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			FRIEDRICH NIETZSCHE 
			  
			
			El drama musical griego  - La 
			visión dionisíaca del mundo - Sócrates 
			y la tragedia -
			 
			
			Genealogía de la moral -
			Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral -  
			
			
			Los que quieren «mejorar» la humanidad - 
			
			Reseña sobre su obra y su vida - 
			
			La mujer griega 
			  
			
			GENEALOGÍA DE LA MORAL 
			
			«Bueno y malvado» «Bueno y malo» 
			
			(Tratado Primero) 
			1Esos psicólogos ingleses, a quienes hasta ahora se deben también los 
			únicos ensayos de construir una historia genética de la moral, - en 
			sí mismos nos ofrecen un enigma nada pequeño; lo confieso, justo por 
			tal cosa, por ser enigmas de carne y hueso, aventajan en algo 
			esencial a sus libros -¡ellos mismos -on interesantes! Esos 
			psicólogos ingleses -¿qué es lo que propiamente desean? Queramos o 
			no queramos, los encontramos aplicados siempre a la misma obra, a 
			saber, la de sacar al primer término la partie honteuse [parte 
			vergonzosa] de nuestro mundo interior y buscar lo propiamente 
			operante, lo normativo, lo decisivo para el desarrollo, justo allí 
			donde el orgullo intelectual menos desearía encontrarlo (por 
			ejemplo, en la vis inertiae [fuerza inercial] del hábito, o en la 
			capacidad de olvido o en una ciega y casual concatenación y mecánica 
			de ideas, o en algo puramente pasivo, automático, reflejo, molecular 
			y estúpido de raíz) -¿qué es lo que en realidad empuja a tales 
			psicólogos a ir siempre justo en esa dirección? ¿Es un instinto 
			secreto, taimado, vulgar, no confesado tal vez a sí mismo, de 
			empequeñecer al hombre? ¿O quizá una suspicacia pesimista, la 
			desconfianza propia de idealistas desenganados, ofuscados, que se 
			han vuelto venenosos y rencorosos? ¿O una hostilidad y un rencor 
			pequeños y subterráneos contra el cristianismo (y Platón), que tal 
			vez no han salido nunca más allá del umbral de la conciencia? ¿O 
			incluso un lascivo gusto por lo extraño, por lo dolorosamente 
			paradójico, por lo problemático y absurdo de la existencia? ¿O, en 
			fin, - algo de todo, un poco de vulgaridad, un poco de ofuscación, 
			un poco de anticristianismo, un poco de comezón e imperiosa 
			necesidad de pimienta?... Pero se me dice que son sencillamente 
			ranas viejas, frías, aburridas, que andan arrastrándose y dando 
			saltos en torno al hombre, dentro del hombre, como si aquí se 
			encontraran exactamente en su elemento propio, esto es, en una 
			ciénaga. Con repugnancia oigo decir esto, más aún, no creo en ello; 
			y si es lícito desear cuando no es posible saber, yo deseo de 
			corazón que en este caso ocurra lo contrario, - que esos 
			investigadores y microscopistas del alma sean en el fondo animales 
			valientes, magnánimos y orgullosos, que saben mantener refrenados 
			tanto su corazón como su dolor y que se han educado para sacrificar 
			todos los deseos a la verdad, a toda verdad, incluso a la verdad 
			simple, áspera, fea, repugnante, no-cristiana, no-moral... Pues 
			existen verdades tales.
 
			2¡Todo nuestro respeto, pues, por los buenos espíritus que acaso 
			actúen en esos historiadores de la moral! Mas ¡lo cierto es, por 
			desgracia, que les falta, también a ellos, el espíritu histórico, 
			que han sido dejados en la estacada precisamente por todos los 
			buenos espíritus de la ciencia histórica! Como es ya viejo uso de 
			filósofos, todos ellos piensan de una manera esencialmente 
			a-histórica; de esto no cabe ninguna duda. La chatedad de su 
			genealogía de la moral aparece ya en el mismo comienzo, allí donde 
			se trata de averiguar la procedencia del concepto y el juicio 
			«bueno». «Originariamente -decretan- acciones no egoístas fueron 
			alabadas y llamadas buenas por aquellos a quienes se tributaban, 
			esto es, por aquellos a quienes resultaban útiles; más tarde ese 
			origen de la alabanza se olvidó, y las acciones no egoistas, por el 
			simple motivo de que, de acuerdo con el hábito, habían sido alabadas 
			siempre como buenas, fueron sentidas también como buenas -como si 
			fueran en sí algo bueno.» Se ve en seguida que esta derivación 
			contiene ya todos los rasgos típicos de la idiosincrasia de los 
			psicólogos ingleses, - tenemos aquí «la utilidad», «el olvido», «el 
			hábito» y, al final, «el error», todo ello como base de una 
			apreciación valorativa de la que el hombre superior había estado 
			orgulloso hasta ahora como de una especie de privilegio del hombre 
			en cuanto tal. Ese orgullo debe ser humillado, esa apreciación 
			valorativa debe ser desvalorizada: ¿se ha conseguido esto?... Para 
			mí es evidente, primero, que esta teoría busca y sitúa en un lugar 
			falso el auténtico hogar native del concepto «bueno: ¡el juicio 
			«bueno» no procede de aquellos a quienes se dispensa «bondad»! Antes 
			bien, fueron «los buenos mismos, es decir, los nobles, los 
			poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos 
			quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como 
			buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo 
			bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la 
			distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores, de 
			acuñar nombres de valores: ¿qué les importaba a ellos la utilidad? 
			El punto de vista de la utilidad resulta el más extraño e inadecuado 
			de todos precisamente cuando se trata de ese ardiente manantial de 
			supremos juicios de valor ordenadores del rango, destacadores del 
			rango: aquí el sentimiento ha llegado precisamente a lo contrario de 
			aquel bajo grado de temperatura que es el presupuesto de toda 
			prudencia calculadora, de todo cálculo utilitario, -y no por una 
			vez, no en una hora de excepción, sino de modo duradero. El pathos 
			de la nobleza y de la distancia, como hemos dicho, el duradero y 
			dominante sentimiento global y radical de una especie superior 
			dominadora en su relación con una especie inferior, con un «abajo» 
			-éste es el origen de la antítesis «bueno» y «malo». (El derecho del 
			señor a dar nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el 
			concebir también el origen del lenguaje como una exteriorización de 
			poder de los que dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a 
			cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto 
			se lo apropian, por así decirlo.) A este origen se debe el que, de 
			antemano, la palabra «bueno» no esté en modo alguno ligada 
			necesariamente a acciones «no egoístas»: como creen 
			supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral. Antes bien, 
			sólo cuando los juicios aristocráticos de valor declinan es cuando 
			la antítesis «egoísta» «no egoísta» se impone cada vez más a la 
			conciencia humana, - para servirme de mi vocabulario, es el instinto 
			de rebaño el que con esa antítesis dice por fin su palabra (e 
			incluso sus palabras). Pero aún entonces ha de pasar largo tiempo 
			hasta que de tal manera predomine ese instinto, que la apreciación 
			de los valores morales quede realmente prendida y atascada en dicha 
			antítesis (como ocurre, por ejemplo, en la Europa actual: hoy el 
			prejuicio que considera que «moral», «no egoista», «désintéressé» 
			son conceptos equivalentes domina ya con la violencia de una «idea 
			fija» y de una enfermedad mental).
 
			3Pero en segundo lugar: prescindiendo totalmente de la 
			insostenibilidad histórica de aquella hipótesis sobre la procedencia 
			del juicio de valor «bueno», ella adolece en sí misma de un 
			contrasentido psicológico. La utilidad de la acción no egoísta, 
			dice, sería el origen de su alabanza, y ese origen se habría 
			olvidado: - ¿cómo es siquiera posible tal olvido? ¿Es que acaso la 
			utilidad de tales acciones ha dejado de darse alguna vez? Ocurre lo 
			contrario: esa utilidad ha sido, antes bien, la experiencia 
			cotidiana en todos los tiempos, es decir, algo permanentemente 
			subrayado una y otra vez; en consecuencia, en lugar de desaparecer 
			de la conciencia, en lugar de volverse olvidable, tuvo que grabarse 
			en ella con una claridad cada vez mayor. Mucho más razonable resulta 
			aquella teoría opuesta a ésta (no por ello es más verdadera-), que 
			es defendida, por ejemplo, por Herbert Spencer: éste establece que 
			el concepto «bueno» es esencialmente idéntico al concepto «útil», 
			«conveniente, de tal modo que en los juicios «bueno y «malo» la 
			humanidad habría sumado y sancionado cabalmente sus inolvidadas e 
			inolvidables experiencias acerca de lo útil-conveniente, de lo 
			perjudicial-inconveniente. Bueno es, según esta teoría, lo que desde 
			siempre ha demostrado ser útil: por lo cual le es lícito presentarse 
			como «máximamente valioso», como «valioso en sí». También esta vía 
			de explicación es falsa, como hemos dicho, pero al menos la 
			explicación misma es en sí razonable y resulta psicológicamente 
			sostenible.
 
			4La indicación de cuál es el camino correcto me la proporcionó el 
			problema referente a qué es lo que las designaciones de lo «bueno» 
			acuñadas por las diversas lenguas pretenden propiamente significar 
			en el aspecto etimológico: encontré aquí que todas ellas remiten a 
			idéntica metamorfosis conceptuul, - que, en todas partes, «noble», 
			«aristocrático» en el sentido estamental, es el concepto básico a 
			partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, «bueno» en el 
			sentido de anímicamente noble», de «aristocrático, de «anímicamente 
			de índole elevada», «anímicamente privilegiado»: un desarrollo que 
			marcha siempre paralelo a aquel otro que hace que «vulgar», 
			«plebeyo», «bajo», acaben por pasar al concepto «malo». El más 
			elocuente ejemplo de esto último es la misma palabra alemana malo» 
			(schlechz): en sí es idéntica a «simple» (schlicht) - véase 
			«simplemente» (schlechtweg, schlechterdings)- y en su origen 
			designaba al hombre simple, vulgar, sin que, al hacerlo, lanzase aún 
			una recelosa mirada de soslayo, sino sencillamente en contraposición 
			al noble. Aproximadamente hacia la Guerra de los Treinta Años, es 
			decir, bastante tarde, tal sentido se desplaza hacia el hoy usual. - 
			Con respecto a la genealogía de la moral esto me parece un 
			conocimiento esencial; el que se haya tardado tanto en encontrarlo 
			se debe al influjo obstaculizador que el prejuicio democrático 
			ejerce dentro del mundo moderno con respeto a todas las cuestiones 
			referentes a la procedencia. Prejuicio que penetra hasta en el 
			dominio, aparentemente objetivísimo, de las ciencias naturales y de 
			la fisiología; baste aquí con esta alusión.Pero el daño que ese 
			prejuicio, una vez desbocado hasta el odio, puede ocasionar ante 
			todo a la moral y a la ciencia histórica, lo muestra el tristemente 
			famoso caso de Buckle: el plebeyismo del espíritu moderno, que es de 
			procedencia inglesa, explotó aquí una vez más en su suelo natal con 
			la violencia de un volcán enlodado y con la elocuencia demasiado 
			salada, chillona, vulgar, con que han hablado hasta ahora todos los 
			volcanes.
 
			5Respecto a nuestro problema, que puede ser denominado con buenas 
			razones un problema silencioso y que sólo se dirige, selectivamente, 
			a un exiguo número de oídos, tiene interés no pequeño el comprobar 
			que en las palabras y raíces que designan «bueno» se transparenta 
			todavía, de muchas formas, el matiz básico en razón del cual los 
			nobles se sentían precisamente hombres de rango superior. Es cierto 
			que, quizá en la mayoría de los casos, éstos se apoyan,para darse 
			nombre, sencillamente en su superioridad de poder (se llaman «los 
			poderosos», los «señores», «los que mandan»), o en el signo más 
			visible de tal superioridad, y se llaman por ejemplo, «los ricos», 
			«los propietarios, (éste es el sentido que tiene arya;  y lo mismo 
			ocurre en el iranio y en el eslavo). Pero también se apoyan, para 
			darse nombre, en un rasgo típico de su carácter: y este es el caso 
			que aquí nos interesa. Se llaman, por ejemplo, «los veraces»: la 
			primera en hacerlo es la aristocracia griega, cuyo portavoz fue el 
			poeta megarense Teognis. La palabra acuñada a este fin, es eszlós 
			[noble], significa etimológicamente alguien que es, que tiene 
			realidad, que es real, que es verdadero; después, con un giro 
			subjetivo, significa el verdadero en cuanto veraz: en esta fase de 
			su metamorfosis conceptual la citada palabra se convierte en el 
			distintivo y en el lema de la aristocracia y pasa a tener totalmente 
			el sentido de aristocrático», como delimitación frente al mentiroso 
			hombre vulgar, tal como lo concibe y lo describe Teognis, - hasta 
			que por fin, tras el declinar de la aristocracia, queda para 
			designar la noblesse [nobleza] anímica, y entonces adquiere, por así 
			decirlo, madurez y dulzor. Tanto en la palabra kakós [malo] como en 
			deilós [miedoso] (el plebeyo en contraposición al agazós [bueno] se 
			subraya la cobardía: esto tal vez proyorcione una señal sobre la 
			dirección en que debe buscarse la procedencia etimológica de agazós, 
			interpretable de muchas maneras. Con el latín malus [malo] (a su 
			lado yo pongo melas [negro]acaso se caracterizaba al 
			hombre vulgar en cuanto hombre de piel oscura, y sobre todo en 
			cuanto hombre de cabellos negros (hic níger est)) [este es negro]-), 
			en cuanto habitante preario del suelo italiano, el cual por el color 
			era por lo que más claramente se distinguía de la raza rubia, es 
			decir, de la raza aria de los conquistadores, que se habían 
			convertido en los dueños; cuando menos el gaélico me ha ofrecido el 
			caso exactamente paralelo, -fin (por ejemplo, en el nombre Fin-Gal), 
			la palabra distintiva de la aristocracia, que acaba significando el 
			bueno, el noble, el puro, significaba en su origen el cabeza rubia, 
			en contraposición a los habitantes primitivos, de piel morena y 
			cabellos negros. Los celtas, dicho sea de paso, eran una raza 
			completamente rubia; se comete una injusticia cuando a esas fajas de 
			población de cabellos oscuros esencialmente, que es posible observar 
			en esmerados mapas etnográficos de Alemania, se las pone en 
			conexión, como hace todavía Virchow, con una procedencia celta y con 
			una mezcla de sangre celta: en esos lugares aparece, antes bien,la 
			población prearia de Alemania. (Lo mismo puede decirse de casi toda 
			Europa: en lo esencial la raza sometida ha acabado por predominar de 
			nuevo allí mismo en el color de la piel, en lo corto del cráneo y 
			tal vez incluso en los instintos intelectuales y sociales: ¿quién 
			nos garantiza que la moderna democracia, el todavía más moderno 
			anarquismo y, sobre todo, aquella tendencia hacia la commune 
			[comuna], hacia la forma más prirnitiva de sociedad, tendencia hoy 
			propia de todos los socialistas de Europa, no signifìcan en lo 
			esencial un gigantesco contragolpe -y que la raza de los 
			conquistadores y señores, la de los arios, no está sucumbiendo 
			incluso fisiológicamente?...)Creo estar autorizado a interpretar el 
			latín bonus [bueno] en el sentido de «el guerrero»: presuponiendo 
			que yo lleve razón al derivar bonus de un más antiguo duonus (véase 
			bellum = duellum = duenlum, en el que me parece conservado aquel 
			duonus). Bonus sería, por tanto, el varón de la disputa, de la 
			división (duo), el guerrero: es claro, aquello que constituía en la 
			antigua Roma la «bondad» de un varón. Nuestra misma palabra alemana 
			«bueno» gut): ¿no podría significar «el divino» (den Göttlichen), el 
			hombre de «estirpe divina» göottlichen Geschlechts)? ¿y ser idéntico 
			al nombre popular (originariamente aristocrático) de los godos (Gothen)? 
			Las razones de esta suposición no son de este lugar.
 
			6De esta regla, es decir, de que el concepto de preeminencia política 
			se diluye siempre en un concepto de preeminencia anímica, no 
			constituye por el momento una excepción (aunque da motivo para 
			ellas) el hecho de que la casta suprema sea a la vez la casta 
			sacerdotal y, en consecuencia, prefiera para su designación de 
			conjunto un predicado que recuerde su función sacerdotal. Aquí es 
			donde, por ejemplo, se contraponen por vez primera «puro» e «impuro» 
			como distintivos estamentales; y también aquí se desarrollan más 
			tarde un «bueno» y un «malo» en un sentido ya no estamental. Por lo 
			demás, advirtamos que estos conceptos «puro» e «impuro» no deben 
			tomarse de antemano en un sentido demasiado riguroso, demasiado 
			amplio y, mucho menos en un sentido simbólico: en una medida que 
			nosotros apenas podemos imaginar, todos los conceptos de la 
			humanidad primitiva fueron entendidos en su origen, antes bien, de 
			un modo grosero, tosco, externo, estrecho, de un modo directa y 
			específicamente no-simbólico. El «puro» es,   desde el comienzo, 
			primeramente un hombre que se lava, que se prohíbe ciertos alimentos 
			causantes de enfermedades de la piel, que no se acuesta con las 
			sucias mujeres del pueblo bajo, que siente asco de la sangre, - 
			¡nada más, no mucho rnás! Por otro lado, sin duda, la índole entera 
			de una aristocracia esencialmente sacerdotal aclara por qué muy 
			pronto las antítesis valorativas pudieron interiorizarse y 
			exacerbarse de modo peligroso precisamente aquí; y, de hecho, ellas 
			acabaron por abrir entre hombre y hombre simas sobre las que ni 
			siquiera un Aquiles del librepensamiento podría saltar sin 
			estremecerse. Desde el comienzo hay algo no sano en tales 
			aristocracias sacerdotales y en los hábitos en ellas dominantes, 
			hábitos apartados de la actividad, hábitos en parte dedicados a 
			incubar ideas y en parte explosivos en sus sentimientos, y que 
			tienen como secuela aquella debilidad y aquella neurastenia 
			intestinales que atacan casi de modo inevitable a los sacerdotes de 
			todas las épocas; pero el remedio que ellos mismos han inventado 
			contra esta condición enfermiza suya -¿no tenemos que decir que ha 
			acabado demostrando ser, en sus repercusiones, cien veces más 
			peligroso que la enfermedad de la que debía librar?  ¡La humanidad 
			misma adolece todavía de las repercusiones de tales ingenuidades de 
			la cura sacerdotal! Pensemos, por ejemplo,en ciertas formas de dieta 
			(abstención de corner carne), en el ayuno, en la continencia sexual, 
			en la huida «al desierto» (aislamiento a la manera de Weir Mitchell, 
			aunque desde luego sin la posterior cura de engorde y 
			sobrealimentación, en la cual reside el más eficaz antídoto contra 
			toda histeria del ideal ascético): añádase a esto la entera 
			metafísica de los sacerdotes, hostil a los sentidos, corruptora y 
			refinadora, su auto-hipnotización a la manera del faquir y del 
			brahmán -Brahma empleado como bola de vidrio y como idea fija- y el 
			general y muy comprensible hartazgo final de su cura radical, de la 
			Nada (o Dios: la aspiración a una unio mystica [unión mística] con 
			Dios es la aspiración del budista a la Nada, al Nirvana -¡y nada 
			más!). Entre los sacerdotes, cabalmente, se vuelve más peligroso 
			todo, no sólo los medios de cura y las artes médicas, sino también 
			la soberbia, la venganza, la sagacidad, el desenfreno, el amor, la 
			ambición de dominio, la virtud, la enfermedad -de todos modos, 
			también se podría añadir, con cierta equidad, que en el terreno de 
			esta forma esencialmente peligrosa de existencia humana, la forma 
			sacerdotal de existencia, es donde el hombre en general se ha 
			convertido en un animal interesante, que únicamente aquí es donde el 
			alma humana ha alcanzado profundidad en un sentido superior y se ha 
			vuelto malvada -¡y éstas son, en efecto, las dos formas básicas de 
			la superioridad poseída hasta ahora por el hombre sobre los demás 
			animales!...
 
			7Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede 
			desviarse muy fácilmente de la caballeresco-aristocrática y llegar 
			luego a convertirse en su antítesis; en especial impulsa a ello toda 
			ocasión en que la casta de los sacerdotes y la casta de los 
			guerreros se enfrentan a causa de los celos y no quieren llegar a un 
			acuerdo sobre el precio a pagar. Los juicios de valor 
			caballeresco-aristocráticos tienen como presupuesto una constitución 
			física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, 
			junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, 
			la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en 
			general, todo lo que la actividad fuerte, libre, regocijada lleva 
			consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar tiene -lo hemos 
			visto- otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece 
			la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más 
			malvados -¿por qué? Porque son los más impotentes. A causa de esa 
			impotencia el odio crece en ellos hasta convertirse en algo 
			monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y más venenoso. Los 
			máximos odiadores de la historia universal, también los odiadores 
			más ricos de espíritu, han sido siempre sacerdotes -comparado con el 
			espíritu de la venganza sacerdotal, apenas cuenta ningún otro 
			espíritu. La historia humana sería una cosa demasiado estúpida sin 
			el espíritu que los impotentes han introducido en ella: - tomemos en 
			seguida el máximo ejemplo. Nada de lo que en la tierra se ha hecho 
			contra «los nobles», «los violentos», «los señores, «los poderosos», 
			merece ser mencionado si se lo compara con lo que los judíos han 
			hecho contra ellos: los judíos, ese pueblo sacerdotal, que no ha 
			sabido tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con 
			una radical transvaloración de los valores propios de éstos, es 
			decir, por un acto de la más espiritual venganza. Esto es lo único 
			que resultaba adecuado precisamente a un pueblo sacerdotal, al 
			pueblo de la más refrenada ansia de venganza sacerdotal. Han sido 
			los judíos los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han 
			atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores 
			(bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han 
			mantenido con los dientes del odio más abismal (el odio de la 
			impotencia) esa inversión, a saber, «¡los miserables son los buenos; 
			los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que 
			sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los 
			únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos 
			existe bienaventuranza, - en cambio vosotros, vosotros los nobles y 
			violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los 
			crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis 
			también eternamente los desventurados, los malditos y 
			condenados!...» Se sabe quien ha recogido la herencia de esa 
			transvaloración judía... A propósito de la iniciativa monstruosa y 
			desmesuradamente funesta asumida por los judíos con esta declaración 
			de guerra, la más radical de todas, recuerdo la frase que escribí en 
			otra ocasión (Más allá del bien y de mal) -a saber, que con los 
			judíos comienza en la moral la rebelión de los esclavos: esa 
			rebelión que tiene tras sí una historia bimilenaria y que hoy 
			nosotros hemos perdido de vista tan sólo porque - ha resultado 
			vencedora...
 
 8
 ¿Pero no lo comprendéis? ¿No tenéis ojos para ver algo que ha 
			necesitado dos milenios para alcanzar la victoria?... No hay en esto 
			nada extraño: todas las cosas largas son difíciles de ver, difíciles 
			de abarcar con la mirada. Pero esto es lo acontecido: del tronco de 
			aquel árbol de la venganza y del odio, del odio judío -el odio más 
			profundo y sublime, esto es, el odio creador de ideales, modificador 
			de valores, que no ha tenido igual en la tierra-, brotó algo 
			igualmente incomparable, un amor nuevo la más profunda y sublime de 
			todas las especies de amor: - ¿y de qué otro tronco habría podido 
			brotar?... Mas ¡no se piense que brotó acaso como la auténtica 
			negación de aquella sed de venganza, como la antítesis del odio 
			judío! ¡No, lo contrario es la verdad! Ese amor nació de aquel odio 
			como su corona, como la corona triunfante, dilatada con amplitud 
			siempre mayor en la más pura luminosidad y plenitud solar; y en el 
			reino de la luz y de la altura ese amor perseguía las metas de aquel 
			odio, perseguía la victoria, el botín, la seducción, con el mismo 
			afán, por así decirlo, con que las raíces de aquel odio se hundían 
			con mayor radicalidad y avidez en todo lo que poseía profundidad y 
			era malvado. Ese Jesús de Nazaret, evangelio viviente del amor, ese 
			«redentor, que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres, a 
			los enfermos, a los pecadores
 -¿no era él precisamente la seducción en su forma más inquietante e 
			irresistible, la seducción y el desvío precisamente hacia aquellos 
			valores judíos y hacia aquellas innovaciones judías del ideal? ¿No 
			ha alcanzado Israel, justamente por el rodeo de ese «redentor», de 
			ese aparente antagonista y liquidador de Israel, la última meta de 
			su sublime ansia de venganza? ¿No forma parte de la oculta magia 
			negra de una política verdaderamente grande de la venganza, de una 
			venganza de amplias miras, subterránea, de avance lento, 
			precalculadora, el hecho de que Israel mismo tuviese que negar y que 
			clavar en la cruz ante el mundo entero, como si se tratase de su 
			enemigo mortal, al auténtico instrumento de su venganza, a fin de 
			que «el mundo entero»,es decir, todos los adversarios de Israel, 
			pudieran morder sin recelos precisamente de ese cebo? ¿Y por otro 
			lado, se podría imaginar en absoluto, con todo el refinamiento del 
			espíritu, un cebo más peligroso? ¿Algo que iguale en fuerza 
			atractiva, embriagadora, aturdidora, corruptora, a aquel símbolo de 
			la «santa cruz», a aquella horrorosa paradoja de un «Dios en la 
			cruz», a aquel misterio de una inimaginable, última, extrema 
			crueldad y autocrucifixión de Dios para salvación del hombre?... 
			Cuando menos, es cierto que sub hoc signo [bajo este signo] Israel 
			ha venido triunfando una y otra vez, con su venganza y su 
			transvaloración de todos los valores, sobre todos los demás ideales, 
			sobre todos los ideales más nobles.
 
			9«Mas ¡cómo sigue usted hablando todavía de ideales más nobles! 
			Atengámonos a los hechos: el pueblo -o «los esclavos», O «la plebe», 
			o «el rebaño», o como usted quiera llamarlo- ha vencido, y si esto 
			ha ocurrido por medio de los judíos, ¡bien!, entonces jamás pueblo 
			alguno tuvo misión más grande en la historia universal. «Los 
			señores» están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido. Se 
			puede considerar esta victoria a la vez como un envenenamiento de la 
			sangre (ella ha mezclado las razas entre sí) -no lo niego; pero, 
			indudablemente, esa intoxicación ha logrado éxito. La «redención» 
			del género humano (a saber, respecto de «los señores») se encuentra 
			en óptima vía; todo se judaíza, o se cristianiza, o se aplebeya a 
			ojos vistas (¡qué importan las palabras!). La marcha de ese 
			envenenamiento a través del cuerpo entero de la humanidad parece 
			incontenible, su tempo [ritmo] y su paso pueden ser incluso, a 
			partir de ahora, cada vez más lentos, más delicados, más inaudibles, 
			más cautos -en efecto, hay tiempo... ¿Le corresponde todavía hoy a 
			la Iglesia, en este aspecto, una tarea necesaria, posee todavía en 
			absoluto un derecho a existir? ¿O se podría prescindir de ella?  
			Quaeritur [se pregunta]. ¿Parece que la Iglesia refrena y modera 
			aquella marcha, en lugar de acelerarla? Ahora bien, justamente eso 
			podría ser su utilidad... Es seguro que la Iglesia se ha convertido 
			poco a poco en algo grosero y rústico, que repugna a una 
			inteligencia delicada, a un gusto propiamente moderno. ¿No debería, 
			al menos, refinarse un poco?... Hoy, más que seducir, aleja. ¿Quién 
			de nosotros sería librepensador si no existiera la Iglesia? La 
			Iglesia es la que nos repugna, no su veneno... Prescindiendo de la 
			Iglesia, también nosotros amamos el veneno...» -Tal es el epílogo de 
			un «librepensador» a mi discurso, de un animal respetable, como lo 
			ha demostrado de sobra, y, además, de un demócrata; hasta aquí me 
			había escuchado, y no soportó el oírme callar. Pues en este punto yo 
			tengo mucho que callar. -
 
			10La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el 
			resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el 
			resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la 
			auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan 
			únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral 
			noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los 
			esclavos dice no, ya de antemano, a un fuera», a un «otro», a un 
			«no-yo»; y ese no es lo que constituye su acción creadora. Esta 
			inversión de la mirada que establece valores - este necesario 
			dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia sí - forma parte 
			precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los 
			esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo, 
			necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para 
			poder en absoluto actuar, - su acción es, de raíz, reacción. Lo 
			contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y brota 
			espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse si a sí 
			misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo, - su concepto 
			negativo, lo bajo», «vulgar», «malo, es tan sólo un pálido 
			contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo, 
			totalmente impregnado de vida y de pasión, el concepto «¡nosotros 
			los nobles, nosotros los buenos, nosotros los bellos, nosotros los 
			felices!». Cuando la manera noble de valorar se equivoca y peca 
			contra la realidad, esto ocurre con relación a la esfera que no le 
			es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento se 
			opone con aspereza: no comprende a veces la esfera despreciada por 
			ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por otro lado, 
			téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del desprecio, del 
			mirar de arriba abajo, del mirar con superioridad, aun presuponiendo 
			que falsee la imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la 
			falsificación con que el odio reprimido, la venganza del impotente 
			atentarán contra su adversario -in effigie [en efigie], 
			naturalmente-. De hecho en el desprecio se mezclan demasiada 
			negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la vista 
			y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo en sí mismo, 
			como para estar en condiciones de transformar su objeto en una 
			auténtica caricatura y en un espantajo. No se pasen por alto las 
			nuances [matices] casi benévolas que, por ejemplo, la aristocracia 
			griega pone en todas las palabras con que diferencia de sí al pueblo 
			bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en ellas, 
			azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de 
			indulgencia,hasta el punto de que casi todas las palabras que 
			convienen al hombre vulgar han terminado por quedar como expresiones 
			para significar «infeliz», «digno de lástima» (véase deilós 
			[miedoso], deílaios (cobarde), ponerós [vil], mojzerós [mísero], 
			las dos últimas caracterizan propiamente al hombre vulgar como 
			esclavo del trabajo y animal de carga) - y cómo, por otro lado, 
			«malo, «infeliz», no dejaron jamás de sonar al oído griego con un 
			tono único con un timbre en el que prepondera «infeliz»: y esto como 
			herencia de la antigua manera de valorar más noble, aristocrática, 
			la cual no reniega de sí misma ni siquiera en el desprecio (-a los 
			filólogos recordémosles en qué sentido se usan oisirós [miserable], 
			ánolbos [desgraciado], tlémon, [resignado], distijein [fracasar, 
			tener mala suerte], simfora [desdichal). Los «bien nacidos» se 
			sentían a si mismos cabalmente como los «felices»; ellos no tenían 
			que construir su felicidad artificialmente y, a veces, persuadirse 
			de ella, mentírsela, mediante una mirada dirigida a sus enemigos 
			(como suelen hacer todos los hombres del resentimiento); y asimismo, 
			por ser hombres íntegros, repletos de fuerza y, en consecuencia, 
			necesariamente activos, no sabían separar la actividad de la 
			felicidad, - en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de ésta 
			(de aquí precede el eupráttein [obrar bien, ser feliz]) - todo esto 
			muy en contraposición con la felicidad al nivel de los impotentes, 
			de los oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y 
			hostiles, en los cuales la felicidad aparece esencialmente como 
			narcosis, aturdimiento, quietud, paz, «sábado», distensión del ánimo 
			y relajamiento de los miembros, esto es, dicho en una palabra, como 
			algo pasivo. Mientras que el hombre noble vive con confianza y 
			franqueza frente a sí mismo (yennaíos, «aristócrata de nacimiento», 
			subraya la nuance [matiz] «franco» y también sin duda «ingenuo»), el 
			hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y 
			derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los 
			escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo 
			encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende 
			de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y 
			humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del 
			resentimiento acabará necesariamente por ser más inteligente que 
			cualquier raza noble, venerará también la inteligencia en una medida 
			del todo distinta: a saber, como la más importante condición de 
			existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia 
			fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: - en éstos 
			precisamente no es la inteligencia ni mucho menos tan esencial como 
			lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos 
			inconscientes reguladores o incluso una cierta falta de 
			inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien 
			sea al peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta 
			subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y 
			la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las 
			almas nobles. El mismo resentimiento del hombre noble, cuando en él 
			aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción inmediata y, 
			por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en 
			innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en 
			todos los débiles e impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio 
			los propios contratiempos, las propias fechorías -tal es el signo 
			propio de naturalezas fuertes y plenas, en las cuales hay una 
			sobreabundancia de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora, 
			fuerza que también hace olvidar (un buen ejemplo de esto en el mundo 
			moderno es Mirabeau, que no tenía memoria para los insultos ni para 
			las villanías que se cometían con él, y que no podía perdonar por la 
			única razón de que - olvidaba). Un hombre así se sacude de un solo 
			golpe muchos gusanos que en otros, en cambio, anidan 
			subterráneamente; sólo aquí es también posible otra cosa, suponiendo 
			que ella sea en absoluto posible en la tierra -el auténtico «amor a 
			sus enemigos». ¡Cuánto respeto por sus enemigos tiene un hombre 
			noble! - y ese respeto es ya un puente hacia el amor... ¡El hombre 
			noble reclama para sí su enemigo como una distinción suya, no 
			soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay 
			nada que despreclar y sí muchísimo que honrar! En cambio, 
			imaginémonos «el enemigo» tal como lo concibe el hombre del 
			resentimiento -y justo en ello reside su acción, su creación: ha 
			concebido el «enemigo malvado», «el malvado», y ello como concepto 
			básico, a partir del cual se imagina también, como imagen posterior 
			y como antítesis, un «bueno»- ¡él mismo!...
 
			11¡Justo, pues, lo contrario de lo que ocurre en el noble, quien 
			concibe el concepto fundamental «bueno» de un modo previo y 
			espontáneo, es decir, lo concibe a base de si mismo, Y sólo a partir 
			de él se forma una idea de «malo»! Este «malo» (schlecht) de origen 
			noble, y aquel «malvado» (böse), salido de la cuba cervecera del 
			odio insaciado -el primero, una creación posterior, algo marginal, 
			un color complementario, el segundo, en cambio, el original, el 
			comienzo, la auténtica acción en la concepción de una moral de 
			esclavos-, ¡cuán diferentes son estas dos palabras, «malo» (schlecht) 
			y «malvado» (böse), que aparentemente se contraponen a un mismo 
			concepto «bueno» (gut)! Mas no se trata del mismo concepto «bueno»: 
			pregúntese, antes bien, quién es propiamente «malvado» en el sentido 
			de la moral del resentimiento. Contestado con todo rigor: 
			precisamente el «bueno» de la otra moral, precisamente el noble, el 
			poderoso, el dominador, sólo que cambiado de color, interpretado y 
			visto del revés por el ojo venenoso del resentimiento. Hay aquí una 
			cosa que nosotros no queremos negar en modo alguno: quien a aquellos 
			«buenos» los ha conocido tan sólo como enemigos, no ha conocido 
			tampoco más que enemigos malvados, y aquellos mismos hombres que 
			eran mantenidos tan rigurosamente a raya por la costumbre, el 
			respeto, los usos, el agradecimiento y todavía más por la recíproca 
			vigilancia, por la emulación interpares [entre iguales], aquellos 
			mismos hombres que, por otro lado, en su comportamiento recíproco 
			mostraban tanta inventiva en punto a atenciones, dominio de sí, 
			delicadeza, fidelidad, orgullo y amistad, - no son hacia fuera, es 
			decir, allí donde comienza lo extranjero, la tierra extraña, mucho 
			mejores que animales de rapiña dejados sueltos. Allí disfrutan la 
			libertad de toda constricción social, en la selva se desquitan de la 
			tensión ocasionada por una prolongada reclusión y encierro en la paz 
			de la comunidad, allí retornan a la inocencia propia de la 
			conciencia de los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los 
			cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos, 
			incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual 
			tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una 
			travesura estudiantil, convencidos de que de nuevo tendrán los 
			poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y que ensalzar. Resulta 
			imposible no reconocer, a la base de todas estas razas nobles, el 
			animal de rapiña, la magnífica bestia rubia, que vagabundea 
			codiciosa de botín y de victoria; de cuando en cuando esa base 
			oculta necesita desahogarse, el animal tiene que salir de nuevo 
			fuera, tiene que retornar a la selva: - las aristocracias romana, 
			árabe, germánica, japonesa, los héroes homéricos, los vikingos 
			escandinavos - todos ellos coinciden en tal imperiosa necesidad. Son 
			las razas nobles las que han dejado tras sí el concepto «bárbaro» 
			por todos los lugares por donde han pasado;incluso en su cultura más 
			excelsa se revelan una consciencia de ello y hasta un orgullo (por 
			ejemplo, cuando Pericles dice a sus atenienses, en aquella famosa 
			oración fúnebre, «hemos forzado a todas las tierras y a todos los 
			mares a ser accesibles a nuestra audacia, dejando en todas partes 
			monumentos imperecederos en bien y en mal»). Esta «audacia» de las 
			razas nobles, que se manifiesta de manera loca, absurda, repentina, 
			este elemento imprevisible e incluso inverosímil de sus empresas -Pericles 
			destaca con elogio la pazimia [despreocupación] 
			de los atenienses-, su indiferencia y su desprecio de la seguridad, 
			del cuerpo, de la vida, del bienestar, su horrible jovialidad y el 
			profundo placer que sienten en destruir, en todas las 
			voluptuosidades del triunfo y de la crueldad - todo esto se 
			concentró, para quienes lo padecían, en la imagen del «bárbaro», del 
			«enemigo malvado», por ejemplo el «godo», el «vándalo». La profunda, 
			glacial desconfianza que el alemán continúa inspirando también ahora 
			tan pronto como llega al poder - representa aún un rebrote de aquel 
			terror inextinguible con que durante siglos contempló Europa el 
			furor de la rubia bestia germánica (aunque entre los antiguos 
			germanos y nosotros los alemanes apenas subsista ya afìnidad 
			conceptual alguna y menos aún un parentesco de sangre). En otro 
			sitio he 
			hecho notar la perplejidad experimentada por Hesiodo cuando meditaba 
			sobre el decurso de las épocas culturales e intentaba expresarlas 
			mediante el oro, la plata y el bronce: a la contradicción que le 
			ofrecía el mundo de Homero, un mundo tan magnífico, pero, a la vez, 
			tan horrible y tan brutal, no supo escapar más que dividiendo una 
			única época en dos y colocándolas una a continuación de la otra - 
			primero, la época de los héroes y semidioses de Troya y de Tebas, 
			tal como aquel mundo había subsistido en la memoria de las estirpes 
			nobles, que en ella tenían sus propios antecesores; y luego, la edad 
			de bronce, tal como aquel mismo mundo aparecía a los descendientes 
			de los sojuzgados, expoliados, maltratados, deportados, vendidos: 
			como una edad de bronce, según hemos dicho, dura, fría, cruel, 
			carente de sentimientos y de conciencia, una edad que todo lo 
			tritura y lo salpica de sangre. Suponiendo que fuera verdadero algo 
			que en todo caso ahora se cree ser «verdad», es decir, que el 
			sentido de toda cultura consistiese cabalmente en sacar del animal 
			rapaz «hombre», mediante la crianza, un animal manso y civilizado, 
			un animal doméstico, habría que considerar sin ninguna duda que 
			todos aquellos instintos de reacción y resentimiento, con cuyo 
			auxilio se acabó por humillar y dominar a las razas nobles, así como 
			todos sus ideales, han sido los auténticos instrumentos de la 
			cultura; con ello, de todos modos, no estaría dicho aún que los 
			depositaries de esos instintos representen también ellos mismos a la 
			vez la cultura. Lo contrario sería, antes bien, no sólo verosímil 
			-¡no!, ¡hoy es evidente! Esos depositarios de los instintos 
			opresores y ansiosos de desquite, los descendientes de toda 
			esclavitud europea y no europea, y en especial de toda población 
			prearia -¡representan el retroceso de la humanidad! ¡Esos 
			«instrumentos de la cultura» son una vergüenza del hombre y 
			representan más bien una sospecha, un contraargumento contra la 
			«cultura» en cuanto tal! Se puede tener todo derecho a no librarse 
			del temor a la bestia rubia que habita en el fondo de todas las 
			razas nobles y a mantenerse en guardia: mas ¿quién no preferiría 
			cien veces sentir temor, si a la vez le es permitido admirar, a no 
			sentir temor, pero con ello no poder sustraerse ya a la nauseabunda 
			visión de los malogrados, empequeñecidos, marchitos, envenenados? ¿Y 
			no es ésta nuestra fatalidad? ¿Qué es lo que hoy produce nuestra 
			aversión contra «el hombre»? - pues nosotros sufrimos por el hombre, 
			no hay duda. - No es el temor; sino, más bien, el que ya nada 
			tengamos que temer en el hombre; el que el gusano «hombre» ocupe el 
			primer plano y pulule en él; el que el «hombre manso», el 
			incurablemente mediocre y desagradable haya aprendido a sentirse a 
			sí mismo como la meta y la cumbre, como el sentido de la historia, 
			como «hombre superior; más aún, el que tenga cierto derecho a 
			sentirse así, en la medida en que se siente distanciado de la 
			muchedumbre de los mal constituidos, enfermizos, cansados, agotados, 
			a que hoy comienza Europa a apestar, y, por tanto, como algo al 
			menos relativamente bien constituido, como algo al menos todavía 
			capaz de vivir, como algo que al menos dice sí a la vida...
 
			12En este punto no me es ya posible reprimir un sollozo y una última 
			esperanza. ¿Qué es esto que, precisamente a mí, me resulta del todo 
			insoportable? ¿Esto de lo que sólo yo no puedo librarme, y que me 
			ahoga y me consume? ¡Aire viciado! ¡Aire viciado! El hecho de que 
			algo mal constituido se allega a mí; ¡el verme obligado a oler las 
			entrañas de un alma mal constituida!... ¿Qué es por otra parte, lo 
			que en materia de miseria, de privaciones, de mal clima, de 
			enfermedades, de fatigas y de soledad no soportamos? En el fondo nos 
			sobreponemos a todo lo demás, puesto que hemos nacido para una 
			existencia subterránea y combativa; una y otra vez salimos a la luz, 
			una y otra vez experimentamos la hora áurea del triunfo, - y en ese 
			momento aparecemos tal como nacimos, inquebrantables, tensos, 
			dispuestos a conquistar algo nuevo, algo más difícil, algo más 
			lejano todavía, como un arco a quien las privaciones lo único que 
			hacen es ponerlo más tirante. - Pero de vez en cuando -y suponiendo 
			que existan protectoras celestiales, situadas más allá del bien y 
			del mal- ¡concededme una mirada, otorgadme que pueda echar una única 
			mirada tan sólo a algo perfecto, a algo totalmente logrado, feliz, 
			poderoso, victorioso, en lo que todavía haya algo que temer! ¡Una 
			mirada a un hombre que justifique a el hombre, una mirada a un caso 
			afortunado que complemente y redima al hombre, por razón del cual me 
			sea lícito conservar la fe en el hombre!... Pues así están las 
			cosas: el empequeñecimiento y la nivelación del hombre europeo 
			encierran nuestro máximo peligro, ya que esa visión cansa... Hoy no 
			vemos nada que aspire a ser más grande, barruntamos que descendemos 
			cada vez más abajo, más abajo, hacia algo más débil, más manso, más 
			prudente, más plácido, más mediocre, más indiferente, más chino, más 
			cristiano -el hombre, no hay duda, se vuelve cada vez «mejor»... 
			Justo en esto reside la fatalidad de Europa- al perder el miedo al 
			hombre hemos perdido también el amor a él, el respeto a él, la 
			esperanza en él, más aún, la voluntad de él. Actualmente la visión 
			del hombre cansa - ¿qué es hoy el nihilismo si no es eso?. Estamos 
			cansados del hombre...
 
			13- 
			Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo «bueno, el 
			problema de lo bueno tal como se lo ha imaginado el hombre del 
			resentimiento exige llegar a su final. - El que los corderos guarden 
			rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar: 
			sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a mal a aquéllas 
			el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí 
			«estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un 
			ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un corderito, - ¿no 
			debería ser bueno?», nada hay que objetar a este modo de establecer 
			un ideal, excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un 
			poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras no estamos enfadados en 
			absoluto con esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada 
			más sabroso que un tierno cordero.» - Exigir de la fortaleza que no 
			sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, 
			una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo 
			como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza. Un 
			quantum de fuerza es justo un tal quantum de pulsión, de voluntad, 
			de actividad -más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese 
			mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello 
			se debe tan sólo a la seducción del lenguaje (y de los errores 
			radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el cual entiende 
			y mal entiende que todo hacer está condicionado por un agente, por 
			un «sujeto». Es decir, del mismo modo que el pueblo separa el rayo 
			de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción 
			de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo separa 
			también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si 
			detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño 
			de exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero tal 
			sustrato no existe; no hay ningún «ser» detrás del hacer, del 
			actuar, del devenir; «el agente» ha sido ficticiamente añadido al 
			hacer, el hacer es todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer; 
			cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale a un 
			hacer-hacer: el mismo acontecimiento lo pone primero como causa y 
			luego, una vez más, como efecto de aquélla. Los investigadores de la 
			naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen «la fuerza mueve, la 
			fuerza causa» y cosas parecidas, - nuestra ciencia entera, a pesar 
			de toda su frialdad, de su desapasionamiento, se encuentra sometida 
			aún a la seducción del lenguaje y no se ha desprendido de los hijos 
			falsos que se le han infiltrado, de los «sujetos» (el átomo, por 
			ejemplo, es uno de esos hijos falsos, y lo mismo ocurre con la 
			kantiana cosa en sí»): nada tiene de extraño el que las reprimidas y 
			ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio aprovechen 
			en favor suyo esa creencia e incluso, en el fondo, ninguna otra 
			sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser 
			débil, y el ave de rapiña, libre de ser cordero: - con ello 
			conquistan, en efecto, para sí el derecho de imputar al ave de 
			rapiña ser ave de rapiña... Cuando los oprimidos, los pisoteados, 
			los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de 
			la impotencia: «¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos 
			buenos! Y bueno es todo el que no violenta, el que no ofende a 
			nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la 
			venganza a Dios, el cual se mantiene en lo oculto igual que 
			nosotros, y evita todo lo malvado, y exige poco de la vida, lo mismo 
			que nosotros los pacientes, los humildes, los justos» - esto, 
			escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en 
			realidad más que lo siguiente: «Nosotros los débiles somos desde 
			luego debiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos 
			bastante fuertes» - pero esta amarga realidad de los hechos, esta 
			inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos (los 
			cuales, cuando el peligro es grande, se fingen muertos para no hacer 
			nada «de más»), se ha vestido, gracias a ese arte de falsificación y 
			a esa automendacidad propias de la impotencia, con el esplendor de 
			la virtud renunciadora, callada, expectante, como si la debilidad 
			misma del debil -es decir, su esencia, su obrar, su entera, única, 
			inevitable, indeleble realidad- fuese un logro voluntario, algo 
			querido, elegido, una acción, un mérito. Por un instinto de 
			autoconservación, de autoafirmación, en el que toda mentira suele 
			santifìcarse, esa especie de hombre necesita creer en el «sujeto» 
			indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo 
			más popular, el alma) ha sido hasta ahora en la tierra el mejor 
			dogma, tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, 
			a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime 
			autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, 
			interpretar su ser-así-y-así como mérito.
 
			
			14-¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, al misterio de cómo se 
			fabrícan ideales en la tierra? ¿Quién tiene valor para ello?... 
			¡Bien! He aquí la mirada abierta a ese oscuro taller. Espere usted 
			un momento, señor indiscreción y temeridad: su ojo tiene que 
			habituarse antes a esa falsa luz cambiante... ¡Así! ¡Basta! ¡Hable 
			usted ahora! ¿Qué ocurre allá abajo? Diga usted lo que ve, hombre de 
			la más peligrosa curiosidad -ahora soy yo el que escucha. - -«No veo 
			nada, pero oigo tanto mejor. Es un chismorreo y un cuchicheo cauto, 
			pérfido, quedo, procedente de todas las esquinas y rincones. Me 
			parece que esa gente miente; una dulzona suavidad se pega a cada 
			sonido. La debilidad debe ser mentirosamente transformada en mérito, 
			no hay duda - es como usted lo decía.» -
 -¡Siga!
 -«··· y la impotencia, que no toma desquite, en 'bondad'; la 
			temerosa bajeza, en 'humildad'; la sumisión a quienes se odia, en 
			'obediencia' (a saber, obediencia a alguien de quien dicen que 
			ordena esa sumisión, - Dios le llaman). Lo inofensivo del débil, la 
			cobardía misma, de la que tiene mucha, u 
			estar-aguardando-a-la-puerta, su inevitable tener-que-aguardar, 
			recibe aquí un buen nombre, el de 'paciencia', y se llama también la 
			virtud; el no-poder-vengarse se llama no-querer-vengarse, y tal vez 
			incluso perdón ('pues ellos no saben lo que hacen' ¡únicamente 
			nosotros sabemos lo que
 ellos hacen!'). También habla esa gente del ‘amor a los propios 
			enemigos’ -y 
			entre tanto suda.» Siga! «Son miserables, no hay duda, todos esos 
			chismorreadores y falsos monederos de las esquinas, aunque están 
			acurrucados calentándose unos junto a otros - pero me dicen que su 
			miseria es una elección y una distinción de Dios, que a los perros 
			que más se quiere se los azota; que quizás esa miseria sea también 
			una preparación, una prueba, una ejercitación, y acaso algo más - 
			algo que alguna vez encontrará su compensación, y será pagado con 
			enormes intereses en oro, ¡no!, en
 felicidad. A eso lo llaman 'la bienaventuranza'.»
 
			
			 ¡Siga!-«Ahora me dan a entender que ellos no sólo son mejores que los 
			poderosos, que los señores de la tierra, cuyos esputos ellos tienen 
			que lamer (no por temor, ¡de ninguna manera por temor!, sino porque 
			Dios manda honrar toda autoridad), - que ellos no sólo son mejores, 
			sino que también 'les va mejor', o, en todo caso, alguna vez les irá 
			mejor. Pero ¡basta!, ¡basta! Ya no lo soporto más. ¡aire viciado! 
			¡Aire viciado! Ese taller donde se fabrican ideales -me parece que 
			apesta a mentiras.»
 
			
			-¡No! ¡Un 
			momento todavía! Aún no nos ha dicho usted nada de la obra maestra 
			de esos nigromantes que con todo lo negro saben construir blancura, 
			leche e inocencia: - ¿no ha observado usted cuál es su perfección 
			suma en el refinamiento, su audacísima, finísima, ingeniosísima, 
			mendacísima estratagema de artista? ¡Atienda! Esos anirnales de 
			sótano, Llenos de venganza y de odio -¿qué hacen precisamente con la 
			venganza y con el odio? ¿Ha oído usted alguna vez esas palabras? Si 
			sólo se fìase usted de lo que ellos dicen, ¿barruntaría que se 
			encuentra en medio de hombres del resentimiento?...-«Comprendo, vuelvo a abrir los oídos (¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, y cierro la 
			nariz). Sólo ahora oigo lo que ya antes decían con tanta frecuencia: 
			'nosotros los buenos - nosotros somos los justos' - a lo que ellos 
			piden no lo llaman desquite, sino 'el triunfo de la justicia: a lo 
			que ellos odian no es a su enemigo, ¡no!, ellos odian la 
			'injusticia: el 'ateísmo'; lo que ellos creen y esperan no es la 
			esperanza de la venganza, la embriaguez de la dulce venganza (- 'más 
			dulce que la miel', la llamaba ya Homero)", sino la victoria de 
			Dios, del Dios justo sobre los ateos; lo que a ellos les queda para 
			amar en la tierra no son sus hermanos en el odio, sino sus ‘hermanos 
			del amor’, como ellos dicen, todos los buenos y justos de la 
			tierra.»
 
			
			-¿Y cómo 
			llaman a aquello que les sirve de consuelo contra todos los 
			sufrimientos de la vida - su fantasmagoría de la anticipada 
			bienaventuranza futura?-«¡Cómo! ¿Oigo bien? A eso lo llaman el juicio final, la llegada de 
			su reino, el de ellos, del 'reino de Dios' - pero entre tanto viven 
			'en la fe', en el amor','en la esperanza'» 
			.
 -¡Basta! ¡Basta!
 
			
			15
 ¿En la fe en qué? ¿En el amor a qué? ¿En la esperanza de qué? -Esos 
			débiles - alguna vez, en efecto, quieren ser también ellos los 
			fuertes, no hay duda, alguna vez debe llegar también su reino - nada 
			menos que «el reino de Dios» lo llaman entre ellos, como hemos 
			dicho: ¡son, desde luego, tan humildes en todo! Para presenciar esto 
			se necesita vivir largo tiempo, rnás allá de la muerte, - en efecto, 
			la vida eterna se necesita para poder resarcirse también 
			eternamente, en el reino de Dios», de aquella vida terrena «en la 
			fe, en el amor, en la esperanza». ¿Resacirse de qué? ¿Resacirse con 
			qué?... A mí me parece que Dante cometió un grosero error al poner, 
			con horrorosa ingenuidad, sobre la puerta de su infierno la 
			inscripción «también a mí me creó el amor eterno» sobre la puerta 
			del paraíso cristiano y de su «bienaventuranza eterna» podría estar 
			en todo caso, con mejor derecho, la inscripción «también a mí me 
			creó el odio eterno» -, ¡presuponiendo que a una verdad le sea 
			lícito estar colocada sobre la puerta que lleva a una mentira! Pues 
			¿qué es la bienaventuranza de aquel paraíso?... Quizá ya nosotros 
			mismos lo adivinaríamos; pero es mejor que nos lo atestigue 
			expresamente una autoridad muy relevante en estas cosas, Tomás de 
			Aquino. «Beati in regno coelesti», dice con la mansedumbre de un 
			cordero, «videbunt poenas damnatorum, ut beatitudo illis mugis 
			complaceat» [Los bienaventurados verán en el reino celestial las 
			penas de los condenados, para que su bienaventuranza les 
			satisfaga más]-. ¿O se quiere escuchar esto mismo en un tono más 
			fuerte, de la boca, por ejemplo, de un triunfante padre de la 
			Iglesia, el cual desaconsejaba a sus cristianos las crueles 
			voluptuosidades de los espectáculos públicos -por qué, en realidad? 
			«La fe nos ofrece, en efecto, muchas más cosas -dice, de spectac, c. 
			29 ss.-, algo mucho más fuerte gracias a la redención disponemos, en 
			efecto, de alegrías completamente distintas; en lugar de los atletas 
			nosotros tenemos nuestros mártires; y si queremos sangre, bien, 
			tenemos la sangre de Cristo... Mas ¡qué cosas nos esperan el día de 
			su vuelta, de su triunfo!» - y ahora continúa así este visionario 
			extasiado: «At enim supersunt alia spectacula, ille ultimus et 
			perpetuus judicii dies, ille nationibus insperatus, ille derisus, 
			cum tanta saeculi vetustas et tot ejus nativitates uno igne 
			haurientur. Quae tunc spectaculi latitudo! Quid admirer! Quid rideam! 
			Ubi gaudeum! Ubi exultem, spectans tot et tantos reges, qui in 
			coelum recepti nuntiabantur, cum ipso love et ipsis suis testibus in 
			imis tenebris congemescentes! Itern praesides (los gobernadores de 
			las provincias) persecutores dominici nominis saevioribus quam ipsi 
			flammis saevierunt insultantibus contra Christianos liquescentes! 
			Quos praeterea sapientes illos philosophos coram discipulis suis una 
			conflagrantibus erubescentes, quibus nihil ad deum pertinere 
			suadebant, quibus animas aut nullas aut non in pristina corpora 
			redituras affirmabant! 
			Etiam 
			poetas non ad Rhadamanti nec ad Minois, sed ad inopinati Christi 
			tribunal palpitantes! 
			Tunc magis tragoedi 
			audiendi, magis scilicet vocales (cuanto mejor sea la voz, peor 
			gritarán) in sua propria calamitate; tunc histriones cognoscendi, 
			solutiores multo per ignem, tunc spectandus auriga in flammea rota 
			totus rubens, tunc xystici contemplandi non in gymnasiis, sed in 
			igne jaculati, nisi quod ne tunc quidem illos velim vivos, ut qui 
			malim ad eos potius conspectum insatiasbilem conferre, qui in 
			dominum desaevierunt.'Hic este ille, dicam, fabri aut quaestuariae 
			filius (como lo muestra todo lo que sigue, y en especial también 
			esta designación, conocida por el Talmud, de la madre de Jesús, a 
			partir de aquí Tertuliano habla a los judíos), sabbati destructor, 
			Samarites et daemonium habens. Hic est, quem a Juda redemistis, hic 
			est ille arundine et colaphis diverberatus, sputamentis dedecoratus, 
			felle et aceto potatus. Hic est, quem clam discentes subripuerunt, 
			ut resurrexisse dicatur vel hortulanus detraxit, ne lactucae suae 
			frequentia commeantium laederentur. Ut talia spectes, ut talibus 
			exultes, quis tibi praetor aut consul aut quaestor aut sacerdos de 
			sua liberalitste praestabit? Et tamen haec jam habemos quodammodo 
			per fìdem spiritu imaginante repraesentata. 
			Ceterum 
			qualia illa sunt, quae nec oculus vidit nec auris audivit nec in cor 
			hominis ascenderunt? 
			(l Cor. 2, 9). Credo 
			circo et utraque cavea (primera y cuarta fila, o, según otros, 
			escena cómica y trágica) et omni stadio gratiora»*. - Perfidem: así 
			está escrito. [ Pero quedan todavia otros espectáculos, aquel último 
			y perpetuo dia del juicio, dia no esperado por las naciones, dia del 
			cual se mofan, cuando esta tan gran decrepitud del mundo y tantas 
			generaciones del mismo ardan en un fuego común. ¡Qué espectáculo tan 
			grandioso entonces¡ ¡De  cuántas cosas me asombraré! ¡De cuántas 
			cosas rne reiré! ¡Alli gozaré! ¡Allí meregocijaré, conremplando cómo 
			tantos y tan grandes reyes, de quienes se decia que habian sido 
			recibidos en el cielo, gimen en profundas tinieblas junto con el 
			mismo Júpiter y con sus mismos testigos! ¡Viendo también cómo los 
			presidentes perseguidores del nombre del Señor se derriten en llamas 
			más crueles que aquellas con que ellos mismos se ensañaron contra 
			los cristianos! ¡Viendo además
 cómo aquellos sabios filósofos se llenan de rubor ante sus 
			discípulos, que con ellos se queman, a los cuales convencían de que 
			nada pertenece a Dios, a los cuales aseguraban que las almas o no 
			existen o no volverán a sus cuerpos primitivos! ¡Y viendo asimismo 
			cómo los poetas tiemblan, no ante el tribunal de Rada manto ni de 
			Minos, sino ante el de Cristo, a quien no esperaban! Entonces oiré 
			más a los actores de tragedias, es decir, serán más elocuentes 
			hablando de su propia desgracia; entonces conoceré a los histriones, 
			mucho más ágiles a causa del fuego; entonces veré al auriga, 
			totalmente rojo en el carro de fuego; entonces contemplaré a los 
			atletas, lanzando la jabalina no en los gimnasios, sino en el fuego, 
			a no ser que entonces no quisiera que estuviesen vivos y prefiriese 
			dirigir una mirada insaciable a aquellos que se ensañaron con el 
			Señor. Éste es, diré, el hijo del carpintero o de la prostituta, el 
			destructor del sábado, el samaritano y endemoniado. Este es aquel a 
			quien comprasteis a Judas, este Es aquel que fue golpeado con la 
			caña y con bofetadas, humillado con salivazos, a quien disteis a 
			beber hiel y vinagre. Este es aquel a quien sus discípulos robaron a 
			escondidas, para que se dijese que había resucitado, o a quien el 
			dueño del huerto retiró de allí, para que la gran afluencia de 
			quienes iban y venían no estropease sus lechugas. La visión de tales 
			espectáculos, la posibilidad de alegrarte de tales cosas, ¿qué 
			pretor, cónsul, o cuestor, o sacerdote, podrá ofrecértela, aun con 
			toda su generosidad? Y, sin embargo, en cierto rnodo tenemos ya 
			estas cosas por la fe representadas en el espíritu que las imagina. 
			Por lo demás, ¿cuáles son aquellas cosas que ni el ojo vio, ni el 
			oido oyó, ni entraron en corazón de hombre! (I Cor. 2, 9). Creo que 
			son más agradables que el circo, y el doble teatro, y todos los 
			estadios.]
 
			16Concluyamos. Los dos valores contrapuestos «bueno y malo», «bueno y 
			malvado», han sostenido en la tierra una lucha terrible, que ha 
			durado milenios; y aunque es muy cierto que el segundo valor hace 
			mucho tiempo que ha prevalecido, no faltan, sin embargo, tampoco 
			ahora lugares en los que se continúa librando esa lucha, no decidida 
			aún. Incluso podría decirse que entre tanto la lucha ha sido llevada 
			cada vez más hacia arriba y que, precisamente por ello, se ha vuelto 
			cada vez más profunda, cada vez rnás espiritual: de modo que hoy 
			quizá no exista indicio más decisivo de la «naturaleza superior» de 
			una naturaleza más espiritual, que estar escindido en aquel sentido 
			y que ser realmente todavía un lugar de batalla de aquellas 
			antitesis. El simbolo de esa lucha, escrito en caracteres que han 
			permanecido hasta ahora legibles a lo largo de la historia entera de 
			la humanidad, dice «Roma contra Judea, Judea contra Roma»: - hasta 
			ahora no ha habido acontecimiento más grande que esta lucha, que 
			este planteamiento del problema, que esta contradicción de enemigos 
			mortales. Roma veía en el judío algo así como la antinaturaleza 
			misma, como su monstrum [monstruo] antipódico, 
			si cabe la expresión; en Roma se consideraba al judío "convicto de 
			odio contra 
			todo el género humano": con razón, en la medida en que hay derecho a 
			vincular la salvación y el futuro del género humano al dominio 
			incondicional de los valores aristocráticos, de los valores romanos. 
			¿Qué es lo que los judíos sentían, en cambio, contra Roma? Se lo 
			adivina por mil indicios; pero basta con traer una vez más a la 
			memoria el Apocalipsis de Juan, la más salvaje de todas las 
			invectivas escritas que la venganza tiene sobre su conciencia. (Por 
			otro lado, no se infravalore la profunda consecuencia lógica del 
			instinto cristiano al escribir cabalmente sobre este libro del odio 
			el nombre del discípulo del amor, del mismo a quien atribuyó aquel 
			Evangelio enamorado y entusiasta -: aquí se esconde un poco de 
			verdad, por muy grande que haya sido también la falsificación 
			literaria precisa para lograr esa finalidad.) Los romanos eran, en 
			efecto, los fuertes y los nobles; en tal grado lo eran que hasta 
			ahora no ha habido en la tierra hombres más fuertes ni más nobles, y 
			ni siquiera se los ha soñado nunca; toda reliquia de ellos, toda 
			inscripción suya produce éxtasis, presuponiendo que se adivine qué 
			es lo que allí escribe. Los judíos eran, en cambio, el pueblo 
			sacerdotal del resentimiento par ex-cellence, en el que habitaba una 
			genialidad popular-moral sin igual: basta comparar los pueblos de 
			cualidades análogas, por ejemplo, los chinos o los alemanes, con los 
			judíos, para comprender qué es de primer rango y qué es de quinto. 
			¿Quién de ellos ha vencido entre tanto, Roma o Judea? No hay, desde 
			luego, la más mínima duda: considérese ante quién se inclinan hoy 
			los hombres, en la misma Roma, como ante la síntesis de todos los 
			valores supremos, - y no sólo en Roma, sino casi en media tierra, en 
			todos los lugares en que el hombre se ha vuelto manso o quiere 
			volverse manso, - ante tres judíos, como es sabido, y una judía 
			(ante Jesús de Nazaret, el pescador Pedro, el tejedor de alfombras 
			Pablo, y la madre del mencionado Jesús, de nombre María). Esto es 
			muy digno de atención: Roma ha sucumbido, sin ninguna duda. De todos 
			modos, hubo en el Renacimiento una espléndida e inquietante 
			resurrección del ideal clásico, de la manera noble de valorar todas 
			las cosas: Roma misma se movió, como un muerto aparente que abre los 
			ojos, bajo la presión de la nueva Roma, la Roma judaizada, 
			construida sobre ella, la cual ofrecía el aspecto de una sinagoga 
			ecuménica y se Llamaba «Iglesia»; pero en seguida volvió a triunfar 
			Judea, gracias a aquel movimiento radicalmente plebeyo (alemán e 
			inglés) de resentimiento al que se da el nombre de Reforma 
			protestante, añadiendo lo que de él tenía que seguirse, el 
			restablecimiento de la Iglesia, - el restablecimiento también de la 
			vieja quietud sepulcral de la Roma clásica. En un sentido más 
			decisivo incluso y más profundo que en la Reforma protestante, Judea 
			volvió a vencer otra vez sobre el ideal clásico con la Revolución 
			francesa: la última nobleza política que había en Europa, la de los 
			siglos xvii y xviii franceses, sucumbió bajo los instintos populares 
			del resentimiento -¡jamás se escuchó en la tierra un júbilo más 
			grande, un entusiasmo más clamoroso! Es cierto que en medio de todo 
			ello ocurrió lo más tremendo, lo más inesperado: el ideal antiguo 
			mismo apareció en carne y hueso, y con un esplendor inaudito, ante 
			los ojos y la conciencia de la humanidad, - ¡y una vez más, frente a 
			la vieja y mendaz consigna del resentimiento que habla del primado 
			de los más frente a la voluntad de descenso, de rebajamiento, de 
			nivelación, de hundimiento y crepúsculo del hombre, resonó más 
			fuerte, más simple, más penetrante que nunca la terrible y 
			fascinante anti-consigna del primado de los menos! Como una última 
			indicación del otro camino apareció Napoleón, el hombre más singular 
			y más tardíamente nacido que haya existido nunca, y en él, encarnado 
			en él, el problema del ideal noble en sí -reflexiónese bien en qué 
			problema es éste: Napoleón, esa síntesis de inhumanidad y 
			superhombre...
 
			17-¿Con esto ha acabado ya todo? ¿Quedó así relegada ad acta [a los 
			archivos] para siempre aquella antítesis de ideales, la más grande 
			de todas? ¿O sólo fue aplazada, aplazada por largo tiempo?... ¿No 
			deberá haber alguna vez una reanimación del antiguo incendio, mucho 
			más terrible todavía, preparada durante más largo tiempo? Más aún: 
			¿no habría que desear precisamente esto con todas las fuerzas?, ¿e 
			incluso quererlo?, ¿e incluso favorecerlo?... Quien en este punto 
			comienza, lo mismo que mis lectores, a meditar, a continuar 
			pensando, es difícil que llegue pronto al final, - ésta es para mí 
			razón suficiente para que yo mismo llegue a él, suponiendo que haya 
			quedado bastante claro hace tiempo lo que yo quiero, lo que yo 
			quiero precisamente con aquella peligrosa consigna que he colocado 
			al frente de mi último libro: Más allá del bien y del mal... Esto no 
			significa, cuando menos, «Más allá de lo bueno y lo malo».
 
			Nota.  
			Aprovecho la ocasión 
			que me proporciona este tratado para expresar pública y formalmente 
			un deseo que hasta ahora he manifestado tan sólo en conversaciones 
			ocasionales con personas doctas; a saber, que alguna Facultad de 
			Filosofía se haga benemérita del fomento de los estudios de historia 
			de la moral convocando una serie de premios académicos: - tal vez 
			este libro sirva para dar un fuerte impulso precisamente en esa 
			dirección. En previsión de una posibilidad de esa especie, se 
			propone la cuestión siguiente: ella merece la atención de los 
			filólogos e historiadores tanto como la de los auténticos doctos en 
			filosofía por oficio. «¿Qué indicaciones nos proporciona la ciencia 
			del lenguaje, y en especial la investigación etimológica, sobre la 
			historia evolutiva de los conceptos morales?» 
			- Por otro lado, 
			también resulta necesario, desde luego, ganar el interés de los 
			fisiólogos y médicos para estos problemas (acerca del valor de las 
			apreciaciones valorativas habidas hasta ahora): aquí se les puede 
			dejar a los filósofos de oficio el representar, también en este caso 
			singular, el papel de abogados y mediadores, una vez que hayan 
			logrado que la relación originariamente tan áspera, tan desconfiada, 
			entre tìlosofía, fisiología y medicina se transforme en el más 
			amistoso y fecundo de los intercambios. De hecho todas las tablas de 
			bienes, todos los «tú debes» conocidos por la historia o por la 
			investigación etnológica necesitan, sobre todo, la iluminación y la 
			interpretación fisiológica, antes, en todo caso, que la psicológica; 
			todos esperan igualmente una crítica por parte de la ciencia médica. 
			La cuestión: ¿qué vale esta o aquella tabla de bienes, esta o 
			aquella «moral»? debe ser planteada desde las más diferentes 
			perspectivas; especialmente la pregunta «¿valioso para qué?» nunca 
			podrá ser analizada con suficiente finura. Algo, por ejemplo, que 
			tuviese evidentemente valor en lo que respecta a la máxima capacidad 
			posible de duración de una raza (o al aumento de sus fuerzas de 
			adaptación a un determinado clima, o a la conservación del mayor 
			número), no tendría en absoluto el mismo valor si se tratase, por 
			ejemppo, de formar un tipo más fuerte. El bien de los más y el bien 
			de los menos son puntos de vista contrapuestos del valor; considerar 
			ya en sí que el primero tiene un valor más elevado es algo que 
			nosotros vamos a dejar a la ingenuidad de los biólogos ingleses... 
			Todas las ciencias tienen que preparar ahora el terreno para la 
			tarea futura del filósofo: entendida esa tarea en el sentido de que 
			el filósofo tiene que solucionar el problema del valor, tiene que 
			determinar la jerarquía de los valores. - |