PRÓLOGO
ÉTICA llamo a la ciencia que tiene por
objeto la naturaleza y el origen de la
moralidad. Cuál sea el verdadero sentido
de la palabra moralidad, no se puede
explicar aquí, pues que a ello se dedica
una parte considerable de este volumen.
Algunos han dado a la Ética el título de
“arte de vivir bien”: lo cual no parece
exacto, pues que, si se reuniesen todas
las reglas de buena conducta, sin
acompañarlas de examen, formarían un
arte” mas no una “ciencia”.
Fácil me hubiera sido escribir un grueso
volumen de ÉTICA, o filosofía moral: es
materia que en las riquezas abundan, y
se las puede tomar de otros, sin que se
conozca el plagio; pero he preferido
reducir el tratado a pocas páginas, ya
porque lo requiere el género de la obra,
ya también porque las ideas para
germinar, conviene que no estén
desleídas. Lo que importa es asentar los
principios, e indicar con claridad y
precisión el modo de aplicarlos: ciertos
pormenores corresponden a una obra de
moral pero no a una de filosofía moral.
La palabra filosofía expresa aquí examen
y análisis de los fundamentos de la
moral y de sus conclusiones capitales:
si se quisiese descender hasta las
últimas consecuencias, sería preciso
contar con más tiempo del que suele
emplearse en esta enseñanza.
Se notará que no trato separadamente ni
del sentido ni del sentimiento moral:
sólo hablo de ellos, cuando la materia
respectiva va ofreciendo la ocasión. Si
por sentido moral se entiende la
percepción instintiva de ciertas
relaciones morales, queda incluido en el
sentido común, del cual forma un ramo:
si se le quiere tomar en otra acepción,
no la comprendo. El sentimiento moral es
lo que indica su nombre: el sentimiento,
en sus relaciones morales. Como mero
sentimiento, es una inclinación que nada
significa en el orden moral, hasta que
se subordina a la libertad, y se
encamina a un objeto, con sujeción a las
condiciones, en cuyo supuesto el
criterio de su moralidad se halla en
alguno de los capítulos que tratan de
los deberes y derechos. Todo sentimiento
se refiere al sujeto o al objeto: así
están señaladas sus reglas, cuando se
han fijado las de la moral en todas sus
relaciones.
En el orden de materias no he seguido el
método común: no es necesario exponer
aquí los motivos, ni lo consiente
tampoco la brevedad que me he propuesto.
No obstante, para juzgar de si he
acertado o no, hay un medio sencillo:
leer el tomo con la mira de buscar un
cuerpo de ciencia, resultado de un
examen riguroso. Si el libro llena este
objeto, el método es bueno; si no,
errado.
He procurado presentar las cuestiones
bajo el aspecto reclamado por las
necesidades de la época: si en algo
conviene atender a esta circunstancia,
es indudablemente en la moral. Fuera de
las Academias, pocos hablan de ideología
y psicología; pero las cuestiones sobre
la sociedad, el poder público, la
propiedad, el suicidio, se agitan en
todas partes. Es preciso tener sobre
ellas ideas fijas, para preservarse del
extravío, y es indispensable saber
tratarlas con el método y estilo de la
época, so pena de dañar a la verdad,
desluciéndola.
CAPÍTULO PRIMERO
Existencia de las ideas morales y su
carácter práctico
1. Hay en todos los hombres ideas
morales. Bueno, malo, virtud, vicio,
lícito, ilícito, derecho, deber,
obligación, culpa, responsabilidad,
demérito, son palabras que emplea el
ignorante, como el sabio, en todos
tiempos y países: éste es un lenguaje
perfectamente entendido por todo el
linaje humano, sean cuales fueren las
diferencias en cuanto a la ampliación
del significado a casos especiales.
2. Las cuestiones de los filósofos sobre
la naturaleza de las ideas morales
confirman la existencia de las mismas;
no se buscaría lo que son, si no se
supiese que son. No cabe señalar un
hecho más general que éste; no cabe
designar un orden de ideas de que nos
sea más imposible despojarnos: el hombre
encuentra en sí propio tanta resistencia
a prescindir de la existencia del orden
moral, como de la del mundo que percibe
con los sentidos.
Imaginaos el ateo más corrompido; el que
con mayor impudencia se mofe de lo más
santo; que profese el principio de que
la moral es una quimera y de que sólo
hay que mirar la utilidad en todo,
buscando el placer y huyendo del dolor;
ese monstruo, tal como es, no llega
todavía a ser tan perverso como él
quisiera, pues no consigue el despojarse
de las ideas morales. Hágase la prueba:
dígasele que un amigo a quien ha
dispensado muchos favores, acaba de
hacerle traición: “¡qué ingratitud!”
exclamará, “¡qué iniquidad!”. Y no
advierte que la ingratitud y la
iniquidad son cosas de orden puramente
moral que él se empeña en negar.
Figurémonos que el amigo traidor se
presenta y dice al ofendido: “es cierto,
yo he hecho lo que usted llama una
traición, usted me dispensaba favores;
pero, como de la traición me resultaba
una utilidad mayor que los beneficios de
usted, he creído que era una puerilidad
el reparar en la justicia y en el
agradecimiento”. ¿Podrá el filósofo
dejar de irritarse a la vista de tamaña
impudencia? ¿No es probable que le
llamará infame, malvado, monstruo, y
otros epítetos que le sugiera la cólera?
Y, no obstante, éste es el mismo
filósofo que sostenía no haber orden
moral, y que ahora le proclama con una
contradicción tan elocuente.
Quitad el interés propio; hacedle simple
espectador de acciones morales o
inmorales: y la contradicción será la
misma. Se le refiere que un amigo expuso
su vida, para salvar la de otro amigo:
“¡qué acción más “bella”! dirá el
filósofo. Por algunas talegas de pesos
fuertes, un militar entregó una
fortaleza, lo que causó la ruina de su
patria; ¡qué villanía, qué bajeza, qué
infamia! dirá también el filósofo. Esto,
¿qué prueba? Prueba que las ideas
morales están profundamente arraigadas,
en el espíritu, que son inseparables de
él, que son hechos primitivos,
condiciones impuestas a nuestra
naturaleza, contra las que nada pueden
las cavilaciones de la filosofía.
3. Las ideas morales no se nos han dado
como objetos de pura contemplación, sino
como reglas de conducta; no son
especulativas, son eminentemente
prácticas; por esto no necesitan del
análisis científico para que puedan
regir al individuo y a la sociedad.
Antes de las escuelas filosóficas había
moralidad en los individuos y en los
pueblos, como antes, de los adelantos de
las ciencias naturales la luz inundaba
el mundo y los animales se aprovechaban
de los fenómenos notados y explicados
por la catóptrica y la dióptrica.
4. Así, pues, al entrar en el examen de
la moral, es preciso considerar que se
trata de un hecho; las teorías no serán
verdaderas, si no están acordes con él.
La filosofía debe explicarle, no
alterarle: pues no se ocupa en un objeto
que ella haya inventado y que pueda
modificar sino en un hecho que se le da
para que lo examine.
Por este motivo, los elementos
constitutivos de las ideas morales es
necesario buscarlos en la razón, en la
conciencia, en el sentido común. Siendo
reguladores de la conducta del hombre,
no pueden estar
en contradicción con los medios
preceptivos del humano linaje; y,
debiendo dominar en la conciencia, han
de encontrarse en la conciencia misma.
5. La razón, el sentido común, la
conciencia, no son exclusivo patrimonio
de los filósofos: pertenecen a todos los
hombres; por lo que la filosofía moral
debe comenzar interrogando al linaje
humano para que de la respuesta pueda
sacar qué es lo que se entiende por
moral o inmoral, y cuáles son las
condiciones constitutivas de estas
propiedades.
CAPÍTULO II
Condiciones indispensables para el orden
moral
6. No hay moralidad ni inmoralidad
cuando no hay conocimiento: nadie ha
culpado jamás a una piedra, aunque con
su caída haya producido un desastre; ni
ha juzgado meritoria la influencia del
agua, que da a las plantas verdor y
lozanía. Este conocimiento, necesario
para la moral, debe ser superior a la
percepción puramente sensitiva: por cuya
razón están exentos de responsabilidad
los brutos. La moral exige un
conocimiento de relaciones, capaz de
comparar los medios con los fines: una
percepción inteligente; cuando esto
falta, hay acciones físicas, provechosas
o nocivas, pero no morales o inmorales.
7. De esto inferiremos que la primera
condición para que una acción pueda
pertenecer al orden moral, es la
“inteligencia” en el ser que la ejecuta.
El orden moral corresponde, pues,
únicamente al mundo intelectual, y de
tal modo, que las criaturas racionales
sólo están en él mientras usan de razón.
En el sueño, u otra situación cualquiera
en que el uso de la razón esté
interrumpido, no hay orden moral: y, si
se imputan algunas acciones, como al
borracho el asesinato, es porque con su
conocimiento anterior había podido
prever la perturbación mental y sus
consecuencias.
8. El conocimiento de lo que se ejecuta
no es suficiente, si el sujeto no obra
con espontaneidad libre. Espontaneidad,
porque si se procediese por violencia,
como uno a quien se forzase la mano para
escribir; no habría acción del sujeto,
éste no sería más que un instrumento del
agente principal. Libertad, porque, aun
suponiendo que el acto se ejerce con
espontaneidad y hasta con vivo placer,
no hay orden moral, si el sujeto obra
por un impulso irresistible, si no puede
evitar la acción que ejecute. El niño
que no ha llegado al de la razón, el
demente, el delirante, hacen muchos de
sus actos con espontaneidad, sin
violencia de ninguna especie, tal vez
con mucho gusto; y, sin embargo, sus
acciones no son laudables ni
vituperables; no pertenecen al mundo
moral, porque el sujeto que obra no
procede con libertad de albedrío.
9. La inteligencia, o sea un
conocimiento de relaciones, y la
libertad, son necesarias para el orden
moral pero es preciso notar que por
relaciones se entiende algo más que la
de los medios con los fines; y por la
libertad, algo más también que la simple
facultad de hacer o no hacer, o de hacer
esto o aquello; se entiende cierto grado
de conocimiento y de libertad, que no
siempre se puede fijar con absoluta
precisión, pero que determinan
aproximadamente la razón y el sentido
común. Un ejemplo hará comprender lo que
quiero decir.
Un demente intenta escapar de su
encierro, y dispone los medios de la
manera más adecuada; suple la llave con
algún hierro que tiene a la mano, sale
calladito, evita el encuentro de los
vigilantes, arrima una escalera en la
pared, se descuelga a la calle por una
cuerda para evitar el daño de la caída,
se dirige a la casa de su antiguo
enemigo, y le asesina.
No hay duda que muchos dementes son
capaces de proceder así, y, por
consiguiente, hay en ellos un
conocimiento de relación de los medios
con el fin. Si al salir de la puerta de
su encierro, hubiese visto a un
vigilante, habría retrocedido, e
indudablemente lo hubiera hecho, si a la
vista se siguiera la amenaza: por donde
se conoce que, al ejecutar su acción, no
obraba con un impulso del todo
irresistible, y podía dejar de obrar, en
entendiendo que le tenía más cuenta para
evitar el castigo: conservaba, pues,
alguna libertad: no obraba por un
impulso irresistible. Sin embargo, nadie
dirá que el demente fuera responsable
del asesinato; si algún día volviese a
la razón, el recuerdo del homicidio no
le rebajaría a los ojos de los demás
hombres; sería digno de lástima, mas no
de vituperio.
10. Para el orden moral, se necesita una
capacidad de conocer la moralidad de las
acciones, y de conocer libremente,
conforme a este conocimiento; la
criatura intelectual no está en el orden
moral, sino cuando se halla completa,
por decirlo así; cuando, aunque no
reflexione actualmente, es al menos
capaz de reflexionar sobre el orden
moral. Esto es tan cierto, que no se
culpa a quien comete con pleno
conocimiento y libertad un acto, cuya
malicia moral ignoraba invenciblemente.
En el orden físico, los actos son lo que
son, prescindiendo del conocimiento de
quien los ejecuta; pero en el moral,
todo depende del conocimiento y libertad
del que obra; Y este conocimiento y
libertad deben ser capaces de referirse
al mismo orden moral; de lo contrario,
no producen acciones que pertenezcan a
él.
CAPÍTULO III
Necesidad de una regla
11. Capacidad de conocer lo que se
ejecuta en el orden físico y en el
moral, y libertad para obrar o no obrar:
he aquí las condiciones que se necesitan
para que un acto pueda ser digno de
alabanza o vituperio; así lo enseña la
razón, lo juzga el sentido común y lo
confirma la legislación de todos los
pueblos. Pero hasta aquí hemos
encontrado las condiciones necesarias,
mas no las constituyentes; sabemos que
aquellas son indispensables para el
orden moral, sin conocer, por eso, cuál
es la esencia de la moralidad. Con
conocimiento y libertad se hacen cosas
buenas o malas, morales o inmorales; ¿en
qué consiste esa bondad y malicia, esa
moralidad e inmoralidad? ¿Cuál es la
razón de que el mismo conocimiento y
libertad produzcan acciones buenas o
malas, según los objetos a que se
aplican? Y, ante todo, ¿hay alguna regla
fija que distinga lo bueno de lo malo?
12. En el universo está todo en un
orden, y no debían formar excepción de
esta regla las criaturas racionales.
Pero ese orden no podía ser en ellas el
efecto de una ley necesaria, a no
mutilar su naturaleza, despojándola del
libre albedrío. Era preciso, pues, que
en el ejercicio de sus facultades
estuviesen sujetas a un orden que no las
violentase y que les dejase lugar a la
trasgresión. Por donde se ve que la ley
moral no es para las criaturas
racionales una influencia de fuerza,
sino de atracción, de limitaciones en
varios sentidos pero que siempre respeta
su libertad de obrar. El que sabe la
pena en que incurre si falta a sus
deberes, tiene limitada su acción por la
influencia del temor; el que espera una
recompensa de su obra, está atraído por
el deseo del premio; pero ambos motivos,
así el repulsivo como el atractivo,
aunque puedan ejercer más o menos
influencia sobre la voluntad, la dejan
siempre libre: el uno puede cometer el
delito arrostrando la pena; y el otro
puede omitir la buena acción renunciando
al premio.
13. Por lo mismo que la criatura libre
no tiene un principio determinante
necesario de sus acciones, es preciso
buscar alguna regla a que pueda
atenerse, o bien dejarla abandonada a
todos los impulsos de su naturaleza.
Esto último equivaldría a degradar la
criatura racional, haciéndola de
condición inferior a la de los brutos y
aun de los seres inanimados; pues que
éstos tienen una regla a la cual se
conforman por necesidad. Todo ser criado
ejerce sus funciones en el orden del
universo; y del ejercicio de ellas no
puede estar abandonado al acaso, si se
quiere que el ser pueda, llenar el
objeto de su destino. Así, pues, será
necesario convenir en que las acciones
libres han de tener alguna regla; y en
la conformidad a la misma debe consistir
la moralidad.
14. Esta regla no depende del arbitrio
de los hombres; las acciones no son
morales o inmorales porque se haya
establecido así por un convenio, sino
por su íntima naturaleza, ¿podrían los
hombres haber hecho que la piedad
filial, fuese un vicio y el parricidio
una acción virtuosa; que el
agradecimiento fuese malo y la
ingratitud buena; que fuera vituperable
la lealtad y laudable la perfidia; que
la templanza mereciese castigo y la
embriaguez, fuera digna de premio? Es
evidente que no; las ideas de bien y de
mal convienen naturalmente a ciertas
acciones; nada puede contra eso la
voluntad del hombre. Quien afirme que la
diferencia entre el bien y el mal es
arbitraria, contradice a la razón, al
grito de la conciencia, al sentido
común, a los sentimientos más profundos
del corazón, a la voz de la humanidad,
manifiesta en la experiencia de cada día
y en la historia de todos los tiempos y
países.
CAPÍTULO IV
La regla de la moral no es el interés
privado
15. Supuestas la necesidad y existencia
de una regla, y probado que no es
arbitraria, sino natural, busquemos cuál
es.
16. Entre los errores que se han vertido
sobre la materia, merece un lugar
preferente el que confunde la moralidad
con la utilidad privada.
Según esto, lo útil a un individuo es
moral para él; lo nocivo, inmoral; lo
que no daña ni aprovecha, es
indiferente; el orden moral es el
conjunto de las relaciones de utilidad:
quien obra con arreglo a ellas, obra
bien; quien las perturba, obra mal. Las
facultades de un ser deben dirigirse a
proporcionarle el mayor bienestar
posible: la relación con el grado de
este bienestar es la medida de la
moralidad de las acciones.
17. Desde luego salta a los ojos que
este sistema erige en base de la
moralidad el egoísmo: así comienza por
fundarla en lo que le repugna, en lo que
la destruye, a no ser que se engañe la
humanidad entera.
“Este hombre es un egoísta; para él nada
hay bueno, sino lo que le ofrece alguna
utilidad”: he aquí una terrible
acusación, según la conciencia de todo
el género humano; y, no obstante, esta
acusación se convierte en elogio en el
sistema que combatimos. “Este hombre es
egoísta: sólo atiende a su utilidad;
sólo a ella respeta significará ese
absurdo: “el egoísta es altamente moral,
pues que sólo respeta la utilidad,
esencia de la moralidad”.
Esta observación basta y sobra para
destruir tan errónea doctrina; sin
embargo, bueno será examinarla y
refutarla con más extensión y bajo todos
sus aspectos.
18. ¿Qué es la utilidad? Es el valor de
un medio para lograr un fin.
Un caballo es útil, porque nos sirve
para montar o conducir efectos; el
dinero es útil, porque nos sirve para
proveernos de lo que necesitamos; la
pluma es útil, porque nos sirve para
escribir. Cuando una cosa no conduce a
otra, se llama inútil para ella. Así
pues, las ideas de utilidad e inutilidad
son esencialmente relativas; lo que es
útil para una cosa, es inútil para otra.
Lo que no sólo no conduce al fin, sino
que lleva a lo contrario, no se llama
inútil, sino dañoso o nocivo. Para andar
con desembarazo, sirve la ligereza del
traje: será útil con relación al objeto
de andar; según la estación, puede ser
cómoda: entonces será útil para la
comodidad; en invierno pudiera acarrear
un catarro: será, pues, dañosa a la
salud.
19. Siendo la utilidad una cosa
relativa, cuando se quiera cimentar la
moral sobre la utilidad privada, es
necesario comenzar por la definición de
ésta, determinando el fin a que nos
hemos de referir: según sea el fin, será
la utilidad. Sardanápalo creía hacer una
cosa que la era muy útil embriagándose
de placeres, lo que consideraba como el
sumo bien, supuesto que hacía poner en
su busto la famosa inscripción, de la
cual dijo con verdad Aristóteles que no
era de un rey, sino de un buey: “Tengo
lo que comí, bebí y gocé; lo demás, ahí
queda”. Pero, si hubiésemos preguntado a
Sócrates si miraba la frugalidad como
dañosa o inútil, hubiera dicho que,
además de juzgarla moral, la creía muy
“útil” a la salud y aun, para ciertos
goces. Así lo manifestó cuando,
preguntando un día por qué daba un
fuerte paseo, respondió: “estoy
sazonando la cena con el mejor
condimento, que es el hambre”.
20. Si se hace consistir el fin en el
placer, es preciso expresar en cuál, si
en los sensibles o en los intelectuales;
que también tiene los suyos la
inteligencia.
21. Poner el fin del hombre en los
placeres es trastornar el orden de la
naturaleza, tomando los medios por fines
y los fines por medios. El placer de la
comida se nos ha concedido para
impelernos a satisfacer esta necesidad y
hacemos el alimento más saludable: no
nos alimentamos para sentir placer;
sentimos, placer para que nos
alimentemos. Lo propio se puede decir de
los demás, y, en sentido opuesto, de los
dolores.
22. La prueba de que el fin no es el
placer sensible, se ve en la limitación
de las facultades para gozar; el
gastrónomo más voraz está condenado a
privarse de muchas cosas, si no quiere
morir; y, para la inmensa mayoría de los
hombres, los placeres de la mesa se
reducen a un círculo mucho más estrecho.
Todos los demás goces algo vivos están
sujetos a la misma ley: quien la
infringe, sufre; si continúa, pierde la
salud, y si se obstina muere.
23. Los placeres a que se ha dado mayor
latitud, y cuyo goce está únicamente
limitado por las precisas necesidades
del reposo de los órganos, son aquellos
que acompañan al ejercicio de la vista,
del oído y del tacto, en sus relaciones
ordinarias. Vemos, oímos, tocamos
continuamente, sin experimentar ningún
daño; al ejercicio de estos sentidos
está unido cierto placer suave, que el
autor de la naturaleza nos ha otorgado
para amenizar las funciones de la vida.
Pero, es de notar que las sensaciones
que no nos destruyen ni fatigan, son las
que nos ponen en comunicación con el
mundo externo, las que sirven a la
inteligencia: indicio seguro de que el
hombre no entiende para gozar
sensiblemente, sino que goza
sensiblemente para entender.
24. No puede ser verdadera una doctrina
cuyas aplicaciones no se atreve a
sostener quien conserve un rastro de
pudor. El epicúreo consecuente debiera
hablar de este modo: “mi fin es el
placer: ésta es la única regla de moral;
gozo cuanto puedo; y sólo ceso cuando
temo morir; sin este peligro no pondría
ningún límite a la sensualidad; los
festines, las orgías, los desórdenes de
todas clases formarían el tejido de mi
vida; y entonces sería yo el hombre
moral por excelencia, porque me atendría
con rigor al principio de la moralidad:
el goce”. ¿Quién puede sufrir tamaña
impudencia? ¿Quién se atreve a semejante
lenguaje?
25. No siendo el placer sensible la
regla de la moral, ¿lo será tal vez la
salud, aquel estado en que se ejercen
con orden y armonía todas las funciones
de nuestra organización? ¿Podremos decir
que es moral lo que conduce a la
conservación de la salud, y, por
consiguiente, de la vida?
26. Desde luego salta a los ojos la
extrañeza de confundir lo moral con lo
saludable, y de poner lo principal de la
moralidad en un lugar tan prosaico como
es la cocina. En sentido común distingue
entre la sanidad y la moralidad;
reconoce acciones morales e inmorales
con relación a los alimentos, a las
habitaciones y a cuanto contribuye a la
conservación de la salud y de la vida;
pero cree que la moralidad es algo
superior a estas cosas; que sólo se
aplica a ellas cómo a un caso
particular, por la unión del ser
inteligente y libre a un cuerpo sujeto a
esta especie de necesidades.
27. La salud y la vida no son para sí
mismas, sino para el ejercicio de las
facultades vitales: la armonía de la
organización no es un fin; es un medio
para que los órganos funcionen bien;
luego el tomar la salud y la vida como
fines, es trasformar el orden. Suponed
un individuo perfectamente sano: si la
moralidad consiste en la salud, éste
será el hombre moral por excelencia;
recostadle, pues, en un blando sofá;
conservadle bien, con sus ojos claros,
su tez brillante, sus mejillas
encarnadas; y mostradle a los demás
diciendo: “he aquí la virtud en persona;
he aquí el fin de toda moral: estar bien
rollizo y fresco. La salud y la vida son
para ejercer las facultades; y, como ya
hemos visto que el término de éstas no
es el placer sensible, lo hemos de
buscar en otros superiores: en el
entendimiento y la voluntad.
28. ¿La moralidad se fundará en la
inteligencia, de suerte que sea moral
todo lo que conduzca al desarrollo de
las facultades intelectuales, e inmoral
lo que a esto se oponga? No cabe duda en
que esta opinión no ofrece la repugnante
fealdad de las anteriores: el
desenvolver las facultades intelectuales
es una acción noble, digna del ser que
las posee; el sentido moral no se
subleva contra quien nos presenta el
término del hombre en la esfera
intelectual; la contemplación de la
verdad es un acto noble, digno de uno,
criatura racional. Sin embargo, esta
idea, por sí sola, no nos explica el
cimiento de la moralidad: nos agrada la
acción de entender; pero todavía
preguntamos en qué consiste ese carácter
moral de que la inteligencia se reviste,
en qué la inmoralidad que con frecuencia
la afea y la degrada. Fingid una
criatura racional, que conoce a su
Autor, que por el estudio de su
naturaleza halla cada día nuevas razones
para admirar la sabiduría del Hacedor
supremo, y que, sin embargo, se levanta
contra Dios, le blasfema, y desea que no
exista: esa criatura, aunque continúe
desenvolviendo y perfeccionando su
inteligencia con el estudio y la
contemplación de altas verdades, ¿será
moral? Claro es que no. Imaginad un
filósofo que, dominado por la pasión del
saber, no perdona medio ni fatiga para
acrecentar sus conocimientos, y que, con
el fin de proporcionarse lo que desea,
olvida los deberes de su familia y
sociedad, y es, además, injusto,
reteniendo libros que no le pertenecen,
usurpando propiedades de otros para
acudir a los gastos de sus experimentos,
viajes y demás que necesita y a que no
alcanzan sus caudales; suponed que es
orgulloso, insolente, inhumano; ¿será
moral? ¿Le bastará para la moralidad su
ardiente pasión por la ciencia? Es
evidente que no.
Luego la inteligencia no es la
moralidad; luego la perfección del
entendimiento no es la única regla de la
moral. Una alta inteligencia puede
concebirse con profunda inmoralidad; en
cuyo caso, lejos de que la elevación de
la primera excuse a la segunda, la hace
más culpable; la falta es tanto mayor,
cuanto más claro es el conocimiento que
de ella se tiene.
29. No hallamos, pues, en la utilidad
privada el fundamento de la moralidad;
ni aun refiriéndola a las facultades
intelectuales, nos da la regla buscada;
el ejercicio de éstas debe someterse a
la regla, pero no son la regla misma. De
lo cual se infiere que el egoísmo, ni
aun en la acepción más elevada de esta
palabra, no puede ser el fundamento de
la moralidad. Sucede en esto como en las
verdades del orden intelectual puro: si
se quiere encontrar la razón de su
verdad, necesidad y universalidad, es
preciso salir del individuo y extender
la vista por regiones más dilatadas.
CAPÍTULO V
La moralidad no es la relación a la
utilidad pública
30. Al desaparecer el interés privado,
se ofrece desde luego el común: ¿será
posible cimentar la moralidad, en la
utilidad de todos; por manera que lo que
conduzca al bien común sea moral, y lo
que a él se oponga sea inmoral?
31. Desde luego ocurre una grave
dificultad contra esta doctrina: ella
rechaza al egoísmo como base de la
moral; pero, en cambio, exime de la
moralidad al individuo en aquellas
acciones que no tengan relación con la
sociedad; de suerte que, para un
individuo solo, aislado, no habría orden
moral. La razón es evidente: si
moralidad es la relación al bien común,
cuando esta relación falta, no hay ni
puede haber moralidad: la consecuencia
es profundamente inmoral, pero legítima,
necesaria; no hay medio de eludirla.
Según esta doctrina, un ser inteligente,
considerado en sus relaciones con Dios,
no estaría sujeto a la moral por manera
que si no hubiese sociedad, si hubiese
un hombre solo en el mundo, este hombre
podría hacer lo que quisiese con
respecto a sí y a Dios, sin infringir
leyes morales. Además, muchas de
nuestras acciones exteriores e
interiores no tienen ninguna relación
con la sociedad; son actos puramente
individuales que no favorecen ni dañan
al bien común.
Admito que la moralidad nace únicamente
de sus relaciones con este bien, gran
parte de nuestras acciones queda fuera
del orden moral; lo que, a más de ser
contrario a la razón y al sentido común,
es un manantial de inmoralidad. No; no
es necesaria la sociedad para que tengan
existencia y aplicación las ideas
morales; una criatura inteligente, que
estuviese sola en el universo, tendría
sus deberes, para consigo y con el
Criador: desde el momento que hay
inteligencia y libertad, hay el orden
moral, que es su regla.
32. A más de estas dificultades, ocurre
otra, que no es de menos gravedad. Si la
norma de la moral fuese el bien común,
sería preciso explicar en qué consiste
este bien. ¿Será el desarrollo de la
inteligencia, será el bienestar
material, o ambas cosas a un tiempo? En
todos los supuestos la moralidad quedará
fluctuante. Porque, si la inteligencia
es al fin, se podrá descuidar el
bienestar material, y no será inmoral el
dañarle ni el destruirle. Si se
sobrepone el bienestar material,
entonces la perfección de los pueblos
consistirá en la mayor cantidad posible
de goces; el epicureísmo, condenado en
el individuo, lo trasladaremos a la
sociedad. Si son ambas cosas a un tipo,
falta saber en qué proporción se han de
combinar: si se ha de sacrificar el uno
al otro en ciertos casos; y en favor de
cuál se ha de resolver el conflicto.
Nada habrá constante; la moralidad
flotará a merced de las pasiones y
caprichos de los hombres; lo que unos
llamaran moral, lo que éstos alabarán
como virtud, aquellos lo condenarán como
vicio.
33. Esta incertidumbre afectará mucho
más a los actos individuales que no se
refieran inmediatamente al bien común.
El suicida dirá: “a la sociedad no le
“conviene” un miembro que sufre tanto
como yo; yo quiero hacerle un bien,
apartando de su vista este cuadro
aflictivo” y se matará. El ofendido por
una palabra dirá: “a la sociedad no le
“convienen” hombres sin honra; yo debo
lavar la mía con la sangre de mi
enemigo, o morir”, y se batirá en duelo.
El pródigo dirá: “a la sociedad le
conviene” el progreso de la industria y
del comercio; yo lo fomento con mi lujo
y disipación; la suerte de mis hijos,
cuyo porvenir destruyo, no vale tanto
como el bien de la sociedad”, y seguirá
dilapidando. Y, como a estos insensatos
no se les podría reconvenir con la ley
moral, con ese conjunto de máximas
fijas, eternas, que arreglan la conducta
del individuo y de la sociedad,
necesario sería calcularlo todo por el
“resultado”; el cálculo fuera tan
variable como las pasiones y caprichos,
y, en vez de una moral social, no
tendríamos ninguna.
CAPÍTULO VI
Razones contra el principio utilitario
en todos sentidos
34. Los que confunden la moralidad con
la utilidad, sea que hablen de la
privada o de la pública, caen en el
inconveniente de reducir la moral a una
cuestión de cálculo, no dando a las
acciones ningún valor intrínseco, y
apreciándolas sólo por el resultado.
Esto no es explicar el orden moral; es
destruirle, es convertir las acciones en
actos puramente físicos, haciendo del
orden moral una palabra vacía. Hagámoslo
sentir, poniendo en escena las varias
doctrinas, y empezando por la del
interés privado.
Un hombre quiere matar a su enemigo:
¿qué le diréis para hacerle desistir de
su intento criminal? Veámoslo.
– Esto es un acto injusto.
– ¿Por qué? ¿Qué es la injusticia? Yo no
reconozco, más justicia ni moralidad que
lo que conviene a mis intereses; y ahora
para mí no hay interés más vivo, más
estimulante, que el de saciar mi
venganza.
– Pero de esto le puede resultar a usted
un grave perjuicio, cayendo en seguida
bajo el rigor de las leyes.
– Procuraré evitarlo: además, estoy
completamente seguro.
– ¿Está usted seguro de ello?
– Sí, del todo; pero suponed que no lo
estuviera; ¿esto qué importa?
– Entonces se expone usted.
– Ciertamente; pero el peligro es
lejano, y la satisfacción es segura:
opto por la segunda, y arrostro el
primero.
– Pero esto es reprensible...
– No: porque, según usted, mi regla es
mi interés: éste le debo conocer yo; lo
más que puede suceder, es que yerre yo
en mis cálculos; cometeré un error, no
un delito.
– Mas la acción no dejará de ser fea;
pudierais calcular mejor.
– Que tal vez pudiera calcular mejor, lo
admito; pero niego que un error de
cálculo sea una cosa fea. ¿Hay algo más
que mi interés? ¿Sí o no? Si no hay más,
y yo me lo juego, por decirlo así,
¿dónde está la fealdad?
– En efecto, si se tratara sólo de
usted; pero hay de por medio la vida de
un hombre y la suerte de su familia.
– Cierto; pero ni esa vida, ni la suerte
de toda una familia son “mi interés”; y,
supuesto que no hay otra regla que ésta,
lo demás es inconducente. Con la
venganza disfruto: con la muerte del
enemigo, me quito de delante un objeto
que me molesta; lo restante no significa
nada.
35. Fácil sería extender la aplicación
de la doctrina del interés privado a
todos los actos de la vida, manifestando
que, en último análisis, es la muerte de
toda moral, pues erige en única regla
las pasiones y los caprichos.
36. La doctrina del interés social o del
bien común adolece de inconvenientes
semejantes. Ya hemos visto (33) cómo la
podrían explotar todos los vicios y
delirios de los hombres; bajo la
engañosa apariencia del desprendimiento
encierra la más deforme inmoralidad. En
nombre del bien común se han cometido
los más horrendos crímenes, contra los
que protesta la conciencia del género
humano; pero, si admitimos que la
moralidad no tiene reglas intrínsecas,
propias, independientes de sus
resultados, esos crímenes se pueden
justificar, reduciéndolos, cuando menos,
a simples errores de cálculo.
Un tirano, para guardarse de un enemigo
terrible, sacrifica centenares de
personas inocentes: la humanidad le
execra, pero vuestra doctrina le
justifica. “Así lo exige el bien común”,
dirá él; no hay bien común que
justifique la maldad: el fin no
justifica los medios; “esto último no es
exacto, responderéis vosotros; la
cuestión no está en si el acto es moral
o inmoral en sí mismo, sino en si
conduce o no al bien común; según
conduzca o no, será moral o inmoral;
pues su moralidad o inmoralidad depende
de sus relaciones con el bien común.
Tirano, calcula; y, si el resultado del
cálculo es que la matanza de muchos
inocentes es “útil” al bien común,
sacrifícalos; y si no lo haces, serás
inmoral.
37. He aquí las horribles consecuencias
a que conducen las doctrinas que
aprecian la moralidad por los
resultados. Todo se reduce a una
cuestión de cálculo, que las pasiones
cuidarán de resolver a su modo; y por
desastres que resulten, por más que lo
que se creía favorable al interés
privado o al común, le sea muy dañoso,
no hay inmoralidad intrínseca; hay un
error de cálculo, no un delito. No hay,
pues, nada digno de alabanza ni
vituperio; no hay mérito ni demérito; no
hay premio ni castigo. Cuando se aplique
una pena, ésta no será más que un medio
represivo semejante a los que se emplean
contra los brutos: el hombre que
arrostre la multa, la prisión, el
destierro, la muerte, por cometer un
acto que las leyes reprimen, será, si se
quiere, un jugador, torpe o temerario;
un hombre que habrá hecho un negocio
desigual: nada más; y al verle morir en
el patíbulo, no deberemos decir que
satisface a la justicia, que paga su
merecido, que expía sus crímenes, sino
que liquida una cuenta de un negocio
conducido erradamente, en cuyo término
hay un cargo contra él, que es la
pérdida de la vida.
38. La razón y el sentido común ven en
la moralidad algo muy superior a una
cuestión de cálculo; y de aquí dimana el
desprecio que se acarrea el egoísmo, la
necesidad que tiene de ocultarse y de
engalanarse con velos hipócritas: de
aquí el aprecio que nos inspira el
desinterés de quien cumple sus deberes
sin atender a los resultados; y el que
consideremos que no hay belleza moral en
un acto, cuando su autor sólo se ha
movido por una razón de utilidad.
Dos hombres mueren por su patria; ambos
ejecutan lo mismo; igual es el bien
público que de su muerte dimana; igual
el beneficio con que lo obtienen: el uno
es ambicioso, y sólo se proponía
conseguir un alto puesto; el otro es un
sincero amante del bien público, y muere
porque cree que morir es su deber: ¿de
qué parte está la moralidad? La hallamos
en el segundo, que prescinde de la
utilidad propia; no en el primero, en
quien sólo vemos un calculador, que
juega su vida por la probabilidad de
adquirir lo que ambiciona.
Dos gobernantes que tienen en rehenes a
individuos inocentes de las familias del
enemigo, se abstienen de matarlos y
atropellarlos, y les dan libertad.
La conducta del uno es motivada por
miras de interés público, porque cree
que de este modo contribuye al triunfo
de la causa, desarmando la cólera del
enemigo, y adquiriendo su gobierno un
buen nombre; la del otro es efecto de la
idea del deber; les da libertad porque
cree que así lo exigen la humanidad y la
justicia: ¿en cuál de los dos vemos al
hombre moral? En el segundo, no en el
primero.
La razón del bien común no nos basta
para que hallemos moral la acción; ésta
tiene en ambos el mismo resultado, pero
la diferente intención de sus autores le
da caracteres diversos: en el uno
reconocemos moralidad; en el otro,
habilidad.
CAPÍTULO VII
Relaciones entre la moralidad y la
utilidad
39. Al distinguir entre la utilidad y la
moralidad, no entiendo separar estas dos
cosas, de suerte que la una excluya a la
otra; por el contrario, las considero
íntimamente unidas, ya que no en cada
paso particular, al menos en su
resultado final. Lo moral es también
útil: un individuo que cumple fielmente
con sus deberes, no sólo logrará la
felicidad que está reservada a los
justos después de la muerte, sino que,
con mucha frecuencia, será dichoso en
esta vida, en cuanto es posible a la
condición humana. Sus goces no serán tan
vivos y variados como los del hombre
inmoral, pero serán más dulces, más
constantes: exentos de amargura no
dejarán en el alma el roedor gusano del
remordimiento.
Su posición en la sociedad no será quizá
tan elevada y brillante, pero tampoco le
atormentará la idea de que sus iguales
lo detestan, sus inferiores le maldicen
y sus superiores le desprecian; tampoco
estará temiendo de continuo una caída
que le precipita en la nada, y que le
haga expiar las villanías y los delitos
con que se levantara sobre los demás. La
dicha del hombre inmoral es ruidosa;
fastuosa; la del hombre de bien es
modesta, tranquila; se desliza en el
silencio y oscuridad de la vida privada
como aquellos mansos arroyos que
murmullan suavemente en un valle
retirado, sin más testigos que la verde
hierba que tapiza sus orillas, y la luz
del cielo que refleja en su cristalina
corriente.
40. Lo propio que en los individuos se
verifica en la sociedad. Una nación
corrompida deslumbra tal vez con el
esplendor de sus letras y bellas artes;
pero, bajo el manto do púrpura y de oro,
abriga la llaga mortal que la conduce al
sepulcro. La Roma de los Brutos,
Camilos, Fabios, Manlios y Escipiones no
brillaba tanto ciertamente como la de
los Tiberios, Nerones y Calígulas; sin
embargo, la Roma modesta marchaba a
pasos agigantados a un grandor fabuloso,
al imperio del mundo; y la Roma
brillante iba a caer bajo el hierro de
los bárbaros y a ser la irrisión de las
naciones. Un Estado, por un acto de
perfidia con que falta a los tratados,
adquirirá tal vez una posición
importante, una ventaja del momento;
pero esto no compensa su descrédito a
los ojos del mundo, y los perjuicios que
le ha de acarrear su reputación de
perfidia. Un gobierno que para
administración del Estado promueve la
corrupción y fomenta la venalidad,
conseguirá resultados momentáneos, que
le conducirán quizás con brevedad al fin
que se propone; pero dejad pasar el
tiempo: la venalidad se extenderá de tal
modo, que bien pronto faltarán medios
para comprar a los que quieran venderse;
se presentarán, por decirlo así, mejores
postores en esa subasta de hombres; y el
mismo gobierno que había tomado por base
la corrupción, se hundirá bien pronto en
el inmundo lodazal, obra de sus manos.
41. La utilidad bien entendida, no sólo
está hermanada con la moralidad, sino
que puede también ser objeto “intentado”
en la acción moral, sin que ésta se afee
y pierda su carácter. El honrado padre
de familia que con su trabajo sustenta a
sus hijos, se propone la utilidad que
gane con el sudor de su frente; el
soldado que muere por su patria, se
propone el bien público que de su
sacrificio resulta; la persona
caritativa que socorre al pobre, intenta
la utilidad del socorrido; el individuo
laborioso que se desvela por aprender un
arte o una ciencia, o por procurarse una
posición decente, intenta su utilidad
privada; en los medios que empleamos
para conservar o restablecer la salud,
intentamos nuestra utilidad propia; ¿y
quién dirá que semejantes acciones
dejan, por esto, de ser morales? ¿No
sería bien extraña una moralidad que
prescribe al padre el trabajar por el
sustento de su familia, sin intentar esa
utilidad; al soldado el morir por su
patria, sin intentar el fruto de su
muerte; al misericordioso el socorrer al
pobre, sin intentar la utilidad del
infeliz; al individuo perfeccionar sus
facultades o labrar su fortuna sin
intentarlo; a todos conservar la salud,
sin proponernos su conservación? No se
entiende de este modo el desinterés
moral: se entiende, sí, que la razón
constitutiva de la moralidad no es la
utilidad; se afirma que la una no es la
otra, pero no que estén reñidas; por el
contrario, se hallan íntimamente
enlazadas. La utilidad no constituye la
moralidad, pero muchas veces es una
“condición” necesaria para ella; ¿cómo
se concibe un conjunto de relaciones
morales en un hombre cuyas acciones no
sean útiles a nadie? La beneficencia,
uno de los más bellos florones de la
corona de las virtudes, ¿en qué se
convierte, si no se dirige a la utilidad
de los demás? El heroísmo con que el
hombre se sacrifica por el bien de sus
semejantes, ¿a qué se reduce, si se le
separa de este bien, de esa utilidad
para los otros? El hombre puede y debe
intentar los resultados que corresponden
a cada acción moral; sin esta intención,
sucedería muchas veces que sus obras
carecerían de objeto, y que la moralidad
sería una cosa vana, o una
contradicción.
42. La combinación de la utilidad con la
moralidad nos la indica nuestro deseo
innato de ser felices. Respetamos,
amamos la belleza moral: éste es un
impulso de la naturaleza; pero también
esa misma naturaleza nos inspira un
irresistible deseo de la felicidad: el
hombre no puede desear ser infeliz; los
mismos males que se acarrea, los dirige
a procurarse bienes o a libertarse de
otros males mayores; es decir, a
disminuir su infelicidad. Así, la moral
no está reñida con la dicha; aun cuando
la razón no nos lo enseñara, nos lo
indicaría la naturaleza, que nos inspira
a un mismo tiempo el amor de la
felicidad y el de la moral.
43. ¡Cosa singular es la moralidad! Su
belleza la vemos, la sentimos en unas
acciones, y nos atrae y cautiva; la
fealdad de lo inmoral la vemos, la
sentimos, y nos repugna, nos repele, nos
inspira aversión; el orden moral se liga
con el provecho y el daño, pero no es ni
el daño ni el provecho; se dirige a los
resultados, pero es independiente de
ellos; se consuma en la conciencia con
el acto libre de la voluntad, y allí
merece su alabanza o vituperio, sean
cuales fueren los efectos imprevistos
que causo en el exterior. Tan íntima es
la relación de la moral con el bien del
individuo, de la sociedad y de linaje
humano, que a primera vista, parece
confundirse con esos bienes; donde se
halla una utilidad individual o general,
allí hay ciertas ideas morales que
moderan, que dirigen; y, al propio
tiempo, es tal su independencia con
respecto a esas mismas cosas, con las
cuales está ligada; conserva de tal modo
inalterable su carácter en medio de la
variedad de los objetos, que parece no
tener ninguna relación con ellos, y ser
una especie de divinidad a la que no
afectan las vicisitudes del mundo.
44. Hagámoslo sentir con ejemplos. Hay
un hombre que viendo en peligro a su
patria, resuelve dar su vida para
salvarla: no se propone ni hacer fortuna
en caso de sobrevivir al riesgo, ni
mejorar la suerte de su familia, ni
siquiera adquirir celebridad: él sólo
tiene noticia del peligro de su patria,
y no le es posible comunicar la noticia
a nadie: solo, sin más testigo que Dios
y su conciencia, sin más deseo que el
bien de sus compatricios, marcha al
peligro y muere: esto es lo sublime
moral; no sabemos cómo expresar el
interés, la admiración, el entusiasmo
que nos inspira tan heroico
desprendimiento, un amor tan puro de la
patria, un corazón tan grande, una
voluntad tan firme. Muere, pero, ¡ay! ha
sido víctima de un engaño que no ha
podido prever ni sospechar. Su muerte,
lejos de salvar la patria, la ha perdido
para siempre. El resultado es
desastroso; ¿se disminuye la moralidad y
el heroísmo de la acción? No; ha
producido una catástrofe, es verdad;
pero “él no lo podía prever, diremos; el
mérito es el mismo”; y, ¿por qué? Porque
la raíz de este mérito estaba en la
voluntad, en la conciencia; procedía del
amor puro a su patria, en cuyas aras se
inmolaba, sin más testigos que Dios y su
conciencia; y guiado por la idea del
bien, por la prescripción del deber, por
el amor de la virtud. El heroísmo no
deja de serlo por haber sido
desgraciado; sobre la tumba de la patria
debería levantarse la estatua del héroe.
Hágase la contraprueba. Un hombre vil
ocupa una posición importante, de cuya
conservación depende la suerte de su
patria. El enemigo le ofrece una
cantidad, y se presta a venderla,
conociendo todo el daño que resulta de
su acción infame. Entretanto, el
gobierno a quien sirve, deseoso de
asegurarse la fidelidad del traidor, le
promete un premio mayor que la cantidad
de la venta; el infame calcula, y
cociendo que le es más ventajoso el
permanecer fiel, conserva la posición;
la defiende con obstinación invencible,
y salva a su patria. El resultado es
feliz; pero, ¿qué os parece del hombre?
Su acción es felicísima, pero no moral:
por el contrario, es negra como sus
bajos cálculos: todo el brillo de los
resultados no es capaz de ennoblecerla:
el triunfo que a ella es debido se liga
con el recuerdo de una sórdida
especulación; la patria fue salvada
porque fue el mejor postor en la
conciencia venal, en los trofeos de la
victoria desearíamos ver escrita con
caracteres indelebles la infamia del
vencedor.
CAPÍTULO VIII
No se explica bastante la moralidad con
decir que lo moral es lo conforme a la
razón
45. La razón nos prescribe la moral:
¿consistirá la moralidad en la
conformidad con la razón? Analicémoslo.
46. ¿Qué se entiende aquí por
conformidad a la razón? Y, ante todo,
¿qué significa la palabra razón? Suele
tomarse en varias acepciones: a veces
expresa la facultad de pensar, o el
entendimiento, en cuyo sentido se dice
que el bruto carece de razón, y que el
demente ha perdido el uso de la razón; a
veces significa el conjunto de las
verdades fundamentales, que son las
leyes de nuestro entendimiento, así
decimos que tal o cual cosa es contraria
a la razón, y que lo absurdo es contra
la razón, porque se halla en
contradicción con estas verdades.
Por fin, la razón se toma frecuentemente
por la equidad y justicia moral:
“Pretende eso y tiene razón, es lo
justo; se resiste a desposeerse de tal
propiedad y no tiene razón, porque no le
pertenece; exige en el contrato
condiciones razonables”; en estos y
otros casos, razón se toma por equidad y
justicia. Ninguna de estas acepciones
basta para que, diciendo: conforme a
razón, resulte explicado el carácter
constitutivo de la moralidad.
47. Ser conforme a razón, significando
por esta palabra la facultad de
entender, es no decir nada. Una facultad
incluye actividad, pero ésta puede
ejercerse de mil maneras; ser conforme a
una actividad, es ser proporcionado a
ella, o ser una condición que la
desenvuelva; pero en todo eso nada
encontramos que nos de ideas morales.
48. Decir que la moralidad es la
conformidad a la razón, esto es, al
conjunto de verdades que ella conoce,
es, o no decir nada, o caer en un
círculo vicioso. Porque en este conjunto
de verdades entran las morales, o no; si
entran, la proposición significa que la
moralidad consiste en la conformidad a
las verdades morales, lo que es explicar
la cosa por sí misma, y, por tanto, no
aclarar nada; si no entran, entonces
observaremos que la conformidad a la
razón será conformidad con lo conocido:
y, como este conocimiento puede
referirse a mil objetos, y aplicarse de
infinitas maneras, nos quedamos sin
ninguna regla moral, y el hombre podrá
conocer las acciones que quiera en
conformidad con sus conocimientos.
Verdad hay en los cálculos del traidor;
verdad en los insidiosos preparativos
del asesino; verdad en las invenciones
del sensual para prolongar, variar y
avivar sus placeres; verdad en las
especulaciones del codicioso; verdad en
los planes del ambicioso turbulento;
verdad en los designios del orgulloso
que todo lo sacrifica en sus aras; en
tales casos hay verdades de hecho,
conocidas, calculadas; verdad en las
relaciones del medio con el fin:
¿diremos, sin embargo, que hay
moralidad? Claro es que no; luego el
conocimiento por sí solo no es regla de
moral; el conocimiento es una arma de
que podemos hacer bueno y mal uso;
necesitamos, pues, un principio que le
dirija, y que le dé ese carácter que en
sí propio no tiene.
49. Si por la palabra razón se entiende
justicia, equidad u otra idea moral,
caemos en el mismo defecto arriba
censurado; se explica la cosa por sí
misma, y así no se adelanta nada.
CAPÍTULO IX
Nada se explica con decir que la moral
es un hecho absoluto de la naturaleza
humana
50. Las ideas morales están en nuestro
espíritu; en la razón que las conoce; en
la voluntad que las ama; en el corazón
que las siente: ¿podríamos decir que la
moralidad es un hecho primitivo del
alma, y que su valor intrínseco depende
de nuestra propia naturaleza racional?
51. La naturaleza humana, en general, es
un ser abstracto, en el que no puede
fundarse una cosa tan real e inalterable
como es la moralidad; tomada
individualmente, no es otra cosa que el
hombre mismo; y en éste tampoco se puede
hallar el origen de la moral. El
individuo humano es un ser contingente,
el orden moral es necesario; antes que
nosotros existiéramos, el orden moral
existía; y éste continuaría, aunque
nosotros fuéramos aniquilados; en ningún
individuo humano se halla el origen de
una cosa necesaria; luego tampoco puede
hallarse en su conjunto. Nosotros
concebimos las ideas morales
independientes, no sólo de éste o aquel
individuo, sino de toda la humanidad,
aunque no existiese hombre alguno,
habría orden moral, con tal que hubiera
criaturas racionales. El hombre es uno
de los seres que por su racionalidad es
susceptible del orden moral; pero no el
origen de este orden.
52. Los que miran la moralidad como un
hecho absoluto del espíritu humano, sin
ligarla con la existencia de un ser
superior, no explican nada; no hacen más
que consignar el hecho de las ideas y
sentimientos morales, para lo cual no
necesitamos ciertamente de investigación
filosófica; son cosas que todos llevamos
en el entendimiento y en el corazón;
para cerciorarnos de ellas, bástanos el
testimonio de la conciencia.
CAPÍTULO X
Origen absoluto del orden moral
53. Precisados a salir del hombre para
buscar el origen del orden moral, y
siendo claro que hemos de encontrar la
misma insuficiencia en las demás
criaturas, es menester que le busquemos
en la fuente de todo ser, de toda verdad
y de todo bien, Dios.
Lo que se ha dicho (V. “Ideología, cap.
XIII), sobre el fundamento de la
posibilidad, y de las verdades ideales
necesarias, tiene aplicación aquí. Los
principios morales son también
necesarios, inmutables; y así no pueden
fundarse en un ser contingente y
mudable. Luego su origen está en Dios.
54. Pero queda todavía la dificultad
sobre el sentido de la doctrina que pone
en Dios el origen de las verdades
morales. ¿Se entiende que dependan de su
libre voluntad? No. Porque de esto se
seguiría que lo bueno, sería bueno y lo
malo, malo, solamente porque Dios lo
habría establecido de suerte que sin
mengua de su santidad hubiera podido
hacer que el odio de la criatura al
Criador fuese una virtud y el amor un
vicio; que el aborrecer a todos los
hombres fuese una acción laudable, y el
amarlos, vituperable; ¿quién puede
concebir tamaños delirios? Por donde se
ve que el orden moral tiene una parte
necesaria, independiente de la libre
voluntad divina; por la sencilla razón
de que Dios, todo verdad, todo santidad,
no puede alterar la esencia de las
cosas, pues que ésta se halla fundada en
la misma verdad y santidad infinita.
55. A medida que se va analizando la
cuestión, el terreno se despeja, y nos
encontramos con menos elementos que
puedan pretender a ser principios de la
moralidad: no la hallamos fundada en
ninguna criatura ni tampoco en la libre
voluntad divina; luego será algo
necesario en Dios mismo; ¿el origen de
la moralidad será la misma bondad moral
de Dios, la santidad infinita? Pero,
¿qué es bondad moral, qué es santidad?
¿qué queremos significar por estas
palabras? He aquí una nueva dificultad.
56. Si antes de lo contingente es lo
necesario, antes de lo condicional lo
incondicional, antes de lo relativo lo
absoluto, claro es que esa bondad moral,
contingente, no en sí, sino en el ser
criado; condicional, por la dependencia
de las condiciones a que en su
aplicación está sujeta; relativa, por
los extremos a que se refiere, ha de
estar precedida de una bondad moral
absoluta; que no se funde en otra cosa,
que en sí misma; que sea la bondad moral
por esencia y excelencia; de suerte que,
en llegando a ella, ya no sea posible
pasar más allá en busca de otras
explicaciones. El mismo lenguaje con que
expresamos la razón de la moralidad
indica el carácter absoluto de su
origen. Conforme a razón, a la ley
eterna, a los principios eternos: estas
expresiones indican relación de
“conformidad” a una bondad necesaria, es
decir, la dependencia en que lo relativo
está de lo absoluto.
57. ¿Cuál es, pues, el atributo de Dios,
o el acto que concebimos como bondad
moral, como santidad? No es su
inteligencia, ni su poder, sino el amor
de su perfección infinita. El acto moral
por esencia, el acto constituyente, por
decirlo así, de la bondad moral de Dios,
o sea de su santidad, es el amor de su
ser, de su perfección, infinita; más
allá de esto nada se puede concebir que
sea origen de la moral; más puro que
esto no se puede concebir nada en el
orden moral. El amor con que Dios se ama
a sí mismo es la santidad; es, por
decirlo así, la moral viviente.
Todo lo que hay de moralidad, real y
posible, dimana de aquel piélago
infinito.
58. La santidad de Dios no es el
cumplimiento de un deber; es una
necesidad intrínseca, como la de
existir. No se puede buscar la razón del
amor que Dios se tiene a sí mismo: esto
es una realidad absolutamente necesaria.
Del hombre se dice muy bien, que “ha de”
amar a Dios; pero de Dios no se puede
decir esto, sino que “se ama”;
enunciando de una manera absoluta una
verdad absoluta. A quien insistiese en
preguntar por qué Dios se ama a sí
mismo, le replicaríamos que la pregunta
es tan extraña, como esta otra: por qué
Dios existe. Lo necesario no tiene la
razón de sí mismo fuera de sí mismo; es:
y ya está dicho todo; nada se puede
añadir. Lo propio diremos de la
santidad: Dios es infinitamente santo
por el amor de sí mismo: de este amor no
puede señalarse otra razón, sino que
“es”. Pero, en cuento podemos ensayar
con nuestra débil razón la explicación
de lo infinito, ¿concebimos acaso algo
más recto, más conforme a razón, que el
amor de la perfección infinita? El amor
ha de tener algún objeto: éste es el
ser; no se ama a la nada: cuando, pues,
hay el ser por esencia, el ser infinito,
hay el objeto más digno de amor. Pero no
insistamos en manifestar una verdad tan
clara, que no necesita explicación.
59. Veamos ahora cómo de la santidad
infinita, del acto moral por esencia,
del amor de Dios, de la moralidad
substancial y viviente, dimana la
moralidad ideal que hallan en sí propias
todas las criaturas intelectuales, y que
se realizan bajo distintas formas en las
relaciones del mundo intelectual.
CAPÍTULO XI
Como de la moralidad absoluta dimana la
relativa
60. Dios, viendo desde la eternidad el
mundo actual y todos los posibles, veía
también el orden a que debían estar
sujetas las criaturas que los
compusieran. Una obra de la sabiduría
infinita no podía estar en desorden; y
mucho menos la más noble entre ellas,
que era lo intelectual. Amándose Dios a
sí mismo, amaba también este orden, y le
quería realizado en el tiempo por las
criaturas racionales, cuando se dignase
sacarles de la nada. Pero, como esta
realización debía ser ejecutada
libremente, pues que los seres dotados
de inteligencia no pueden estar sujetos
en sus actos a la necesidad, como los
irracionales; debía comunicárseles esta
regla por medio del conocimiento, con el
cual dirigieran su voluntad. Así
sucedió, y la impresión de esta regla en
nuestro espíritu, hecha por la mano del
Criador, es la que se llama ley natural.
61. Entre las prescripciones de esta
ley, figura en primera línea el amor de
Dios; el orden moral en la criatura no
podía fundarse en otra cosa; ya que el
amor de Dios a sí mismo es la moralidad
por esencia, la participación de esta
moralidad debía ser también la
participación de este amor. Y he aquí
una prueba filosófica de la profunda
sabiduría de la religión cristiana, que
establece el amor de Dios, como el mayor
y primero de los mandamientos.
62. Claro es que el hombre, atendida su
debilidad, no puede estar siempre
pensando en el amor de Dios, por lo cual
no es necesario que todos sus actos
lleven de una manera explícita este
augusto carácter; pero puede, sí obrar
de modo que nada haga contrario a este
amor, y conformar sus actos al orden
prescripto. Cuando así proceda, aunque
sus acciones no estén expresamente
motivadas por este amor, participan de
él en alguna manera; y en esta
participación consiste la moralidad; en
lo contrario, la inmoralidad.
63. Esta doctrina no es una mera
hipótesis para explicar un hecho: si su
exposición no bastase para manifestar su
verdad, he aquí de qué modo podríamos
confirmarla.
La moral, como necesaria y eterna, no se
funda en ninguna criatura; luego su
origen está en Dios. La bondad moral
participada ha de estribar en la moral
por esencia; ésta es la santidad divina.
Cuando un hombre es muy bueno
moralmente, se le apellida santo; la
bondad por esencia será la santidad por
esencia. La santidad divina es el amor
que Dios se tiene a sí mismo: este amor
participado hace la santidad de la
criatura; el amor por esencia ha de ser
la santidad por esencia.
Además, los otros atributos de Dios no
se refieren directamente al orden moral;
éste es el único en que descubrimos este
carácter; nada podemos concebir más
bueno y más santo que el acto puro,
infinito, con que Dios ama su perfección
infinita.
La moralidad en la criatura no puede ser
otra cosa que una participación de la
moral divina. La primera y principal de
estas participaciones es el amor de la
criatura a Dios.
64. Dios ama el orden que corresponde a
las criatura conforme a lo que está en
la sabiduría infinita. La criatura,
amando este orden, ama lo que Dios ama,
lo que está en Dios y, por consiguiente,
ama en algún modo a Dios. Infringiendo
este orden, no ama a Dios, pues obra
contra lo que él ama. Luego la criatura
participa de la moralidad cuando procede
con arreglo a este orden, y peca cuando
le traspasa.
65. Así hemos encontrado lo absoluto en
moral, fundamento de lo relativo; lo
infinito, origen de lo finito; lo
esencial, fuente de lo participado. Con
esta piedra de toque podemos recorrer
toda la moral, y reconocer la bondad o
la malicia de las acciones.
CAPÍTULO XII
Explicación de las nociones
fundamentales del orden moral
66. Ahora podemos definir el orden moral
y todas las ideas fundamentales.
67. La moralidad absoluta y esencial es
la santidad infinita, o sea el acto con
que Dios ama su perfección infinita.
68. La moralidad en los seres criados es
el amor de Dios, explícito o implícito.
69. El amor explícito es el acto mismo
de amar a Dios; éste es el acto moral
por excelencia.
70. El amor implícito es el amor del
orden que Dios ama en sus criaturas.
71. El orden moral es el orden en las
criaturas, en cuanto amado por Dios.
72. Bien moral, relativo y finito, es lo
que pertenece al orden amado por Dios en
las criaturas, en cuanto es realizable
por seres inteligentes y libres. Mal
moral es lo que es contrario al orden
amado por Dios, en cuanto la
contrariedad es realizable por criaturas
libres.
73. Vínculo moral, tomado en su mayor
generalidad, es un límite que deja
intacta la libertad y voluntad del ser
libre para que ejerza o no su acción en
cierto sentido. La voluntad es
físicamente libre para querer una cosa
mala; pero no la quiere, porque es mala,
o porque acarrea castigo: he aquí un
límite; un vínculo moral produciendo su
efecto sin destruir la libertad.
74. Ley natural es la comunicación del
orden moral hecha por Dios al hombre
desde su creación, en cuanto produce en
éste un vínculo moral.
75. Mandamiento o precepto es el acto
que produce este vínculo moral con
respecto a la ejecución de una cosa.
Prohibición es el acto que liga
moralmente para no ejecutar una acción.
76. Lícito es lo que no contraría el
orden moral; ilícito, lo que le
contraría.
77. Deber es la sujeción de la criatura
libre al orden moral.
78. La obligación, tomada esta palabra
en su mayor generalidad, se confunde con
el deber. Se llama obligación, porque la
sujeción al orden moral forma una
especie de vínculo, que, respetando la
libertad física, la “liga” en el orden
moral, en cuanto la criatura no puede
apartarse de este orden sin hacerse
culpable y sin incurrir en una pena.
79. La idea de derecho incluye dos: la
de lícito con relación al sujeto que lo
tiene, y la obligación de los demás en
respetársele.
Camilo puede pasearse; los otros no
pueden impedírselo; Camilo tiene, pues,
derecho al paseo. Si estuviese solo en
el mundo, el paseo le sería lícito; pero
no se diría que esta licitud (si puedo
expresarme así) fuese un derecho.
Salustio puede reclamar el dinero que ha
prestado a su amigo; y éste tiene
obligación de devolvérselo; en Salustio
hay un derecho.
Luego el derecho incluye siempre
obligación o deber en otro, ya sea para
hacer, ya para no impedir.
80. Imputabilidad moral es el conjunto
de las condiciones necesarias para que
una acción pueda ser atribuida a una
criatura en el orden moral: éstas son:
conocimiento del acto imputado y
libertad en su ejecución (capítulo II)
81. Responsabilidad moral es la sujeción
a la imputabilidad y a sus
consecuencias.
82. Culpa es la misma responsabilidad
por una mala acción. “Es culpable, no es
culpable”; esto es, ha obrado mal, o no;
es responsable de un mal, o no.
83. Pecado es una acción mala. Se suele
aplicar este nombre a las acciones malas
consideradas únicamente con relación a
Dios. Cuando se las refiere a las leyes
humanas, se apellidan faltas, delitos o
crímenes, según su gravedad y
naturaleza. Hay pecados de omisión.
84. Premio es un bien otorgado a un ser
a consecuencia de una acción buena que
le pertenece como imputable.
85. Pena es un mal causado al ser libre,
por motivo de una acción mala de que es
responsable. El castigo es la aplicación
de la pena.
86. Virtud es el hábito de obrar bien.
87. Vicio es el hábito de obrar mal.
Para ser virtuoso, no basta ejecutar una
acción buena; es preciso tener el hábito
de obrar bien, así como por un acto malo
se hace el hombre culpable, más no
vicioso.
88. Laudable es el ser la acción digna
de que la reconozcan y aprecien los
demás, como conforme al orden moral.
89. Vituperable es lo digno de que los
demás lo reconozcan y censuren como
contrario al orden moral.
90. Conciencia es el dictamen de la
razón que nos dice: eso es bueno,
aquello es malo.
91. Si hay verdad en el juicio de la
moralidad de un acto, la conciencia se
llama recta: si hay error, errónea; si
hay certeza, cierta; si hay
probabilidad, probable. La conciencia
dudosa es la que está fluctuante entre
el sí y el no.
92. El error es invencible, cuando no lo
hemos podido evitar; de lo contrario, es
vencible. Lo mismo se aplica a la
ignorancia de una obligación. Si por
ignorancia invencible cometemos un acto
malo, no somos culpables; pero la
ignorancia vencible no exime de culpa.
CAPÍTULO XIII
Cómo se entiende el orden moral a lo que
no le pertenece por intrínseca necesidad
93. Hasta aquí hemos considerado el
orden moral en sus relaciones
necesarias: fáltanos ahora saber cómo se
extiende a muchas cosas que no
participan de esta necesidad. Lo que
pertenece al orden moral necesario, está
mandado porque es bueno, o prohibido
porque es malo; lo que está fuera de
dicha necesidad, es bueno porque está
mandado, o malo, porque está prohibido.
El amor de Dios está mandado porque es
bueno; el perjurio está prohibido porque
es malo. La observancia de un rito, por
ejemplo, la abstinencia de ciertos
manjares, es buena porque está mandada;
el comer de ellos es malo porque está
prohibido. Los mandamientos relativos al
orden necesarios se llaman naturales;
los demás, positivos.
94. La obligación positiva es una
consecuencia de la natural; o, hablando
con más propiedad, es la misma
obligación natural aplicada a un caso.
He aquí puesta en un silogismo la
fórmula general de todas las
obligaciones positivas que emanan de
Dios: Es de ley natural el obedecer a
Dios en todo lo que mande; es así que ha
mandado “esto”; luego es de ley natural
el hacer “esto”. La mayor parte de un
principio de moral necesaria; la menor
es la afirmación de una cosa particular;
luego la consecuencia incluye también
una obligación natural, o sea, la
aplicación de la ley natural a un caso
dado.
95. Esta aplicación de los principios
naturales a casos especiales se
encuentra en todas las relaciones de la
vida. Casio no está obligado a ceder una
propiedad a Sempronio: esta cesión nada
tiene que ver con la ley natural. Pero,
si suponemos que Casio se ligue por un
trato, la cesión resultará prescripta
por la ley natural. Según ésta, se debe
cumplir lo pactado; Casio ha pactado la
cesión; luego debe hacerla; y, no
haciéndola peca contra la ley natural.
96. De la propia suerte se explican las
obligaciones positivas que emanan de
legítima autoridad humana. La ley
natural prescribe que se guarde en la
sociedad el orden debido, el cual no
puede subsistir, rotos los vínculos de
la obediencia a la autoridad legítima:
ésta tiene, pues, la sanción de la ley
natural; y en ejercicio de sus funciones
produce obligación, a causa de esta
misma ley.
CAPÍTULO XIV
Deberes para con Dios
97. Una criatura racional, aunque
estuviese enteramente sola en el
universo, no podría prescindir de sus
relaciones con el Criador: su simple
existencia le produce deberes hacia el
Ser que se la ha dado.
98. El primero de estos deberes es el
amor: éste es la base de los demás. Por
el amor se une nuestra voluntad con el
objeto amado, y la criatura no está en
el orden, si no está unida con su
Criador. El objeto de la voluntad es el
bien; y, por tanto, el objeto esencial
de la voluntad es el bien por esencia,
el bien infinito.
99. Lo mismo se nos indica por la
inclinación hacia el bien en general que
todos experimentamos. No hay quien no
ame el bien; no hay quien no lo desee
bajo una u otra forma. Los errores, las
pasiones, los caprichos, la maldad,
buscan a menudo el bien en objetos
inmorales y dañosos; pero lo que se
quiere en ellos no es lo que, tienen
malo sino lo bueno que encierran.
Supuesto que el bien en general es una
idea abstracta, y que no hay bien
verdadero, sino cuando hay un ser en que
se realiza, este deseo del bien en sí
mismo nos indica que hay algo que, no
sólo es una cosa buena, sino el bien en
sí mismo. Si a este bien, que es Dios,
le conociésemos intuitivamente, le
amaríamos con una feliz necesidad, pero
ahora, mientras estamos en esta vida,
aunque amemos por necesidad el bien
tomado en general, no lo amamos en
cuanto está realizado en un ser; y por
esto el hombre substituye con harta
frecuencia al amor del bien infinito y
eterno el de los finitos y pasajeros.
100. El amor de Dios engendra la
veneración, la gratitud, el
reconocimiento de que todo lo hemos
recibido de su mano bondadosa; y, por
tanto, la adoración interior con que nos
humillamos en su presencia, rindiéndole
los debidos homenajes. He aquí el culto
interno.
101. El hombre ha recibido de Dios, no
sólo el alma, sino también el cuerpo; y,
además, tenemos natural inclinación a
manifestar los afectos del espíritu por
medio de signos sensibles, así pues, en
reconocimiento de haber recibido de Dios
el cuerpo, y cuanto nos sirve para la
conservación de la vida; y, además, para
manifestar por signos sensibles la
adoración interior, empleamos ciertas
expresiones, ya de palabra, como la
oración verbal; ya de gesto, como el
hincar la rodilla, el inclinarse, el
postrarse; ya de acciones sobre otros
objetos, como el quemar incienso, el
ofrecer los frutos de la tierra, el
matar a un animal, en reconocimiento,
del supremo dominio de Dios sobre todas
las cosas.
He aquí el culto externo.
102. Esta obligación se funda en la
misma naturaleza del hombre.
Levantamos monumentos a los héroes;
guardamos con respeto la memoria de los
bienhechores del linaje humano;
conservamos con amor y ternura cuanto
nos recuerda a un padre, un amigo, una
persona querida, que la muerte nos ha
arrebatado; ¿y no manifestaríamos
exteriormente el amor, el
agradecimiento, la adoración, que
tributamos a Dios en nuestro interior?
103. Las costumbres del linaje humano,
en todos los tiempos y países, están
acordes en este punto con la sana
filosofía: en medio de los errores y
extravagancias que nos ofrece la
historia de las falsas religiones, vemos
una idea dominante, fija, conforme con
la razón, y enseñada por Dios al primer
hombre: la obligación de manifestar el
culto interno por el externo.
104. La obediencia que debemos a Dios en
todas las cosas, se la debemos también
en lo tocante al culto; y así es que
estamos obligados a tributárselo de la
manera que su infinita sabiduría nos
haya prescripto. De aquí resulta que, a
los ojos de la sana moral, no son
indiferentes las religiones; quien
sostiene esto, las niega todas. Porque,
o es preciso decir que Dios no ha
revelado nada con respecto al culto, o
confesar que quiere que se haga lo que
se ha mandado. Lo primero lo combaten
sólidamente los apologistas de la
revelación; lo segundo lo demuestra la
sana filosofía.
De esto se infiere que el hombre está
obligado a vivir en la religión que Dios
ha revelado; y que quien falta a esta
obligación infringe la ley natural, y es
culpable a los ojos de la Justicia
divina.
105. Los que admiten la existencia de
Dios y niegan la posibilidad de la
revelación, incurren en una
contradicción manifiesta. Si el hombre
puede hablar al hombre, ¿por qué el
Criador no podrá hablar a la criatura?
Si los espíritus finitos son capaces de
comunicar sus pensamientos a otros, ¿por
qué el espíritu infinito estará privado
de esta facultad? Quien nos dio el ser,
¿no podrá ponerse en especial
comunicación con su propia obra? Quien
nos dotó de entendimiento, ¿no podrá
ilustrarle? Se dirá, tal vez, que Dios
es demasiado grande para descender hasta
nosotros; pero reflexiónese que este
argumento prueba demasiado, y, por
tanto, no prueba nada. Dios, siendo
infinito, crió seres finitos; y esto no
repugna a su infinidad; luego, o debemos
inferir que Dios no pudo criarnos, o es
preciso convenir en que puede hablarnos.
CAPÍTULO XV
DEBERES PARA CONSIGO MISMO
SECCIÓN I Nociones preliminares
106. El ser que obra, no sólo con
espontaneidad, sino también con
libertad, ha de tener una regla que le
fije la conducta que debe observar
consigo mismo. Los inanimados se
perfeccionan con sujeción a leyes
necesarias, en cuya ejecución no tienen
ellos sino una parte pasiva: y los
irracionales, aunque obran por un
impulso propio, con la espontaneidad de
un viviente sensitivo, no conocen lo que
hacen, pues su percepción se limita a lo
puramente sensible. Pero el ser dotado
de razón y de libre albedrío es dueño de
su misma espontaneidad, puede usar de
ella de diferentes modos y, por tanto,
necesita que las condiciones de su
desarrollo y perfección le estén
prescriptas en ciertas reglas que
dirijan su conducta. Estas reglas son
los deberes consigo mismo.
107. Para la existencia de estos deberes
no es necesaria la sociedad. Un hombre
enteramente solo en el mundo tendría
deberes consigo propio; el que va a
parar a una isla desierta, sin esperanza
de volver jamás a reunirse con sus
semejantes, no está exento de las leyes
de la moral.
108. Dios, al sacar de la nada a una
criatura, la ha destinado a un fin: la
sabiduría infinita no obra al acaso.
Este fin lo buscan todas las criaturas,
usando de los medios que para alcanzarle
se les otorgan. Así vemos que en el
mundo inanimado todo aspira a
desenvolverse, caminando de este modo a
la perfección respectiva.
El germen sepultado en las entrañas de
la tierra desenvuelve sus fuerzas
vitales, se abre paso, se presenta sobre
la superficie, buscando la saludable
influencia del aire, de la luz y del
calor, y al mismo tiempo dilata sus
raíces para absorber el jugo que le
alimenta. Prospera, crece; su tronco se
levanta y se engruesa; sus ramas se
extienden, hasta que llega al punto de
desarrollo necesario para ejercer las
funciones que le corresponden en el
mundo vegetal.
Ese mismo trabajo descubrimos en todos
los productos de la tierra: desde el
árbol secular, que desafía los
huracanes, hasta la endeble hierba, que
vive un solo día, todos se dirigen
incesantemente a su respectivo
desarrollo; todos están empleando
continuamente las fuerzas que se les han
dado para ejercer del mejor modo posible
Las funciones que les corresponden.
109. Entre los animales vemos el mismo
fenómeno. No son únicamente las especies
más elevadas las que muestran su
laboriosidad en su lugar respectivo: no
es sólo el caballo, el león, el
elefante, el orangután; son los gusanos
que se arrastran por el polvo; son los
insectos que anidan en la hoja del
árbol; son las ostras pegadas a una
peña; los imperceptibles animalillos que
sólo distinguimos con el microscopio.
Cada cual en su línea cuida, por decirlo
así, de cumplir su misión; y el mundo de
la vida vegetal y animal se parece a un
inmenso taller, donde está realizada
hasta lo infinito la división del
trabajo, y donde cada individuo cumple
con la parte que le corresponde, para
contribuir a la obra que se ha propuesto
el supremo Artífice.
110. El hombre, dotado de tan nobles
facultades, está sujeto a la misma ley;
también debe buscar su desarrollo,
ejerciendo sus facultades del modo que
corresponde a su naturaleza. Pero este
desarrollo, aunque sujeto a una ley,
está encomendado al libre albedrío: y
así es que se nota una diferencia entre
el hombre y los animales y vegetales;
éstos adquieren siempre toda la
perfección posible a sus fuerzas y a su
situación; el hombre se queda muchas
veces inferior a lo que puede.
Tiene la inteligencia capaz de abarcar
el mundo Y, sin embargo, abusando de su
libre albedrío, la deja quizá sumida en
la ignorancia, y con harta frecuencia la
alimenta de errores; está dotado de una
voluntad que aspira al bien infinito, y,
no obstante, la rebaja, si quiere, hasta
hundirla en un lodazal de corrupción y
miseria.
SECCIÓN II Amor de sí mismo
111. El deber fundamental del hombre
consigo es el amor de sí mismo; y la
fórmula general de la ejecución de este
deber es el desarrollo armónico de sus
facultades, cual conviene a un ser
inteligente y libre. Apliquemos estos
principios.
112. Lo que está encargado de llevar
algo a la perfección, es necesario que
la ame, y el hombre tiene este encargo
para consigo. No puede haber una
inclinación continua al desarrollo y
perfección de las facultades, sin amar
este desarrollo y perfección del ser que
las posee.
Así, el amor de una criatura a sí misma
pertenece al orden general del universo;
es una ley de todos los seres
inteligentes y libres, que pertenece al
orden conocido y amado por Dios. Al
amarse el hombre a sí mismo, ama también
lo que Dios ama, y, por consiguiente,
ama en algún modo al mismo Dios.
El amor de sí mismo es tan conforme a la
naturaleza de las cosas, y se halla de
tal modo grabado en nuestro espíritu,
que no ha sido necesario expresarlo como
precepto; lo que es temible, es el abuso
del amor; pero no es posible que falte.
A este propósito es de notar que en el
Evangelio se ha dicho que el principal y
primer mandamiento era amar a Dios, y el
segundo, semejante al primero, amarás al
prójimo “como a ti mismo”. Esto último
se da por supuesto; y así es que se toma
por modelo o regla del amor a los demás
“como” a ti mismo.
113. De esto inferiremos que, cuando se
habla del amor propio como de un vicio,
se entiende el abuso de este amor, que
por desgracia es harto común; mas no del
amor en sí, pues que éste, por el
contrario, es una de nuestras primeras
obligaciones, o, mejor diríamos, de
nuestras necesidades.
114. El deseo de la felicidad implica
este amor; y, como de este deseo no
podemos despojarnos, se echa de ver que
el amor de sí mismo es una necesidad.
¿Cómo se concilia su carácter necesario
con el de un precepto que debe suponer
libertad? Muy sencillamente. La
necesidad le conviene tomado el amor en
general, en cuanto nos lleva a buscar la
felicidad también en general; pero la
cualidad de precepto le pertenece, en
cuanto se refiere a las aplicaciones de
este amor, así con respecto al objeto
determinado en que ponemos la felicidad,
como a los medios que empleamos para
alcanzarla. El deseo de la felicidad es
un hecho necesario; el modo de cumplir
este deseo cae bajo el orden de los
preceptos.
115. Aquí encontramos un ejemplo de cómo
está unida la moralidad con la utilidad.
El amor de sí mismo es moral, y es al
propio tiempo útil; y no sólo útil, sino
necesario, para que el ser inteligente y
libre llegue al objeto de su destino.
116. El amor de sí mismo no puede ser el
término del hombre; este amor, por sí
solo, sin aplicaciones, no le
proporcionaría la felicidad que desea;
el ser feliz por la contemplación y amor
de sí propio corresponde sólo a Dios,
que contempla y ama en sí toda la verdad
y todo bien. El amor de la criatura a sí
misma ha de ser una especie de impulso
que la lleve a la perfección y a la
felicidad, no su fin último; y en las
aplicaciones de este impulso debe cuidar
de no ponerse en contradicción con su
fin. Para cuyo objeto es preciso que no
tome por norma de su conducta la
satisfacción de todos sus deseos, sino
que los considere en su conjunto y en
sus relaciones, y que únicamente otorgue
a cada uno la parte que lo corresponda,
para que no se perturbe, y antes bien se
conserve y mejore, la armonía de sus
facultades.
SECCIÓN III Deberes relativos al
entendimiento
117. La primera de las facultades, y que
está como en la cima de la humana
naturaleza, es el entendimiento, el cual
conoce la verdad y sirve de guía a las
otras. Este es el ojo del espíritu: si
no está bien dispuesto, todo se
desordena.
Hablan algunos del entendimiento como si
esta facultad no estuviese sujeta a
ninguna regla; así excusan todas las
“opiniones”, todos los errores,
bastándoles el que sea una operación
intelectual para que le tengan por
inocente e incapaz de mancha. Es verdad
que un error es inocente cuando el que
lo sufre no ha podido evitarle, y en
este sentido se pueden disculpar algunos
errores; pero, si se intenta significar
que el hombre es libre de pensar lo que
quiera, sin sujeción a ninguna ley,
haciendo de su inteligencia el uso que
bien le parezca, se cae en una
contradicción manifiesta. La voluntad,
los sentidos, los órganos, hasta los
miembros, todo en el hombre está sujeto
a leyes; ¿y no lo estará el
entendimiento? No podemos usar de la
última de nuestras facultades, sin
sujeción al orden moral; y la más noble,
la que debe dirigirlas a todas, ¿estará
exenta de la ley? Una acción de la mano,
del pie, podrán sernos imputadas; ¿y no
lo serán las del entendimiento? ¿Seremos
responsables de nuestros actos externos,
y no lo seremos de los internos? ¿La
moralidad se extenderá a todo, excepto a
lo más intimo de nuestra conciencia?
118. Es claro que no pueden ser
indiferentes para el entendimiento la
verdad y el error; su perfección
consiste en el conocimiento de la
verdad; luego tenemos un deber de
buscarla: y, cuando no empleamos el
entendimiento en ese sentido, abusamos
de la mejor de nuestras facultades. El
objeto del entendimiento es la verdad,
porque la verdad es el ser; y la nada no
puede ser objeto de ninguna facultad.
Cuando conocemos el ser, conocemos la
verdad, y, por consiguiente, estamos
obligados a procurarnos el conocimiento
de la realidad de las cosas. Si por
indolencia, pasión o capricho
extraviamos nuestro entendimiento,
haciéndole asentir al error, ya porque
crea existentes objetos que no existen,
o no existentes los existentes, ya
porque les atribuya relaciones que no
tienen, o les niegue las que tienen,
faltamos a la ley moral, porque nos
apartamos del orden prescripto a nuestra
naturaleza por la sabiduría infinita.
El amor de la verdad no es una simple
cualidad filosófica, sino un verdadero
deber moral; el procurar ver en las
cosas lo que hay, y nada más de lo que
hay, en lo que consiste el conocimiento
de la verdad, no es sólo un consejo del
arte de pensar: es también un deber
prescripto por la ley de bien obrar.
119. La obligación de buscar la verdad y
apartarse del error se halla hasta en el
orden puramente especulativo, de suerte
que quien estudia una materia sin más
objeto que la contemplación, y sin
intención alguna de aplicar sus
conocimientos a la práctica, tiene
también el deber de buscar la verdad, de
procurar ver en el objeto contemplado,
todo lo que hay, y nada más de lo que
hay. Pero esta obligación de buscar la
verdad se hace más grave cuando el
conocimiento no se limita a la pura
contemplación, sino que ha de regirnos
en la práctica. Un mecánico puramente
especulativo, que por indolencia se
equivoca en sus cálculos, usa mal de su
entendimiento; pero, si es práctico, sus
errores son de más consecuencia; y, por
tanto, añade a la culpa del error en la
especulativa la que consigo trae al
exponerse a cometer yerros en la
construcción de las máquinas.
120. Infiérese de esto que la obligación
de dirigir el entendimiento al
conocimiento de la verdad es grave;
gravísima, cuando se trata de las
verdades que deben arreglar toda nuestra
conducta, y de que depende nuestro
último destino. En estas cuestiones:
¿quién soy? ¿de dónde he salido? ¿adónde
voy? ¿cuál es la conducta que debo
seguir en la vida? ¿cuál será mi destino
después de la muerte? el hombre que se
mantiene indiferente, o se expone a caer
en error, incurre en gravísima
responsabilidad moral, aun prescindiendo
de toda idea religiosa, y atendiendo
únicamente a la luz de la filosofía. Los
que hablan, pues, de errores, de
extravíos del entendimiento, cual si en
estas materias no cupiese trasgresión
del orden moral, dicen un despropósito;
pierden de vista la ley general y
necesaria que nos obliga a desenvolver y
perfeccionar nuestras facultades, lo que
no podemos hacer con el entendimiento,
sí no lo dirigimos hacia la verdad;
olvidan que, siendo el entendimiento la
guía de las demás facultades, si él
yerra, errarán todas; ni advierten que,
poniéndonos el entendimiento en relación
con las cosas, si no las ve como son en
sí, se perturba por necesidad el orden
en nuestra conducta; no consideran que
hay muchas materias en que el error
puede ser de consecuencias irreparables,
y que, por tanto, no hay menos
culpabilidad en él, que si quisiéramos
andar por entre horrendos precipicios
con los ojos tapados, o distraídos.
121. Aquí también encontramos
admirablemente enlazada la moral con la
utilidad. “Emplea bien el entendimiento,
sírvete de él para el conocimiento de la
verdad para ver las cosas y sus
relaciones tales como son en sí»: esto
nos dice la ley natural; y el resultado
de la sujeción a este precepto es el
obrar en todo de la manera conveniente,
apreciando los objetos en su valor, y
conociendo, por consiguiente, a cuáles
debemos dar la preferencia.
122. La moral en este punto se halla
también acorde con las inclinaciones
naturales. Todos deseamos conocer la
verdad: al error, como error, no podemos
asentir; ¿acaso creeremos lo que
juzgamos falso? ¿Quién se satisface con
pensar de una cosa lo que no es, y no lo
que es? Cuando necesitamos del error
para nuestras pasiones, le cubrimos con
el velo de la verdad; sabemos engañarnos
a nosotros mismos con una sagacidad
deplorable.
SECCIÓN IV Deberes relativos al orden
sensible
123. Si el hombre fuese un espíritu
puro, sus deberes estarían cumplidos con
procurar conocer a Dios y a sí mismo,
con amar a Dios sobre todo, amarse a sí
mismo y a cuanto Dios quisiese. No
teniendo más facultades que el
entendimiento y la voluntad, su ser
estaría en el orden moral dirigiendo el
entendimiento a la verdad, y la voluntad
al bien; pero, como junto con esas
facultades superiores poseemos otras
inferiores, nace de la relación de
aquellas con éstas una serie de nuevos
deberes.
124. La sensibilidad se nos ha dado para
satisfacer las necesidades animales y
para excitar y fomentar el desarrollo de
las facultades superiores; así es que
debemos mirarla bajo ambos aspectos, y
sacar de sus relaciones los deberes que
se refieren a ella.
125. Lo que se ha dicho sobre la
obligación de buscar en todo la verdad,
hace innecesario el que nos extendamos
sobre el uso que debemos hacer de los
sentidos, en cuanto nos sirven para
adquirir el conocimiento de las cosas.
Si hemos de buscar la verdad, es preciso
que empleemos los medios de la manera
conveniente; y, por tanto, es necesario
que procuremos usar de los sentidos del
modo que corresponde, para que no nos
induzcan a conceptos equivocados. Las
reglas sobre el buen uso de los sentidos
no son solamente lógicas, sino también
morales. Emplearlos de suerte que nos
hagan errar, es valerse de correos
precipitados e imprudentes con peligro
de que traigan noticias falsas; y, si
llegamos hasta el punto de usar los
sentidos con el secreto designio de que
nos digan, no la verdad, sino lo que
halaga nuestras pasiones o amor propio,
entonces cometemos una especie de delito
de soborno; nos valemos de testigos
falsos para que engañen al
entendimiento.
126. La relación de los sentidos a la
satisfacción de las necesidades animales
y vitales presenta un nueva aspecto, de
que nacen otros deberes. Pero, si bien
se reflexiona, este aspecto se halla
íntimamente ligado con el anterior;
porque, si el entendimiento conoce la
verdad, conocerá también el verdadero
destino de los sentidos, y, por tanto,
el uso que de ellos se ha de hacer.
127. La naturaleza misma nos está
enseñando que debemos conservar la vida
y la salud; a más del deseo que a ello
nos impele, los dolores sensibles nos
avivan cuando la vida corre peligro o la
salud se perturba. Así, pues, será
legítimo el uso de los sentidos, cuando
se ordena a la conservación de la salud
y de la vida, y será ilegítimo, cuando
contraría estos fines. También aquí se
hermana la moralidad con la utilidad;
las reglas de higiene son también reglas
de moral.
La templanza y la sobriedad son
virtudes, porque nos prescriben la
debida mesura en la comida y bebida; la
gula y la embriaguez son vicios, porque
nos llevan a un exceso contrario a la
razón. Los resultados de la templanza y
de la sobriedad son la conservación de
la vida y de la, salud, el bienestar
suave y general que experimentamos
cuando nuestra organización se halla en
el correspondiente equilibrio; la gula y
la embriaguez producen indigestiones,
vértigos, dolores atroces, gastan las
fuerzas y acaban por conducir al
sepulcro.
128. ¡Cosa admirable! El hombre, al
excederse en lo sensible, es castigado
también en lo intelectual, una comida
excesiva produce el embotamiento de las
facultades intelectuales por la pesadez
y la somnolencia; la embriaguez perturba
la razón; el ebrio no ha procedido como
hombre; pues bien, por la embriaguez
deja de ser hombre, y se convierte en un
objeto de lástima o de risa.
129. He aquí las reglas morales, en este
punto, reducidas a un principio bien
sencillo: la medida de uso de los
sentidos, en sus relaciones con las
necesidades del cuerpo, es la
conservación de la vida y de la salud:
la higiene, extendiéndose no sólo a los
alimentos, sino a cuanto tiene relación
con la salud y la vida. Esta es una
excelente piedra de toque para reconocer
la moralidad de las acciones relativas a
las necesidades o deseos sensibles.
Aclarémoslo con ejemplos. La pereza es
un vicio a los ojos de la sana moral; la
ociosidad está sembrada de peligros: en
ella se debilitan las facultades
intelectuales y se corrompe el corazón;
pues bien, la higiene está acorde con
las prescripciones morales; la ociosidad
es dañosa a la salud; el ejercicio, así
el intelectual como el corporal, es muy
saludable; para aliviar las enfermedades
sirve en gran manera la ocupación
moderada del cuerpo y del espíritu.
Mirad al perezoso, que, tendido sobre un
sofá, no tiene valor para levantar la
cabeza ni la mano; el tedio se apodera
de su corazón, para hacer bien pronto
lugar a la tristeza, a la manía y otros
extravíos. Su entendimiento, divagando a
merced de todas las impresiones, sin
sentir la acción de una voluntad fuerte
que le sujeta a un punto, se acostumbra
a no fijarse en nada, se debilita, y
vive en una especie de somnolencia. El
cuerpo en continua inacción languidece;
las digestiones se hacen mal, la
circulación se retarda y desordena; el
sueño, como no cae sobre un cuerpo
fatigado y menesteroso de descanso, huye
de los ojos o es interrumpido con
frecuencia; el perezoso busca el
bienestar en la inacción completa y sólo
halla los males consiguientes al
enflaquecimiento del espíritu y a las
enfermedades del cuerpo.
Comparad con estos resultados los de la
virtud contraria. La costumbre del
trabajo inspira afición hacia él: el
laborioso goza cuando trabaja; padece
cuando se le condena a la inacción. El
fruto de su laboriosidad, intelectual,
moral o física, le recompensa con una
satisfacción placentera; cuando después
de largas horas contempla el resultado
de su actividad, se consuela fácilmente
de las pequeñas molestias que ha
sufrido, y las tiene por muy bien
empleadas. Al llegar la hora de la
distracción, disfruta porque la
necesita; su sensibilidad no está
embotada por el placer; y éste, por
ligero que sea, se multiplica, se aviva,
porque es una lluvia que cae sobre la
tierra sedienta. El tedio, la tristeza,
las manías, los aciagos presentimientos
no se albergan en su alma porque no
saben por dónde entrar; como hay
ocupación permanente, no queda tiempo
para complacer a esas visitas importunas
y dañosas. El ejercicio de las
facultades tiene en continuo movimiento
la organización; y las alternativas de
trabajo y descanso le dan aquel punto
que necesita para desempeñar sus
funciones ordenadamente, lo que
constituye la salud y prolonga la vida.
Por fin, el sueño, cayendo sobre una
organización fatigada, es tomado con
placer; reparando las fuerzas, comunica
la actividad, que se despliega de nuevo,
cuando el astro del día, alumbrando el
mundo, viene a avisarnos de que sonó la
hora del trabajo.
130. ¿Y qué diremos de la armonía de la
higiene y de la moral, en lo tocante a
los placeres sensuales contrarios a la
naturaleza? La severidad de la moral en
este punto se halla justificada por la
más sabia previsión. He aquí cómo se
expresa Huffeland en su Macrobiótica,, o
el Arte de prolongar la vida: “Es
horrendo el sello que la naturaleza
graba en el que la ultraja de este modo;
es una rosa marchita, un árbol secado en
el tiempo de su mayor lozanía, un
cadáver ambulante. Este vicio afrentoso
ahoga todo principio vital, agota todas
las fuentes del vigor, y no deja tras sí
más que la debilidad, inercia, palidez,
decadencia de cuerpo y abatimiento de
espíritu. El ojo pierde su brillo y se
hunde en su órbita, las facciones se
alargan, desaparece el aire juvenil, y
el semblante se cubre de manchas
amoratadas. La más leve impresión afecta
desagradablemente toda la economía
animal. Falta el vigor muscular; el
sueño es poco reparador; el menor
movimiento causa fatiga; las piernas no
pueden soportar el peso del cuerpo;
pónense trémulas las manos; se sufren
dolores en todos los miembros; se
embotan los sentidos, y el genio se
vuelve tétrico y melancólico. Los
desgraciados que se entregan a este
vicio, hablan poco, parece que lo hacen
con disgusto, y nada les queda de la
viveza que los caracterizara en otros
tiempos. Los jóvenes de talento se hacen
hombres comunes y aún mentecatos. El
alma pierde el gusto de los pensamientos
elevados, y la imaginación está
completamente depravada.
Toda su vida no es más que una serie de
cargos que se hacen a sí mismos, y de
penosos sentimientos causados por la
debilidad de que no saben triunfar.
Siempre irresolutos, experimentan un
tedio continuo de la vida, que los
conduce con frecuencia al suicidio,
crimen a que nadie está más sujeto que
los que se entregan a goces solitarios.
Por otra parte, las facultades
digestivas se desordenan; se está
continuamente, atormentado de
incomodidades y males de estómago; se
vicia la sangre; el pecho se llena de
mucosidades; la piel se cubre de granos
y úlceras, y sobrevienen finalmente la
epilepsia, la consunción, la calentura
hética, frecuentes desmayos y una muerte
temprana. “Al oír este imponente
testimonio de la ciencia sobre los
funestos resultados de la inmoralidad,
causan lástima e indignación los que no
alcanzan a comprender por qué la
religión cristiana se muestra tan severa
en todo cuanto puede corromper el
corazón de la juventud. Aquí, como en
todas las cosas, manifiesta el
cristianismo su profundo conocimiento de
las leyes de la naturaleza, y de los
secretos del corazón y de naturaleza,
dice el mismo Huffeland, no castiga
ninguna acción con tanto rigor como las
que directamente la ofenden.
Si hay pecados mortales, son sin duda
los que se cometen contra la
naturaleza.” (Macrobiótica 2. p., sec,
cap. 2.).
SECCIÓN V El suicidio
131. Al tratar de las obligaciones del
hombre para consigo, ocurre la cuestión
del suicidio. Es de notar que la
inmoralidad de este acto no puede
fundarse únicamente en las relaciones
del individuo con la familia o la
sociedad; de otro modo, se seguiría que
el que estuviese falto de ellas podría
atentar contra su vida.
132. La razón fundamental de la
inmoralidad del suicidio está en que el
hombre perturba el orden natural,
destruyendo una cosa sobre la cual no
tiene dominio. Somos usufructuarios de
la vida, no propietarios; se nos ha
concedido el comer de los frutos del
árbol, y con el suicidio nos tomamos la
libertad de cortarle.
¿En qué puede apoyarse el hombre para
llamarse propietario de la vida? ¿Se la
ha dado él a sí propio? ¿Se le consultó
acaso para traerle a ella? ¿Dónde estaba
antes de vivir? No era; y se halló
existiendo, no por su voluntad, sino por
la del Criador, con arreglo a las leyes
de la naturaleza. Si él no se la ha
dado, ¿cómo pretenderá ser su dueño
exclusivo, de suerte que la pueda
destruir cuando bien le parezca? Todo le
está indicando que el vivir no depende
de su libre albedrío; a más de haber
pasado de la nada al ser, experimenta
que la mayor parte de las funciones de
la vida se hacen independientemente de
su voluntad; la respiración, la
circulación de la sangre, la digestión,
la nutrición, y en general todas las
funciones vitales, se ejercen sin que
piense en ellas; sólo cuando es
necesario tomar aliento para reparar las
fuerzas, la voluntad interviene, pues la
naturaleza ha querido dejar al ser
viviente dotado de espontaneidad, alguna
acción sobre los medios de conservar la
vida; pero, tan pronto como esto se
cumple, la organización continúa sus
funciones, en los procedimientos de la
nutrición y en todas sus consecuencias,
sin que pueda impedirlo el imperio de la
voluntad.
133. El deseo de la conservación de la
vida, y el horror a la muerte, es un
indicio de que no están en nuestra mano.
Los brutos animales, como obedecen
ciegamente al instinto de la naturaleza,
no se suicidan nunca; solo el hombre, en
fuerza de su libertad, puede perturbar
de una manera tan monstruosa el orden
natural.
134. El suicida, o ha de negar la
inmortalidad del alma, o comete la mayor
de las locuras. Si se atiene a lo
primero, afirmando que después de esta
vida no hay nada, el suicidio no se
excusa, pero se comprende; y por
desgracia se nota que donde cunde la
incredulidad, allí cunde también esta
manía criminal. Pero, si el suicida
conserva, no diré la seguridad, pero
siquiera la más leve duda sobre la
existencia de la otra vida, ¿cómo se
explica tamaña temeridad? ¿Quién le ha
hecho árbitro de su destino futuro, de
tal modo, que pueda adquirirlo cuando
bien le parezca? Al presentarse delante
de su Criador, en el mundo de la
eternidad, ¿qué podrá responder, si se
le dice: “quién te ha dicho que estaba
terminada tu carrera sobre la tierra?
¿por qué la has abreviado por tu sola
voluntad? El que debía sacarte de la
tierra, ¿no es acaso el mismo que te
puso en ella? La razón, el instinto de
la naturaleza, ¿no te estaban diciendo
que el atentar contra tu vida era un
acto contrario a la ley que se te había
impuesto?” ¿Quién te autoriza para ir al
otro mundo a buscar otro destino? ¿No
sería justo, justísimo, que en vez de
felicidad encontrases la desdicha? He
aquí, pues, cómo el suicidio, siempre
inexcusable, no puede ni siquiera
comprenderse sino como una temeridad
insensata en quien abrigue duda sobre si
hay algo después de la muerte; y así, es
muy natural lo que enseña la
experiencia, de que se encuentran tan
pocos suicidas cuando se conservan las
ideas religiosas. Este es un buen
barómetro para juzgar de la religiosidad
de los pueblos: si son muchos los que
atentan contra su vida, señal es que se
han enflaquecido las creencias sobre la
inmortalidad del alma.
SECCIÓN VI La mutilación y otros daños
135. Así como el deber de conservar la
vida implica la prohibición del
suicidio, el de conservar la salud
incluye la prohibición de mutilarse, de
disminuir en cualquier sentido la
integridad del cuerpo, o de causarse
enfermedades.
136. No se quiere decir con esto que el
hombre por motivos superiores no pueda
mortificarse a sí propio; pues que la
sujeción del cuerpo al espíritu, y el
servicio que le debe, exige que, cuando
para la perfección del espíritu se haya
de sacrificar el bienestar del cuerpo,
no se repare en el sacrificio. Esto
puede acontecer por vía de preservativo
o de expiación: de preservativo, sí, por
ejemplo, absteniéndose de ciertos
alimentos o de otros recreos lícitos, se
logra que el espíritu conserve la paz y
la buena moral; de expiación, porque
nada más racional, y así lo confirman
las costumbres del linaje humano, que el
ofrecer a Dios, en expiación de las
faltas, la mortificación voluntaria de
quien las ha cometido. Pero de nada de
esto puede llegar ni a mutilaciones, ni
a detrimentos graves en la salud; a todo
debe presidir la prudencia, que es la
guía, el complemento y el esmalte de las
otraza virtudes.
SECCIÓN VII Resumen
137. Resumiendo los deberes del hombre
para consigo, diremos que debe amar a
Dios, y amarse a sí mismo; que debe la
verdad a su entendimiento y el bien a su
voluntad; que debe a todas sus
facultades la correspondiente armonía,
para que no sirvan como esclavas las que
deben mandar como señoras; que el uso de
las sensibles, en cuanto se refieren a
informarle de los objetos, debe ser cual
conviene para que no le induzcan a
error; y en sus relaciones con el cuerpo
deben emplearse del modo conducente para
la conservación de la vida y de la
salud; que, por consiguiente, no puede
en ningún caso atentar contra su propia
existencia; que aun los daños que se
cause, nunca pueden llegar hasta el
punto de producir enfermedades graves, y
deben tener siempre un fin conforme a la
razón; en una palabra, el precepto
fundamental del amor de sí mismo debe
practicarlo con el desarrollo de sus
facultades en un sentido de perfección,
y con arreglo al fin a que Dios le ha
destinado.
138. No hablo por separado de los
deberes de la voluntad, porque todos le
pertenecen: siendo la voluntad una
condición necesaria para la moralidad,
nada es bueno ni malo, si no es
voluntario.
CAPÍTULO XVI
El hombre está destinado a vivir en
sociedad
139. Hemos explicado los deberes del
hombre considerado como si estuviese
solo en el mundo, sin un ser semejante
con el cual pudiera tener relaciones;
pero esto es una hipótesis que
únicamente tuvo lugar en los breves
momentos que transcurrieron desde la
creación de Adán hasta la de Eva, su
mujer. Siempre y en todas partes se ha
encontrado el hombre en relación con sus
semejantes; pues no merecen atención las
raras excepciones de esta regla
ofrecidas por la historia de largos
siglos.
Los que han vivido sin comunicación con
sus semejantes, han sufrido este
infortunio por algún accidente: unos,
desplegada ya su razón, como los
náufragos arrojados a una isla desierta;
otros, antes del uso de razón, ya sea
que, abandonados por sus padres en la
niñez, debieran a una casualidad feliz
el no perecer, o bien porque se haya
querido hacer en ellos una prueba, como
en los niños de Egipto y de Mogol. (V.
“Ideología”, cap. XVI) El aislamiento
que sobreviene desplegada ya la razón,
es un accidente rarísimo en los fastos
de la historia; el otro, a más de ser
muy raro también, no cae bajo la
jurisdicción de la ciencia moral, porque
los individuos que se hallan en tal
caso, se muestran tan estúpidos, que se
duda con harto fundamento, si tienen
ideas morales.
Sin embargo, no será inútil el haber
considerado al hombre en un aislamiento
hipotético; porque esto nos ha enseñado
a conocer mejor que hay en el orden
moral algo absoluto, necesario,
independiente de las relaciones de la
familia y de la sociedad, mostrándonos
la ley moral presidiendo a los destinos
de toda criatura inteligente y libre,
por el mero hecho de su existencia. Las
relaciones en que vamos a considerar al
hombre, nos llevarán al conocimiento de
una nueva serie de obligaciones morales;
y al propio tiempo servirán a completar
la idea de las que acabamos de encontrar
en el individuo aislado.
140. Las leyes que rigen en la
generación, crecimiento y perfección del
hombre físico, son un argumento
irrecusable de que no puede estar solo;
y las que presiden el desarrollo de sus
facultades intelectuales y morales,
confirman la misma verdad. Al nacimiento
precede la sociedad entre el marido y la
mujer, y sigue la sociedad del hijo con
la madre. Sin estas condiciones, no
existe el hombre, o muere a poco de
haber visto la luz. La debilidad del
recién nacido indica la necesidad de
amparo, y el largo tiempo que su
debilidad se prolonga, manifiesta que
este amparo ha de ser constante. Dejadle
solo cuando acaba de nacer, y vivirá
pocas horas; abandonadlo en un bosque,
aun cuando cuente ya algunos años, y
perecerá sin remedio. La necesidad de la
comunicación con sus semejantes la
manifiestan con no menor claridad las
condiciones de su desarrollo intelectual
y moral; el individuo solitario vive en
la estupidez más completa: o no tiene
ideas intelectuales y morales, o son tan
imperfectas, que no se dejan conocer.
(Véase “Ideología”, cap. XVI) De esto
debemos inferir que el hombre no está
destinado a vivir solo, sino en
comunicación con sus semejantes, de lo
contrario, será preciso admitir el
despropósito de que la naturaleza le
forma para morir luego de nacido, o para
vivir en la estupidez de los brutos, si
su vida se conservase por algún
accidente feliz.
CAPÍTULO XVII
Deberes y derechos de la sociedad
doméstica, o sea de la familia
141. La reunión de los hombres forma las
sociedades, las que son de diferentes
especies, según los vínculos que las
constituyen. La primera, la más natural,
la indispensable para la conservación
del género humano, es la de familia. Su
objeto nos ha de enseñar las relaciones
morales que de ella dimanan.
142. La especie humana perecería, si los
padres no cuidasen de sus hijos,
alimentándolos, librándolos de la
intemperie y preservándolos de tantas
causas como les acarrearían la muerte.
Esta obligación se refiere en primer
lugar a la madre; por esto la naturaleza
le da lo necesario para alimentar al
recién nacido, y pone en su corazón un
inagotable raudal de amor, de solicitud
y de ternura.
143. La debilidad de la mujer, la
imposibilidad de procurarse por sí sola
la subsistencia para sí y para su
familia, están reclamando el auxilio del
padre sobre quien pesa también la
obligación de conservar la vida de
individuos a quienes la ha dado.
144. Los discursos de la razón están de
más cuando se halla de por medio la
intrínseca necesidad de las cosas y
habla tan alto la naturaleza: estos
deberes son tan claros, que no hay
necesidad de esforzar los argumentos que
prueban: escritos se hallan con
caracteres indelebles en el corazón de
los padres; el indecible amor que
profesan a sus hijos, es una elocuente
proclamación de la ley natural.
145. Claro es que la conservación del
humano linaje no se refiere únicamente a
la vida física, sino que abraza también
la intelectual y moral: el Autor de la
naturaleza ha querido que se perpetuase
la especie humana, pero no como una raza
de brutos, sino como criaturas
racionales. La razón no se despliega sin
la comunicación intelectual: y así es
que, al encomendarse a los padres el
cuidado de conservar y perfeccionar a
los hijos en lo físico, se les ha
encomendado también el desarrollo y
perfección en el orden intelectual y
moral. He aquí, pues, cómo la misma
naturaleza nos está indicando que los
padres tienen obligación de educar a sus
hijos, formando su entendimiento y
corazón cual conviene a las criaturas
racionales.
146. Este cuidado debe extenderse a
largo tiempo; más todavía que el
relativo a lo físico, porque la
experiencia enseña que el niño llega
lentamente al conocimiento de las
verdades de que necesita, y, sobre todo,
sus inclinaciones sensibles se depravan
con facilidad, y, ahogando la semilla de
las ideas morales, no las dejan
prevalecer en la conducta.
147. El común de los hombres sólo vive
lo necesario para cuidar de la educación
de sus hijos: muchos son los padres que
mueren antes de que éstos alcancen la
edad adulta, y casi todos descienden al
sepulcro sin haber podido cuidar de los
menores. Esta verdad se manifiesta en
las tablas de la duración de la vida, y
sin necesidad de cálculos nos lo está
mostrando la experiencia común. Cuando
los padres tienen de cincuenta a sesenta
años, sus hijos mayores no pasan de
veinte a treinta; y a éstos siguen otros
que no son todavía capaces de proveer a
su subsistencia, y menos aún de
dirigirse bien entre los escollos del
mundo. Este hecho es de la mayor
importancia para manifestar la necesidad
de que los vínculos del matrimonio sean
durables por toda la vida, cuidando
unidos, el marido y la mujer, de los
hijos que la Providencia les ha
encomendado. Sin esta permanencia en la
unión, muchos hijos se verían
abandonados antes de tiempo, y se
perturbaría el orden de la familia y de
la sociedad. El corto plazo de vida
concedido al hombre le está indicando
que, en vez de divagar a merced de sus
pasiones, formando nuevos lazos, y dando
simultáneo origen a distintas familias,
se apresure a cuidar de la que tiene,
porque se acerca a pasos rápidos el
momento de bajar al sepulcro.
148. Ninguna sociedad, por pequeña que
sea, puede conservarse ordenada, sin una
autoridad que la rija; donde hay
reunión, es preciso que haya una ley de
unidad; de lo contrario, es inevitable
el desorden.
Las fuerzas individuales entregadas a sí
solas, sin esta ley de unidad, o
producen dispersión, o acarrean choque y
anarquía. De esta regla no se exceptúa
la sociedad doméstica; y, como la
autoridad no puede residir en los hijos,
ha de estar en los padres. Así, la
autoridad paterna está fundada en la
misma naturaleza, anteriormente a toda
sociedad civil.
149. Los límites de esta autoridad se
hallan fijados por el objeto de la
misma; debe tener todo lo necesario para
que la sociedad de la familia pueda
alcanzar su fin, que es la crianza y
educación de los hijos, de tal modo, que
se perpetúe el linaje humano con el
debido desarrollo y perfección de las
facultades intelectuales y morales.
150. Antes de la sociedad con los hijos,
hay la de marido y mujer; y entre éstos
ha de haber autoridad, para que haya
orden. La debilidad de la mujer, las
necesidades de su sexo, sus
inclinaciones naturales, el predominio
que en ella tiene el sentimiento sobre
la reflexión, la misma clase de medios
que la naturaleza le ha dado para
adquirir ascendiente, todo está
indicando que no ha nacido para mandar
al varón, a quien la naturaleza ha hecho
reflexivo, de corazón menos sensible,
sin los medios y las artes de seducir,
pero con el aire y la fuerza de mando.
La autoridad de la familia se halla,
pues, en el varón; la de la madre viene
en su auxilio y la reemplaza cuando
falta.
151. El derecho de mandar es correlativo
de la obligación de obediencia; así,
pues, los deberes de la mujer con el
marido y de los hijos con los padres
están limitados Por el derecho de sus
respectivos superiores (77, 78, 79) La
mujer debe a su marido, y los hijos a
los padres, sumisión y obediencia en
todo lo concerniente al buen orden
doméstico. Cuáles sean las aplicaciones
de estos deberes, lo indican las
circunstancias; y no puede establecerse
una regla general que fije con toda
exactitud la línea hasta donde llegan, y
de la que no pasan. En la inestabilidad
de las cosas humanas es inevitable el
que haya muchos casos que parezcan pedir
la ampliación o la restricción de la
autoridad doméstica; y el buen orden de
las familias y de los estados ha exigido
que los legisladores establecieran
reglas para determinar algunas de las
relaciones domésticas. De aquí es el que
la autoridad conyugal y la potestad
patria tengan diferente extensión en los
varios tiempos y países, cuyas
diferencias no pertenecen a este lugar,
y son objeto de la jurisprudencia.
152. En la infancia de las sociedades,
cuando las familias no estaban unidas
con vínculos bastantes para constituir
verdaderos estados políticos, la
potestad patria debía ser naturalmente
muy fuerte; siendo el único elemento de
orden privado y público, debía tener
todo lo necesario para llenar su objeto.
Pero, a medida que la organización
social fue progresando, la potestad
patria, si bien entró como un elemento
de orden, no fue el único; y así es que
sus facultades se restringieron, pasando
algunas de ellas al poder social. En
este punto ha habido variedad en la
legislación de los pueblos, viéndose
sociedades bastante adelantadas, donde
todavía se conservaba a la potestad
patria el derecho de vida y muerte; pero
en general se puede asegurar que la
tendencia ha sido de restricción,
encaminándose a dejarle únicamente lo
indispensable para la crianza y
educación de los hijos y el buen orden
en la administración de los asuntos
domésticos.
153. Los innumerables beneficios que los
hijos deben a sus padres, producen la
obligación de la gratitud; y, así como
el padre cuida de la infancia y
adolescencia del hijo, así el hijo debe
cuidar de la vejez de su padre. La
piedad filial es un deber sagrado; las
ofensas a los padres son contra la
naturaleza; y así es que el parricidio
se ha mirado con tanto horror en todos
los pueblos, castigándole unos con
suplicios espantosos, y no señalándole
otros ninguna pena, porque las leyes le
consideraban imposible.
154. La naturaleza no comunica al amor
filial la viveza, profundidad, ternura y
constancia que distinguen al paterno y
al materno; en lo cual se manifiesta la
sabiduría del Criador, que ha dado un
impulso más irresistible, a proporción
de que se dirigía a un objeto más
necesario. Los padres viven y el mundo
se conserva, a pesar del cruel
comportamiento de algunos hijos, y de la
ingratitud e indiferencia de muchos;
pero el mundo se acabaría pronto, si
este olvido de los deberes fuese posible
en los padres. Un anciano desvalido
molesta a los hijos que le asisten, pero
la negligencia de éstos sólo puede
abreviarle un poco la vida; mas si el
desvalimiento de los hijos molestase a
los padres, y éstos se olvidasen de
cuidar de ellos, y no fueran capaces de
los mayores sacrificios, el niño
perecería cuando apenas empezara a
vivir.
155. A pesar de esta diferencia de
sentimientos, la obligación moral de los
hijos para con los padres es grave,
gravísima: el amor, la obediencia, el
respeto, la veneración, el auxilio en
las necesidades, la tolerancia de sus
molestias, el compasivo disimulo de sus
faltas, la paciencia en las enfermedades
y flaquezas de la vejez, son deberes
prescriptos por la piedad filial; quien
los olvida y quebranta, ofende a la
naturaleza, y en ella a Dios, su autor.
CAPÍTULO XVIII
Origen del Poder Público
156. La sociedad doméstica no basta para
el género humano, porque, limitada a la
crianza y educación de los hijos, no se
extiende a las relaciones generales
establecidas por motivos de necesidad y
utilidad. Sin la autoridad paterna, no
sería posible la conservación del orden
entre los individuos de una misma
familia; sin la autoridad política, no
fuera posible conservar el orden entre
las diferentes familias: éstas serían a
manera de individuos que lucharían entre
sí continuamente, pues que, para
terminar sus desavenencias no tendrían
otro medio que la fuerza.
157. Supuesto que Dios ha hecho al
hombre para vivir en sociedad, ha
querido todo lo necesario para que ésta
fuera posible; por donde se ve que la
existencia de un poder público es de
derecho natural, y que lo es también la
sumisión a sus mandatos. La forma de
este poder es varia, según las
circunstancias; los trámites para llegar
a constituirse han sido diferentes,
según las ideas, costumbres y situación
de los pueblos; pero bajo una u otra
forma este poder ha existido, y ha
debido existir por necesidad,
dondequiera que los hombres se han
hallado reunidos: sin esto, era
inevitable la anarquía, y, por
consiguiente, la ruina de la sociedad.
Esta doctrina es tan clara, tan
sencilla, tan conforme a la naturaleza
de las cosas, que no se explica
fácilmente por qué se ha disputado tanto
sobre el origen del poder: reconocido el
carácter social del hombre, así con
respecto a lo físico como a lo
intelectual y moral, el disputar sobre
la legitimidad de la “existencia” del
poder equivalente a disputar sobre la
legitimidad de satisfacer una de las
necesidades más urgentes. El hombre se
alimenta, porque sin esto moriría, se
viste, se guarece, porque sin esto sería
víctima de la intemperie; vive en
familia, porque no puede vivir solo; las
familias se reúnen en sociedad, porque
no pueden vivir aisladas; y reunidas en
sociedad están sometidas a un poder
público, porque sin él serían víctimas
de la confusión y acabarían por
dispersarse o perecer. ¿Qué necesidad
hay de inventar teorías para explicar
hechos tan naturales? ¿Por qué se han
querido sustituir las cavilaciones de la
filosofía a las prescripciones de la
naturaleza?
158. La variedad de formas del poder
público es un hecho análogo a la
variedad de alimentos, de trajes, de
edificios: lo que había en el fondo era
una necesidad que se debía satisfacer,
pero el modo ha sido diferente, según
las ideas, costumbres, climas, estado
social y demás circunstancias de los
pueblos. Esta variedad nada prueba
contra la necesidad del hecho
fundamental; solo manifiesta la
diversidad de sus aplicaciones; no
indica que haya dependido de la libre
voluntad, sino que la necesidad, la
conveniencia, u otras causas, le han
modificado. La variedad de alimentos,
trajes y habitaciones, no destruye la
necesidad de estos medios, y el que, a
la vista de la diversidad de las formas
del poder público, finge contratos
primitivos, por los cuales los hombres
se hayan convenido en vivir juntos y en
someterse a una autoridad, es no menos
extravagante que quien se los imaginara
unidos para convenir en vestirse, en
edificar casas y en dar tal o cual
figura a sus trajes, tal o cual forma a
sus habitaciones.
159. ¿Cómo se organizó, pues, el poder
público? ¿Cuáles fueron los trámites de
su formación? Los mismos de todos los
grandes hechos, los cuales no se sujetan
a la estrechez y regularidad de los
procedimientos fijados por el hombre.
Debieron de combinarse elementos de
diversas clases, según las
circunstancias. La potestad patria, los
matrimonios, la riqueza, la fuerza, la
sagacidad, los convenios, la conquista,
la necesidad de protección, y otras
causas semejantes, producirían
naturalmente el que un individuo o una
familia, una casta, se levantasen sobre
sus semejantes y ejerciesen, con más o
menos limitación, las funciones del
poder público. A veces la autoridad de
un padre de familia, extendiéndose a sus
ramas y dependencias, formaría el tronco
de un poder, que, vinculándose en una
casa o parentela, daría príncipes y
reyes a las generaciones que iban
sobreviniendo; a veces se necesitarían
caudillos que guiasen en una
transmisión, en una guerra, en la
defensa de los hogares; y éstos,
levantados por la necesidad de las
circunstancias, permanecerían después en
su elevación; a veces una colonia de
pueblos más civilizados, empezando por
pedir hospitalidad, acabarían por
establecer un imperio; a veces un hombre
extraordinario por su capacidad
arrebataría la admiración de sus
semejantes, que, creyéndolo enviado por
el cielo, se someterían gustosos a su
enseñanza y mandatos, vinculando en su
familia el derecho supremo; en una
palabra, el poder público se ha formado
de varios modos bajo condiciones
diversas; y casi siempre lentamente, a
manera de aquellos terrenos que resultan
del sedimento de los ríos en el
transcurso de largos años.
Atiéndase a la formación de los estados
modernos y se comprenderá la de los
antiguos. ¿Acaso la Europa se ha
constituido bajo un solo principio que
le haya servido de regla constante? La
conquista, los matrimonios, la sucesión,
las cesiones, los convenios, las
intrigas, las revoluciones, los libres
llamamientos, ¿no son otros tantos
orígenes del poder público en las
sociedades modernas? Así en su origen
como en su desarrollo, ¿la fuerza y el
derecho no andan mezclados con harta
frecuencia? Aun en nuestros días, ¿no
estamos viendo cambios de formas,
restauraciones, conquistas, convenios;
transformándose el poder público, ora
bajo las influencias de la diplomacia,
ora bajo los debates de una asamblea,
ora bajo la fuerza de las bayonetas o de
las conmociones populares? Esta
variedad, estas vicisitudes, por más
lamentables que sean, son inevitables,
atendida la incesante lucha en que por
la misma naturaleza de las cosas se
hallan las ideas, las costumbres, los
intereses, y por los sacudimientos que
produce el choque de las pasiones, que
se ponen al servicio de los elementos
combatientes. La misma transformación
que van sufriendo de continuo las
sociedades, adelantando las unas,
retrogradando las otras, y contribuyendo
todas a que se realicen los destinos que
Dios ha señalado a la humanidad en su
mansión sobre la tierra, es una causa
necesaria de diferencias, y un
insuperable obstáculo para que los
hechos, con su inmensa variedad y
amplitud, puedan caber en la mezquina
regularidad de los moldes filosóficos.
Es necesario contemplar la sociedad
desde un punto de vista elevado, para no
dejarse deslumbrar por teorías pobres,
que pretenden explicar y arreglar el
mundo con algunas fábulas, tan henchidas
de vanidad como faltas de verdad.
160. En resumen: el objeto del poder
público es una necesidad del género
humano; su valor moral se funda en la
ley natural, que autoriza y manda la
existencia del mismo; el modo de su
formación ha dependido de las
circunstancias, sufriendo la variedad e
inestabilidad de las cosas humanas.
CAPÍTULO XIX
Derechos y deberes recíprocos,
independientes del orden social
161. Antes de examinar los derechos y
deberes que se fundan en el orden
social, conviene advertir que,
independientemente de toda reunión en
sociedad, y hasta de los vínculos de
familia, tiene el hombre obligaciones
con respecto a sus semejantes. Basta que
dos individuos se encuentren, aunque sea
por casualidad y por breves momentos,
para que nazcan derechos y deberes
conformes a las circunstancias.
Supóngase que un hombre enteramente solo
en la tierra tropieza con otro cuya
existencia no conocía; ¿puede matarle,
atropellarle, ni molestarle en ningún
sentido? Es evidente que no. Luego, en
ambos, la seguridad individual es un
derecho, y el respeto a ella un deber.
Al encontrar a su semejante, le ve en
peligro de morir por enfermedad, por
fatiga, por hambre o sed; ¿puede dejarle
abandonado y no socorrerle en su
infortunio? Claro es que no. Luego el
auxilio en las necesidades, es otra
obligación que hace del simple contacto
de hombre con hombre.
El decir que no hay otros deberes
relativos que los nacidos de la
organización social, es contrario a
todos los sentimientos del corazón.
Un navegante en alta mar divisa a un
infeliz que está luchando con las olas;
¿no sería culpable si, pudiendo, no le
salvara? Aunque el desgraciado
perteneciese a la raza más bárbara, con
la cual no fuera posible tener ninguna
clase de relaciones, ¿no llamaríamos
monstruo de crueldad al navegante que no
lo librase del peligro? No hay entre
ellos el vínculo social, pero hay el
humano; siendo notable que esta clase de
actos se llaman de humanidad, y lo
contrario inhumanidad, porque,
haciéndolos, nos portamos como hombres,
y, omitiéndolos, como fieras.
162. El Autor de la naturaleza nos une a
todos con un mismo lazo, por el mero
hecho de hacernos semejantes. La razón
de esto se halla en que, no pudiendo el
hombre vivir solo, necesita del auxilio
de los demás; y la satisfacción de esta
necesidad queda sin garantía, si todo
hombre no tiene prohibición de maltratar
a otro, y la obligación de socorrerle.
Esta ley moral es una condición
indispensable para el mismo orden
físico, y de aquí es que Dios la ha
escrito, no sólo en el entendimiento,
sino también en el corazón, para que, no
sólo la conociésemos, sino también la
sintiésemos; de suerte que cuando fuese
preciso obrar, el impulso natural se
adelantase a la reflexión.
¿Quién no sufre al ver sufrir? ¿Quién no
siente un vivo deseo de aliviar al
infortunado? ¿Quién ve en peligro la
vida de otro, sin que instintivamente se
arroje a salvarle? En una calle vemos a
una persona distraída, que no advierte
que un caballo, un carruaje, le van a
atropellar; ¿necesitamos acaso de la
reflexión para cogerla del brazo y
librarla de una desgracia? ¿Los vínculos
de familia ni de sociedad son necesarios
para que nos creamos ligados con este
deber?
163. El derecho de defensa existe
independientemente de la organización
social. Por lo mismo que el hombre puede
y debe conservar su vida, tiene un
indisputable derecho a defenderla contra
quien se la quiere quitar. Por idéntica
razón se extiende el derecho de defensa
a la integridad de los miembros y al
ejercicio de nuestras facultades. Si un
hombre solitario se viere golpeado por
otro, tiene derecho a rechazar los
golpes pagándole con la misma moneda; y,
si se le quiere coartar en su libertad,
por ejemplo, ligándole o encerrándole,
tendría derecho a desembarazarse de su
oficioso custodio. Un salvaje que quiere
beber de una fuente o comer de la fruta
de un árbol del desierto no puede ser
coartado por otro en el uso de su
derecho; y, si este último pretende lo
contrario, el primero podrá usar de los
medios convenientes para hacerle entrar
en razón.
164. Infiérese de esto que,
independientemente de toda sociedad
doméstica y política, tiene el individuo
derechos y deberes; derechos a lo que
necesita para la conservación de la vida
y el racional ejercicio de sus
facultades; deberes de respetar esos
mismos derechos en los demás, y de
socorrerles en sus necesidades, según lo
exijan las circunstancias. Estos
derechos y deberes se fundan en el
hombre como hombre, y no como individuo
de una sociedad organizada; nacen de una
ley de sociedad universal, que ha
establecido Dios entre todos los
individuos de la especie humana, por el
mismo hecho de criarlos.
165. Conviene tener bien entendida y
presente esta doctrina sobre los
derechos y deberes individuales, para
comprender a fondo los que nacen de la
organización social, o de la reunión
permanente de los hombres en sociedad.
El hombre no lo recibe todo de esta
reunión; lleva a ella un caudal propio,
que está sujeto a ciertas condiciones,
pero del cual no es lícito despojarle
sin justos motivos.
CAPÍTULO XX
Ventajas de la asociación
166. La reunión de los hombres en
sociedad acarrea a los asociados
inmensas ventajas. La seguridad
individual es garantida contra las
pasiones; los medios para la
conservación de la vida se aumentan; las
fuerzas para dominar la naturaleza y
hacerla contribuir a la satisfacción de
las necesidades, se multiplican con la
asociación; las facultades intelectuales
se acrecientan notablemente,
participando todos de las ideas de
todos. Manifestémoslo con un ejemplo.
Algunas tribus de salvajes se hallan
desparramadas por un valle plantado de
árboles, de cuyo fruto se sustentan.
Mientras los árboles se conservan bien,
hay abundancia de alimentos; mas, por
desgracia, suele acontecer que en el
tiempo de las lluvias el valle se
inunda, y los árboles destruyen o
deterioran. La causa de la inundación
está en que unas enormes piedras impiden
que las aguas corran con libertad por su
cauce; si fuera posible apartarlas, el
peligro desaparecería; y, además,
colocándolas en la embocadura del valle
por donde se desborda el torrente, en
lugar de dañar como ahora, aprovecharían
mucho, pues servirían de dique y
asegurarían para siempre la conservación
de los árboles. Un salvaje concibe esta
idea, acomete la empresa, forceja, se
fatiga, pero en vano: cada una de las
piedras pesa mucho más de lo que puede
mover un hombre. A los esfuerzos del uno
suceden los del otro con igual
resultado; aunque los salvajes fuesen un
millón, las piedras sufrieran los
impulsos “sucesivos”, y permanecerían en
su puesto. He aquí los efectos del
aislamiento. Introducid ahora el
principio de asociación. Cada piedra
necesita la fuerza de diez hombres: como
la gente sobra, se reúnen diez para cada
una; las piedras eran veinte;
acometiendo la empresa a un mismo tiempo
los necesarios para todo, que serán
doscientos, una obra que antes era
absolutamente imposible, se lleva a cabo
en un abrir y cerrar de ojos.
Fácil sería multiplicar los ejemplos
análogos. Tomad mil individuos,
exigidles que trabajen por separado sin
unión de sus fuerzas: aunque sean todos
excelentes ingenieros y arquitectos, no
alcanzarán a construir un dique regular,
ni a levantar un miserable edificio.
167. La asociación es una condición
indispensable para el progreso; sin ella
el género humano se hallaría reducido a
la situación de los brutos. ¿Por qué
dominamos a los animales aun cuando
alguno de ellos se declare en
insurrección? Porque ellos no se ayudan
recíprocamente y nosotros sí. Un caballo
se rebela contra su jinete y se propone
derribarle o no dejarle montar, o
atropellarle con mordiscos y coces; por
poco tiempo que haya, acuden al socorro
del jinete cuantas personas le pueden
auxiliar, y el caballo tiene que
someterse a la fuerza, porque no puede
contra tantos. Si los demás caballos se
hubiesen asociado a la insurrección, y
reuniéndose con el que diera la señal,
hubiesen dado una batalla en regla, el
triunfo de los hombres habría sido harto
más difícil; y probablemente en la
primera refriega quedara dueño del campo
el ejército caballar.
168. En la asociación, las fuerzas no se
suman, sino que se multiplican; y a
veces la multiplicación no puede
expresarse por la ley de los factores
ordinarios. La fuerza de diez, unida a
otra de diez, no hace sólo veinte, sino
ciento, y a veces mucho más. Un
individuo quiere no ver un peso que
exige la fuerza de dos: no consigue
nada; su fuerza es nula para el efecto:
la reunión de otra fuerza como uno, no
sólo compone la suma de dos, sino que
multiplica la otra por un número
infinito, pues que, siendo antes un
valor nulo, lo convierte en un valor
verdadero. Las fuerzas de los individuos
A y B, consideradas en sí, eran algo
cada una; mas, para el efecto de mover
el peso, no eran nada.
Así, los efectos “sucesivos” no estaban
representados por 1 más, 1 igual a dos,
pues entonces hubieran movido el peso;
sino por 0 más 0.
Se las reúne, impelen a un mismo tiempo,
y el cero se convierte en 2.
Luego la reunión hace el efecto de la
multiplicación por un número infinito,
Porque, considerando al cero corno
cantidad infinitamente pequeña, no puede
elevarse a la cantidad finita, 2, sin
multiplicarse por un factor infinito.
169. La acumulación de los medios para
proveer a las necesidades de todas
especies, es otro de los resultados
importantes de la asociación. Ella liga
a los hombres distantes en lugar y
tiempo, y hace que las generaciones
presentes se aprovechen del trabajo de
las pasadas. Cada generación consume lo
que necesita y transmite el residuo a
las futuras, y este residuo forma un
caudal inmenso, cuya pérdida nos haría
retroceder a la barbarie, dejándonos en
la más espantosa pobreza. Suponed que
una nación pierde de repente todo lo que
le legaron sus antepasados, y que se
queda únicamente con lo que ella ha
hecho; se hallará de repente sin
ciudades, sin pueblos, sin aldeas, con
poquísimos edificios para vivir; los
ríos sin puentes y sin diques; la tierra
sin establecimientos de labor; las
comarcas sin caminos; los mares sin
naves, sin puertos, sin faros; las
bibliotecas sin libros; los archivos sin
papeles; las artes sin reglas; nada
quedará, porque puede llamarse nada lo
que cada generación tiene de obra
propia, si se compara con lo heredado.
Desgraciada humanidad si perdiese el
enlace de la asociación en el espacio y
en el tiempo: si en el espacio, los
hombre se quedarían aislados y reducidos
a la condición de grupos errantes; si en
el tiempo, la ruptura con lo pasado
equivaldría a un diluvio universal; y
ese rico patrimonio de que nos
gloriamos, se trocaría en destrozadas
tablas en que apenas sobrenadarían
algunos miserables restos.
170. Admiremos en esto la sabiduría del
Autor de la naturaleza, que,
imponiéndonos la ley de asociación, nos
ha enseñado un medio necesario para
adelantar; y compadezcámonos de esos
habladores que han declamado contra la
sociedad, dando una evidente prueba de
su orgullosa irreflexión. El que condena
la sociedad, el que la mira como un mal
o como un hecho inútil, se puede
comparar al hijo insolente que desdeña
la protección de su padre, y le exige
una liquidación de cuentas; las cuentas
se liquidan, y el resultado es que el
insolente pierde hasta la ropa que
lleva, y se queda desnudo.
CAPÍTULO XXI
Objeto y perfección de la sociedad civil
171. Para conocer a fondo los derechos y
deberes que nacen de la organización
social, y cómo en ella deben
regularizarse los que son independientes
de la misma, conviene tener presente que
la sociedad no es para bien de unos ni
de pocos, sino de todos; y, por
consiguiente, el poder público que la
gobierna no debe ni puede encaminarse al
solo bien de un individuo, de una
familia, ni de una clase, sino al de
todos los asociados. Este es un
principio fundamental de derecho
público. Los hombres gobernados no son
una propiedad de quien los gobierna:
están, sí, encomendados a su dirección,
y para que la dirección pudiese
ejercerse con orden y provecho se les ha
prescripto la obediencia. Esta doctrina
no puede desecharse, a no ser que se
quiera anteponer el bien de uno al de
todos, sosteniendo que Dios ha criado a
los hombres de una concisión semejante a
la de los brutos, los que no viven para
sí, sino para las necesidades y regalo
de otro. No se realza de esta suerte la
dignidad del poder público, antes bien
se la rebaja: la verdadera dignidad del
mando está en mandar para el bien de los
que obedecen, cuando el mando se dirige
al bien particular del que impera, y no
al público, la autoridad se degrada,
convirtiéndose en una verdadera
explotación.
Esta doctrina, sólida garantía de los
derechos de gobernantes y gobernados, es
una luz que se difunde por todos los
ramos de la legislación política y
civil.
172. El interés público, acorde con la
sana moral, debe ser la piedra de toque
de las leyes; por lo cual debemos
también fijar con exactitud cuál es el
verdadero sentido de las palabras
interés público, bien público, felicidad
pública, palabras que se emplean a cada
paso, y por desgracia con harta
vaguedad. Y, sin embargo, es imposible
conocer bien los principios y las reglas
de la legislación, si el sentido de
dichas expresiones no está bien
determinado. No iremos a un punto, si no
sabemos dónde está; ni acertaremos en un
blanco, si no lo vemos clara y
distintamente. La necesidad de fijar con
exactitud el sentido de las palabras
bien, felicidad de los pueblos, la
manifiestan las varias acepciones en que
se las toma. Para unos la felicidad
pública es el desarrollo material, para
otros el intelectual y moral; ora se
mira como más feliz al pueblo que se
levanta sobre los otros por su poderío,
ora al que vive tranquilo y calmoso
disfrutando de la ventura del hogar
doméstico. De aquí procede la confusión
que reina en las palabras adelanto,
progreso, mejoras, desarrollo,
prosperidad, felicidad, civilización,
cultura, que cada cual toma en el
sentido que bien le parece, queriendo,
en consecuencia, imprimir a la sociedad
un impulso especial, por el camino de lo
que se llama felicidad pública.
173. No creo imposible, ni siquiera
difícil, el fijar las ideas sobre este
punto. El bien público no puede ser otra
cosa que la perfección de la sociedad.
¿En qué consiste esta perfección? La
sociedad es una reunión de hombres; esta
reunión será tanto más perfecta, cuanto
mayor sea la suma de perfección que se
encuentre en el conjunto de sus
individuos, y cuanto mejor se halle
distribuida esta suma entre todos los
miembros. La sociedad es un ser moral;
considerada en sí, y con separación de
los individuos, no es más que un objeto
abstracto; y, por consiguiente, la
perfección de ella se ha de buscar, en
último resultado, en los individuos que
la componen. Luego la perfección de la
sociedad es en último análisis la
perfección del hombre; y será tanto más
perfecta, cuanto más contribuya a la
perfección de los individuos.
Llevada la cuestión a este punto de
vista, la resolución es muy sencilla: la
perfección de la sociedad consiste en la
organización más a propósito para el
desarrollo simultáneo y armónico de
todas las facultades del mayor número
posible de los individuos que la
componen. En el hombre hay
entendimiento, cuyo objeto es la verdad;
hay voluntad, cuya regla es la moral;
hay necesidades sensibles, cuya
satisfacción constituye el bienestar
material. Y así, la sociedad será tanto
más perfecta, cuanta más verdad
proporcione al entendimiento del mayor
número, mejor moral a su voluntad, más
cumplida satisfacción de las necesidades
materiales
174. Ahora podemos señalar exactamente
el último término de los adelantos
sociales, de la civilización, y de
cuanto se expresa por otras palabras
semejantes, diciendo que es: La mayor
inteligencia posible, para el mayor
número posible; la mayor moralidad
posible, para el mayor número posible;
el mayor bienestar posible, para el
mayor número posible.
Quítese una cualquiera de estas
condiciones, la perfección desaparece.
Un pueblo inteligente, pero sin
moralidad ni medios de subsistir, no se
podría llamar perfecto; también dejaría
mucho que desear el que fuese moral,
pero al mismo tiempo ignorante y pobre;
y mucho más todavía si, abundando de
bienestar material, fuese inmoral e
ignorante. Dadle inteligencia y
moralidad, pero suponedle en la miseria:
es digno de compasión; dadle
inteligencia y bienestar, pero suponedle
inmoral: merece desprecio: dadle, por
fin, moralidad y bienestar, pero
suponedle ignorante: será semejante a un
hombre bueno, rico y tonto: lo que
ciertamente no es modelo de la
perfección humana.
CAPÍTULO XXII
Algunas condiciones fundamentales en
toda organización social
175. El poder público tiene dos
funciones: proteger y fomentar: la
protección consiste en evitar y reprimir
el mal; el fomento, en promover el bien.
Antes de fomentar, debe proteger: no
puede hacer el bien, si no empieza por
evitar el mal. Esto último es más fácil
que lo primero; porque el mal, en cuanto
perturba el orden de una manera
violenta, tiene caracteres fijos,
inequívocos, que guían para la
aplicación del remedio. Todavía no se
sabe con certeza cuáles son los medios
más a propósito para multiplicar la
población: es decir, que es un misterio
el fomento de la vida; pero no lo es su
destrucción violenta: el homicidio no da
lugar a equivocaciones. La producción y
distribución de la riqueza es un fin
económico, para el cual no siempre se
han conocido los medios, ni se conocen
del todo ahora; pero la destrucción de
la riqueza es una cosa palpable: desde
el origen de las sociedades se ha
castigado a los incendiarios. Los medios
de adquirir una propiedad pueden estar
sujetos a dudas; pero no lo está el
despojo que el ladrón comete en un
camino, o asaltando una casa.
176. Sin embargo, ni aun en las
funciones protectoras son siempre tan
claros los deberes del poder público,
como en los ejemplos aducidos; porque la
protección, no sólo se encamina a
impedir la violencia, sino también todo
aquello que de un modo u otro ataca el
derecho, lo cual produce dificultades y
complicaciones. A primera vista parece
que la sociedad política debe
considerarse como otra cualquiera, en
que cada miembro lleva su caudal, para
percibir su ganancia o exponerse a la
pérdida; pero en esta comparación no hay
cumplida exactitud; pues que algunos de
los derechos principales, entre ellos el
de propiedad, si preexisten en algún
modo a la organización social, se hallan
en un estado muy imperfecto. Así hay
muchas cosas en la sociedad que el
individuo no lleva a ella, sino que
nacen de la misma; por lo cual es
necesario prescindir de la comparación,
y dar a la ciencia del derecho público
una base más ancha, cual es la que llevo
indicada (174) El hombre individual
tiene el deber de conservar la vida y la
salud, de atender a sus necesidades, y
desenvolver sus facultades en el orden
físico, intelectual y moral, con arreglo
al dictamen de la razón, reflejo de la
ley eterna. Estos objetos no puede
alcanzarlos viviendo enteramente solo, y
así necesita reunirse con otros para el
auxilio común. Esta asociación, de la
cual resultan tantos bienes (cap. XX),
ofrece, sin embargo, el inconveniente de
limitar en ciertos puntos ese mismo
desarrollo, porque, obrando
simultáneamente las facultades de los
asociados, la extensión del ejercicio de
las de uno es un obstáculo para la
dilatación de las del otro.
Un sistema de ruedas en una máquina
produce efectos a que no alcanzaría una
sola: hay más fuerza, más regularidad,
mejor aplicación del impulso, más
garantías de duración; pero estas
ventajas no se consiguen, sin que cada
rueda pierda, por decirlo así, una parte
de su libertad, pues que, para concurrir
al fin, es necesario que todas se
subordinen a las condiciones del sistema
general.
177. Ni la protección ni el fomento
pueden realizarse sino bajo ciertas
condiciones que limitan en algún modo la
libertad individual; limitación que se
compensa abundantemente con los
beneficios que de ella dimanan. Las
condiciones fundamentales de la
organización social re harán palpables
con algunas explicaciones.
Si el hombre viviera solo, atendería a
sus necesidades echando mano de los
medios que le ofreciese la naturaleza;
cogería el fruto del primer árbol que le
ocurriera; se guarecería en las cuevas
donde hallase más comodidades; o, si
levantase alguna choza, elegiría el
sitio y la forma de la construcción
según sus necesidades y capricho. El
mundo sería suyo: y la posesión y el
usufructo no conocerían más límite que
el de sus fuerzas. Desde el momento que
el hombre se reúne con otros, esta
libertad se hace imposible: si todos
conservasen el derecho a todo,
resultaría que nadie tendría derecho a
nada.
Si en un paseo público se halla una
persona sola, podrá disfrutarle de la
manera que bien le pareciere, andando de
prisa o despacio, tomando la dirección
que se le antoje, variándola con
frecuencia y según cuadre a sus
caprichos. Todo el paseo es suyo, sin
más limitación que sus fuerzas. Llega
otra persona: la libertad ya se
restringe: porque es claro que ninguna
de las dos puede echar a correr por
donde se halla la otra, tropezando con
ella y lastimándola. Van acudiendo
otros, y la libertad se va restringiendo
más, a proporción que el número se
aumenta; hasta que, si el paseo se
llena, es indispensable mucho orden para
que no resulte la mayor confusión. Si,
estando muy concurrido, unos van hacia
delante otros hacia atrás, unos cruzan
en direcciones perpendiculares, otros en
diagonales, sin cuidarse nadie del
vecino, sino tomando cada cual la
primera que le ocurre, el resultado será
formarse un remolino de gentes que se
sofocarán, y ni siquiera podrán andar.
¿Cuál es el medio de conservar el orden
y la posible libertad para todos? El
quitar un poco de libertad a cada uno,
subordinando su paseo a las necesidades
del orden general. Si los que van toman
la derecha, y los que vienen la
izquierda, y los que quieren atravesar
lo hacen sólo en puntos determinados,
donde el paseo tenga más anchura,
resultará que, por mucha que sea la
gente, habrá orden, todos andarán, todos
disfrutarán del paseo con la libertad
posible, atendido lo numeroso de la
concurrencia. He aquí uno de los hechos
fundamentales de la organización social;
restringir la libertad individual lo
necesario para mantener el orden
público, y la justa libertad de todos.
El labrador que cultiva un campo, en
cuyos alrededores no hay propiedades de
otro, será libre de dirigir por donde le
pareciere las aguas que le sobran; de lo
contrario, no podrá dirigirlas de modo
que vayan a parar a campos ajenos,
inundándolos, y causando así grave
perjuicio. La propiedad del uno
restringe, pues, la libertad del otro:
siendo todos los hombres propietarios de
algo, tienen su libertad limitada por la
propiedad de los demás.
178. Por esta doctrina se puede apreciar
en su justo valor la profundidad de los
que hablan de la libertad individual,
como de una cosa absoluta, a que no es
lícito tocar sin una especie de
sacrilegio: creen emitir una observación
filosófica, y en la realidad dicen un
solemne despropósito. La libertad
individual absoluta es imposible en
cualquiera organización social; los que
la proclaman, es necesario que empiecen
por descomponerlo todo, dispersando a
los hombres por los bosques, para que
vivan como las fieras.
CAPÍTULO XXIII
DERECHO DE PROPIEDAD
SECCIÓN I Estado, importancia y
dificultades de la cuestión
179. La propiedad, tomada esta palabra
en su acepción más general, es la
pertenencia de un objeto a un sujeto,
asegurada por la ley.
Si esta ley es natural, la propiedad
será natural; si positiva, positiva. En
el primer sentido, podremos decir que el
hombre es propietario de sus facultades
intelectuales, morales y físicas; porque
la ley natural le garantiza esta
pertenencia, de suerte que infringe la
ley quien le perturba en el uso de
ellas. Ya se entiende que aquí se habla
de propiedad, sólo en cuanto se refiere
a los demás hombres, pues que,
considerando al individuo con relación a
Dios, esta propiedad no es más que un
usufructo, y en esto hemos fundado una
de las razones que prueban la
inmoralidad del suicidio (capítulo XV,
sección V) La muchedumbre y variedad de
las relaciones sociales producen
complicaciones difíciles en la
adquisición y conservación de la
propiedad; y la jurisprudencia halla un
vasto campo donde explayarse, combinando
los principios de justicia y equidad con
la conveniencia pública. Dejando la
parte que no corresponde a la filosofía
moral, nos limitaremos a fijar los
principios generales que rigen en esta
materia, empezando por examinar los
cimientos en que estriba el derecho de
propiedad.
180. ¿En qué se funda el derecho de
propiedad? ¿Por qué unas cosas
pertenecen a un individuo con exclusión
de los demás? ¿Por qué no tienen todos
derecho a todo?
En la actualidad es más necesario que en
otros tiempos el estudiar a fondo el
principio del derecho de propiedad,
porque se halla vivamente combatido por
escuelas disolventes, y amenazado por
sectas audaces, que probablemente
causarán profundas revoluciones en el
porvenir de las sociedades modernas.
181. El derecho de propiedad ¿puede
fundarse en el “solo” trabajo
“individual” empleado para la
adquisición de un objeto? No. A un mismo
tiempo nacen dos niños: el uno no tiene
más amparo que un hospicio; el otro es
dueño, de inmensas riquezas; y, no
obstante, el segundo no ha podido
trabajar más que el primero; ambos
acababan de ver la luz.
182. ¿Puede acaso fundarse el derecho de
propiedad en las necesidades que se han
de satisfacer? No. De lo contrario,
sería de derecho la distribución de todo
por partes iguales; porque en el orden
natural, todos los hombres tienen
idénticas necesidades, y las diferencias
que resultan sólo serían relativas a las
cualidades físicas de cada uno: por
ejemplo, el ser más o menos comedor o
bebedor, el sentir más o menos el calor
o el frío. En este supuesto, no podrían
entrar en consideración las necesidades
facticias, porque en ellas la
desigualdad resulta de la riqueza, y,
por lo tanto, de un hecho que, en tal
caso, sería contrario al principio del
supuesto derecho.
183. El trabajo “personal” en la
adquisición explica en algún modo la
propiedad en sus primeros pasos, pero no
en su complicación, tal como se presenta
en las sociedades, por poco adelantadas
que se hallen. El salvaje que mata una
fiera, es propietario de ella, y el
derecho a alimentarse de su carne y
cubrirse con su piel, se funda en el
trabajo que le ha costado el adquirirla.
En un bosque de árboles frutales, cada
salvaje es propietario de lo que
necesita para saciar el hambre; este
derecho se funda en las mismas
necesidades que ha de satisfacer; y se
aplica a una fruta especial, por sólo el
trabajo de cogerla.
184. Pero, esta sencillez del derecho de
propiedad dura muy poco; no se conserva
ni entre las hordas errantes. El salvaje
propietario de la piel de la fiera,
quiere trasmitirla a otro; aquí ya
encontramos un nuevo título; el segundo
ya no la posee por su trabajo, sino por
donación. El salvaje, antes de morir,
lega a sus hijos o parientes las pieles
que posee: aquí hallamos un título
nuevo, la sucesión. Todavía en estos
títulos vemos un objeto: la satisfacción
de las necesidades de los individuos a
quienes se transmite la propiedad; pero
ésta puede tomar un aspecto nuevo: el
dueño establece que desde la muerte de
uno de sus sucesores, posea el otro que
él determina: aquí hallamos la propiedad
limitada por el difunto; éste continúa
en cierto modo dominándola, pues que
arregla las transmisiones sucesivas. Aun
puede esforzarse más la dificultad: el
difunto no ha querido que nadie poseyese
su propiedad, sino que se la conservase
como un recuerdo de la habilidad y
osadía del cazador, aquí continúa su
dominio después de la muerte, pues que
excluye la posibilidad de que otro se
haga propietario.
185. ¿En qué se fundan estos derechos?
¿Por qué se han introducido en la
sociedad? ¿cuál es su límite? ¿cuáles
son las facultades, del poder público
para ampliarlos, restringirlos o
modificarlos? He aquí unas cuestiones
que afectan profundamente a la
organización social, y de que depende la
mayor parte de la legislación civil.
El derecho de propiedad no se comprende
bien, si no se le abarca en todas sus
relaciones; los puntos de vista
incompletos, conducen a resultados
desastrosos. En pocas materiales acarrea
errores más trascendentales un método
exclusivo; éste es un conjunto cuyas
partes no se pueden separar sin que se
destrocen. En el derecho de propiedad se
combinan los eternos principios de la
moral, con las necesidades individuales,
domésticas y públicas, y con miras
económicas; y también con el fin de
evitar el que la sociedad esté entregada
a una turbación continua.
Examinemos estos elementos y veamos la
parte que a cada uno corresponde.
SECCIÓN II El Principio fundamental del
derecho de propiedad es el trabajo
186. Suponiendo que no haya todavía
propiedad alguna, claro es que el título
más justo para su adquisición, es el
trabajo empleado en la producción o
formación de un objeto. Un árbol que
está en la orilla de mar, en un país de
salvajes, no es propiedad de nadie;
pero, si uno de ellos le derriba, le
ahueca, y hace de él una canoa para
navegar, ¿cabe título más justo para que
le pertenezca al salvaje marino la
propiedad de su tosca nave? Este derecho
se funda en la misma naturaleza de las
cosas. El árbol, antes de ser trabajado,
no pertenecía a nadie; pero ahora no es
el árbol propiamente dicho, sino un
objeto nuevo; sobre la materia, que es
la madera, está la forma de canoa; y el
valor que tiene para las necesidades de
la navegación, es efecto del trabajo:
representa las fatigas, las privaciones,
el sudor del que lo ha construido; y así
la propiedad, en este caso, es una
especie de continuación de la propiedad
de las facultades empleadas en la
construcción.
El Autor de la naturaleza ha querido
sujetarnos al trabajo; pero este trabajo
debe sernos útil; de lo contrario, no
tendría objeto. La utilidad no se
realizaría si el fruto del trabajo no
fuese de pertenencia del trabajador;
siendo todo de todos, igual derecho
tendría el laborioso que el indolente;
las fatigas no hallarían recompensa y
así faltaría el estímulo para trabajar.
Luego el trabajo es un título natural
para la propiedad del fruto del mismo; y
la legislación que no respete este
principio, es intrínsecamente injusta.
187. La ocupación o aprehensión, que
suele contarse entre los títulos de
adquisición de propiedad, se reduce a la
del trabajo, pues que toda ocupación
supone una acción en quien se apodera de
la cosa. Así es que esta propiedad se
extiende, según las huellas que deja en
lo ocupado el trabajo del ocupante. En
una tierra que no fuera propiedad de
nadie, no bastaría para adquirirla el
que uno se presentase en ella y dijese:
“es mía”, ni tampoco el que la
recorriese en todas direcciones.
No sería justo su dominio, ni tendría
derecho a excluir a los otros, sino
cuando la hubiese mejorado; por ejemplo,
labrándola, cercándola con un vallado
que asegurase la conservación del fruto,
o acarreándole agua y disponiendo los
surcos para regarla.
SECCIÓN III Cómo el principio del
trabajo se aplica a las transmisiones
gratuitas
188. El individuo no limita sus
afecciones a sí propio; las extiende a
sus semejantes; y muy particularmente a
su mujer, hijos y parientes. Cuando
trabaja, no busca solamente su utilidad,
sino también la de las personas que ama,
y que dependen de él, a cuyo bienestar
puede contribuir. Esto se funda en los
más íntimos sentimientos del corazón; y
la aplicación del fruto del trabajo del
hombre a la utilidad de las personas de
quienes debe cuidar el operario, es una
condición indispensable para la
conservación de las familias. Luego el
que los bienes del padre pasen a los
hijos es un principio de derecho
natural, que no se puede contrariar sin
cegar en su origen el amor al trabajo, y
perturbar las relaciones de la sociedad
doméstica.
189. La transmisión de los bienes a los
descendientes, ascendientes y
colaterales es una aplicación del mismo
principio; la ley sigue la dirección de
las afecciones del propietario;
garantiza la propiedad transmitida, en
el mismo orden que supone a las
afecciones del dueño; y no considera
extinguido el derecho, hasta que supone
haber llegado al límite de la afección.
El hombre no tiene solamente las
afecciones de familia; las
circunstancias le crean muchas otras; y,
aun prescindiendo de los sentimientos,
su libre voluntad se propone objetos a
cuya consecución dedica el fruto de su
trabajo, el respeto, la admiración, le
ligan con ciertas personas fuera del
círculo de su parentela; o le hacen
distinguir entre los individuos de ella,
dando a unos preferencia sobre otros,
sin atenerse a la rigurosa escala de
mayor o menor proximidad. Miras de
utilidad pública, el deseo de perpetuar
su nombre, u otros fines, hacen que
quiera aplicar a un establecimiento, a
una obra, una parte de sus bienes. En
todos estos casos media la voluntad del
propietario; y es digna de respeto por
motivos de equidad y de conveniencia.
Cuanto más se respete esta voluntad, más
estímulo tiene el hombre para trabajar;
pues que, inclinado a pensar ama, siente
que sus fuerzas se enervan y su actitud
decae, tan pronto como ve señalado un
límite a la libre disposición de lo que
adquiere con su trabajo. De aquí dimanan
la justicia y la conveniencia de
respetar las donaciones y los
testamentos, esto es, las transmisiones
que del fruto de su trabajo hace el
hombre durante su vida, o para después
de su muerte.
190. Tenemos, pues, que el principio
fundamental de la propiedad, considerada
en la región del derecho, es el trabajo;
y que las transmisiones de ella,
reconocidas y sancionadas por la ley,
vienen a ser un continuo tributo que
pagan las leyes al trabajo del primer
poseedor. Este luminoso principio
manifiesta cuán sagrado es el derecho de
propiedad, y con cuánta circunspección
debe procederse en todo cuanto la afecta
de cerca o de lejos; pero también enseña
cuán mal uso harían de sus riquezas los
que, habiéndolas heredado de otro, no
las empleasen para el bien de sus
semejantes, y consumieran en la
indolencia el fruto de la actividad del
primer poseedor, valiéndose de la
protección de la ley para contrariar el
fin de la misma ley.
SECCIÓN IV Cómo el principio del trabajo
se aplica a las transmisiones no
gratuitas
191. La transmisión de la propiedad no
siempre es gratuita; a veces no hay más
que un cambio: se transmite la una para
adquirir la otra. El comprador transmite
al vendedor la propiedad del dinero;
pero es con la mira y la condición de
adquirir la propiedad del objeto
comprado. Como toda propiedad se funda
primitivamente en el trabajo, resulta
que todos los cambios entre los hombres
se reducen a cambiar una cantidad de
trabajo. El cultivador da a sus
operarios el alimento y el vestido, los
cuales le han costado a él o a sus
mayores un trabajo físico o intelectual;
pero es en cambio del trabajo que los
jornaleros le han hecho, y cuyo valor
permanece en la tierra, mejorada con
labranza.
Supongamos que el pago del jornal se
hace en dinero; éste no lo ha adquirido
el dueño sin trabajo suyo o de los
suyos; cuando les da, pues, el dinero,
les da el fruto de un trabajo. Los
jornaleros con el dinero adquieren lo
necesario para su manutención; es decir,
que llevan en el dinero un signo del
trabajo que han hecho para otro; de
manera que la moneda viene a ser un
signo de una serie de trabajos en todas
las manos por las que va pasando. Es un
valor fácil de manejar que los hombres
han adoptado por signo general; y se han
empleado metales preciosos, con el fin
de que sea más difícil adulterarle, y de
que el trabajo esté garantido en el
mismo valor intrínseco del signo que
representa. Esto me conduce a decir dos
palabras sobre un punto que ha servido
de tema a muchas declamaciones.
SECCIÓN V La usura
192. Siendo el trabajo el origen
primitivo de la propiedad, se echa de
ver cuánta justicia, cuán profunda
sabiduría, cuánta previsión, cuánto
caudal de economía política se encierra
en la ley moral que prohíbe las
adquisiciones sin trabajo: los que han
combatido la prohibición de la usura, se
han acreditado de muy superficiales,
porque la usura no se refiere
precisamente al interés del dinero; su
principio fundamental es el siguiente:
No se puede exigir un fruto de aquello
que no lo produce.
193. Bien mirada, pues, la prohibición
de la usura, es una ley para impedir que
los ricos vivan a expensas de los
pobres, y los que no trabajan abusen de
su posición para aprovecharse del sudor
de los que trabajan.
Desde este punto de vista, y sabiendo
hacer las aplicaciones debidas, se puede
responder a todas las dificultades,
inclusas las que resultan de la nueva
organización industrial y mercantil, en
que han adquirido especial importancia
los valores monetarios en metálico o en
papel.
CAPÍTULO XXIV
La sociedad en sus relaciones con la
moral y la religión
194. Resulta de la doctrina precedente
que la seguridad personal, y el respeto
a la propiedad, son los objetos
preferentes de la sociedad en cuanto
protege; la parte que le incumbe en
cuanto fomenta, no pertenece a la
filosofía moral sino en lo que puede
rozarse con los principios morales. Me
contentaré, pues, con breves
indicaciones.
195. A juzgar por la doctrina de algunos
publicistas, la sociedad civil debe ser
del todo indiferente a cuanto no
pertenezca, o al bienestar material, o
al desarrollo de las ciencias y de las
artes. Para ellos el adelanto de los
pueblos es el aumento de su riqueza; y
el término de su perfección, la
abundancia de goces materiales,
fomentados y refinados por las bellas
artes, y adornados con el esplendor de
las ciencias, como la luz de antorchas
que brillan alrededor de un festín.
Formarse semejantes ideas de la
perfección social, es desconocer la
dignidad de la naturaleza humana, y
olvidarse de su elevado destino, aun en
lo tocante a su vida sobre la tierra.
Claro es que los deberes de la potestad
civil no deben confundirse con los de la
religiosa, y que no se ha de pretender
que le incumba el cuidar del hombre
interior, cuando puede influir
únicamente sobre el exterior; pero de
aquí a deducir que la sociedad haya de
ser atea en religión y epicúrea en
moral, va una distancia inmensa que no
es lícito salvar. Si se postergan en el
orden civil los deberes morales,
considerando al derecho como un simple
medio de organización externa, se mina
por la base el mismo edificio que se
quiere consolidar. Las relaciones
sociales se simplifican en apariencia;
pero en la realidad se la complica
espantosamente, porque no hay
complicaciones peores que las que surgen
de las entrañas de un pueblo corrompido.
196. El derecho civil, considerado como
un simple medio de organización, y sin
relación alguna a los principios
morales, es un cuerpo sin alma, una
máquina que ejerce sus funciones por la
pura fuerza, y cuyos movimientos se
paran desde el instante en que cesa de
recibir el impulso externo. El derecho,
siendo la vida de la sociedad civil, no
puede ser una cosa muerta; que, si lo
fuera, sería incapaz de vivificar el
cuerpo social: sería una regla de
administración, sin más resguardo que un
escudo: las leyes penales.
El legislador no puede nunca perder de
vista que la legitimidad no es sinónimo
de legalidad externa; y que las leyes,
para ser respetadas, necesitan de algo
más que los procedimientos con que se
forman, y las penas con que se
sancionan. A los ojos del género humano,
sólo es respetable lo justo; y las leyes
dejan de ser leyes cuando no son justas;
y pierden el carácter de justas cuando,
aunque entrañen justicia, no son
presentadas sino como medios externos
que no tiene más principio que el de la
utilidad, ni más sanción que la fuerza.
Esta utilidad misma es bien pronto
disputada merced a la variedad de
aspectos ofrecidos por las relaciones
sociales; y esta fuerza es bien pronto
vencida, porque nada pueden unos pocos
que gobiernan, contra los muchos que
obedecen, cuando éstos no quieren
continuar en la obediencia. A los
hombres se los debe atraer por la
esperanza del bien, y contenerlos por el
temor del mal; es cierto; pero ambas
cosas han de estar dominadas por las
ideas de justicia y moralidad, sin las
que las acciones humanas se reducen a
operaciones de especulación en que cada
cual discurre a su modo, y acomete unas
u otras según las probabilidades de buen
o mal resultado. Entonces el dique
contra el mal es la intimidación; y el
fomento del bien, los medios de
corrupción; es decir, que la sociedad se
mueve por los dos resortes más bajos: el
egoísmo y el miedo.
No, no es así como deben organizarse las
sociedades: esto equivale a depositar en
su corazón un germen de muerte, que se
desenvuelve con tanta mayor rapidez,
cuanto son mayores los adelantos de las
ciencias y las artes, y más copiosos y
refinados los goces sensibles. La
sociedad, compuesta de hombres,
gobernada por hombres, ordenada al bien
de los hombres, no puede estar regida
por principios contradictorios a los que
rigen al hombre. Este no alcanza su
perfección con sólo desenvolver sus
facultades intelectuales, y
proporcionarse bienestar material; por
el contrario, si, alcanzando ambas
cosas, está falto de moralidad, su
depravación es todavía mayor; y, lejos
de que los goces le hagan feliz su vida
devorada por la sed de los placeres, o
gastada por el cansancio y fastidio, es
una continua alternativa entre la
exaltación del frenesí y la postración
del tedio, y en lugar de la dicha que
busca, encuentra un manantial de
sinsabores, y padecimientos.
197. La naturaleza del hombre y la sana
razón están, pues, enseñando que la
moral es un verdadero y muy grande
interés público: y que se le debiera
colocar en primera línea, siquiera por
los bienes que produce y los desastres
que evita. Pero conviene advertir que la
moral, aunque altamente “útil”, no
quiere ser tratada como un objeto de
mera utilidad; quiere que se la respete,
se la ame, por lo que es en sí; y que
los saludables efectos, sí bien se
esperen de ella con entera seguridad no
se le prefijen, como a una máquina los
productos de elaboración.
Cuando se empieza por ensalzar a la
moral sólo como cosa conveniente, el
discurso pierde su fuerza; la cuestión
se reduce a cálculo, en cuyo caso los
hombres no están dispuestos a escuchar
exhortaciones a la virtud. Mucho más se
daña a la moral si se la proclama como
un medio de dirigir las masas,
“supliendo” con la moralidad la
ignorancia del mayor número: esto
equivale a predicar la inmoralidad,
porque interesa en favor de ella una de
las pasiones más poderosas del hombre:
el orgullo. Desde el momento en que la
moral no sea más que la regla del vulgo
necio, nadie querrá ser moral, para no
llevar la humillante nota de ignorancia
y necedad.
198. Lo que se dice de la moral, puede
aplicarse a la religión: proclamada como
un hecho de mera conveniencia, como un
medio de gobierno para los ignorantes,
pierde su augusto carácter: deja de ser
una voz del cielo, y se convierte en un
ardid de los astutos para dominar a los
tontos. La religión produce
indudablemente bienes inmensos a la
sociedad, hasta en el orden puramente
civil; contribuye poderosamente para
fortalecer la autoridad pública y hacer
dóciles y razonables a los pueblos;
suple la falta de conocimientos del
mayor número, porque ella por sí sola es
ya muy alta sabiduría; templa las
pasiones de la multitud con su
influencia suave, su bondad encantadora,
sus inefables consuelos, sus sublimes
verdades, sus pensamientos de eternidad;
mas para esto necesita ser lo que es:
ser religión, ser cosa divina, no
humana; ser un objeto de veneración, no
un medio de gobierno.
199. ¡Qué horror! ¡qué ceguera! ¡mirar a
la religión y a la moral como resortes
solo adaptados a la ignorancia, a la
pobreza y a la debilidad! ¿Acaso los
diques han de ser menos fuertes, a
proporción que es mayor el ímpetu de las
aguas? ¿Por ventura el caballo necesita
menos del freno cuanto es más indócil y
brioso? Las luces sin moral son fuego
que devasta; la riqueza sin moral es un
incentivo de corrupción. El poder sin
moral se convierte en tiranía. Las
luces, la riqueza, el poder, si les
falta la moral, son un triple origen de
calamidades. La inmoralidad impele por
el camino del mal, la luz y la riqueza
multiplican los medios; el poder allana
todos los obstáculos: ¿se concibe acaso
un monstruo más horrible que el que
desea el mal con ardor, y lo sabe
ejecutar de mil maneras, y dispone de
recursos de todas clases, y domina todas
las resistencias? No, no es verdad que
la religión y la moral sean únicamente
para el pobre y desvalido: no, no es
verdad que la religión y la moral no
deben penetrar en la mansión del rico y
del poderoso. La choza del pobre sin
moral, es un objeto repugnante, pero
inspira más lástima que indignación; el
palacio del magnate, con el cortejo de
la inmoralidad, es un objeto horrible:
el oro, la pedrería, la misma púrpura,
no bastan a ocultar la asquerosa fealdad
de la corrupción, como ni los aromas, ni
el esplendoroso aparato, ni las
preciosas colgaduras, ni los ricos
vestidos, son suficientes a disminuir el
horror de un cadáver pestilente. La
religión y la inmoralidad, cuando están
abajo, despiden un vapor mortífero que
mata al poder público; y, cuando están
arriba, son una lluvia de fuego que todo
lo convierte en polvo y ceniza.
CAPÍTULO XXV
La ley civil
200. A la luz de los principios
establecidos, y explicado ya en qué
consisten la ley eterna y la natural, al
tratar del origen y esencia de la
moralidad, podremos formarnos ideas
claras sobre la ley civil.
La ley, ha dicho con admirable concisión
y sabiduría Santo Tomás, es “una
ordenación de la razón, dirigida al bien
común, promulgada por el que tiene el
cuidado de la comunidad”. “Rationis
ordinatio, ad bonum commune, ab eo qui
curam communitatis habet promulgata”.
201. Ordenación de la razón: “Rationis
ordinatio” Los seres racionales deben
ser gobernados por la razón, no por la
voluntad del que manda. La voluntad, sin
la razón, es pasión o capricho; y el
capricho o la pasión gobernando, son
arbitrariedad y tiranía. Y nótese aquí
la profundidad filosófica que se
encierra en el lenguaje común:
arbitrariedad se llama al procedimiento
ilegal del gobernante: consignándose en
esta expresión la verdad de que en
gobierno no ha de procederse por
voluntad o “arbitrio”, sino por razón.
La moral, no sólo pertenece a la razón,
sino que constituye una parte de su
esencia; y es, además, su complemento,
su perfección, su ornato. Cuando, pues,
se dice, ordenación de la razón, se
entiende también ordenación conforme a
los eternos principios de la moral; las
leyes intrínsecamente inmorales no son
leyes, son crímenes; no favorecen a la
sociedad, la pervierten o la hunden: no
producen obligación, no merecen
obediencia; basta que, sin obedecerlas,
se las oiga promulgar con paciencia.
Decir que toda la ley, por sólo ser
formada, es ley y obligatoria, es
arruinar los fundamentos de la moral, es
contradecir al sentido común, es borrar
la historia, es mentir a la humanidad,
es proclamar la tiranía, es legitimar el
crimen. ¿Qué otras adulaciones desearon
Tiberio y Nerón, y cuantos tiranos han
devastado la faz de la tierra, costando
a la humanidad torrentes de sangre y de
lágrimas? Esto no es fortalecer la
autoridad pública, es matarla; a ella se
la conduele al abuso de sus
atribuciones, y a los pueblos se les
viene a decir: “estáis condenados a
obedecer cuanto se os mande, siquiera
sea lo más injusto e inmoral” ¡Ay del
día en que se hablase a los pueblos con
este lenguaje sacrílego! Desde entonces
se considerarían en peligro de ser
víctimas de la tiranía, y su paciencia
se acabaría tan pronto como tuviesen
medios para sacudir el yugo.
202. Dirigida al bien común: “ad bonum
commune”. El cimiento de la ley es la
justicia; su objeto, el bien común. Las
leyes no deben hacerse para la utilidad
de los gobernantes, sino de los
gobernados: los pueblos no son para los
gobiernos; los gobiernos son para los
pueblos.
Cuando el que gobierna atiende a su
utilidad propia y olvida la pública, es
tirano; y, aunque su autoridad sea
legítima, el uso que de ella hace es
tiránico. En esto no cabe excepción de
ninguna clase: toda ley, sea la que
fuere, debe estar encaminada a la
utilidad pública; si le falta esta
condición, no merece el nombre de ley.
(Véanse los capítulos XVIII y XXV)
203. Las leyes pueden distinguir
favorablemente a ciertos individuos y
clases determinadas; pero esta
distinción ha de ser por motivos de
utilidad general: si este motivo le
faltase, sería injusta; porque los
hombres, así como no son patrimonio del
gobierno, no lo son tampoco de clase
alguna. La aristocracia de diversas
especies que hallamos en la historia de
las naciones, tenía este objeto; y,
cuando se ha desviado de él, ha
perecido. Las distinciones y
preeminencias que se otorgan a los
individuos y a las clases, no son
títulos dispensados para nutrir el
orgullo y complacer a la vanidad; cuanta
más elevación, mayores obligaciones. Las
clases más altas tienen el deber de
emplear sus ventajas y preponderancia en
bien de las inferiores: cuando así lo
hacen, no dispensan una gracia, cumplen
un deber; si lo olvida, su altura deja
de ser conveniente; la ley que la
protege, pierde su vida, que consistía
en la razón de conveniencia pública que
justificaba la elevación; y bien pronto
la Providencia cuida de restablecer el
equilibrio, dejando que se desencadenen
las tempestades, y dispersen como un
puñado de polvo la obra de los siglos.
204. “Promulgata”. La ley no conocida no
obliga, y no puede ser conocida, si no
está promulgada. Los actos morales
necesitan libertad; y ésta supone el
conocimiento.
205. Por el que tiene el cuidado de la
sociedad. “Ab eo qui curam communitatis
habet”. La ley debe emanar del poder
público. Sea cual fuere la forma en que
se halle constituido, monárquico,
aristocrático, democrático o mixto,
tiene la facultad de legislar, porque
sin esto le es imposible llenar sus
funciones. Gobernar es dirigir, y no se
dirige sin regla; la regla es la ley.
206. Es de notar que en esta definición
de la ley no entra la idea de fuerza, ni
siquiera como pena: su profundo autor
creyó, y con razón, que la sanción penal
no era esencial a la ley; la pena es el
escudo, o, si se quiere, la espada de la
ley; mas no pertenece a su esencia. Por
el contrario, la pena es una triste
necesidad a que apela el legislador para
suplir lo que falta a la influencia
puramente moral. La legislación más
perfecta sería aquella en que no se
debiese nunca conminar, por aplicarse a
hombres que no necesitasen del temor de
la pena para cumplir lo mandado. Cuando
el hombre obedece sólo por el temor de
la pena, procede como esclavo: compara
entre las ventajas de la desobediencia y
los males del castigo; y, encontrando
que éstos no se compensan con aquellas,
opta por la obediencia. Pero, si en vez
de obrar por temor obedece por razones
puramente morales, porque éste es su
deber, porque hace bien, entonces la
obediencia le ennoblece; porque,
procediendo con entera libertad, con
pleno dominio de sí mismo, no se somete
al hombre, sino a la ley; y la ley no es
para él una regla meramente humana: es
un dictamen de la razón y de la
justicia, un reflejo de la verdad
eterna, una emanación de la santidad y
sabiduría infinita. Desde este punto de
vista, la ley es de derecho natural y
“divino”; y los que han combatido este
último epíteto y le han mirado como
emblema de esclavitud, debieron de ser
bien superficiales cuando no alcanzaron
a ver que ésta era la única y sólida
garantía de la verdadera libertad.
CAPÍTULO XXVI
Los tributos
207. No es posible gobernar un Estado
sin los medios convenientes; de aquí
nace la justicia de los tributos. La
sociedad protege la vida y los intereses
de los asociados; luego éstos deben
contribuir en la proporción
correspondiente para formar la suma
necesaria a los medios de gobierno.
208. El modo de exigir los tributos está
sujeto a trámites que varían según las
leyes y costumbres de los diversos
países; pero hay dos máximas de que no
se puede nunca prescindir: 1ª, que no es
lícito exigir más de lo necesario para
el buen gobierno del Estado; 2ª, que la
distribución de las cargas debe hacerse
en la proporción dictada por la justicia
y la equidad.
209. Que no se puede exigir más de lo
necesario, es indudable. El poder
público no es el dueño de las
propiedades de los súbditos; cuando
éstos le entregan una cierta cantidad,
no le pagan una deuda como a dueño, sino
que le proporcionan un auxilio para
gobernar bien.
Si el poder público exige más de lo
necesario, merece a los ojos de la sana
moral el mismo nombre que se aplica a
los que usurpan la propiedad ajena. Este
nombre es duro, pero es el propio;
agravado más y más por la circunstancia
de que quien atropella es el mismo que
debiera proteger.
210. La equitativa distribución de las
cargas es otra máxima fundamental. A más
de que a esto obliga la misma fuerza de
las cosas, so pena de que, agobiando
igualmente al pobre que al rico, se
destruyan los pequeños capitales y se
vayan segando los manantiales de la
riqueza pública, media en ello una
poderosa razón de justicia Quien tiene
más recibe en la protección un beneficio
mayor; por lo mismo que su propiedad es
mayor, ocupa en mayor escala la acción
protectora del gobierno; y así está
obligado a contribuir en mayor cantidad.
Permítaseme aclarar la materia con un
ejemplo sencillo. De dos propietarios,
el uno no tiene más que pocas casas en
una calle; el otro posee todo, el resto
de ella: si se ha de poner un vigilante
para la comodidad y seguridad de la
calle, ¿quién duda que deberá contribuir
en mayor cantidad el que la posee casi
toda?
211. Otra máxima fundamental hay en la
materia, y que se extiende no sólo a la
recaudación e inversión de los tributos,
sino también a todo lo concerniente a la
gobernación del Estado, cual es, que el
poder público no debe ser considerado
nunca como un verdadero dueño, ni de los
caudales ni de los empleos públicos,
sino como un administrador que no puede
disponer de nada a su voluntad, sino que
debe proceder siempre por razones de
utilidad pública, reguladas por la sana
moral.
Los caudales públicos sólo pueden
invertirse en bien del público; los
mismos sueldos que se dan a los
empleados, no son otra cosa que medios
de sostener con decoro las ruedas de la
administración. Los empleos no pueden
proveerse por otros motivos que los de
utilidad pública; quien se aparta de
esta regla, dispone de lo que no es
suyo: es un verdadero defraudador. Los
destinos no deben crearse ni conservarse
para ocupar a las personas; por el
contrario, la ocupación de éstas no
tiene más objeto que el desempeño del
destino: cuando los empleos son para los
hombres, y no los hombres para los
empleos, se invierte el orden, se comete
una injusticia; se gastan los caudales
de los pueblos, y el acto no es menos
inmoral porque se haga en mayor escala,
por lo mismo será más grave la
responsabilidad.
212. Estos son los verdaderos principios
de razón, de moral, de justicia, de
conveniencia, aplicados al gobierno del
Estado. ¡Qué importa el que la miseria y
la maldad de los hombres los hayan
desconocido con frecuencia! No cesemos
por esto de proclamarlos; inculquémoslos
una y otra vez: grábense profundamente
en la conciencia pública, cuyo poder es
siempre grande para evitar males.
Cuando haya mucha corrupción, pensemos
que sin el freno de la conciencia
pública, sería infinitamente mayor; y,
así como las miserias y las iniquidades
individuales no impiden el que se
proclame la moral como regla de la vida
privada, las injusticias y los
escándalos no deben nunca desalentar
para que dejen de proclamarse la moral y
la justicia como reglas de la conducta
pública.
La sinrazón, la injusticia, la
inmoralidad, nunca prescriben; nunca
adquieren un establecimiento definitivo,
siempre tiemblan; y cejan o no avanzan
tanto en su carrera, cuando oyen las
protestas de la razón, de la justicia y
de la moral.
CAPÍTULO XXVII
Penas y premios
213. El orden del universo debe tener
medios de ejecución y garantías de
duración. El maquinista toma sus
precauciones para que su máquina ejerza
del modo conveniente las funciones que
él se ha propuesto; y, en general, quien
desea llegar a un fin, emplea los medios
aptos para conseguirlo. En los seres
destituidos de libertad, el orden se
realiza y mantiene por leyes necesarias;
mas éstas no son aplicables cuando se
trata de agentes libres. Por lo que es
preciso que haya un suplemento de esta
necesidad; un medio que, respetando la
libertad del agente, garantice la
ejecución y conservación del orden. Si
así no fuera, el mundo de las
inteligencias resultaría de inferior
condición al universo corpóreo. Este
medio, esta garantía de la ejecución y
conservación del orden moral, es la
influencia moral por el temor o la
esperanza: la pena o el premio.
214. Dios ha prescripto a las criaturas
el orden que deben observar en su
conducta; ellas, en fuerza de su
libertad, pueden no ejecutar lo que les
está mandado; si suponemos que no hay
premio ni pena, la realización y la
conservación del orden establecido se
halla completamente en manos de la
criatura; y el Criador se encuentra, por
decirlo así, desarmado, en presencia de
un ser libre que le dice: “no quiero”.
Esto manifiesta la profunda razón en que
estriba la doctrina del premio y del
castigo: con estos dos resortes, la
voluntad queda libre, pero no sin
restricción; para evitar el que diga:
“no quiero”, se la halaga con la
esperanza del premio, y se la intimida
con la amenaza del castigo; y, si ni aun
con esto se consigue el impedirlo, y la
criatura insiste en decir: “no quiero”,
el orden que no se ha podido conservar
en la esfera de la libertad, se
restablece en la de la necesidad; la
pena impuesta al culpable es una
compensación del desorden; es una
satisfacción tributada al orden moral.
215. La pena es un mal aflictivo
aplicado al culpable a consecuencia de
su culpa. Sus objetos son los
siguientes: 1º) Amenazada, es un
preventivo de la falta; y, por
consiguiente, un medio de realización y
conservación del orden moral. 2º)
Aplicada, es una reparación del desorden
moral y, por tanto, un medio de
restablecer el equilibrio perdido. 3º)
Una prevención contra ulteriores faltas
en el culpable, y una lección para los
que presencien el castigo.
De aquí resulta que la pena tiene los
caracteres de sanción, expiación,
corrección y escarmiento. Sanción, en
cuanto afianza la ley garantizando su
observancia. Expiación, en cuanto es una
reparación del desorden moral.
Corrección, en cuanto se encamina a la
enmienda del culpable. Escarmiento, en
cuanto detiene a los que la ven aplicada
a otros.
216. El carácter de corrección se halla
en toda pena que no sea la última. Así,
en la sociedad, la multa, la prisión, la
exposición, el destierro, el presidio,
son correccionales; pero la de muerte no
lo es; no se encamina a corregir al
culpable, pues que acaba con él.
217. El único carácter esencial a toda
pena aplicada, es el de expiación;
porque, si suponemos una sola criatura
en el mundo, y ésta peca, y por el
pecado se le aplica una pena final, no
habrá objeto de corrección para el
castigado, ni tampoco de escarmiento,
por no haber otros que puedan
escarmentar.
218. Tocante al carácter preventivo, lo
que la hace sanción de la ley, tampoco
es absolutamente necesario. Por lo mismo
que existe la obligación moral, el que
falte a ella con el debido conocimiento,
se hace responsable y se somete a las
consecuencias de su responsabilidad; por
manera que, si suponemos que el
delincuente, advirtiendo perfectamente
toda la fealdad de la acción que comete,
ignora la pena señalada, no dejará de
ser penable, a no ser que la pena esté
únicamente impuesta para el caso de ser
conocida y arrostrada.
219. Infiérese de esta doctrina que el
mirar las penas únicamente como medios
correccionales, es desconocer su
naturaleza. La pena tiene otros objetos
fuera del bien del culpable; a veces
atiende a dicho bien, a veces prescinde
de él, y se dirige únicamente a la
expiación y escarmiento. La doctrina que
atribuye a las penas el solo carácter de
corrección, es una consecuencia del
sistema utilitario: según éste, el bien
moral es lo útil con respecto al mismo
que lo ejecuta; el mal, lo dañoso; así
la reparación, o la pena, no debe ser
otra cosa que una especie de lección
para que el culpable conozca mejor su
utilidad, y un medio para que la busque.
Con semejante doctrina, se ennoblecen
todas las penas, no hay ninguna
vergonzosa: el criminal castigado no es
más que un infeliz que erró un cálculo,
y a quien se enseña a calcular mejor. En
tal supuesto, no puede haber ninguna
pena final, ni aun en lo humano; y
habría mucha inconsecuencia, si no se
condenase la pena de muerte.
220. La doctrina que quita a las penas
el carácter de expiación, y les deja
únicamente el de corrección, parece a
primera vista muy humana: ¿qué cosa más
filantrópica que atender tan sólo al
bien del mismo culpable? Sin embargo,
examinándola a fondo, se la encuentra
inmoral, subversiva de las ideas de
justicia, contraria a los sentimientos
del corazón, y altamente cruel.
221. Si la pena no tiene otro objeto que
la corrección del culpable, se sigue que
el orden moral no exige ninguna
reparación, sean cuales fuesen las
infracciones que padezca; esto equivale
a decir que no hay moralidad, que
semejante idea es del todo vacía. El
equilibrio de la naturaleza tiene sus
medios de conservación y
restablecimiento; ¿y se pretenderá que
de ellos carezca el mundo moral? Dios
quiere el bien moral; la criatura, en
fuerza de su libertad, no lo quiere:
¿prevalecerá la voluntad de la criatura
contra la del Criador, no sólo en la
consumación del acto malo, sino también
en todas sus consecuencias, quedando
Dios sin medio alguno para restablecer
el equilibrio moral y el orden
destruido?
222. Otra consecuencia se sigue de esta
doctrina, y es, que la pena debiera ser
tanto menos aplicable, cuanto menos
esperanza hubiese de enmienda; por
manera que, si suponemos una voluntad
tan firme, que, una vez decidida por el
mal, fuese muy difícil apartarla de él,
la pena casi no tendría objeto; y, si
hubiese certeza de que no se apartaría
del mal, la pena no debiera aplicarse.
¿A qué la corrección, cuando no hay
esperanza de enmienda? Esta doctrina es
horrible, porque, en vez de aumentar la
pena en proporción de la maldad, la
disminuye; y al extremo del crimen, a la
obstinación en cometerle, le otorga el
privilegio de la inmunidad de todo
castigo.
Véase, pues, con cuánta verdad he dicho
que la pretendida dulzura de la
corrección era profundamente inmoral: no
es nuevo que se cubran con el manto de
la filantropía las apologías del crimen.
223. El culpable castigado por pura
corrección no está bajo la mano de la
justicia, sino de la medicina: ¿con qué
derecho se cura, si él no quiere? He
aquí el diálogo entre el penado y el
juez:
– Has cometido un delito, y se te
aplican seis años de prisión.
– ¿Con qué objeto? -Para que te
corrijas.
– ¿Con que se trata solamente de mi
bien?
– No de otra cosa.
– Pues entonces, yo renuncio a este
favor.
– No se admite la renuncia.
– ¿Por qué? ¿no se trata de mi bien?
Pues, si yo no lo quiero, ¿con qué razón
se me obliga a aceptar el bien de estar
encerrado?
– Es preciso que la ley se cumpla.
– De esta precisión me quejo, y digo que
es injusta. Se me quieren hacer favores,
y a la fuerza se me obliga a aceptarlos.
Si el juez no apela a las ideas de
escarmiento para los demás, ya que no
quiera hablar de expiación, es necesario
confesar que no puede responder a las
objeciones del delincuente; pero, si
habla de algo que no sea pura
corrección, apártase de teoría, y entra
en terreno común.
224. Si se admitiera semejante error, se
trastornaría el lenguaje. No se podría
decir: “el culpable merece tal pena”;
sino: “al culpable le conviene tal
pena”. Merecer es ser digno de una cosa;
y, en tratándose de castigo, envuelve la
idea de expiación. Faltando ésta, falta
el merecimiento, la idea moral de la
pena; y así resulta una simple medida de
utilidad, no un efecto de la justicia.
¿Quién no ve que esto subvierte todas
las ideas que rigen en el mundo moral y
social, destruyendo por su base todos
los principios en que estriba la
autoridad de la justicia al imponer una
pena?
225. La infracción del orden moral
excita un sentimiento de animadversión
contra el culpable. ¿Quién no lo
experimenta al ver un acto de
injusticia, de perfidia, de ingratitud,
de crueldad? En aquel sentimiento
instantáneo, ¿hay, por ventura, algún
interés por el culpable? No: por el
contrario, dirige la indignación contra
él. Se dirá tal vez que esto es espíritu
de venganza; pero adviértase que con
harta frecuencia el sentimiento de
indignación es del todo desinteresado,
pues que el acto que nos indigna no se
refiere a nosotros ni a nada nuestro; en
cuyo caso será trastornar el sentido de
las palabras el aplicarle el nombre de
venganza. Se replicará, tal vez, que nos
interesamos también por los
desconocidos, y que por esto se nos
excita el sentimiento de venganza cuando
vemos un mal comportamiento con otro
cualquiera; pero, aun dando a la palabra
una acepción tan lata, no se resuelve la
dificultad; pues que una acción infame o
vergonzosa, aunque no se refiera a otro,
por ser puramente individual, también
nos inspira el sentimiento de
animadversión contra quien la comete.
226. Además, aquí se omite el atender al
objeto del sentimiento de ira,
considerado en sus relaciones morales,
lo que da a la cuestión un aspecto
nuevo. La palabra venganza, en su
acepción común, expresa una idea mala,
porque significa el deseo de reparar una
ofensa de un modo indebido. Pero, si
miramos la ira como un sentimiento del
alma que se levanta contra lo malo, la
ira tiene un objeto bueno, y puede ser
buena; y, si la venganza no significase
más que una reparación justa y por los
medios debidos, no expresaría ninguna
idea viciosa. Esto es tanta verdad, que
la idea de vengar se aplica a Dios; y él
mismo se atribuye este derecho. Las
leyes humanas también vengan; y así
decimos: “está satisfecha la vindicta
pública; con el castigo del culpable la
sociedad ha quedado vengada”.
En este sentimiento del corazón, que con
harta frecuencia acarrea desastres,
encontramos, pues, un instinto de
justicia; lo cual es una nueva prueba de
que el mal, aplicado al culpable como
pena, no tiene sólo el carácter de
corrección, sino también, y
principalmente, el de expiación. Quien
infringe el orden moral, merece sufrir:
cuando el corazón se subleva
instintivamente contra una acción mala
obedece al impulso de la naturaleza,
bien que luego la razón añade: que la
aplicación de la pena merecida no
corresponde al particular, sino a la
autoridad humana y a Dios. El instinto
natural nos indica el merecimiento del
castigo; la ley nos impide aplicarle;
porque no puede concederse este derecho
a los particulares, sin que la sociedad
caiga en el más completo desorden, y sin
dar margen a muchas injusticias.
227. La crueldad es otro de los
caracteres de la doctrina que estamos
combatiendo. Hagámoslo sentir, pues que
ésta es excelente prueba en semejantes
casos. Un infame abusa de la confianza
de un amigo; le hace traición; se
conjura contra él; le roba, y por
complemento le asesina. El criminal cae
bajo la mano de la justicia. Al
aplicarle la pena, la ley mira a la
víctima del crimen, mira a la sociedad
ultrajada, mira a la amistad vendida,
mira a la humanidad sacrificada: con la
ley está el corazón de todos los
hombres; todos exclaman: “¡Qué infamia!
¡qué perfidia! ¡qué crueldad!
Desventurado, ¿quién le dijera que había
de morir a manos del mismo a quien daba
continuas muestras de fidelidad y de
amor? Caiga sobre la cabeza del culpable
la espada de la ley; si esto no se hace,
no hay justicia, no hay humanidad sobre
la tierra”. En esta explosión de
sentimientos, el filósofo de la “pura
corrección” no ve más que necedades. No
se trata de vengar a la víctima, ni a la
sociedad; lo que se debe procurar es la
enmienda del culpable; aplicarle, sí,
una corrección; pero el límite de ella
ha de ser la esperanza de la enmienda.
Sin esto, la pena sería inútil, sería
cruel... Bueno sería aconsejar al
filósofo que semejante discurso lo
tuviese en monólogo, y que no lo oyese
nadie; pues, de lo contrario, sería
posible que las gentes le aplicasen a él
un correctivo de sus teorías, sin
esperar intervención del juez.
228. He aquí a lo que se reduce la
pretendida filantropía: una crueldad
refinada, a una injusticia que indigna.
Se piensa en el bien del culpable, y se
olvida su delito; se favorece al
criminal, y se posterga a la víctima. La
moral, la justicia, la amistad, la
humanidad, no merecen reparación; todos
los cuidados es preciso concentrarlos
sobre el criminal, tratándole como a un
enfermo a quien se obliga a tomar una
medicina repugnante o a quien se hace
una operación dolorosa. Para la moral,
la justicia, la víctima, para todo lo
más sagrado e interesante que hay sobre
la tierra, sólo olvido; Para el crimen,
para lo más repugnante que imaginarse
pueda, sólo compasión.
Contra semejante doctrina protesta la
razón, protesta la moral, protesta el
corazón, protesta el sentido común,
protestan las leyes y costumbres de
todos los pueblos, protestan en masa el
género humano.
Jamás se han dejado de mirar los
castigos como expiaciones; jamás se ha
considerado la pena como simple medio de
corrección; jamás se ha limitado a la
mejora del culpable, prescindiendo de la
reparación debida a la justicia.
229. El carácter expiatorio de la pena
es conforme a las costumbres religiosas
de todos los pueblos, quienes han creído
siempre que, para aplacar a la
divinidad, era preciso ofrecer una
mortificación del culpable o de algo que
le represente. De aquí la efusión de
sangre en los sacrificios; de aquí la
consumación de las víctimas por el
fuego; de aquí las penas voluntarias que
se han impuesto los individuos y los
pueblos, cuando han querido desarmar la
cólera divina. Los culpables vengaban en
sí propios la culpa para prevenir la
venganza del cielo.
¡Tan profundamente grabada tenían en su
espíritu la idea de la necesidad de
reparación, y de restablecer el
equilibrio moral con el castigo de los
contraventores!
230. En este caso, como en todos los
demás, se hallan en pro de la verdad, la
razón, el sentido común, los
sentimientos, las costumbres, la
conciencia del género humano, la
legislación, las tradiciones primitivas;
la verdad, que es la realidad, se halla
en armonía con las otras realidades; el
error, que es la ficción humana choca
con todo, y no puede descender al campo
de los hechos sin desvanecerse como el
humo.
231. Nótese bien que, al combatir la
doctrina contraria, no me propongo
sostener que las penas, no hayan de ser
correccionales; por el contrario, afirmo
que, en cuanto sea posible, no debe el
legislador perder nunca de vista un
objeto tan importante. El carácter
expiatorio se realza y embellece cuando,
a más de ser una justa reparación en el
orden moral, es un medio para la
enmienda del culpable: ¿qué más puede
desear el legislador que reparar el
desorden en sí mismo, y restituir al
orden al que lo había infringido? Las
leyes humanas deben proponerse este
objeto, en cuanto sea compatible con la
justicia; imitando en ello a la ley
divina, la cual no castiga sino para
mejorar, excepto el caso en que, llenada
la medida, cierra el Juez supremo los
tesoros de su misericordia y descarga
sobre el culpable el formidable peso de
la justicia.
232. La mayor parte de los desórdenes
llevan consigo cierta pena en sus
efectos naturales: la gula, la
embriaguez, la destemplanza, la pereza,
la ira, todos los vicios producen males
físicos que pueden considerarse como
otras tantas penas que al propio tiempo
nos sirven de freno contra el desorden,
y de paternal amonestación para que no
nos apartemos del camino de la virtud.
Dios ha establecido en nuestra misma
organización un sistema penal de
corrección, castigando el desorden con
el dolor, y haciendo necesarias las
privaciones para el restablecimiento del
orden. El glotón satisface su apetito
desordenado, pero sufre en consecuencia
las molestias y dolores de la
indigestión; siendo notable que la ley
física de su restablecimiento es una
privación: la dieta.
En los demás vicios hallamos un orden
semejante: la pena tras el delito, la
privación del goce, para curar el mal
físico; así las leyes mismas de la
naturaleza nos ofrecen una serie de
penas correccionales y expiatorias,
manifestándose en esto la sabiduría que
ha presidido al orden físico y moral, e
indicando que es una sola mano la que lo
arreglado todo, pues que, entre cosas
tan diferentes, hallamos tal enlace, tal
concierto y armonía.
CAPÍTULO XXVIII
Inmortalidad del alma - Premios y penas
de la otra vida
233. Por el orden mismo de la materia
nos hallamos conducidos a tratar de los
premios y penas de la otra vida, lo cual
se liga con la inmortalidad del alma y
demás doctrinas religiosas. ¿A qué se
reduce la religión, si después de esta
vida no hay nada? Si el alma muere con
el cuerpo, es inútil hablarle al hombre
de moral y religión: este sería el caso
en que, sin duda, respondiera: comamos y
bebamos, que mañana moriremos. En la
fugacidad de la vida, en ese bello sueño
que pasa y desaparece, los instantes de
placer son preciosos, si a ello se
limita nuestra existencia; no hay
entonces razón alguna para dejar de
aprovecharlos; la conducta epicúrea es
consecuencia muy lógica de las doctrinas
que niegan la inmortalidad del alma.
234. Así como el principio de una cosa
puede ser por creación o por formación,
según que empieza de nuevo en su
totalidad, o se compone de algo que
antes existía; así también el fin puede
ser por aniquilamiento o por disolución,
según que se reduce a la nada, o se
descompone por la separación de las
partes. Una máquina no empieza en su
totalidad absoluta cuando se la
constituye, pues que sus partes existían
ya de antemano; y cuando se deshace no
se anonada, pues sus partes continúan
existiendo, aunque separadamente, o al
menos sin la disposición en que antes
estaban.
Lo simple no puede empezar por formación
o composición, ni acabar por disolución;
si no hay partes, claro es que no pueden
reunirse, ni separarse, ni desordenarse;
lo simple empieza o acaba en su
totalidad. De esto se infiere
evidentemente que el alma humana, siendo
simple, no puede acabar por
descomposición; y así la muerte del
cuerpo no la destruye. Ella no tiene
ningún germen de disolución, porque no
encierra diversidad ni distinción en su
sustancia; por tanto, es preciso decir,
o que dura para siempre, o que Dios la
aniquila. La psicología nos demuestra la
inmortalidad intrínseca, o sea la
imposibilidad de perecer por disolución;
ahora, para probar la inmortalidad
extrínseca, esto es, que Dios no la
anonada, es preciso echar mano de otra
clase de argumentos.
235. La experiencia nos enseña que las
substancias corpóreas no se aniquilan,
sino que pasan de un estado a otro. Las
moléculas que las componen, están en
continuo movimiento; se hallan en las
entrañas de la tierra, después se
combinan con la organización vegetal y
forman parte de una planta; cuando ésta
muere, continúan bajo la forma de
madera; ésta se pudre o se quema, y las
moléculas se dispersan para entrar en
nuevas combinaciones en el reino vegetal
o animal; de suerte que las sustancias
corpóreas recorren un círculo de
transformación, mas no se anonadan.
¿Cuál de los dos seres es el más noble,
más digno, por decirlo así, de los
cuidados del Criador, una molécula sin
voluntad, sin pensamiento, sin sentido,
sin vida, sujeta a las leyes necesarias,
o un ser inteligente, libre, capaz de
dilatar indefinidamente sus ideas, y,
sobre todo, de conocer y amar a su
Autor? La respuesta no es dudosa; luego
el sostener que el alma se reduce a la
nada, es invertir el orden del mundo,
suponiendo que lo inferior se conserva y
lo superior se acaba; y que Dios se
complace en conservar lo inerte y en
anonadar lo inteligente y libre.
236. El hombre tiene un deseo innato de
la inmortalidad, la idea de la nada le
contrista; y es harta evidente que su
deseo no se satisface en esta vida, que,
por su extremada brevedad, es comparada
con razón a un sueño. Si el alma muere
con el cuerpo, se nos habrá dado un
deseo natural, cuya satisfacción nos
será del todo imposible; esto es
contrario a la sabiduría y bondad del
Criador: Dios castiga a los culpables,
pero no se complace en atormentar a sus
criaturas con irrealizables deseos.
Se dirá que aun en esta vida deseamos
muchas cosas que no podemos conseguir, y
que, sin embargo, nada se infiere contra
la bondad y sabiduría de Dios. Pero es
preciso reflexionar que la inmensidad de
los deseos que en vida experimentamos,
aunque varios, y con harta frecuencia
extraviados, se dirigen todos a la
felicidad; esto busca el sabio como el
necio, el virtuoso como el corrompido;
unos por camino verdadero, otros por
errado; el resorte natural es el mismo
en todos: el deseo de ser feliz. Si hay
otra vida, estos deseos pueden cumplirse
todos, no en lo que tienen de malo, y a
veces de contradictorio, sino en lo que
encierra de amor a la felicidad; y, por
tanto, quedan a salvo la bondad y
sabiduría de Dios; pero, si el alma
muere con el cuerpo, no se satisface ni
lo legítimo ni lo ilegítimo, ni lo
razonable ni lo necio; y tantos deseos
vehementes e indestructibles se han dado
al hombre para llegar, ¿a qué? A la
nada.
237. Supuesta la inmortalidad del alma,
no se ve inconveniente en que la suerte
del hombre haya sido encomendada a su
libertad; y que, grabado en su espíritu
el deseo de ser feliz, se le haya
otorgado la facultad de buscar esta
dicha de varios modos, para que, si no
la encontrase, la responsabilidad fuera
suya: así se explica por qué unos aman
las riquezas, otros los placeres, otros
la gloria, otros el poder, buscando la
felicidad en objetos que no la
encierran: en tal caso, suya es la
culpa; el deseo de ser feliz es natural;
pero el carácter de inteligentes y
libres exigía que esta felicidad fuese
el fruto de nuestras obras; que
llegásemos a ella por el conocimiento y
la libre voluntad, y no por una serie de
impulsos necesarios. Cuando los deseos
no se satisfacen en esta vida, o en vez
de gozo, hallamos sinsabores, y en lugar
de placeres, dolor, no podemos quejarnos
de Dios, que nos ha sujetado a estas
leyes para nuestro propio bien; y si,
aun siendo moderados y lícitos, nuestros
deseos no se satisfacen sobre la tierra,
tampoco hay lugar a queja, porque, no
siendo ésta nuestra mansión final, y
habiendo de vivir para siempre en la
otra, la vida de la tierra es un mero
tránsito, y cuanto sufrimos aquí, no es
más que una ligera incomodidad que
arrostra gustoso el viajero para llegar
a su patria. Pero todo esto desaparece,
si el alma muere con el cuerpo; entonces
no hay ninguna explicación plausible:
deseamos con vehemencia, y no podemos
llenar los deseos; aunque los moderemos,
ajustándolos a razón, tampoco se
cumplen; las privaciones que sufrimos no
tienen compensación en ninguna parte:
nuestra vida es una ilusión permanente;
nuestra existencia, una contradicción.
El no ser nos horroriza; la inmortalidad
nos encanta: deseamos vivir, y vivir en
todo; antes de abandonar esta tierra,
queremos dejar recuerdos de nuestra
existencia. El poderoso construye
grandes palacios que él no habitará; el
labrador planta bosques que no verá,
crecidos; el viajero escribe su nombre
en una roca solitaria que leerán las
generaciones venideras; el sabio se
complace en la inmortalidad de sus
obras; el conquistador, en la fama de
sus victorias; el fundador de una casa
ilustre, en la perpetuidad de su nombre,
y hasta el humilde padre de familias se
lisonjea con el pensamiento de que
vivirá en sus descendientes y en la
memoria de sus vecinos: el deseo de la
inmortalidad se manifiesta en todos de
mil maneras, bajo diversas formas; pero
no es posible arrancarle del corazón; y
este deseo inmenso, que vuela al través
de los siglos, que se dilata por las
profundidades de la eternidad, que nos
consuela en el infortunio y nos alienta
en el abatimiento; este deseo, que
levanta nuestros ojos hacia un nuevo
mundo, y nos inspira desdén por lo
perecedero, ¿sólo se nos habría dado
como una bella ilusión, como una mentira
cruel, para dormirnos en brazos de la
muerte y no despertar jamás? No, esto no
es posible; esto contradice a la bondad
y sabiduría de Dios; esto conduciría a
negar la Providencia, y de aquí, el
ateísmo.
238. En el hombre todo anuncia la
inmortalidad. Sus ideas no versan sobre
el contingente sino sobre lo necesario;
no merece a sus ojos el nombre de
ciencia lo que no se ocupa en lo
necesario, y, por consiguiente, eterno.
Los fenómenos pasajeros forman el objeto
de sus observaciones para llegar al
conocimiento de lo permanente; tiene
fija su vista a lo que se sucede en la
cadena de los tiempos, pero es para
elevarse a lo que no pasa con el tiempo.
En su propia mente encierra un mundo
ideal, necesario; las ciencias
matemáticas, ontológicas y morales
prescinden de las condiciones pasajeras;
se forman de un conjunto de verdades
eternas, indestructibles, que ni
nacieron con el mundo, ni perecerían,
pereciendo el mundo. Siendo esto así,
¿qué misterio, qué contradicción es el
espíritu del hombre, si tamaña amplitud
sólo se le ha concedido para los breves
momentos de su vida sobre la tierra?
Semejante suposición, ¿no nos haría
concebir la idea de un ser maléfico que
se ha complacido en burlarse de
nosotros?
239. En confirmación de este mismo
argumento hay otra consideración de
mucha gravedad. La mayor parte de los
hombres se fijan poco en esas ideas
grandes que forman las delicias de una
vida meditabunda. Ocupados en sus tareas
ordinarias, faltos de tiempo y
preparación para pensar sobre los
secretos de la filosofía, dejan correr
sus días sin desenvolver sus facultades
intelectuales más allá de lo necesario
para el objeto de su estado y profesión.
Considerando a la humanidad desde este
punto de vista, se nos ofrece como un
caudal inmenso de fuerzas intelectuales
y morales, del que no se emplea en la
tierra más que una parte insignificante,
comparada con la totalidad. Si el alma
sobrevive al cuerpo, se concibe muy bien
que estas facultades no se desenvuelvan
aquí en su mayor parte; les espera la
eternidad, donde podrán ejercer sus
funciones en grande escala; y entonces
el género humano se parece a un viajero
que durante el viaje lleva arrolladas y
escondidas las preciosidades que luego
desplegará y empleará cuando llegue a su
casa. Pero, si el alma no tiene más vida
que ésta, ¿de qué sirve tanto caudal de
fuerzas intelectuales y morales? ¿qué
sabiduría fuera la que criase lo que no
había de servir? Tanto valdría pretender
que obra cuerdamente el labrador que
esparce sobre la tierra la semilla en
grande abundancia, sabiendo que sólo han
de brotar pocos granos, y queriendo
destruir los tallos antes que lleguen a
sazón.
240. Los destinos de la humanidad sobre
la tierra no sirven a explicar el
misterio de la vida, si ésta se acaba
con el cuerpo. Es verdad que el linaje
humano ha hecho cosas admirables
transformando la faz del globo, y que
probablemente las hará mayores en
adelante; es cierto que se nos ofrece a
manera de un grande individuo encargado
de representar un inmenso drama, cuyos
papeles están repartidos entre las
varias naciones, y de los cuales le
corresponde u pequeñísima parte a cada
hombre particular; pero este drama tiene
un sentido, si la vida presente se liga
con una vida futura, si los destinos de
la humanidad sobre la tierra están
enlazados con los del otro mundo: de lo
contrario, no. En efecto: reflexionando
sobre la historia, y aun sobre la
experiencia de cada día, notamos que, en
el curso general de los destinos
humanos, los acontecimientos marchan sin
consideración a los individuos, ni aun a
los pueblos: pueblos e individuos son
como pequeñas ruedas del gran
movimiento, duran un instante, luego
desaparecen por sí mismos; y, si alguna
vez embarazan, son aniquilados.
Considerad el desarrollo de una idea, de
una institución, un elemento social
cualquiera: aparece como un germen
apenas visible, y se extiende, se
propaga, hasta dominar vastos países por
dilatados siglos. Pero, ¿a qué costa? A
costa de mil ensayos inútiles,
tentativas erradas, angustias, guerras,
devastación desastres de todas clases,
La civilización griega se extiende por
el Oriente: las luces se difunden; los
pueblos puestos en contacto se
desarrollan y adquieren nueva vida; es
verdad; pero medid, si alcanzáis, la
cadena de infortunios que este adelanto
cuesta a la humanidad; recorred las
épocas de Filipo, Alejandro y sus
sucesores, hasta que invaden el Oriente
las legiones romanas. Roma da unidad al
mundo, contribuye a su civilización, es
cierto; pero, mientras contempláis este
cuadro, veis diez siglos de guerras y
desastres; ríos de lágrimas y sangre.
Los bárbaros del Norte salen de sus
bosques, y sus razas, llenas de vida,
rejuvenecen las de pueblos degenerados;
de aquellas hordas se formaron con el
tiempo las brillantes naciones que
cubren la faz de Europa; es verdad;
pero, antes de llegar a este resultado,
transcurrirán otros diez siglos de
calamidades sin cuento.
Los árabes dominan el Mediodía, y
transmiten a la civilización europea
algunas luces en las ciencias y en las
artes; pero ¿a qué precio las compra la
humanidad? Con ocho siglos de guerra. La
civilización progresa; viene el siglo de
los descubrimientos: las islas
orientales y occidentales reciben nueva
vida; pero, ¿a qué precio? Fijad, si
podéis, la vista en los cuadros de
horror que os ofrece la historia. La
Europa llega al siglo XVI; es sabia,
culta, rica, poderosa; todavía la sangre
se continuará, vertiendo a torrentes,
acaudillando grandes ejércitos Gonzalo
de Córdoba, Carlos V, Gustavo, Luis XIV,
Napoleón... y, ¿qué hay en el porvenir?
En estas revoluciones inmensas, con las
cuales recorre la humanidad la vasta
órbita de sus movimientos, los
individuos, los pueblos, las
generaciones, parecen nada; los
individuos sufren y mueren a millones;
los pueblos son víctimas de grandes
calamidades, y a veces dispersados o
exterminados. Concibiendo la vida de la
humanidad sobre la tierra como el
tránsito para otra; viendo en la cúspide
del mundo social a la Providencia
enlazando lo terreno con lo celeste, lo
temporal con lo eterno, se comprende la
razón de las grandes catástrofes: porque
sólo descubrimos en ellas los males de
un momento, encaminados a la realización
de un designio superior; pero, si el
alma muere con el cuerpo, ¿a qué esos
padecimientos privados y públicos? ¿a
qué el haber puesto sobre la tierra una
débil criatura para hacerla sufrir y
morir? ¿dónde está la compensación de
tantos males? ¿dónde el objeto de tan
desastrosas mudanzas? Se dirá que la
compensación se halla en el adelanto
social; que el objeto es la perfección
de la sociedad; pero esta respuesta es
altamente fútil, si no suponemos la
inmortalidad del alma. La sociedad en sí
no es otra cosa que un todo moral;
considerada con abstracción de los
individuos, es un ser abstracto: ella es
inteligente cuando ellos lo son, es
moral cuando, ellos lo son, es feliz
cuando ellos lo son. La inteligencia, la
moralidad, el bienestar de la humanidad,
no es otra cosa que la suma de estas
cualidades que se halla en los hombres.
Por estas consideraciones se echa de ver
que el individuo, aunque pequeño, no
puede desaparecer delante de la
sociedad; es infinitésimo si se quiere,
pero de la suma de estos infinitésimos
la sociedad se integra. Ahora bien, si
la adquisición de una idea para la
humanidad ha costado a un número inmenso
de sus individuos el vivir entre
continuas turbaciones que les produjesen
la ignorancia; si la conquista de una
mejora moral ha costado a muchas
generaciones la agitación y la
esclavitud; si el adelanto material lo
han pagado una larga serie de
generaciones con guerras, incendios,
devastaciones, males sin cuento; ¿qué
vienen a significar esos bienes, esas
mejoras y adelantos? Y cuando se
reflexiona que las generaciones que
disfrutan de las adquisiciones de los
pasados, trabajan, y sufren, y mueren
por adquirir para los venideros, se nos
presenta el género humano como una serie
de operarios que trabajan, y se afanan,
y sufren, y mueren para una cosa ideal,
para un ser abstracto que llaman la
sociedad, presentando una evolución sin
término, sin objeto, sin ninguna razón
que justifique sus transformaciones
incesantes.
La humanidad es un sublime y grande
individuo moral, cuando se reconoce a
sus miembros la inmortalidad y se los
considera pasando sobre la tierra para
llegar a otro destino. Sin esto, el
mismo progreso humanitario es una
especie de sima sin fondo, donde se
precipitan las generaciones sucesivas,
sin saber por qué, ni para qué; un mar
sin límites a donde llevan su caudal los
individuos y los pueblos, perdiéndose
luego en su inmensidad, como las aguas
de los ríos en los abismos del Océano.
241. Cuando se finge por un momento que
el alma es mortal, se apodera del
corazón una profunda tristeza, al fijar
la vista sobre el breve plazo señalado a
nuestra vida. Duélese el hombre de haber
visto la luz del día. Hoja que el viento
lleva, arista que el fuego devora, flor
de heno secada por el aliento de la
tarde; ¿quién le ha dado el conocer con
tanta extensión y amar con tanto ardor,
si sus ojos se han de cerrar para no
abrirse jamás, si su inteligencia se ha
de extinguir como una centella que
serpea y muere; si más allá del sepulcro
no hay nada, sino soledad, silencio,
muerte por toda la eternidad? ... ¿Quién
nos ha dado ese apego a nuestros
semejantes, si nos hemos de separar para
siempre? ¿Quién nos inspira que tanto
nos ocupemos en lo venidero, si para
nosotros no hay porvenir, si nuestro
porvenir es a nada? ¿Quién nos mece con
tantas esperanzas, si no hay para
nosotros otro destino que la lobreguez
de la tumba? ¡Ay, que triste fuera
entonces el haber visto la luz del día,
y el sol inflamando el firmamento, y la
luna despidiendo su luz plácida y
tranquila, y las estrellas tachonando la
bóveda celeste con los blandones de un
inmenso festín; si al deshacerse nuestra
frágil organización no hay para nosotros
nada, y se nos echa de este sublime
espectáculo para arrojarnos a un abismo!
242. No, no es así; éste es un
pensamiento sacrílego, una palabra
blasfema. Si así fuese, no habría
Providencia, no habría Dios, el mundo
fuera una serie de fenómenos
incomprensibles; una evolución perenne
de acontecimientos sin objeto; una
fatalidad ciega que seguiría su camino
por las inmensidades del espacio y del
tiempo, sin origen, sin objeto, sin fin,
sin conciencia de sí propia; un ser
misterioso que arrojaría de su seno
infinidad de seres con inteligencia, con
voluntad, con amor y con inmensos
deseos; y que luego los absorbería de
nuevo en sus abismos, como una sima que
traga en sus profundidades tenebrosas
los plateados y resplandecientes lienzos
de una vistosa casaca. Entonces el mundo
no sería una belleza, no el “cosmos” de
los antiguos, sino el caos; una especie
de fragua donde se elaboran en confusa
mezcla los placeres y los dolores, donde
un ímpetu ciego lo lleva todo en
revuelto torbellino, donde se han
reservado para el ser más noble, para el
ser inteligente y libre, mayor cúmulo de
males, sin compensación ninguna; donde
se han reunido en síntesis todas las
contradicciones: deseo de luz y eternas
tinieblas; expansión ilimitada y
silencio eterno; apego a la vida y
muerte absoluta; amor al bien, a lo
bello, a lo grande, y el destino a la
nada; esperanzas sin fin, y por dicha
final un puñado de polvo dispersado por
el viento.
¿Quién puede asentir a un sistema tan
absurdo y desconsolador? En medio del
orden, de la armonía, que admiramos en
todas las partes de la creación, ¿quién
podrá persuadir de que el desorden y el
caos sólo existan con relación a
nosotros? ¿quién no aparta con horror la
vista de ese cuadro desesperante?
243. Hagamos la contraprueba: empecemos
por admirar la inmortalidad del alma; y
el caos se aclara; del fondo de sus
tinieblas surge la luz, y el mundo se
presenta otra vez ordenado, bello,
resplandeciente. Se explica la
inmensidad de nuestros deseos, porque se
pueden llenar; se explica la extensión
de nuestra inteligencia, porque se ha de
dilatar un día por un mundo sin fin; se
explica la necesidad de las ideas,
porque desde que nacemos empezamos la
comunicación con un orden inmortal; se
explica la alternativa de los placeres y
dolores, porque lo que falta en esta
vida se compensa en la otra; se explican
las evoluciones y las catástrofes de la
humanidad sobre la tierra, porque se
eligen con destinos eternos; se explican
los sufrimientos de los individuos en
esas transformaciones, porque su vivir
no acaba con el cuerpo; se explica el
bien de la sociedad considerado en sí
misino, porque es un grande objeto
intentado por la Providencia, para
enlazar lo pasado con lo venidero, la
tierra con el cielo, el tiempo con la
eternidad.
El orden, la armonía, la razón, la
justicia, brillan bajo la influencia de
esta idea consoladora; y el universo,
lejos de ser un caos, es un conjunto
admirable, una sociedad inmortal de los
seres inteligentes y libres, entre sí y
con su Criador; en la cúpula de este
vasto conjunto resplandece el destino
del hombre en aquella ciudad inmortal,
iluminada por Dios y descripta por el
Profeta de Patmos.
El orden moral se explica también con la
inmortalidad: el bien tiene su premio, y
el mal, su castigo; sobre la dicha del
culpable pende la muerte como una
espada; a sus pies el abismo de la
eternidad; si la virtud está algunas
veces abrumada de infortunio y marchando
sobre la tierra entre la pobreza, la
humillación y el sufrimiento, levanta al
cielo sus ojos llorosos, y endulza sus
lágrimas con un pensamiento de
esperanza.
Así es, así debe ser; así lo enseña la
razón; así nos lo dice el corazón; así
lo manifiesta la sana filosofía; así lo
proclama la religión; así lo ha creído
siempre el género humano; así lo
hallamos en las tradiciones primitivas,
en la cuna del mundo. |