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FRIEDRICH NIETZSCHE | |
El drama musical griego - La visión dionisíaca del mundo - Sócrates y la tragedia - Genealogía de la moral - Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral - Los que quieren «mejorar» la humanidad - Reseña sobre su obra y su vida - La mujer griega |
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El drama musical griego | |
No
sólo
recuerdos
y
resonancias
de
las
artes
dramáticas
de
Grecia
podemos
detectar
en
nuestro
teatro
de
hoy:
no,
las
formas
fundamentales
de
éste
hunden
sus
raíces
en
el
suelo
helénico
bien
en
un
crecimiento
natural,
bien
como
consecuencia
de
un
préstamo
artificial.
Sólo
los
nombres
se
han
modificado
y
han
cambiado
de
sitio
en
varios
aspectos:
de
manera
semejante
a
como
el
arte
musical
de
la
Edad
Media
continuaba
poseyendo
realmente
las
escalas
musicales
griegas,
incluso
con
los
nombres
griegos,
sólo
que,
por
ejemplo,
lo
que
los
griegos
llamaron
locrio
es
calificado,
en
los
tonos
eclesiásticos,
de
dórico
Con
confusiones
similares
tropezamos
en
el
terreno
de
la
terminología
dramática:
lo
que
el
ateniense
entendía
por
tragedia
nosotros
lo
subsumiremos
acaso
en
el
concepto
de
gran
ópera:
al
menos
esto
es
lo
que
hizo
Voltaire
en
una
carta
al
cardenal
Quiriní
En
cambio,
en
nuestra
tragedia
un
heleno
apenas
reconocería
nada
que
pudiera
corresponder
a
su
tragedia;
pero
sí
se
le
ocurriría
que
la
estructura
entera
y
el
carácter
básico
de
la
tragedia
de
Shakespeare
están
tomados
de
la
denominada
comedia
nueva
de
él.
Y
de
hecho,
es
de
ella
de
la
que
se
han
derivado,
en
enormes
espacios
de
tiempo,
los
misterios
y
moralidades
latino-germánicas
y,
finalmente,
la
tragedia
de
Shakespeare:
de
modo
similar
a
como
no
se
podrá
desconocer
en
la
forma
externa
del
escenario
de
Shakespeare
el
parentesco
genealógico
con
la
comedia
ática
nueva.
Así,
pues,
mientras
que
aquí
hemos
de
reconocer
un
desarrollo
que
avanza
de
manera
natural,
y
que
se
continúa
durante
milenios,
aquella
genuina
tragedia
de
la
Antigüedad,
la
obra
de
arte
de
Ésquilo
y
de
Sófocles,
ha
sido
inoculada
al
arte
moderno
de
un
modo
arbitrario.
Lo
que
hoy
nosotros
llamamos
ópera,
que
es
una
caricatura
del
drama
musical
antiguo,
ha
surgido
por
una
imitación
simiesca
directa
de
la
Antigüedad:
desprovista
de
la
fuerza
inconsciente
de
un
instinto
natural,
formada
de
acuerdo
con
una
teoría
abstracta,
se
ha
portado
cual
si
fuera
un
homunculus
producido
artificialmente,
como
el
malvado
duende
de
nuestro
moderno
desarrollo
musical.
Aquellos
aristocráticos,
cultos
y
eruditos
florentinos
que,
a
comienzos
del
siglo
XVII,
provocaron
la
génesis
de
la
ópera,
tenían
el
propósito
claramente
expresado
de
renovar
aquellos
efectos
que
la
música
había
tenido
en
la
Antigüedad,
según
tantos
testimonios
elocuentes
.
¡Cosa
extraña!
Ya
el
primer
pensamiento
puesto
en
la
ópera
fue
una
búsqueda
de
efecto.
Con
tales
experimentos
quedan
cortadas
o,
al
menos,
gravemente
mutiladas
las
raíces
de
un
arte
inconsciente,
brotado
de
la
vida
del
pueblo.
Así
en
Francia
el
drama
popular
fue
suplantado
por
la
denominada
tragedia
clásica,
es
decir,
por
un
genero
surgido
nada
más
que
por
vía
docta,
destinado
a
contener
sin
mezcla
alguna
la
quintaesencia
de
lo
trágico.
También
en
Alemania
quedó
socavada
a
partir
de
la
Reforma
la
raíz
natural
del
drama,
la
comedia
de
carnaval;
desde
entonces
apenas
se
ha
vuelto
a
intentar
crear
de
nuevo
una
forma
nacional,
en
cambio
se
ha
pensado
y
poetizado
de
acuerdo
con
las
pautas
vigentes
en
naciones
extranjeras.
Para
el
desarrollo
de
las
artes
modernas
la
erudición
el
saber
v
la
sabihondez
conscientes
constituyen
el
auténtico
estorbo:
todo
crecer
y
evolucionar
en
el
reino
del
arte
tienen
que
producirse
dentro
de
una
noche
profunda.
La
historia
de
la
música
enseña
que
la
sana
evolución
progresiva
de
la
música
griega
quedó
de
súbdito
máximamente
obstaculizada
y
perjudicada
en
la
Alta
Edad
Media
cuando,
tanto
en
la
teoría
como
en
la
práctica,
se
volvió
de
manera
docta
a
lo
antiguo.
El
resultado
fue
una
atrofia
increíble
del
gusto:
en
las
continuas
contradicciones
entre
la
presunta
tradición
y
el
oído
natural
se
llegó
a
no
componer
ya
música
para
el
oído,
sino
para
el
ojo.
Los
ojos
debían
admirar
la
habilidad
contrapuntística
del
compositor:
los
ojos
debían
reconocer
la
capacidad
expresiva
de
la
música.
¿Cómo
se
podía
lograr
esto?
Se
dio
a
las
notas
el
color
de
las
cosas
de
que
en
el
texto
se
hablaba,
es
decir,
verde
cuando
lo
que
se
mencionaba
eran
plantas,
campos,
viñedos,
rojo
púrpura
cuando
eran
el
sol
y
la
luz.
Esto
era
música-literatura,
música
para
leer.
Esto
que
aquí
nos
parece
un
claro
absurdo,
en
el
terreno
de
que
aquí
voy
a
hablar
sólo
unos
pocos
vieron
en
seguida
que
lo
era.
Yo
afirmo,
en
efecto,
que
el
Ésquilo
y
el
Sófocles
que
nosotros
conocemos
nos
son
conocidos
únicamente
como
poetas
del
texto,
como
libretistas,
es
decir,
que
precisamente
nos
son
desconocidos.
Pues
mientras
que
en
el
campo
de
la
música
hace
ya
mucho
tiempo
que
hemos
superado
esa
fantasmagoría
docta
que
es
una
música
para
leer,
en
el
campo
de
la
poesía
la
innaturalidad
del
poema-libreto
domina
de
manera
tan
exclusiva,
que
cuesta
reflexión
decirse
hasta
qué
punto
somos
por
necesidad
injustos
con
Píndaro,
Ésquilo
y
Sófocles,
más
aún,
por
qué
propiamente
no
los
conocemos.
Cuando
los
llamamos
poetas,
queremos
decir
precisamente
poetas
del
libro:
mas
justo
con
esto
perdemos
toda
intelección
de
su
esencia,
la
cual
se
nos
descubre
únicamente
cuando
alguna
vez,
en
una
hora
intensa
y
rica
de
fantasía,
hacemos
desfilar
ante
nuestra
alma
la
ópera
de
un
modo
tan
idealizado,
que
se
nos
da
precisamente
una
intuición
del
drama
musical
antiguo.
Pues
por
muy
desfiguradas
que
se
encuentren
todas
las
proporciones
en
la
denominada
gran
ópera,
aun
cuando
ésta
sea
producto
de
la
dispersión,
no
del
recogimiento,
esclava
de
la
peor
de
las
versificaciones
y
de
una
música
indigna:
aun
cuando
aquí
todo
sea
mentira
y
desvergüenza:
no
hay,
con
todo,
ningún
otro
medio
de
hacerse
una
idea
clara
sobre
Sófocles
más
que
intentando
adivinar,
a
partir
de
esa
caricatura,
su
imagen
primordial
y
eliminando
con
el
pensamiento,
en
una
hora
de
entusiasmo,
todo
lo
torcido
y
desfigurado.
Esa
imagen
de
la
fantasía
tiene
que
ser
investigada
entonces
con
cuidado,
y
confrontada
en
cada
una
de
sus
partes
con
la
tradición
de
la
Antigüedad,
para
que
no
superhelenicemos
acaso
lo
helénico
y
nos
inventemos
una
obra
de
arte
que
no
tiene
patria
alguna
en
ningún
lugar
del
mundo.
Es
éste
un
peligro
nada
pequeño.
Pues
hasta
no
hace
mucho
tiempo
se
consideró
como
un
axioma
incondicional
del
arte
que
toda
plástica
ideal
tiene
que
ser
incolora,
que
la
escultura
antigua
no
permite
el
empleo
del
color.
Muy
lentamente,
y
con
la
más
vehemente
resistencia
de
aquellos
hiperhelenos,
se
ha
ido
abriendo
paso
la
visión
policroma
de
la
plástica
antigua,
según
la
cual
ésta
no
tiene
que
ser
imaginada
desnuda,
sino
revestida
con
una
capa
de
color.
De
manera
semejante
goza
de
universal
simpatía
la
tesis
estética
de
que
una
unión
de
dos
y
más
artes
no
puede
producir
una
elevación
del
goce
estético,
sino
que
es,
antes
bien,
un
extravío
bárbaro
del
gusto.
Pero
esa
tesis
demuestra
a
lo
sumo
la
mala
habituación
moderna,
que
hace
que
nosotros
no
podamos
ya
gozar
como
hombres
enteros:
estamos,
por
así
decirlo,
rotos
en
pedazos
por
las
artes
absolutas,
y
ahora
gozamos
también
como
pedazos,
unas
veces
como
hombres-oídos,
otras
veces
como
hombres-ojos,
y
así
sucesivamente.
Confrontemos
con
esto
la
manera
como
el
genial
Anselm
Feuerbach
se
representa
aquel
drama
antiguo
como
arte
total:
«No
es
de
extrañar
-dice-
que,
dada
su
afinidad
electiva,
que
tiene
unas
razones
profundas,
las
artes
particulares
acaben
fundiéndose
de
nuevo
en
un
todo
inseparable,
que
es
una
nueva
forma
de
arte.
Los
juegos
olímpicos
reunían
en
una
unidad
político-religiosa
a
las
tribus
griegas
separadas:
el
festival
dramático
se
parece
a
una
festividad
de
reunificación
de
las
artes
griegas.
Su
modelo
estaba
dado
ya
en
aquellas
festividades
de
los
templos
en
que
la
aparición
plástica
del
dios
era
celebrada,
ante
una
devota
muchedumbre,
con
bailes
y
cantos.
Como
allí,
también
aquí
el
marco
y
la
base
lo
forma
la
arquitectura,
mediante
la
cual
la
esfera
poética
superior
queda
visiblemente
apartada
de
la
realidad.
En
la
decoración
vemos
ocupado
al
pintor,
y
en
la
suntuosidad
de
los
trajes
vemos
desplegado
todo
el
encanto
de
un
abigarrado
juego
de
colores.
Del
alma
del
conjunto
se
ha
hecho
dueño
el
arte
poético;
pero,
una
vez
mas,
no
como
una
forma
poética
aislada,
cual
ocurre
en
el
culto
del
templo,
no,
por
ejemplo,
como
himno.
Aquellos
relatos,
tan
esenciales
al
drama
griego,
del
angelos
y
del
exangelos
o
de
los
mismos
personajes
que
actúan,
nos
retrotraen
a
la
epopeya.
En
las
escenas
apasionadas
y
en
el
coro
tiene
su
lugar
la
poesía
lírica,
y,
ciertamente,
según
todas
sus
gradaciones,
desde
la
erupción
inmediata
del
sentimiento,
en
interjecciones,
desde
la
flor
delicadísima
de
la
canción,
hasta
el
himno
y
el
ditirambo.
Con
la
recitación,
el
canto
y
la
música
de
flauta,
y
con
el
paso
cadencioso
del
baile
no
queda
aún
cerrado
del
todo
el
circulo.
Pues
si
la
poesía
constituye
el
elemento
fundamental
y
más
íntimo
del
drama,
a
su
encuentro
sale,
en
esta
su
nueva
forma,
la
escultura.»
Hasta
aquí
Feuerbach
Es
seguro
que
es
en
presencia
de
tal
obra
de
arte
donde
nosotros
tenemos
que
aprender
el
modo
de
gozar
como
hombres
enteros:
mientras
que
puede
temerse
que,
aun
colocados
ante
ella,
nosotros
nos
dividiríamos
en
pedazos
para
asimilarla.
Yo
creo
incluso
que
si
alguno
de
nosotros
fuese
trasladado
de
repente
a
una
representación
festiva
ateniense,
la
primera
impresión
que
tendría
sería
la
de
un
espectáculo
completamente
bárbaro
y
extraño.
Y
esto,
por
muchas
razones.
A
pleno
sol,
sin
ninguno
de
los
misteriosos
efectos
del
atardecer
y
de
la
luz
de
las
lámparas,
en
la
más
chillona
realidad
vería
un
inmenso
espacio
abierto
completamente
lleno
de
seres
humanos:
las
miradas
de
todos,
dirigidas
hacia
un
grupo
de
varones
enmascarados
que
se
mueven
maravillosamente
en
el
fondo
y
hacia
unos
pocos
muñecos
de
dimensiones
superiores
a
la
humana,
que,
en
un
escenario
largo
y
estrecho,
evolucionan
arriba
y
abajo
a
un
compás
lentísimo.
Pues
qué
otro
nombre
sino
el
de
muñecos
tenemos
que
dar
a
aquellos
seres
que,
erguidos
sobre
los
altos
zancos
de
los
coturnos,
con
el
rostro
cubierto
por
gigantescas
máscaras
que
sobresalen
por
encima
de
la
cabeza
y
que
están
pintadas
con
colores
violentos,
con
el
pecho
y
el
vientre,
los
brazos
y
las
piernas
almohadillados
y
rellenados
hasta
resultar
innaturales,
apenas
pueden
moverse,
aplastados
por
el
peso
de
un
vestido
con
cola
que
llega
hasta
el
suelo
y
de
una
enorme
peluca.
Además
esas
figuras
han
de
hablar
y
cantar
a
través
de
los
orificios
desmesuradamente
abiertos
de
la
boca,
con
un
tono
fortísimo
para
hacerse
entender
por
una
masa
de
oyentes
de
más
de
20.000
personas:
en
verdad,
una
tarea
heroica,
digna
de
un
guerrero
de
Maratón.
Pero
nuestra
admiración
se
acrecienta
cuando
nos
enteramos
de
que
cada
uno
de
esos
actores-cantantes
tenía
que
pronunciar
en
un
esfuerzo
de
diez
horas
de.
duración
unos
1.600
versos,
entre
los
que
había
al
menos
seis
partes
cantadas,
mayores
y
menores.
Y
esto,
ante
un
público
que
censuraba
inexorablemente
cualquier
exageración
en
el
tono,
cualquier
acento
incorrecto,
en
Atenas,
donde,
según
la
expresión
de
Lessing,
hasta
la
plebe
poseía
un
juicio
fino
y
delicado.
¡Qué
concentración
y
entrenamiento
de
las
fuerzas,
qué
prolongada
preparación,
qué
seriedad
y
entusiasmo
en
el
hacerse
cargo
de
la
tarea
artística
tenemos
que
presuponer
aquí,
en
suma,
qué
actores
ideales!
Aquí
estaban
planteadas
tareas
para
los
ciudadanos
más
nobles,
aquí
no
quedaba
deshonrado,
aun
en
el
caso
de
fracasar,
un
guerrero
de
Maratón,
aquí
el
actor
sentía
que,
vestido
con
su
ropaje,
representaba
una
elevación
por
encima
de
la
forma
cotidiana
de
ser
hombre,
y
sentía
también
dentro
de
sí
una
exaltación
en
la
que
las
palabras
patéticas
e
imponentes
de
Ésquilo
tenían
que
ser
para
él
un
lenguaje
natural. |
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© Helios Buira
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