Tomado del diario Página
12 Fernando García
El Di Tella, un fenómeno cultural
En el contexto de una
Argentina industrializada, y definitivamente de allí surgido, el
centro artístico inaugurado a fines de la década de 1950 por los
hermanos Di Tella como homenaje a su padre albergó expresiones de
arte conceptual y experimental y fue un verdadero laboratorio de la
disrupción.
Y un crítico de arte escribió entonces: “Este fenómeno estaba en
todas las casas de clase media, como un casette de Les Luthiers o
una revista con Nacha en la portada. En todas partes. Si hubiera que
contar la historia de la clase media argentina de las últimas
décadas del siglo pasado en una serie para Netflix, este Di Tella
sería una inspiración central”. Se refería a El Di Tella. Historia
íntima de un fenómeno cultural, un trabajo que llevó cuatro años de
investigación sin contar años de un background difícil de precisar
que se pierde en el espejo retrovisor del paisaje cultural
argentino. Eso fue en el invierno de 2021, plena pandemia, y hasta
hoy no llegaron mensajes de Whatsapp de los cazafortunas del
streaming que buscan adaptaciones para liquidar la historia
argentina moderna y contemporánea en las commodities de las biopic y
las docuseries donde la Argentina, como con la soja y la marca Messi,
pisa fuerte (al menos en esa entelequia llamada “la región”). De
2001 a Cris Miró, de Maradona a Coppola, todos somos potenciales
carne de maratón.
Este fenómeno del que intenté dar cuenta en más de setecientas
páginas estaría en todas esas casas de clase media aludidas por el
agudo comentario, menos en la mía. Ningún casette de Les Luthiers y,
entre las revistas femeninas de mi madre o las Selecciones de mi
padre, ninguna foto de Nacha Guevara que yo recuerde. Lo que sí
estaba era la raíz industrial metalmecánica que sostuvo el fenómeno
cultural. Entre las viejas paredes con manchas de humedad había
sobrevivido una heladera Siam blanca cuya manija semejaba la palanca
de cambios de un Fiat 600 (otro hit símbolo del ascenso social). En
ese objeto había quedado frizada una historia del consumo y de la
movilidad social de la Argentina entre los años 40 y los 60.
Congelada cual Walt Disney, ya que según recuerdo enfriaba a niveles
antárticos.
ALGO DE SIAM
“Todos teníamos algo de Siam en nuestras casas”, es, entre las voces
desgrabadas en horas que sumarían una cinta de Moebius en perpetua
rotación, aquella que se llevaba el subrayado del resaltador
amarillo. Es la voz de Juan Carlos Distéfano en su estudio de La
Boca en abril de 2018 en una de las primeras entrevistas realizadas
para el libro. Un objeto serializado al fin tal como las heladeras
que la fábrica fundada por el inmigrante Torcuato Di Tella llegó a
exportar a Estados Unidos en su momento de mayor expansión. El
escultor y diseñador gráfico Distéfano –primer y último empleado del
Instituto Torcuato Di Tella, desde 1958, antes aún de que se crearan
los centros de arte en Florida 936, hasta el cierre definitivo en
1970– y mi familia tenían al menos eso en común: un artefacto de
Siam. En otras palabras: las casas de esa clase media psiestereo
tipada desde el futuro no hubieran tenido sus casettes de Les
Luthiers ni sus revistas con fotos de Nacha sin la potencia de la
nave nodriza de la burguesía industrial argentina que pasó de
fabricar máquinas de amasar pan e importar surtidores de nafta para
la YPF del general Mosconi a reformular un diseño inglés para el
Siam Di Tella 1500 con el que Claudio García Satur llegaba a Canal
13 en el primer capítulo de Rolando Rivas, taxista en 1973.
UNA HELADERA Y DOS DESTINOS
Entre miles de Siam, una fue a parar al hogar donde vivían la
dramaturga Griselda Gambaro y Distéfano, a quien le tocó dotar de
identidad visual al torbellino de artes visuales, música y teatro
(incluidas las obras absurdas de su pareja) que sacudía el edificio
que los Di Tella alquilaban a la familia Duhau a través de piezas de
comunicación (afiches de vía pública, catálogos, programas de mano)
que elevaron a status de arte el diseño gráfico argentino. Otra, a
la casa de un empleado de Ford y un ama de casa cuyo hijo mayor se
tomaría mucho tiempo después el trabajo de contar la primera
historia escrita en la Argentina (y en argentino) del Di Tella.
Aunque hubo otra antes, una paradoja saliente de la propia historia
del Di Tella, escrita en Warwick por un académico inglés llamado
John King, entre 1979 y 1982, aunque terminara editándose en 1985.
Cuando Torcuato Di Tella hijo, entonces secretario de Cultura de
Néstor Kirchner, me regaló aquel libro, de algún modo había empezado
a ejecutarse este. Se cumplían treinta años de la apertura de
Florida 936 (hasta abril de 1963 un showroom de las motocicletas
Siambretta) y me tocaba volver sobre “el mito” en la sección
Información General de Clarín. Una búsqueda en Google puede revelar
que las palabras “mítico” y “Di Tella” son siamesas, parecen
adheridas sin posibilidad de despegarse. Se escriben en modo piloto
automático, como si no pudiera decirse otra cosa. Y se repiten en un
joint venture perezoso para que “el mito” nunca pueda ser al menos
revisado. ¿La Menesunda de Marta Minujín y Rubén Santantonín (hace
falta insistir en la coautoría) fue la muestra más vista? No,
ranquea quinta, pero la vieron más de treinta mil personas en poco
más de un mes y eso alcanzó para que partiera la década en dos. Fue
el equivalente porteño a “Help” (Los Beatles), “Satisfaction” (Rolling
Stones) y “Like a Rolling Stone” (Bob Dylan): un salto al vacío en
la cultura pop. ¿Onganía mandó a cerrar el Instituto? Sí y no. La
relación entre el régimen ultramontano y el clima efervescente de
Florida 936 era inviable pero el mayor encono lo tenían el futuro
presidente Levingston y, sobre todo, el ministro del Interior,
Guillermo Borda, un político radical. Así le había sido transmitido
por Henry Raymont, corresponsal del New York Times, al ingeniero
Enrique Oteiza, el invisibilizado director general, en quien Guido y
Torcuato Di Tella depositaron toda su confianza entre 1958 y 1969. Y
no hubo tal orden de clausura total (se suele confundir el episodio
de El baño de Roberto Plate en mayo del 68 con el cierre), aunque sí
la decisión de bajar la persiana tras la quiebra de Siam y la
decisión de replegarse ante un clima hostil cuyo ruido molestaba a
Belgrano (las casonas donde se alojaban los otros centros, los think
tanks económicos y sociales antecedentes de la actual Universidad).
EL PROGRAMA DEL DI TELLA
¿Jorge Romero Brest ejecutó un programa snob y despolitizado? Hasta
1965 Antonio Berni no había tenido una retrospectiva en Buenos
Aires. Su icónica Manifestación (1933) se exhibió por primera vez en
el Di Tella luego de ser rechazada en el Salón Nacional de 1934.
Tampoco es cierto que se haya censurado a León Ferrari. Si no, sería
inexplicable la presencia de La civilización occidental y cristiana
en el catálogo de los premios Di Tella de 1965. La obra se quitó de
la exhibición por sugerencia del exquisito Samuel Paz, el número dos
del Centro de Arte Visuales. Y el mismo Ferrari decidió permanecer
con otra obra alusiva a Vietnam.
Que sigan los fascinantes mitos e intrigas conspirativas.
¿Las fundaciones Rockefeller y Ford sostuvieron el auge del pop y la
explosión del happening para amortiguar la radicalización del arte?
Nada de eso. Si bien desde Washington había un programa de apoyo a
iniciativas culturales latinoamericanas para contrarrestar la
influencia cultural cubana, Rockefeller financió parte de las becas
y el equipamiento del Claem (Centro Latinoamericano de Altos
Estudios Musicales) del maestro Ginastera, mientras que Ford no puso
un solo dólar en la Manzana Loca. Su interés estaba en financiar los
estudios académicos, todo lo que no se recuerda como el Di Tella.
Tampoco hubo dinero fresco para que Roberto Villanueva desplazara al
teatro costumbrista y de texto por las experiencias inauditas del
CEA (Centro de Experimentación Audiovisual), donde la danza encontró
su lugar en Buenos Aires: Marilú Marini, Ana Kamien, Graciela
Martínez, Iris Scaccheri, Oscar Araiz. Ni para entronizar al rock
contra los cantantes populares y el tango: Manal se formó entre las
mesas del bar Moderno y las obras donde Javier Martínez, Alejandro
Medina y Claudio Gabis participaron como músicos de apoyo y Almendra
debutó sin promoción alguna para 193 personas en marzo de 1969. El
Di Tella era tan nuevo como todos ellos y en la visión de los
hermanos Di Tella y Oteiza colisionaron sin daño colateral
tecnocracia y contracultura. Aunque llevó seis meses de mails y una
entrevista a regañadientes, Nacha dejó una postal tan contundente
como la frase de Distéfano. Otro imán perfecto para la heladera (Siam).
“Estar en el Di Tella era como ir al bar de La guerra de las
galaxias: todos éramos unos raros y parte del atractivo del resto de
la gente era venir a vernos, como si fuera un zoológico. La infancia
y la adolescencia se terminaron con el Di Tella. Se terminó la
posibilidad de jugar, de experimentar, de equivocarse, de probar
cosas, todo eso se terminó, lo que vino después fue otra cosa”.
OTRA COSA
Entre abril de 1963 y abril de 1970 cuando Guido Di Tella, el futuro
canciller de Menem, dio a conocer la decisión del cierre en una fría
conferencia de prensa, Florida 936 fue puro vértigo. Es casi la
misma línea temporal que la de Los Beatles entre la aparición de su
primer álbum y el comunicado de Paul McCartney anunciando su salida
del grupo. No más Beatles; no más Di Tella. Ambas experiencias no
conocieron la degradación, no se volvieron una parodia de sí mismas.
Pero lo que vino después, como había explicado Nacha en un café de
Palermo, fue otra cosa. La diáspora de muchos de sus más jóvenes y
mejores artistas (Delia Cancela y Pablo Mesejean, la troupe entera
de Alfredo Arias, Marilú Marini, David Lamelas, Oscar Masotta, el
mismo Villanueva), expulsados por el rigor verde oliva y el
dogmatismo revolucionario de los 70, barrió la experiencia bajo la
alfombra. Considerado disolvente por derecha y tilingo por izquierda
(La hora de los hornos diagnosticaba “penetración cultural
colonialista”) dejó de ser un tema de análisis hasta que un joven
académico inglés especializado en Latinoamérica quedó encandilado
por el asombroso desarrollo que la neovanguardia (como se
caracteriza el período en la historia del arte) había alcanzado en
una ciudad periférica como Buenos Aires.
El libro de John King era casi inhallable hasta su reedición en
2007, pero el Di Tella se había adherido a mi ADN cultural de
maneras inadvertidas. Todos teníamos algo de Siam en nuestras casas,
pero si aprendíamos a sintonizar, en ese ejercicio de precisión de
la Noblex 7 Mares, también se nos habían pegado las vibraciones
ditellianas. Un mediodía fue Marta Minujín en un almuerzo de Mirtha:
una criatura de otro mundo entrometida en ese ritual argentino de
una familia almorzando con la vista clavada en otro almuerzo como en
una cascada ilusionista de Escher. Otra noche escuchar la voz de
Hugo Guerrero Marthineitz repitiendo en contrapunto, la voz grave y
pausada, la letra de “Plegaria para un niño dormido”, de Almendra,
en el asiento trasero del auto familiar. Más adelante leer en una
pared de Villa Urquiza eso de “Para no ser un recuerdo hay que ser
un reloco”, un graffiti anónimo que se decía como password en el
Industrial pero que tenía autor: Federico Manuel Peralta Ramos, el
Diógenes cajetilla. El mismo que se veía los domingos a la noche en
el show de Tato Bores. En una de sus intervenciones (vanguardia
popular pura: ocupar la televisión) el concheto desheredado de
Buenos Aires recitó una estrofa de “Porque hoy nací”, de Manal, con
el efecto de un desfibrilador. Shock.
Como decía Tato, había una generación (la mía) que no lo conocía ni
tampoco conocía el Di Tella (aunque tuviéramos cosas de Siam en
nuestras casas), pero el Di Tella se las arreglaba para seguir
irradiando su luz, acaso desde la heladera entreabierta en un
subrepticio bajón nocturno. Minujín, Almendra, Manal, Peralta Ramos
o los mismos Les Luthiers, todos llevaban a Florida 936. No hacía
falta estudiar composición en un conservatorio o Bellas Artes en la
Belgrano para enterarse. Si el Di Tella aparecía hasta en las
discotecas con la new wave del grupo Virus. Las letras de la banda
platense de los hermanos Moura estaban escritas por Roberto Jacoby,
un adalid del teórico outsider Oscar Masotta, que había consumado su
conspiración al insertar el know how del conceptualismo en el
paisaje adolescente de los 80. Y ya traíamos en las retinas las
fotografías de Oscar Bony para las tapas del rock de la
contracultura (de Los Gatos a Billy Bond) y los diseños de Juan
Gatti (incluido el impar Artaud de Pescado Rabioso). Dos emergentes
ditellianos también.
Reformulando: había cosas de Siam en todas las casas, aunque no
todas las casas tuvieran cosas salidas del Di Tella y, sin embargo,
la neovanguardia de Florida 936 se extendía en el tiempo, una vez
superado el castigo de los 70.
LA CARTA PERDIDA
Como si no faltaran mitos ahora se agregan fábulas: en 2024 la
Secretaría de Cultura libertaria promociona una muestra biopic de
Antonio Gasalla en el (¿ex?) CCK con su participación en el Di Tella.
Gasalla, pionero del café concert, no participó de ningún elenco,
aunque es posible que haya estado socializando, como tantos otros.
La pintoresca cacería de protohippies siempre está a mano para
olvidar que el episodio medular de la censura de Onganía fue la
prohibición de Bomarzo, ópera de Mujica Lainez cuya música había
compuesto Alberto Ginastera, el menos relacionado con el fenómeno
cultural que se retroalimentaba con una cobertura mediática que
oscilaba entre cierta complicidad (el Mad Men lifestyle de Primera
Plana) y el escándalo (los diarios).
Y es en su costado acaso más académico y conservador donde el Di
Tella termina por revelar su rebeldía. Maestro de Piazzolla (que le
presentó a Villanueva un proyecto que nunca se hizo), Ginastera era
el más comprometido con la agenda cultural de la Guerra Fría, pero
eso no le impedía aceptar en su programa de becarios a un compositor
como Ariel Kusnir, cuyo currículum incluía la dirección de la
Orquesta Filarmónica de La Habana. Más: con el Di Tella ya cerrado,
Ginastera salvó la vida del becario chileno Gabriel Brncic de las
garras de la Triple A consiguiéndole un salvoconducto con la beca
Guggenheim.
Aunque representara el ala más cerrada de Florida 936, fue el
departamento de Ginastera el que sufrió un ataque directo de Onganía.
En 1968 se había programado en el Colón el estreno de la obra
electroacústica Volveremos a las montañas, del mismo Brncic. Pero
esta producción del Claem nunca llegó al escenario de la ópera
porteña.
Andrés Di Tella, hijo de Torcuato, volvería sobre la historia con
Volveremos a las montañas (el documental), realizado durante el
homenaje al Claem llevado a cabo por el Centro Cultural Borges en
2011. Con parte del instrumental donado por la Fundación Rockefeller,
Brncic compuso esta obra cuyo nombre aludía a una arenga
revolucionaria de Inti Peredo, uno de los guerrilleros del Che en
Bolivia. La noche anterior al estreno, llegó a oídos de Onganía que
el nombre de la pieza era un guiño guevarista y la cancelación se
ejecutó de inmediato. Fuego amigo. Kusnir es quien mejor conoce esta
historia y en su testimonio para el libro ha dicho que la
información salió desde adentro, que fue uno de los propios becarios
quien hizo la “denuncia”. El nombre lo sabe, pero lo guarda con
candado bajo siete llaves.
Como había quedado guardada, perdida, una carta de Yayoi Kusama
desde Nueva York con destino Florida 936. Iba dirigida a Romero
Brest con la intención de que la tuviera en cuenta para exhibir su
obra en Buenos Aires. 27/01/1967.
Cuarenta y seis años después, Yayoi Kusama provocó un fenómeno de
convocatoria en el Malba. ¿Sería gente cuyos padres y abuelos
crecieron con cosas de Siam? ¿O criados por aquella clase media con
casettes de Les Luthiers y fotos de Nacha? Netflix, no lo
entenderías. |