Tomado del diario Página
12 Sebastián Plut *
Sentimientos encontrados
Cómo neutralizar las
contradicciones entre la indignación rabiosa y la angustia estéril
que provoca el actual escenario político y social. El problema del
desgano y el encierro paradojal.
Días atrás recordé que hace unos tres años, en estas mismas páginas,
escribí un artículo cuyo título era “La batalla contra la cultura”.
En aquella nota intenté mostrar que la derecha no desarrolla una
batalla cultural sino una batalla contra la cultura. La diferencia
entre una y otra no es menor, y conocerla es determinante para saber
qué decisiones tomar sabiendo quién está enfrente. Poco después
escribí sobre lo que llamé la subjetividad olvidada; quise plantear
que de tanto estudiar la subjetividad neoliberal, habíamos omitido
estudiar la subjetividad popular. A su vez, alertaba del riesgo de
quedar intrusados en nuestra subjetividad por aquella otra que,
curiosamente, tanto habíamos analizado.
Desde aquel momento hasta el presente la realidad fue ratificando
aquellas intuiciones, con un creciente agravamiento allí donde sea
que miremos; y la gratificación intelectual por el acierto de unos
pocos discernimientos, de inmediato se amalgama con el dolor y la
angustia ante la magnitud de la destrucción.
Entonces ocurre que uno dice “tengo sentimientos encontrados”, la
cual es una curiosa expresión. En efecto, cada vez que la escucho,
sé que enuncia un trozo de nuestra ambivalencia afectiva, aunque no
puedo evitar pensar que quien la profiere ha encontrado un
sentimiento.
El primer significado de la frase pone de manifiesto una
contradicción; mientras que el segundo sentido exhibe la pista para
su resolución. Esto es, qué hacemos con el displacer que sentimos
ante las propias contradicciones.
Hoy, los propagandistas de la derecha utilizan ideas de Gramsci
sobre la batalla cultural, como si no hubiera ya demasiados signos
de que todo está dado vuelta. Y entonces pienso algo más sobre mis
sentimientos encontrados: quizá hayamos invertido el remanido
aforismo gramsciano, y al tiempo que ostentamos un optimismo de la
razón, nos invadió un pesimismo de la voluntad.
La ausencia de liderazgos definidos, la falta de claridad sobre un
programa rector, el nivel de fragmentación y un grado inquietante de
desaliento y desorientación son los trazos que describen la
situación actual de la acción en la oposición.
Sin embargo, desde la razón, desarrollamos argumentos,
explicaciones, pronósticos y hermenéuticas con aceptables niveles de
agudeza y detalle pero que, por ahora, no se traducen en hechos. En
suma, qué hacer, es la pregunta que hace más de un siglo ya se
planteó Tolstoi, aun antes que Lenin.
Una vez más, no hay batalla cultural, sino una intensa batalla
contra la cultura. En mi libro El malestar en la cultura neoliberal
planteé los siguientes interrogantes: ¿es válido hablar de una
cultura neoliberal? ¿Cultura y neoliberalismo son términos que
pueden reunirse o, más bien, se autoexcluyen? Según pensaba Freud,
resulta notable que siendo imposible que los humanos sobrevivan
aislados, sientan como opresión las renuncias que la cultura exige
para preservar la convivencia. También advierte que los mismos
logros culturales de la ciencia y la técnica pueden utilizarse
contra esa misma cultura. Así ocurre, de hecho, cuando se eligen las
cuentas de un Excel por sobre la vida de todos nosotros. En suma,
hostilidad e individualismo son dos enemigos de la cultura.
Agreguemos que Freud sostuvo que lo esencial de la cultura no son
los bienes, sino que el fundamento de aquella es la renuncia
pulsional, es decir, el privilegio de la ternura y la restricción
del narcisismo. No está de más, entonces, recordar su conocida
sentencia: “una cultura que deja insatisfechos a un número tan
grande de sus miembros y los empuja a la revuelta no tiene
perspectivas de conservarse de manera duradera ni lo merece”.
La retórica y las políticas del actual gobierno son violentas. Del
mismo modo que lo son los periodistas afines, los trolls y gran
parte de sus votantes. Y es necesario subrayar que son únicamente
violentos. Bajo determinadas condiciones, la violencia puede ser
instituyente, pero eso no ocurre cuando la violencia se reduce a la
pura destructividad. Podemos decirlo así: si en la batalla cultural,
hay más batalla que cultura, nada habrá de renuncia pulsional, ni
salida del individualismo ni de la omnipotencia narcisista. Por
caso, fue designado un ministro de desregulación. ¿Acaso, ese
nombre, “desregulación”, puede designar algo parecido al bienestar?
Un sujeto, una máquina, o un sistema que no esté regulado, solo
supone caos, quiebre y disfuncionalidad.
Entre la reunión de diputados con represores, el intento de
asesinato a CFK, la pretensión de bajar la edad de imputabilidad y
la retención de alimentos y medicamentos hay un hilo conductor; y si
no lo hay, debemos construirlo para entender y para saber actuar.
Nuestros pronósticos yerran, pero no porque carezcamos de lógica,
sino por imaginar que nuestra lógica siempre está vigente. Cuando
supimos que a Milei lo apodaban el “loco”, creímos que la extrañeza
que lo caracteriza se le volvería en contra. No fue así. A pesar de
eso (o gracias a eso) ganó las elecciones y aun conserva un buen
margen de apoyo social. Pensamos que si hacía ciertas cosas su
gobierno se derrumbaría, y nada de eso ocurrió. Es decir, no
logramos predecir bien; posiblemente porque tratamos de razonar con
el criterio de la batalla cultural y no el de la batalla contra la
cultura. Un presidente que se identifica con Moisés, que se supone
merecedor del Premio Nobel y que dice de sí mismo que es el máximo
exponente de la libertad a nivel mundial, está lejos de proponer una
restricción del narcisismo.
La aprobación de la Ley Bases fue un paso más hacia la catástrofe.
Sin embargo, nos habilita a construir una hipótesis
trágico-optimista, ya que hablamos de sentimientos encontrados.
Trágica, por el daño que producen las políticas del gobierno;
optimista, pues desde allí resurgirá la potencia de la resistencia.
La hipótesis, entonces, es la siguiente: con la Ley Bases aprobada,
Milei tendrá menos argumentos para decir que le ponen palos en la
rueda; y sus votantes tendrán menos argumentos para desmentir la
realidad. La violencia descripta, a su vez, cuando es solo
destructiva, invariablemente conduce hacia la autofagocitación. Cual
Pirro, el rey de Epiro, algún día Milei tendrá que decir: “Con otra
victoria como esta estoy perdido”. Una vez más, todo el escenario es
trágico, pero permite encender, entonces, el optimismo de la
voluntad.
Recordamos pocos hechos históricos del nivel de criminalidad que
tuvo la Shoá. El ideario del nazismo, es cierto, se impuso por un
tiempo en parte de Europa; sus consecuencias, ya lo sabemos, fueron
nefastas. Sin embargo, al cabo, no perduró como cultura, como lógica
social, pues aquella ideología, volvemos a decirlo, no constituyó
una batalla cultural, sino una batalla contra la cultura. En
síntesis, la ultraderecha siempre y en todos los casos es una forma
de la regresión política y por esa razón nunca podrá decantar como
desarrollo cultural.
La derecha, entonces, batalla contra la cultura, y en ese marco
entendemos que parte de su triunfo ocurrió porque fuimos intrusados
por ella. Hay numerosos ejemplos y señales de dicha intrusión, pero
hay un signo que resulta fundamental y cuya construcción viene
trabajando la derecha desde la última dictadura militar. Me refiero
a un estado anímico, singular y colectivo, que podemos llamar
desgano, el cual se manifiesta en jóvenes y adultos, en quienes son
dirigentes políticos y en quienes no lo son, en trabajadores y
desocupados, etc.
El desgano, o la desvitalización cívica, es otro modo de enunciar el
pesimismo de la voluntad. Consentir el abandono de ciertos conceptos
(como revolución, izquierda y derecha, entre otros), asumir la
desesperanza respecto de un proyecto transformador, aceptar que lo
único por hacer es que un Estado asista a los más vulnerables, o
contentarnos con repudios y declaraciones en redes sociales, cual si
allí se cifrara algo más que una infecunda descarga y el
adormecimiento de las propias conciencias, son algunos de los
síntomas. Debemos reconocer que hemos interiorizado de tal manera la
violencia padecida que desistimos de la capacidad performativa de
nuestro lenguaje.
No soy el único que percibe sentimientos encontrados, entre la
indignación rabiosa y la angustia estéril, entre la deducción
razonada y la parálisis motriz, entre las convicciones y los
pronósticos.
Se impone, pues, encontrar ese sentimiento que nos rescate de la
contradicción, del encierro paradojal, y estimo que el primer paso
será no quedar impotentes por atribuir a la derecha una omnipotencia
sin fisuras.
Los errores son inevitables, y estar preparados para identificarlos
y aceptarlos no exige que nos entreguemos a la autoflagelación. El
desconcierto, por su parte, se impone con diversos argumentos:
porque algo del mundo ha cambiado antes de que nos diéramos cuenta o
porque confundimos expectativas con recuerdos.
Al parecer, hemos aprendido una lección: ya sabíamos que en política
no hay metas definitivas, pues siempre hay más por hacer y por
lograr, el techo puede ser cada vez más alto. Lo que no teníamos tan
claro era que no hay un piso logrado, una base que, una vez
construida, permanezca perenne. La eternidad no forma parte de los
asuntos humanos; la civilización es capaz de las más sublimes
creaciones, pero nunca quedará garantizada su permanencia.
Sin duda, resulta propicio citar una frase de Borges si de hipótesis
trágico-optimistas y de sentimientos encontrados se trata: “Quizá la
Ética sea una ciencia que ha desaparecido del mundo entero. No
importa, tendremos que inventarla otra vez”. Y, por qué no, concluir
con aquello que Homero escribió en La Odisea: “Los dioses tejen
desventuras para los hombres, para que las generaciones venideras
tengan algo que cantar”.
* Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista. |