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Los mitos de la evasión - Contra el optimismo positivista

 

Contra el optimismo positivista

En los últimos treinta años del siglo pasado y en los inicios del nuevo, el positivismo había llegado a ser el antídoto general contra la crisis que se había manifestado en el cuerpo social de Europa. Los congresos científicos, el amplio impulso industrial, las grandes exposiciones universales, las excavaciones de galerías , las exploraciones habían sido otras banderas agitadas en el viento impetuoso del Progreso. La conquista de la felicidad por medio de la técnica era el lema más seguro para difundir sobre los malhumores de los pueblos la euforia de una perspectiva de paz y de bienestar. Pero la filosofía del progreso ya no poseía el significado de antes, ya no tenía aquel sentido enérgico y realista que habían sabido darle pensadores como Hobbes y Locke, Helvetius y d'Holbach: un contenido que, sin estar desprovisto de ilusiones, implicaba una crítica viva en el interior del movimiento histórico revolucionario de la burguesía. Ahora se había convertido en una filosofía acomodaticia. Ya desde hacía algunos años, Augusto Comte la había adaptado a los tiempos nuevos, dándoles un tono místico y asegurando que la propaganda positivista lograría «apagar una actividad perturbadora y transformar la agitación política en un movimiento filosófico»  Era exactamente lo contrario  de lo que Marx había propuesto, o sea, la transformación del filósofo en hombre político. Se trataba de una consigna que matizaba de entusiasmo espiritual la etapa de prepotente desarrollo económico de la sociedad burguesa.

Pero tampoco la práctica positivista logró ocultar las contradicciones que se incubaban en el seno de la sociedad europea y que pronto desembocarían en la masacre de la primera guerra mundial. Filósofos, escritores y artistas ya sentían, en la sensibilidad de su alma, el eco de los primeros derrumbes subterráneos que preanunciaban la enorme catástrofe. Todos ellos, de Nietzsche a Wedekin, tendían a demostrar la falsedad del espejismo positivista, tratando de romper su envoltura para poner al descubierto las artimañas maléficas que se agitaban detrás de ella. Su polémica era unilateral, pero no dejaba de ser eficaz al arrancar la pátina  de respetabilidad filistea y desenmascarar vicios y miserias morales.

El expresionismo nace sobre esta base de protesta y es, o quiere ser, lo opuesto al positivismo. Se trata de un amplio movimiento que difícilmente puede encerrarse en una definición o deslindarse de acuerdo con la forma en que se manifiesta, como se puede hacer en otros casos: el del cubismo, por ejemplo. Las formas en que el expresionismo se manifiesta son bastante numerosas y diversas, aunque se pueden agrupar por grandes líneas. La única manera de llegar a comprenderlas es partiendo de sus contenidos; los cuales, por otro lado, también están lejos de ser unívocos.

Se puede decir, de todos modos, que el expresionismo es, sin duda alguna, un arte de oposición.

Su antipositivismo es, consecuentemente, antinaturalista y antimpresionista, a pesar de que contiene numerosos elementos que proceden tanto del realismo naturalista como del impresionismo. Baste pensar que los padres directores del expresionismo son Van Gogh, Ensor, Munch y Gauguin. Pero piénsese también en la enunciación de la poética naturalista que Zola hizo en su ensayo sobre La novela experimental, con un elogio del puro «documento humano» y su ideal de objetividad absoluta: «Se acabará por hacer solamente simples estudios sin peripecias ni desenlace: el análisis de un año de existencia, la historia de una pasión, la biografía de un personajelas notas sobre su vida, clasificadas lógicamente». Entonces se comprenderán mejor los motivos antinaturalistas y antipositivistas del expresionismo. 

Mientras para el artista naturalista o impresionista la realidad seguía siendo algo que debía mirarse desde el exterior, para el expresionista, en cambio, era algo a que se debía descender para vivir en su interior. También en Courbet habían existido elementos de naturaleza positivista, pero en los impresionistas, y más todavía en los divisionistas y en los puntillistas, esos elementos habían sido llevados hasta el extremo, «Pinto lo que veo» decía Courbet; «Es el ojo el que lo hace todo», repetía Renoir; «La pintura es una óptica», afirmaba con convicción Cezanne. Pero Seurat no se había conformado con este «empirismo» y había querido dar a esta posición todavía demasiado espointánea un fundamento científico: y creyó encontrar sus bases en los textos de Chevreul sobre los contrastes simultáneos y en las obras de Helmholtz, Maxwell y otros más, que estudiaba asiduamente en la biblioteca. Seurat, en suma, había tratado de poner la óptica científica al servicio de la visión pictórica.

Lo que en el fondo molestaba a los expresionistas era, aún más que su cientificismo positivista, aquel tono de felicidad, de hedonismo sensible, de «ligereza», propio de algunos impresionistas y, todavía más, de muchos de sus vulgarizadores fuera de Francia. En realidad, en esa «felicidad» que ignoraba los problemas que se agitaban bajo la calma aparente del conjunto social se manifestaba, en último análisis, el proceso que llevaba el impresionismo a desprenderse progresivamente de su matriz realista y a adherirse, de una manera progresiva y lenta, a la «sustancia» de la ilusión positivista.

El primero en resumir eficazmente el sentido de estas observaciones, tratando de ofrecer, al propio tiempo, una primera explicación de la poética expresionista, fue Hermann Bahr, en su ensayo publicado en 1916: «Nosotros ya no vivimos -escribía- hemos vivido. Ya no tenemos libertad, ya no sabemos decidirnos; el hombre está privado del alma, la naturaleza está privada del hombre... nunca ha habido una época tan desorientada por la desesperación, por el horror a la muerte. Nunca silencio tan sepulcral ha reinado sobre el mundo. Nunca el hombre ha sido tan pequeño. Nunca ha sido más inquieto. Nunca la dicha ha estado más ausente y la libertad más muerta. Y he aquí que grita la desesperación: el hombre pide gritando su alma, un sólo grito de angustia se eleva de nuestro tiempo. También el arte grita en las tinieblas, pide socorro, invoca el espíritu: es el expresionismo. Nunca ha sucedido que una época se reflejara con tan límpida claridad como la era del predominio burgués se ha reflejado en el impresionismo... El impresionismo es la separación entre el hombre y el espíritu; el impresionista es el hombre degradado o fonógrafo del mundo exterior. Se ha reprochado a los impresionistas el no llevar a término sus cuadros. En realidad, lo que ellos no llevan a término es algo más: la acción de ver, puesto que en la sociedad burguesa el hombre nunca lleva a cumplimiento su vida, sólo llega a la mitad de ella; y la acción de ver se detiene en el punto en que el ojo tiene que contestar a la pregunta que se le ha planteado. El oído es mudo, la boca es sorda -dice Giethe- pero el ojo siente y habla. El ojo del impresionista solamente, no habla; acoge la pregunta, no contesta. En lugar de los ojos, los impresionistas tienen dos pares de oídos; pero no tienen boca. Ya que el hombre de la edad burguesa no es más que oídos, escucha al mundo, pero no infunde su hálito. No tiene boca; es incapaz de hablar al mundo, de expresar la ley del mundo. Y he aquí al expresionista que reabre la boca al hombre; demasiado ha escuchado callado, el hombre; ahora, que el espíritu conteste»

Cuando Bahr escribía estas palabras, la guerra ya había estallado y el determinismo positivista del progreso ya se había quebrado sobre los campos de Europa, donde los ejércitos en lucha chocaban entre sí. Pero los sentimientos y las ideas que Bahr exponía en su escrito estaban en el fondo del alma de muchos artistas europeos ya desde hacía tiempo. En Francia, por ejemplo, en los inicios del siglo, se encontraban en una situación espiritual parecida pintores como Vlaminck y Rouault. 


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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