Tomado del diario Página 12
Mariana Enríquez
Distante a
una hora y cuarenta minutos de tren desde París, Charleville solo es
visitada por sus lectores más dedicados
Un
paseo por la ciudad natal del poeta Arthur Rimbaud
A 170 años del nacimiento de su poeta ilustre –la
fecha exacta es el 20 de octubre– este es un recorrido por su tumba
en el cementerio local, por el Museo que lleva su nombre, donde se
exhibe la edición original de Una temporada en el infierno y por la
Maison des Ailleurs, donde vivió.
La estación de Charleville-Mézières,
a una hora cuarenta de París, está casi vacía y, además, está en
obra o en renovación. Algunas vías descansan sobre tierra –¿es por
eso que hay poca frecuencia de trenes?– y para ingresar hay que
bajar las escaleras y atravesar un pasaje subterráneo. El único baño
abierto es para discapacitados y hay un solo kiosco que sirve un
café horrendo, atendido por una chica aburrida. Es domingo, está
nublado, Charleville es la ciudad donde nació Rimbaud, donde está su
tumba, su casa, su Museo. En la plaza, frente a la estación, sólo
camina una persona, un hombre mayor, borracho, que arrastra una
pierna y habla consigo mismo. Es una plaza bien francesa, toda la
naturaleza prolija y domesticada, los caminos de piedra blanca,
cuadrados de césped, ligustrina, pequeños espejos de agua. Tiene una
glorieta dedicada al poema de Rimbaud “A la musique”, que el poeta
escribió ahí según consta en el epígrafe, “place de la gare, à
Charleville”. “A la plaza tallada en céspedes mezquinos/ donde todo
es correcto, los árboles, las flores/ los burgueses asmáticos que el
calor estrangula/ los jueves por la tarde llevan sus chismes”. Hay
que decir que la municipalidad de la ciudad pasó el trago amargo con
entereza y se atrevió: el poema que la celebridad local escribió en
la plaza es un poema de total desprecio a la plaza.
Lo esperable: Rimbaud odiaba Charleville. El 25 de agosto de 1870
escribía, en una carta a M. Izambard: “¡Tiene usted fortuna, por no
habitar ya en Charleville! Mi ciudad natal es superiormente idiota
entre las pequeñas ciudades de provincia. A este respecto, no tengo
más ilusiones”. Tenía 16 años cuando escribió esa carta y no es solo
rebeldía adolescente: si algo caracterizaba a Rimbaud era la furia,
la injuria, el odio. Ese mismo año también le escribía a Izambard:
“Estoy desorientado, enfermo, furioso, embrutecido, trastornado”.
Charleville, la ciudad, baja la cabeza ante este enojo. ¿Qué puede
hacer? Está obligada a celebrarlo. Y además, secretamente, se venga.
Rimbaud no escribió su obra ni en Bélgica, ni en Londres, ni en
París, los lugares donde paseó su adolescencia feroz. La escribió en
esta ciudad provinciana, que detestaba.
Hay tres bustos de Rimbaud
en la plaza. El primero, de 1901, fue derribado por los alemanes. El
segundo se realizó gracias a una donación de la Asociación de
Escritores de las Ardenas. El tercero, dice el cartel de
indicaciones de la plaza, “está firmado por Dumont”. Esa es toda la
información. O no saben más o Dumont lo dejó ahí en secreto.
La primera impresión de la ciudad, en las primeras cuadras que
alejan de la estación y van hacia el cementerio –todo es muy cerca–
es bastante deprimente. Hay casas abandonadas, con las ventanas
clausuradas, y un hotel tres estrellas, Les Cléves, también
abandonado pero sucio y roto, de aspecto fantasmal. La ciudad es
bonita y aburrida, y no tiene demasiados edificios nuevos, lo que
delata que a pesar de que se ubica en las Ardenas, región codiciada
en la geopolítica europea, y por la que pasaron los alemanas para
invadir Francia en las dos guerras mundiales, no sufrió demasiado.
No es la bella y extraña Le Havre, bombardeada y totalmente nueva,
con su Centro Cultural diseñado por Oscar Niemeyer. Charleville es
la Francia tradicional de tejados de pizarra y calles de adoquín.
Rimbaud es la única presencia un domingo –excepto cuando se llega a
la plaza principal–. Pero antes, en las veredas, se pueden ver los
murales dedicados al poeta. Uno de ellos cita el poema “Ofelia”, los
primeros versos: “En la onda calma y negra donde duermen las
estrellas/ la blanca Ofelia flota, como un gran lirio”. La imagen,
sobre la pared de un edificio bajo, apenas dos pisos, es la de una
chica de espaldas que se recoge el pelo, tiene un vestido sensual
que le deja la espalda al aire. La imagen no tiene nada que ver con
esa chica muerta sobre la que escribe Rimbaud. La ciudad oculta y
des-oculta al niño diabólico, al hombre imposible. Otro mural cita
“Mà Boheme” y al menos muestra a un joven durmiendo con su traje a
la intemperie, algo que Rimbaud hacía seguido, sobre todo cuando
huía a pie de Charleville. El dueño del hotel rimbaudiano quizá está
desorientado o tiene un humor negro especial. Se llama “El durmiente
del valle”, como el poema. Para hotel es apropiado, pero quien no
conozca el poema se puede encontrar con una sorpresa macabra, porque
el durmiente en cuestión no duerme en absoluto: “Los perfumes ya no
estremecen su olfato/ duerme tranquilamente al sol, tiene una mano
sobre su pecho/ Tiene dos orificios rojos en el lado derecho”. Es un
soldado muerto, solo entre la hierba.
LA TUMBA BLANCA
Es imposible confundirse o perderse en el intento de encontrar la
tumba de Rimbaud. A diferencia de Morrison en Père Lachaise o
Truffaut en Montmartre, no hay dificultad alguna en su ubicación:
está prácticamente en la entrada, señalizada y, más importante, es
la única (o casi) de todo el cementerio ruinoso que tiene algún
cuidado. De mármol blanco, es gemela con la de su hermana pequeña,
Vitalie. En la parcela, bajo una tumba en tierra, está Isabelle, la
que decidió grabar como epitafio de Rimbaud “Recen por él”: antes el
nombre, la edad, 37 años, y la fecha, 10 de noviembre de 1891. La
gente le deja piedras y flores. En las piedras lisas escriben sus
versos. “Toda luna es atroz, y todo sol amargo” de “El barco ebrio”;
“La eternidad es la mar mezclada con el sol”, del poema “Hambre” de
Una temporada en el infierno; “El poeta es el ladrón del fuego” de
La carta del vidente; y por supuesto “Je est un autre”, el
intraducible “Yo soy un otro”. No hay muchos tributos. Charleville
es cerca de París y si Rimbaud estuviese en Montparnasse habría
colas. Aquí llegan los dedicados.
Es Isabelle la testigo y cronista de la muerte de Rimbaud, que llega
de Abisinia (hoy Etiopía) con cáncer y debe amputarse la pierna en
Marsella. Los hermanos van a Roche, cerca de Charleville, para
descansar, pero es todo sufrimiento, dolores, infecciones. Isabelle
dice que Rimbaud quiere casarse y que se alegraba de haber enterrado
su obra poética cuando se instaló en Harar, pero también narra que
sufría delirios y alucinaciones, de modo que es una narradora poco
confiable. Incluso cuenta que Rimbaud manifestaba el deseo de volver
a Africa. Finalmente, Rimbaud decide irse en tren a Marsella e
ingresa en el hospital de la Concepción. Escribe Isabelle: “No salió
con vida de su cama de hospital”. Ella cuenta, en una carta a su
madre, que quiso darle los sacramentos a su hermano, converso en el
último minuto: “No blasfema más; llama a Cristo en la cruz y reza.
Si, ¡él reza!... Cuando el sacerdote salió, me dijo mirándome con
aire preocupado, extraño: ‘Su hermano tiene fe, hija. Yo mismo no he
visto jamás una fe de esa calidad’”. Muchos lectores y fans de
Rimbaud, estudiosos incluso, se quejan de esta crónica, la acusan de
haber obligado a su hermano, hereje y vulnerable, a aceptar a Dios.
Pero la verdad es que no sabemos nada de este Rimbaud de 37 años. No
sabemos qué pasó en esos años de vender armas, café y marfil, y de
vagabundear. Quizá haya tomado el cristianismo copto en Abisinia.
Quizá su sufrimiento lo desesperó al punto de buscar a Dios. La fe
no le quita nada a su rebelión. De hecho, su poesía una búsqueda de
eternidad, la angustia de alguien abandonado por su creador.
LA LUZ EN HABITACIONES
VACÍAS
El Museo Rimbaud se ubica en un viejo molino sobre el río Meuse,
frente a la casa donde la familia Rimbaud vivió entre 1869 y 1875,
que también puede visitarse, a diferencia de la casa natal, en pleno
centro. El Museo es enorme, poco concurrido y curiosamente escueto.
Los objetos centrales son algunos manuscritos, la edición original
de Una temporada en el infierno, su valija, sus cartas, los dibujos
que hicieron de él sus amigos. La recorrida es emocionante pero, de
a poco, es fácil darse cuenta que Rimbaud no es un personaje que
pueda ocupar tres pisos de un edificio enorme. Apenas tenía
posesiones. El tercer piso está vacío, salvo por sillas y por las
voces que, desde el techo, con bocinas, leen sus poemas. Es una
experiencia sencilla pero agradable, si uno es capaz de
concentrarse. En los siguientes pisos está un poco de la infancia,
un poco de la vida en África y, sobre todo, las representaciones de
Rimbaud por otros artistas. Los textos que narran su vida, en las
paredes son muy buenos, completos y no callan nada: hasta hay un
busto del poeta Paul Verlaine, amante y amor de Rimbaud. También hay
una réplica del revolver con que Verlaine le disparó a Rimbaud en
una pelea. Tienen un lugar especial las fotos que hizo de
Charleville la gran rimbaudiana Patti Smith: las de la peregrinación
hasta la tumba que realizó en 1973 y las que hizo en 2004 para el
150 aniversario de la muerte del poeta: un camino en Roche, los
cubiertos de plata de la familia, el atlas, y un dibujo muy hermoso
llamada “St. Rimbaud”.
Entre los objetos y fotos de su período escolar –no hay objetos
propios: hay cuadernos de época, de la clase, pero ninguno suyo– hay
un dibujo curioso que, dice el catálogo, es de Mariette Lydis, un
retrato de Rimbaud niño copiado de una famosa foto, realizado en
1964. Mariette Lydis es una artística plástica austríaca que vivió y
murió en Argentina: está enterrada en la Recoleta. El museo no dice
cómo llegó este dibujo a la colección. Le mandé la foto de inmediato
a la escritora y periodista María Gainza, que escribió sobre Lydis
en su novela La luz negra, y que hizo visitas guiadas de su obra,
donada al Museo Sívori. Contesta por Whattsapp: “Si, es de Mariette
100%. Los ojos, la boca, las hacía todas iguales. Lo habrá hecho
para algún libro. Qué genial que te lo topaste”. El modelo, que está
cerca, es la foto de 1871 que le hizo Ettiene Carjat; la segunda
foto de Carjat, la famosa, la del adolescente hermoso, también se
exhibe. Las obras de artistas ocupan la mayor parte del lugar: “Las
iluminaciones” de Fernand Léger, las extraordinarias
interpretaciones de Una temporada en el infierno de Louis Favre, un
aguafuerte de Giacometti, la ilustración para Iluminaciones de Zao
Wou-ki, el retrato de Pablo Picasso, el Homenaje a Rimbaud de Max
Ernst, el retrato sin título de Sonia Delaunay. Muchas cosas faltan.
De la pocas fotos que existen de Rimbaud, una de las africanas,
llamada “con los bananeros”, está en la Biblioteca Nacional de
Francia. La obra de David Wojnarowicz y Robert Mapplethorpe sobre
Rimbaud es quizá demasiado valiosa para traerla hasta esta ciudad de
provincias. Tampoco están los dibujos de Jean Cocteau.
Es la ausencia lo que
define, y al fin encanta, la casa frente al Museo, llamada Maison
des Ailleurs. Es donde Rimbaud vivió y escribió durante algunos
años. Está completamente vacía. El mobiliario no se conservó y los
curadores decidieron no hacer simulacros: si lo que queda es el
vacío, la luz del sol sobre los pisos de madera, ésa es la
presencia. El espíritu del lugar. Cada habitación tiene una pequeña
muestra no intrusiva con los viajes de Rimbaud durante toda su vida,
pero son recorridos que no distorsionan la visión de las
habitaciones vacías. Sólo queda un poco de empapelado, que si alguna
vez tuvo color, se perdió. Es una marca, una firma. El ya clásico
shop de museo tiene las obras de Rimbaud en varios idiomas, algunas
postales, libros de artistas, algún poster, poca cosa.
Afuera hay un sol pleno: durante la tarde arreció la tormenta.
Caminar por las habitaciones vacías, ver el patio, es pensar que en
esta casa al lado del río un adolescente cambió la historia de la
poesía, del rock, de la juventud, mientras escribía furioso su
desengaño y su redención.
Sin embargo no es en esta casa donde Rimbaud escribió Una temporada
en el infierno. Eso ocurrió en Roche, a cuarenta kilómetros de
Charleville, en el granero de la casa maternal. En julio de 1873
Verlaine y Rimbaud estaban en Bruselas. Ahí se produjo el desastre:
en julio, Verlaine le disparó a Rimbaud. En la estación de tren,
antes de subir hacia París, Rimbaud llamó a la policía y denunció a
su amante, que fue arrestado. Al otro día se arrepintió, porque no
quiso declarar frente a la policía. De todos modos, a Verlaine le
hicieron un examen físico y descubrieron “prácticas homosexuales más
o menos recientes”. Verlaine fue preso (estuvo encerrado dos años) y
Rimbaud pasó un tiempo recuperándose en Bruselas, donde el artista
Jef Rofman pintó el cuadro “Rimbaud herido”, que se puede ver en el
Museo. Después, se fue a Roche y escribió Una temporada en el
infierno.
Esa casa, a cuarenta kilómetros de Charleville, tiene dueño. La
compró Patti Smith. La quiere convertir en una residencia de
artistas o de poetas. No es la misma: fue reconstruida después de un
bombardeo alemán. Tampoco queda tanto de Rimbaud allí salvo, otra
vez, el espíritu del lugar, ese conjuro de sombras del más famoso de
los poemas en prosa: “Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas.
Y la encontré amarga. Y la injurié”.
Sin embargo hay tanta belleza en las palabras del adolescente en
llamas. No se si se encuentran en Charleville, aunque el empapelado
en esas habitaciones, que él habrá observado con sus malhumorados
ojos azules, es un sudario, una manta que conserva algo de su mala
sangre. |