El joven Goodman
Brown
El joven Goodman1
Brown salió a la
calle de la aldea de
Salem cuando el sol
se ponía. Pero
después de cruzar el
umbral introdujo de
nuevo la cabeza para
cambiar besos de
despedida con su
reciente esposa. Y
Fe, como tan
apropiadamente se
llamaba, sacó a su
vez su linda
cabecita,
permitiendo que el
viento jugara con
las cintas rosadas
de la cofia mientras
llamaba a Goodman
Brown.
-Corazón mío
-susurró suavemente
y con un dejo de
tristeza cuando sus
labios le rozaron la
oreja-, te suplico
que postergues el
viaje hasta la
madrugada y que esta
noche duermas en tu
cama. A una mujer
cuando se queda sola
la perturban tales
sueños y tales
pensamientos, que a
veces tiene miedo de
sí misma. Te lo
ruego, quédate
conmigo esta noche,
entre todas las
noches del año.
-Mi amor y mi Fe
-replicó el joven
Goodman Brown-,
entre todas las
noches del año,
tengo que pasar esta
única noche lejos de
ti. Mi viaje, como
tú lo llamas, sin
falta debe hacerse
de ida y vuelta de
aquí al amanecer.
¡Cómo! Mi dulce,
bella esposa, ¿dudas
tú ya de mí, cuando
apenas llevamos tres
meses de casados?
-Siendo así, que
Dios te bendiga
-dijo Fe, la de las
cintas rosas-; y
ojalá encuentres
todo bien a tu
regreso.
-Amén -respondió
Goodman Brown-. Reza
tus oraciones,
querida Fe,
acuéstate temprano y
nada malo va a
ocurrirte.
Así se despidieron.
Y el joven prosiguió
su camino hasta que,
a punto de doblar la
esquina del templo,
miró hacia atrás y
vio la cabeza de Fe
todavía asomada,
contemplándolo con
aire melancólico a
pesar de las cintas
rosadas.
“Pobrecita Fe
-pensó, puesto que
el corazón lo
castigaba-. ¡Soy un
canalla, dejarla
para embarcarme en
semejante cometido!
Ella también habla
de sueños. Mientras
lo hacía me pareció
ver angustia en su
rostro, como si un
sueño la hubiera
prevenido sobre la
clase de tarea que
esta noche ha de
llevarse a cabo.
¡Pero no, no; la
mataría el solo
pensarlo! En fin,
ella es un ángel
bendito en este
mundo; y después de
esta única noche me
coseré a sus faldas
y la seguiré hasta
el cielo.”
Con esta excelente
decisión para el
futuro Goodman Brown
se sintió
justificado para
apurarse todavía más
en su presente
propósito maligno.
Había cogido por un
camino lúgubre,
oscurecido por los
árboles más
siniestros del
bosque, que apenas
si se hacían a un
lado para dejar que
la trocha se
escurriera entre
ellos, cerrándose en
el acto por detrás.
La ruta no podía ser
más despoblada; y en
tales soledades se
presenta la
particularidad de
que el viajero
ignora si hay
alguien escondido
tras los
innumerables troncos
y arriba en el
ramaje, de modo que
al andar a solas
puede así y todo
estar pasando en
medio de una
multitud invisible.
“Detrás de cada
árbol puede haber un
indio endemoniado
-se dijo Goodman
Brown, mirando para
atrás mientras
añadía-: ¡Hasta el
diablo en persona me
puede estar pisando
los talones!”
Así, con la cabeza
vuelta, dobló un
recodo del camino.
Cuando volvió a
mirar de frente
avistó la silueta de
un hombre trajeado
de modo sobrio y
digno, que esperaba
sentado al pie de un
árbol añoso y que se
levantó cuando él
estuvo cerca para
seguirle el paso
hombro a hombro.
-Llegas tarde,
Goodman Brown -le
dijo-. El reloj de
la iglesia de Old
South daba la hora
cuando pasé por
Boston y eso fue
hace quince minutos
cumplidos.
-Fe me detuvo un
rato -replicó el
joven, con la voz
temblorosa por la
súbita aparición del
compañero, aunque no
era del todo
inesperada.
El bosque estaba ya
sumido en las
sombras, más
intensas en el
paraje por el que
transitaban. Hasta
donde podía
discernirse, el
segundo viajero
aparentaba unos
cincuenta años, por
lo visto ocupaba un
rango social similar
al de Goodman Brown
y se le parecía
bastante, quizás más
en el porte que en
los rasgos. Con
todo, podrían pasar
por padre e hijo. No
obstante, aunque el
mayor vestía de modo
tan sencillo como el
joven e igualmente
sencillo era su
comportamiento,
tenía el aire
indescriptible de
alguien que conocía
el mundo y que no se
habría sentido
apocado en la mesa
de banquetes del
Gobernador o en la
corte del rey
Guillermo2, de ser
posible que hasta
allá lo hubieran
conducido sus
asuntos. Pero la
única cosa en su
persona que se
podría señalar como
extraordinaria era
su bastón, que tenía
la apariencia de una
gran culebra negra y
estaba labrado de
modo tan curioso que
parecía enroscarse y
retorcerse por sí
solo, como una
serpiente viva.
Esto, por supuesto,
debía de ser una
ilusión óptica,
favorecida por la
luz incierta.
-Vamos, Goodman
Brown -lo llamó el
compañero de
jornada-, este paso
es muy lento para
empezar un viaje.
Toma mi bastón, si
es que tan pronto te
has cansado.
-Amigo -dijo el
otro, que de la
marcha lenta pasó a
parar del todo-, ya
cumplí con el pacto
encontrándonos aquí;
y ahora mi intención
es devolverme al
punto de partida.
Tengo escrúpulos
respecto del asunto
que sabemos.
-¿Conque eso dices?
-respondió el de la
serpiente, riendo
para sí-. De todos
modos sigamos
caminando mientras
lo discutimos; y si
no te convenzo, te
devuelves. Todavía
no hemos recorrido
más que un corto
trecho.
-¡Demasiado lejos,
demasiado! -exclamó
el joven esposo,
reanudando la marcha
sin darse cuenta-.
Mi padre nunca se
adentró en el bosque
para emprender
semejante aventura,
ni antes su padre.
Desde los tiempos de
los mártires hemos
sido un linaje de
hombres honrados y
buenos cristianos; y
yo sería el primer
Brown en tomar por
este camino y andar…
-En semejante
compañía, ibas a
decir -observó el
personaje mayor,
interpretando la
pausa-. ¡Bien dicho,
Goodman Brown!
Conozco a tu familia
tan bien como a
ninguna otra entre
los puritanos. Le
ayudé a tu abuelo el
alguacil cuando con
tantos bríos azotó a
la cuáquera por las
calles de Salem; y
fui yo el que le
procuró a tu padre
la tea de pino
embreado, encendida
en mi propio hogar,
para que le
prendiera fuego al
poblado de indios
durante la guerra
del jefe Metacomet.
Ambos fueron buenos
amigos míos; y dimos
más de un paseo
agradable por este
mismo camino y
regresábamos llenos
de alegría pasada la
medianoche. Por
consideración a
ellos me gustaría
ser tu amigo.
-Si es como usted
dice -respondió
Goodman Brown-, me
sorprende que jamás
hablaran de estas
cosas; o, en
realidad, no me
sorprende, en vista
de que el menor
rumor al respecto
los habría expulsado
de Nueva Inglaterra.
Somos gente de
oración y, por si
fuera poco, gente de
buenas obras, y no
practicamos
semejantes maldades.
-Maldades o no -dijo
el caminante del
bastón retorcido-,
gozo de un trato muy
amplio aquí en Nueva
Inglaterra. Los
diáconos de más de
una parroquia han
bebido conmigo el
vino de la comunión;
los administradores
de diversos pueblos
consideran que soy
su presidente; y en
la Asamblea
Legislativa la
mayoría de los
miembros apoya
firmemente mis
intereses. Además,
el Gobernador y yo…
Pero esos son
secretos de Estado.
-¿Podrá ser cierto?
-exclamó Goodman
Brown, lanzando una
mirada de estupor a
su desaprensivo
acompañante-. Sea
como sea, no tengo
nada que ver con el
Gobernador o la
Asamblea. Ellos
hacen lo que les
parece y no tienen
autoridad sobre un
simple granjero como
yo. Pero, si yo
siguiera con usted,
¿cómo podría darle
después la cara a
ese buen anciano, a
mi pastor en la
aldea de Salem? El
mero sonido de su
voz me pondría a
temblar en los días
de fiesta y en los
días de prédica.
Hasta entonces el
caminante de mayor
edad había escuchado
con la
circunspección
debida, pero ahora
echó a reír de modo
incontenible,
sacudiéndose con tal
violencia que el
sinuoso bastón de
veras pareció
culebrear en
concordancia.
-¡Ja, ja, ja! -rió
una y otra vez hasta
que, recobrando la
compostura, dijo-:
está bien, continúa
Goodman Brown, pero
por favor no hagas
que me muera de
risa.
-Bien, entonces,
para que terminemos
de una vez con el
asunto -dijo Goodman
Brown, bastante
picado-, está mi
esposa, Fe. Le
partiría su frágil y
tierno corazón; y yo
más bien me partiría
el mío.
-No, si ese es el
caso -respondió el
otro-, es mejor que
hagas como te
parezca, Goodman
Brown. Ni por veinte
viejas como la que
va rengueando allá
adelante querría yo
que tu Fe sufriera
daño alguno.
Al decir esto apuntó
con el bastón hacia
la silueta de una
mujer en el camino,
que Goodman Brown
reconoció como la de
una señora devota y
ejemplar que le
había enseñado el
catecismo en la
infancia y que
seguía siendo su
consejera moral y
espiritual,
conjuntamente con el
pastor y el diácono
Gookin.
-Un prodigio, de
veras, que la tía
Closse ande de noche
tan lejos en el
bosque -dijo Brown-.
Pero con su permiso,
amigo, voy a tomar
un atajo por el
monte hasta que
hayamos dejado atrás
a esa cristiana.
Como no se conocen,
podría preguntarme
con quién ando
asociado y adónde me
dirijo.
-Así sea -dijo el
acompañante-. Métete
por el monte y deja
que yo siga por el
camino.
Por consiguiente, el
joven se desvió.
Pero se daba maña
para ir observando
al compañero, que
prosiguió
tranquilamente hasta
que estuvo a pocos
pasos de la vieja
señora. Mientras
tanto, ella avanzaba
como mejor podía,
con inusitada
rapidez para
tratarse de una
mujer de tanta edad
y mascullando
palabras indistintas
-una oración, sin
duda- al andar. El
caminante levantó el
bastón y le tocó la
nuca marchita con lo
que parecía la cola
de la serpiente.
-¡El demonio!
-chilló la vieja
beata.
-¿De modo que la tía
Cloyse reconoce a su
viejo amigo?
-inquirió el
viajero,
poniéndosele
enfrente y
apoyándose en el
palo retorcido.
-¡Ah, cómo no! ¿Pero
efectivamente se
trata de su señoría?
-exclamó la buena
mujer-. Sí, claro, y
a imagen y semejanza
de mi viejo
compinche Goodman
Brown, el abuelo del
tonto que ahora
lleva el nombre.
Pero, ¿lo creería su
señoría?, mi escoba
desapareció como por
ensalmo, sospecho
que robada por esa
bruja sin colgar de
la tía Cory, y eso
cuando además yo
andaba toda ungida
de jugo de cañarejo,
y de cincoenrama, y
de acónito…
-Majado todo con
trigo menudo y con
la grasa de un
recién nacido -dijo
la aparición del
viejo Goodman Brown.
-¡Ah, su señoría
conoce la receta!
-exclamó la anciana,
soltando un
cacareo-. Así que,
como venía diciendo,
estando lista para
la reunión, y sin
caballo, me decidí a
recorrer a pie todo
el camino. Porque me
dicen que esta noche
vamos a admitir en
comunión a un
agradable jovencito.
Pero ahora su atenta
señoría me va a dar
el brazo y estaremos
allí en un abrir y
cerrar de ojos.
-A duras penas puede
ser -contestó su
amigo-. No puedo
ofrecerle mi brazo,
tía Cloyse. Pero
aquí tiene mi bastón
si lo desea.
Diciendo esto lo
arrojó a los pies de
la vieja; en donde
acaso cobró vida,
pues se trataba de
uno de los báculos
que en tiempos
pasados el dueño les
facilitara a los
magos de Egipto. Sin
embargo, Goodman
Brown no pudo tomar
conocimiento de este
hecho. La sorpresa
lo había hecho alzar
la vista al cielo. Y
cuando otra vez bajó
los ojos no vio a la
tía Cloyse ni al
bastón serpentino,
sino a su compañero,
solo y esperándolo
tan tranquilo como
si nada hubiera
sucedido.
-Esa anciana me
enseñó el catecismo
-dijo el joven.
Y había todo un
mundo de
significación en
este escueto
comentario.
Siguieron andando
mientras el mayor
exhortaba al otro a
que fuera más rápido
y a que perseverara
en el camino,
arguyendo con tanta
habilidad que sus
razonamientos
parecían brotar del
pecho de su oyente
más bien que
sugeridos por él
mismo. Arrancó de
pasada una rama de
arce que le sirviera
de bastón y comenzó
a despojarla de
tallos y retoños,
humedecidos por el
rocío vespertino.
Cuando sus dedos los
tocaban, se ajaban
de modo singular y
se secaban como si
hubieran recibido
una semana de sol. Y
así, a buen paso y
sin obstáculos,
prosiguió la pareja
hasta que, de
pronto, en una
oscura hondonada del
camino, Goodman
Brown se sentó en el
tocón de un árbol y
se negó a seguir
adelante.
-Amigo -dijo
tercamente-, ya lo
he decidido: no voy
a dar un paso más en
estas andanzas. Qué
importa que una
vieja desgraciada
prefiera irse al
diablo cuando yo
pensaba que iba a ir
al cielo. ¿Es esa
una razón para que
yo abandone a mi
querida Fe y la siga
a ella?
-Con el tiempo vas a
pensar mejor sobre
todo esto -dijo
serenamente el
conocido-. Quédate
aquí sentado y
descansa un rato. Y
cuando tengas ganas
de moverte otra vez,
aquí está mi bastón
para ayudarte en el
camino.
Sin más palabras le
arrojó al compañero
el palo de arce y se
perdió de vista
velozmente, como si
se hubiera esfumado
en las tinieblas
cada vez más densas.
El joven permaneció
sentado un rato a la
vera del camino,
felicitándose
fervorosamente y
pensando en la
limpia conciencia
con que le haría
frente al pastor en
su paseo matinal y
en que no tendría
que rehuir la mirada
del buen diácono
Gookin. ¡Y qué sueño
apacible sería el
suyo aquella misma
noche, que antes iba
a emplear
malignamente, pero
tan pura y
dulcemente ahora en
los brazos de Fe!
Estando absorto en
tan placenteras y
encomiables
meditaciones,
Goodman Brown
escuchó trancos de
caballos por el
camino y consideró
prudente esconderse
en la orilla del
bosque, sabedor del
culpable propósito
que lo había traído
hasta ese lugar,
aunque ya lo había
abandonado
felizmente.
Hasta él llegaron el
ruido de los cascos
y el de las graves y
cascadas voces de
dos jinetes que
charlaban
despreocupadamente
mientras se iban
acercando. Estos
sonidos varios
parecieron pasar a
unos cuantos pasos
del escondite del
joven. Pero, sin
duda debido a la
espesura de la
oscuridad en aquel
paraje singular, no
se vieron los
viajeros ni sus
bestias. Si bien
rozaron con el
cuerpo las bajas
frondas que
bordeaban el camino,
no pudo verse que
interceptaran ni por
un instante el tenue
resplandor que
provenía de la
franja de cielo
contra la cual
habían debido
recortarse. Goodman
Brown se acurrucó y
se empinó por
turnos, apartando
las ramas y asomando
la cabeza hasta
donde se atrevió,
sin discernir una
sombra siquiera.
Esto lo inquietó aún
más, porque podría
haber jurado que, si
tal cosa fuera
posible, había
reconocido las voces
del pastor y el
diácono Gookin,
quienes cabalgaban a
trote corto, en
calma, como solían
hacer cuando iban
rumbo a una
ordenación o un
concilio de
iglesias. Mientras
estaban todavía al
alcance del oído,
uno de los jinetes
se detuvo a sacar
una fusta.
-De las dos, su
reverencia -dijo la
voz parecida a la
del diácono-,
preferiría perderme
la cena de
ordenación y no la
reunión de esta
noche. Dicen que
algunos miembros de
nuestra comunidad
van a venir de
Falmouth y más
lejos, y otros de
Connecticut y Rhode
Island, aparte de
varios indios
hechiceros que, a su
manera, saben tanto
de artes diabólicas
como los mejores de
los nuestros.
Además, hay una
joven de buenas
aptitudes que vamos
a admitir en
comunión .
-¡Excelente, diácono
Gookin! -respondió
el timbre solemne y
cascado del pastor-.
Piquemos las
espuelas o
llegaremos tarde. No
puede hacerse nada,
ya lo sabes, hasta
que yo no esté sobre
el terreno.
Se escuchó otra vez
el ruido de los
cascos. Y las voces
que tan extrañamente
conversaban en el
aire vacío siguieron
bosque adentro, en
donde nunca se había
congregado iglesia
alguna o había
rezado ningún
cristiano solitario.
¿Adónde entonces
podían dirigirse
estos hombres de
Dios, en las
entrañas de la selva
pagana?
A punto de irse al
suelo,
desfalleciente y
agobiado por un
infinito malestar
del corazón, el
joven Goodman Brown
tuvo que agarrarse a
un árbol para
sostenerse. Alzó la
vista al firmamento,
dudando si en
realidad había un
cielo sobre su
cabeza. Sin embargo,
allá estaba la
bóveda azul; y los
luceros titilando en
ella.
-Con el cielo arriba
y con Fe en la
tierra seguiré firme
contra el
demonio!-gritó
Goodman Brown.
En tanto que miraba
fijamente la
profunda bóveda
celeste con las
manos levantadas
para orar, una nube,
a pesar de que el
viento no soplaba,
cubrió el cenit
rápidamente y ocultó
las estrellas que lo
iluminaban. Todavía
se veía el cielo
azul, excepto en la
zona que quedaba
directamente arriba,
por donde la masa
nubosa surcaba veloz
con dirección al
norte. Desde los
aires, como viniendo
de las profundidades
de la nube,
descendía un sonido
de voces equívoco y
confuso. Por un
instante él creyó
distinguir los
acentos de gentes de
su pueblo, hombres y
mujeres, unos píos y
otros profanos, con
muchos de los cuales
se había encontrado
en la mesa de la
santa cena mientras
a otros los había
visto de farra en la
taberna. Tan
indistintos eran los
sonidos, que al
momento dudó haber
oído otra cosa que
el murmullo del
viejo bosque,
susurrando sin
viento. Pero otra
vez cobraron fuerza
aquellos tonos
familiares que
escuchaba a diario
bajo el sol de la
aldea de Salem, mas
nunca hasta el
presente procedentes
de una nube de
sombras. Había una
voz, la de una
joven, que profería
lamentos, aunque lo
hacía con una pena
incierta, y que
imploraba alguna
merced que acaso le
afligiría obtener;
mientras la turba
invisible, justos y
pecadores, parecía
alentarla a que
siguiera adelante.
-¡Fe! -exclamó
Goodman Brown, con
un grito de agonía y
desesperación; y los
ecos del bosque lo
imitaron, gritando
“¡Fe, Fe!” como si
un coro de infelices
anduviera perplejo
buscándola por todos
los rincones de la
espesura.
El alarido de
terror, furia y
congoja hendía la
noche mientras el
desdichado esposo
contenía el aliento
esperando respuesta.
Se escuchó un grito,
de inmediato ahogado
por un recrudecer
del vocerío, que se
fue apagando en
medio de remotas
carcajadas a medida
que la nube se
perdía en
lontananza, dejando
el cielo claro y
silencioso sobre
Goodman Brown. Pero
algo liviano cayó
revoloteando por el
aire y se enganchó
en la rama de un
árbol. El joven lo
tomó y se encontró
con una cinta rosa.
-¡Mi Fe se ha ido!
-gimió, tras un
momento de
estupefacción-. No
existe el bien sobre
la tierra. Y el
pecado es sólo un
nombre. Ven pues,
demonio; ya que este
mundo a ti te ha
sido adjudicado.
Y enloquecido de
desesperación, de
tal manera que
estuvo riendo en voz
alta un largo rato,
Goodman Brown agarró
el bastón y partió
otra vez, con tal
velocidad que
parecía volar sobre
el camino más bien
que andar o que
correr. La senda se
fue haciendo cada
vez más agreste y
más tétrica y su
trazo cada vez más
borroso, hasta que
desapareció del
todo, abandonándolo
en las entrañas de
la selva oscura.
Pero él siguió
adelante, propulsado
vertiginosamente por
el instinto que guía
a los hombres hacia
el mal. El bosque
todo estaba poblado
de sonidos
horrísonos: crujidos
de los árboles,
aullidos de fieras,
ululares de indios;
mientras que a ratos
el viento tañía como
la campana de una
iglesia lejana y a
ratos envolvía al
viajero en un rugido
penetrante, como si
la naturaleza en
pleno se burlara de
él. Pero él mismo
era el horror
principal de esta
escena y no se
amilanaba con los
demás horrores.
-¡Ja, ja ja!-estallaba
estrepitosamente
Goodman Brown cuando
el viento se reía de
él-. Vamos a ver
quién ríe más
fuerte. No creas que
vas a asustarme con
tus artes satánicas.
¡Vengan brujas,
vengan magos, vengan
indios hechiceros,
venga hasta el
diablo mismo, que
aquí viene Goodman
Brown! ¡No hay razón
para que no le teman
tanto cómo él les
teme a ustedes!
Ciertamente, en todo
el bosque encantado
no podía haber nada
más aterrador que el
espectáculo de
Goodman Brown.
Volaba entre los
negros pinos
blandiendo el bastón
con ademanes de
locura, ya dando
rienda suelta a una
andanada de
blasfemias
horribles, ya
profiriendo
risotadas que hacían
que todos los ecos
de la selva
rompieran a reír
como demonios a su
alrededor. El
Maligno en persona
es menos espantoso
que cuando rabia en
el pecho de un
hombre. Y así el
endemoniado siguió
su veloz curso,
hasta que,
temblorosa a través
del follaje, divisó
al frente una luz
roja, como cuando
los troncos y las
ramazones de los
árboles talados de
un desmonte son
pasto de las llamas
y arrojan contra el
cielo un fulgor
espectral a la hora
de la medianoche. Se
detuvo, aprovechando
que amainaba la
tormenta que lo
había impelido, y
escuchó elevarse el
canto de lo que
parecía ser un
himno, cuyas
cadencias
majestuosas venían
desde lejos con el
peso de numerosas
voces. Él conocía la
música; el coro del
templo de la aldea
la entonaba con
frecuencia. Los ecos
de la letra se iban
extinguiendo con
cierta pesadez y
fueron prolongados
por otro coro, no de
voces humanas, sino
de todos los sonidos
de la naturaleza
anochecida, que
tronaron a un tiempo
en atroz armonía.
Goodman Brown lanzó
un grito que se
perdió para su
propio oído, pues lo
hizo al unísono con
este grito de la
selva.
Enseguida, durante
la pausa de
silencio, se
adelantó
furtivamente hasta
que el resplandor
pegó de lleno en sus
ojos. En un extremo
del claro, enmarcado
por la negra muralla
del bosque, se
levantaba una roca
que tenía cierto
parecido tosco y
natural con un altar
o un púlpito. Estaba
rodeada por cuatro
pinos llameantes,
los copos
encendidos, los
troncos intactos,
como los cirios de
un oficio nocturno.
La fronda que cubría
la cima de la roca
ardía toda, hiriendo
la noche con altas
llamaradas y
alumbrando
caprichosamente el
descampado entero.
Cada gajo colgante,
cada festón de hojas
estaba envuelto en
llamas. Al ritmo que
crecía o se atenuaba
la refulgencia roja,
una nutrida
congregación se
iluminaba,
desaparecía entre
las sombras y
resurgía, por así
decirlo, de las
tinieblas, poblando
en el acto el
corazón del bosque
solitario.
-Solemne compañía
ataviada de negro
-se dijo Goodman
Brown.
Esto era cierto.
Allí, fluctuando ya
más cerca, ya más
lejos, entre el
resplandor y la
penumbra, aparecían
rostros que al día
siguiente se verían
en el Consejo
Provincial y otros
que, domingo tras
domingo, desde los
más sagrados
púlpitos de la
comarca dirigían con
devoción la vista al
cielo y con
benignidad a los
bancos atestados de
fieles. Hay quienes
aseguran que la
señora del
Gobernador estuvo
allí. Al menos
vinieron altas damas
muy cercanas a ella;
y las mujeres de
maridos ilustres; y
viudas, en gran
cantidad; y vetustas
solteronas, todas de
intachable
reputación; y bellas
jovencitas que
temblaban por miedo
a que sus madres
alcanzaran a verlas.
O bien los súbitos
relámpagos que
cintilaban sobre el
campo oscuro
deslumbraron a
Goodman Brown, o él
reconoció a una
veintena de miembros
de la Iglesia de la
aldea de Salem
famosos por su
extraordinaria
santidad. El viejo y
bueno del diácono
Gookin había llegado
y aguardaba al lado
de ese santo
venerable, su pastor
respetado. Pero en
asociación
irreverente con
estas personas
graves, honestas y
devotas, estos
patriarcas de la
Iglesia, estas
castas damas y estas
vírgenes puras,
había hombres de
vida disoluta y
mujeres de honra
mancillada,
desdichados
entregados a todo
vicio ruin e
inmundo, e incluso
sospechosos de
crímenes horrendos.
Era extraño ver cómo
los buenos no
esquivaban a los
malos, cómo los
pecadores no sentían
vergüenza de los
santos. Dispersos
entre sus enemigos
carapálidas estaban
también los
sacerdotes indios o
chamanes, que tantas
veces habían
sembrado el pánico
en su bosque nativo
con conjuros más
terribles que
cualquiera de los
conocidos por la
brujería de
Inglaterra.
-¿Pero dónde está
Fe? -pensaba Goodman
Brown,
estremeciéndose a
medida que el
corazón se le
llenaba de
esperanza.
Se elevó otro verso
del himno, una
melodía lenta y
pesarosa, de esas
que aman los beatos,
pero acoplada a
palabras que
expresaban todo lo
que nuestra
naturaleza puede
concebir sobre el
pecado y que
insinuaban
turbiamente mucho
más. Insondable para
los simples mortales
es el saber de los
espíritus del mal.
Se cantaba un verso
tras otro y el coro
de la selva seguía
elevándose en las
pausas como la nota
más profunda de un
poderoso órgano. Y
con la última
cadencia de aquel
himno horripilante
se elevó un
estridor, como si el
viento que rugía,
las aguas que
corrían a chorros,
las fieras que
aullaban y todas las
voces del
desconcierto de la
selva se mezclaran y
armonizaran con la
voz del hombre
culpable en homenaje
al Príncipe de
todos. Los cuatro
pinos encendidos
despidieron una
llama más alta y
alumbraron vagos
rostros y figuras
monstruosas
remontadas en las
espirales de humo
que se cernían sobre
la sacrílega
asamblea. En el
mismo momento el
fuego de la roca se
avivó con rojos
estallidos y formó
un arco
incandescente sobre
su superficie, en
donde ahora aparecía
una silueta.
Dicho sea con la
debida reverencia,
ésta tenía un
parecido no muy
leve, tanto en las
vestiduras como en
el porte, con la de
algún importante
clérigo de las
iglesias de Nueva
Inglaterra.
-¡Traigan a los
conversos! -gritó un
vozarrón que retumbó
en el claro y cuyos
ecos se perdieron en
el bosque.
Al escuchar la
orden, Goodman Brown
abandonó las sombras
y se acercó a la
congregación, hacia
la cual sentía una
repugnante
fraternidad, por
concordancia de todo
lo que en su corazón
era perverso. Casi
podría haber jurado
que la aparición de
su difunto padre le
hacía señas para que
avanzara, mirándolo
desde una vedija de
humo, mientras que
una mujer con
desvaído gesto de
desesperación
extendía la mano
para prevenirlo.
¿Era su madre? Pero
él no tuvo fuerzas
para retroceder un
solo paso, ni para
resistirse, aun de
pensamiento, cuando
el pastor y el buen
diácono Gookin lo
tomaron de los
brazos y lo
condujeron a la roca
incendiada. Allí
llegó también la
esbelta figura de
una mujer cubierta
con un velo,
arrastrada entre la
tía Cloyse, aquella
pía maestra de
catecismo, y Martha
Carrier, a quien el
diablo le había
prometido el trono
del infierno, bruja
desvergonzada como
era. Los prosélitos
fueron ubicados bajo
la cúpula de fuego.
-Bienvenidos, hijos
míos -dijo la
aparición
misteriosa-, a la
comunión de la raza
de ustedes. Han
descubierto, así tan
jóvenes, su
naturaleza y su
destino. Hijos míos,
miren tras de
ustedes.
Se volvieron y
contemplaron a los
adoradores del
demonio, que con un
fogonazo, por así
decirlo, aparecieron
retratados contra
una cortina de
candela.
En cada rostro
fulguraba una
siniestra sonrisa de
saludo.
-Allí -prosiguió la
figura renegrida-
están todos los que
han venerado desde
niños. Ustedes los
consideran más
santos que ustedes y
aborrecen su pecado,
poniéndolo en
contraste con sus
vidas de rectitud y
de devotas
aspiraciones
celestiales. Sin
embargo, aquí están
todos en mi asamblea
de adoradores. Esta
noche les será
permitido conocer
sus actos secretos:
cómo han susurrado
los ancianos de la
Iglesia, tras sus
barbas blanquecinas,
palabras de lujuria
a las doncellas de
sus casas; cómo,
ávida de luto, más
de una mujer le ha
dado a su marido un
bebedizo a la hora
de acostarse y ha
dejado que duerma el
postrer sueño en su
regazo; cómo se han
dado prisa algunos
jóvenes imberbes
para heredar las
fortunas de sus
padres; y cómo las
lindas damiselas -no
se ruboricen, dulces
muchachas- han
cavado pequeñas
tumbas en el jardín
y me han convidado,
como único invitado,
al funeral de una
criatura. Por la
simpatía que hacia
el pecado sienten
sus corazones
humanos, rastrearán
todos los lugares,
bien sea la iglesia,
la alcoba, la calle,
el campo o el
bosque, en donde el
crimen ha sido
perpetrado; y se
regocijarán al ver
que el mundo entero
es una mácula de
culpa, una
descomunal mancha de
sangre. Mucho más
que esto: les será
dado columbrar en
cada pecho el
profundo misterio
del pecado, la
fuente de todas las
artes malignas, la
cual genera de modo
inagotable tal
cantidad de malvados
impulsos, que ni el
poder humano ni mi
suma potencia serían
capaces de
convertirlos en
acciones. Y ahora,
hijos míos, mírense
unos a otros.
Así lo hicieron. Y
bajo el resplandor
de las antorchas
infernales el
desgraciado joven
descubrió a su Fe, y
ella a su marido,
estremecidos ante
aquel altar profano.
-¡Miren! Ahí están,
hijos míos -dijo la
aparición con tonos
hondos y solemnes,
casi tristes en su
desconsolada
atrocidad, como si
su antigua
naturaleza angélica
todavía pudiera
llorar por nuestra
raza abyecta-.
Confiando en sus
respectivos
corazones, todavía
esperaban que la
virtud no fuera sólo
un sueño. Ahora han
salido del engaño.
El mal es la
naturaleza de la
humanidad. El mal ha
de ser su única
dicha. Otra vez
bienvenidos, hijos
míos, a la comunión
de su raza.
-¡Bienvenidos!
-corearon los
adoradores del
Maligno, con un
grito de
desesperación y de
victoria.
Y allí seguían
ellos, los dos
únicos, según
parecía, que todavía
vacilaban al borde
de la perversidad en
este mundo
tenebroso. Labrada
en la roca había una
pila natural.
¿Contenía agua,
enrojecida por la
luz espectral? ¿O
sangre? ¿O acaso
fuego líquido? Allí
introdujo la mano la
aparición del mal,
preparándose para
imponerles en la
frente la señal del
bautismo de modo que
pudieran compartir
el misterio del
pecado y fueran más
conscientes de la
culpa secreta de los
otros, tanto de obra
como de pensamiento
más de lo que por su
propia cuenta podían
ser ahora. El marido
dirigió una mirada a
la pálida esposa; y
Fe lo miró a él.
Otra mirada, y se
verían como
corruptos infelices,
temblando tanto por
lo que revelaban
como por lo que
descubrían.
-¡Fe, Fe! -gritó el
esposo-. ¡Mira hacia
el cielo y repudia
al maligno!
No supo si Fe
obedeció. Acabando
de hablar se
encontró en medio de
la noche tranquila y
de la soledad,
escuchando el
bramido del viento
que se iba
extinguiendo por el
bosque.
Tambaleándose,
tropezó con la roca,
que estaba fría y
húmeda. Una ramita
que colgaba y que
había estado
ardiendo le salpicó
la mejilla con el
rocío más helado.
Al otro día el joven
Goodman Brown entró
despacio por la
calle de la aldea de
Salem, mirando con
asombro en derredor
como un hombre
perplejo. El anciano
pastor, que daba un
paseo por el
cementerio haciendo
apetito para el
desayuno y
preparando el
sermón, le concedió
una bendición cuando
lo vio pasar.
Goodman Brown huyó
del venerable santo
como evitando un
anatema. El viejo
diácono Gookin se
encontraba
enfrascado en el
culto doméstico y
las sagradas
palabras de sus
rezos se escuchaban
salir por la
ventana.
-¿A qué deidad
rezará el brujo? -se
preguntó Goodman
Brown.
La tía Cloyse, esa
eximia cristiana de
antaño, disfrutaba
del sol tempranero
ante la verja de su
casa, catequizando a
una niñita que le
había traído una
pinta de leche
ordeñada esa mañana.
Goodman Brown
arrebató a la niña
de su sitio como si
la librara de las
garras del Maligno.
Al doblar la esquina
del templo divisó la
cabeza de Fe, con
las cintas rosadas,
que atisbaba de
lejos con ansiedad y
que prorrumpió en
tal alegría de
verlo, que salió
disparada por la
calle y casi besa a
su marido frente a
toda la aldea. Pero
Goodman Brown la
miró a la cara con
severidad y con
tristeza y pasó de
largo, sin siquiera
un saludo.
¿Se había quedado
dormido Goodman
Brown en el bosque y
tan sólo tuvo un
sueño turbulento
sobre un aquelarre3?
Que así sea, si
usted quiere. Pero
¡ay! fue un sueño de
mal augurio para el
joven Goodman Brown.
En efecto, a partir
de esa noche del
sueño pavoroso se
convirtió en un
hombre inflexible,
triste, meditabundo
y desconfiado, si no
desesperado. En el
día domingo, cuando
la congregación
entonaba un salmo
sagrado, no podía
escuchar porque un
ensordecedor himno
de pecado se
agolpaba en sus
oídos y sofocaba por
completo los acordes
benditos. Cuando el
pastor predicaba
desde el púlpito con
vigor y febril
elocuencia y, con la
mano en la Biblia
abierta, hablaba de
las verdades
sagradas de nuestra
religión, de vidas
santas y de muertes
triunfantes, de la
dicha futura o la
infelicidad
inexpresable,
entonces Goodman
Brown se ponía
lívido, temeroso de
que el techo se
fuera a desplomar
sobre el viejo
blasfemo y sus
oyentes. Con
frecuencia,
despertando de
pronto a medianoche,
se apartaba del
regazo de Fe. Y de
mañana o al
atardecer, cuando la
familia se
arrodillaba en
oración, fruncía el
ceño y murmuraba
para sí, miraba con
severidad a su mujer
y volvía la cabeza.
Y cuando hubo vivido
largos años y su
blanco cadáver fue
llevado a la tumba,
seguido por Fe, una
mujer envejecida, y
por hijos y nietos,
un cortejo nutrido
sin contar los
vecinos, que no eran
pocos, no
esculpieron en su
lápida ningún
versículo de
esperanza, ya que la
hora de su muerte
fue sombría. |