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CUENTOS
 
El alma del guerrero - El delator - El socio -
 
Joseph Conrad
 

El alma del guerrero

El viejo oficial de grandes bigotes blancos dio rienda suelta a su indignación.

—¿Cómo es posible que todos ustedes, jovenzuelos, no tengan más sentido común? A muchos de ustedes no les vendría mal limpiarse los labios de leche antes de juzgar a los rezagados de una generación que han hecho mucho, y sufriendo no poco, por su tiempo.

Los oyentes hicieron sentir al instante su arrepentimiento y el anciano guerrero se calmó un poco, pero no se quedó en silencio.

—Yo soy uno de ellos, me refiero a que soy uno de los rezagados —continuó con calma—. ¿Y qué fue lo que hicimos? ¿Qué conseguimos? El gran Napoleón cayó sobre nosotros con la intención de emular las gestas de Alejandro de Macedonia, con toda una multitud de naciones apoyándole. A la impetuosidad y fuerza francesas nosotros opusimos enormes espacios desiertos, y después presentamos dura batalla hasta que su ejercito se quedó inmóvil en sus posiciones y durmiendo sobre sus propios cadáveres. Después de aquello sucedió el muro de fuego de Moscú, se le vino totalmente encima.

“A partir de ahí empezó la derrota del Gran Ejército. Yo les vi en desbandada como si se tratara del fatídico descenso de miles de pálidos y demacrados pecadores a través del círculo helado del infierno de Dante, abriéndose cada segundo un poco más ante sus miradas llenas de desesperación.

“Los que consiguieron escapar con vida casi tuvieron que llevar las armas clavadas al cuerpo con doble remache para poder salir de Rusa en medio de aquella helada que partía las piedras, pero quien nos culpara de que les dejamos huir no estaría más que diciendo una insensatez. ¿Por qué? Porque nuestros mismos hombres llegaron hasta el límite de su resistencia… ¡Su resistencia rusa!

“Es evidente que nuestro espíritu no había sido dominado y que nuestra causa no solo era justa, sino sagrada, pero eso no conseguía amainar el viento que soplaba sobre hombres y caballos.

“Para bien o para mal, la carne es débil, y al final quien paga el precio es la Humanidad. ¿Por qué? En aquella batalla de la pequeña aldea de la que les hablaba luchábamos tanto por la victoria como por el refugio que nos ofrecían aquellas pequeñas casas. Y los franceses no eran muy distintos de nosotros.

“No se trataba ni de gloria ni de estrategia. Los franceses sabían a la perfección que aquello les iba a obligar a retirarse antes del alba y nosotros sabíamos que lo harían. En lo que se refería a la guerra tampoco había nada más por lo que luchar, y a pesar de todo tanto su infantería como la nuestra pelearon como gatos salvajes, o como héroes, si prefieren decirlo de ese modo, entre aquellas casas, mientras nuestros refuerzos se congelaban al aire libre bajo el inclemente viento del norte que arrastraba la nieve sobre la tierra. Hasta el aire resultaba increíblemente sombrío en contraste con la tierra blanca. Jamás había visto la creación de Dios con un aspecto tan siniestro como el que tenía aquel día.

“Nosotros, la caballería (no éramos más que un puñado), poco podíamos hacer aparte de darle la espalda al viento y soportar alguna que otra bala perdida de los franceses. Hay que decir también que aquellos eran los últimos cañones franceses, y era la última vez que pudieron mantener en posición a su artillería. Unos cañones que jamás consiguieron salir de allí. A la mañana siguiente los encontramos abandonados, pero aquella tarde aún seguían arrojando un fuego infernal sobre nuestra columna de ataque. El viento era tan fuerte que se llevaba el humo, y hasta el sonido, pero las lenguas de fuego se podían ver a la perfección a lo largo de todo el frente francés. Una ráfaga de nieve lo ocultaba todo, menos los centelleos de color rojo oscuro entre las espirales blancas.

“A intervalos, cada vez que se despejaban un poco las líneas, podíamos comprobar cómo avanzaba interminablemente una columna a través de la llanura, a la derecha. El Gran Ejército se arrastraba en desbandada mientras a nuestra izquierda la batalla continuaba en medio de un gran estruendo. El torbellino de nieve barría todo aquel escenario de muerte y desolación, hasta que de pronto el viento amainó tan rápidamente como se había levantado aquella mañana.

“En ese instante nos llegaron órdenes de atacar a la columna que se retiraba, no sé por qué, puede que para evitar que nos congeláramos sobre nuestras monturas. Giramos a la derecha y nos pusimos al paso, dispuestos a atacar aquella línea por uno de sus flancos. Serían aproximadamente las dos y media de la tarde.

“Hay que añadir también que hasta aquel momento de la campaña mi regimiento todavía no había estado en la primera línea de avance del ejército de Napoleón. Desde la invasión, y durante todos aquellos meses, la división a la que pertenecíamos había estado luchando en el norte contra Oudinot. Solo más tarde habíamos ido descendiendo y empujándole en nuestro frente hacia el Beresina.

“Era, por resumir, la primera vez que tanto mis camaradas como yo veíamos de cerca el Gran Ejército de Napoleón. La visión era temible y sobrecogedora. Por mi parte, había escuchado las historias de la gente y había podido contemplar también a algunos de los rezagados, pequeñas bandas de maleantes, grupos de prisioneros a lo lejos. ¡Pero ahí estaba el mismísimo ejército! Era una muchedumbre desfallecida, medio loca, tambaleante. Fluía desde el bosque a más de dos kilómetros de distancia y se perdía en la oscuridad de los campos. Trotamos hacia ella, lo que era en aquel momento la máxima velocidad que podíamos arrancarles a nuestros caballos, y caímos sobre aquella masa humana como si se tratara de una tierra movediza. No ofrecieron ninguna resistencia. Escuché algunos disparos, alrededor de media docena. Hasta sus mismos sentidos parecían haberse congelado con ellos. Aún tuve tiempo para echar un buen vistazo, mientras cabalgaba hacia el frente del escuadrón. Les aseguro que algunos de aquellos hombres estaban tan perdidos para nada en este mundo que no fuera su propia desgracia, que ni siquiera se dieron media vuelta para contemplar cómo cargábamos sobre ellos. ¡Soldados!

“Mi caballo empujó a uno de ellos con el pecho. El pobre desdichado llevaba un capote azul de los dragones e iba completamente harapiento y chamuscado, ni siquiera alzó la mano para quitarme las riendas y salvarse. Sencillamente se fue al suelo. Nuestras tropas avanzaban sableando y acuchillando… También yo… ¿Qué esperaban? El enemigo es el enemigo. Pero lo cierto es que un sentimiento de profundo espanto se empezó a apoderar de mi corazón. No se oía ningún tumulto, solo una especie de murmullo intercalado por gritos más fuertes y gruñidos, mientras aquella turbamulta seguía avanzando y empujando entre nosotros, sin aparentemente ningún sentimiento. En el aire había un hedor a harapos y a heridas. Mi caballo no paraba de tropezar en medio de aquel remolino humano, era como atravesar cadáveres galvanizados a los que la vida ya había dejado atrás hacía mucho tiempo. ¡Invasores! Sí… Dios ya había ajustado cuentas con ellos.

“Le clavé la espuela a mi caballo para que despejara el camino y sentí una repentina conmoción y un gemido de furor cuando nuestro segundo escuadrón cayó sobre ellos por nuestra derecha. Mi caballo perdió pie y alguien me agarró de la pierna. No tenía ningún deseo de que me derribaran del caballo y di un sablazo de revés y sin mirar. Escuché un grito y la pierna quedó libre en el acto.

“Justo en ese momento pude ver a un subalterno de mi regimiento a poca distancia de donde yo me encontraba. Su nombre era Tomassov. Una multitud de cadáveres andantes con ojos parecidos al cristal rodeaban su caballo cada vez más enloquecidos. Él se mantenía muy rígido sobre su montura, sin mirarles y con la espada tranquilamente envainada.

“Aquel Tomassov… en fin, tenía barba. Ya sé que todos tenemos barba de vez en cuando, por las circunstancias, o por falta de cuchilla. Éramos todos una panda de aspecto salvaje en aquellos días infames en los que muchos de nosotros no llegaron a sobrevivir. No tengo que recordarles hasta dónde llegaron nuestras pérdidas. Sí, les puedo asegurar que nuestro aspecto era muy salvaje. Des russes sauvages…

“Tomassov llevaba barba… pero no tenía un aspecto sauvage. Era el más joven de todos nosotros, y con eso quiero decir que era realmente joven. De lejos tenía un aspecto aceptable, a pesar de la muerte y de la impronta que la campaña había dejado en nuestros rostros, pero cuando uno se encontraba lo bastante cerca de él como para poder mirarle a los ojos se notaba de inmediato que era muy joven, aunque no era exactamente un niño.

“Aquellos ojos eran azules, de un azul parecido al de los cielos otoñales, soñadores y alegres, inocentes. Un tupé rubio adornaba su frente como si se tratara de una diadema de oro en una época normal.

“Seguramente estarán pensando que hablo de él como si se tratara de un héroe de novela, bueno, pues eso no es nada comparado con lo que el edecán había descubierto sobre él. Había descubierto que tenía ‘labios de amante’, fuera eso lo que fuera. Si a lo que se refería el edecán era a que tenía una bonita boca, en fin, pues lo cierto era que la tenía bastante bonita, pero él lo decía con desprecio. Nuestro edecán no era precisamente un hombre delicado. ‘Miren esos labios de amante’, solía decir a voz en grito cada vez que hablaba Tomassov.

“A Tomassov, como es lógico, la broma no le gustaba un pelo, pero hasta cierto punto había sido él mismo quien se había expuesto a las burlas debido a la honda huella que había dejado en él la pasión amorosa, una huella que quizá no era de una naturaleza tan extraordinaria como él parecía creer. Lo que hacía que sus compañeros aceptaran sus rapsodias era el hecho de que tenían que ver con Francia… ¡con París!

“Ustedes, jovenzuelos de esta generación, no son a veces capaces de mesurar el prestigio que aquellos nombres tenían entonces en el mundo entero. París era el centro de todas las maravillas para todos los hombres de este mundo que habían recibido el don de la imaginación. La mayoría de nosotros éramos jóvenes y estábamos bien relacionados, pero apenas acabábamos de salir de nuestros pequeños nidos de provincias, no éramos más que unos pobres servidores de Dios, unos paletos, por decirlo rápido, de modo que estábamos más que dispuestos a escuchar todas aquellas historias que Tomassov nos contaba sobre París. Le habían agregado a nuestra delegación en París el año anterior a la guerra, seguramente tenía buenos contactos, aunque muy bien había podido ser la simple fortuna.

“No creo que fuera un miembro importante de aquella delegación por su juventud y su casi total falta de experiencia. Al parecer, disponía de todo el tiempo del mundo cuando estaba en París y lo utilizó para enamorarse, para permanecer en ese estado y para cultivarlo, para vivir pensando solo en el amor, por decirlo de una vez.

“De modo que había sido algo más que un simple recuerdo lo que se había traído de Francia. El recuerdo es algo fugitivo, puede ser olvidado, puede disolverse y puede ponerse en duda. ¿Por qué? Porque yo mismo he llegado a veces a dudar y porque también a mí me llegó el turno de visitar París. El largo camino hacia allí con las batallas como etapas todavía me parecería increíble si no fuera por cierta bala de mosquete que he transportado siempre en mi persona desde cierto episodio de caballería que me ocurrió en Silesia, muy al comienzo de la campaña de Leipzig.

“Aun así, los episodios amorosos acaban siendo siempre más impresionantes que los episodios de peligro, y no suele enfrentarse al amor cuando se encuentra entre las tropas. Los episodios amorosos son menos frecuentes y más íntimos, y recuerden que en el asunto de Tomassov todo había sucedido hacía muy poco tiempo aún. Ni siquiera habían pasado tres meses desde que había regresado de Francia cuando estalló la guerra.

“Tanto su mente como su corazón estaban aún llenos de aquella experiencia. Aún estaba sobrecogido por lo que le había sucedido, y era normal que saliera con frecuencia en sus charlas. Se consideraba a sí mismo como una especie de privilegiado, pero no exactamente porque una dama le hubiese favorecido sino sencillamente, cómo lo podría explicar, porque había recibido la iluminación que le había llevado a adorarla, como si se hubiese tratado de algo que proviniera del mismísimo cielo.

“Sí, no hay duda, era un hombre ingenuo. Un jovenzuelo puede ser, pero nada tonto, y a pesar de eso poco dado al pensamiento, inocente y poco suspicaz. Se pueden encontrar a muchos como él por aquí y por allá, sobre todo en las provincias. También había algo de poético en él. Solo podía ser él mismo. Supongo que nuestro padre Adán tendría cierta poesía de la misma naturaleza. En cuanto al resto, era un russe sauvage, como solían llamarnos los franceses, pero no del tipo que se alimenta de velas como si se tratara de un manjar. En cuanto a la mujer, la mujer francesa, bueno, yo también he estado en Francia acompañado de otros cien mil rusos, y he de confesar que jamás la he visto. Lo más probable es que no se encontrara en París en ese momento. Y, fuera como fuera, no vivían tras puertas que se abrieran de par en par ante tipos como yo, ya entienden lo que quiero decir. Jamás me he visto en dorados salones, por lo que no puedo contarles qué aspecto tenía, algo que tal vez pueda parecer extraño porque yo era, por decirlo de alguna manera, el confidente de Tomassov.

“Enseguida le entraba la timidez al hablar frente a los demás. Supongo que en más de una ocasión los rudos comentarios de otros camaradas hirieron su sensibilidad, pero yo estaba a su lado y realmente me tuve que resignar. La verdad es que nadie debería esperar que un jovenzuelo, y más en la situación en la que se encontraba Tomassov, pudiera refrenar su lengua. Y en cuanto a mí —aunque supongo que no me creerán cuando se lo diga—, no había mucho problema porque soy una persona más bien callada.

“En muchas situaciones él interpretó mi silencio como simpatía. Todo aquel mes de septiembre fue un periodo tranquilo para nuestro regimiento, y permanecimos alojados en varias aldeas. Fue durante esos días cuando escuché la mayor parte de aquella… no sé si llamarla historia. La historia que yo tengo en la cabeza es otra cosa. Desahogo, se podría llamar.

“Yo me quedaba en silencio, a gusto mientras Tomassov me relataba entusiasmado su historia, y cuando hubo acabado yo permanecía en silencio. Se imponía en aquellas situaciones una especie de efecto silencioso que, creo, también satisfacía al propio Tomassov.

“Ella, como es lógico, no era una mujer joven. Puede que se tratara de una viuda. Fuera como fuera, no recuerdo que Tomassov mencionara a su marido ni una sola vez. Tenía un salón, algo realmente distinguido, una especie de centro social en el que ella reinaba con gran distinción.

“No sé por qué motivo yo me imaginaba aquella pequeña corte compuesta fundamentalmente por hombres, aunque Tomassov, debo añadir, era un experto en mantener aquellos detalles magistralmente al margen de la narración. Por mi honor que ni siquiera podría decir si era rubia o morena, si sus ojos eran marrones o azules, cuánto medía, sus rasgos ni nada sobre su complexión. Su amor parecía residir en un lugar al que no alcanzaban ni siquiera las impresiones físicas. Nunca la describió exhaustivamente, pero estaba dispuesto a admitir que en su presencia los pensamientos y sentimientos de todo el mundo giraban irremediablemente a su alrededor. Era ese tipo de mujer. En su salón se mantenían todo tipo de conversaciones sobre los temas más elevados, pero a través de ella fluía inaudible, como el sonido de una música misteriosa, la afirmación, el poder y la tiranía de la belleza. Por lo visto, la mujer era hermosa y sabía separar a sus contertulios de sus intereses en la vida y hasta de sus vanidades. Era una delicia secreta y una secreta preocupación. Cada vez que la miraban, todos los hombres sentían súbitamente la sensación de haber malgastado sus vidas. Ella era la misma felicidad, el goce puro, y no llevaba más que tristeza y desazón a los corazones de los hombres.

“En resumen, debió de ser una mujer extraordinaria, o bien Tomassov era un hombre extraordinario, capaz de sentir por una mujer como ella todas aquellas cosas de una manera tan convincente. Ya he comentado que el muchacho llevaba mucha poesía en su interior, pero todo cuanto relataba sonaba a cierto. Muchas veces los poetas son los que más se acercan a la verdad, nadie lo niega.

“Ya sé que donde no hay mucha poesía es en mi relato, pero me falta ese talento, y no me cabe duda de que la dama fue muy amable con el joven cuando éste consiguió ingresar en su salón. En realidad, lo más increíble de todo fue que lo consiguiera, pero cuando lo consiguió aquel inocente se vio rodeado de la compañía más distinguida y de los hombres mejor relacionados. Y todo el mundo sabe lo que significa eso: enormes barrigas, cabezas calvas, dientes que faltan… así al menos lo relataría algún guasón. Ahora imagínense en medio de esa comitiva a un hombre joven, modesto, de buen ver, impresionable, entregado. ¡Por mi honor, vaya un contraste! Vaya un descanso en medio de todos aquellos sentimientos desgastados. Y junto a todo ello la dosis justa de poesía que hace que los simples no parezcan tontos.

“A partir de aquel momento se convirtió en un esclavo devoto e incondicional. Su recompensa eran sonrisas, y de cuando en cuando poder acceder a la intimidad de la casa. Es muy posible que aquel sofisticado bárbaro fuera del gusto de la dama. Es muy posible que, ya que no se alimentaba a base de velas, pudiera satisfacer otras necesidades de ternura de la mujer. Ya saben ustedes que hay muchas formas de ternura para las mujeres sofisticadas. Me refiero a las mujeres con cerebro e imaginación, no me refiero a las temperamentales, ya saben lo que quiero decir. Y es que ¿quién es capaz de entender sus necesidades y caprichos? La mayoría de las veces ni siquiera ellas mismas saben nada sobre sus anhelos más íntimos, y van dando tumbos de una cosa a otra, a veces con resultados catastróficos. Y cuando eso sucede, ¿quién se asombra más que ellas? Aun así, el caso de Tomassov era más que idílico. Se encargaba de divertir a aquella elegante sociedad, y su devoción le proporcionaba algo semejante al éxito social. A él todo le daba lo mismo, para él solo había una divinidad y un santuario en el que se le permitía entrar y salir fuera de las horas de recepción establecidas.

“Aprovechó con total libertad todos los privilegios que le habían dado, ya que no tenía ningún compromiso oficial. La legación militar había resultado ser más honorífica que otra cosa, y como estaba presidida por un amigo personal de nuestro emperador Alexander, que a su vez solo se dedicaba a disfrutar de la vida en sociedad… eso era al menos lo que se daba a entender.

“Una de aquellas tardes, Tomassov fue a ver a la reina de sus pensamientos un poco antes de lo habitual. Resultó que no estaba sola, no era uno de aquellos personajes de barriga generosa y cabeza calva, aunque tampoco se trataba de un cualquiera. Era un hombre que pasaba los treinta años, un oficial francés que hasta cierto punto gozaba también de la misma privilegiada intimidad. Tomassov no sentía celos de él, aquel sentimiento le habría parecido casi presuntuoso al pobre hombre.

“Todo lo contrario, en realidad sentía admiración por el oficial. No se pueden hacer una idea de hasta dónde llegaba en aquella época el prestigio de los soldados franceses, incluso entre nosotros los rusos, que siempre nos habíamos enfrentado a ellos mejor que nadie. Era como si llevaran en la frente el signo de la victoria, y como si esa marca fuera a durar para siempre. Si no hubiesen sido tan conscientes de eso habrían sido casi sobrehumanos, pero eran buenos camaradas y sentían una especie de fraternidad hacia todo aquel que llevase armas, no importaba que fuera en su contra.

“Aquél era un ejemplar de primera, un oficial de la capitanía general, y aparte un hombre que pertenecía a la mejor sociedad. Era de complexión fuerte y muy masculino, aunque se acicalaba tanto como una mujer. Tenía la seguridad de un hombre de mundo. Su frente, blanca como el alabastro, contrastaba de una manera impresionante con el saludable color del resto de su cara.

“No sé si tenía o no celos de Tomassov, pero sospecho que debía estar un poco molesto, como si se tratara de algo absurdo y perteneciente al terreno de lo sentimental, pero esos hombres de mundo suelen ser impenetrables, y aparentemente condescendía a reconocer la existencia de Tomassov más liberalmente de lo que habría sido estrictamente necesario. En un par de ocasiones le había llegado incluso a ofrecer consejo con gran tacto y delicadeza. Tomassov fue completamente conquistado por aquellas pruebas de amabilidad bajo la fría cortesía de la mejor sociedad.

“Tomassov fue llevado hasta el petit salón, donde encontró a aquellas dos exquisitas personas sentadas la una junto a la otra en el sofá, y por un instante le dio la impresión de haber interrumpido una conversación especial. Los dos le miraron de forma extraña, o eso le pareció, pero tampoco le dieron a entender que estaba de más. Tras un rato la dama le dijo al oficial cuyo nombre era De Castel:

“—Me gustaría que se tomara la molestia de averiguar cuánto de verdad hay en ese rumor.

“—Es algo más que un simple rumor —contestó el oficial, pero se levantó obedientemente y se marchó. La dama se volvió hacia Tomassov y le dijo:

“—Usted quédese conmigo.

“Aquel mandato le hizo inmensamente feliz, y en ningún momento había tenido intención de marcharse.

“Ella le miró con aquella ternura que hacía que algo creciera y se expandiera en el interior de su pecho. Se trataba de una deliciosa sensación, incluso cuando provocara que de cuando en cuando se le cortara casi la respiración. Se sumergió como en éxtasis en aquella charla seductora y tranquila, llena de alegría inocente y de quietud espiritual. Le daba la sensación de que ardía su pasión, y envolvía a la dama con fieras lenguas azules de la cabeza a los pies y por encima de su cabeza, mientras su alma reposaba en el centro como una gran rosa blanca…

“Mmm, creo que es suficiente. Me contó muchas cosas parecidas pero ésta la recuerdo bien. Él mismo lo recordaba perfectamente porque se trataba de uno de sus últimos recuerdos de la dama. Aquella iba a ser la última vez que la iba a ver, aunque eso no lo sabía aún.

“De Castel regresó, y su presencia acabó con aquella atmósfera encantadora en la que Tomassov había estado bebiendo, completamente inconsciente del mundo exterior. Tomassov no pudo evitar sentirse impresionado ante la distinción de sus movimientos, la soltura de sus ademanes, la superioridad de aquel hombre sobre todos los hombres que conocía. Aquello le hacía sufrir. No podía evitar pensar que esas dos brillantes criaturas del sofá estaban hechas el uno para el otro.

“De Castel se sentó junto a la dama y le susurró con discreción:

“—No hay ni la menor sombra de duda de que es cierto —y en ese momento los dos miraron hacia Tomassov, que despertó de su estado de ensueño y regresó a una semiconciencia. Se sentó sonriéndoles vagamente.

“La dama retiró la mirada del sonrojado Tomassov y dijo con una gravedad poco habitual en ella:

“—Necesito saber si vuestra generosidad puede ser suprema… sin falla. El amor más alto ha de ser el origen de toda perfección.

“Tomassov no pudo evitar abrir los ojos de admiración ante aquellas palabras que habían salido de sus labios como si se tratara de perlas. El sentimiento, sin embargo, no iba dirigido al primitivo y joven ruso, sino al exquisito hombre de mundo, De Castel.

“Tomassov no alcanzó a ver el efecto que produjo en el oficial francés, porque en ese instante inclinó la cabeza y se quedó contemplando sus relucientes botas. La dama susurró con tono amable:

“—¿Tiene usted escrúpulos?

“De Castel, sin levantar aún la mirada murmuró:

“—Podría convertirse en una interesante cuestión de honor.

“Ella respondió vivaz:

“—Eso seguramente es algo artificial y yo suelo ser partidaria de los sentimientos naturales. En realidad no creo en otra cosa, aunque puede que su conciencia…

“Él la interrumpió:

“—En absoluto. No tengo una conciencia infantil. El destino de esa gente no tiene interés militar para nosotros. ¿Qué podría importar? La fortuna de Francia es invencible.

“—En ese caso… —dijo ella significativamente y poniéndose en pie. Tomassov se apresuró a hacer lo mismo. Se sentía afectado por un estado de profunda ofuscación mental. Mientras se llevaba a los labios la blanca mano de la dama escuchó cómo decía el oficial francés:

“—Si tiene alma de guerrero… —En aquella época la gente solía hablar de ese modo—. Si tiene alma de guerrero caerá a sus pies en el acto con el corazón agradecido.

“Tomassov se sintió resbalar hacia una oscuridad más densa incluso que la anterior. Siguió al oficial francés fuera de la habitación y fuera de la casa porque tenía la sensación de que era lo que se esperaba de él.

“Estaba empezando a anochecer, hacía mal tiempo y la calle estaba casi desierta. El francés, extrañamente, no parecía tener intención de irse y Tomassov esperó sin impaciencia. Nunca tenía prisa de irse de la casa en la que ella vivía. Y aparte había ocurrido algo maravilloso. Aquella mano que había alzado con reverencia desde los dedos se había presionado contra sus labios. ¡Había recibido un favor secreto! Casi se sentía atemorizado. El mundo se había puesto a dar vueltas y aún no se había detenido del todo. De Castel se detuvo en seco en la esquina de aquella calle tranquila.

“—No me gustaría ser visto a su lado en las calles iluminadas, señor Tomassov —dijo con una extraña mueca de desdén.

“—¿Por qué? —preguntó el joven, demasiado sorprendido aún como para sentirse ofendido.

“—Por prudencia —respondió el otro secamente—. Me temo que nos tenemos que separar en este punto, pero antes de hacerlo le revelaré algo cuya importancia entenderá de inmediato.

“Piensen, por favor, que se trataba de una noche de finales de marzo, y que era el año de 1812. Durante mucho tiempo había ido creciendo la frialdad de las relaciones entre Rusia y Francia. La palabra ‘guerra’ llevaba siendo susurrada en los salones desde hacía mucho tiempo, y finalmente había empezado a sonar también en círculos oficiales. La policía parisina había descubierto que nuestro delegado militar había sobornado a algunos funcionarios del Ministerio de la Guerra y había obtenido algunos documentos oficiales muy importantes. Los funcionarios corruptos (al parecer eran dos) habían confesado su crimen y les iban a fusilar esa noche. Todo el mundo iba a comentar el asunto al día siguiente. Pero lo peor de todo es que el emperador Napoleón estaba tremendamente furioso con el episodio y había decidido arrestar al delegado ruso.

“Aquella fue la revelación a la que se había referido De Castel, y aunque la había hecho en voz muy baja, Tomassov la había sentido como si hubiese sido estruendosa.

“—Le van a arrestar —murmuró desolado.

“—Sí, y se quedará como preso político… junto a todos los que están con él…

“El oficial francés agarró con fuerza el brazo de Tomassov por encima del codo.

“—Y se quedarán en Francia —repitió en el oído de Tomassov, le soltó el brazo, dio un paso atrás y permaneció en silencio.

“—¡Y es usted, usted, quien me cuenta todo esto! —exclamó Tomassov con una gratitud casi equiparable a su admiración por la generosidad de su futuro enemigo. ¡Ni un hermano habría mostrado tanta generosidad! Trató de buscar la mano del oficial pero éste permaneció con el capote cerrado. Puede que en la oscuridad no se diera cuenta de su gesto. Retrocedió un poco y con su voz segura de hombre de mundo, como si estuviera hablando de una mesa de juego o algo parecido, llamó la atención de Tomassov sobre el hecho de que si quería hacer uso de la advertencia cada segundo era valioso.

“—Ya lo creo que sí —afirmó Tomassov—. Hasta la vista entonces. No tengo palabras para agradecerle su generosidad, pero si se da la ocasión, lo juro, podrá disponer de mi vida…

“El francés se retiró y un segundo más tarde ya se había desvanecido en una calle solitaria. Tomassov se quedó solo y no desperdició ni uno solo de los valiosos minutos de los que disponía aquella noche.

“Comprueben cómo la murmuración y la charla ociosa de la gente pueden pasar a la historia. Si leen los anales de esos tiempos descubrirán como un hecho demostrado que nuestro delegado fue advertido por una dama de alta alcurnia que estaba enamorada de él. Se sabe, como es lógico, que era un hombre de éxito entre las mujeres y en las más altas esferas, además, pero lo cierto es que la persona que le avisó no fue otra distinta que nuestro sencillo Tomassov, un amante muy distinto.

“Ahí reside el secreto de cómo nuestro delegado consiguió escapar de las manos de Napoleón. Tanto él como todos sus oficiales consiguieron escapar sanos y salvos de Francia, tal y como ha quedado consignado en la Historia.

“Y entre sus oficiales, como es lógico, estaba el propio Tomassov. En palabras del oficial francés, se podía decir que había demostrado tener alma de guerrero, y lo que más podía deprimir a un hombre con un alma así era ser arrestado antes del comienzo de una guerra, ser alejado de su país cuando su país se encontraba en peligro, estar lejos de su familia militar, de su obligación, su honor… y su gloria.

“Tomassov se estremecía cada vez que pensaba en la tortura moral de la que había escapado y alimentaba en su corazón el sentimiento hacia aquellas dos personas que le habían salvado de aquel cruel calvario. ¡Eran unas criaturas maravillosas! Para él el amor y la amistad eran dos características de la perfección, y había encontrado de ello ejemplo en los dos, por eso les rendía un culto desaforado. Lo sucedido afectó su manera de ver a los franceses en general, y eso que era un gran patriota. Como es lógico, le indignaba que quisieran invadir su país, pero en su indignación no había ni una sombra de animadversión personal. Tenía una naturaleza fundamentalmente delicada. Le apenaba la tremenda dimensión del sufrimiento humano que contemplaba a su alrededor. Estaba lleno, de un modo varonil, de una gran compasión por todas las formas de la desdicha humana.

“Naturalezas de menor calidad que la suya no solían entender demasiado bien aquel punto, y en el regimiento le apodaron Tomassov ‘el humano’.

“No parecía ofenderle. No hay nada incompatible en realidad entre la humanidad y el alma de guerrero. La gente sin compasión suele ser más común entre los civiles, los políticos, los comerciantes. En cuanto a las feroces palabras que se escuchan en boca de la gente decente durante los tiempos de guerra… en fin, la lengua es un miembro rebelde en el mejor de los casos, y cuando se es presa de la excitación no hay manera de refrenar su furiosa actividad.

“Por eso tampoco me llevé una gran sorpresa cuando vi a nuestro Tomassov con la espada desenvainada justo en medio de aquella carga. Más tarde, cuando nos alejábamos de allí al trote le vi muy callado. No era muy hablador, pero me pareció evidente que aquella visión tan cercana del Gran Ejército le había afectado muy profundamente, como si hubiese contemplado algo que no es de este mundo. Yo mismo había sido siempre un hombre más bien tosco y, en fin, ¡ahí tenía que vérmelas con aquel hombre tan lleno de poesía! Se pueden imaginar fácilmente la impresión que todo aquello le había causado. Cabalgamos codo con codo sin abrir la boca. Todo aquello estaba más allá de las palabras.

“Plantamos nuestro campamento a lo largo del borde del bosque para que nuestros caballos estuviesen protegidos. El tumultuoso viento del norte había amainado tan rápidamente como se había levantado, y la calma del gran invierno reinaba en las tierras entre el Báltico y el Mar Negro. Casi se podía sentir su gélida inmensidad sin vida alcanzando las estrellas.

“Nuestros hombres habían encendido varias hogueras para los oficiales, y habían limpiado la nieve alrededor. Disponíamos de grandes troncos para sentarnos, y en general era un campamento bastante tolerable, incluso sin la exaltación propia de la victoria. Más adelante la sentiríamos, de momento estábamos abrumados por nuestra áspera y difícil tarea.

“Alrededor de nuestro fuego estábamos tres, y el tercero de nosotros era el edecán que ya he comentado antes. Supongo que era un buen hombre en el fondo, pero lo cierto es que también habría podido ser un poco más educado en sus modales y menos rudo en sus expresiones. Solía razonar sobre la conducta de la gente como si un hombre fuera algo tan simple como, por decir algo, dos palos cruzados el uno con el otro. En realidad, un hombre es más semejante al mar, cuyos movimientos son siempre demasiado complejos como para ser explicados y cuyas profundidades pueden llevar a la superficie en todo momento Dios sabe qué.

“Estuvimos charlando un rato sobre la carga, no demasiado. Es una de esas cosas sobre las que no es fácil conversar. Tomassov murmuró algo sobre que aquello le había parecido una carnicería. Yo no comenté nada. Ya he comentado que casi enseguida dejé que mi espada colgara ociosa de mi muñeca. Aquella turbamulta ni siquiera había hecho nada por defenderse, tan solo unos cuantos disparos. Habían herido a dos hombres de los nuestros. ¡A dos! Y lo que habíamos hecho era cargar sobre la columna principal del Gran Ejército de Napoleón…

“Tomassov murmuró débilmente:

“—¿Qué sentido tiene todo esto?

“Yo no quería discutir, de modo que me limité a responder:

“—¡En fin!

“Pero el edecán intervino al instante de una manera muy desagradable:

“—Al menos ha servido para que los hombres entren un poco en calor, a mí al menos me ha acalorado. Solo con eso me parece un buen motivo. ¡Pero nuestro Tomassov es tan humano! Y aparte está enamorado de una mujer francesa y es amigo de un montón de franceses, seguro que ahora está sintiendo lástima por ellos. No te preocupes amigo, ahora somos nosotros los que vamos rumbo a París, no tardarás en verla… —Aquél era uno de sus estúpidos discursos, todos pensábamos que la toma de París sería una cuestión de años… y al final… En menos de dieciocho meses me estaban estafando en un espantoso lugar del Palais Royal.

“La verdad, sucede con mucha frecuencia que una de las cosas más insensibles de este mundo es revelada a los idiotas. No creo que aquel edecán nuestro creyera sus propias palabras, lo único que quería era burlarse de Tomassov, algo que hacía solo por costumbre, pura costumbre. Como es lógico, nadie contestó nada, de modo que acabó apoyando la cabeza en las manos y se quedó dormido en aquella misma postura, frente al fuego.

“Nuestra caballería se encontraba en el ala derecha del ejército, y debo confesar que lo protegíamos muy pobremente. A aquella altura había perdido casi por completo el sentido de la inseguridad, pero aún manteníamos la pretensión de mantenernos en alerta de alguna manera. Al poco rato apareció un soldado a caballo, trayendo otro caballo de las riendas, y Tomassov lo montó muy rígido y salió a hacer una ronda por los puestos de avanzada. Los absolutamente inútiles puestos de avanzada.

“La noche estaba en calma, solo se oían los chispazos de la hoguera. El viento embravecido se había elevado y alejado de la tierra, y no se oía ni el más leve soplo. Solo la luna llena cruzó el cielo rápidamente, clavándose inmóvil sobre nuestras cabezas. Recuerdo que en aquel momento alcé mi peluda cara hacia ella y que me la quedé mirando un rato. Luego, lo creo de verdad, me dormí yo también doblado sobre mi tronco e inclinando la cabeza sobre el fuego.

“Conocen la calma de ese tipo de sueños. Por un instante uno tiene la sensación de precipitarse en un abismo, y al instante siguiente estás de vuelta en un mundo que crees demasiado lejano para cualquier sonido que no sea la trompeta del Juicio Final. Y luego caes otra vez, hasta tu alma parece deslizarse por un pozo sin fin, y de nuevo recuperas la conciencia con un sobresalto. Uno se convierte en un simple juguete del sueño cruel, un tormento los dos estados.

“Aun así, cuando mi ordenanza se presentó frente a mí repitiendo: ‘¿Me haría el honor de comer algo? ¿Me haría el honor de comer algo?’, me las arreglé para mantener la conciencia. Me ofrecía una cacerola recubierta de hollín con unas gachas cocidas. En la masa habían incrustado una cuchara de madera.

“En esa época aquel era el único rancho que recibíamos con normalidad. ¡Comida para gallinas! Pero el soldado ruso es maravilloso. El muchacho esperó hasta que terminé con mi festín, y a continuación se retiró con la cacerola vacía.

“Ya se me había pasado el sueño. Más aún, me había quedado en un estado totalmente despejado, con una especie de exagerada consciencia mental de todo cuanto me rodeaba. Son ese tipo de extraordinarios momentos en la vida de un hombre. Sentía una íntima percepción de la tierra en toda su enorme extensión nevada que no dejaba ver más que los árboles con sus erguidos troncos semejantes a tallos. Ante aquella imagen de aflicción generalizada, me pareció estar escuchando los gemidos de la humanidad apagándose hasta morir en medio de aquella naturaleza sin vida. Ellos eran franceses. Nosotros les odiábamos. Habíamos vivido separados los unos de los otros y de pronto habían caído sobre nosotros con las armas en la mano, trayendo consigo a otras naciones, y todo para morir juntos, dejando a nuestras espaldas un interminable reguero de cadáveres congelados. Tuve una vívida visión de aquel rastro: una lamentable multitud de pequeñas tumbas oscuras extendiéndose bajo la luz de la luna en medio de una atmósfera inmóvil e implacable… una especie de paz nauseabunda.

“¿Pero es que acaso se podía imaginar una paz distinta para ellos? ¿Es que merecían otra cosa? No sé mediante qué tipo de conexiones irrumpió en mi cerebro el pensamiento de que la Tierra era un planeta pagano y que no había en él espacio para las virtudes cristianas.

“Puede que les sorprenda que recuerde tan bien todas estas cosas. ¿Qué es un simple pensamiento de ese estilo como para permanecer en el interior de un hombre a lo largo de tantos años de vida? Pues lo que hizo que aquel sentimiento tan vago quedara fijado a perpetuidad en mi memoria hasta con sus sombras y brillos más minúsculos fue un episodio de extraña finalidad, uno de esos episodios que no se olvidan en la vida, como entenderán cuando se lo relate.

“No creo que llevara entretenido en aquellos pensamientos más de cinco minutos cuando sucedió algo que me indujo a mirar por encima del hombro. No creo que fuera un sonido, porque la nieve los apagaba todos, pero algo debió de ser, alguna especie de señal debió de llegar a mi conciencia. Fuera como fuera, me di la vuelta y contemplé cómo se acercaba hacia mí sin haber tenido la menor premonición previa. Lo único que conseguí ver fue la sombra de dos figuras acercándose hacia donde yo estaba bajo la luz de la luna. Uno de ellos era nuestro Tomassov. La masa oscura que se veía a su espalda eran los dos caballos que su ordenanza se estaba llevando. Tomassov tenía el mismo aspecto de siempre, con sus botas altas, una esbelta figura que acababa en una capucha puntiaguda, pero junto a él caminaba otra figura. Al principio desconfié de lo que creía estar viendo. ¡Increíble! Llevaba en la cabeza un reluciente casco con penacho e iba envuelto en un capote blanco. El capote no era tan blanco como la nieve, nada en este mundo lo es, su blanco era en realidad más parecido al de la neblina y tenía un aspecto marcial y fantasmagórico. Era como si Tomassov hubiese atrapado al mismísimo dios de la guerra. Me di cuenta al instante de que guiaba a aquella figura por el brazo, y luego me di cuenta de que le estaba sosteniendo. Mientras les miraba, y puedo jurar que les miraba muy fijamente, siguieron arrastrándose —iban casi a rastras de hecho—, y así llegaron hasta la luz de nuestro fuego de campamento, pasando ante el tronco en el que estaba sentado. Su resplandor jugaba con el casco que estaba completamente abollado, mientras que el rostro mordido por el frío y cubierto de llagas estaba enmarcado por una piel raída. No era el dios de la guerra, sino un oficial francés. El gran capote blanco de coracero estaba desgarrado y cubierto de orificios quemados. Sus pies estaban envueltos en viejas pieles de cordero sobre los restos de sus botas. Parecían monstruosas, y él se tambaleaba sobre ellas sostenido por Tomassov, quien finalmente le ayudó a sentarse con mucho cuidado en el mismo tronco en el que estaba yo.

“No cabía en mí de asombro.

“—Ha traído a un prisionero —le dije a Tomassov sin creer del todo lo que estaban viendo mis ojos.

“Han de comprender que a no ser que se rindieran en grandes grupos, nuestra política no era hacer prisioneros. ¿De qué nos habría servido? Nuestros cosacos mataban a los rezagados o los dejaban a su suerte, según les parecía. El resultado era más o menos el mismo.

“Tomassov se volvió hacia mí con aspecto preocupado.

“—Surgió del suelo, de alguna parte cuando salía del puesto de avanzada —dijo—. Creo que lo hizo a posta, porque se arrojó ciegamente sobre mi caballo. Se agarró a mi pierna, y como es lógico ninguno de los compañeros se atrevió a tocarlo.

“—Se ha salvado por los pelos —dije.

“—No se daba cuenta —dijo Tomassov observando a aquel hombre con aspecto incluso más preocupado aún. Me lo he traído agarrado a la cinta de cuero de mi estribo, por eso he tardado tanto. Me dijo que era un oficial del estado mayor y luego, como si estuviera ya condenado, dio un grito de dolor y dijo que me tenía que pedir una gracia, un favor supremo. Que si entendía lo que quería decir, añadió luego con un susurro diabólico.

“Por supuesto que le dije que le comprendía. Oui, je vous comprends.

“Entonces, dijo, hágalo. ¡Ahora! Pronto… Por piedad.

“Tomassov hizo una pausa y me miró de una manera extraña por encima de la cabeza del prisionero.

“—¿Qué quería decir? —pregunté.

“—Es lo mismo que le pregunté yo —respondió Tomassov con sorpresa—, y a continuación me dijo que quería que le hiciese el favor de levantarle la tapa de los sesos. Como buen camarada soldado, añadió. Como un hombre humano, un hombre con sentimientos.

“El prisionero estaba sentado entre nosotros dos, con el rostro de una momia espantosa cubierta de cuchilladas, un espantapájaros marcial, un horror espantoso de trapos y mugre con los ojos repletos de vida, y en su interior un fuego sin fin en un cuerpo abatido por la miseria, un esqueleto en el festín de la gloria. De inmediato aquellos ojos inaplacables se quedaron de nuevo fijos en Tomassov. El pobre hombre le devolvió la mirada fascinado a aquella cáscara de hombre. El prisionero cacareó en francés:

“—Yo le reconozco, ¿no se da cuenta? Usted es aquel jovenzuelo ruso. Aquel día se mostró muy agradecido, ahora le pido que pague su deuda. Páguela, libéreme con un disparo. Usted es un hombre de honor y yo no tengo ni un sable roto. Todo mi ser se rebela ante mi propia degradación. Ya sabe quién soy.

“Tomassov no dijo una palabra.

“—¿Es que no tiene alma de guerrero? —preguntó el francés con un susurro iracundo y a la vez con un tono cargado de burlona intención.

“—No lo sé —respondió el pobre Tomassov.

“Menuda mirada de desprecio le regaló aquel pajarraco con sus ojos inconquistables. Parecía vivir solo gracias a la fuerza que le proporcionaba su desesperación y su desdicha. Dio un grito de repente y se derrumbó en el suelo convulsionado por calambres, algo que a veces sucedía al calor del fuego en los campamentos. Era como si le estuviesen sometiendo a una tortura espantosa, pero aun así trataba de luchar contra el dolor. Gimió en voz baja y nos inclinamos sobre él para evitar que se deslizara hacia el fuego mientras susurraba a intervalos ‘Tuez moi, tuez moi…’.

“El edecán se despertó al otro lado de la hoguera y empezó a jurar ante los gritos del francés.

“—¿Qué es esto? ¿Nos vas a seguir atormentando con tu infernal humanidad, Tomassov? —exclamó—. ¿Por qué no has arrojado a este diablo al infierno de la nieve?

“Como no le prestamos ni la menor atención acabó levantándose y se fue a otra hoguera. Tras un rato el oficial francés comenzó a tranquilizarse. Hicimos que se apoyara en el tronco y nos sentamos en silencio uno a cada lado hasta que sonó el toque de diana con la primera claridad del día. La gran llama que se había mantenido durante toda la noche comenzó a palidecer sobre la capa de nieve, mientras el aire helado se colmaba de las insolentes notas de las trompetas de la caballería. Los ojos del francés, que habían permanecido inmóviles y vidriosos y que por un momento nos habían hecho concebir la esperanza de que hubiese muerto sentado tranquilamente entre los dos, se movieron de izquierda a derecha quedándose fijos, por turnos, en nuestros rostros. Tomassov y yo intercambiamos miradas de consternación y De Castel nos sorprendió a los dos con una voz de ultratumba:

“—Bonjour, messieurs.

“Apoyó la barbilla en el pecho y Tomassov se dirigió a mí en ruso:

“—Es él, el hombre del que te hablé… —Yo afirmé hacia Tomassov y él continuó con tono angustiado—. ¡Sí, es él! Aquel hombre brillante y esplendoroso del que te hablé, aquel al que amaban las mujeres y envidiaban los hombres… Este horror… esta cosa miserable que no consigue morir. Es terrible.

“No le miré, pero entendí a la perfección lo que quería decir. No podíamos hacer nada por él. Aquel invierno vengador del destino oprimía por igual a los fugitivos y a los perseguidores con su puño de hierro. Compasión no era una palabra de uso común ante aquel inexorable destino. Quise decir algo sobre un convoy que se iba a preparar en la aldea, pero me quedé mudo ante la silenciosa mirada de Tomassov. Los dos conocíamos a la perfección aquellos convoyes: muchedumbres de infelices sin esperanza a los que los cosacos llevaban a punta de lanza de regreso a través de aquel infierno de hielo.

“Nuestros escuadrones habían formado en uno de los límites del bosque y pasaron unos minutos de inquietud. De pronto el francés intentó ponerse en pie. Le ayudamos sin saber lo que estábamos haciendo.

“—Vamos —dijo con voz tranquila—, ha llegado el momento. —Hizo una larga pausa y luego añadió en un murmullo—: Y también mi valor… por mi honor.

“De nuevo hubo otra larga pausa y finalmente susurró:

“—¿No podría acaso conmover a un corazón de piedra? ¿Es que tengo que pedíroslo de rodillas?

“Otro nuevo silencio se desplomó entre los tres. Luego el francés gritó una última palabra iracunda hacia Tomassov:

“—¡Cobarde!

“En el rostro del muchacho no se movió ni un solo músculo. Yo decidí en mi interior ir a buscar a un par de guardias para que se llevaran a aquel prisionero a la aldea. No había nada que pudiéramos hacer, pero apenas había caminado seis pasos hacia los caballos que se encontraban frente a nuestro escuadrón cuando… aunque supongo que ya lo habrán adivinado. Por supuesto que sí. Yo también lo adiviné, aunque también les puedo asegurar que la detonación de la pistola de Tomassov fue lo más extraño que se pueda imaginar. Ya se sabe que la nieve amortigua los sonidos. Apenas sonó como un sencillo chasquido. No creo que ni uno solo de los ordenanzas que estaban preparando los caballos se diera ni siquiera la vuelta.

“Así es, Tomassov lo había hecho. El destino había puesto a De Castel en manos del único hombre que habría podido entenderle, pero había elegido al pobre Tomassov como víctima. Ya saben ustedes cómo es la justicia del mundo y el juicio de la humanidad. Cayeron duramente sobre él con todo el rigor y la hipocresía que se puede imaginar. ¿Por qué? ¿Por qué hasta aquel animal del edecán fue el primero en dejar caer una acusación sobre el asesinato a sangre fría de uno de los prisioneros? Tomassov, como es lógico, no fue suspendido de su servicio, pero tras el asedio de Danzig pidió la licencia del ejército y se sumergió en las profundidades de la provincia, donde la vaga sospecha de un episodio oscuro le persiguió durante años.

“Así es, lo había hecho. ¿Y qué fue? El alma de un guerrero pagando su deuda por cien al alma de otro guerrero para liberarle de un destino peor que la muerte: la pérdida de la fe y el valor. Así es como lo deberían de entender ustedes. No lo sé. Puede que el propio Tomassov no se conociera del todo a sí mismo, pero yo fui el primero que se acercó a aquel oscuro grupo en la nieve: el francés estaba completamente rígido y tumbado de espaldas, Tomassov tenía la rodilla en tierra y estaba más cerca de los pies del francés que de su cabeza. Se había quitado el sombrero y le brillaba el pelo como si fuera oro en medio de los primeros copos de nieve que estaban empezando a caer. Estaba inclinado sobre el muerto en actitud contemplativa y su rostro joven e ingenuo, con los párpados medio cerrados, más que horror o sufrimiento, dejaba ver el reposo profundo de una silenciosa e infinita meditación.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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