FRIEDRICH NIETZSCHE
El drama musical griego - La
visión dionisíaca del mundo - Sócrates
y la tragedia -
Genealogía de la moral -
Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral -
Los que quieren «mejorar» la humanidad -
Reseña sobre su obra y su vida -
La mujer griega
GENEALOGÍA DE LA MORAL
«Bueno y malvado» «Bueno y malo»
(Tratado Primero)
1
Esos psicólogos ingleses, a quienes hasta ahora se deben también los
únicos ensayos de construir una historia genética de la moral, - en
sí mismos nos ofrecen un enigma nada pequeño; lo confieso, justo por
tal cosa, por ser enigmas de carne y hueso, aventajan en algo
esencial a sus libros -¡ellos mismos -on interesantes! Esos
psicólogos ingleses -¿qué es lo que propiamente desean? Queramos o
no queramos, los encontramos aplicados siempre a la misma obra, a
saber, la de sacar al primer término la partie honteuse [parte
vergonzosa] de nuestro mundo interior y buscar lo propiamente
operante, lo normativo, lo decisivo para el desarrollo, justo allí
donde el orgullo intelectual menos desearía encontrarlo (por
ejemplo, en la vis inertiae [fuerza inercial] del hábito, o en la
capacidad de olvido o en una ciega y casual concatenación y mecánica
de ideas, o en algo puramente pasivo, automático, reflejo, molecular
y estúpido de raíz) -¿qué es lo que en realidad empuja a tales
psicólogos a ir siempre justo en esa dirección? ¿Es un instinto
secreto, taimado, vulgar, no confesado tal vez a sí mismo, de
empequeñecer al hombre? ¿O quizá una suspicacia pesimista, la
desconfianza propia de idealistas desenganados, ofuscados, que se
han vuelto venenosos y rencorosos? ¿O una hostilidad y un rencor
pequeños y subterráneos contra el cristianismo (y Platón), que tal
vez no han salido nunca más allá del umbral de la conciencia? ¿O
incluso un lascivo gusto por lo extraño, por lo dolorosamente
paradójico, por lo problemático y absurdo de la existencia? ¿O, en
fin, - algo de todo, un poco de vulgaridad, un poco de ofuscación,
un poco de anticristianismo, un poco de comezón e imperiosa
necesidad de pimienta?... Pero se me dice que son sencillamente
ranas viejas, frías, aburridas, que andan arrastrándose y dando
saltos en torno al hombre, dentro del hombre, como si aquí se
encontraran exactamente en su elemento propio, esto es, en una
ciénaga. Con repugnancia oigo decir esto, más aún, no creo en ello;
y si es lícito desear cuando no es posible saber, yo deseo de
corazón que en este caso ocurra lo contrario, - que esos
investigadores y microscopistas del alma sean en el fondo animales
valientes, magnánimos y orgullosos, que saben mantener refrenados
tanto su corazón como su dolor y que se han educado para sacrificar
todos los deseos a la verdad, a toda verdad, incluso a la verdad
simple, áspera, fea, repugnante, no-cristiana, no-moral... Pues
existen verdades tales.
2
¡Todo nuestro respeto, pues, por los buenos espíritus que acaso
actúen en esos historiadores de la moral! Mas ¡lo cierto es, por
desgracia, que les falta, también a ellos, el espíritu histórico,
que han sido dejados en la estacada precisamente por todos los
buenos espíritus de la ciencia histórica! Como es ya viejo uso de
filósofos, todos ellos piensan de una manera esencialmente
a-histórica; de esto no cabe ninguna duda. La chatedad de su
genealogía de la moral aparece ya en el mismo comienzo, allí donde
se trata de averiguar la procedencia del concepto y el juicio
«bueno». «Originariamente -decretan- acciones no egoístas fueron
alabadas y llamadas buenas por aquellos a quienes se tributaban,
esto es, por aquellos a quienes resultaban útiles; más tarde ese
origen de la alabanza se olvidó, y las acciones no egoistas, por el
simple motivo de que, de acuerdo con el hábito, habían sido alabadas
siempre como buenas, fueron sentidas también como buenas -como si
fueran en sí algo bueno.» Se ve en seguida que esta derivación
contiene ya todos los rasgos típicos de la idiosincrasia de los
psicólogos ingleses, - tenemos aquí «la utilidad», «el olvido», «el
hábito» y, al final, «el error», todo ello como base de una
apreciación valorativa de la que el hombre superior había estado
orgulloso hasta ahora como de una especie de privilegio del hombre
en cuanto tal. Ese orgullo debe ser humillado, esa apreciación
valorativa debe ser desvalorizada: ¿se ha conseguido esto?... Para
mí es evidente, primero, que esta teoría busca y sitúa en un lugar
falso el auténtico hogar native del concepto «bueno: ¡el juicio
«bueno» no procede de aquellos a quienes se dispensa «bondad»! Antes
bien, fueron «los buenos mismos, es decir, los nobles, los
poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos
quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como
buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo
bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la
distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores, de
acuñar nombres de valores: ¿qué les importaba a ellos la utilidad?
El punto de vista de la utilidad resulta el más extraño e inadecuado
de todos precisamente cuando se trata de ese ardiente manantial de
supremos juicios de valor ordenadores del rango, destacadores del
rango: aquí el sentimiento ha llegado precisamente a lo contrario de
aquel bajo grado de temperatura que es el presupuesto de toda
prudencia calculadora, de todo cálculo utilitario, -y no por una
vez, no en una hora de excepción, sino de modo duradero. El pathos
de la nobleza y de la distancia, como hemos dicho, el duradero y
dominante sentimiento global y radical de una especie superior
dominadora en su relación con una especie inferior, con un «abajo»
-éste es el origen de la antítesis «bueno» y «malo». (El derecho del
señor a dar nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el
concebir también el origen del lenguaje como una exteriorización de
poder de los que dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a
cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto
se lo apropian, por así decirlo.) A este origen se debe el que, de
antemano, la palabra «bueno» no esté en modo alguno ligada
necesariamente a acciones «no egoístas»: como creen
supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral. Antes bien,
sólo cuando los juicios aristocráticos de valor declinan es cuando
la antítesis «egoísta» «no egoísta» se impone cada vez más a la
conciencia humana, - para servirme de mi vocabulario, es el instinto
de rebaño el que con esa antítesis dice por fin su palabra (e
incluso sus palabras). Pero aún entonces ha de pasar largo tiempo
hasta que de tal manera predomine ese instinto, que la apreciación
de los valores morales quede realmente prendida y atascada en dicha
antítesis (como ocurre, por ejemplo, en la Europa actual: hoy el
prejuicio que considera que «moral», «no egoista», «désintéressé»
son conceptos equivalentes domina ya con la violencia de una «idea
fija» y de una enfermedad mental).
3
Pero en segundo lugar: prescindiendo totalmente de la
insostenibilidad histórica de aquella hipótesis sobre la procedencia
del juicio de valor «bueno», ella adolece en sí misma de un
contrasentido psicológico. La utilidad de la acción no egoísta,
dice, sería el origen de su alabanza, y ese origen se habría
olvidado: - ¿cómo es siquiera posible tal olvido? ¿Es que acaso la
utilidad de tales acciones ha dejado de darse alguna vez? Ocurre lo
contrario: esa utilidad ha sido, antes bien, la experiencia
cotidiana en todos los tiempos, es decir, algo permanentemente
subrayado una y otra vez; en consecuencia, en lugar de desaparecer
de la conciencia, en lugar de volverse olvidable, tuvo que grabarse
en ella con una claridad cada vez mayor. Mucho más razonable resulta
aquella teoría opuesta a ésta (no por ello es más verdadera-), que
es defendida, por ejemplo, por Herbert Spencer: éste establece que
el concepto «bueno» es esencialmente idéntico al concepto «útil»,
«conveniente, de tal modo que en los juicios «bueno y «malo» la
humanidad habría sumado y sancionado cabalmente sus inolvidadas e
inolvidables experiencias acerca de lo útil-conveniente, de lo
perjudicial-inconveniente. Bueno es, según esta teoría, lo que desde
siempre ha demostrado ser útil: por lo cual le es lícito presentarse
como «máximamente valioso», como «valioso en sí». También esta vía
de explicación es falsa, como hemos dicho, pero al menos la
explicación misma es en sí razonable y resulta psicológicamente
sostenible.
4
La indicación de cuál es el camino correcto me la proporcionó el
problema referente a qué es lo que las designaciones de lo «bueno»
acuñadas por las diversas lenguas pretenden propiamente significar
en el aspecto etimológico: encontré aquí que todas ellas remiten a
idéntica metamorfosis conceptuul, - que, en todas partes, «noble»,
«aristocrático» en el sentido estamental, es el concepto básico a
partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, «bueno» en el
sentido de anímicamente noble», de «aristocrático, de «anímicamente
de índole elevada», «anímicamente privilegiado»: un desarrollo que
marcha siempre paralelo a aquel otro que hace que «vulgar»,
«plebeyo», «bajo», acaben por pasar al concepto «malo». El más
elocuente ejemplo de esto último es la misma palabra alemana malo»
(schlechz): en sí es idéntica a «simple» (schlicht) - véase
«simplemente» (schlechtweg, schlechterdings)- y en su origen
designaba al hombre simple, vulgar, sin que, al hacerlo, lanzase aún
una recelosa mirada de soslayo, sino sencillamente en contraposición
al noble. Aproximadamente hacia la Guerra de los Treinta Años, es
decir, bastante tarde, tal sentido se desplaza hacia el hoy usual. -
Con respecto a la genealogía de la moral esto me parece un
conocimiento esencial; el que se haya tardado tanto en encontrarlo
se debe al influjo obstaculizador que el prejuicio democrático
ejerce dentro del mundo moderno con respeto a todas las cuestiones
referentes a la procedencia. Prejuicio que penetra hasta en el
dominio, aparentemente objetivísimo, de las ciencias naturales y de
la fisiología; baste aquí con esta alusión.Pero el daño que ese
prejuicio, una vez desbocado hasta el odio, puede ocasionar ante
todo a la moral y a la ciencia histórica, lo muestra el tristemente
famoso caso de Buckle: el plebeyismo del espíritu moderno, que es de
procedencia inglesa, explotó aquí una vez más en su suelo natal con
la violencia de un volcán enlodado y con la elocuencia demasiado
salada, chillona, vulgar, con que han hablado hasta ahora todos los
volcanes.
5
Respecto a nuestro problema, que puede ser denominado con buenas
razones un problema silencioso y que sólo se dirige, selectivamente,
a un exiguo número de oídos, tiene interés no pequeño el comprobar
que en las palabras y raíces que designan «bueno» se transparenta
todavía, de muchas formas, el matiz básico en razón del cual los
nobles se sentían precisamente hombres de rango superior. Es cierto
que, quizá en la mayoría de los casos, éstos se apoyan,para darse
nombre, sencillamente en su superioridad de poder (se llaman «los
poderosos», los «señores», «los que mandan»), o en el signo más
visible de tal superioridad, y se llaman por ejemplo, «los ricos»,
«los propietarios, (éste es el sentido que tiene arya; y lo mismo
ocurre en el iranio y en el eslavo). Pero también se apoyan, para
darse nombre, en un rasgo típico de su carácter: y este es el caso
que aquí nos interesa. Se llaman, por ejemplo, «los veraces»: la
primera en hacerlo es la aristocracia griega, cuyo portavoz fue el
poeta megarense Teognis. La palabra acuñada a este fin, es eszlós
[noble], significa etimológicamente alguien que es, que tiene
realidad, que es real, que es verdadero; después, con un giro
subjetivo, significa el verdadero en cuanto veraz: en esta fase de
su metamorfosis conceptual la citada palabra se convierte en el
distintivo y en el lema de la aristocracia y pasa a tener totalmente
el sentido de aristocrático», como delimitación frente al mentiroso
hombre vulgar, tal como lo concibe y lo describe Teognis, - hasta
que por fin, tras el declinar de la aristocracia, queda para
designar la noblesse [nobleza] anímica, y entonces adquiere, por así
decirlo, madurez y dulzor. Tanto en la palabra kakós [malo] como en
deilós [miedoso] (el plebeyo en contraposición al agazós [bueno] se
subraya la cobardía: esto tal vez proyorcione una señal sobre la
dirección en que debe buscarse la procedencia etimológica de agazós,
interpretable de muchas maneras. Con el latín malus [malo] (a su
lado yo pongo melas [negro]acaso se caracterizaba al
hombre vulgar en cuanto hombre de piel oscura, y sobre todo en
cuanto hombre de cabellos negros (hic níger est)) [este es negro]-),
en cuanto habitante preario del suelo italiano, el cual por el color
era por lo que más claramente se distinguía de la raza rubia, es
decir, de la raza aria de los conquistadores, que se habían
convertido en los dueños; cuando menos el gaélico me ha ofrecido el
caso exactamente paralelo, -fin (por ejemplo, en el nombre Fin-Gal),
la palabra distintiva de la aristocracia, que acaba significando el
bueno, el noble, el puro, significaba en su origen el cabeza rubia,
en contraposición a los habitantes primitivos, de piel morena y
cabellos negros. Los celtas, dicho sea de paso, eran una raza
completamente rubia; se comete una injusticia cuando a esas fajas de
población de cabellos oscuros esencialmente, que es posible observar
en esmerados mapas etnográficos de Alemania, se las pone en
conexión, como hace todavía Virchow, con una procedencia celta y con
una mezcla de sangre celta: en esos lugares aparece, antes bien,la
población prearia de Alemania. (Lo mismo puede decirse de casi toda
Europa: en lo esencial la raza sometida ha acabado por predominar de
nuevo allí mismo en el color de la piel, en lo corto del cráneo y
tal vez incluso en los instintos intelectuales y sociales: ¿quién
nos garantiza que la moderna democracia, el todavía más moderno
anarquismo y, sobre todo, aquella tendencia hacia la commune
[comuna], hacia la forma más prirnitiva de sociedad, tendencia hoy
propia de todos los socialistas de Europa, no signifìcan en lo
esencial un gigantesco contragolpe -y que la raza de los
conquistadores y señores, la de los arios, no está sucumbiendo
incluso fisiológicamente?...)Creo estar autorizado a interpretar el
latín bonus [bueno] en el sentido de «el guerrero»: presuponiendo
que yo lleve razón al derivar bonus de un más antiguo duonus (véase
bellum = duellum = duenlum, en el que me parece conservado aquel
duonus). Bonus sería, por tanto, el varón de la disputa, de la
división (duo), el guerrero: es claro, aquello que constituía en la
antigua Roma la «bondad» de un varón. Nuestra misma palabra alemana
«bueno» gut): ¿no podría significar «el divino» (den Göttlichen), el
hombre de «estirpe divina» göottlichen Geschlechts)? ¿y ser idéntico
al nombre popular (originariamente aristocrático) de los godos (Gothen)?
Las razones de esta suposición no son de este lugar.
6
De esta regla, es decir, de que el concepto de preeminencia política
se diluye siempre en un concepto de preeminencia anímica, no
constituye por el momento una excepción (aunque da motivo para
ellas) el hecho de que la casta suprema sea a la vez la casta
sacerdotal y, en consecuencia, prefiera para su designación de
conjunto un predicado que recuerde su función sacerdotal. Aquí es
donde, por ejemplo, se contraponen por vez primera «puro» e «impuro»
como distintivos estamentales; y también aquí se desarrollan más
tarde un «bueno» y un «malo» en un sentido ya no estamental. Por lo
demás, advirtamos que estos conceptos «puro» e «impuro» no deben
tomarse de antemano en un sentido demasiado riguroso, demasiado
amplio y, mucho menos en un sentido simbólico: en una medida que
nosotros apenas podemos imaginar, todos los conceptos de la
humanidad primitiva fueron entendidos en su origen, antes bien, de
un modo grosero, tosco, externo, estrecho, de un modo directa y
específicamente no-simbólico. El «puro» es, desde el comienzo,
primeramente un hombre que se lava, que se prohíbe ciertos alimentos
causantes de enfermedades de la piel, que no se acuesta con las
sucias mujeres del pueblo bajo, que siente asco de la sangre, -
¡nada más, no mucho rnás! Por otro lado, sin duda, la índole entera
de una aristocracia esencialmente sacerdotal aclara por qué muy
pronto las antítesis valorativas pudieron interiorizarse y
exacerbarse de modo peligroso precisamente aquí; y, de hecho, ellas
acabaron por abrir entre hombre y hombre simas sobre las que ni
siquiera un Aquiles del librepensamiento podría saltar sin
estremecerse. Desde el comienzo hay algo no sano en tales
aristocracias sacerdotales y en los hábitos en ellas dominantes,
hábitos apartados de la actividad, hábitos en parte dedicados a
incubar ideas y en parte explosivos en sus sentimientos, y que
tienen como secuela aquella debilidad y aquella neurastenia
intestinales que atacan casi de modo inevitable a los sacerdotes de
todas las épocas; pero el remedio que ellos mismos han inventado
contra esta condición enfermiza suya -¿no tenemos que decir que ha
acabado demostrando ser, en sus repercusiones, cien veces más
peligroso que la enfermedad de la que debía librar? ¡La humanidad
misma adolece todavía de las repercusiones de tales ingenuidades de
la cura sacerdotal! Pensemos, por ejemplo,en ciertas formas de dieta
(abstención de corner carne), en el ayuno, en la continencia sexual,
en la huida «al desierto» (aislamiento a la manera de Weir Mitchell,
aunque desde luego sin la posterior cura de engorde y
sobrealimentación, en la cual reside el más eficaz antídoto contra
toda histeria del ideal ascético): añádase a esto la entera
metafísica de los sacerdotes, hostil a los sentidos, corruptora y
refinadora, su auto-hipnotización a la manera del faquir y del
brahmán -Brahma empleado como bola de vidrio y como idea fija- y el
general y muy comprensible hartazgo final de su cura radical, de la
Nada (o Dios: la aspiración a una unio mystica [unión mística] con
Dios es la aspiración del budista a la Nada, al Nirvana -¡y nada
más!). Entre los sacerdotes, cabalmente, se vuelve más peligroso
todo, no sólo los medios de cura y las artes médicas, sino también
la soberbia, la venganza, la sagacidad, el desenfreno, el amor, la
ambición de dominio, la virtud, la enfermedad -de todos modos,
también se podría añadir, con cierta equidad, que en el terreno de
esta forma esencialmente peligrosa de existencia humana, la forma
sacerdotal de existencia, es donde el hombre en general se ha
convertido en un animal interesante, que únicamente aquí es donde el
alma humana ha alcanzado profundidad en un sentido superior y se ha
vuelto malvada -¡y éstas son, en efecto, las dos formas básicas de
la superioridad poseída hasta ahora por el hombre sobre los demás
animales!...
7
Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede
desviarse muy fácilmente de la caballeresco-aristocrática y llegar
luego a convertirse en su antítesis; en especial impulsa a ello toda
ocasión en que la casta de los sacerdotes y la casta de los
guerreros se enfrentan a causa de los celos y no quieren llegar a un
acuerdo sobre el precio a pagar. Los juicios de valor
caballeresco-aristocráticos tienen como presupuesto una constitución
física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante,
junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir,
la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en
general, todo lo que la actividad fuerte, libre, regocijada lleva
consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar tiene -lo hemos
visto- otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece
la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más
malvados -¿por qué? Porque son los más impotentes. A causa de esa
impotencia el odio crece en ellos hasta convertirse en algo
monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y más venenoso. Los
máximos odiadores de la historia universal, también los odiadores
más ricos de espíritu, han sido siempre sacerdotes -comparado con el
espíritu de la venganza sacerdotal, apenas cuenta ningún otro
espíritu. La historia humana sería una cosa demasiado estúpida sin
el espíritu que los impotentes han introducido en ella: - tomemos en
seguida el máximo ejemplo. Nada de lo que en la tierra se ha hecho
contra «los nobles», «los violentos», «los señores, «los poderosos»,
merece ser mencionado si se lo compara con lo que los judíos han
hecho contra ellos: los judíos, ese pueblo sacerdotal, que no ha
sabido tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con
una radical transvaloración de los valores propios de éstos, es
decir, por un acto de la más espiritual venganza. Esto es lo único
que resultaba adecuado precisamente a un pueblo sacerdotal, al
pueblo de la más refrenada ansia de venganza sacerdotal. Han sido
los judíos los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han
atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores
(bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han
mantenido con los dientes del odio más abismal (el odio de la
impotencia) esa inversión, a saber, «¡los miserables son los buenos;
los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que
sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los
únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos
existe bienaventuranza, - en cambio vosotros, vosotros los nobles y
violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los
crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis
también eternamente los desventurados, los malditos y
condenados!...» Se sabe quien ha recogido la herencia de esa
transvaloración judía... A propósito de la iniciativa monstruosa y
desmesuradamente funesta asumida por los judíos con esta declaración
de guerra, la más radical de todas, recuerdo la frase que escribí en
otra ocasión (Más allá del bien y de mal) -a saber, que con los
judíos comienza en la moral la rebelión de los esclavos: esa
rebelión que tiene tras sí una historia bimilenaria y que hoy
nosotros hemos perdido de vista tan sólo porque - ha resultado
vencedora...
8
¿Pero no lo comprendéis? ¿No tenéis ojos para ver algo que ha
necesitado dos milenios para alcanzar la victoria?... No hay en esto
nada extraño: todas las cosas largas son difíciles de ver, difíciles
de abarcar con la mirada. Pero esto es lo acontecido: del tronco de
aquel árbol de la venganza y del odio, del odio judío -el odio más
profundo y sublime, esto es, el odio creador de ideales, modificador
de valores, que no ha tenido igual en la tierra-, brotó algo
igualmente incomparable, un amor nuevo la más profunda y sublime de
todas las especies de amor: - ¿y de qué otro tronco habría podido
brotar?... Mas ¡no se piense que brotó acaso como la auténtica
negación de aquella sed de venganza, como la antítesis del odio
judío! ¡No, lo contrario es la verdad! Ese amor nació de aquel odio
como su corona, como la corona triunfante, dilatada con amplitud
siempre mayor en la más pura luminosidad y plenitud solar; y en el
reino de la luz y de la altura ese amor perseguía las metas de aquel
odio, perseguía la victoria, el botín, la seducción, con el mismo
afán, por así decirlo, con que las raíces de aquel odio se hundían
con mayor radicalidad y avidez en todo lo que poseía profundidad y
era malvado. Ese Jesús de Nazaret, evangelio viviente del amor, ese
«redentor, que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres, a
los enfermos, a los pecadores
-¿no era él precisamente la seducción en su forma más inquietante e
irresistible, la seducción y el desvío precisamente hacia aquellos
valores judíos y hacia aquellas innovaciones judías del ideal? ¿No
ha alcanzado Israel, justamente por el rodeo de ese «redentor», de
ese aparente antagonista y liquidador de Israel, la última meta de
su sublime ansia de venganza? ¿No forma parte de la oculta magia
negra de una política verdaderamente grande de la venganza, de una
venganza de amplias miras, subterránea, de avance lento,
precalculadora, el hecho de que Israel mismo tuviese que negar y que
clavar en la cruz ante el mundo entero, como si se tratase de su
enemigo mortal, al auténtico instrumento de su venganza, a fin de
que «el mundo entero»,es decir, todos los adversarios de Israel,
pudieran morder sin recelos precisamente de ese cebo? ¿Y por otro
lado, se podría imaginar en absoluto, con todo el refinamiento del
espíritu, un cebo más peligroso? ¿Algo que iguale en fuerza
atractiva, embriagadora, aturdidora, corruptora, a aquel símbolo de
la «santa cruz», a aquella horrorosa paradoja de un «Dios en la
cruz», a aquel misterio de una inimaginable, última, extrema
crueldad y autocrucifixión de Dios para salvación del hombre?...
Cuando menos, es cierto que sub hoc signo [bajo este signo] Israel
ha venido triunfando una y otra vez, con su venganza y su
transvaloración de todos los valores, sobre todos los demás ideales,
sobre todos los ideales más nobles.
9
«Mas ¡cómo sigue usted hablando todavía de ideales más nobles!
Atengámonos a los hechos: el pueblo -o «los esclavos», O «la plebe»,
o «el rebaño», o como usted quiera llamarlo- ha vencido, y si esto
ha ocurrido por medio de los judíos, ¡bien!, entonces jamás pueblo
alguno tuvo misión más grande en la historia universal. «Los
señores» están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido. Se
puede considerar esta victoria a la vez como un envenenamiento de la
sangre (ella ha mezclado las razas entre sí) -no lo niego; pero,
indudablemente, esa intoxicación ha logrado éxito. La «redención»
del género humano (a saber, respecto de «los señores») se encuentra
en óptima vía; todo se judaíza, o se cristianiza, o se aplebeya a
ojos vistas (¡qué importan las palabras!). La marcha de ese
envenenamiento a través del cuerpo entero de la humanidad parece
incontenible, su tempo [ritmo] y su paso pueden ser incluso, a
partir de ahora, cada vez más lentos, más delicados, más inaudibles,
más cautos -en efecto, hay tiempo... ¿Le corresponde todavía hoy a
la Iglesia, en este aspecto, una tarea necesaria, posee todavía en
absoluto un derecho a existir? ¿O se podría prescindir de ella?
Quaeritur [se pregunta]. ¿Parece que la Iglesia refrena y modera
aquella marcha, en lugar de acelerarla? Ahora bien, justamente eso
podría ser su utilidad... Es seguro que la Iglesia se ha convertido
poco a poco en algo grosero y rústico, que repugna a una
inteligencia delicada, a un gusto propiamente moderno. ¿No debería,
al menos, refinarse un poco?... Hoy, más que seducir, aleja. ¿Quién
de nosotros sería librepensador si no existiera la Iglesia? La
Iglesia es la que nos repugna, no su veneno... Prescindiendo de la
Iglesia, también nosotros amamos el veneno...» -Tal es el epílogo de
un «librepensador» a mi discurso, de un animal respetable, como lo
ha demostrado de sobra, y, además, de un demócrata; hasta aquí me
había escuchado, y no soportó el oírme callar. Pues en este punto yo
tengo mucho que callar. -
10
La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el
resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el
resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la
auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan
únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral
noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los
esclavos dice no, ya de antemano, a un fuera», a un «otro», a un
«no-yo»; y ese no es lo que constituye su acción creadora. Esta
inversión de la mirada que establece valores - este necesario
dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia sí - forma parte
precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los
esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo,
necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para
poder en absoluto actuar, - su acción es, de raíz, reacción. Lo
contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y brota
espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse si a sí
misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo, - su concepto
negativo, lo bajo», «vulgar», «malo, es tan sólo un pálido
contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo,
totalmente impregnado de vida y de pasión, el concepto «¡nosotros
los nobles, nosotros los buenos, nosotros los bellos, nosotros los
felices!». Cuando la manera noble de valorar se equivoca y peca
contra la realidad, esto ocurre con relación a la esfera que no le
es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento se
opone con aspereza: no comprende a veces la esfera despreciada por
ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por otro lado,
téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del desprecio, del
mirar de arriba abajo, del mirar con superioridad, aun presuponiendo
que falsee la imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la
falsificación con que el odio reprimido, la venganza del impotente
atentarán contra su adversario -in effigie [en efigie],
naturalmente-. De hecho en el desprecio se mezclan demasiada
negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la vista
y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo en sí mismo,
como para estar en condiciones de transformar su objeto en una
auténtica caricatura y en un espantajo. No se pasen por alto las
nuances [matices] casi benévolas que, por ejemplo, la aristocracia
griega pone en todas las palabras con que diferencia de sí al pueblo
bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en ellas,
azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de
indulgencia,hasta el punto de que casi todas las palabras que
convienen al hombre vulgar han terminado por quedar como expresiones
para significar «infeliz», «digno de lástima» (véase deilós
[miedoso], deílaios (cobarde), ponerós [vil], mojzerós [mísero],
las dos últimas caracterizan propiamente al hombre vulgar como
esclavo del trabajo y animal de carga) - y cómo, por otro lado,
«malo, «infeliz», no dejaron jamás de sonar al oído griego con un
tono único con un timbre en el que prepondera «infeliz»: y esto como
herencia de la antigua manera de valorar más noble, aristocrática,
la cual no reniega de sí misma ni siquiera en el desprecio (-a los
filólogos recordémosles en qué sentido se usan oisirós [miserable],
ánolbos [desgraciado], tlémon, [resignado], distijein [fracasar,
tener mala suerte], simfora [desdichal). Los «bien nacidos» se
sentían a si mismos cabalmente como los «felices»; ellos no tenían
que construir su felicidad artificialmente y, a veces, persuadirse
de ella, mentírsela, mediante una mirada dirigida a sus enemigos
(como suelen hacer todos los hombres del resentimiento); y asimismo,
por ser hombres íntegros, repletos de fuerza y, en consecuencia,
necesariamente activos, no sabían separar la actividad de la
felicidad, - en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de ésta
(de aquí precede el eupráttein [obrar bien, ser feliz]) - todo esto
muy en contraposición con la felicidad al nivel de los impotentes,
de los oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y
hostiles, en los cuales la felicidad aparece esencialmente como
narcosis, aturdimiento, quietud, paz, «sábado», distensión del ánimo
y relajamiento de los miembros, esto es, dicho en una palabra, como
algo pasivo. Mientras que el hombre noble vive con confianza y
franqueza frente a sí mismo (yennaíos, «aristócrata de nacimiento»,
subraya la nuance [matiz] «franco» y también sin duda «ingenuo»), el
hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y
derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los
escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo
encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende
de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y
humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del
resentimiento acabará necesariamente por ser más inteligente que
cualquier raza noble, venerará también la inteligencia en una medida
del todo distinta: a saber, como la más importante condición de
existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia
fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: - en éstos
precisamente no es la inteligencia ni mucho menos tan esencial como
lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos
inconscientes reguladores o incluso una cierta falta de
inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien
sea al peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta
subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y
la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las
almas nobles. El mismo resentimiento del hombre noble, cuando en él
aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción inmediata y,
por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en
innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en
todos los débiles e impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio
los propios contratiempos, las propias fechorías -tal es el signo
propio de naturalezas fuertes y plenas, en las cuales hay una
sobreabundancia de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora,
fuerza que también hace olvidar (un buen ejemplo de esto en el mundo
moderno es Mirabeau, que no tenía memoria para los insultos ni para
las villanías que se cometían con él, y que no podía perdonar por la
única razón de que - olvidaba). Un hombre así se sacude de un solo
golpe muchos gusanos que en otros, en cambio, anidan
subterráneamente; sólo aquí es también posible otra cosa, suponiendo
que ella sea en absoluto posible en la tierra -el auténtico «amor a
sus enemigos». ¡Cuánto respeto por sus enemigos tiene un hombre
noble! - y ese respeto es ya un puente hacia el amor... ¡El hombre
noble reclama para sí su enemigo como una distinción suya, no
soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay
nada que despreclar y sí muchísimo que honrar! En cambio,
imaginémonos «el enemigo» tal como lo concibe el hombre del
resentimiento -y justo en ello reside su acción, su creación: ha
concebido el «enemigo malvado», «el malvado», y ello como concepto
básico, a partir del cual se imagina también, como imagen posterior
y como antítesis, un «bueno»- ¡él mismo!...
11
¡Justo, pues, lo contrario de lo que ocurre en el noble, quien
concibe el concepto fundamental «bueno» de un modo previo y
espontáneo, es decir, lo concibe a base de si mismo, Y sólo a partir
de él se forma una idea de «malo»! Este «malo» (schlecht) de origen
noble, y aquel «malvado» (böse), salido de la cuba cervecera del
odio insaciado -el primero, una creación posterior, algo marginal,
un color complementario, el segundo, en cambio, el original, el
comienzo, la auténtica acción en la concepción de una moral de
esclavos-, ¡cuán diferentes son estas dos palabras, «malo» (schlecht)
y «malvado» (böse), que aparentemente se contraponen a un mismo
concepto «bueno» (gut)! Mas no se trata del mismo concepto «bueno»:
pregúntese, antes bien, quién es propiamente «malvado» en el sentido
de la moral del resentimiento. Contestado con todo rigor:
precisamente el «bueno» de la otra moral, precisamente el noble, el
poderoso, el dominador, sólo que cambiado de color, interpretado y
visto del revés por el ojo venenoso del resentimiento. Hay aquí una
cosa que nosotros no queremos negar en modo alguno: quien a aquellos
«buenos» los ha conocido tan sólo como enemigos, no ha conocido
tampoco más que enemigos malvados, y aquellos mismos hombres que
eran mantenidos tan rigurosamente a raya por la costumbre, el
respeto, los usos, el agradecimiento y todavía más por la recíproca
vigilancia, por la emulación interpares [entre iguales], aquellos
mismos hombres que, por otro lado, en su comportamiento recíproco
mostraban tanta inventiva en punto a atenciones, dominio de sí,
delicadeza, fidelidad, orgullo y amistad, - no son hacia fuera, es
decir, allí donde comienza lo extranjero, la tierra extraña, mucho
mejores que animales de rapiña dejados sueltos. Allí disfrutan la
libertad de toda constricción social, en la selva se desquitan de la
tensión ocasionada por una prolongada reclusión y encierro en la paz
de la comunidad, allí retornan a la inocencia propia de la
conciencia de los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los
cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos,
incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual
tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una
travesura estudiantil, convencidos de que de nuevo tendrán los
poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y que ensalzar. Resulta
imposible no reconocer, a la base de todas estas razas nobles, el
animal de rapiña, la magnífica bestia rubia, que vagabundea
codiciosa de botín y de victoria; de cuando en cuando esa base
oculta necesita desahogarse, el animal tiene que salir de nuevo
fuera, tiene que retornar a la selva: - las aristocracias romana,
árabe, germánica, japonesa, los héroes homéricos, los vikingos
escandinavos - todos ellos coinciden en tal imperiosa necesidad. Son
las razas nobles las que han dejado tras sí el concepto «bárbaro»
por todos los lugares por donde han pasado;incluso en su cultura más
excelsa se revelan una consciencia de ello y hasta un orgullo (por
ejemplo, cuando Pericles dice a sus atenienses, en aquella famosa
oración fúnebre, «hemos forzado a todas las tierras y a todos los
mares a ser accesibles a nuestra audacia, dejando en todas partes
monumentos imperecederos en bien y en mal»). Esta «audacia» de las
razas nobles, que se manifiesta de manera loca, absurda, repentina,
este elemento imprevisible e incluso inverosímil de sus empresas -Pericles
destaca con elogio la pazimia [despreocupación]
de los atenienses-, su indiferencia y su desprecio de la seguridad,
del cuerpo, de la vida, del bienestar, su horrible jovialidad y el
profundo placer que sienten en destruir, en todas las
voluptuosidades del triunfo y de la crueldad - todo esto se
concentró, para quienes lo padecían, en la imagen del «bárbaro», del
«enemigo malvado», por ejemplo el «godo», el «vándalo». La profunda,
glacial desconfianza que el alemán continúa inspirando también ahora
tan pronto como llega al poder - representa aún un rebrote de aquel
terror inextinguible con que durante siglos contempló Europa el
furor de la rubia bestia germánica (aunque entre los antiguos
germanos y nosotros los alemanes apenas subsista ya afìnidad
conceptual alguna y menos aún un parentesco de sangre). En otro
sitio he
hecho notar la perplejidad experimentada por Hesiodo cuando meditaba
sobre el decurso de las épocas culturales e intentaba expresarlas
mediante el oro, la plata y el bronce: a la contradicción que le
ofrecía el mundo de Homero, un mundo tan magnífico, pero, a la vez,
tan horrible y tan brutal, no supo escapar más que dividiendo una
única época en dos y colocándolas una a continuación de la otra -
primero, la época de los héroes y semidioses de Troya y de Tebas,
tal como aquel mundo había subsistido en la memoria de las estirpes
nobles, que en ella tenían sus propios antecesores; y luego, la edad
de bronce, tal como aquel mismo mundo aparecía a los descendientes
de los sojuzgados, expoliados, maltratados, deportados, vendidos:
como una edad de bronce, según hemos dicho, dura, fría, cruel,
carente de sentimientos y de conciencia, una edad que todo lo
tritura y lo salpica de sangre. Suponiendo que fuera verdadero algo
que en todo caso ahora se cree ser «verdad», es decir, que el
sentido de toda cultura consistiese cabalmente en sacar del animal
rapaz «hombre», mediante la crianza, un animal manso y civilizado,
un animal doméstico, habría que considerar sin ninguna duda que
todos aquellos instintos de reacción y resentimiento, con cuyo
auxilio se acabó por humillar y dominar a las razas nobles, así como
todos sus ideales, han sido los auténticos instrumentos de la
cultura; con ello, de todos modos, no estaría dicho aún que los
depositaries de esos instintos representen también ellos mismos a la
vez la cultura. Lo contrario sería, antes bien, no sólo verosímil
-¡no!, ¡hoy es evidente! Esos depositarios de los instintos
opresores y ansiosos de desquite, los descendientes de toda
esclavitud europea y no europea, y en especial de toda población
prearia -¡representan el retroceso de la humanidad! ¡Esos
«instrumentos de la cultura» son una vergüenza del hombre y
representan más bien una sospecha, un contraargumento contra la
«cultura» en cuanto tal! Se puede tener todo derecho a no librarse
del temor a la bestia rubia que habita en el fondo de todas las
razas nobles y a mantenerse en guardia: mas ¿quién no preferiría
cien veces sentir temor, si a la vez le es permitido admirar, a no
sentir temor, pero con ello no poder sustraerse ya a la nauseabunda
visión de los malogrados, empequeñecidos, marchitos, envenenados? ¿Y
no es ésta nuestra fatalidad? ¿Qué es lo que hoy produce nuestra
aversión contra «el hombre»? - pues nosotros sufrimos por el hombre,
no hay duda. - No es el temor; sino, más bien, el que ya nada
tengamos que temer en el hombre; el que el gusano «hombre» ocupe el
primer plano y pulule en él; el que el «hombre manso», el
incurablemente mediocre y desagradable haya aprendido a sentirse a
sí mismo como la meta y la cumbre, como el sentido de la historia,
como «hombre superior; más aún, el que tenga cierto derecho a
sentirse así, en la medida en que se siente distanciado de la
muchedumbre de los mal constituidos, enfermizos, cansados, agotados,
a que hoy comienza Europa a apestar, y, por tanto, como algo al
menos relativamente bien constituido, como algo al menos todavía
capaz de vivir, como algo que al menos dice sí a la vida...
12
En este punto no me es ya posible reprimir un sollozo y una última
esperanza. ¿Qué es esto que, precisamente a mí, me resulta del todo
insoportable? ¿Esto de lo que sólo yo no puedo librarme, y que me
ahoga y me consume? ¡Aire viciado! ¡Aire viciado! El hecho de que
algo mal constituido se allega a mí; ¡el verme obligado a oler las
entrañas de un alma mal constituida!... ¿Qué es por otra parte, lo
que en materia de miseria, de privaciones, de mal clima, de
enfermedades, de fatigas y de soledad no soportamos? En el fondo nos
sobreponemos a todo lo demás, puesto que hemos nacido para una
existencia subterránea y combativa; una y otra vez salimos a la luz,
una y otra vez experimentamos la hora áurea del triunfo, - y en ese
momento aparecemos tal como nacimos, inquebrantables, tensos,
dispuestos a conquistar algo nuevo, algo más difícil, algo más
lejano todavía, como un arco a quien las privaciones lo único que
hacen es ponerlo más tirante. - Pero de vez en cuando -y suponiendo
que existan protectoras celestiales, situadas más allá del bien y
del mal- ¡concededme una mirada, otorgadme que pueda echar una única
mirada tan sólo a algo perfecto, a algo totalmente logrado, feliz,
poderoso, victorioso, en lo que todavía haya algo que temer! ¡Una
mirada a un hombre que justifique a el hombre, una mirada a un caso
afortunado que complemente y redima al hombre, por razón del cual me
sea lícito conservar la fe en el hombre!... Pues así están las
cosas: el empequeñecimiento y la nivelación del hombre europeo
encierran nuestro máximo peligro, ya que esa visión cansa... Hoy no
vemos nada que aspire a ser más grande, barruntamos que descendemos
cada vez más abajo, más abajo, hacia algo más débil, más manso, más
prudente, más plácido, más mediocre, más indiferente, más chino, más
cristiano -el hombre, no hay duda, se vuelve cada vez «mejor»...
Justo en esto reside la fatalidad de Europa- al perder el miedo al
hombre hemos perdido también el amor a él, el respeto a él, la
esperanza en él, más aún, la voluntad de él. Actualmente la visión
del hombre cansa - ¿qué es hoy el nihilismo si no es eso?. Estamos
cansados del hombre...
13
-
Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo «bueno, el
problema de lo bueno tal como se lo ha imaginado el hombre del
resentimiento exige llegar a su final. - El que los corderos guarden
rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar:
sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a mal a aquéllas
el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí
«estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un
ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un corderito, - ¿no
debería ser bueno?», nada hay que objetar a este modo de establecer
un ideal, excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un
poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras no estamos enfadados en
absoluto con esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada
más sabroso que un tierno cordero.» - Exigir de la fortaleza que no
sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse,
una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo
como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza. Un
quantum de fuerza es justo un tal quantum de pulsión, de voluntad,
de actividad -más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese
mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello
se debe tan sólo a la seducción del lenguaje (y de los errores
radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el cual entiende
y mal entiende que todo hacer está condicionado por un agente, por
un «sujeto». Es decir, del mismo modo que el pueblo separa el rayo
de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción
de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo separa
también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si
detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño
de exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero tal
sustrato no existe; no hay ningún «ser» detrás del hacer, del
actuar, del devenir; «el agente» ha sido ficticiamente añadido al
hacer, el hacer es todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer;
cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale a un
hacer-hacer: el mismo acontecimiento lo pone primero como causa y
luego, una vez más, como efecto de aquélla. Los investigadores de la
naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen «la fuerza mueve, la
fuerza causa» y cosas parecidas, - nuestra ciencia entera, a pesar
de toda su frialdad, de su desapasionamiento, se encuentra sometida
aún a la seducción del lenguaje y no se ha desprendido de los hijos
falsos que se le han infiltrado, de los «sujetos» (el átomo, por
ejemplo, es uno de esos hijos falsos, y lo mismo ocurre con la
kantiana cosa en sí»): nada tiene de extraño el que las reprimidas y
ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio aprovechen
en favor suyo esa creencia e incluso, en el fondo, ninguna otra
sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser
débil, y el ave de rapiña, libre de ser cordero: - con ello
conquistan, en efecto, para sí el derecho de imputar al ave de
rapiña ser ave de rapiña... Cuando los oprimidos, los pisoteados,
los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de
la impotencia: «¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos
buenos! Y bueno es todo el que no violenta, el que no ofende a
nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la
venganza a Dios, el cual se mantiene en lo oculto igual que
nosotros, y evita todo lo malvado, y exige poco de la vida, lo mismo
que nosotros los pacientes, los humildes, los justos» - esto,
escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en
realidad más que lo siguiente: «Nosotros los débiles somos desde
luego debiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos
bastante fuertes» - pero esta amarga realidad de los hechos, esta
inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos (los
cuales, cuando el peligro es grande, se fingen muertos para no hacer
nada «de más»), se ha vestido, gracias a ese arte de falsificación y
a esa automendacidad propias de la impotencia, con el esplendor de
la virtud renunciadora, callada, expectante, como si la debilidad
misma del debil -es decir, su esencia, su obrar, su entera, única,
inevitable, indeleble realidad- fuese un logro voluntario, algo
querido, elegido, una acción, un mérito. Por un instinto de
autoconservación, de autoafirmación, en el que toda mentira suele
santifìcarse, esa especie de hombre necesita creer en el «sujeto»
indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo
más popular, el alma) ha sido hasta ahora en la tierra el mejor
dogma, tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales,
a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime
autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad,
interpretar su ser-así-y-así como mérito.
14
-¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, al misterio de cómo se
fabrícan ideales en la tierra? ¿Quién tiene valor para ello?...
¡Bien! He aquí la mirada abierta a ese oscuro taller. Espere usted
un momento, señor indiscreción y temeridad: su ojo tiene que
habituarse antes a esa falsa luz cambiante... ¡Así! ¡Basta! ¡Hable
usted ahora! ¿Qué ocurre allá abajo? Diga usted lo que ve, hombre de
la más peligrosa curiosidad -ahora soy yo el que escucha. - -«No veo
nada, pero oigo tanto mejor. Es un chismorreo y un cuchicheo cauto,
pérfido, quedo, procedente de todas las esquinas y rincones. Me
parece que esa gente miente; una dulzona suavidad se pega a cada
sonido. La debilidad debe ser mentirosamente transformada en mérito,
no hay duda - es como usted lo decía.» -
-¡Siga!
-«··· y la impotencia, que no toma desquite, en 'bondad'; la
temerosa bajeza, en 'humildad'; la sumisión a quienes se odia, en
'obediencia' (a saber, obediencia a alguien de quien dicen que
ordena esa sumisión, - Dios le llaman). Lo inofensivo del débil, la
cobardía misma, de la que tiene mucha, u
estar-aguardando-a-la-puerta, su inevitable tener-que-aguardar,
recibe aquí un buen nombre, el de 'paciencia', y se llama también la
virtud; el no-poder-vengarse se llama no-querer-vengarse, y tal vez
incluso perdón ('pues ellos no saben lo que hacen' ¡únicamente
nosotros sabemos lo que
ellos hacen!'). También habla esa gente del ‘amor a los propios
enemigos’ -y
entre tanto suda.» Siga! «Son miserables, no hay duda, todos esos
chismorreadores y falsos monederos de las esquinas, aunque están
acurrucados calentándose unos junto a otros - pero me dicen que su
miseria es una elección y una distinción de Dios, que a los perros
que más se quiere se los azota; que quizás esa miseria sea también
una preparación, una prueba, una ejercitación, y acaso algo más -
algo que alguna vez encontrará su compensación, y será pagado con
enormes intereses en oro, ¡no!, en
felicidad. A eso lo llaman 'la bienaventuranza'.»
¡Siga!
-«Ahora me dan a entender que ellos no sólo son mejores que los
poderosos, que los señores de la tierra, cuyos esputos ellos tienen
que lamer (no por temor, ¡de ninguna manera por temor!, sino porque
Dios manda honrar toda autoridad), - que ellos no sólo son mejores,
sino que también 'les va mejor', o, en todo caso, alguna vez les irá
mejor. Pero ¡basta!, ¡basta! Ya no lo soporto más. ¡aire viciado!
¡Aire viciado! Ese taller donde se fabrican ideales -me parece que
apesta a mentiras.»
-¡No! ¡Un
momento todavía! Aún no nos ha dicho usted nada de la obra maestra
de esos nigromantes que con todo lo negro saben construir blancura,
leche e inocencia: - ¿no ha observado usted cuál es su perfección
suma en el refinamiento, su audacísima, finísima, ingeniosísima,
mendacísima estratagema de artista? ¡Atienda! Esos anirnales de
sótano, Llenos de venganza y de odio -¿qué hacen precisamente con la
venganza y con el odio? ¿Ha oído usted alguna vez esas palabras? Si
sólo se fìase usted de lo que ellos dicen, ¿barruntaría que se
encuentra en medio de hombres del resentimiento?...
-«Comprendo, vuelvo a abrir los oídos (¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, y cierro la
nariz). Sólo ahora oigo lo que ya antes decían con tanta frecuencia:
'nosotros los buenos - nosotros somos los justos' - a lo que ellos
piden no lo llaman desquite, sino 'el triunfo de la justicia: a lo
que ellos odian no es a su enemigo, ¡no!, ellos odian la
'injusticia: el 'ateísmo'; lo que ellos creen y esperan no es la
esperanza de la venganza, la embriaguez de la dulce venganza (- 'más
dulce que la miel', la llamaba ya Homero)", sino la victoria de
Dios, del Dios justo sobre los ateos; lo que a ellos les queda para
amar en la tierra no son sus hermanos en el odio, sino sus ‘hermanos
del amor’, como ellos dicen, todos los buenos y justos de la
tierra.»
-¿Y cómo
llaman a aquello que les sirve de consuelo contra todos los
sufrimientos de la vida - su fantasmagoría de la anticipada
bienaventuranza futura?
-«¡Cómo! ¿Oigo bien? A eso lo llaman el juicio final, la llegada de
su reino, el de ellos, del 'reino de Dios' - pero entre tanto viven
'en la fe', en el amor','en la esperanza'»
.
-¡Basta! ¡Basta!
15
¿En la fe en qué? ¿En el amor a qué? ¿En la esperanza de qué? -Esos
débiles - alguna vez, en efecto, quieren ser también ellos los
fuertes, no hay duda, alguna vez debe llegar también su reino - nada
menos que «el reino de Dios» lo llaman entre ellos, como hemos
dicho: ¡son, desde luego, tan humildes en todo! Para presenciar esto
se necesita vivir largo tiempo, rnás allá de la muerte, - en efecto,
la vida eterna se necesita para poder resarcirse también
eternamente, en el reino de Dios», de aquella vida terrena «en la
fe, en el amor, en la esperanza». ¿Resacirse de qué? ¿Resacirse con
qué?... A mí me parece que Dante cometió un grosero error al poner,
con horrorosa ingenuidad, sobre la puerta de su infierno la
inscripción «también a mí me creó el amor eterno» sobre la puerta
del paraíso cristiano y de su «bienaventuranza eterna» podría estar
en todo caso, con mejor derecho, la inscripción «también a mí me
creó el odio eterno» -, ¡presuponiendo que a una verdad le sea
lícito estar colocada sobre la puerta que lleva a una mentira! Pues
¿qué es la bienaventuranza de aquel paraíso?... Quizá ya nosotros
mismos lo adivinaríamos; pero es mejor que nos lo atestigue
expresamente una autoridad muy relevante en estas cosas, Tomás de
Aquino. «Beati in regno coelesti», dice con la mansedumbre de un
cordero, «videbunt poenas damnatorum, ut beatitudo illis mugis
complaceat» [Los bienaventurados verán en el reino celestial las
penas de los condenados, para que su bienaventuranza les
satisfaga más]-. ¿O se quiere escuchar esto mismo en un tono más
fuerte, de la boca, por ejemplo, de un triunfante padre de la
Iglesia, el cual desaconsejaba a sus cristianos las crueles
voluptuosidades de los espectáculos públicos -por qué, en realidad?
«La fe nos ofrece, en efecto, muchas más cosas -dice, de spectac, c.
29 ss.-, algo mucho más fuerte gracias a la redención disponemos, en
efecto, de alegrías completamente distintas; en lugar de los atletas
nosotros tenemos nuestros mártires; y si queremos sangre, bien,
tenemos la sangre de Cristo... Mas ¡qué cosas nos esperan el día de
su vuelta, de su triunfo!» - y ahora continúa así este visionario
extasiado: «At enim supersunt alia spectacula, ille ultimus et
perpetuus judicii dies, ille nationibus insperatus, ille derisus,
cum tanta saeculi vetustas et tot ejus nativitates uno igne
haurientur. Quae tunc spectaculi latitudo! Quid admirer! Quid rideam!
Ubi gaudeum! Ubi exultem, spectans tot et tantos reges, qui in
coelum recepti nuntiabantur, cum ipso love et ipsis suis testibus in
imis tenebris congemescentes! Itern praesides (los gobernadores de
las provincias) persecutores dominici nominis saevioribus quam ipsi
flammis saevierunt insultantibus contra Christianos liquescentes!
Quos praeterea sapientes illos philosophos coram discipulis suis una
conflagrantibus erubescentes, quibus nihil ad deum pertinere
suadebant, quibus animas aut nullas aut non in pristina corpora
redituras affirmabant!
Etiam
poetas non ad Rhadamanti nec ad Minois, sed ad inopinati Christi
tribunal palpitantes!
Tunc magis tragoedi
audiendi, magis scilicet vocales (cuanto mejor sea la voz, peor
gritarán) in sua propria calamitate; tunc histriones cognoscendi,
solutiores multo per ignem, tunc spectandus auriga in flammea rota
totus rubens, tunc xystici contemplandi non in gymnasiis, sed in
igne jaculati, nisi quod ne tunc quidem illos velim vivos, ut qui
malim ad eos potius conspectum insatiasbilem conferre, qui in
dominum desaevierunt.'Hic este ille, dicam, fabri aut quaestuariae
filius (como lo muestra todo lo que sigue, y en especial también
esta designación, conocida por el Talmud, de la madre de Jesús, a
partir de aquí Tertuliano habla a los judíos), sabbati destructor,
Samarites et daemonium habens. Hic est, quem a Juda redemistis, hic
est ille arundine et colaphis diverberatus, sputamentis dedecoratus,
felle et aceto potatus. Hic est, quem clam discentes subripuerunt,
ut resurrexisse dicatur vel hortulanus detraxit, ne lactucae suae
frequentia commeantium laederentur. Ut talia spectes, ut talibus
exultes, quis tibi praetor aut consul aut quaestor aut sacerdos de
sua liberalitste praestabit? Et tamen haec jam habemos quodammodo
per fìdem spiritu imaginante repraesentata.
Ceterum
qualia illa sunt, quae nec oculus vidit nec auris audivit nec in cor
hominis ascenderunt?
(l Cor. 2, 9). Credo
circo et utraque cavea (primera y cuarta fila, o, según otros,
escena cómica y trágica) et omni stadio gratiora»*. - Perfidem: así
está escrito. [ Pero quedan todavia otros espectáculos, aquel último
y perpetuo dia del juicio, dia no esperado por las naciones, dia del
cual se mofan, cuando esta tan gran decrepitud del mundo y tantas
generaciones del mismo ardan en un fuego común. ¡Qué espectáculo tan
grandioso entonces¡ ¡De cuántas cosas me asombraré! ¡De cuántas
cosas rne reiré! ¡Alli gozaré! ¡Allí meregocijaré, conremplando cómo
tantos y tan grandes reyes, de quienes se decia que habian sido
recibidos en el cielo, gimen en profundas tinieblas junto con el
mismo Júpiter y con sus mismos testigos! ¡Viendo también cómo los
presidentes perseguidores del nombre del Señor se derriten en llamas
más crueles que aquellas con que ellos mismos se ensañaron contra
los cristianos! ¡Viendo además
cómo aquellos sabios filósofos se llenan de rubor ante sus
discípulos, que con ellos se queman, a los cuales convencían de que
nada pertenece a Dios, a los cuales aseguraban que las almas o no
existen o no volverán a sus cuerpos primitivos! ¡Y viendo asimismo
cómo los poetas tiemblan, no ante el tribunal de Rada manto ni de
Minos, sino ante el de Cristo, a quien no esperaban! Entonces oiré
más a los actores de tragedias, es decir, serán más elocuentes
hablando de su propia desgracia; entonces conoceré a los histriones,
mucho más ágiles a causa del fuego; entonces veré al auriga,
totalmente rojo en el carro de fuego; entonces contemplaré a los
atletas, lanzando la jabalina no en los gimnasios, sino en el fuego,
a no ser que entonces no quisiera que estuviesen vivos y prefiriese
dirigir una mirada insaciable a aquellos que se ensañaron con el
Señor. Éste es, diré, el hijo del carpintero o de la prostituta, el
destructor del sábado, el samaritano y endemoniado. Este es aquel a
quien comprasteis a Judas, este Es aquel que fue golpeado con la
caña y con bofetadas, humillado con salivazos, a quien disteis a
beber hiel y vinagre. Este es aquel a quien sus discípulos robaron a
escondidas, para que se dijese que había resucitado, o a quien el
dueño del huerto retiró de allí, para que la gran afluencia de
quienes iban y venían no estropease sus lechugas. La visión de tales
espectáculos, la posibilidad de alegrarte de tales cosas, ¿qué
pretor, cónsul, o cuestor, o sacerdote, podrá ofrecértela, aun con
toda su generosidad? Y, sin embargo, en cierto rnodo tenemos ya
estas cosas por la fe representadas en el espíritu que las imagina.
Por lo demás, ¿cuáles son aquellas cosas que ni el ojo vio, ni el
oido oyó, ni entraron en corazón de hombre! (I Cor. 2, 9). Creo que
son más agradables que el circo, y el doble teatro, y todos los
estadios.]
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Concluyamos. Los dos valores contrapuestos «bueno y malo», «bueno y
malvado», han sostenido en la tierra una lucha terrible, que ha
durado milenios; y aunque es muy cierto que el segundo valor hace
mucho tiempo que ha prevalecido, no faltan, sin embargo, tampoco
ahora lugares en los que se continúa librando esa lucha, no decidida
aún. Incluso podría decirse que entre tanto la lucha ha sido llevada
cada vez más hacia arriba y que, precisamente por ello, se ha vuelto
cada vez más profunda, cada vez rnás espiritual: de modo que hoy
quizá no exista indicio más decisivo de la «naturaleza superior» de
una naturaleza más espiritual, que estar escindido en aquel sentido
y que ser realmente todavía un lugar de batalla de aquellas
antitesis. El simbolo de esa lucha, escrito en caracteres que han
permanecido hasta ahora legibles a lo largo de la historia entera de
la humanidad, dice «Roma contra Judea, Judea contra Roma»: - hasta
ahora no ha habido acontecimiento más grande que esta lucha, que
este planteamiento del problema, que esta contradicción de enemigos
mortales. Roma veía en el judío algo así como la antinaturaleza
misma, como su monstrum [monstruo] antipódico,
si cabe la expresión; en Roma se consideraba al judío "convicto de
odio contra
todo el género humano": con razón, en la medida en que hay derecho a
vincular la salvación y el futuro del género humano al dominio
incondicional de los valores aristocráticos, de los valores romanos.
¿Qué es lo que los judíos sentían, en cambio, contra Roma? Se lo
adivina por mil indicios; pero basta con traer una vez más a la
memoria el Apocalipsis de Juan, la más salvaje de todas las
invectivas escritas que la venganza tiene sobre su conciencia. (Por
otro lado, no se infravalore la profunda consecuencia lógica del
instinto cristiano al escribir cabalmente sobre este libro del odio
el nombre del discípulo del amor, del mismo a quien atribuyó aquel
Evangelio enamorado y entusiasta -: aquí se esconde un poco de
verdad, por muy grande que haya sido también la falsificación
literaria precisa para lograr esa finalidad.) Los romanos eran, en
efecto, los fuertes y los nobles; en tal grado lo eran que hasta
ahora no ha habido en la tierra hombres más fuertes ni más nobles, y
ni siquiera se los ha soñado nunca; toda reliquia de ellos, toda
inscripción suya produce éxtasis, presuponiendo que se adivine qué
es lo que allí escribe. Los judíos eran, en cambio, el pueblo
sacerdotal del resentimiento par ex-cellence, en el que habitaba una
genialidad popular-moral sin igual: basta comparar los pueblos de
cualidades análogas, por ejemplo, los chinos o los alemanes, con los
judíos, para comprender qué es de primer rango y qué es de quinto.
¿Quién de ellos ha vencido entre tanto, Roma o Judea? No hay, desde
luego, la más mínima duda: considérese ante quién se inclinan hoy
los hombres, en la misma Roma, como ante la síntesis de todos los
valores supremos, - y no sólo en Roma, sino casi en media tierra, en
todos los lugares en que el hombre se ha vuelto manso o quiere
volverse manso, - ante tres judíos, como es sabido, y una judía
(ante Jesús de Nazaret, el pescador Pedro, el tejedor de alfombras
Pablo, y la madre del mencionado Jesús, de nombre María). Esto es
muy digno de atención: Roma ha sucumbido, sin ninguna duda. De todos
modos, hubo en el Renacimiento una espléndida e inquietante
resurrección del ideal clásico, de la manera noble de valorar todas
las cosas: Roma misma se movió, como un muerto aparente que abre los
ojos, bajo la presión de la nueva Roma, la Roma judaizada,
construida sobre ella, la cual ofrecía el aspecto de una sinagoga
ecuménica y se Llamaba «Iglesia»; pero en seguida volvió a triunfar
Judea, gracias a aquel movimiento radicalmente plebeyo (alemán e
inglés) de resentimiento al que se da el nombre de Reforma
protestante, añadiendo lo que de él tenía que seguirse, el
restablecimiento de la Iglesia, - el restablecimiento también de la
vieja quietud sepulcral de la Roma clásica. En un sentido más
decisivo incluso y más profundo que en la Reforma protestante, Judea
volvió a vencer otra vez sobre el ideal clásico con la Revolución
francesa: la última nobleza política que había en Europa, la de los
siglos xvii y xviii franceses, sucumbió bajo los instintos populares
del resentimiento -¡jamás se escuchó en la tierra un júbilo más
grande, un entusiasmo más clamoroso! Es cierto que en medio de todo
ello ocurrió lo más tremendo, lo más inesperado: el ideal antiguo
mismo apareció en carne y hueso, y con un esplendor inaudito, ante
los ojos y la conciencia de la humanidad, - ¡y una vez más, frente a
la vieja y mendaz consigna del resentimiento que habla del primado
de los más frente a la voluntad de descenso, de rebajamiento, de
nivelación, de hundimiento y crepúsculo del hombre, resonó más
fuerte, más simple, más penetrante que nunca la terrible y
fascinante anti-consigna del primado de los menos! Como una última
indicación del otro camino apareció Napoleón, el hombre más singular
y más tardíamente nacido que haya existido nunca, y en él, encarnado
en él, el problema del ideal noble en sí -reflexiónese bien en qué
problema es éste: Napoleón, esa síntesis de inhumanidad y
superhombre...
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-¿Con esto ha acabado ya todo? ¿Quedó así relegada ad acta [a los
archivos] para siempre aquella antítesis de ideales, la más grande
de todas? ¿O sólo fue aplazada, aplazada por largo tiempo?... ¿No
deberá haber alguna vez una reanimación del antiguo incendio, mucho
más terrible todavía, preparada durante más largo tiempo? Más aún:
¿no habría que desear precisamente esto con todas las fuerzas?, ¿e
incluso quererlo?, ¿e incluso favorecerlo?... Quien en este punto
comienza, lo mismo que mis lectores, a meditar, a continuar
pensando, es difícil que llegue pronto al final, - ésta es para mí
razón suficiente para que yo mismo llegue a él, suponiendo que haya
quedado bastante claro hace tiempo lo que yo quiero, lo que yo
quiero precisamente con aquella peligrosa consigna que he colocado
al frente de mi último libro: Más allá del bien y del mal... Esto no
significa, cuando menos, «Más allá de lo bueno y lo malo».
Nota.
Aprovecho la ocasión
que me proporciona este tratado para expresar pública y formalmente
un deseo que hasta ahora he manifestado tan sólo en conversaciones
ocasionales con personas doctas; a saber, que alguna Facultad de
Filosofía se haga benemérita del fomento de los estudios de historia
de la moral convocando una serie de premios académicos: - tal vez
este libro sirva para dar un fuerte impulso precisamente en esa
dirección. En previsión de una posibilidad de esa especie, se
propone la cuestión siguiente: ella merece la atención de los
filólogos e historiadores tanto como la de los auténticos doctos en
filosofía por oficio. «¿Qué indicaciones nos proporciona la ciencia
del lenguaje, y en especial la investigación etimológica, sobre la
historia evolutiva de los conceptos morales?»
- Por otro lado,
también resulta necesario, desde luego, ganar el interés de los
fisiólogos y médicos para estos problemas (acerca del valor de las
apreciaciones valorativas habidas hasta ahora): aquí se les puede
dejar a los filósofos de oficio el representar, también en este caso
singular, el papel de abogados y mediadores, una vez que hayan
logrado que la relación originariamente tan áspera, tan desconfiada,
entre tìlosofía, fisiología y medicina se transforme en el más
amistoso y fecundo de los intercambios. De hecho todas las tablas de
bienes, todos los «tú debes» conocidos por la historia o por la
investigación etnológica necesitan, sobre todo, la iluminación y la
interpretación fisiológica, antes, en todo caso, que la psicológica;
todos esperan igualmente una crítica por parte de la ciencia médica.
La cuestión: ¿qué vale esta o aquella tabla de bienes, esta o
aquella «moral»? debe ser planteada desde las más diferentes
perspectivas; especialmente la pregunta «¿valioso para qué?» nunca
podrá ser analizada con suficiente finura. Algo, por ejemplo, que
tuviese evidentemente valor en lo que respecta a la máxima capacidad
posible de duración de una raza (o al aumento de sus fuerzas de
adaptación a un determinado clima, o a la conservación del mayor
número), no tendría en absoluto el mismo valor si se tratase, por
ejemppo, de formar un tipo más fuerte. El bien de los más y el bien
de los menos son puntos de vista contrapuestos del valor; considerar
ya en sí que el primero tiene un valor más elevado es algo que
nosotros vamos a dejar a la ingenuidad de los biólogos ingleses...
Todas las ciencias tienen que preparar ahora el terreno para la
tarea futura del filósofo: entendida esa tarea en el sentido de que
el filósofo tiene que solucionar el problema del valor, tiene que
determinar la jerarquía de los valores. - |