Tomado del diario Página 12
Irene Vallejo
El silencio y otros aullidos
El miedo es un espejo.
Cumpleaños tras cumpleaños, tu hijo se acerca a la edad que tenías
cuando todo empezó. Te aterroriza que un día deba mirarse en ese
mismo cristal oscuro, en aquellas miradas burlonas, en esa soledad.
El acoso se esconde tras un muro de silencio mucho más impenetrable
que las tapias del colegio. Te preguntas si lograrías detectarlo a
tiempo, romper esas mecánicas de mutismo y vergüenza que conoces tan
bien. Creías muchas cosas, de niña. Que la opinión del grupo te
definía. Que, si aguantabas y callabas, te respetarían. Que había
algo peor, mucho peor, que humillar a un compañero: chivarse. Y eso
tú nunca lo harías.
Desde épocas remotas, un halo de turbia sospecha envuelve a la
persona que acusa, incluso ante una agresión injusta. Cuenta una
tradición romana que la bella Lucrecia pasaba la noche sola cuando
llamó a su puerta el hijo del rey Tarquinio el Soberbio buscando
cobijo de la lluvia. Lucrecia, intimidada, acogió al poderoso
visitante. De madrugada, entre tinieblas, él entró en su dormitorio
con una espada y la violó. Al día siguiente ella esperó el regreso
de su marido y, con ojos helados, le contó lo sucedido. Entre los
pliegues de su túnica escondía un puñal. Al terminar el relato, se
suicidó. Tras la muerte, sus familiares lideraron una revolución que
derrocó al rey, exilió al violador y dio nacimiento a la república
romana hace veintisiete siglos.
La escalofriante lección de esta leyenda es que Lucrecia se clavó la
daga para apuntalar la veracidad de sus palabras. Tuvo que hablar
desde la frontera de la muerte, donde ya no quedan motivos para
mentir.
En nuestro idioma, los apelativos relacionados con la denuncia
tienen un matiz deshonroso y negativo: delator, soplón, acusica,
chivato, bocazas. Como afirma el escritor Fernando Iwasaki,
carecemos de términos para aplaudir el valor de quien revela un
abuso. Este es el campo léxico de la omertà: una semántica del
silencio. De alguna forma, tras un terrible historial de delaciones
y señalamientos en dictaduras, nuestro imaginario no consigue
reconciliarse con la figura de quien levanta la voz.
Esta herencia genera sus patologías: nuestra democracia ha dejado
solos y desprotegidos a quienes sacaron a la luz grandes casos de
corrupción que muchos querían enterrar. Como intuías de niña, las
represalias son la recompensa habitual para quien se atreve a
desvelar lo oculto.
El más calamitoso de los justicieros, nuestro don Quijote de la
Mancha, escuchó un día a la vera del camino unos pavorosos aullidos
de dolor. Al acercarse, descubrió a un muchacho atado a una encina,
a quien su patrón estaba azotando cruelmente. Ante las preguntas del
caballero andante, el hombre del látigo explicó que lo castigaba por
reclamar su salario. “Estoy por pasaros de parte a parte con esta
lanza. Pagadle luego sin más réplica”, ordenó amenazador don
Quijote, y acto seguido se alejó orgulloso de sí mismo.
Más de veinticinco capítulos después, el joven y el caballero se
vuelven a encontrar. “El fin del negocio sucedió muy al revés de lo
que vuestra merced se imagina” –dice el chico–. “No solo no me
pagó, pero así como vuestra merced traspuso del bosque y quedamos
solos, me dio de nuevo tantos azotes, que quedé hecho un
‘sambartolomé’ desollado”.
Así, el estrafalario paladín de los desvalidos descubre que no basta
enfurecerse contra la injusticia: es necesario proteger a quien la
desenmascara.
*****
Tras siglos de sigilos, seguimos retratando con fealdad a los
informantes y arrepentidos. En las pantallas, desde el clásico
Relato criminal hasta Reservoir dogs o The Wire, son encarnados por
actores enclenques o mal encarados: acostumbran a tener mala pinta y
mal fin. Una mancha marca aún a quien denuncia.
Pese al descrédito, piensas que tal vez decidiste escribir para
convertirte en chivata profesional. Elegiste un oficio que aspira a
desafiar tabúes, a indagar en las zonas de silencio, a invitar a
hablar, a desvelar los miedos encubridores. Has pasado del nudo en
la garganta a la palabra desnuda. Por suerte existe este trabajo tan
poco respetable: la soplona que cuenta más de la cuenta.
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