; 
										los grandes ingenios son admirativos. 
										Éstos saben que los dones naturales no 
										se transmutan en talento o en genio sin 
										un esfuerzo, que es la medida de su 
										mérito. Saben que cada paso hacia la 
										gloria ha costado trabajos y vigilias, 
										meditaciones hondas, tanteos sin fin, 
										consagración tenaz, a ese pintor, a ese 
										poeta, a ese filósofo, a ese sabio; y 
										comprenden que ellos han consumido acaso 
										su organismo, envejeciendo 
										prematuramente: y la biografía de los 
										grandes hombres les enseña que muchos 
										renunciaron al reposo o al pan, 
										sacrificando el uno y el otro a ganar 
										tiempo para meditar o a comprar un libro 
										para iluminar sus meditaciones. Esa 
										conciencia de lo que el mérito importa, 
										lo hace respetar. El envidioso, que lo 
										ignora, ve el resultado a que otros 
										llegan y él no, sin sospechar de cuántas 
										espinas está sembrado el camino de la 
										gloria.
										
										Todo escritor mediocre es candidato a 
										criticastro. La incapacidad de crear le 
										empuja a destruir. Su falta de 
										inspiración le induce a rumiar el 
										talento ajeno, empañándolo con 
										especiosidades que denuncian su 
										irreparable ultimidad. Los altos 
										ingenios son ecuánimes para criticar a 
										sus iguales, como si reconocieran en 
										ellos una consanguinidad en línea 
										directa; en el émulo no ven nunca un 
										rival. Los grandes críticos son óptimos 
										autores que escriben sobre temas 
										propuestos por otros, como los 
										versificadores con pie forzado; . la 
										obra ajena es una ocasión para exhibir 
										las ideas propias. El verdadero crítico 
										enriquece las obras que estudia y en 
										todo lo que toca deja un rastro de su 
										personalidad.
										
										Los criticastros son, de instinto, 
										enemigos de la obra: desean achicarla 
										por la simple razón de que ello; no la 
										han escrito. Ni sabrían escribirla 
										cuando el criticado les contestara: 
										hazla mejor. Tienen la manos trabadas 
										por la cinta métrica; su afán de medir a 
										los demás responde al sueño de 
										rebajarlos hasta su propia medida. Son, 
										por definición, prestamistas, parásitos, 
										viven de lo ajeno, pues se limitan a 
										barajar con mano aviesa lo mismo que han 
										aprendido en el libro que desacreditan. 
										Cuando un gran escritor es erudito se lo 
										reprochan como una falta de 
										originalidad; si no lo es, se apresuran 
										a culparlo de ignorancia.
										
										Si emplea un razonamiento que usaron 
										otros, le llaman plagiario, aunque 
										señale las fuentes de su sabiduría; si 
										omite señalarlas, por harto vulgares, lo 
										acusan de improbidad. En todo encuentran 
										motivo para maldecir y envidiar, 
										revelando su interna angustia. Lo que 
										les hace sufrir, en suma, es que otros 
										sean admirados y ellos no.
										
										El criticastro mediocre es incapaz de 
										enhilar tres ideas fuera del hilo que la 
										rutina le enhebra; su oronda ignorancia 
										le obliga a confundir el mármol con la 
										chiscarra y la voz con el falsete, 
										inclinándose a suponer que todo escritor 
										original es un heresiarca. Los palurdos 
										darían lo que no tienen por saber 
										escribir un poquito, como para 
										incorporarse a la crítica profesional. 
										Es el sueño de los que no pueden crear. 
										Permite una maledicencia medrosa y que 
										no compromete, hecha de mendacidad 
										prudente, restringiendo las 
										perversidades para que resulten más 
										agudas, sacando aquí una migaja y dando 
										allí un arañazo, velando todo lo que 
										puede ser objeto de admiración, 
										rebajando siempre con la oculta 
										esperanza de que puedan aparecer a un 
										mismo nivel los críticos y los 
										criticados. El escritor original sabe 
										que atormenta a los mediocres, 
										aguijoneándoles esa pasión que los 
										enferma ante el brillo ajeno; la 
										desesperación de los fracasados es el 
										laurel que mejor premia su luminosa 
										labor. A la gloria de un Homero llega 
										siempre apareada la ridiculez de un 
										Zoilo.
										
										Fermentan en cada género de actividad 
										intelectual, como plagas pediculares de 
										la originalidad: no perdonan al que 
										incuba en su cerebro esa larva 
										sediciosa. Viven para mancillarlo, 
										sueñan su exterminio, conspiran con una 
										intemperancia de terroristas y esgrimen 
										sórdidas calumnias que harían sonrojar a 
										un paquidermo. Ven un peligro en cada 
										acto y una amenaza en cada gesto; 
										tiemblan pensando que existen hombres 
										capaces de subvertir rutinas y 
										prejuicios, de encender nuevos planetas 
										en el cielo, de arrancar su fuerza a los 
										rayos y a las cataratas, de infiltrar 
										nuevos ideales a las razas envejecidas, 
										de suprimir la distancia, de violar la 
										gravedad, de estremecer a los gobiernos. 
										Cuando se eleva un astro, ellos asoman 
										por todos los puntos cardinales para 
										entonar el coro involuntario de su 
										difamación. Aparecen por docenas, por 
										millares, como liliputienses en torno de 
										un gigante.
										
										Los contrabajistas de arrabal oprobiarán 
										la gloria de los supremos sinfonistas. 
										Gacetilleros anodinos, consumarán 
										biografías sobre algún lejano pensador 
										que los ignora. Muchos que en vano han 
										intentado acertar una mancha de color, 
										dejarán caer su chorro de prosa como si 
										un robinete de pus se abriera sobre 
										telas que vivirán en los siglos.
										
										Cualquier promiscuador de palabras 
										enfestará contra el que escriba 
										pensamientos duraderos. Las mujeres feas 
										demostrarán que la belleza es repulsiva 
										y las viejas sostendrán que la juventud 
										es insensata; vengarán su desgracia en 
										el amor diciendo que la castidad es 
										suprema entre todas las virtudes, cuando 
										ya en vano se harían viltroteras para 
										ofrecer la propia a los transeúntes. Y 
										los demás, todos en coro, repetirán que 
										el genio, la santidad y el heroísmo son 
										aberraciones, locuras, epilepsia, 
										degeneración negarán la excelencia del 
										ingenio, la virtud y la dignidad; 
										pondrán esos valores por debajo de su 
										propia penumbra, sin advertir que donde 
										el genio se resobra el mediocre no 
										llega. Si a éste le dieran a elegir 
										entre Shakespeare o Sarcey, no vacilaría 
										un minuto: murmuraría del primero con la 
										firma del segundo.
										
										Los espíritus rutinarios son rebeldes a 
										la admiración: no reconocen el fuego de 
										los astros porque nunca han tenido en sí 
										una chispa. Jamás se entregan de buena 
										fe a los ideales o a las pasiones que le 
										toman del corazón; prefieren oponerles 
										mil razonamientos para privarse del 
										placer de admirarlos. Confundirán 
										siempre lo equívoco y lo erístalino, 
										rebajando todo ideal hasta las bajas 
										intenciones que supuran en sus cerebros. 
										Desmenuzarán todo lo bello, olvidando 
										que el trigo molido en harina no puede 
										ya germinar en áureas espigas. frente al 
										sol.
										
										Es un gran signo de mediocridad dijo 
										Leibniz elogiar siempre moderadamente.
										
										Pascal decía que los espíritus vulgares 
										no encuentran diferencias entre los 
										hombres: se descubren más tipos 
										originales a medida que se posee mayor 
										ingenio. El criticastro es parvificente; 
										admira un poco todas las cosas, pero 
										nada le merece una admiración decidida. 
										El que no admira lo mejor, no puede 
										mejorar. El que ve los defectos y no las 
										bellezas" las culpas y no los méritos, 
										las discordancias y no las armonías, 
										muere en un bajo nivel donde vegeta con 
										la ilusión de ser un crítico. Los que no 
										saben admirar no tienen porvenir, están 
										inhabilitados para ascender hacia una 
										perfección ideal. Es una cobardía 
										aplacar la admiración; hay que 
										cultivarla como un fuego sagrado, 
										evitando que la envidia la cubra con su 
										pátina ignominiosa.
										
										La maledicencia escrita es inofensiva. 
										El tiempo es un sepulturero ecuánime: 
										entierra en una misma fosa a los 
										criticastros y a los malos autores. 
										Mientras los envidiosos murmuran, el 
										genio crece; a la larga aquéllos quedan 
										oprimidos y éste siente deseos de 
										compadecerlos, para impedir que sigan 
										muriendo a fuego lento.
										
										El verdadero castigo de estos parásitos 
										está en la muda sonrisa de los 
										pensadores. El que critica a un alto 
										espíritu tiende la mano esperando una 
										limosna de celebridad; basta ignorarle y 
										dejarle con la mano tendida, negándole 
										la notoriedad que le conferiría la 
										réplica. El silencio del autor mata al 
										postulante; su indiferencia lo asfixia. 
										Algunas veces supone que le han tomado 
										en cuenta y que se advierte su 
										presencia: sueña que le han nombrado, 
										aludido, refutado, injuriado. Pero todo 
										es un simple sueño; debe resignarse a 
										envidiar desde la penumbra, de donde no 
										consigue que le saquen. El que tiene 
										conciencia de su mérito, no se presta a 
										inflar la vanidad del primer indigente 
										que le sale al paso pretendiendo 
										distraerle, obligándole a perder su 
										tiempo; elige sus adversarios entre sus 
										iguales, entre sus condignos. Los 
										hombres superiores pueden inmortalizar 
										con una palabra a sus lacayos o a sus 
										sicarios. Hay que evitar esa palabra; de 
										algunos criticastros sólo tenemos 
										noticias porque algún genio los honró 
										con su puntapié.
										
										IV. UNA ESCENA DANTESCA: SU CASTIGO
										
										El castigo de los envidiosos estaría en 
										cubrirlos de favores, para hacerles 
										sentir que su envidia es recibida como 
										un homenaje y no como un estiletazo. Es 
										más generoso, más humanitario. Los 
										bienes que el envidioso recibe 
										constituyen su más desesperante 
										humillación; si no es posible 
										agasajarle, es necesario ignorarle. 
										Ningún enfermo es responsable de su 
										dolencia, no podríamos prohibirle que 
										emitiera acentos quejumbrosos; la 
										envidia es una enfermedad y nada hay más 
										respetable que el derecho de lamentarse 
										cuando se padecen congestiones de la 
										vanidad. El envidioso es la única 
										víctima de su propio veneno; la envidia 
										le devora como el cáncer a la víscera; 
										le ahoga como la hiedra a la encina.
										
										Por eso Poussin, en una tela admirable, 
										pintó a este monstruo mordiéndose los 
										brazos y sacudiendo la cabellera de 
										serpientes que le amenazan sin cesar.
										
										Dante consideró a los envidiosos 
										indignos del infierno. En la sabia 
										distribución de penas y castigos los 
										recluyó en el purgatorio, lo que se 
										aviene a su condición mediocre. Yacen 
										acoquinados en un círculo de piedra 
										cenicienta, sentados junto a un paredón 
										lívido como sus caras llorosas, 
										cubiertos por cilicios, formando 
										panorama de cementerio viviente. El sol 
										les niega su luz; tienen los ojos 
										cosidos con alambres, porque nunca 
										pudieron ver el bien del prójimo. Habla 
										por ellos la noble Sapía, desterrada por 
										sus conciudadanos; fue tal su envidia 
										que sintió loco regocijo cuando ellos 
										fueron derrotados por los florentinos. Y 
										hablan otros, con voces trágicas, 
										mientras lejanos fragores de truenos 
										recuerdan la palabra que Caín pronunció 
										después de matar a Abel. Porque el 
										primer asesino de la leyenda bíblica 
										tenía que ser un envidioso.
										
										Llevan todos el castigo en su culpa. El 
										espartano Antistenes, al saber que le 
										envidiaban, contestó con acierto: peor 
										para ellos, tendrán que sufrir el doble 
										tormento de sus males y de mis bienes. 
										Los únicos gananciosos son los 
										envidiados; es grato sentirse adorar de 
										rodillas.
										
										La mayor satisfacción del hombre 
										excelente está en provocar la envidia, 
										estimulándola con los propios méritos, 
										acosándola cada día con mayores 
										virtudes, para tener la dicha de 
										escuchar sus plegarias. No ser envidiado 
										es una garantía inequívoca de 
										mediocridad.
																				
																				 
																				CAPÍTULO VI
										
										LA VEJEZ NIVELADORA
										
										I. Las canas. - II. Etapas de 
										decadencia. - III. La bancarrota de los 
										Ingenios. - IV. Psicología de la vejez. 
										- V. La virtud de la Impotencia.
										
										I. LAS CANAS
										
										Encanecer es una cosa muy triste; las 
										canas son un mensaje de la Naturaleza 
										que nos advierte la proximidad. del 
										crepúsculo. Y no hay remedio. Arrancarse 
										la primera ¿quién no lo hace? es como 
										quitar el badajo a la campana que toca 
										el Angeius, pretendiendo con ello 
										prolongar el día. Las canas visibles 
										corresponden a otras más graves que no 
										vemos: el cerebro y el corazón, todo el 
										espíritu y toda la ternura, encanecen al 
										mismo tiempo que la cabellera. El alma 
										de fuego bajo la ceniza de los años es 
										una metáfora literaria, desgraciadamente 
										incierta. La ceniza ahoga a la llama y 
										protege a la brasa. El ingenio es la 
										llama; la brasa es la mediocridad.
										
										Las verdades generales no son 
										irrespetuosas; dejan entreabierta una 
										rendija por donde escapan las 
										excepciones particulares. ¿Por qué no 
										decir la conclusión desconsoladora? Ser 
										viejo es ser mediocre, con rara 
										excepción. La máxima desdicha de un 
										hombre superior es sobrevivirse a sí 
										mismo, nivelándose con los demás. 
										¡Cuántos se suicidarían si pudieran 
										advertir ese pasaje terrible del hombre 
										que piensa al hombre que vegeta, del que 
										empuja al que es arrastrado, del que ara 
										surcos nuevos al que se esclaviza en las 
										huellas de la rutina! Vejez y 
										mediocridad suelen ser desdichas 
										paralelas.
										
										El "genio y figura hasta la sepultura", 
										es una excepción muy rara en los hombres 
										de ingenio excelentes, si son longevos: 
										suele confirmarse cuando mueren a 
										tiempo, anotes de que la fatal opacidad 
										crepus cular empañe los resplandores del 
										espíritu. En general, si mueren tarde. 
										una pausada neblina comienza a velar su 
										mente con los achaques de la vejez; si 
										la muerte se empeña en no venir, los 
										genios tórnanse extraños a sí mismos, 
										supervivencia que los lleva hasta no 
										comprender su propia obra. Les sucede 
										como a un astrónomo que perdiera su 
										telescopio y acabara por dudar de sus 
										anteriores descubrimientos, al verse 
										imposibilitado para confirmarlos a 
										simple vista.
										
										La decadencia del hombre que envejece 
										está representada por una regresión 
										sistemática de la intelectualidad. Al 
										principio, la vejez mediocriza a todo 
										hombre superior; más tarde, la 
										decrepitud inferioriza al viejo ya 
										mediocre. Tal afirmación es un simple 
										corolario de verdades biológicas. La 
										personalidad humana es una formación 
										continua, no una entidad fija; se 
										organiza y se desorganiza, evoluciona e 
										involuciona, crece y se amengua, se 
										intensifica y se agota. Hay un momento 
										en que alcanza su máxima plenitud; 
										después de esa época es incapaz de 
										acrecentarse y pronto suelen advertirse 
										los síntomas iniciales del descenso, los 
										parpadeos de la llama interior que se 
										apaga. Cuando el cuerpo se niega a 
										servir todas nuestras intenciones y 
										deseos, o cuando éstos son medidos en 
										previsión de fracasos posibles, podemos 
										afirmar que ha comenzado la vejez. 
										Detenerse a meditar una intención noble, 
										es matarla; el hielo invade 
										traidoramente el corazón y la 
										personalidad más libre se amansa y 
										domestica. La rutina es el estigma 
										mental de la vejez; el ahorro es su 
										estigma social. El hombre envejece 
										cuando el cálculo utilitario reemplaza a 
										la alegría juvenil. Quien se pone a 
										mirar si lo que tiene le bastará para 
										todo su porvenir posible. ya no es 
										joven; cuando opina que es preferible 
										tener de más a tener de menos, está 
										viejo; cuando su afán de poseer excede 
										su posibilidad de vivir, ya está 
										moralmente decrépito. La avaricia es una 
										exaltación de los sentimientos egoístas 
										propios de la vejez. Muchos siglos antes 
										de estudiarla los psicólogos modernos, 
										el propio Cicerón escribió palabras 
										definitivas: "Nunca he oído decir que un 
										viejo haya olvidado el sitio en que 
										había ocultado su tesoro" (De Senectute, 
										c. 7.). Y debe ser verdad, si tal dijo 
										quien se propuso defender los fueros y 
										encantos de la vejez.
										
										Las canas son avaras y la avaricia es un 
										árbol estéril: la humanidad perecería si 
										tuviese que alimentarse de sus frutos. 
										La moral burguesa del ahorro ha 
										envilecido a generaciones y pueblos 
										enteros; hay graves peligros en 
										predicarla, pues, como enseñó 
										Maquiavelo, "más daña a los pueblos la 
										avaricia de sus ciudadanos que la 
										rapacidad de sus enemigos". Esa pasión 
										de coleccionar bienes que no se 
										disfrutan se acrecienta con los años, al 
										revés de las otras. El que es 
										maniestrecho en la juventud llega hasta 
										asesinar por dinero en la vejez. La 
										avaricia seca el corazón, lo cierra a la 
										fe, al amor, a la esperanza, al ideal. 
										Si un avaro poseyera el sol, dejaría el 
										universo a oscuras para evitar que su 
										tesoro se gastase. Además de aferrarse a 
										lo que tiene, el avaro se desespera por 
										tener más, sin límite; es más miserable 
										cuanto más tiene: para soterrar talegas 
										que no disfruta, renuncia a la dignidad 
										o al bienestar; ese afán de perseguir lo 
										que no gozará nunca constituye la más 
										siniestra de las miserias.
										
										La avaricia como pasión envilecedora, 
										iguala a la envidia. Es la pústula moral 
										de los corazones envejecidos.
										
										II. ETAPAS DE DECADENCIA
										
										La personalidad individual se constituye 
										por sobreposiciones sucesivas de la 
										experiencia. Se ha señalado una 
										"estratificación" del carácter; la 
										palabra es exacta y merece conservarse 
										para ulteriores desenvolvimientos. En 
										sus capas primitivas y fundamentales 
										yacen las inclinaciones recibidas 
										hereditariamente de los antepasados: la 
										"mentalidad de la especie". En las capas 
										medianas encuéntranse las sugestiones 
										educativas de la sociedad: la 
										"mentalidad social". En las capas 
										superiores florecen las variaciones y 
										perfeccionamientos recientes de cada 
										uno, los rasgos personales que no son 
										patrimonio colectivo: la "mentalidad 
										individual".
										
										Así como en las formaciones geológicas 
										las sedimentaciones más profundas 
										contienen los fósiles más antiguos, las 
										primitivas bases de la personalidad 
										individual guardan celosamente el 
										capital común a la especie y a la 
										sociedad. Cuando los estratos 
										recientemente constituidos van 
										desapareciendo por obra de la vejez, el 
										psicólogo descubre, poco a poco, la 
										mentalidad del mediocre, del niño y del 
										salvaje, cuyas vulgaridades, simplezas y 
										atavismos reaparecen a medida que las 
										canas van reemplazando a los cabellos.
										
										Inferior, mediocre o superior, todo 
										hombre adulto atraviesa un período 
										estacionario, durante el cual 
										perfecciona sus aptitudes adquiridas, 
										pero no adquiere otras nuevas. Más tarde 
										la inteligencia entra en su ocaso. Las 
										funciones del organismo empiezan a 
										decaer a cierta edad. Esas declinaciones 
										corresponden a inevitables procesos de 
										regresión orgánica. Las funciones 
										mentales, lo mismo que las otras, decaen 
										cuando comienzan a enmohecerse los 
										engranajes celulares de nuestros centros 
										nerviosos. Es evidente que el individuo 
										ignora su propio crepúsculo; ningún 
										viejo admite que su inteligencia haya 
										disminuido. El que esto escribe hoy, 
										creerá, probablemente, lo contrario 
										cuando tenga más de sesenta años. Pero 
										objetivamente considerado, el hecho es 
										indiscutible, aunque podrá haber 
										discrepancia para señalar límites 
										generales a la edad en que la vejez 
										desvencija nuestros resortes. Se 
										comprende que para esta función, como 
										para todas las demás del organismo, la 
										edad de envejecer difiere de individuo a 
										individuo; los sistemas orgánicos en que 
										se inicia la involución son distintos en 
										cada uno. Hay quien envejece antes por 
										sus órganos digestivos, circulatorios o 
										psíquicos; y hay quien conserva íntegras 
										algunas de sus funciones hasta más allá 
										de los límites comunes. La longevidad 
										mental es un accidente; no es la regla.
										
										La vejez inequívoca es la que pone más 
										arrugas en el espíritu que en la frente. 
										La juventud no es simple cuestión de 
										estado civil y puede sobrevivir a alguna 
										cana: es un don de vida intensa, 
										expresiva y optimista. Muchos 
										adolescentes no lo tienen y algunos 
										viejos desbordan de él. Hay hombres que 
										nunca han sido jóvenes; en sus 
										corazones, pre maturamente agostados, no 
										encontraron calor las opiniones extremas 
										ni aliento las exageraciones románticas. 
										En ellos, la única precocidad es la 
										vejez. Hay, en cambio, espíritus de 
										excepción que guardan, algunas 
										originalidades hasta sus años últimos, 
										envejecidos tardíamente. Pero, en unos 
										antes y en otros después, despacio o de 
										prisa, el tiempo consuma su obra y 
										transforma nuestras ideas, sentimientos, 
										pasiones, energías.
										
										El proceso de involución intelectual 
										sigue el mismo curso que el de su 
										organización, pero invertido. Primero 
										desaparece la "mentalidad individual", 
										más tarde la "mentalidad social", y, por 
										último, la "mentalidad de la especie". 
										La vejez comienza por hacer de todo 
										individuo un hombre mediocre. La mengua 
										mental puede, sin embargo, no detenerse 
										allí. Los engranajes celulares del 
										cerebro siguen enmoheciéndose, la 
										actividad de las asociaciones neuronales 
										se atenúa cada vez más y la obra 
										destructora de la decrepitud es más 
										profunda. Los achaques siguen 
										desmantelando sucesivamente las capas 
										del carácter, desapareciendo una tras 
										otra sus adquisiciones secundarias, las 
										que reflejan la experiencia social. El 
										anciano se inferioriza, es decir, vuelve 
										poco a poco a su primitiva mentalidad 
										infantil, conservando las adquisiciones 
										más antiguas de su personalidad, que 
										son, por ende, las mejor consolidadas. 
										Es notorio que la infancia y la senectud 
										se tocan; todos los idiomas consagran 
										esta observación en refranes harto 
										conocidos. Ello explica las profundas 
										transformaciones psíquicas de los 
										viejos: el cambio total de sus 
										sentimientos (especialmente los sociales 
										y altruistas), la pereza progresiva para 
										acometer empresas nuevas (con discreta 
										conservación de los hábitos consolidados 
										por antiguos automatismos) y la duda o 
										la apostasía de las ideas más personales 
										(para volver primero a las ideas comunes 
										en su medio y luego a las profesadas en 
										la infancia o por los antepasados).
										
										La mejor prueba de ello que los 
										ignorantes suelen dictar contra la 
										ciencia la encontramos en los hombres de 
										más elevada mentalidad y de cultura 
										mejor disciplinada; es frecuente en 
										ellos, al entrar en la ancianidad, un 
										cambio radical de opiniones acerca de 
										los más altos problemas filosóficos, a 
										medida que decaen las aptitudes 
										originariamente definidas durante la 
										edad viril.
										
										III. LA BANCARROTA DE LOS INGENIOS
										
										Este cuadro no es exagerado ni 
										esquemático. La marcha progresiva del 
										proceso impide advertir esa evolución en 
										las personas que nos rodean; es como si 
										una claridad se apagara tan de a poco 
										que pudiera llegarse a la oscuridad 
										absoluta sin advertir en momento alguno 
										la transición.
										
										A la natural lentitud del fenómeno 
										agréganse las diferencias que él reviste 
										en cada individuo. Los que sólo habían 
										logrado adquirir un reflejo de la 
										mentalidad social, poco tienen que 
										perder en esta inevitable bancarrota: es 
										el emprobrecimiento de un pobre. Y 
										cuando, en plena senectud, su mentalidad 
										social se reduce a la mentalidad de la 
										especie, inferiorizándose, a nadie 
										sorprende ese pasaje de la pobreza a la 
										miseria.
										
										En el hombre. superior, en el talento o 
										en el genio, se notan claramente esos 
										estragos. ¿Cómo no llamaría nuestra 
										atención un antiguo millonario que 
										paseara a nuestro lado sus postreros 
										andrajos? El hombre superior deja de 
										serlo, se nivela. Sus ideas propias, 
										organizadas en el período del 
										perfeccionamiento, tienden a ser 
										reemplazadas por ideas comunes o 
										inferiores. El genio entiéndase bien 
										nunca es tardío, aunque pueda revelarse 
										tardíamente su fruto; las obras pensadas 
										en la juventud y escritas en la madurez, 
										pueden no mostrar decadencia, pero 
										siempre la revelan las obras pensadas en 
										la vejez misma. Leemos la segunda parte 
										del Fausto por respeto al autor de la 
										primera; no podemos salir de ello sin 
										recordar que "nunca segundas partes 
										fueron buenas", adagio inapelable si la 
										primera fue obra de juventud y la 
										segunda es fruto de la vejez. Se ha 
										señalado en Kant un ejemplo acabado de 
										esta metamorfosis psicológica. El joven 
										Kant, verdaderamente "crítico", había 
										llegado a la convicción de que los tres 
										grandes baluartes del misticis mo: Dios, 
										libertad e inmortalidad del alma, eran 
										insostenibles ante la razón pura; el 
										Kant envejecido, "dogmático", encontró, 
										en cambio, que esos tres fantasmas son 
										postulados de la "razón práctica", y, 
										por lo tanto, indispensables. Cuanto más 
										se predica la vuelta de Kant, en el 
										contemporáneo arreciar neokantista, 
										tanto más ruidosa e irreparable 
										preséntase la contradicción entre el 
										joven y el viejo Kant. El mismo Spencer, 
										monista como el que más, acabó por 
										entreabrir una puerta al dualismo con su 
										"incognoscible". Virchow creó en plena 
										juventud la patología celular, sin 
										sospechar que terminaría renegando sus 
										ideas de naturalista filósofo. Lo mismo 
										que él decayeron otros.
										
										Para citar tan sólo a muertos de ayer, 
										hase visto a Lombroso caer en sus 
										últimos años en ingenuidades infantiles 
										explicables por su debilitamiento 
										mental, a punto de llorar conversando 
										con el alma de su madre en un trípode 
										espiritista. James, que en su juventud 
										fue portavoz de la psicología 
										evolucionista y biológica, acabó por 
										enmarañarse en especulaciones morales 
										que sólo él comprendió. Y, por fin, 
										Tolstóy, cuya juventud fue pródiga de 
										admirables novelas y escritos, que le 
										hicieron clasificar como escritor 
										anarquista, en los últimos años escribió 
										artículos adocenados que no firmaría un 
										gacetillero vulgar, para extinguirse en 
										una peregrinación mística que puso en 
										ridículo las horas últimas de su vida 
										física. La mental había terminado mucho 
										antes.
										
										IV. PSICOLOGÍA DE LA VEJEZ
										
										La sensibilidad se atenúa en los viejos 
										y se embotan sus vías de comunicación 
										con el mundo que les rodea; los tejidos 
										se endurecen y tórnanse menos sensibles 
										al dolor físico. El viejo tiende a la 
										inercia, busca el menor esfuerzo; así 
										como la pereza es una vejez anticipada, 
										la vejez es una pereza que llega 
										fatalmente en cierta hora de la vida. Su 
										característica es una atrofia de los 
										elementos nobles del organismo, con 
										desarrollo de los inferiores; una parte 
										de los capilares se obstruye y amengua 
										el aflujo sanguíneo a los tejidos; el 
										peso y el volumen del sistema nervioso 
										central se reducen, como el de todos los 
										tejidos pro piamente vitales; la 
										musculatura fláccida impide mantener el 
										cuerpo erecto; los movimientos pierden 
										su agilidad y su precisión. En el 
										cerebro disminuyen las permutas 
										nutritivas, se alteran las 
										transformaciones químicas y el tejido 
										conjuntivo prolifera, haciendo degenerar 
										las células más nobles. Roto el 
										equilibrio de los órganos, no puede 
										subsistir el equilibrio de las 
										funciones: la disolución de la vida 
										intelectual y afectiva sigue ese curso 
										fatal perfectamente estudiado por Ribot 
										en el capítulo final de su psicología de 
										los sentimientos.
										
										A medida que envejece, tórnase el hombre 
										infantil, tanto por su ineptitud 
										creadora como por su achicamiento moral. 
										Al período expansivo sucede el de 
										concentración; la incapacidad para el 
										asalto perfecciona la defensa. La 
										insensibilidad física se acompaña de 
										analgesia moral; en vez de participar 
										del dolor ajeno, el viejo acaba por no 
										sentir ni el propio; la ansiedad de 
										prolongar su vida parece advertirle que 
										una fuerte emoción puede gastar energía, 
										y se endurece contra el dolor como la 
										tortuga se retrae debajo de su caparazón 
										cuando presiente un peligro. Así llega a 
										sentir un odio oculto por todas las 
										fuerzas vivas que crecen y avanzan, un 
										sordo rencor contra todas las 
										primaveras.
										
										La psicología de la vejez denuncia ideas 
										obsesivas absorbentes.
										
										Todo viejo cree que los jóvenes le 
										desprecian y desean su muerte para 
										suplantarle. Traduce tal manía por 
										hostilidad a la juventud, considerándola 
										muy inferior a la de su tiempo, juicio 
										que extiende a las nuevas costumbres 
										cuando ya no puede adaptarse a ellas. 
										Aun en la cosas pequeñas exige la parte 
										más grande, contrariando toda 
										iniciativa, desdeñando las corazonadas y 
										escarneciendo los ideales, sin recordar 
										que en otro tiempo pensó, sintió e hizo 
										todo lo que ahora considera 
										comprometedor y detestable. ésa es la 
										verdadera psicología del hombre que 
										envejece. La edad atenúa o anula el 
										celo, el ardor, la aptitud para crear, 
										descubrir o simplemente saborear el 
										arte, para tener la curiosidad 
										despierta. Omito las rarísimas 
										excepciones que exigirían, cada una, un 
										examen particular.
										
										Para la mayoría de los hombres, el 
										debilitamiento vital suprime de seguida 
										el gusto de esas cosas superfluas. 
										Señalemos, también, con la vejez, la 
										hostilidad decidida contra las 
										innovaciones: nuevas formas artísticas, 
										nuevos descubrimientos, nuevas maneras 
										de plantear o tratar problemas 
										científicos. El hecho es tan notorio, 
										que no exige pruebas.
										
										Ordinariamente, en estética sobre todo, 
										cada generación reniega a la que le 
										sigue. La explicación común de ese 
										misoneísmo, es la existencia de hábitos 
										intelectuales ya organizados, que serían 
										conmovidos por un" contraste violento, 
										si aún existiera una capacidad de 
										emoción o de pasión. Esto último es lo 
										que falta en los viejos, por la modorra 
										de su vida afectiva. Agrega Ribot que a 
										esa disolución de los sentimientos 
										superiores sigue la de todos los 
										sentimientos altruistas y la de los 
										egoaltruistas, perdurando hasta el fin 
										los egoístas, cada vez más aislados y 
										predominantes en la personalidad del 
										viejo. Ellos mismos naufragan en la 
										ulterior senilidad.
										
										Los diversos elementos del carácter 
										disuélvense en orden inverso al de su 
										.formación. Los que se han adquirido al 
										fin son menos activos, dejan surcos poco 
										persistentes, son adventicios, 
										incoordinados. Esto revélase en la 
										regresión de la memoria senil; los 
										fantasmas de las primeras impresiones 
										juveniles siguen rodando en la mente, 
										cuando ya han desaparecido los recuerdos 
										más cercanos, los del día anterior. La 
										falta de plasticidad hace que los nuevos 
										procesos psíquicos no dejen rastros, o 
										muy débiles, mientras los antiguos se 
										han grabado hondamente en materia más 
										sensible y sólo se borran con la 
										destrucción de los órganos.
										
										Con el crecimiento de las neuronas en el 
										hombre joven, y su poder de crear nuevas 
										asociaciones, explicaría Cajal la 
										capacidad de adaptación del hombre y su 
										aptitud para cambiar sus sistemas 
										ideológicos; la detención de esas 
										funciones en los ancianos, o en los 
										adultos de cerebro atrofiado por la 
										falta de ilustración u otra causa, 
										permite comprender las convicciones 
										inmutables, la inadaptación al medio 
										moral y las aberraciones misoneístas. Se 
										concibe, igualmente, que la falta de 
										asociación de ideas, la torpeza 
										intelectual, la imbecilidad, la 
										demencia, puedan producirse cuando por 
										causas más o menos mórbidas la 
										articulación entre los neurones llega a 
										ser floja, es decir, cuando se debilitan 
										y se dejan de estar en contacto, o 
										cuando la memoria se desorganiza 
										parcialmente. Para formular esta 
										hipótesis, Cajal ha tenido dad. Se dirá 
										que la solución de esos problemas por 
										verdaderos muchachos fue una singular y 
										excepcional casualidad; fácil es 
										comprobar que ocurre lo mismo en todos 
										los dominios de la ciencia: la gran 
										mayoría de los trabajos que señalaron 
										horizontes nuevos fueron la obra de 
										jóvenes que acababan de transponer los 
										veinte años. No es éste el sitio para 
										buscar las causas y consecuencias de ese 
										hecho pero es útil recordarlo, pues 
										aunque señalado más de una vez, está muy 
										lejos de ser reconocido por los que se 
										dedican a educar la juventud. Los 
										trabajos de hombres jóvenes son de 
										carácter principalmente innovador; el 
										mecanismo de la instrucción pública no 
										debe ser obstáculo a ellos..., 
										permitiéndoles desde temprano 
										desarrollar libremente sus aptitudes en 
										los institutos superiores, en vez de 
										agotar prematuramente, como ocurre 
										ahora, un gran número de talentos 
										científicos originales". Y para que sus 
										conclusiones no parezcan improvisadas, 
										W. Ostwald las ha desenvuelto en su 
										último libro sobre los grandes hombres, 
										donde el problema del genio juvenil está 
										analizado con criterio experimental. Por 
										eso las academias suelen ser cementerios 
										donde se glorifica a los hombres que ya 
										han dejado de existir para su ciencia o 
										para su arte. Es natural que a ellas 
										lleguen los muertos o los agonizantes; 
										dar entrada a un joven significaría 
										enterrar a un vivo.
										
										V. LA VIRTUD DE LA IMPOTENCIA
										
										Será verdad lo que se afirma desde 
										Lucrecio y Montaigne hasta Ribot y 
										Ostwald; pero los viejos no renunciarán 
										a sus protestas contra los jóvenes, ni 
										éstos acatarán en silencio la hegemonía 
										de las canas. Los viejos olvidan que 
										fueron jóvenes y éstos parecen ignorar 
										que serán viejos: el camino a recorrer 
										es siempre el mismo, de la originalidad 
										a la mediocridad, y de ésta a la 
										inferioridad mental.
										
										¿Cómo sorprendernos, entonces, de que 
										los jóvenes revolucionarios terminen 
										siendo viejos conservadores? ¿Y qué de 
										extraño es la conversión religiosa de 
										los ateos llegados a la vejez? ¿Cómo 
										podría el hombre activo y emprendedor a 
										los treinta años, no ser apático y 
										prudente a los ochenta? ¿Cómo 
										asombrarnos de que la vejez nos haga 
										avaros, misántropos, regañones, cuando 
										nos va entorpeciendo paulatinamente los 
										sentidos y la inteligencia, como si una 
										mano misteriosa fuera cerrando una por 
										una todas las ventanas entreabiertas 
										frente a la realidad que nos rodea?
										
										La ley es dura, pero es ley. Nacer y 
										morir son los términos inviolables de la 
										vida; ella nos dice con voz firme que lo 
										anormal no es nacer ni morir en la 
										plenitud de nuestras funciones. Nacemos 
										para crecer; envejecemos para morir. 
										Todo lo que la Naturaleza nos ofrece 
										para el crecimiento, nos lo substrae 
										preparando la muerte.
										
										Sin embargo, los viejos protestan de que 
										no se les respete bastante, mientras los 
										jóvenes se desesperan por lo excesivo de 
										ese respeto.
										
										La historia es de todos los tiempos. 
										Cicerón escribió su De Senectute con el 
										mismo espíritu que hoy Faguet escribe 
										ciertas páginas de su ensayo sobre La 
										Vieillese. Aquél se quejaba de que los 
										viejos eran poco respetados en el 
										imperio; éste se queja de que lo sean 
										menos en la democracia. Asombran las 
										palabras de Faguet cuando afirma que los 
										viejos no son escuchados, pretendiendo 
										ver en ello la negación de una 
										competencia más. Alega que en los 
										pueblos primitivos, como hoy entre los 
										salvajes, son los viejos los que 
										gobiernan: la gerontocracia se explica 
										allí, donde no hay más ciencia que la 
										experiencia y los viejos lo saben todo, 
										pues cualquier caso nuevo les resulta 
										conocido por haber visto muchos 
										similares. Dice Faguet que el libro 
										puesto en manos de los jóvenes, es el 
										enemigo de la experiencia que 
										monopolizan los viejos.
										
										Y se desespera porque el viejo ha caído 
										en ridículo, aunque comete la 
										imprudencia de juzgarle con verdad: "convenons 
										de bonne gráce qu'il préte á cela; il 
										est entété, il est maniaque, il est 
										verbeux, il est conteur, il est ennuyeux, 
										il est grondeur, et son aspect est 
										désagréable" (Convengamos de buena fe 
										que se presta a eso: es obstinado, es 
										maniático, es verboso, es cuentista, es 
										fastidioso, es regañón, y su aspecto es 
										desagradable): ningún joven ha escrito 
										una silueta más sintética que esa, 
										incluida en su volumen sobre el culto de 
										la incompetencia. .Faguet opina que el 
										viejo está desterrado de las 
										mediocracias contemporáneas. Grave 
										error, que sólo prueba su vejez. Toda 
										sociedad en decadencia es propicia a la 
										mediocridad y enemiga de cualquier 
										excelencia individual; por eso a los 
										jóvenes originales se les cierra el 
										acceso al Gobierno hasta que hayan 
										perdido su arista propia, esperando que 
										la vejez los nivele, rebajándolos hasta 
										los modos de pensar y sentir que son 
										comunes a su grupo social. Por eso las 
										funciones directivas suelen ser 
										patrimonio de la edad madura; la 
										"opinión pública" de los pueblos, de las 
										clases o de los partidos, suele 
										encontrar en los hombres que fueron 
										superiores y empiezan ya a decaer, el 
										exponente natural de su mediocridad. En 
										la juventud, son considerados 
										peligrosos; sólo en las épocas 
										revolucionarias gobiernan los jóvenes; 
										la Revolución Francesa fue ejecutada por 
										ellos, lo mismo que la emancipación de 
										ambas Américas. El progreso es obra de 
										minorías ilustradas y atrevidas. 
										Mientras el individuo superior piensa 
										con su propia cabeza, no puede pensar 
										con la cabeza de las mayorías 
										conservadoras. No hay, pues, la falta de 
										respeto que, en sus vejeces respectivas, 
										señalaron Platón, Aristóteles y 
										Montesquieu, antes que Faguet. Afirmar 
										que por el camino de la vejez se llega a 
										la mediocridad, es la aplicación simple 
										de una ley general que rige todos los 
										organismos vivos y los prepara a la 
										muerte. ¿Por qué extrañarnos de esa 
										decadencia mental si estamos 
										acostumbrados a ver desteñirse las hojas 
										y deshojarse los árboles cuando el otoño 
										llega perseguido por el invierno?
										
										Admiremos a los viejos por las 
										superioridades que hayan poseído en la 
										juventud. No incurramos en la simpleza 
										de esperar una vejez santa, heroica o 
										genial tras una juventud equívoca, mansa 
										y opaca; la vejez no pone flores donde 
										sólo había malezas, antes bien, siega 
										las excelencias con su hoz niveladora. 
										Los viejos representativos que ascienden 
										al gobierno y a las dignidades, después 
										de haber pasado sus mejores años en la 
										inercia o en orgías, en el tapete verde 
										o entre rameras, en la expectativa 
										apática o en la resignación humillada, 
										sin una palabra vil y sin un gesto 
										altivo, esquivando la lucha, temiendo a 
										los adversarios y renunciando los 
										peligros, no merecen la confianza de sus 
										contemporáneos ni tienen derecho a 
										catonizar. Sus palabras grandilocuentes 
										parecen pronunciadas en falsete y mueven 
										a risa. Los hombres de carácter elevado 
										no hacen a la vida la injuria de 
										malgastar su juventud, ni confían a la 
										incertidumbre de las canas la iniciación 
										de grandes empresas que sólo pueden 
										concebir las mentes frescas y realizar 
										los brazos viriles.
										
										La experiencia viril complica la 
										tontería de los mediocres, pero puede 
										convertirlos en genios; la madurez 
										ablanda al perverso, lo torna inútil 
										para el mal. El diablo no sabe más por 
										viejo que por diablo. Si se arrepiente 
										no es por santidad; sino por impotencia.
																				
																				 
																				CAPÍTULO VII
										
										LA MEDIOCRACIA
										
										I El clima de la mediocridad. - II. La 
										patria. - III. La política de las 
										piaras. - IV. Los arquetipos de la 
										mediocracia. - V. La aristocracia del 
										mérito.
										
										I. EL CLIMA DE LA MEDIOCRIDAD
										
										En raros momentos la pasión caldea la 
										historia y los idealismos se exaltan: 
										cuando las naciones se constituyen y 
										cuando se renuevan.
										
										Primero es secreta ansia de libertad, 
										lucha por la independencia más tarde, 
										luego crisis de consolidación 
										institucional, después vehemencia de 
										expansión o pujanza de energías. Los 
										genios pronuncian palabras definitivas; 
										plasman los estadistas sus planes 
										visionarios; ponen los héroes su corazón 
										en la balanza del destino. Es, empero, 
										fatal que los pueblos tengan largas 
										intercadencias de encebadamiento. La 
										historia no conoce un solo caso en que 
										altos ideales trabajen con ritmo 
										continuo la evolución de una raza. Hay 
										horas de palingenesia y las hay de 
										apatía, con vigilias y sueños, días y 
										noches, primaveras y otoños, en cuyo 
										alternarse infinito se divide la 
										continuidad del tiempo.
										
										En ciertos períodos la nación se aduerme 
										dentro del país. El organismo vegeta; el 
										espíritu se amodorra. Los apetitos 
										acosan a los ideales, tornándose 
										dominadores y agresivos. No hay astros 
										en el horizonte ni oriflamas en los 
										campanarios. Ningún clamor de pueblo se 
										percibe; no resuena el eco de grandes 
										voces animadoras. Todos se apiñan en 
										torno de los manteles oficiales para 
										alcanzar alguna migaja de la merienda.
										
										Es el clima de la mediocridad. Los 
										Estados tórnanse mediocres y se 
										arrastran. Conviénese en llamar 
										urbanidad a la hipocresía, distinción al 
										amaneramiento, cultura a la timidez, 
										tolerancia a la complicidad; la mentira 
										proporciona estas denominaciones 
										equívocas. Y los que así mienten son 
										enemigos de sí mismos y de la patria, 
										deshonrando en ella a sus padres y a sus 
										hijos, carcomiendo la dignidad común.
										
										En esos paréntesis de alcornocamiento 
										aventúranse las mediocracias por 
										senderos innobles. La obsesión de 
										acumular tesoros materiales, o el torpe 
										afán de usufructuarlos en la holganza, 
										borra del espíritu colectivo todo rastro 
										de ensueño. Los países dejan de ser 
										patrias, cualquier ideal parece 
										sospechoso. Los filósofos, los sabios y 
										los artistas están de más; la pesadez de 
										la atmósfera estorba a sus alas, y dejan 
										de volar. Su presencia mortifica a los 
										traficantes, a todos los que trabajan 
										por lucro, a los esclavos del ahorro o 
										de la avaricia. Las cosas del espíritu 
										son despreciadas; no siéndole propicio 
										el clima, sus cultores son contados; no 
										llegan a inquietar a las mediocracias; 
										están proscritos dentro del país, que 
										mata a fuego lento sus ideales, sin 
										necesitar desterrarlos.
										
										Cada hombre queda preso entre mil 
										sombras que lo rodean y lo paralizan.
										
										Siempre hay mediocres. Son perennes. Lo 
										que varía es su prestigio y su 
										influencia. En las épocas de exaltación 
										renovadora muéstranse humildes, son 
										tolerados; nadie los nota, no osan 
										inmiscuirse en nada.
										
										Cuando se entibian los ideales y se 
										reemplaza lo cualitativo por lo 
										cuantitativo, se empieza a contar con 
										ellos. Apercíbense entonces de su 
										número, se mancornan en grupos, se 
										arrebañan en partidos. Crece su 
										influencia en la justa medida en que el 
										clima se atempera; el sabio es igualado 
										al analfabeto, el rebelde al lacayo, el 
										poeta al prestamista. La mediocridad se 
										condensa, conviértese en sistema, es 
										incontrastable.
										
										Encúmbranse gañanes, pues no florecen 
										genios: las creaciones y las profecías 
										son imposibles si no están en el alma de 
										la época. La aspiración de lo mejor no 
										es privilegio de todas las generaciones. 
										Tras una que ha realizado un gran 
										esfuerzo, arrastrada o conmovida por un 
										genio, la siguiente descansa y se dedica 
										a vivir de glorias pasadas, 
										conmemorándose sin fe; las facciones 
										dispútanse los manejos administrativos, 
										compitiendo en manosear todos los 
										ensueños. La mengua de éstos se disfraza 
										con exceso de pompa y de palabras; 
										acállase cualquier protesta dando 
										participación en los festines; se 
										proclaman las mejores intenciones y se 
										practican bajezas abominables; se miente 
										el arte; se miente la justicia; se 
										miente el carácter. Todo se miente con 
										la anuencia de todos; cada hombre pone 
										precio a su complicidad, un precio 
										razonable que oscila entre un empleo y 
										una decoración.
										
										Los gobernantes no crean tal estado de 
										cosas y de espíritus: lo representan.
										
										Cuando las naciones dan en bajíos, 
										alguna facción se apodera del engranaje 
										constituido o reformado por hombres 
										geniales.
										
										Florecen legisladores, pululan 
										archivistas, cuéntanse los funcionarios 
										por legiones: las leyes se multiplican, 
										sin reforzar por ello su eficacia.
										
										Las ciencias conviértense en mecanismos 
										oficiales, en institutos y academias 
										donde jamás brota el genio y al talento 
										mismo se le impide que brille: su 
										presencia humillaría con la fuerza del 
										contraste. Las artes tórnanse industrias 
										patrocinadas por el Estado, reaccionario 
										en sus gustos y adverso a toda previsión 
										de nuevos ritmos o de nuevas formas; la 
										imaginación de artistas y poetas parece 
										aguzarse en descubrir las grietas del 
										presupuesto y filtrarse por ellas. En 
										tales épocas los astros no surgen. 
										Huelgan: la sociedad no los necesita; 
										bástale su cohorte de funcionarios. El 
										nivel de los gobernantes desciende hasta 
										marcar el cero; la mediocracia es una 
										confabulación de los ceros contra las 
										unidades. Cien políticos torpes juntos, 
										no valen un estadista genial.
										
										Sumad diez ceros, cien, mil, todos los 
										de las matemáticas y no tendréis 
										cantidad alguna, siquiera negativa. Los 
										políticos sin ideal marcan el cero 
										absoluto en el termómetro de la 
										historia, conservándose limpios de 
										infamia y de virtud, equidistantes de 
										Nerón y de Marco Aurelio.
										
										Una apatía conservadora caracteriza a 
										esos períodos; entibiase la ansiedad de 
										las cosas elevadas, prosperando a su 
										contra el afán de los suntuosos 
										formulismos. Los gobernantes que no 
										piensan parecen prudentes; los que nada 
										hacen titúlanse reposados; los que no 
										roban resultan ejemplares. El concepto 
										del mérito se torna negativo: las 
										sombras son preferibles a los hombres. 
										Se busca lo originariamente mediocre o 
										lo mediocrizado por la senilidad. En vez 
										de héroes, genios o santos, se reclama 
										discretos administradores. Pero el 
										estadista, el filósofo, el poeta, los 
										que realizan, predican y cantan alguna 
										parte de un ideal están ausentes. Nada 
										tienen que hacer.
										
										La tiranía del clima es absoluta: 
										nivelarse o sucumbir. La regla conoce 
										pocas expresiones en la historia. Las 
										mediocracias negaron siempre las 
										virtudes, las bellezas, las grandezas, 
										dieron el veneno a Sócrates, el leño a 
										Cristo, el puñal a César, el destierro a 
										Dante, la cárcel a Galileo, el fuego a 
										Bruno; y mientras escarnecían a esos 
										hombres ejemplares, aplastándolos con su 
										saña o armando contra ellos algún brazo 
										enloquecido, ofrecían su servidumbre a 
										gobernantes imbéciles o ponían su hombro 
										para sostener las más torpes tiranías. A 
										un precio: que éstas garantizaran a las 
										clases hartas la tranquilidad necesaria 
										para usufructuar sus privilegios.
										
										En esas épocas del lenocinio la 
										autoridad es fácil de ejercitar: las 
										cortes se pueblan de serviles, de 
										retóricos que parlotean pane lucrando, 
										de aspirantes a algún bajalato, de 
										pulchinelas en cuyas conciencias está 
										siempre colgando el albarán ignominioso. 
										Las mediocracias apuntálanse en los 
										apetitos de los que ansían vivir de 
										ellas y en el miedo de los que temen 
										perder la pitanza. La indignidad civil 
										es ley en esos climas.
										
										Todo hombre declina su personalidad al 
										convertirse en funcionario: no lleva 
										visible la cadena al pie, como el 
										esclavo, pero la arrastra ocultamente, 
										amarrada en su intestino. Ciudadanos de 
										una patria son los capaces de vivir por 
										su esfuerzo, sin la cebada oficial. 
										Cuando todo se sacrifica a ésta, 
										sobreponiendo los apetitos a las 
										aspiraciones, el sentido moral se 
										degrada y la decadencia se aproxima. En 
										vano se busca remedios en la 
										glorificación del pasado. De ese 
										atafagamiento los pueblos no despiertan 
										loando lo que fue, sino sembrando el 
										porvenir.
										
										II. LA PATRIA
										
										Los países son expresiones geográficas y 
										los Estados son formas de equilibrio 
										político. Una patria es mucho más y es 
										otra cosa: sincronismo de espíritus y de 
										corazones, temple uniforme para el 
										esfuerzo y homogénea disposición para el 
										sacrificio, simultaneidad en la aspira 
										ción de la grandeza, en el pudor de la 
										humillación y en el deseo de la gloria. 
										Cuando falta esa comunidad de 
										esperanzas, no hay patria, no puede 
										haberla: hay que tener ensueños comunes, 
										anhelar juntos grandes cosas y sentirse 
										decididos a realizarlas, con la 
										seguridad de que al marchar todos en pos 
										de un ideal, ninguno se quedará en mitad 
										del camino contando sus talegas. La 
										patria está implícita en la solidaridad 
										sentimental de una raza y no en la 
										confabulación de los politiquistas que 
										medran a su sombra.
										
										No basta acumular riquezas para crear 
										una patria: Cartago no lo fue. Era una 
										empresa. Las áureas minas, las 
										industrias afiebradas y las lluvias 
										generosas hacen de cualquier país un 
										rico emporio: se necesitan ideales de 
										cultura para que en él haya una patria. 
										Se rebaja el valor de este concepto 
										cuando se lo aplica a países que carecen 
										de unidad moral, más parecidos a 
										factorías de logreros autóctonos o 
										exóticos que a legiones de soñadores 
										cuyo ideal parezca un arco tendido hacia 
										un objetivo de dignificación común.
										
										La patria tiene intermitencias: su 
										unidad moral desaparece en ciertas 
										épocas de rebajamiento, cuando se 
										eclipsa todo afán de cultura y se 
										enseñorean viles apetitos de mando y de 
										enriquecimiento. Y el remedio contra esa 
										crisis de chatura no está en el 
										fetichismo del pasado, sino en la 
										siembra del porvenir, concurriendo a 
										crear un nuevo ambiente moral propicio a 
										toda culminación de la virtud, del 
										ingenio y del carácter.
										
										Cuando no hay patria no puede haber 
										sentimiento colectivo de la nacionalidad 
										inconfundible con la mentira patriótica 
										explotada en todos los países por los 
										mercaderes y los militaristas. Sólo es 
										posible en la medida que marca el ritmo 
										unísono de los corazones para un noble 
										perfeccionamiento y nunca para una 
										innoble agresividad que hiera el mismo 
										sentimiento de otras nacionalidades.
										
										No hay manera más baja de amar a la 
										patria que odiando a las patrias de los 
										otros hombres, como si todas no fuesen 
										igualmente dignas de engendrar en sus 
										hijos iguales sentimientos. El 
										patriotismo debe ser emulación colectiva 
										para que la propia nación ascienda a las 
										virtudes de que dan ejemplo otras 
										mejores; nunca debe ser envidia 
										colectiva que haga sufrir de la ajena 
										superioridad y mueva a desear el 
										alejamiento de los otros hasta el propio 
										nivel. Cada Patria es un elemento de la 
										Humanidad; el anhelo de la dignificación 
										nacional debe ser un aspecto de nuestra 
										fe en la dignificación humana. Asciende 
										cada raza a su más alto nivel, como 
										Patria, y por el esfuerzo de todos 
										remontará el nivel de la especie, como 
										Humanidad.
										
										Mientras un país no es patria, sus 
										habitantes no constituyen una nación. El 
										celo de la nacionalidad sólo existe en 
										los que se sienten acomunados para 
										perseguir el mismo ideal. Por eso es más 
										hondo y pujante en las mentes 
										conspicuas; las naciones más homogéneas 
										son las que cuentan hombres capaces de 
										sentirlo y servirlo. La exigua capacidad 
										de ideales impide a los espíritus bastos 
										ver en el patrimonio un alto ideal: los 
										tránsfugas de la moral, ajenos a la 
										sociedad en que viven, no pueden 
										concebirlo; los esclavos y los siervos 
										tienen, apenas, un país natal. Sólo el 
										hombre digno y libre puede tener una 
										patria.
										
										Puede tenerla; no la tiene siempre, pues 
										tiempos hay en que sólo existe en la 
										imaginación de pocos: uno, diez, acaso 
										algún centenar de elegidos. Ella está 
										entonces en ese punto ideal donde 
										converge la aspiración de los mejores, 
										de cuantos la sienten sin medrar de 
										oficio a horcajadas de la política. En 
										esos pocos está la nacionalidad y vibra 
										en ellos; mantiénense ajenos a su afán 
										los millones de habitantes que comen y 
										lucran en el país.
										
										El sentimiento enaltecedor nace en 
										muchos soñadores jóvenes, pero permanece 
										rudimentario o se distrae en la 
										apetencia común; en pocos elegidos llega 
										a ser dominante, anteponiéndose a 
										pequeñas tentaciones de piara o de 
										cofradía. Cuando los intereses venales 
										se sobreponen al ideal de los espíritus 
										cultos, que constituyen el alma de una 
										nación, el sentimiento nacional degenera 
										y se corrompe: la patria es explotada 
										como una industria. Cuando se vive 
										hartando groseros apetitos y nadie 
										piensa que en el canto de un poeta o la 
										reflexión de un filósofo puede estar una 
										partícula de la gloria común, la nación 
										se abisma. Los ciudadanos vuelven a la, 
										condición de habitantes. La patria a la 
										de país.
										
										Eso ocurre periódicamente: como si la 
										nación necesitara parpadear en su mirada 
										hacia el porvenir. Todo se tuerce y 
										abaja, desapareciendo la molicie 
										individual en la común: diríase que en 
										la culpa colectiva se esfuma la 
										responsabilidad de cada uno. Cuando el 
										conjunto se dobla, como en el harquinazo 
										de un buque, parece, por relatividad, 
										que ninguna cosa se doblará. Sólo el que 
										se levanta y mira desde otro plano a los 
										que navegan, advierte su descenso, como 
										si frente a ellos fuese un punto 
										inmóvil: un faro en la costa.
										
										Cuando las miserias morales asolan a un 
										país, culpa es de todos los que por 
										falta de cultura y de ideal no han 
										sabido amarlo como patria: de todos los 
										que vivieron de ella sin trabajar para 
										ella.
										
										III. LA POLITICA DE LAS PIARAS
										
										Causa honda de esa contaminación general 
										es, en nuestra época, la degeneración 
										del sistema parlamentario: todas las 
										formas adocenadas de parlamentarismo. 
										Antes presumíase que para gobernar se 
										requería cierta ciencia y arte de 
										aplicarla; ahora se ha convenido que Gil 
										Blas, Tartufo y Sancho son los árbitros 
										inapelables de esa ciencia y de ese 
										arte.
										
										La política se degrada, conviértese en 
										profesión. En los pueblos sin ideales, 
										los espíritus subalternos medran con 
										torpes intrigas de antecámara. En la 
										bajamar sube lo rahez y se acorchan los 
										traficantes.
										
										Toda excelencia desaparece, eclipsada 
										por la domesticidad. Se instaura una 
										moral hostil a la firmeza y propicia al 
										relajamiento. El gobierno va a manos de 
										gentualla que abocada el presupuesto. 
										Abájanse los adarves y álzanse los 
										muladares. El lauredal se agosta y los 
										cardizales se multiplican.
										
										Los palaciegos se frotan con los 
										malandrines. Progresan funámbulos y 
										volatineros.
										
										Nadie piensa, donde todos lucran; nadie 
										sueña, donde todos tragan.
										
										Lo que antes era signo de infamia o 
										cobardía, tórnase título de astucia; lo 
										que otrora mataba, ahora vivifica, como 
										si hubiera una aclimatación al ridículo; 
										sombras envilecidas se levantan y 
										parecen hom quila: un hombre de negocios 
										está siempre con la mayoría. Apoya a 
										todos los Gobiernos.
										
										Los serviles merodean por los Congresos 
										en virtud de la flexibilidad de sus 
										espinazos. Lacayos de un grande hombre, 
										o instrumentos ciegos de su piara, no 
										osan discutir la jefatura del uno o las 
										consignas de la otra. No se les pide 
										talento, elocuencia o probidad: basta 
										con la certeza de su panurguismo. Viven 
										de luz ajena, satélites sin color y sin 
										pensamientos, uncidos al carro de su 
										cacique, dispuestos siempre a batir 
										palmas cuando él habla y a ponerse de 
										pie llegada la hora de una votación.
										
										En ciertas democracias novicias, que 
										parecen llamarse repúblicas por burla, 
										los Congresos hormiguean de mansos 
										protegidos de las oligarquías 
										dominantes. Medran piaras sumisas, 
										serviles, incondicionales, afeminadas: 
										las mayorías miran al porquero esperando 
										una guiñada o una seña. Si alguno se 
										aparta está perdido; los que se rebelan 
										están proscritos sin apelación.
										
										Hay casos aislados de ingenio y de 
										carácter, soñadores de algún apostolado 
										o representantes de anhelos indomables; 
										si el tiempo no los domestica, ellos 
										sirven a los demás, justificándolos con 
										su presencia, aquilatándolos. Es de 
										ilusos creer que el mérito abre las 
										puertas de los Parlamentos envilecidos. 
										Los partidos o el Gobierno en su nombre 
										operan una selección entre sus miembros, 
										a expensas del mérito o en favor de la 
										intriga. Un soberano cuantitativo y sin 
										ideales prefiere candidatos que tengan 
										su misma complexión moral: por simpatía 
										y por conveniencia.
										
										Las más abstrusas fórmulas de la química 
										orgánica parecen balbuceos infantiles 
										frente a las vueltacaras del Parlamento 
										mediocre. El desprecio de los hombres 
										probos no lo amedrenta jamás. Confía en 
										que el bajo nivel del representante 
										apruebe la insensatez del representado. 
										Por eso ciertos hombres inservibles se 
										adaptan maravillosamente a los 
										desiderata del sufragio universal; la 
										grey se prosterna ante los fetiches más 
										huecos y los rellena con su alambicada 
										tontería.
										
										Los cómplices, grandes o pequeños, 
										aspiran a convertirse en funcionarios.
										
										La burocracia es una convergencia de 
										voracidades en acecho. Desde que se 
										inventaron los Derechos del hombre todo 
										imbécil los sabe de memoria para 
										explotarlos, como si la igualdad ante la 
										ley implicara una equivalencia de 
										aptitudes. Ese afán de vivir a expensas 
										del Estado rebaja la dignidad. Cada 
										elector que cruza las calles, de prisa, 
										preocupado, a pie, en automóvil, de 
										blusa, enguantado, joven, maduro, a 
										cualquier hora, podéis asegurar que está 
										domesticándose, envileciéndose: busca 
										una recomendación o la lleva en su 
										faltriquera.
										
										El funcionario crece en las modernas 
										burocracias. Otrora, cuando fue 
										necesario delegar parte de sus 
										funciones, los monarcas elegían a 
										hombres de mérito, experiencia y 
										fidelidad. Pertenecían casi todos a la 
										casta feudal; los grandes cargos la 
										vinculaban a la causa del señor.
										
										Junto a ésa, formábanse pequeñas 
										burocracias locales. Creciendo las 
										instituciones de gobierno el 
										funcionarismo creció, llegando a ser una 
										clase, una rama nueva de las oligarquías 
										dominantes. Para impedir que fuese 
										altiva, la reglamentaron, quitándole 
										toda iniciativa y ahogándola en la 
										rutina. A su afán de mando se opuso una 
										sumisión exagerada. La pequeña 
										burocracia no varía; la grande, que es 
										su llave, cambia con la piara que 
										gobierna. Con el sistema parlamentario 
										se la esclavizó por partida doble: del 
										ejecutivo y del legislativo. Ese juego 
										de influencias bilaterales converge a 
										empequeñecer la dignidad de los 
										funcionarios.
										
										El mérito queda excluido en absoluto; 
										basta la influencia. Con ella se 
										asciende por caminos equívocos. La 
										característica del zafio es creerse apto 
										para todo, como si la buena intención 
										salvara la incompetencia. Flaubert ha 
										contado en páginas eternas la historia 
										de dos mediocres que ensayan lo 
										ensayable: Buvard y Pécuchet. Nada hacen 
										bien, pero a nada renuncian. Ellos 
										pueblan las mediocracias; son 
										funcionarios de cualquier función, 
										creyéndose órganos valederos para las 
										más contradictorias fisiologías. 
										Consecuencias inmediatas del 
										funcionarismo son la servilidad y la 
										adulación. Existen desde que hubo 
										poderosos y favoritos.
										
										Bajo cien formas se observa la primera, 
										implícita en la desigualdad humana: 
										donde hubo hombres diferentes algunos 
										fueron dignos y otros domésticos.
										
										El excesivo comedimiento y la afectación 
										de agradar al amo engendran esas 
										carcomas del carácter. No son delitos 
										ante las leyes, ni vicios para la moral 
										de ciertas épocas: son compatibles con 
										la "honestidad". Pero no con la 
										"virtud".
										
										La sensibilidad a los elogios es 
										legítima en sus orígenes. Ellos son una 
										medida indirecta del mérito; se fundan 
										en la estimación, el reconocimiento, la 
										amistad, la simpatía o el amor. El 
										elogio sincero y desinteresado no rebaja 
										a quien lo otorga ni ofende a quien lo 
										recibe, aun cuando es injusto; puede ser 
										un error, no es una indignidad. La 
										adulación lo es siempre: es desleal e 
										interesada. El deseo de la privanza 
										induce a complacer a los poderosos; la 
										conducta del adulón mira a eso y todo le 
										sacrifica su ánimo servil. Su 
										inteligencia sólo se aguza para oliscar 
										el deseo del amo. Subordina sus gustos a 
										los de su dueño, pensando y sintiendo 
										como él lo ordena: su personalidad no 
										está abolida, pero poco falta. Pertenece 
										a la raza de los "cobardes felices", 
										como los bautizó Leconte de Lisle. La 
										adulación es una injusticia. Engaña, Es 
										despreciable siempre el adulón, aun 
										cuando lo hace por una especie de 
										benevolencia vulgar o por el deseo de 
										agradar a cualquier precio. Racine, en 
										Fedra, lo creyó un castigo divino: 
										Détéstables flatteurs, présent le plus 
										funeste Que puisse aire aux rois la 
										cólere celeste (Detestables aduladores, 
										presente el más funesto que pueda hacer 
										a los reyes la cólera celeste). No sólo 
										se adula a reyes y poderosos; también se 
										adula al pueblo.
										
										Hay miserables afanes de popularidad, 
										más denigrantes que el servilismo.
										
										Para obtener el favor cuantitativo de 
										las turbas, puede mentírseles bajas 
										alabanzas disfrazadas de ideal; más 
										cobardes porque se dirigen a pleibes que 
										no saben descubrir el embuste. Halagar a 
										los ignorantes y merecer su aplauso, 
										hablándoles sin cesar de sus derechos, 
										jamás de sus deberes, es el postrer 
										renunciamiento ala propia dignidad. En 
										los climas mediocres, mientras las masas 
										siguen a los charlatanes, los 
										gobernantes prestan oídos a los 
										quitamotas. Los vanidosos viven 
										fascinados por la sirena que los arrulla 
										sin cesar, acariciando su sombra; 
										pierden todo criterio para juzgar sus 
										propios actos y los ajenos; la intriga 
										los aprisiona; la adulación de los 
										serviles los arrastra a cometer 
										ignominias, como esas mujeres que 
										alardean su hermosura y acaban por 
										prestarla a quienes las corrompen con 
										elogios desmedidos.
										
										El verdadero mérito es desconcertado por 
										la adulación: tiene su orgullo y su 
										pudor, como la castidad. Los grandes 
										hombres dicen de sí, naturalmente, 
										elogios que en labios ajenos los harían 
										sonrojar; las grandes sombras gozan 
										oyendo las alabanzas que temen no 
										merecer. Las mediocracias fomentan ese 
										vicio de siervos. Todo el que piensa con 
										cabeza propia, o tiene un corazón 
										altivo, se aparta del tremedal donde 
										prosperan los envilecidos. "El hombre 
										excelente escribió La Bruyére no puede 
										adular; cree que su presencia importuna 
										en las cortes, como si su virtud o su 
										talento fuesen un reproche a los que 
										gobiernan". Y de su apartamiento se 
										aprovechan los que palidecen ante sus 
										méritos como si existiera una perfecta 
										compensación entre la ineptitud y el 
										rango, entre las domesticidades y los 
										avanzamientos. De tiempo en tiempo 
										alguno de los mejores se yergue entre 
										todos y dice la verdad, como sabe y como 
										puede, para que no se extinga ni se 
										subvierta, transmitiéndola al porvenir. 
										Es la virtud cívica: lo innoble es 
										calificado con justeza; a fuerza de 
										velar los nombres acabaría por perderse 
										en los espíritus la noción de las cosas 
										indignas. Los Tartufos, enemigos de toda 
										luz estelar y de toda palabra sonora, 
										persígnanse ante el herético que 
										devuelve sus nombres a las cosas. Si 
										dependiera de ellos la sociedad se 
										transformaría en una cueva de mudos, 
										cuyo silencio no interrumpiese ningún 
										clamor vehemente y cuya sombra no 
										rasgara el resplandor de ningún astro.
										
										Todo idealista ha leído con lírica 
										emoción las tres historias admirables 
										que cuenta Vigny en su Stello 
										imperecedero. Tener un ideal es crimen 
										que vio perdonan las mediocracias. Muere 
										Gilbert, muere Chatterton, muere Andrés 
										Chenier. Los tres son asesinados por los 
										Gobiernos, con arma distinta según los 
										regímenes. El idealista es in molado en 
										los imperios absolutos lo mismo que en 
										las monarquías constitucionales y en las 
										repúblicas burguesas.
										
										Quien vive para un ideal no puede servir 
										a ninguna mediocracia. Todo conspira en 
										ella para que el pensador, el filósofo y 
										el artista se desvíen de su ruta; y 
										¡guay! cuando se apartan de ésta la 
										pierden para siempre. Temen por eso la 
										politiquería, sabiendo que es el 
										Walhalla de los mediocres. En su red 
										pueden caer prisioneros.
										
										Pero cuando reina otro clima y el 
										destino los lleva al poder, gobiernan 
										contra los serviles y los rutinarios; 
										rompen la monotonía de la historia. Sus 
										enemigos lo saben; nunca un genio ha 
										sido encumbrado por una mediocracia. 
										Llegan contra ella, a pesar suyo, a 
										desmantelarla, cuando se prepara un 
										porvenir.
										
										IV. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA
										
										Los prohombres de las mediocracias 
										equidistan del bárbaro legendario o 
										Sarmiento. El genio crea instituciones y 
										el bárbaro las viola: los mediocres las 
										respetan, impotentes para forjar o 
										destruir. Esquivos a la gloria y 
										rebeldes a la infamia, se les reconoce 
										por una circunstancia inequívoca: sus 
										cubicularios no osan llamarlos genios 
										por temor al ridículo y sus adversarios 
										no podrían sentarlos en cáncana de 
										imbéciles sin flagrante injusticia. Son 
										perfectos en su clima: sosláyanse en la 
										historia a merced de cien complicidades 
										y conjugan en su persona todos los 
										atributos del ambiente que los repuja. 
										Amerengados por equívocas jerarquías 
										militares, por opacos títulos 
										universitarios o por la almidonada 
										improvisación de alcurnias advenedizas, 
										acicalan en su espíritu las rutinas y 
										prejuicios que acorchan las creederas de 
										la mediocridad dominante. Son pasicortos 
										siempre; su marcha no puede en momento 
										alguno compararse al vuelo de un cóndor 
										ni a la reptación de una serpiente.
										
										Todas las piaras inflan algún ejemplar 
										predestinado a posibles culminaciones. 
										Seleccionan el acabado prototipo entre 
										los que comparten sus pasiones o sus 
										voracidades, sus fanatismos o sus 
										vicios, sus prudencias o sus 
										hipocresías. No son privilegio de tal 
										casta o partido: su liviandad alcornocal 
										flota en todas las ciénagas políticas. 
										Piensan con la cabeza de algún rebaño y 
										sienten con su corazón. Productos de su 
										clima, son irresponsables: ayer de su 
										oquedad, hoy de su preeminencia, mañana 
										de su ocaso. Juguetes, siempre, de 
										ajenas voluntades.
										
										Entre ellos eligen las repúblicas sus 
										presidentes, buscan los tiranos sus 
										favoritos, nombran los reyes sus 
										ministros, entresacan los parlamentarios 
										sus gabinetes. Bajo todos los regímenes: 
										en las monarquías absolutas y en las 
										repúblicas oligárquicas. Siempre que 
										desciende la temperatura espiritual de 
										una raza, de un pueblo o de una clase, 
										encuentran propicio clima los obtusos y 
										los seniles. Las mediocracias evitan las 
										cumbres de los abismos. Intranquilas 
										bajo el sol meridiano y timoratas en la 
										noche, buscan sus arquetipos en la 
										penumbra. Temen la originalidad y la 
										juventud; adoran a los que nunca podrán 
										volar o tienen ya las alas enmohecidas.
										
										Adventicias jaurías de mediocres, 
										vinculadas por la traílla de comunes 
										apetitos, osan llamarse partidos. Rumian 
										un credo, fingen un ideal, atalajan 
										fantasmas consulares y reclutan una 
										hueste de lacayos.
										
										Eso basta para disputar a codo limpio el 
										acaparamiento de las prebendas 
										gubernamentales. Cada grey elabora ; u 
										mentira, erigiéndola en dogma infalible. 
										Los tunantes suman esfuerzos para 
										enaltecer la prohombría de su fantasma: 
										llamase lirismo a su ineptitud, decoro a 
										su vanidad, ponderación a su pereza, 
										prudencia a su impotencia, distracción a 
										sus vicios, liberalidad a su briba, 
										sazón a su marchitez. La hora los 
										favorece: las sombras se alargan cuanto 
										más avanza el crepúsculo.
										
										En cierto momento la ilusión ciega a 
										muchos, acallando toda veraz disidencia.
										
										La irresponsabilidad colectiva borra la 
										cuota individual del yerro: nadie se 
										sonroja cuando todas las mejillas pueden 
										reclamar su parte en la vergüenza común.
										
										De esas baraúndas salen a flote unos u 
										otros arquetipos, aunque no siempre los 
										menos inservibles.
										
										Viven durante años en acecho; escúdanse 
										en rencores políticos o en prestigios 
										mundanos, echándolos como agraz en el 
										ojo de los inexpertos.
										
										Mientras yacen aletargados por 
										irredimibles ineptitudes, simúlanse 
										proscritos por misteriosos méritos. 
										Claman contra los abusos del poder, 
										aspirando a cometerlos en beneficio 
										propio. En la mala racha, los facciosos 
										siguen oropelándose mutuamente, sin que 
										la resignación al ayuno disminuya la 
										magnitud de sus apetitos. Esperan su 
										turno, mansos bajo el torniquete. Se 
										repiten la máxima de De Maistre: "Savoir 
										attendre et le grand moyen de parvenir" 
										("Saber esperar es el gran medio para 
										llegar".).
										
										La paciente expectativa converge a la 
										culminación de los menos inquietantes. 
										Rara vez un hombre superior los 
										apandilla con muñeca vigorosa, 
										convirtiéndolos en comparsa que medra a 
										su sombra; cuando les falta ese 
										denominador absoluto, desorbítanse como 
										asteroides de un sistema planetario cuyo 
										sol se extingue. Todos se confabulan 
										entonces en tácita transacción, 
										prestando su hombro a los que pueden 
										aguantar más alabanzas en justa 
										equivalencia de méritos antiguos El 
										grupo los infla con solidaridad de 
										logia; cada cómplice conviértese en una 
										hebra de la telaraña tendida para captar 
										el gobierno.
										
										Compréndese la arrevesada selección de 
										las facciones oligárquicas y el pomposo 
										envanecimiento del mediocre que ellas 
										consagran.
										
										Sus encomiastas, empeñados en 
										purificarlo de toda mancha pecaminosa, 
										intentan obstruir la verdad llamando 
										romanticismo a su reiterada 
										incompetencia para todas las empresas. 
										Otros llaman orgullo a su vanidad e 
										idealismo a su acidia; pero el tiempo 
										disipa el equívoco, devolviendo su 
										nombre a esos dos vicios arracimados en 
										un mismo tronco: el orgullo es 
										compatible con el idealismo, pero el 
										primero es la síntesis de la vanidad y 
										el segundo lo es de la acidia.
										
										Repujados los prohombres de hojalatería, 
										sus cómplices acaban de azogarles con 
										demulcentes crisopeyas. Sus lacras 
										llegan a parecer coqueterías, como las 
										arrugas de las cortesanas. Ungiéndolos 
										árbitros del orden y de la virtud, 
										declaran prescritas sus viejas pústulas; 
										incondicionalismo para con los regímenes 
										más turbios, intérlopes pasiones de 
										garito, ridículos infortunios de 
										donjuanismo epigramático. Los labios de 
										los adulones abrévanse en aquella agua 
										del, Leteo que borra la memoria del 
										pasado; no advierten que después de 
										chapalear una vida entera en el vicio, 
										todo puritanismo huele a bencina, como 
										los guantes que pasan por el limpiador. 
										Donde medran oligarquías bajo disfraces 
										democráticos prosperan esos pavorreales 
										apampanados, tensos por la vanidad: un 
										travieso los desinflaría si los pinchase 
										al pasar, descubriendo la nada absoluta 
										que retoza en su interior. Vacuo no 
										significa alígero.
										
										Nunca fue la tontería cartabón de 
										santidad. Sin sangre de hienas, que han 
										menester los tiranos, tampoco tiénenla 
										de águilas, propia de iluminados; corre 
										en sus venas una linfa tontivana, propia 
										en estirpe de pavos y quintaesenciada en 
										el real, simbólica ave que suma 
										candorosamente la zoncería y la 
										fatuidad. Son termómetros morales de 
										cierta época: cuando la mediocracia 
										encuba pollipavos no tienen atmósfera 
										los aguiluchos. La resignada pasividad 
										explica ciertas culminaciones: el 
										porvenir de algunos arquetipos estriba 
										en ser admirados en contra de otros. 
										Huyen para agrandarse. Con muchos 
										lustros de andar a la birlonga no borran 
										sus culpas; en su paso descúbrese una 
										inveterada pusilanimidad que rehúye 
										escaramuzas con enemigos que les han 
										humillado hasta sangrar. No puede haber 
										virtud sin gallardía; no la demuestra 
										quien esquiva con temblorosos 
										alejamientos la batalla por tantos años 
										ofrecida a su dignidad. Ese 
										acoquinamiento no es, por cierto, el 
										clásico valor gauchesco de los coroneles 
										americanos; ni se parece al esto del 
										león agazapado para pegar mejor el 
										salto. Ellos vagamundean con el "don de 
										espera del batracio oportunista", de que 
										habla Ramos Mejía. El hombre digno puede 
										enmudecer cuando recibe una herida, 
										temiendo acaso que su desdén exceda a la 
										ofensa; pero llega su sentencia, y llega 
										en estilo nunca usado para adular ni 
										para pedir, más hiriente que cien 
										espadas. Cada verbo es una flecha cuyo 
										alcance finca en la elasticidad del 
										arco: la tensión moral de la dignidad. Y 
										el tiempo no borra una sílaba de lo que 
										así se habla.
										
										Los arquetipos suelen interrumpir sus 
										humillados silencios con innocuas 
										pirotecnias verbales; de tarde en tarde 
										los cómplices pregonan alguna misteriosa 
										lucubración tartamudeada, o no, ante 
										asambleas que ciertamente no la 
										escucharon. Ellos no atinan a sostener 
										la reputación con que los exornan: 
										desertan el Parlamento el día mismo en 
										que los eligen, como si temieran ponerse 
										en descubierto y comprometer a los 
										empresarios de su fama.
										
										Complétase la inflazón de estos 
										aerostatos confiándoles subalternas 
										diplomacias de festival, en cuya 
										aparatosidad suntuaria pavonean sus 
										huecas vanidades. Sus cómplices 
										adivínanles algún talento diplomático o 
										perspicacia internacionalista, hasta 
										complicarles en lustrosas canonjías 
										donde se apagan en tibias penumbras, 
										junto al resplandecer de sus 
										colaboradores más antiguos. Nunca 
										desalentadas, las oligarquías siguen 
										mimando a estos engendros, con la 
										esperanza de que acertarán un golpe en 
										el clavo después de afirmar cien en la 
										herradura. Ungidos emisarios ante una 
										nación hermana, su casuística de 
										sacristía envenena hondos afectos, como 
										si por arte de encantamiento germinaran 
										cizañas inextinguibles en los corazones 
										de los pueblos.
										
										Archiveros y papelistas se confabulan 
										para encelar el fervor de los ingenuos y 
										captar la confianza de los rutinarios. 
										Plutarquillos bien rentados transforman 
										en miel su acíbar, quintaesenciando en 
										alabanzas sus vinagres más crónicos, 
										como si hipotecaran su ingenio 
										descontando prebendas futuras. Rellenan 
										con vanos artilugios la oquedad del 
										tonto, sin sospechar la insuficiencia de 
										la tramoya. Ni el pavo parece águila ni 
										corcel la nula: se les reconoce al 
										pasar, viendo su moco eréctil u oyendo 
										el chacoloteo de su herradura.
										
										Su gravitación negativa seduce a los 
										caracteres domesticados: no piensan, no 
										roban, no oprimen, no sueñan, no 
										asesinan, no faltan a misa, ¿qué más? 
										Cuando las facciones forjan al Fénix, lo 
										encumbran como su símbolo perfecto. 
										Poseen cosméticos para sus fisonomías 
										arrugadas: la grandílocua rancidez de 
										programas a cuyo pie buscaríase de 
										inmediato la firma de Bertoldo, si los 
										vastos soponcios no traslucieran 
										prudentes reticencias de Tartufo. Es 
										preferible que estén cuajados de 
										vulgaridades y escritos en pésimo 
										estilo; gustan más a la clientela.
										
										Un programa abstracto es perfecto: 
										parece idealista y no lastima las ideas 
										que cree tener cada cómplice. De cada 
										cien, noventa y nueve mienten lo mismo: 
										la grandeza del país, los sagrados 
										principios democráticos, los intereses 
										del pueblo, los derechos del ciudadano, 
										la moralidad administrativa. Todo ello, 
										si no es desvergüenza consuetudinaria, 
										resulta de una tontería enternecedora: 
										simula decir mucho y no significa nada. 
										El miedo a las ideas concretas ocúltase 
										bajo el antifaz de las vaguedades 
										cívicas.
										
										No se avergüenzan de escalar el poder a 
										horcajadas sobre la ignominia.
										
										Obtemperan a toda villanía que converja 
										a su objeto: cuando hablan de civismo su 
										aliento apesta al pantano originario. Su 
										moral encubre el vicio, por el simple 
										hecho de usufructuarlo. Empujados por 
										torcidos caminos, siguen sembrando en 
										los mismos surcos. Para aprovechar a los 
										indignos han tenido que humillárseles 
										mansamente; los honores que no se 
										conquistan hay que pagarlos con 
										abajamientos. "No puede ser virtuoso el 
										engendrado en un vientre impuro", dicen 
										las Escrituras; los que se encumbran 
										cerrando los ojos e implicándose en 
										mañas de estercolero, sufriendo los 
										manoseos de los majagranzas, mintiéndose 
										a sí mismos para hartar la acucia de 
										toda una vida, no pueden redimirse del 
										pecado original aunque, Faustos 
										insubordinados, pretendan escapar al 
										maleficio de sus Mefistófeles. El pueblo 
										los ignora; está separado de ellos por 
										el celo de las facciones. Para 
										prevenirse de achaques indiscretos 
										retráense de la circulación: como si de 
										cerca no resistieran al cateo elle los 
										curiosos. Mantiénense ajenos a todo 
										estremecimiento de raza. En ciertas 
										horas las turbas pueden ser sus 
										cómplices: el pueblo nunca. No podría 
										serlo; en las mediocracias desaparece. 
										Diríase que consiente porque no existe, 
										substituido por cohortes que medran.
										
										Depositarios del alma de las naciones, 
										los pueblos son entidades espirituales 
										inconfundibles con los partidos. No 
										basta ser multitud para ser pueblo: no 
										lo sería la unanimidad de los servilos.
										
										El pueblo encarna la conciencia misma de 
										los destinos futuros de una nación o de 
										una raza. Aparece en los países que un 
										ideal convierte en naciones y reside en 
										la convergencia moral de los que sienten 
										la patria más alta que las oligarquías y 
										las sectas. El pueblo antítesis de todos 
										los partidos no se cuenta por números. 
										Está donde un solo hombre no se complica 
										en el abellacamiento común; frente a las 
										huestes domesticadas o fanáticas ese 
										único hombre libre, él solo, es todo: 
										Pueblo y Nación y Raza y Humanidad.
										
										Los arquetipos de la mediocracia pasan 
										por la historia con la pompa superficial 
										de fugitivas sombras chinescas. Jamás 
										llega a sus oídos un insulto o una loa, 
										nunca se les dice "héroes" o "tiranos"; 
										en la fantasía popular despiertan un eco 
										uniforme, que en todas partes se repite: 
										"¡el pavo!", en una síntesis más 
										definitiva que una lápida. Su trinomio 
										psicológico es simple: vanidad, 
										impotencia y favoritismo.
										
										Viven de aspavientos, que sólo atañen a 
										las formas. La austera sobriedad del 
										gesto es atributo de los hombres; la 
										suntuosidad de las apariencias es 
										galardón de las sombras. Después de 
										incubar sus ansias, temblorosos de 
										humildad ante sus cómplices, nublándose 
										de humos y empavésanse de defatuidades; 
										olvidan que envanecerse de un rango es 
										confesarse inferior a él. Acumulan 
										rumbosos artificios para alucinar las 
										imaginaciones domésticas; rodéanse de 
										lacayos, adoptan pleonásticas 
										nomenclaturas, centuplican los 
										expedientes, pavonéanse en trenes 
										lujoso:, navegan en complicados 
										bucentauros, sueñan con recepciones 
										allende los océanos. Ofrecen ambos 
										flancos a la risueña ironía ele los 
										burlones, poniendo en todo cierta 
										fastuosidad de segunda mano, que 
										recuerda las cortes y señorías de 
										opereta. Su énfasis melodramático 
										cuadraría a personajes de Hugo y haría 
										cosquillas al egotismo volteriano de 
										Stendhal.
										
										En su adonismo contemplativo no cabe la 
										ambición, que es enérgico esfuerzo por 
										acrecentar en obras los propios méritos. 
										El ambicioso quiere ascender, hasta 
										donde sus propias alas puedan 
										levantarlo; el vanidoso cree encontrarse 
										ya en las supremas cumbres codiciadas 
										por los demás. La ambición es bella 
										entre todas las pasiones, mientras la 
										vanidad no la envilece; por eso es 
										respetable en los genios y ridícula en 
										los tontos.
										
										Empavónanse de permanentes 
										altisonancias. Sospechan que existen 
										ideales y se fingen sus sostenedores; 
										incurren en los más conformes a la moral 
										de su mediocracia. Sospechan la verdad, 
										a veces, porque ella entra en todas 
										partes, más sutil que la adulación; pero 
										la mutilan, la atenúan, la corrompen, 
										con acomodaciones, con muletas, con 
										remiendos que disfrazan. En ciertos 
										casos, la verdad puede más que ellos; 
										salta a la vista a pesar suyo y es su 
										castigo. Se paramentan de buenas 
										intenciones cuando menos fuerzas van 
										teniendo para convertirlas en actos; la 
										innata pavada se trasunta en sus 
										parloteos puritanos.
										
										Tórnase cómica la ineptitud en su 
										disfraz de idealismo; son deleznables 
										los vagos principios que aplican a 
										compás de oportunistas conveniencias.
										
										El tiempo descubre a los que tienen la 
										moral en piezas, para mostrarla, aunque 
										de su paño jamás corten un traje para 
										cubrir su mediocridad.
										
										Son tributarios del séptimo pecado 
										capital: en su impotencia hay pereza. 
										Renuncian la autoridad y conservan la 
										pompa; aquélla podría bruñir el mérito, 
										ésta adorna la vanidad. Gustan de 
										holgar; desisten de hacer lo muy poco 
										que podrían; evitan toda firme labor; se 
										apartan de cualquier combate, 
										declarándose espectadores. Pueden 
										practicar el mal por inercia y el bien 
										por equivocación; se entregan a los 
										acontecimientos por incapacidad de 
										orientarlos. "Les paresseux decía 
										Voltairene sont jamais que des gents 
										médiocres, en quelque genre que ce soit" 
										(Los perezosos no son más que gente 
										mediocre, de cualquier clase que sea).
										
										Por detestables que sean los 
										gobernantes, nunca son peores que cuando 
										no gobiernan. El mal que hacen los 
										tiranos es un enemigo visible; la 
										inercia de los poltrones, en cambio, 
										implica un misterioso abandono de la 
										función por el órgano, la acefalía, la 
										muerte de la autoridad por una caquexia 
										inaccesible a los remedios. Gran 
										inconsciencia es gobernar pueblos cuando 
										la enfermedad o la vejez quitan al 
										hombre el gobierno de sí mismo. La falta 
										de inspiraciones intrínsecas tórnales 
										sensibles a la coacción de los 
										conspiradores, a la intriga de los 
										domésticos, a la adulación de los 
										palaciegos, a los apremios de los 
										cotahures, a las intimidaciones de los 
										gacetilleros, a las influencias de las 
										sacristías. Su conducta trasluce 
										febledad con cuantos les acechan; ni 
										basta para ocultarla su aparatoso 
										enfestar contra molinos de viento. 
										Cuando llegan al poder lo renuncian de 
										hecho, convencidos de su impotencia para 
										usarlo; se entregan al curso de la ría, 
										como los nadadores incipientes. Jinetes 
										de potros cuyo voltijeo ignoran, cierran 
										los ojos y abandonan las riendas: esa 
										ineptitud para asirlas con sus manos 
										inexpertas llámanla sumisión a la 
										democracia.
										
										El favoritismo es su esclavitud frente a 
										cien intereses que los acosan; ignoran 
										el sentimiento de la justicia y el 
										respeto del mérito. El verdadero justo 
										resiste a la tentación de no serlo 
										cuando en ello tiene un beneficio; el 
										mediocre cede siempre. Profesa una 
										abstracta equidad en los casos que no 
										hieren el valimiento de sus cómplices; 
										pero se complica de hecho en todas sus 
										zirigañas. Nunca, absolutamente, puede 
										haber justicia en preferir el lacayo al 
										digno, el oblicuo al recto, el ignorante 
										al estudioso, el intrigante al 
										gentilhombre, el medroso al valiente. 
										Ésa es la corruptela moral de las 
										mediocracias: anteponer el valimiento al 
										mérito. En el favoritismo se empantanan 
										los que pisan firmes y avanzan los que 
										se arrastran blandos: como en los 
										tembladerales.
										
										Cuando el mérito enrostra sus yerros a 
										los arquetipos, arguyen éstos 
										humildemente que no son infalibles; pero 
										está su vileza en subrayar la disculpa 
										con tentadores ofrecimientos, 
										acostumbrados a comerciar el honor. No 
										puede ser juez quien confunde el 
										diamante con la bazofia; cuando se 
										acepta la responsabilidad de gobernar, 
										"equivocarse es una culpa", como 
										sentenció Epicteto. En las mediocracias 
										se ignora que la dignidad nunca llega de 
										hinojos a los estrados de los que 
										mandan. Repiten con frecuencia el 
										legendario juicio de Midas. Pan osó 
										comparar su flauta de siete carrizos con 
										la lira de Apolo. Propuso una lid al 
										dios de la armonía y fue árbitro el 
										anciano rey frigio. Resonaron de Pan los 
										acordes rústicos y Apolo cantó a compás 
										de sus melopeas divinas. Decidieron 
										todos que la flauta era incomparable a 
										la lira, unánimes todos, menos el rey, 
										que reclamó la victoria para aquélla. De 
										pronto crecieron entre sus cabellos dos 
										milagrosas orejas: Apolo quedó vengado y 
										Pan se refugió en la sombra. El juez, 
										confuso, quiso ocultarlas bajo su 
										corona. Las descubrió a un cubiculario; 
										corrió a un lejano valle, cavó un pozo y 
										contó allí su secreto. Pero la verdad no 
										se entierra: florecieron rosales que, 
										agitados por las brisas, repiten 
										eternamente que Midas tuvo orejas de 
										asno.
										
										La historia castiga con tanta severidad 
										como la leyenda: una página de crónica 
										dura más que un rosal. Nadie pregunta si 
										los crucificadores de Cristo, los 
										ustores de Bruno y los burladores de 
										Colón fueron bribones o reblandecidos. 
										Su condena es la misma e ilevantable. La 
										justicia es el respeto del mérito. Un 
										Marco Aurelio sabe que en cada 
										generación hay diez o veinte espíritus 
										privilegiados, y su genio consiste en 
										fomentarlos todos; un Panza los excluye 
										de su ínsula, usando solamente a los que 
										se domestican, es decir, a los peores 
										como carácter y moralidad. Siempre son 
										injustos los que escuchan al servil sin 
										interrogar al digno. Nunca piden favor 
										los que merecen justicia. Ni lo aceptan. 
										Encuentran natural que los pravos 
										prefieran a sus similares; es exacto que 
										"la torpeza del burgués, mortificado por 
										la natural soberbia de la superioridad, 
										busca consagrar a su igual, cuyo acceso 
										le es fácil y en cuya psicología 
										encuentra los medios de ser satisfecho y 
										comprendido".
										
										Hora llega en que las injusticias de los 
										gobernadores se pagan con foridables 
										intereses compuestos, irremisiblemente. 
										Hechas a uno solo, amenazan a todos los 
										mejores; dejarlas impunes significa 
										hacerse su cómplice. Pronto o tarde se 
										saldan sus trabacuentas, aunque sus 
										errores no se finiquiten jamás; los 
										arquetipos de las mediocracias aprenden 
										en carne propia que por un clavo se 
										pierde una herradura.
										
										Como a Midas el divino Apolo, los dignes 
										castigan a los sin vergüenza con la 
										perennidad de su palabra; pueden 
										equivocarse, porque es humano; pero si 
										dicen la verdad ella dura en el tiempo. 
										Ésa es su espada; rara vez la sacan, 
										pues pronto se gasta un arma que se 
										desenvaina con frecuencia: si lo hacen, 
										va recta al corazón, como la del romance 
										famoso.
										
										Y el rencor de los lacayos evidencia la 
										seguridad de la punta que toca al amo.
										
										Para ser completos, son sensibles a 
										todos los fanatismos. Los más rezan con 
										los mismos labios que usan para mentir, 
										como Tartufo; inseguros de arrostrar en 
										la tierra la sanción de los dignos, 
										desearían postergarla para el cielo. Si 
										en su poder estuviera, cortarían la 
										lengua a los sofistas y las manos a los 
										escritores; cerrarían las bibliotecas 
										para que en ellas no conspirasen 
										ingenios originales. Prefieren la 
										adulación del ignorante al consejo 
										sabio. Subyacen a todos los dogmas. Si 
										coroneles, usan escapulario en vez de 
										espada; si políticos, consultan la 
										Monita para interpretar las Magnas 
										Cartas de las naciones. Bajo su imperio 
										la hipocresía más funesta que la 
										desvergüenza misma tórnase sistema.
										
										En ese combate incesante, renovado en 
										tantos dramas ibsenianos, los amorfos 
										conviértense en columnas de la sociedad, 
										y el que desnuda una sombra parece un 
										sedicioso enemigo del pueblo. Todos los 
										avisados golpéanse el pecho para medrar. 
										Las huestes de sacristía crecen y 
										crecen, absorbiendo, minando, 
										ensanchándose: como un herpes moral que 
										se agranda en silencio hasta manchar 
										ignominiosamente la fisonomía de toda 
										una época.
										
										Las mediocracias niegan a sus arquetipos 
										el derecho de elegir su oportunidad. Los 
										atalajan en el gobierno cuando su 
										organismo vacila y su cerebro se apaga: 
										quieren al inservible o al romo. Hombres 
										repudiados en la juventud, son 
										consagrados en la vejez: a esa edad en 
										que las buenas intenciones son un 
										cansancio de las malas costumbres. 
										Eligen a los que usaron esclavizarse de 
										su vientre, comiendo hasta hartarse y 
										bebiendo hasta aturdirse, devastando su 
										salud en noches blancas, rebajando su 
										dignidad en la insolvencia de los 
										tapetes verdes, tornándose impropios 
										para todo esfuerzo continuado y fecundo, 
										preparando esas decrepitudes en que el 
										riñón se fosiliza y el hígado se 
										almibara. Ésa es la mejor garantía para 
										el rebaño rutinario; su odio a la 
										originalidad lo impele hacia los hombres 
										que empiezan a momificarse en vida.
										
										Mientras la vejez va borrando los 
										últimos rasgos personales de los 
										arquetipos, sus cómplices se confabulan 
										para ocultar su progresivo 
										reblandecimiento, eximiéndole de toda 
										faena y adminiculándole de ingenuas 
										ficciones. Poco a poco el carcamal luye 
										de sus residencias naturales y se aísla; 
										regatea las ocasiones de mostrarse en 
										plena luz, exhibiéndose en reducidas 
										vidrieras, donde los pavorreales pueden 
										lucir, desde lejos, los cien ojos de 
										Argos plantados en su cola. Inciertos ya 
										para pensar, necesitan más que nunca el 
										sahumerio de todos los incensarios: la 
										adulonería acaba por encubrirlos de 
										lubricantes. Las apologías se redoblan a 
										medida que ellos van desapareciendo, 
										minado el cerebro por vergonzosas 
										enfermedades contraídas en el trato 
										lupanario de las cortesanas.
										
										El crepúsculo sobreviene implacable, a 
										fuego lento, gota a gota, como si el 
										destino quisiera desnudar su vaciedad, 
										pieza por pieza, demostrándola a los más 
										empecinados, a los que podrían dudar si 
										murieran de golpe, sin ese pausado 
										desteñimiento.
										
										Son sombras al servicio de sus huestes 
										contiguas. Aunque no vivan para sí 
										tienen que vivir para ellas, mostrándose 
										ele lejos para atestiguar que existen, y 
										evitando hasta la ráfaga de aire que 
										podría doblarlos como a la hoja de un 
										catálogo abandonado a la intemperie.
										
										Aunque desfallezcan no pueden abandonar 
										la carga; en vano el remordimiento 
										repetirá en sus oídos las clásicas 
										palabras de Propercio: "Es vergonzoso 
										cargarse la cabeza con un fardo que no 
										puede llevarse: pronto se doblan las 
										rodillas, esquivas al peso (III, IX, 5). 
										Los arquetipos" sienten su esclavitud; 
										pero deben morir en ella, custodiados 
										por los cómplices que alimentaron su 
										vanidad.
										
										Las casas de gobierno pueden ser su 
										féretro; las facciones lo saben y se 
										disputan sus vices, que aguaitan en 
										acecho. Sus nombres quedan enumerados en 
										las cronologías; desaparecen de la 
										historia. Sus descendientes y 
										beneficiarios esfuérzanse en vano por 
										alargar su sombra y vivir de ella.
										
										Basta que un hombre libre los denuncie 
										para que la posteridad los amortaje; 
										sobra una sola palabra si es virtuosa, 
										estoica, incorruptible, decidida a 
										sacrificarse sin mirar atrás con tal de 
										ser leal a su dignidad, sobra una sola 
										palabra para borrar las adulaciones de 
										los palaciegos, en vano acendrados en la 
										hora fúnebre. Algunos hartos comensales, 
										no pudiendo referirse a lo que fueron, 
										atrévense a elogiar lo que pudieron 
										ser...; creen que muere una esperanza 
										como si ésta fuera posible en organismos 
										minados por las carcomas de la juventud 
										y los almibaramientos de la vejez.
										
										Es natural que muera con cada uno su 
										piara: túrnanse muchas en cada era de 
										penumbra. La mediocracia las tira como 
										viejos naipes cuyas cartas ya están 
										marcadas por los tahúres, entrando a 
										tallar con otros nuevos, ni mejores ni 
										peores. Los dignos, ajenos a la partida 
										cuyas trampas ignoran, se apartan de 
										todas las camarillas que medran a la 
										sombra de la patria; cultivan sus 
										ideales y encienden una chispa de ellos 
										como pueden., esperando otro clima moral 
										o preparándolo. Y no manchan sus labios 
										nombrando a los arquetipos: sería, 
										acaso, inmortalizarlos.
										
										V. LA ARISTOCRACIA DEL MÉRITO
										
										El progresivo advenimiento de la 
										democracia, permitiendo la igualdad de 
										los demás, ¿ha dificultado la 
										culminación de los mejores? Es 
										indiferente que se trate de monarquíaso 
										de repúblicas; el siglo XIX comenzó a 
										unificar la esencia de los regímenes 
										políticos, nivelando todos los sistemas, 
										aburguesándolos. Un pensador eminente 
										glosó esta verdad: la mediocracia no 
										tolera las excepciones ilustres. Si el 
										genio es un soliloquio magnífico, una 
										voz de la naturaleza en que habla toda 
										una nación o una raza, ¿no es un 
										privilegio excesivo se pregunta que uno 
										ahueque la voz en nombre de todos? La 
										democracia reniega de tales soberanos 
										que se encumbran sin plebiscitos y no 
										aducen derechos divinos. Lo que antes 
										fue Verbo en el genio, tórnase ahora 
										palabra y es distribuida entre todos, 
										que, juntos, creen razonar mejor que uno 
										solo. La civilización parece concurrir a 
										ese lento y progresivo destierro del 
										hombre extraordinario, ensanchando e 
										iluminando las medianías. Cuando los más 
										no sabían pensar, era justo que uno lo 
										hiciese por todos: facultad expuesta a 
										peligrosos excesos.
										
										Pero el hombre providencial va siendo 
										innecesario a medida que los más piensan 
										y quieren. "En tanta difusión de la 
										soberanía: ¿qué necesidad hay de grandes 
										epopeyas pensadas, realizadas o 
										escritas? ésa parece, transitoriamente, 
										la fórmula del nivelamiento, y podría 
										traducirse así: en la medida en que se 
										difunde el régimen democrático 
										restríngese la función de los hombres 
										superiores.
										
										Sería una verdad inconcusa, definitiva, 
										si el devenir igualitario fuese una 
										orientación natural de la historia y si, 
										en caso de serlo, se efectuase con ritmo 
										permanente, sin tropiezos. Y no es así. 
										No lo ha sido nunca; ni lo será, según 
										parece. La naturaleza se opone a toda 
										nivelación, viendo en la igualdad la 
										muerte; las sociedades humanas, para su 
										progreso moral y estructural, necesitan 
										del genio más que del imbécil y del 
										talento más que de la mediocridad. La 
										historia no confirma la presunción 
										igualitaria: no suprime a Leonardo para 
										endiosar a
										
										Panza ni aplasta a Bertoldo para adorar 
										a Goethe. Unos y otros tienen su razón 
										de vivir, ni prospera el uno en el clima 
										del otro. El genio en su oportunidad, es 
										tan ¡reemplazable como el mediocre en la 
										propia; mil, cien mil mediocres no 
										harían entonces lo que un genio. 
										Cooperan a su obra los idealistas que 
										les preceden o siguen; nunca los 
										conservadores, que son sus enemigos 
										naturales, ni las masas rutinarias, que 
										pueden ser su instrumento, pero no su 
										guía.
										
										Es irónico repetir que los Estados no 
										necesitan nunca el gobernante genial. El 
										culto del gobernante adocenado, pero 
										honesto, es propio de mercaderes que 
										temen al malo, sin concebir al superior. 
										¿Por qué la historia renegaría del 
										genio, del santo y del héroe? En las 
										horas solemnes los pueblos todo lo 
										esperan de los grandes hombres; en las 
										épocas decadentes bastan los vulgares. 
										Hay un clima que excluye al genio y 
										busca al fatuo; en la chatura 
										crepuscular, mientras las academias se 
										pueblan de miopes y de funcionarios, 
										gobiernan el Estado los charlatanes o 
										los pollipavos. Pero hay otro clima en 
										que ellos no sirven; entonces cuájase de 
										astros el horizonte. En la borrasca toma 
										el timón un Sarmiento y pilotea un 
										pueblo hacia su Ideal; en la aurora mira 
										lejos un Ameghino y descubre fragmentos 
										de alguna Verdad en formación. Y todavía 
										varía en sus dominios; fórmase en su 
										rededor, como el halo en torno de los 
										astros, una particular atmósfera donde 
										su palabra resuena y su chispa ilumina: 
										es el clima del genio. Y uno solo piensa 
										y hace: marca un evo.
										
										Al que dice "Igualdad o muerte", replica 
										la naturaleza "la igualdad es la 
										muerte". Aquel dilema es absurdo. Si 
										fuera posible una constante nivelación, 
										si hubieran sucumbido alguna vez todos 
										los, individuos diferenciales, los 
										originales, la humanidad no existiría. 
										No habría podido existir como término 
										culminante de la serie biológica. 
										Nuestra especie ha salido de las 
										precedentes como resultado de la 
										selección natural; sólo hay evolución 
										donde pueden seleccionarse las 
										variaciones de los individuos. Igualar 
										todos los hombres sería negar el 
										progreso de la especie humana. Negar la 
										civilización misma.
										
										Queda el hecho actual y contingente: el 
										advenimiento progresivo del régimen 
										democrático, en las monarquías y en las 
										repúblicas, ¿ha favorecido su descenso 
										público durante el último siglo? 
										Prácticamente la democracia ha sido una 
										ficción, hasta ahora. Es una mentira de 
										algunos que pretenden representar a 
										todos. Aunque en ella creyeran por 
										momentos Lamartine, Heine y Hugo, nadie 
										más infiel que los poetas idealistas al 
										verbo de la equivalencia universal; los 
										más son abiertamente hostiles. Otra es 
										la posición del problema. Es sencilla.
										
										Hasta ahora no ha existido una 
										democracia efectiva. Los regímenes que 
										adoptaron tal nombre fueron ficciones. 
										Las pretendidas democracias de todos los 
										tiempos han sido confabulaciones de 
										profesionales para aprovecharse de las 
										masas y excluir a los hombres eminentes. 
										Han sido siempre mediocracias. La 
										premisa de su mentira fue la existencia 
										de un "pueblo" capaz de asumir la 
										soberanía del Estado. No hay tal: las 
										masas de pobres e ignorantes no han 
										tenido, hasta hoy, aptitud para 
										gobernarse: cambiaron de pastores.
										
										Los más grandes teóricos del ideal 
										democrático han sido de hecho 
										individualistas y partidarios de la 
										selección natural: perseguían la 
										aristocracia del mérito contra los 
										privilegios de las castas. La igualdad 
										es un equívoco o una paradoja, según los 
										casos. La democracia ha sido un 
										espejismo, como todas las abstracciones 
										que pueblan la fanta sía de los ilusos o 
										forman el capital de los mendaces. El 
										pueblo ha estado ausente de ella.
										
										Las castas aristocráticas no son 
										mejores; en ellas hay, también, crisis 
										de mediocridad y tórnanse mediocracias, 
										Los demócratas persiguen la justicia 
										para todo y se equivocan buscándola en 
										la igualdad; los aristócratas buscan el 
										privilegio para los mejores y acaban por 
										reservarlo a los más ineptos. Aquéllos 
										borran el mérito en la nivelación; éstos 
										lo burlan atribuyéndolo a una clase. 
										Unos y otros son, de hecho, enemigos de 
										toda selección natural. Tanto da que el 
										pueblo sea domesticado por banderías de 
										blasonados o de advenedizos: en ambas 
										están igualmente proscritos la dignidad 
										y los ideales. Así como las tituladas 
										democracias no lo son, las pretendidas 
										aristocracias no pueden serlo. El mérito 
										estorba en las Cortes lo mismo que en 
										las Tabernas.
										
										Toda aristocracia pudo ser selectiva en 
										su origen, suele serlo; es respetable el 
										que inicia con sus méritos una alcurnia 
										o un abolengo. Es evidente la 
										desigualdad humana en cada tiempo y 
										lugar; hay siempre hombres y sombras. 
										Los hombres que guían a las sombras son 
										la aristocracia natural de su tiempo y 
										su derecho es indiscutible. Es justo, 
										porque es natural. En cambio, es 
										ridículo el concepto de las 
										aristocracias tradicionales: conciben la 
										sociedad como un botín reservado a una 
										casta, que usufructúa sus beneficios sin 
										estar compuesta por los mejores hombres 
										de su tiempo. ¿Por qué los deudos, 
										familiares y lacayos de los que fueron 
										otrora los más aptos seguirán 
										participando de un poder que no han 
										contribuido a crear? ¿En nombre de la 
										herencia?
										
										Si las aptitudes se heredan, ese 
										privilegio les resulta inútil y podrían 
										renunciarlo; si no se hereda, es injusto 
										y deben perderlo. Conviene que lo 
										pierdan. Toda nobleza hereditaria es la 
										antítesis de una aristocracia natural; 
										con el andar del tiempo resulta su más 
										vigoroso obstáculo.
										
										El derecho divino que invocan los unos, 
										es mentira; lo mismo que los derechos, 
										del hombre, invocados por los otros. 
										Aristarcos y demagogos son igualmente 
										mediocres y obstan a la selección de las 
										aptitudes superiores, nivelando toda 
										originalidad, cohibiendo todo ideal.
										
										Una concesión podría hacerse. Los países 
										sin castas aristocráticas son más 
										propicios a la mediocrización; en ellos 
										se constituyen oligarquías de 
										advenedizos, que tienen todos los 
										defectos y las presunciones de la 
										nobleza, sin poseer sus cualidades. En 
										su improvisación fáltales la mentalidad 
										del gran señor, compuesta por atributos 
										que fincan en una cultura de siglos: 
										hay, sin duda, gentes de calidad y 
										hombres que tienen clase, como los 
										caballos de carrera. Son más esquivos al 
										rebajamiento.
										
										En sus prejuicios la dignidad puede 
										tener más parte que en los del 
										advenedizo. Es una diferencia que los 
										preserva de muchos envilecimientos.
										
										¿Es preferible obedecer a castas que 
										tienen la rutina del mando o a pandillas 
										minadas por hábitos de servidumbre?
										
										El privilegio tradicional de la sangre 
										irrita a los demócratas y el privilegio 
										numérico del voto repugna a los 
										aristócratas. La cuna dorada no da 
										aptitudes; tampoco las da la urna 
										electoral. La peor manera de combatir la 
										mentira democrática sería aceptar la 
										mentira aristocrática; en los dos casos 
										trátase de idénticas ineptitudes con 
										distinta escarapela.
										
										Las masas inferiores que podrían ser el 
										"pueblo"y los hombres excelentes de cada 
										sociedad que son la "aristocracia 
										natural" suelen permanecer ajenos a su 
										estrategia.
										
										Entre los demócratas embalumados de 
										igualdad caben audaces lacayos que 
										pretenden suplantar a sus amos con la 
										ayuda de turbas fanatizadas; entre los 
										aristócratas enmohecidos de tradición 
										caben vanidosos que ansían reducir a sus 
										sirvientes con la ayuda de los hombres 
										de mérito. La historia se repite 
										siempre: las masas y los idealistas son 
										víctimas propiciatorias en esas disputas 
										entre señores feudales y burgueses de 
										levita.
										
										La degeneración mediocrática, que 
										caracteriza Faguet como un culto de la 
										incompetencia, no depende del régimen 
										político, sino del clima moral de las 
										épocas decadentes. Cura cuando 
										desaparecen sus causas; nunca por 
										reformas legislativas, que es absurdo 
										esperar de los propios beneficiarios. En 
										vano son ensayadas por los tontos o 
										simuladas por los bribones: las leyes no 
										crean un clima. El derecho efectivo es 
										una resultante concreta de la moral.
										
										La apasionada protesta de los idealistas 
										puede ser un grito de alarma, lanzado en 
										la sombra; pero el ensueño de enaltecer 
										una democracia resulta ilusorio en las 
										épocas de domesticidad moral y de 
										hartazgo.
										
										Las facciones prefieren escuchar el 
										falso idealismo de sus fetiches 
										envejecidos, como si en viejos odres 
										pudiera contenerse el vino nuevo.
										
										Hay que esperar mejores tiempos, sin 
										pesimismos excesivos, con la certidumbre 
										de que la reacción llega inevitablemente 
										a cierta hora: los hombres superiores la 
										esperan custodiando su dignidad y 
										trabajando para su ideal. Cuando la 
										mediocridad agota los últimos recursos 
										de su incompetencia, naufraga. La 
										catástrofe devuelve su rango al mérito y 
										reclama la intervención del genio.
										
										El mismo encallamiento mediocrático 
										contribuye a restaurar, de tiempo en 
										tiempo, las fuerzas vitales de cada 
										civilización. Hay una vis medicatrix 
										naturae que corrige el abellacamiento de 
										las naciones: la formación intermitente 
										de sucesivas aristocracias del mérito.
										
										El privilegio desaparece y la dirección 
										moral de la sociedad vuelve a las manos 
										mejores. Se respeta su legitimidad, se 
										enaltecen esas raras cualidades 
										individuales que implican la orientación 
										original hacia ideales nuevos y 
										fecundos. Todo renacimiento se anuncia 
										por el respeto de las diferencias, por 
										su culto. La mediocridad calla, 
										impotente; su hostilidad tórnase feble, 
										aunque innúmera. Si tuviera voz 
										rebajaría el mérito mismo, otorgándolo a 
										ras, de tierra. De lo útil a todos, no 
										saben decidir los más; nunca fue el 
										rutinario juez del idealista, ni el 
										ignorante del sabio, ni el deshonesto 
										del virtuoso, ni el servil del digno.
										
										Toda excelencia encuentra su juez en sí 
										misma. El mérito de cada uno se aquilata 
										en la opinión de sus iguales.
										
										Hay aristocracia natural cuando el 
										esfuerzo de las mentes más aptas 
										convergen a guiar los comunes destinos 
										de la nación. No es prerrogativa de los 
										ingenios más agudos, como querrían 
										algunos, en cuyo oído resuena como un 
										eco esa "aristocracia intelectual", que 
										fue la quimera de Renán. En la 
										aristocracia del mérito corresponde 
										tanta parte a la virtud y al carácter 
										como a la misma inteligencia; de otro 
										modo sería incompleta y su esfuerzo 
										ineficaz.
										
										Un régimen donde el mérito individual 
										fuese estimado por sobre todas las 
										cosas, sería perfecto. Excluiría 
										cualquier influencia numérica u 
										oligarquía. No habría intereses creados. 
										El voto anónimo tendría tan exiguo valor 
										como el blasón fortuito. Los hombres se 
										esforzarían por ser cada vez más 
										desiguales entre sí, prefiriendo 
										cualquier originalidad creadora a la más 
										tradicional de las rutinas.
										
										Sería posible la selección natural y los 
										méritos de cada uno aprovecharían a la 
										sociedad entera. El agradecimiento de 
										los menos útiles estimularía a los 
										favorecidos por la naturaleza. Las 
										sombras respetarían a los hombres. El 
										privilegio se mediría por la eficacia de 
										las aptitudes y se perdería con ellas.
										
										Transparente es, pues, el credo que en 
										política podría sugerirnos el idealismo 
										fundado en la experiencia.
										
										Se opone a la democracia cuantitativa 
										que busca la justicia en la igualdad: 
										afirmando el privilegio en favor del 
										mérito.
										
										Y a la aristocracia oligárquica, que 
										asienta el privilegio en los intereses 
										creados, se opone también: afirmando el 
										mérito como base natural del privilegio.
										
										La aristocracia del mérito es el régimen 
										ideal, frente a las dos mediocracias que 
										ensombrecen la historia. Tiene su 
										fórmula absoluta: la justicia en la 
										desigualdad.
																				
																				 
																				CAPÍTULO VIII
										
										LOS FORJADORES DE IDEALES
										
										I. El clima del genio. - II. Sarmiento. 
										- III. Ameghino. - IV. La moral del 
										genio.
										
										I. EL CLIMA DEL GENIO
										
										La desigualdad es la fuerza y la esencia 
										de toda selección. No hay dos lirios 
										iguales, ni dos águilas, ni dos orugas, 
										ni dos hombres: todo lo que vive es 
										incesantemente desigual. En cada 
										primavera florecen unos árboles antes 
										que otros, como si fueran preferidos por 
										la Naturaleza que sonríe al sol 
										fecundante; en ciertas etapas de la 
										historia humana, cuando se plasma un 
										pueblo, se crea un estilo ose formula 
										una doctrina, algunos hombres 
										excepcionales anticipan su visión a la 
										de todos, la concretan en un Ideal y la 
										expresan de tal manera que perdura en 
										los siglos. Heraldos, la humanidad los 
										escucha; profetas, los cree; capitanes, 
										los sigue; santos, los imita. Llenan una 
										era o señalan una ruta; sembrando algún 
										germen fecundo de nuevas verdades, 
										poniendo su firma en destinos de razas, 
										creando armonías, forjando bellezas. La 
										genialidad es una coincidencia. Surge 
										como chispa luminosa en el punto donde 
										se encuentran las más excelentes 
										aptitudes de un hombre y la necesidad 
										social de aplicarlas al desempeño de una 
										misión trascendental.
										
										El hombre extraordinario sólo asciende a 
										la genialidad si encuentra clima 
										propicio: la semilla mejor necesita de 
										la tierra más fecunda. La función 
										reclama el órgano: el genio hace actual 
										lo que en su clima es potencial.
										
										Ningún filósofo, estadista, sabio o 
										poeta alcanza la genialidad mientras en 
										su medio se siente exótico o inoportuno; 
										necesita condiciones favorables de 
										tiempo y de lugar para que su aptitud se 
										convierta en función y marque una época 
										en la historia. El ambiente constituye 
										el clima del genio y la oportunidad 
										marca su "hora". Sin ellos, ningún 
										cerebro excepcional puede elevarse a la 
										genialidad; pero el uno y la otra no 
										bastan para crearla.
										
										Nacen muchos ingenios excelentes en cada 
										siglo. Uno entre cien, encuentra tal 
										clima y tal hora que lo destina 
										fatalmente a la culminación: es como si 
										la buena semilla cayera en terreno 
										fértil y en vísperas de lluvias. Ése es 
										el secreto de su gloria: coincidir con 
										la oportunidad que necesita de él. Se 
										entreabre y crece, sintetizando un Ideal 
										implícito en el porvenir inminente o 
										remoto: presintiéndolo, imponiéndolo.
										
										La obra de genio no es fruto exclusivo 
										de la inspiración individual, ni puede 
										mirarse como un feliz accidente que 
										tuerce el curso de la historia; 
										convergen a ello las aptitudes 
										personales y circunstancias infinitas. 
										Cuando una raza, un arte, una ciencia o 
										un credo preparan su advenimiento o 
										pasan por una renovación fundamental, el 
										hombre extraordinario aparece, 
										personificando nuevas orientaciones de 
										los pueblos o de las ideas. Las anuncia 
										como artista o profeta, las desentraña 
										como inventor o filósofo, las emprende 
										como conquistador o estadista. Sus obras 
										le sobreviven y permiten reconocer su 
										huella, a través del tiempo. Es 
										rectilíneo e incontrastable: vuela y 
										vuela, superior a todos los obstáculos, 
										hasta alcanzar la genialidad. Llegando a 
										deshora ese hombre viviría inquieto, 
										luctuante, desorientado; sería siempre 
										intrínsecamente un ingenio, podría 
										llegar al talento si se acomodara a 
										alguna de sus vocaciones adventicias, 
										pero no sería un genio, mientras no le 
										correspondiera ese nombre por la obra 
										realizada. No podría serlo desde que le 
										falta la oportunidad en su ambiente.
										
										Otorgar ese título a cuantos descuellan 
										por determinada aptitud, significa mirar 
										como idénticos a todos los que se elevan 
										sobre la medianía; es tan inexacto como 
										llamar idiotas a todos los hombres 
										inferiores.
										
										El genio y el idiota son los términos 
										extremos de la escala infinita.
										
										Por haberlo olvidado mueven a reír las 
										estadísticas y las conclusiones de 
										algunos antropólogos. Reservemos el 
										título a pocos elegidos. Son animadores 
										de una época, transfundiéndose algunas 
										veces en su gene ración y con más 
										frecuencia en las sucesivas, herederas 
										legítimas de sus ideas o de su impulso.
										
										La adulación prodiga a manos llenas el 
										rango de genio a los poderosos; 
										imbéciles hay que se lo otorgan a sí 
										mismos. Hay, sin embargo, una medida 
										para apreciar la genialidad: si es 
										legítima, se reconoce por su obra, honda 
										en su raigambre y vasta en su floración. 
										Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo 
										define; si santo, lo enseña; si héroe, 
										lo ejecuta.
										
										Pueden adivinarse en un hombre joven las 
										más conspicuas aptitudes para alcanzar 
										la genialidad; pero es difícil 
										pronosticar si las circunstancias 
										convergerán a que ellas se conviertan en 
										obras. Y, mientras no las vemos, toda 
										apreciación es caprichosa. Por eso, y 
										porque ciertas obras geniales no se 
										realizan en minutos, sino en años, un 
										hombre de genio puede pasar desconocido 
										en su tiempo y ser consagrado por la 
										posteridad. Los contemporáneos no suelen 
										marcar el paso a compás del genio; pero 
										si éste ha cumplido su destino, una 
										nueva generación estará habilitada para 
										comprenderlo.
										
										En vida, muchos hombres de genio son 
										ignorados, proscritos, desestimados o 
										escarnecidos. En la lucha por el éxito 
										pueden triunfar los mediocres, pues se 
										adaptan mejor a las modas ideológicas 
										reinantes; para la gloria sólo cuentan 
										las obras inspiradas por un ideal y 
										consolidadas por el tiempo. que es donde 
										triunfan los genios. Su victoria no 
										depende del homenaje transitorio que 
										pueden otorgarle o negarle los demás, 
										sino de su propia capacidad. para 
										cumplir su misión. Duran a pesar de 
										todo, aunque Sócrates beba cicuta, 
										Cristo muera en la cruz o Bruno agonice 
										en la hoguera: fueron los órganos 
										vitales de funciones necesarias en la 
										historia de los pueblos o de las 
										doctrinas. Y el genio se conoce por la 
										remota eficacia de su esfuerzo o de su 
										ejemplo, más que por frágiles sanciones 
										de los contemporáneos.
										
										La magnitud de la obra genial se calcula 
										por la vastedad de su horizonte y la 
										extensión de sus aplicaciones. En ello 
										se ha querido fundar cierta jerarquía de 
										los diversos órdenes del genio, 
										considerados como perfeccionamientos 
										extraordinarios del intelecto y de la 
										voluntad.
										
										Ninguna clasificación es justa. Variando 
										el clima y la hora puede ocurrir la 
										aparición de uno u otro orden de 
										genialidad, de acuerdo con la función 
										social que la suscita; y, siendo la más 
										oportuna, es siempre la más fecunda. 
										Conviene renunciar a toda 
										estratificación jerárquica de los 
										genios, afirmando su diferencia y 
										admirándolos por igual: más allá de 
										cierto nivel todas las cumbres son 
										excelsas. Nadie, si no fueran ellos 
										mismos, podría creerse habilitado para 
										decretarles rangos y desniveles. Ellos 
										se despreocupan de estas pequeñeces; el 
										problema es insoluble por definición.
										
										Ni jerarquía ni especies: la genialidad 
										no se clasifica. El hombre que la 
										alcanza es el abanderado de un ideal. 
										Siempre es definitivo: es un hito en la 
										evolución de su pueblo o de su arte. Las 
										historias adocenadas suelen ser crónicas 
										de capitanes y conquistadores; las otras 
										formas de genialidad entran en ellas 
										como simples accidentes. Y no es justo. 
										Homero, Miguel Ángel, Cervantes y Goethe 
										vivieron en sus siglos más altos que los 
										emperadores; por cada uno de ellos se 
										mide la grandeza de su tiempo. Marcan 
										fechas memorables, personificando 
										aspiraciones inmanentes de su clima 
										intelectual. El golpe de ala es tan 
										necesario para sentir o pensar un credo 
										como para predicarlo o ejecutarlo: todo 
										Ideal es una síntesis. Las grandes 
										transmutaciones históricas nacen como 
										videncias líricas de los genios 
										artísticos, se transfunden en la 
										doctrina de los pensadores y se realizan 
										por el esfuerzo de los estadistas; la 
										genialidad deviene función en los 
										pueblos y florece en circunstancias 
										irremovibles, fatalmente.
										
										La exégesis del genio sería enigmática 
										si se limitara a estudiar la biología de 
										los hombres geniales. Ésta sólo revela 
										algunos resortes de su aptitud y no 
										siempre evidentes. Algunos pesquisan sus 
										antepasados, remontando si pueden en los 
										siglos, por muchas generaciones, hasta 
										apelmazar un puñado de locos y 
										degenerados, como si en la conjunción de 
										los siete pecados capitales pudiera 
										estallar la chispa que enciende el Ideal 
										de una época. Eso es convertir en 
										doctrina una superchería, dar visos de 
										ciencia a falaces sofismas. Ni, por 
										esto, veremos en ellos simples productos 
										del medio, olvidando sus singulares 
										atributos. Ni lo uno ni lo otro. Si tal 
										hombre nace en tal clima y llega en tal 
										hora oportuna, su aptitud preexistente, 
										apropiada a entrambos, se desenvuelve 
										hasta la genialidad.
										
										El genio es una fuerza que actúa en 
										función del medio. Probarlo es fácil.
										
										Dos veces la muerte y la gloria se 
										dieron la mano sobre un cadáver 
										argentino. Fue la primera cuando 
										Sarmiento se apagó en el horizonte de la 
										cultura continental; fue la segunda al 
										cegarse en Ameghino las fuentes más 
										hondas de la ciencia nuestra. Pocas 
										tumbas, como las suyas, han visto 
										florecer y entrelazarse a un tiempo 
										mismo el ciprés y el laurel, como si en 
										el parpadeo crepuscular de sus vidas se 
										hubieran encendido lámparas votivas 
										consagradas a la glorificación eterna de 
										su genio.
										
										Merecen tal nombre; cumplieron una 
										función social, realizando obra decisiva 
										y fecunda. Nadie podrá pensar en la 
										educación ni en la cultura de este 
										continente sin evocar el nombre de 
										Sarmiento, su apóstol y sembrador; ni 
										pudo mente alguna comparársele, entre 
										los que le sucedieron en el Gobierno y 
										en la enseñanza. En el desarrollo de las 
										doctrinas evolucionistas marcan un hito 
										las concepciones de Ameghino; será 
										imposible no advertir la huella de sus 
										pasos y quien lo olvide renunciará a 
										conocer muchos dominios de la ciencia 
										explorados por él.
										
										Sarmiento fue el genio pragmático. 
										Ameghino fue el genio revelador.
										
										II. SARMIENTO
										
										Sus pensamientos fueron tajos de luz en 
										la penumbra de la barbarie americana, 
										entreabriendo la visión de cosas 
										futuras. Pensaba en tan alto estilo que 
										parecía tener, como Sócrates, algún 
										demonio familiar que alucinara su 
										inspiración. Cíclope en su faena, vivía 
										obsesionado por el afán de educar; esa 
										idea gravitaba en su espíritu como las 
										grandes moles incandescentes en el 
										equilibrio celeste, subordinando a su 
										influencia todas las masas menores de su 
										sistema cósmico.
										
										Tenía la clarividencia del ideal y había 
										elegido sus medios: organizar 
										civilizando, elevar educando. Todas las 
										fuentes fueron escasas para saciar su 
										sed de aprender; todas las inquinas 
										fueron exiguas para cohibir si, 
										inquietud de enseñar. Erguido y viril 
										siempre, astabandera de sus propios 
										ideales, siguió las rutas por donde le 
										guiara el destino, previendo que la 
										gloria se incuba en auroras fecundadas 
										por los sueños de los que miran más 
										lejos. América le esperaba. Cuando urge 
										construir o transmutar, fórmase el clima 
										del genio; su hora suena como fatídica 
										invitación a llenar una página de luz. 
										El hombre extraordinario se revela 
										auroralmente, como si obedeciera a una 
										predestinación irrevocable.
										
										Facundo es el clamor de la cultura 
										moderna contra el crepúsculo feudal. 
										Crear una doctrina justa vale ganar una 
										batalla para la verdad; más cuesta 
										presentir un ritmo de civilización que 
										acometer una conquista.
										
										Un libro es más que una intención: es un 
										gesto. Todo ideal puede servirse con el 
										verbo profético. La palabra de Sarmiento 
										parece bajar de un Sinaí. Proscrito en 
										Chile, cl hombre extraordinario 
										encuadra, por entonces, su espíritu en 
										el doble marco de la cordillera muda y 
										del mar clamoroso.
										
										Llegan hasta él gemidos de pueblos que 
										hinchan de angustia su corazón: parece 
										ensombrecer el ciclo taciturno de su 
										frente, inquietada por un relampagueo de 
										profecías. La pasión enciende las 
										dantescas hornallas en que forja sus 
										páginas y ellas retumban con sonoridad 
										plutoniana en todos los ámbitos de su 
										patria. Para medirse busca al más grande 
										enemigo, Rosas, que era también genial 
										en la barbarie de su medio y de su 
										tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos 
										en los apóstrofes de Facundo, asombroso 
										enquiridión que parece un reto de 
										águila, lanzado por sobre las cumbres 
										más conspicuas del planeta.
										
										Su verbo es anatema: tan fuerte es el 
										grito que por momentos, la prosa se 
										enronquece. La vehemencia crea su 
										estilo, tan suyo que, siendo castizo, no 
										parece español. Sacude a todo un 
										continente con la sola fuerza de su 
										pluma, adiamantada por la santificación 
										del peligro y del destierro. Cuando un 
										ideal se plasma en un alto espíritu, 
										bastan gotas de tinta para fijarlo en 
										páginas decisivas; y ellas, como si en 
										cada línea llevasen una chispa de 
										incendio devastador, llegan al corazón 
										de miles de hombres, desorbitan sus 
										rutinas, encienden sus pasiones, 
										polarizan su aptitud hacia el ensueño 
										naciente. La prosa del visionario vive: 
										palpita, agrede, conmueve, derrumba, 
										aniquila. En sus frases diríase que se 
										vuelca el alma de la nación entera, como 
										un alud. Un libro, fruto de 
										imperceptibles vibraciones cerebrales 
										del genio, tórnase tan decisivo para la 
										civilización de una raza como la 
										irrupción tumultuosa de infinitos 
										ejércitos.
										
										Y su verbo es sentencia: queda herida 
										mortalmente una era de barbarie, 
										simbolizada en un nombre propio. El 
										genio se encumbra así para hablar, 
										intérprete de la historia. Sus palabras 
										no admiten rectificación y escapan a la 
										crítica. Los poetas debieran pedir sus 
										ritmos a las mareas del Océano para loar 
										líricamente la perennidad del gesto 
										magnífico: ¡Facundo!
										
										Dijo primero. Hizo después...
										
										La política puso a prueba su firmeza: 
										gran hora fue aquella en que su Ideal se 
										convirtió en acción. Presidió la 
										República contra la intención de todos: 
										obra de un hado benéfico. Arriba vivió 
										batallando como abajo, siempre agresor y 
										agredido. Cumplía una función histórica. 
										Por eso, como el héroe del romance, su 
										trabajo fue la lucha, su descanso 
										pelear.
										
										Se mantuvo ajeno y superior a todos los 
										partidos, incapaces de contenerlo. Todos 
										lo reclamaban y lo repudiaban 
										alternativamente: ninguno, grande o 
										pequeño, podía ser toda una generación, 
										todo un pueblo, toda una raza, y 
										Sarmiento sintetizaba una era en nuestra 
										latinidad americana. Su acercamiento a 
										las facciones, compuestas por amalgamas 
										de subalternos, tenía reservas y 
										reticencias, simples tanteos hacia un 
										fin claramente previsto, para cuya 
										consecución necesitó ensayar todos los 
										medios. Genio ejecutor, el mundo 
										parecíale pequeño para abarcarlo entre 
										sus brazos; sólo pudo ser el suyo el 
										lema inequívoco: Las cosas hay que 
										hacerlas; mal, pero hacerlas.
										
										Ninguna empresa le pareció indigna de su 
										esfuerzo; en todas llevó como única 
										antorcha su Ideal. Habría preferido 
										morirse de sed antes de abrevarse en el 
										manantial de la rutina. Miguelangelesco 
										escultor de una nueva civilización, tuvo 
										siempre libres las manos para modelar 
										instituciones e ideas, libres de 
										cenáculos y de partidos, libres para 
										golpear tiranías, para aplaudir 
										virtudes, para sembrar verdades a 
										puñados. Entusiasta por la patria, cuya 
										grandeza supo mirar como la de una 
										propia hija, fue también despiadado con 
										sus vicios, cauterizándolos con la 
										benéfica crueldad de un cirujano.
										
										La unidad de su obra es profunda y 
										absoluta, no obstante las múltiples 
										contradicciones nacidas por el contraste 
										de su conducta con las oscilaciones 
										circunstanciales de su medio. Entre 
										alternativas extremas, Sarmiento 
										conservó la línea de su carácter hasta 
										la muerte. Su madurez siguió la 
										orientación de su juventud; llegó a los 
										ochenta años perfeccionando las 
										originalidades que había adquirido a los 
										treinta. Se equivocó innumerables veces, 
										tantas como sólo puede concebirse en un 
										hombre que vivió pensando siempre. 
										Cambió mil veces de opinión en los 
										detalles, porque nunca dejó de vivir; 
										pero jamás desvió la pupila de lo que 
										era esencial en su función. Su espíritu 
										salvaje y divino parpadeaba como un 
										faro, con alternativas perturbadoras. 
										Era un mundo que se oscurecía y se 
										alumbraba sin sosiego: incesante 
										sucesión de amaneceres y de crepúsculos 
										fundidos en el todo uniforme del tiempo. 
										En ciertas épocas pareció nacer de nuevo 
										con cada aurora; pero supo oscilar hasta 
										lo infinito sin dejar nunca de ser el 
										mismo.
										
										Miró siempre hacia el porvenir, como si 
										el pasado hubiera muerto a su espalda; 
										el ayer no existía, para él, frente al 
										mañana. Los hombres y pueblos en 
										decadencia viven acordándose de dónde 
										vienen; los hombres geniales y los 
										pueblos fuertes sólo necesitan saber 
										dónde van. Vivió inventando doctrinas o 
										forjando instituciones, creando siempre, 
										en continuo derroche de imaginación 
										creadora. Nunca tuvo paciencias 
										resignadas, ni esa imitativa mansedumbre 
										del que se acomoda a las circunstancias 
										para vegetar tranquilamente. La 
										adaptación es mediocrizadora; rebaja al 
										individuo a los modos de pensar y sentir 
										que son comunes a la masa, borrando sus 
										rasgos propiamente personales. Pocos 
										hombres, al finalizar su vida, se libran 
										de ella; muchos suelen ceder cuando los 
										resortes del espíritu sienten la 
										herrumbre de la vejez. Sarmiento fue una 
										excepción. Había nacido "así" y quiso 
										vivir como era, sin desteñirse en el 
										semitono de los demás.
										
										A los setenta años tocóle ser abanderado 
										en la última guerra civil movida por el 
										espíritu colonial contra la afirmación 
										de los ideales argentinos: en La Escuela 
										Ultrapampeana, escrita a zarpazos, se 
										cierra el ciclo del pensamiento 
										civilizador iniciado con Facundo. En 
										esas horas crueles, cuando los fanáticos 
										y los mercaderes le agredían para 
										desbaratar sus ideales de cultura laica 
										y científica, en vano habría intentado 
										Sarmiento rebelarse a su destino. Una 
										fatalidad incontrastable le había 
										elegido portavoz de su tiempo, 
										hostigándole a perseverar sin tregua 
										hasta el borde mismo de la tumba. En 
										pleno arreciar de la vejez siguió 
										pensando por sí mismo, siempre alerta 
										para abalanzarse contra los que 
										desplumaban el ala de sus grandes 
										ensueños: habría osado desmantelar la 
										tumba más gloriosa si hubiera entrevisto 
										la esperanza de que algo resucitaría de 
										entre las cenizas.
										
										Había gestos de águila prisionera en los 
										desequilibrios de Sarmiento.
										
										Fue "inactual" en su medio; el genio 
										importa siempre una anticipación. Su 
										originalidad pareció rayana en desvarío. 
										Hubo, ciertamente, en él un 
										desequilibrio: mas no era intrínseco en 
										su personalidad, sino extrínseco, entre 
										ella y su medio. Su inquietud no era 
										inconstancia, su labor no era agitación. 
										Su genio era una suprema cordura en todo 
										lo que a sus ideales tocaba; parecía lo 
										contrario por contraste con la niebla de 
										mediocridad que le circuía.
										
										Tenía los descompaginamientos que la 
										vida moderna hace sufrir a todos los 
										caracteres militares; pero la revelación 
										más indudable de su genialidad está en 
										la eficacia de su obra, a pesar de los 
										aparentes desequilibrios.
										
										Personificó la más grande lucha entre el 
										pasado y el porvenir del continente, 
										asumiendo con exceso la responsabilidad 
										de su destino. Nada le perdonaron los 
										enemigos del Ideal que él representaba; 
										todo le exigieron los partidarios. El 
										mayor equilibrio posible en el hombre 
										común es exiguo comparado con el que 
										necesita tener el genio: aquél soporta 
										un trabajo igual a uno y éste lo 
										emprende equivalente a mil. Para ello 
										necesita una rara firmeza y una absoluta 
										precisión. ejecutiva.
										
										Donde los otros se apunan, los genios 
										trepan; cobran mayor pujanza cuando 
										arrecian las borrascas; parecen águilas 
										planeantes en su atmósfera natural.
										
										La incomprensión de estos detalles ha 
										hecho que en todo tiempo se atribuyera a 
										insania la genialidad de tales hombres, 
										concretándose al fin la consabida 
										hipótesis de su parentesco con la 
										locura, cómoda de aplicar a cuantos se 
										elevan sobre los comunes procesos del 
										raciocinio rutinario y la actividad 
										doméstica. Pero se olvida que inadaptado 
										no quiere decir alienado; el genio no 
										podría consistir en adaptarse a la 
										mediocridad.
										
										El culto de lo acomodaticio y lo 
										convencional, halagador para los sujetos 
										insignificantes, implica presentar a los 
										grandes creadores como predestinados a 
										la generación o al manicomio. Es falso 
										que el talento y el genio pueblen los 
										asilos; si enloquecen, por acaso, diez 
										hombres excelentes, encuéntrase a su 
										lado un millón de espíritus vulgares: 
										los alienistas estudiarán la biografía 
										de los diez e ignorarán la del millón.
										
										Y para enriquecer sus catálogos de 
										genios enfermos incluirán en sus listas 
										a hombres ingeniosos, cuando no a 
										simples desequilibrados intelectuales 
										que son "imbéciles con la librea del 
										genio".
										
										Los hombres como Sarmiento pueden 
										caldearse por la excesiva función que 
										desempeñan; los ignorantes confunden su 
										pasión con la locura. Pero juzgados en 
										la evolución de las razas y de los 
										grupos sociales, ellos culminan como 
										casos de perfeccionamiento activo, en 
										beneficio de la civilización y de la 
										especie. El devenir humano sólo 
										aprovecha de los originales. El 
										desenvolvimiento de una personalidad 
										genial importa una variación sobre los 
										caracteres adquiridos por el grupo; ella 
										incuba nuevas y distintas energías, que 
										son el comienzo de líneas de 
										divergencia, fuerzas de selección 
										natural. La desarmonía de un Sarmiento 
										es un progreso, sus discordancias son 
										rebeliones a las rutinas, a los 
										prejuicios, a las domesticidades.
										
										Locura implica siempre disgregación, 
										desequilibrio, solución de continuidad; 
										con breve razonamiento, refutó Bovio el 
										celebrado sofisma.
										
										El genio se abstrae; el alienado se 
										distrae. La abstracción ausenta de los 
										demás, la distracción ausenta de sí 
										mismo. Cada proceso ideativo es una 
										serie; en cada serie hay un término 
										medio y un proceso lógico; entre las 
										diversas series hay saltos y faltan los 
										términos medios. El genio, moviéndose 
										recto y rápido dentro de una misma 
										serie, abrevia los términos medios y 
										descubre la reacción lejana; el loco, 
										saltando de una serie a otra, privado de 
										términos medios, disparata en vez de 
										razonar. ésa es la aparente analogía 
										entre genio y locura; parece que en el 
										movimiento de ambos faltaran los 
										términos medios; pero, en rigor, el 
										genio vuela, el loco salta. El uno 
										sobrentiende muchos términos medios, el 
										otro no ve ninguno. En el genio, el 
										espíritu se ausenta de los demás; en la 
										locura, se ausenta de sí mismo. "La 
										sublime locura del genio es, pues, 
										relativa al vulgo; éste, frente al 
										genio, no es cuerdo ni loco: es 
										simplemente la mediocridad, es decir, la 
										media lógica, la media alma, el medio 
										carácter, la religiosidad convencional, 
										la moralidad acomodaticia, la 
										politiquería menuda, el idioma usual, la 
										nulidad de estilo".
										
										La ingenuidad de los ignorantes tiene 
										parte decisiva en la confusión.
										
										Ellos acogen con facilidad la insidia de 
										los envidiosos y proclaman locos a los 
										hombres mejores de su tiempo. Algunos se 
										libran de este marbete: son aquellos 
										cuya genialidad es discutible, 
										concediéndoseles apenas algún talento 
										especial en grado excelso. No así los 
										indiscutidos, que viven en brega 
										perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó 
										a envejecer, sus propios adversarios 
										aprendieron a tolerarlo, aunque sin el 
										gesto magnánimo de una admiración 
										agradecida. Le siguieron llamando "el 
										loco Sarmiento". ¡El loco Sarmiento! 
										Esas palabras enseñan más que cien 
										libros sobre la fragilidad del juicio 
										social. Cabe desconfiar de los 
										diagnósticos formuladas por los 
										contemporáneos sobre los hombres que no 
										se avienen a marcar el paso en las 
										filas; las medianías, sorprendidas por 
										resplandores inusitados, sólo atinan a 
										justificarse, frente a ellos, 
										recurriendo a epítetos despectivos. 
										Conviene confesar esa gran culpa: ningún 
										americano ilustre sufrió más burlas de 
										sus conciudadanos. No hay vocablo 
										injurioso que no haya sido empleado 
										contra él; era tan grande que no bastó 
										el diccionario entero para difamarle 
										ante la posteridad.
										
										Las retortas de la envidia destilaron 
										las más exquisitas quintaesencias; 
										conoció todas las oblicuidades de los 
										astutos y todos los soslayos de los 
										impotentes. La caricatura le mordió 
										hasta sangrar, como a ningún otro: el 
										lápiz tuvo, vuelta a vuelta, firmeza de 
										estilete y matices de ponzoña. Como las 
										serpientes que estrangulan a Laocoonte 
										en la obra maestra del Beldever, mil 
										tentáculos subalternos y anónimos 
										acosaron su titánica personalidad, 
										robustecida por la brega.
										
										Los espíritus vulgares ceñían a 
										Sarmiento por todas partes, con la 
										fuerza del número, irresponsables ante 
										el porvenir. Y él marchaba sin contar 
										los enemigos, desbordante y hostil, 
										ebrio de batallar en una atmósfera 
										grávida de tempestades, sembrando a 
										todos los vientos, en todas las horas, 
										en todos los surco. Despreciaba el 
										motejo de los que no le comprendían; la 
										videncia del juicio póstumo era el único 
										lenitivo a las heridas que sus 
										contemporáneos le prodigaban. Su vida 
										fue un perpetuo florecimiento de 
										esperanzas en un matorral de espinas.
										
										Para conservar intactos sus atributos, 
										el genio necesita períodos de 
										recogimiento; el contacto prolongado con 
										la mediocridad despunta. las ideas 
										originales y corroe los caracteres más 
										adamantinos. Por eso, con frecuencia, 
										toda superioridad es un destierro. Los 
										grandes pensadores tórnanse solitarios; 
										aparecen proscritos en su propio medio. 
										Se mezclan a él para combatir o 
										predicar, un tanto excéntricos cuando no 
										hostiles, sin entregarse nunca 
										totalmente a gobernantes ni a 
										multitudes.
										
										Muchos ingenios eminentes arrollados por 
										la marea colectiva, pierden o atenúan su 
										originalidad, empañados por la sugestión 
										del medio; los prejuicios, más 
										arraigados en el individuo, subsisten y 
										prosperan; las ideas nuevas, por ser 
										adquisiciones personales de reciente 
										formación, se marchitan. Para defender 
										sus frondas más tiernas el genio busca 
										aislamientos parciales en sus 
										invernáculos propios. Si no quiere 
										nivelarse demasiado necesita, de tiempo 
										en tiempo, mirarse por dentro, sin que 
										esta defensa de su originalidad 
										equivalga a una misantropía. Lleva 
										consigo las palpitaciones de una época o 
										de una generación, que son su finalidad 
										y su fuerza: cuando se retira se 
										encumbra. Desde su cima formula con 
										firme claridad aquel sentimiento, 
										doctrina o esperanza que en todos se 
										incuba sordamente. En él adquieren 
										claridad meridiana los confusos rumores 
										que serpentean en la inconsciencia de 
										sus contempo ráneos. Tal, más que en 
										ningún otro genio de la historia, se 
										plasmó en Sarmiento el concepto de la 
										civilización de su raza, en la hora que 
										preludiaba el surgir de nacionalidades 
										nuevas entre el caos de la barbarie.
										
										Para pensar mejor, Sarmiento vivió solo 
										entre muchos, ora expatriado, ora 
										proscrito dentro de su país, europeo 
										entre argentinos y argentino en el 
										extranjero, provinciano entre porteños y 
										porteño entre provincianos. Dijo 
										Leonardo que es destino de los hombres 
										de genio estar ausentes en todas partes.
										
										Viven más alto y fuera del torbellino 
										común, desconcertando a sus 
										contemporáneos. Son inquietos: la gloria 
										y el reposo nunca fueron compatibles. 
										Son apasionados: disipan los obstáculos 
										como los primeros rayos del sol licuan 
										la nieve caída en una noche primaveral. 
										En la adversidad no flaquean: redoblan 
										su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras 
										su Ideal, afligiendo a unos, 
										compadeciendo a otros, adelantándose a 
										todos, sin rendirse, tenaces como si 
										fuera lema suyo el viejo adagio: sólo 
										está vencido el que confiesa estarlo. En 
										eso finca su genialidad. ésa es la 
										locura divina que Erasmo elogió en 
										páginas imperecederas y que la 
										mediocridad enrostró al gran varón que 
										honra a todo un continente.
										
										Sarmiento parecía agigantarse bajo el 
										filo de las hachas.
										
										III. AMEGHINO
										
										Su pupila supo ver en la noche, antes de 
										que amaneciera para todos.
										
										Reveló y creó: fue su misión. Lo mismo 
										que Sarmiento, llegó Ameghino en su 
										clima y a su hora. Por singular 
										coincidencia ambos fueron maestros de 
										escuela, autodidactos, sin título 
										universitario, formados fuera de la urbe 
										metropolitana, en contacto inmediato con 
										la naturaleza, ajenos a todos los 
										alambicamientos exteriores de la mentira 
										mundana, con las manos libres, la cabeza 
										libre, el corazón libre, las alas 
										libres. Diríase que el genio florece 
										mejor en las regiones solitarias, 
										acariciado por las tormentas, que son su 
										atmósfera propia; se agosta en los 
										invernáculos del Estado, en sus 
										universidades domesticadas, en sus 
										laboratorios bien rentados, en sus 
										academias fósiles y en su funciona 
										miento jerárquico. Fáltale allí el aire 
										libre y la plena luz que sólo da la 
										naturaleza: el encebadamiento precoz 
										enmohece los resortes de la imaginación 
										creadora y despunta las mejores 
										originalidades. El genio nunca ha sido 
										una institución oficial.
										
										La vasta obra de Ameghino, en nuestro 
										continente y en nuestra época, tiene los 
										caracteres de un fenómeno natural. ¿Por 
										qué un hombre, en Luján, da por juntar 
										huesos de fósiles y los baraja entre sus 
										dedos, como un naipe compuesto con 
										millares de siglos, y acaba por pedir a 
										esos mudos testigo.; la historia de la 
										tierra, de la vida, del hombre. como si 
										obrara por predestinación o por 
										fatalidad?
										
										Tenía que ser un genio argentino, porque 
										ningún otro punto de la superficie 
										terrestre contiene una fauna fósil 
										comparable a la nuestra; tenía que ser 
										en nuestro siglo, porque le habría 
										faltado el asidero de las doctrinas 
										evolucionistas que sirven de fundamento; 
										no podía ser antes de ahora, porque el 
										clima intelectual del país no fue 
										propicio a ello hasta que lo fecundó el 
										apostolado de Sarmiento y tenía que ser 
										Ameghino, y ningún otro hombre de su 
										tiempo. ¿Cuál otro reunía en tal alto 
										grado su aptitud para la observación y 
										la hipótesis, su resistencia para el 
										enorme esfuerzo prolongado durante 
										tantos años, su desinterés por todas las 
										vanidades que hacen del hombre un 
										funcionamiento, pero matan al pensador?
										
										Ninguna convergencia de rutinas detiene 
										al genio en su oportunidad.
										
										Aunque son fuerzas todopoderosas, porque 
										obran continua y sordamente, el genio 
										las domina: antes o después, pero en 
										dominarlas radica la realización de su 
										obra. Las resistencias, que desalientan 
										al mediocre, son su estímulo; crece a la 
										sombra de la envidia ajena. La sociedad 
										puede conspirar contra él, acumulando en 
										su contra la detracción y el silencio. 
										Sigue su camino, lucha, sin caer, sin 
										extraviarse, dionisiacamente seguro. El 
										genio, por su definición, no fracasa 
										nunca.
										
										El que ha creado no es genio, no llegó a 
										serlo, fue una ilusión disipada.
										
										No quiere esto decir que viva del éxito, 
										sino que su marcha hacia la gloria es 
										fatal, a pesar de todos los contrastes. 
										El que se detiene prueba impotencia para 
										marchar. Algunas veces el hombre genial 
										vacila y se interroga ansiosamente sobre 
										su propio destino: cuando muerden su 
										talón los envidiosos o cuando le adulan 
										los hipócritas. Pero en dos 
										circunstancias se ilumina o se 
										desencadena: en la hora de la 
										inspiración y en la hora de la diatriba. 
										Cuando descubre una verdad parece que en 
										sus pupilas brillara una luz eterna; 
										cuando amonesta a los envilecidos 
										diríase que refulge en su frente la 
										soberanía de una generación.
										
										Firme y serena voluntad necesitó 
										Ameghino para cumplir su función genial. 
										Sin saberlo y sin quererlo nadie crea 
										cosas que valgan o duren. La imaginación 
										no basta para dar vida a la obra: la 
										voluntad la engendra. En este sentido y 
										en ningún otro el desarrollo de la 
										aptitud nativa requiere "una larga 
										paciencia" para que el ingenio se 
										convierta en talento o se encumbre en 
										genialidad. Por eso los hombres 
										excepcionales tienen un valor moral y 
										son algo más que objetos de curiosidad: 
										merecen la admiración que se les 
										profesa. Si su aptitud es un don de la 
										naturaleza, desarrollarla implica un 
										esfuerzo ejemplar. Por más que sus 
										gérmenes sean instintivos e 
										inconscientes, las obras no se hacen 
										solas. El tiempo es aliado del genio; el 
										trabajo completa las iniciativas de la 
										inspiración. Los que han sentido el 
										esfuerzo de crear, saben lo que cuesta. 
										Determinado el Ideal, hay que 
										realizarlo: en la raza, en la ley, en el 
										mármol, en el libro. La magnitud de la 
										tarea explica por qué, habiendo tantos 
										ingenios, es tan escaso el número de 
										obras maestras. Si la imaginación 
										creadora es necesaria para concebirlas, 
										requiérese para ejecutarlas otra rara 
										virtud: la virtud tenaz que Newton 
										bautizó como simple paciencia, sin medir 
										los absurdos corolarios de su apotegma.
										
										No diremos, pues, que la imaginación es 
										superflua y secundaria, atribuyendo el 
										genio a lo que fue virtud de bueyes en 
										el simbolismo mitológico. No. Sin 
										aptitudes extraordinarias, la paciencia 
										no produce un Ameghino. Un imbécil, en 
										cincuenta años de constancia, sólo 
										conseguirá fosilizar su imbecilidad. El 
										hombre de genio, en el tiempo que dura 
										un relámpago, define su Ideal; después, 
										toda su vida, marcha tras él, 
										persiguiendo la quimera entrevista.
										
										Las aptitudes esenciales son nativas y 
										espontáneas; en Ameghino se revelaron 
										por una precocidad de "ingenio" anterior 
										a toda experiencia.
										
										Eso no significa que todos los precoces 
										puedan llegar a la genialidad, ni 
										siquiera al talento. Muchos son 
										desequilibrados y suelen agotarse en 
										plena primavera; pocos perfeccionan sus 
										aptitudes hasta convertirlas en talento; 
										rara vez coinciden con la hora propicia 
										y ascienden a la genialidad. Sólo es 
										genio quien las convierte en obra 
										luminosa, con esa fecundidad superior 
										que implica alguna madurez; los más 
										bellos dones requieren ser cultivados, 
										como las tierras más fértiles necesitan 
										ararse. Estériles resultan los espíritus 
										brillantes que desdeñan todo esfuerzo, 
										tan absolutamente estériles como los 
										imbéciles laboriosos; no da cosecha el 
										campo fértil no trabajado, ni las da el 
										campo estéril por más que se are. ése es 
										el profundo sentido moral de la paradoja 
										que identifica el genio con la 
										paciencia, aunque sean inadmisibles sus 
										corolarios absurdos.
										
										La misma significación originaria de la 
										palabra genio presupone algo como una 
										inspiración trascendental. Todo lo que 
										huele a cansancio, no siendo fatiga de 
										vuelo alígero, es la antítesis del 
										genio. Solamente puede acordarse el 
										supremo homenaje de este título a aquel 
										cuyas obras denuncian menos el esfuerzo 
										del amanuense que una especie de don 
										imprevisto y gratuito, algo que opera 
										sin que él lo sepa, por lo menos con una 
										fuerza y un resultado que exceden a sus 
										intenciones o fatigas. Para griegos y 
										latinos, "genio" quería decir "dominio"; 
										era aquel espíritu que acompaña, guía o 
										inspira a cada hombre desde la cuna 
										hasta la tumba. Sócrates tuvo el más 
										famoso. Con la acepción que hoy se da, 
										universalmente, a la palabra "genio" los 
										antiguos no tuvieron ninguna; para 
										expresarla anteponían al sustantivo 
										"ingenio" un adjetivo que expresara su 
										grandeza o culminación.
										
										No es lícito denominar genios a todos 
										los hombres superiores.
										
										Hay tipos intermediarios. Los modernos 
										distinguen al hombre de genio del hombre 
										de talento, pero olvidan la aptitud 
										inicial de ambos: el ingenio, es decir, 
										una capacidad superior a la mediana. 
										Presenta una gradación infinita, y cada 
										uno de sus grados es susceptible de 
										educarse ilimitadamente. Permanece 
										estéril y desorganizado en los más, sin 
										implicar siquiera talento. Este último 
										es una perfección alcanzada por pocos, 
										una originalidad particular, una 
										síntesis de coordinación, culminante y 
										excelsa, sin ser por eso equivalente al 
										genio. Rara vez la máxima 
										intensificación del ingenio crea, 
										presagia, realiza o inventa; sólo 
										entonces adquiere significación social y 
										asciende a la genialidad, como en el 
										caso de Ameghino. La especie, con ser 
										exigua, representa infinitas variedades: 
										tantas, casi, como ejemplares.
										
										Habría ligereza de método y de doctrina 
										en no distinguir entre las mentes 
										superiores, a punto de catalogar como 
										genios a muchos hombres de talento y aun 
										a ciertos ingenios desequilibrados, que 
										son su caricatura. Ensayó Nordau una 
										discreta diferenciación de tipos. Llama 
										genio al hombre que crea nuevas formas 
										de actividad no emprendidas antes por 
										otros o desarrolla de un modo 
										enteramente propio y personal 
										actividades ya conocidas; y talento al 
										que practica formas de actividad, 
										general o frecuentemente practicadas por 
										otros, mejor que la mayoría de los que 
										cultivan esas mismas aptitudes. Este 
										juicio diferencial es discreto, pues 
										toma en cuenta la obra realizada y la 
										aptitud del que la realiza. El hombre de 
										ingenio implica un desarrollo orgánico 
										primitivamente superior; el hombre de 
										talento adquiere por el ejercicio una 
										integral excelencia de ciertas 
										disposiciones que en su ambiente posee 
										la mayoría de los sujetos normales. 
										¿Entre la inteligencia y el talento sólo 
										hay una diferencia cuantitativa, que es 
										cualitativa entre el talento y el genio?
										
										No es así, aunque parezca. El talento 
										implica, en algún sentido, cierta 
										aptitud inicial verdaderamente superior, 
										que la educación hace culminar en su 
										propio género. De entre esas mentes 
										preclaras, algunas llegarán a la 
										genialidad si lo determinan 
										circunstancias extrínsecas: su obra 
										revelará si tuvieron funciones decisivas 
										en la vida o en la cultura de su pueblo.
										
										Genio y talento colaboran por igual al 
										progreso humano. Su labor se integra. Se 
										complementan como la hélice y el timón: 
										el talento trepana sin sosiego las olas 
										inquietas y el genio marca el rumbo 
										hacia imprevistos horizontes.
										
										La obra de Ameghino es creadora: eso la 
										caracteriza. Una inmensa fauna 
										paleontológica permanecía en el misterio 
										antes de que él la revelara a la ciencia 
										moderna y formulase una teoría general 
										para explicar sus emigraciones en los 
										siglos remotos. Crear es inventar, como 
										lo expresó Voltaire. El genio revélase 
										por una aptitud inventiva o crea dora 
										aplicada a cosas vastas o difíciles. En 
										la vida social, en las ciencias, en las 
										artes, en las virtudes, en todo, se 
										manifiesta con anticipaciones audaces, 
										con una facilidad espontánea para salvar 
										los obstáculos entre las cosas y las 
										ideas, con una firme seguridad para no 
										desviarse de su camino. En ciertos caos 
										descubre lo nuevo; en otros acerca lo 
										remoto y percibe relaciones entre las 
										cosas distantes, según lo definió Ampére. 
										No consiste simplemente en inventar o 
										descubrir: las invenciones que se 
										producen por casualidad, sin ser 
										expresamente pensadas, no requieren 
										aptitudes geniales. El genio descubre lo 
										que escapa a la reflexión de siglos o 
										generaciones, induce leyes que expresan 
										una relación inesperada entre las cosas, 
										señala puntos que sirven de centro a mil 
										desarrollos y abre caminos en la 
										infinita exploración de la naturaleza.
										
										¿En qué consiste, entonces? ¿No es soplo 
										divino, no es demonio, no es enfermedad? 
										Nunca. Es más sencillo y más excepcional 
										a la vez.
										
										Más sencillo, porque depende de una 
										complicada estructura del cerebro y no 
										de entidades fantásticas; más 
										excepcional, porque el mundo pulula de 
										enfermos y rara vez se anuncia un 
										Ameghino. Cuanto mejor cerebrado está el 
										hombre, tanto más alta y significativa 
										es su función de pensar. Ignórase 
										todavía el mecanismo íntimo de los 
										procesos intelectuales superiores. Los 
										acompañan, sin duda, modificaciones de 
										las células nerviosas: cambios de 
										posición y permutas químicas muy 
										complicadas. Para comprenderlas deberían 
										conocerse las actividades moleculares y 
										sus variables relaciones, además de la 
										histología exacta y completa de los 
										centros cerebrales. Esto no basta: son 
										enigmas la naturaleza de la actividad 
										nerviosa, las transformaciones de 
										energía que determina en el momento que 
										nace, durante el tiempo que se propaga y 
										mientras se producen los fenómenos que 
										acompañan la complejísima función de 
										pensar. Los conocimientos científicos 
										distan de ese límite. Sin embargo, 
										mientras la química y la fisiología 
										permitan acercarse al fin, existe ya la 
										certidumbre de que ésa, y ninguna otra, 
										es la vía para explicar las aptitudes 
										supremas de un genio en función de su 
										medio.
										
										Nacemos diferentes; hay una variadísima 
										escala desde el idiota hasta el genio. 
										Se nace en una zona de ese espectro, con 
										aptitudes subordinadas a la estructura y 
										la coordinación de las células que 
										intervienen en la elaboración del 
										pensamiento; la herencia concurre a dar 
										un sistema nervioso, agudo u obtuso, 
										según los casos. La educación puede 
										perfeccionar esas capacidades o 
										aptitudes cuando existen; no puede 
										crearlas cuando faltan: Salamanca no las 
										presta.
										
										Cada uno tiene la sensibilidad propia de 
										su perfeccionamiento nervioso; los 
										sentidos son la base de la memoria, de 
										la asociación, de la imaginación; de 
										todo. Es el oído lo que hace el músico; 
										el ojo lleva la mano del pintor. El 
										poder concebir está subordinado al de 
										percibir: cada hombre tiene la memoria y 
										la imaginación que corresponde a sus 
										percepciones predominantes. La memoria 
										no hace al genio, aunque no le estorba; 
										pero ella, y el razonamiento a sus 
										datos, no crean nada superior a lo real 
										que percibimos. La fecundidad creadora 
										requiere el concurso de la imaginación, 
										elemento necesario para sobreponer a la 
										realidad algún Ideal. Cuando, pues, se 
										define el genio como "un grado exquisito 
										de sensibilidad nerviosa", se enuncia la 
										más importante de sus condiciones; pero 
										la definición es incompleta. La 
										sensibilidad es el complejo instrumento 
										puesto al servicio de las aptitudes 
										imaginativas, aunque éstas, en último 
										análisis, no han podido formarse sino 
										sobre datos de la misma sensibilidad.
										
										En los genios estéticos es evidente la 
										superintendencia de la imaginación sobre 
										los sentidos: no lo es menos en los 
										genios especulativos como Ameghino, y en 
										los genios pragmáticos, como Sarmiento. 
										Gracias a ella se conciben los 
										problemas, se adivinan las soluciones, 
										se inventan las hipótesis, se plantean 
										las experiencias, se multiplican las 
										combinaciones. Hay imaginación en la 
										paleontología de Ameghino, como la hay 
										en la física de Ampére y en la 
										cosmología de Laplace; y la hay en la 
										visión civilizadora de Sarmiento, corno 
										en la política de César o en la de 
										Richelieu. Todo lo que lleva la marca 
										del genio es obra de la imaginación, ya 
										sea un capítulo del Quijote o un 
										pararrayos de Franklin; no digamos de 
										los sistemas filosóficos, tan 
										absolutamente imaginativos como las 
										creaciones artísticas. Más aún: muchos 
										son poemas, y su valor suele medirse por 
										la imaginación de sus creadores.
										
										En toda la gestión de su doctrina, la 
										genialidad de Ameghino se traduce por 
										una absoluta unidad y continuidad del 
										esfuerzo, que es la antítesis de la 
										locura. También a él le, supusieron 
										loco, sobre todo en su juventud. Con 
										bonhomía risueña recordaba las burlas de 
										vecinos y niños de su escuela, cuando le 
										veían dirigirse, azada al hombro, hacia 
										las márgenes del Luján; para esas mentes 
										sencillas tenía que estar loco ese 
										maestro que pasaba días enteros cavando 
										la tierra y desenterrando huesos de 
										animales extraños, como si algún delirio 
										le transformara en sepulturero de edades 
										extinguidas. Cambiando de ambientes sin 
										asimilarse a ninguno, consiguió pasar 
										más desapercibido y atenuar su 
										reputación de inadaptado.
										
										Basta leer su inmensa obra centenares de 
										monografías y volúmenes para comprender 
										que sólo presenta los desequilibrios 
										inherentes a su exuberancia. Sus 
										descubrimientos, grandes y útiles, nunca 
										fueron adivinados al acaso ni en la 
										inconsciencia, sino por , una vasta 
										elaboración; no fueron frutos de un 
										cerebro carcomido por la herencia o los 
										tóxicos, sino de engranajes 
										perfectamente entrenados; no 
										ocurrencias, sino cosechas de siembras 
										previas; jamás casualidades, sino 
										claramente previstos y anunciados.
										
										El genio es una alta armonía; necesita 
										serlo. Es absurdo suponer caídos bajo el 
										nivel común a esos mismos que la 
										admiración de los siglos coloca por 
										encima de todos. Las obras geniales sólo 
										pueden ser realizadas por cerebros 
										mejores que los demás; el proceso de la 
										creación, aunque tenga fases 
										inconscientes, sería imposible sin una 
										clarividencia de su finalidad. Antes que 
										improvisarse en horas de ocio, opérase 
										tras largas meditaciones y es oportuno, 
										llegando a tiempo de servir como premisa 
										o punto de partida para nuevas doctrinas 
										y corolarios.
										
										Nunca tal equilibrio de la obra genial 
										será más evidente que en la de Ameghino: 
										si hubiéramos de juzgar por ella, el 
										genio se nos presentaría como una 
										tendencia al sistemático equilibrio 
										entre las partes de un nuevo estilo 
										arquitectónico.
										
										Esto no excluye que la degeneración y la 
										locura puedan coexistir con la 
										imaginación creadora, afectando 
										especiales dominios de la mente humana; 
										pero la capacidad para la síntesis más 
										vasta no necesita ser desequilibrio ni 
										enfermedad. Ningún genio lo fue por su 
										locura; algunos como Rousseau, lo fueron 
										a pesar de ella; muchos, como Nietzsche, 
										fueron por la enfermedad sumergidos en 
										la sombra. Ameghino, a la par de todos 
										los que piensan mucho e intensamente, se 
										contradijo muchas veces en los detalles, 
										aunque sin perder nunca el sentido de su 
										orientación global. Cuando las 
										circunstancias convengan a ello, el 
										genio especulativo nace recto desde su 
										origen, como un rayo de luz que nada 
										tuerce o apaga. Basta oírlo para 
										reconocerlo: todas sus palabras 
										concurren a explicar un mismo 
										pensamiento, a través de cien 
										contradicciones en los detalles y de mil 
										alternativas en la trayectoria; parecen 
										tanteos para cerciorarse mejor del 
										camino, sin romper la coherencia de la 
										obra total; esa armonía de la síntesis 
										que escapa a los espíritus subalternos. 
										Ameghino converge a un fin por todos los 
										senderos; nada le desvía. Mira alto y 
										lejos, va derechamente, sin las 
										prudencias que traban el paso a las 
										medianías, sin detenerse ante los mil 
										interrogantes que de todas partes la 
										acosan para distraerle de la Verdad que 
										le entreabre algún pliegue de sus velos.
										
										La verdadera contradicción, la que 
										esteriliza el esfuerzo y el pensamiento, 
										reside en la deshilvanada heterogeneidad 
										que empalaga las obras de los mediocres. 
										Viven éstos con la pesadilla del juicio 
										ajeno y hablan con énfasis para que 
										muchos les escuchen aunque no les 
										entiendan; en su cerebro anidan todas 
										las ortodoxias, no atreviéndose a 
										bostezar sin metrónomo. Se contradicen 
										forzados por las circunstancias: los 
										rutinarios serían supremas lumbreras si 
										éstas se juzgaran por la simple 
										incongruencia. Para señalar el punto de 
										intersección entre dos teorías, dos 
										creencias, dos épocas o dos 
										generaciones, requiérese un supremo 
										equilibrio. En las pequeñas 
										contingencias de la vida ordinaria, el 
										hombre vulgar puede ser más astuto y 
										hábil; pero en las grandes horas de la 
										evolución intelectual y social todo debe 
										esperarse del genio. Y solamente de él.
										
										Sería absurdo decir que la genialidad es 
										infalible, no existiendo verdades 
										imperfectibles; cien rectificaciones 
										Podrán hacerse en la obra de Ameghino, y 
										muy especialmente en sus hipótesis sobre 
										el sitio de origen de la especie humana. 
										Los genios pueden equivocarse. suelen 
										equivocarse, conviene que se equivoquen. 
										Sus creaciones falsas resultan 
										utilísimas por las correcciones que 
										provocan. las investigaciones que 
										estimulan, las pasiones que encienden, 
										las inercias que remueven.
										
										Los hombres mediocres se equivocan de 
										vulgar manera; el genio, aun cuando se 
										desploma, enciende una chispa, y en su 
										fugaz alumbramiento se entrevé alguna 
										cosa o verdad no sospechada antes. No es 
										menos grande Platón por sus errores ni 
										lo son por ello Shakespeare o Kant. En 
										los genios que se equivocan hay una 
										viril firmeza que a todos impone 
										respeto. Mientras los contemporizadores 
										ambiguos no despiertan grandes 
										admiraciones, los hombres firmes obligan 
										el homenaje de sus propios adversarios. 
										Hay más valor moral en creer firmemente 
										una ilusión propia, que en aceptar 
										tibiamente una mentira ajena.
										
										IV. LA MORAL DEL GENIO
										
										El genio es excelente por su moral, o no 
										es genio. Pero su moralidad no puede 
										medirse con preceptos corrientes en los 
										catecismos; nadie mediría la altura del 
										Himalaya con cintas métricas de 
										bolsillo. La conducta del genio es 
										inflexible respecto de sus ideales. Si 
										busca la Verdad, todo lo sacrifica a 
										ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si 
										el Bien, va recto y seguro por sobre 
										todas las tentaciones. Y si es un genio 
										universal, poliédrico, lo verdadero, lo 
										bello y lo bueno se unifican en su ética 
										ejemplar, que es un culto simultáneo por 
										todas las excelencias, por todas las 
										idealidades. Como fue en Leonardo y en 
										Goethe. Por eso es raro. Excluye toda 
										inconsecuencia respecto del ideal: la 
										moralidad para consigo mismo es la 
										negación del genio. Por ella se 
										descubren los desequilibrados, los 
										exitistas y los simuladores. El genio 
										ignora las artes del escalamiento y las 
										industrias de la prosperidad material. 
										En la ciencia busca la verdad, tal como 
										la concibe; ese afán le basta para 
										vivir. Nunca tiene alma de funcionario. 
										Sobrelleva, sin vender sus libros a los 
										Gobiernos, sin vivir de favores ni de 
										prebendas, ignorando esa técnica de los 
										falsos genios oficiales que simulan el 
										mérito para medrar a la sombra del 
										Estado. Vive como es, buscando la Verdad 
										y decidido a no torcer un milésimo de 
										ella. El que pueda domesticar sus 
										convicciones no es, no puede ser, nunca, 
										absolutamente, un hombre genial. Ni lo 
										es tampoco el que concibe un bien y no 
										lo practica. Sin unidad moral no hay 
										genio. El que predica la verdad y 
										transige con la mentira, el que predica 
										la justicia y no es justo, el que 
										predica la piedad y es cruel, el que 
										predica la lealtad y traiciona, el que 
										predica el patriotismo y lo explota, el 
										que predica el carácter y es servil, el 
										que predica la dignidad y se arrastra, 
										todo el que usa dobleces, intrigas, 
										humillaciones, esos mil instrumentos 
										incompatibles con la visión de un ideal, 
										ése no es genio, está fuera de la 
										santidad: su voz se apaga sin eco, no 
										repercute en el tiempo, como si resonara 
										en el vacío.
										
										El portador de un ideal va por caminos 
										rectos, sin reparar que sean ásperos y 
										abruptos. No transige nunca movido por 
										vil interés; repudia el mal cuando 
										concibe el bien; ignora la duplicidad; 
										ama en la Patria a todos sus 
										conciudadanos y siente vibrar en la 
										propia el alma de toda la Humanidad; 
										tiene sinceridades que dan escalofríos a 
										los hipócritas de su tiempo y dice la 
										verdad en tal personal estilo que sólo 
										puede ser palabra suya; tolera en los 
										demás errores sinceros, recordando los 
										propios; se encrespa ante las bajezas, 
										pronunciando palabras que tienen ritmos 
										de apocalipsis y eficacia de catapulta; 
										cree en sí mismo y en sus ideales, sin 
										pactar con los prejuicios y los dogmas 
										de cuántos le acosan con furor, de todos 
										los costados. Tal es la culminante 
										moralidad del genio. Cultiva en grado 
										sumo las más altas virtudes, sin 
										preocuparse de carpir en la selva 
										magnífica las malezas que concentran la 
										preocupación de los espíritus vulgares.
										
										Los genios amplían su sensibilidad en la 
										proporción que elevan su inteligencia; 
										pueden subordinar los pequeños 
										sentimientos a los grandes, los cercanos 
										a los remotos, los concretos a los 
										abstractos. Entonces los hombres de 
										miras estrechas los suponen 
										desamorizados, apáticos, escépticos. Y 
										se equivocan. Sienten, mejor que todos, 
										lo humano. El mediocre limita su 
										horizonte afectivo a sí mismo, a su 
										familia, a su camarilla, a su facción; 
										pero no sabe extenderlo hasta la Verdad 
										o la Humanidad, que sólo pueden 
										apasionar al genio. Muchos hombres 
										darían su vida por defender a su secta; 
										son raros los que se han inmolado 
										conscientemente por una doctrina o por 
										un ideal.
										
										La fe es la fuerza del genio. Para 
										imantar a una era necesita amar su Ideal 
										y transformarlo en pasión; "Golpea tu 
										corazón, que en él está tu genio", 
										escribió Stuart Mill, antes que 
										Nietzsche. La intensa cultura no entibia 
										a los visionarios: su vida entera es una 
										fe en acción. Saben que los caminos más 
										escarpados llevan más alto. Nada 
										emprenden que no estén decididos a 
										concluir. Las resistencias son espolazos 
										que los incitan a perseverar; aunque 
										nubarrones de escepticismo ensombrezcan 
										su cielo, son, en definitiva, optimistas 
										y creyentes: cuando sonríen, fácilmente 
										se adivina el ascua crepitante bajo su 
										ironía. Mientras el hombre sin ideales 
										ríndese en la primera escaramuza, el 
										genio se apodera del obstáculo, lo 
										provoca, lo cultiva, como si en él 
										pusiera su orgullo y su gloria: con 
										igual vehemencia la llama acosa al 
										objeto que la obstruye, hasta 
										encenderlo, para agrandarse a sí misma.
										
										La fe es la antítesis del fanatismo. La 
										firmeza del genio es una suprema 
										dignidad del propio Ideal; la falta de 
										creencias sólidamente cimentadas 
										convierte al mediocre en fanático. La fe 
										se confirma en el choque con las 
										opiniones contrarias; el fanatismo teme 
										vacilar ante ellas e intenta ahogarlas. 
										Mientras agonizan sus viejas creencias, 
										Saúl persigue a los cristianos, con saña 
										proporcionada a su fanatismo; pero 
										cuando el nuevo credo se afirma en 
										Pablo, la fe le alienta, infinita: 
										enseña y no persigue, predica y no 
										amordaza. Muere él por su fe, pero no 
										mata; fanático, habría vivido para 
										matar. La fe es tolerante: respeta las 
										creencias propias en las ajenas. Es 
										simple confianza en un Ideal y en la 
										suficiencia de las propias fuerzas; los 
										hombres de genio se mantienen creyentes 
										y firmes en sus doctrinas, mejor que si 
										éstas fueran dogmas o mandamientos. 
										Permanecen libres de las supersticiones 
										vulgares y con frecuencia las combaten: 
										por eso los fanáticos les suponen 
										incrédulos, confundiendo su horror a la 
										común mentira con falta de entusiasmo 
										por el propio Ideal. Todas las 
										religiones reveladas pueden permanecer 
										ajenas a la fe del hombre virtuoso. Nada 
										hay más extraño a la fe que el 
										fanatismo. La fe es de visionarios y el 
										fanatismo de siervos. La fe es llama que 
										enciende y el fanatismo es ceniza que 
										apaga. La fe es una dignidad y el 
										fanatismo es un renunciamiento. La fe es 
										una afirmación individual de alguna 
										verdad propia y el fanatismo es una 
										conjura de huestes para ahogar la verdad 
										de los demás. Frente a la domesticación 
										del carácter que rebaja el nivel moral 
										de las sociedades contemporáneas, todo 
										homenaje a los hombres de genio que 
										impendieron su vida por la Libertad y 
										por la Ciencia, es un acto de fe en su 
										Porvenir: sólo en ellos pueden tomarse 
										ejemplos morales que contribuyan al 
										perfeccionamiento de la Humanidad. 
										Cuando alguna generación siente un 
										hartazgo de chatura, de doblez, de 
										servilismo, tiene que buscar en los 
										genios de su raza los símbolos de 
										pensamiento y de acción que la templen 
										para nuevos esfuerzos. Todo hombre de 
										genio es la personificación suprema de 
										un Ideal.
										
										Contra la mediocridad, que asedia a los 
										espíritus originales, conviene fomentar 
										su culto; robustece las alas nacientes. 
										Los más altos destinos se templan en la 
										fragua de la admiración. Poner la propia 
										fe en algún ensueño, apasionadamente, 
										con la irás honda emoción, es ascender 
										hacia las cumbres donde aletea la 
										gloria. Enseñando a admirar el genio, la 
										santidad y el heroísmo, prepáranse 
										climas propios a su advenimiento.
										
										Los ídolos de cien fanatismos han muerto 
										en el curso de los siglos, y fuerza es 
										que mueran otros venideros, 
										implacablemente segados por el tiempo.
										
										Hay algo humano, más duradero que la 
										supersticiosa fantasmagoria de lo 
										divino: el ejemplo de las altas 
										virtudes. Los santos de la moral 
										idealista no hacen milagros: realizan 
										magnas obras, conciben supremas 
										bellezas, investigan profundas verdades. 
										Mientras existan corazones que alienten 
										un afán de perfección, serán conmovidos 
										por todo lo que revela fe en un Ideal: 
										por el canto de los poetas, por el gesto 
										de los héroes, por la virtud de los 
										santos, por la doctrina de los sabios, 
										por la filosofía de los pensadores.