Carcasona
Y yo en un caballito de piel de ante con los ojos como la electricidad azul y unas crines como el fuego enmarañado, galopando al subir la cuesta y disparado y veloz hacia lo más alto del cielo
Su esqueleto yacía inmóvil. Tal vez estuviera pensando en esto mismo. Sea como fuere, al cabo de un rato gimió. Pero no dijo nada, cosa que desde luego no es muy propia de ti pensó no pareces el mismo de siempre, aunque no puedo yo decir que no sea de agradecer un poco de quietud
Estaba tendido bajo una tira sin desenrollar de papel encerado, del que se emplea para reforzar los techos. Estaba tendido todo él, claro está, salvo esa parte que no padecía las injurias de los insectos ni de la temperatura, y que galopaba sin descanso a lomos del caballito sin destino, subiendo por una loma de plata apilada en los cúmulos, en la que los cascos no dejaban eco ni huella, hacia el precipicio azul que no alcanzaría nunca. Esa parte no era ni de carne ni de no carne, y le hormigueaba con placer la contemplación ausente allí tendido bajo el papel encerado que le servía de cobertor.
Así se simplificaba la mecánica del dormir, de cobijarse para pasar la noche. Todas las mañanas la cama entera se recogía formando un rollo y se sujetaba tiesa en una esquina. Era como esas lentes, lentes de cerca, que antaño utilizaban las viejas señoras, sujetas a un cordoncillo que se enrollaba en un carrete dentro de una funda de oro sin iniciales; un huso, una funda, sujetos al seno más profundo de la madre del sueño.
Estaba tendido así y lo saboreaba. Abajo, Rincón continuaba con sus actividades fatales, secretas, nocturnas, con las que ventanas y puertas iluminadas se sucedían como manchurrones aceitosos que hubiesen dejado brochas anchas y demasiado cargadas. Desde los muelles le llegó la sirena de un barco que tampoco tuviese fuente precisa. Por un instante fue el sonido, y el sonido luego abarcó el silencio, el ambiente, trayéndole a los tímpanos un vacío en el que nada, ni siquiera el silencio existía. Y asimismo cesó, mermó; el silencio volvió a respirar con el estrépito de la fronda de las palmeras, como el siseo de la arena al escurrirse sobre una lámina de metal.
Su esqueleto aún yacía inmóvil. Tal vez estuviera pensando en esto, tal vez pensara él en el papel encerado que le servía de cama y que se le semejaba a unas lentes a través de las cuales cada noche examinase el tejido de los sueños:
A través de las transparencias gemelas de las lentes el caballo aún galopa con su pesada maraña de llamas enredadas. Adelante, atrás, contra la tensa redondez de su vientre se columpian sus patas, que rítmicamente se alcanzan unas a otras y aún se adelantan, y cada espoleado paso lo puntúa una velocísima agilidad de cascos bien herrados. Ve la cincha que sujeta la silla de montar y ve las suelas del jinete apoyadas en los estribos. La cincha corta en dos al caballo por detrás de la cruceta, a pesar de lo cual galopa con rítmica, inflexible furia, y sin avanzar, y piensa en el corcel normando que sin jinete emprendió el galope contra el emir sarraceno, quien tan vivo de ojo, tan delicado y fuerte de mano, blandió la hoja y cortó en dos al animal que galopaba de un mandoble, con lo que las dos mitades de la bestia siguieron adelante atronadoras en medio de la sacra polvareda en la que el de Bouillon y Tancredo también chocaron en la hosca retirada, atronadores entre los enemigos congregados de nuestro manso Señor, envuelto aún en la furia orgullosa de la carga, sin saber que ya estaba muerto y bien muerto.
El techo de la buhardilla caía en pendiente ruinosa hasta el alero bajo. Estaba oscuro, y la conciencia del cuerpo, revestida de las funciones de la visión, conformó en la imaginación su cuerpo inmóvil, convertido en fosforescencia por la imparable podredumbre que en su cuerpo se instalara desde el día en que nació, la carne ha muerto mientras vive de sí y subsiste y se consume con cicatería en su propia renovación como jamás ha de morir pues yo soy la Resurrección y la Vida De un hombre gozoso ha de ser el gusano, magro y peludo. De las mujeres, de las muchachas delicadas, breves, como la música acordada, debiera conformarse con la suavidad, según cae y se alimenta de belleza, nutriéndose y qué de Mí, salvo un hervor de leche nueva Yo que soy la Resurrección y la Vida
Estaba todo oscuro. La agonía de la madera la aplacaban estas anchuras; los cuartos vacíos no despedían crujidos ni chasquidos. Acaso la madera fuese como cualquier otro esqueleto, claro, aunque pasado un tiempo, luego de que los reflejos de las antiguas compulsiones se hubiesen agotado por sí solos. Los huesos bien podrían yacer bajo los mares, en las cavernas recónditas del mar, mecidos y juntados por los ecos moribundos de las olas. Como los huesos de los caballos que maldijeran a los jinetes menos preparados que los montaran, alardeando unos con otros de lo que hubieran sabido hacer si los montara un jinete de primera. Pero es que alguien crucificaba siempre a los jinetes de primera. Y más vale ser huesos que entrechocan unos con otros a merced del movimiento exhausto de las mareas en las cavernas y las grutas del fondo del mar.
allí donde el de Bouillon y Tancredo también
Gimió de nuevo su esqueleto. A través de las transparencias gemelas del suelo cristalino galopaba aún el caballo, incesante y sin flaqueza y sin avance, su destino en el establo en el que se hallaba estabulado el sueño. Estaba todo oscuro. Luis, el cantinero de la planta baja, le permitía dormir arriba, en la buhardilla. Pero la Standard Oil Company, dueña de la buhardilla y del papel encerado, era también propietaria de la oscuridad; era de la señora Widdrington, la esposa de la Standard Oil Company, la oscuridad en la que se había acostumbrado a dormir. También de ti haría un poeta la buena señora, con tal de que no trabajaras en ninguna parte. Creía ella que si no era aceptable una razón para respirar, es que no había razón. Para ella, si uno era blanco y no trabajaba, o era mendigo o era poeta. Y quién sabe si no. Son sabias las mujeres. Han aprendido a vivir sin que la realidad las confunda, impermeables a la realidad. Estaba todo oscuro.
y que mis huesos se reúnan y se golpeen unos con otros Estaba todo oscuro, una oscuridad colmada de pasos ultraterrenos de pies muy pequeños, sigilosos, concentrados. A veces, de noche, el frío ruido de esos pasos lo despertaba cuando lo sentía en la cara, y con un movimiento de los suyos se escabullían invisibles como una brusca desintegración de hojas muertas a merced del viento, en arpegios susurrantes de minúsculos sonidos, dejando un fino pero preciso efluvio de furtividad, de voracidad. A veces, tendido mientras el día caía con toda su grisura hacia el filo arruinado del alero, veía oscilar sus sombras de una oscuridad a otra, adensadas y gordas como las de los gatos, dejando en los silencios estancados los susurros veloces de sus fantasmagóricos pies.
La señora Widdrington también era la dueña de las ratas. Claro que los ricos son dueños de muchísimas cosas. Pero no contaba ella con que pagasen las ratas por aprovecharse de su oscuridad y de su silencio escribiendo poemas. Y no porque no pudieran, que bien capaces hubieran sido de escribir versos más que decentes. Algo tiene Byron de rata: alocuciones de voracidad furtiva, el susurro de los piececillos fantasmagóricos tras un tapiz de sangre en el que cayó donde cayó donde era yo Rey de Reyes aunque la mujer con ojos de perro dale que te pego para ir juntando a golpes mis huesos
«Algo me gustaría hacer», dijo, y con los labios dio forma al sonido sin que nadie oyera nada en la oscuridad, y el caballo al galope llenó del todo su imaginación con un ruido atronador que él no escuchaba. Vio la cincha que sujetaba la silla y vio las suelas del jinete en los estribos y pensó en el caballo normando, hijo de muchos padres y criado para soportar cotas de malla en los lentos, húmedos, verdes valles de Inglaterra, enloquecido de calor y de sed y de horizontes sin esperanza, llenos de pura nada refulgente, partido en dos mitades y sin haberse enterado, fundido aún al ritmo del ímpetu acumulado e imparable. La cabeza se la cubría la cota de malla, de manera que no veía lo que le estaba esperando en su carrera, y en el centro de las corazas asomaba una… una…
—Testera —dijo su esqueleto.
—Testera —meditó un rato, mientras el animal que seguía sin saber que estaba muerto reanudaba su galope atronador al tiempo que se abrían las filas del enemigo del Cordero en la sacra polvareda dejándolo pasar.
—Testera —repitió. Llevando tal como era una vida retirada, su esqueleto no podía saber nada del mundo. Y pese a todo tenía una forma asombrosa y exasperante de proporcionarle toda clase de informaciones triviales que momentáneamente a él se le habían escapado.
—Lo único que sé es lo que te cuento —dijo él.
—Pero no siempre —dijo el esqueleto—. Yo sé que el final de la vida consiste en quedarse bien quieto. Eso tú no lo sabes aún, no te has enterado. O a mí al menos aún no me lo has dicho.
—Ah, pues de eso sí que me he enterado —dijo él—. Me lo han metido en la cabeza a machamartillo. Pero no es eso. Es que sigo creyendo que eso no es verdad.
El esqueleto soltó un gemido.
—No me lo creo —repitió.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo el esqueleto muy molesto—. Eso no te lo voy a discutir. Nunca te discuto nada. Yo solo te doy consejos.
—Alguien tendrá que hacerlo, digo yo —accedió de mala gana—. O eso parece.
Se tendió bajo el papel encerado, en medio de un silencio colmado de pasitos fantasmagóricos. Su cuerpo una vez más se fue abatiendo, inclinado, atravesando corredores opalinos surcados de haces de luz diurna y moribunda, ascendiendo, disolviéndose en lo más tenue, y terminó por reposar al fin en los jardines del mar, donde no sopla el viento. Alrededor, las cavernas y las grutas mecidas, y su cuerpo tendido en el suelo ondulante, dando tumbos en paz, a merced de los ecos oscilantes de las mareas.
Algo me gustaría hacer, algo osado y trágico y austero, repitió para sus adentros, dando forma a las palabras insonoras en el silencio inquieto yo en un caballito de piel de ante con los ojos como la electricidad azul y unas crines como el fuego enmarañado, galopando al subir la cuesta y disparado y veloz hacia lo más alto del cielo Galopando aún, el caballo se yergue y remonta y se abre, atruena por la larga loma azul del cielo, las crines revueltas en torbellinos dorados como el fuego. Corcel y jinete atruenan, un trueno que va menguando y se empequeñece: una estrella que muere en la inmensidad de lo oscuro y del silencio dentro del cual, firme, y extinguiéndose, hondo el pecho, graves los flancos, murmulla la oscura y trágica figura de la Tierra, su madre.