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El compromiso racionalista | |
Si tuviera que hacer el plan general de las reflexiones de un filósofo en el otoño de su vida, diría que tengo ahora la nostalgia de una cierta antropología. Y si debiera ser más claro, me parece que me gustaría discutir un tema que no es el de hoy, tema que llamaría “el hombre de las veinticuatro horas”; Me parece, por lo tanto, que si se quisiera dar al conjuntó de la antropología sus bases filosóficas o metafísicas, sería imprescindible y también suficiente, describir a un hombre durante veinticuatro horas de su vida. ¿Qué deberíamos discutir entonces ante esta totalidad humana? Primeramente deberíamos debatir sobre el hombre de la noche. ¡Habría allí temas existencialistas sobre los cuales me agradaría mucho hablar un día! Seguramente, en el lado nocturno la existencia tiene sus grandes seguridades. Este es, por consiguiente, un tema de discusión que dejo de lado. Querría limitarme al hombre en vigilia, al hombre súper-despierto, al hombre que yo denominaría precisamente, si ustedes quieren, “el hombre racionalista”. Pues por la noche no se es racionalista, no se duerme con ecuaciones en la cabeza. Sé bien que se habla del trabajo de la imaginación en los matemáticos que, al despertar, encuentran lo que no habían hallado al término de la jornada anterior; y sobre esto se han tejido algunas anécdotas para mostrar esta capacidad racionalista de la noche. ¡En todo caso, yo no la conozco! Ustedes me dirán que no soy un matemático, que cuando me ocupo de las matemáticas lo hago precisamente en las horas de mi día, en las que intento acumular el máximo de claridad que será, creo, el carácter fundamental del hombre racionalista. Por consiguiente, dejaré de lado toda esta sección de un lirismo profundo, dejaré de lado todo aquello que hace que el hombre pertenezca a generaciones precedentes, todo aquello que hace que el hombre no siempre mantenga contacto con la vida despierta, con la vida clara. Seguramente este hombre nocturno al que rehúso examinar en esta conferencia deja secuelas o herencias durante el transcurso de la jornada. Dormimos, dormimos mucho tiempo, dormimos al menor ensueño, dormimos por consiguiente en fracciones de la vida solar. Pero será necesario, si queremos caracterizar al hombre racionalista, caracterizarlo en unas horas que yo llamo bienaventuradas, horas que no sufren el arrastre de convicciones, que se acostumbra denominar profundas; cosa sumamente curiosa: cuando se habla de convicciones se pretende siempre que sean profundas, que no se discutan, no se quiere, por lo tanto, que haya un enfrentamiento entre lo que se cree con el corazón y lo que se busca en la mente. Ustedes ven, pues, que debo darles en esta corta conferencia una especie de tajada de vida, pero de vida diurna. Hablaremos, si ustedes quieren, con el esfuerzo de claridad que conviene, creo, a un auditorio de filósofos. Hay un tema que desearía poner en discusión inmediatamente porque a veces se otorga al racionalismo una especie de apariencia descarnada. Se pretende que el hombre racionalista no está encarnado, no tiene el beneficio de una encarnación, no tendría carne. Y bien, creo que se puede decir lo inverso: el racionalismo reconoce, por el contrario, todas las fuerzas de su cuerpo, todas las fuerzas vigorosas, todo el vigor de su pensamiento. Y déjenme proponer a sus discusiones un concepto que será, si ustedes quieren, un concepto de batalla: lo llamaré el “tonus racionalista”. Hay un tonus racionalista; y si no se lo tiene, si no se aprovecha el momento en que se lo tiene, no se es racionalista. Si se conservan recuerdos de racionalización se conservan recuerdos de cultura racional; ¡se recuerda! Se recuerda, joven alumno, que ya se había tenido contacto con la ciencia, con la ciencia matemática. Se pretende que los elementos primeros de las ciencias nos dan claridades definitivas. Esos recuerdos racionalistas son muy respetables: ¡todos los recuerdos son respetables! Hay una especie de fidelidad esencial que es la característica humana por excelencia; y, naturalmente, las ideas claras permanecen como factores de luz. Pero aún así es necesario de tanto en tanto rever las bases; dentro de un instante les diré que ¡siempre es necesario rever las bases! ¡Y trataré de mostrarles que el hombre de las veinticuatro horas, el hombre despierto, el hombre racionalista, el hombre que aprovecha esa rara hora del día en que siente en él el tonus racionalista, conoce una actividad de renovación, de recomienzo! Es preciso comenzar todo de nuevo; no puede fundarse nada sobre los recuerdos de la víspera. Que ayer ustedes hayan demostrado algo no significa que hoy puedan demostrar el corolario. Si en sus culturas de racionalistas existe el hecho puro y simple de que, en caso de necesidad, ustedes pueden recomenzar, pueden prescindir de esta actividad, de esta actualidad esencial para la razón, entonces sentirán quizá que todavía queda un teorema que se demuestra con bastante facilidad: ¡quizás ayer lo habrían demostrado mejor! Y advierten así que no han reasumido la cultura racionalista. Por consiguiente, creo que, si debiéramos definir el racionalismo, sería necesario definirlo como un pensamiento claramente recomenzado, y recomenzado cada día. Si se es verdaderamente racionalista no se puede fundar el hoy sobre el ayer. Por lo cual se puede dar fácilmente la impresión de un cierto orgullo, de un cierto dogmatismo. Puedo, evidentemente, ser tachado de dogmático porque voy a recomenzar mi lección, voy a recomenzar todo, voy a recomenzar por la base; y voy a llegar con bastante rapidez al punto en el que debo hacer un trabajo útil. Si necesitamos recomenzar sistemáticamente nuestra cultura dentro de una cultura racionalista, es imprescindible, por lo tanto, advertir que esta esencial reorganización, que esta esencial filosofía del recomienzo, es una filosofía que no puede recomenzar lo que ha hecho ayer. Se dice que el racionalista es factor de repetición: ¡repite siempre lo mismo: que dos y dos son cuatro! Los racionalistas tienen la mente estrecha: se refieren a los principios directores del conocimiento, se refieren al principio de contradicción, de no-contradicción ó de identidad; ¡y después se terminó! Y por lo tanto la filosofía de un día es la filosofía de siempre. No se debe decir esto cuando no se hace la experiencia de la cultura racional; cuando, precisamente, no se está imbuido de esta filosofía del “re”. Hablaré a continuación de la filosofía del “no”, pero ahora se trata de la filosofía del “re”, “re”, “re”, “recomenzar” “renovar”, “reorganizar”. Estamos, por lo tanto, ante un tema que podría ser un tema de discusión. No se organiza racionalmente sino lo que se reorganiza. En consecuencia, el pensamiento racionalista está siempre en instancia, no sólo de recomienzo —esto sería decir muy poco—, sino de reconstitución, de reorganización. Entonces uno no puede satisfacerse con viejos recuerdos del pitagorismo. Evidentemente, uno no puede iluminarse constantemente con el contacto de las claridades de la Antigüedad: es necesario ser actual; es necesario tomar en cuenta los factores del recomienzo, los factores de renovación y, sobre todo, ese pensamiento reorganizativo sobre el cual querría insistir y a propósito del cual me sentiría muy contento-si se me hicieran objeciones. Pues si esencialmente se debe reorganizar un pensamiento racionalista, es preciso juzgar un tanto peyorativamente; quizá cometiendo injusticias. No se puede juzgar sin ser injusto. Se comienza por ser injusto, v uno instala en sí el ideal de justicia, el ideal de exactitud. En un primer acto de pensamiento no se cae justamente sobre las sanas ideas, sobre las ideas claras, sobre las ideas bien organizadas. Y creo que aludiré a preocupaciones que me son habituales, porque me reorganizo. No querría que se me pusiera una etiqueta so pretexto de que en otro tiempo hice unos psicoanálisis más o menos aventurados; no se debe creer que obedezco a la capilla cada vez más restringida del psicoanálisis. Pero, en todo caso, ahora que ustedes conciben que se puede definir el racionalismo por su valor, por su factor, por su actualidad de reorganización, es preciso naturalmente que dejemos lugar a un juicio del pasado, que reconozcamos la organización, pues el pensamiento es siempre organizado. Quizá, a continuación, ustedes quieran obligarme a contestarles, a mí, que hablo ahora de una filosofía del “re”: “Pero si usted recomienza, quizá sería necesario que nos diga ¿cómo comenzar?, ¿cómo el pensamiento comienza?” Bueno, yo no respondería, ya que precisamente esas ideas de origen, esas organizaciones de origen en el dominio científico en el que me sitúo son juzgadas por el progreso de los pensamientos racionalistas, por el progreso del pensamiento científico; y por lo tanto basta con nada para enviar al pasado lo que, en verdad, desde el punto de vista científico, está completamente superado. Si debiera hablarles de la totalidad del hombre de las veinticuatro horas, no tendría este vigor dogmático. ¿Por qué? Precisamente porque les diría que la noche del hombre nocturno está siempre en contacto con el comienzo. El existencialismo nocturno es siempre un contacto con una especie de vida en una matriz, en un cosmos, de donde debe salir, desde las primeras horas del despertar. Y allí hay siempre un comienzo: comenzamos nuestros días, comenzamos en ese magma de comienzos que el psicoanálisis se esfuerza por desentrañar. Pero si nos encontramos ante una cultura racionalista, debemos liquidar viejos sistemas. O, sin ello, no tendríamos trabajo: la ciencia habría terminado. Evidentemente nos despertaríamos todopoderosos, sin problemas; no tendríamos problemática; ahora bien, hablar de un racionalista sin problemática es hablar de una razón que no puede respirar; se ahoga, cae en el dogmatismo; es un hombre de la noche que continúa su confortable existencia y que, por lo tanto, no realiza su obra esencialmente crítica, una obra esencialmente crítica que debe buscar pacientemente los defectos de las organizaciones asumidas y que debe comprender en qué consiste la actividad dialéctica, qué debe ensayar. El racionalista tiene puntos distintos que reorganizar. Por esta razón hoy no se puede ser racionalista de golpe: es preciso trabajar. La filosofía racionalista es esencialmente una filosofía que, trabaja, una filosofía en trabajo. Por lo tanto, es imposible que en esta tarea de organización ustedes sean tan audaces o tengan tanto orgullo como para recomenzar todo desde el principio. La reorganización es quizá un revoque, es quizá una especie de apropiación más sutil, pero significa también un sentido de los ensayos: el racionalismo está necesariamente abierto. Reconozco, en esto, conceptos que he vertido, mientras envejecía, en distintos libros. Me parece, por consiguiente, que si ustedes admiten esta tarea esencial de recomienzo, están obligados a buscar aberturas, dialécticas, sucesos. Ustedes desplazan una piedra fundamental —si eso no cambiara nada, los cimientos serían malos— y obtienen entonces los grandes éxitos de las revoluciones racionalistas modernas. Ahí tienen el éxito de Einstein quien, desplazando conceptos, se privará de un concepto básico y les dirá: “¿La simultaneidad? ¿Qué es eso? ¿Ustedes la consideran un concepto natural? ¡Qué error! ¡Es preciso definirla!” ¿Cómo? ¿Definir la simultaneidad? ¡Sí! ¡Y por consiguiente, veremos lo que se derrumba cuando se quita la simultaneidad sobre la que se apoyan los conceptos del tiempo y del espacio! ¡Y entonces se es un genio, un genio racionalista! ¡Y se reorganiza un inmenso sector de la nueva construcción! Ustedes ven, por lo tanto, que ésa es la tarea del genio. Usted no pretende —me dirán— que para ser racionalista sea necesario tener genio; se puede serlo modestamente; se puede serlo en una enseñanza; se pueden hacer sentir los valores de verdad; se puede sentir la vida de las verdades y no en el sentido de un pragmatismo, no en el sentido de un William James. Se la puede hacer sentir efectivamente, siguiendo paso a paso una cultura científica, mostrando por consiguiente que la ciencia tiene quizá peligros —se hablará dé ellos en nuestra discusión, si ustedes quieren; aunque se caiga en lugares comunes demasiado fáciles—. Pero hay algo evidente: que la cultura científica da una instrucción racionalista no sólo abierta sino también progresiva. Tenemos, pues, por consiguiente, un concepto, o incluso dos, para la discusión que propongo: el concepto de racionalismo abierto y el concepto de racionalismo dialéctico. Ese racionalismo dialéctico no puede ser automático y no puede ser de inspiración lógica: es preciso que sea cultural, es decir, que no se elabore en el secreto de un despacho, en la meditación de posibilidades más o menos evanescentes de una mente personal. Es necesario que el racionalista se consagre a la ciencia tal como ella es; es necesario que se instruya sobre la evolución de la ciencia humana; es necesario, por consiguiente, que acepte una larga preparación para recibir la problemática de su tiempo. |
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© Helios Buira
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