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Mario De Micheli
 

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El moralismo irónico de Ensor

Más, Van Gogh no es el único, entre los artistas, que advierte la crisis en la unidad espiritual a fines del siglo XIX. Casi en el mismo período un pintor belga, James Ensor, y un pintor noruego, Edward Munch, descubrían, aunque de distinta manera, inquietudes análogas y manifestaban iguales presentimientos. El hecho notable es que también estos dos artistas que precedían de una experiencia realista (en Bélgica, el influjo de Courbet fue casi absoluto desde 1850 hasta 1880)y que se habían alimentado, ellos también, de instancias sociales. La cosa es natural, puesto que solamente quien posee un vivo sentido de la sociedad es capaz de darse cuenta, antes que los demás, de los fenómenos que se manifiestan en el cuerpo de la sociedad misma.

Si se miran los dibujos de Ensor del periodo entre 1879 y 1880, puede reconocerse en ellos algo más que una coincidencia con los del primer Van Gogh. Durante diez años, Ensor pinta a los personajes más humildes de Ostende, pescadores, mineros, lavanderas, vendedores ambulantes y los tipos que encuentra en el barrio medieval de la Puterie en Bruselas. En el período durante el cual inicia su relación con el poeta Emile Verhaeren; es la época en que Constantin Meunier elige como argumento de sus esculturas a los obreros, los estibadores del puerto, los campesinos; y en que grupos de intelectuales se adhieren a las ideas socialistas, reuniéndose alrededor de Le Coq Rouge, el periódico fundado por el propio Verhaeren; y éste empieza a escribir una serie de poemas que ya son el preludio a los de impronta populista y revolucionaria de los Pueblos ilusorios y de las Ciudades tentaculares.

En un escrito autobiográfico, Ensor confesará explícitamente su adhesión a esta experiencia de orientación socialista: «Sí -dirá- he ofrecido sacrificios a la roja diosa de las maravillas y de los sueños: necesidad complementaria indispensable para el artista, pero delito imperdonable a los ojos de algún buen apóstol distribuidor de fama burguesa» Esta posición no duraría mucho. Agudo, cáustico, intolerante, rechazado por la hipocresía de ciertas posiciones sentimentales y advirtiendo, al propio tiempo, en la lúcida sensibilidad de su espíritu, la falacia de una predicación humanitaria de las cual no veía una base efectiva, se desplaza hacia posiciones de rebeldía individual. Desde este punto de vista, Ensor es uno de los primeros artistas que alcanza las posiciones de la anarquía intelectual, partiendo de las del socialismo utópico o humanitario del XIX: «Siempre se quema lo que se adoró... -escribe- ¡Debemos ser rebelde a las comuniones! Todavía cielos duros, cielos desprovistos de bondad y de amor, cielos cerrados a vuestros ojos, cielos pobres, cielos desnudos sin consuelo, cielos sin sonrisa, cielos oficiales, todos los cielos, en fin, agravan vuestras penas, pobres despreciados, condenados al surco. Oprimidos bajo risotadas y silbidos malvados, vosotros no podíais creer en la bondad de los hombres, en la clarividencia de los ministros; y los verdugos de las oficinas os maltrataban. A veces, os moríais escupiendo contra las estrellas y vuestros esputos de desprecio constelaban el cielo de los pintores entonces...» Y Ensor se pone al lado de estos artistas; entre ellos estaban Jacob Smith y Meunier, y hace notar que, precisamente a causa de esta posición suya, su «nombre fue borrado de la lista... de los amigos innovadores». por los críticos oficiales de la burguesía. En suma, en Ostende sucedía lo mismo que en París. «Pero no agravemos -observa Ensor- las glaucas sensibilidades de estos cefalópodos entintadísimos».

Florent Fels subraya justamente esta actitud de Ensor, quien se encerraba en una soledad desdeñosa. Un día en que había ido a verlo con algunos amigos de París, el fiel servidor Auguste le contestó: «Imposible, está haciendo sus necesidades». No se trataba solamente de un episodio flamenco divertido y grosero.

Ensor construyó una soledad crítica, sin prejuicios, burlona, dentro de su casa, que no abandonó nunca más, ni siquiera durante la guerra, y donde murió en octubre de 1949, a la edad de ochenta y nueve años. No tiene la pasión de Van Gogh, que se quiebra entre espasmos contra las circunstancias de una historia que ha cambiado. Si acaso, Ensor es un moralista, no un predicador. Sus humores acres, mordientes, patéticos y cínicos al propio tiempo, toman forma en fantasías grotescas de máscaras y calaveras, en pantomimas de esqueletos ataviados de plumas y trapos coloreados. A veces, emana de estas telas una amarga vis cómica, un gusto macabro, otras veces un espíritu de gran fiesta popular. Surgen así los esqueletos infantiles enmascarados que quieren calentarse; las máscaras enanas, jorobadas, finas, temblorosas, que degüellan, al compás de la banda, otra máscara de casaca bermeja; surgen las máscaras que rodean a la muerte burdamente vestida de vieja señora; surgen los esqueletos que se disputan el ahorcado; las pordioseras, con sus braseros a los pies, vigiladas por calaveras curiosas... Es un mundo lleno de alusiones, alegorías, símbolos; un mundo de comedia absurda, una kermesse de las contradicciones y de la ausencia del sentido, a veces recorrida por una alegría funesta, a veces fijada en una abstracción alucinada. Con esos cuadros, Ensor llenaba su voluntaria soledad y contradecía el filisteísmo reinante. En este mundo suyo realizaba la libertad de su espíritu, aquella libertad que no había encontrado fuera de sí. Salud y escepticismo, confianza en los poderes liberadores de la fantasía y claridad despiadada al mirar su propio destino y el de los demás; conciencia de un censor de los vicios privados y públicos y naturaleza sentimental desenfrenada: éste es Ensor. Y sus cuadros son, de vez en cuando, la conciencia de esos opuestos. Es una historia profundamente distinta a la de Van Gogh, a pesar de que las dos estaban determinadas por causas históricas comunes: la soledad que mató a Van Gogh fue para Ensor una especie de oxígeno trágico e hilarante.

Algo de este mundo de Ensor, aunque menos seco, menos destructor, puede hallarse en algunos poemas de su amigo Berrearen, escritos precisamente en aquellos años, alrededor de 1890. Como estos versos por ejemplo:

Y la Muerte comenzó a beber, los pies junto a la estufa;

Hasta dejó salir a Dios, sin ponerse de pie

Cuando pasó a su lado;

De tal modo que aquellos que la veían sentada

Pensaron que sus almas habían comprometido.

 

Así durante días y días y más días

Hizo la Muerte deudas e hizo duelos

En la Hostería de los Tres Ataúdes;

Y luego, una mañana herrando sus caballos de huesos,

Le puso unas alforjas sobre el hueco del lomo

Y se fue caminando a través de los campos.

De cada aldea, de cada pueblo

Venían las gentes ofreciéndole vino

Para impedir que sufriendo del hambre o la sed

Se detuviera en sus caminos.

Traían los viejos carne y pan,

Las frescas frutas de sus huertas, las mujeres

Le brindaban en ramos y cestas,

La miel de las abejas le tendían los niños.

 

Vagó la muerte largo tiempo

Por el país de los humildes,

No quería mucho, no soñaba mucho,

La cabeza toca

Como una bola.

 

Portaba un andrajoso manto rojo

Con grandes botones de casaca militar,

Un bicornio con penacho refractario

Y botas altas hasta las rodillas.

Su blanco caballo fantasmal

Arrastraba un viejo trotecillo lento

De jamelgo reumático.

Sobre las piedras de la carretera.

 

Y las multitudes, sin importarles hacia donde

Seguían al gran esqueleto amable y borracho,

Que sonreía frente a su pánico

Y que sin miedo y sin horror

Veían retorcerse, bajo su cubierta túnica

Un manojo de gusanos blancos

Que le chupaban el corazón

Ensor utilizó todos esos temas en sus numerosas aguafuertes; en ellas, el sarcasmo moralista a menudo llega al extremo, como en un autorretrato de 1889, donde representa su propio cuerpo en descomposición dejando intacto solamente el rostro. Pero es en la Entrada de Cristo en Bruselas, ese gran cuadro pintado en 1888, donde puso lo mejor de su abundante vena artístico-grotesca. Muchos críticos buscaron en esta obra referencias precisas; entre otras cosas, alguien declaró que el cuadro era una afirmación a favor del sufragio universal. En realidad, aparece como una gran farsa, una secuencia de extravagancias, un espectáculo de muecas, mofas y bromas. «Viva la Social», está escrito en un cartel que atraviesa la calle; «Viva Jesús», está escrito a la derecha, sobre un pequeño estandarte; «Charangas doctrinarias», se lee en el letrero de la banda de música. Bufones, bestias, prostitutas, soldados, máscaras, esqueletos con sombrero de copa, los gordos y los flacos, autoridades religiosas y civiles, una multitud de rostros extraños, deformados, fantasmales, brutales, bufonescos llenan este cuadro amplio, en una atmósfera de excitación carnavalesca de feria y de barracón, de la cual forma parte también el Cristo sobre el asno como uno de los tantos personajes.

 

Pero lo que da al cuadro una crepitante energía satírica no es sólo este desfile irreverente de la sociedad; es, además, su invención pictórica, la acidez de las disonancias cromáticas, la riqueza pura, ruda y violenta de la paleta. En este cuadro descubrió, por instinto, aquellas leyes del color que los artistas de París presumían lograr a través de las ciencias; aquí la intuición llega al mismo «arbitrio» al cual Van Gogh está llegando en Provenza. Sin contacto con la capital francesa, Ensor había arribado a las conclusiones más avanzadas del impresionismo y aún más allá.

 

En realidad, a pesar de que había pasado de un período oscuro a uno claro, al igual que Van Gogh, no puede llamarse impresionista ni mucho menos divisionista ni puntillista. «Yo detesto la descomposición de la luz –escribía-; el puntillismo tiende a matar el sentimiento y la visión fresca personal. Yo vuelvo a probar todos los métodos o modelos, todas las medidas o enseñanzas forzadas. Todas las reglas, todos los cánones del arte vomitan la muerte...». Pero antes había afirmado: «La razón es enemiga del arte. Los artistas dominados por ella pierden todo sentimiento, el instinto potente se debilita, la inspiración se vuelve pobre, el corazón carece de impulso. En el nudo corredizo de la soga de la razón está colgada la enorme idiotez o la nariz de un pedagogo. He condenado los procedimientos áridos y repugnantes de los puntillistas, ya muertos para la luz y el arte. Ellos aplican fríamente y sin sentimiento sus puntitos entre líneas frías y correctas, considerando solamente uno de los aspectos de la luz, su vibración, sin llegar a representar su forma. El procedimiento impide ampliar las búsquedas: arte de frío cálculo y de visión estrecha».

 

La Grande Jatte de Seurat fue expuesto en Bruselas en 1887; pero, a diferencia de muchos otros artistas belgas, como Villy, Finch o Theo van Rysselbergh, Seurat no acogió las indicaciones neoimpresionistas. El año anterior, fueron expuestos algunos Monet y algunos Renoir. Pero el problema de la luz, de una pintura clara, llegaba hasta Ensor desde otra parte; más bien desde la escuela inglesa y especialmente de Turner. Basta mirar sus Máscaras en la Playa para advertirlo.

 

Ya H. De Braekeleer, el pintor que también Van Gogh había aprendido a estimar en su período de Amberes, había iniciado un impresionismo flamenco, entre noviembre de 1885 y febrero de 1888. Más, el impresionismo flamenco no renunciaba al tono a favor de la luz, no disociaba su valor sacrificándolo al luminismo. Ensor también, en sus búsquedas, había procedido en este sentido. Pero en la Entrada de Cristo en Bruselas toda búsqueda está sometida al impulso creador, al capricho más desencadenado, a la necesidad de trasladar de inmediato sobre la tela los humores interiores. La misma composición obedece a este ardor. Es la expresión la que determina hasta el fondo la forma y el color. Las reglas que gobiernan la pintura realista del siglo XIX caen una tras otra; y en esas máscaras torcidas, cargadas de rojo, azules, amarillos, ya se ha apagado la visión que sostenía a los artistas en la mitad del siglo.

 

No es suficiente recordar a Breueghel o Bosch para entrar en el mundo de Ensor, a pesar de que esas referencias son oportunas para establecer algunas de las fuentes en las cuales su fantasía encontró puntos de partida culturales. Del mismo modo, se puede recordar a Jordanes, Suyder o Fyt para explicar cierta consistencia vulgar de algunas de sus naturalezas muertas. Pero la visión de Ensor es algo que antes no existía, algo inquietante, demoníaco; algo que entre otras cosas, atrajo al más agitado expresionista alemá, Emil Nolde, quien encontró en las máscaras de la Entrada de Cristo en Bruselas la clave de muchos de sus cuadros. .    


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© Helios Buira

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