Recibí un correo electrónico,
era Rafael contándome que había llegado a París, que tenía que
esperar unos días pues el encuentro al que debía asistir se había
postergado por inconvenientes técnicos en el salón que tenían
asignado.
La invitación a dicho encuentro, se
la hizo un amigo vinculado a esa asociación de arquitectos y que él
había sido notificado para su concurrencia, más por esa amistad que
por sus dotes profesionales.
Rafael siempre se movió de esa
manera, “vendiendo” imagen que muchos compraron y la más de las
veces, todo terminaba abruptamente, cuando se daban cuenta que tenía
algo de chanta, de embaucador en su profesión, pero buen tipo.
Solidario, fiel en la amistad y en los afectos cosa que hizo que
nuestra amistad perdurara en el tiempo. De un humor maravilloso,
cualquier palabra que uno pronunciase, le servía a él para una
humorada, una rima chistosa; tenía también una zona fuerte de humor
negro, por momentos rayando cierta perversión. Creo que esa zona se
relacionaba con su historia personal, con sus padecimientos desde la
infancia con un padre alcohólico, golpeador, violento que ejerció
sobre él castigos brutales.
Una madre sumisa y temerosa, que
pocas veces pudo defenderlo o protegerlo del maltrato paterno. Había
días en que la madre, antes de la llegada del padre, que sabía
vendría borracho, lo escondía a Rafael dentro del placar, diciéndole
que permaneciera callado hasta que el padre se durmiera, así no
recibía castigo. Lo tremendo, es que él escuchaba la golpiza que
recibía su madre, sus gritos, su llanto, su decir basta, pero los
golpes no cesaban.
Recibí esta historia y otras de
parecido soportar, en varias noches y madrugadas en distintos bares
de Buenos Aires, cuando salíamos de la escuela y me pedía que lo
acompañara a tomar unos vinos. No era por eso que requería mi
compañía: era la necesidad que tenía de contarme su dolor, su
tremendo dolor, que no se iba, estaba prendido como su propia piel.
El humor, su reír permanente, la ayuda que ofrecía a los otros, era
una manera de “tapar” esa llaga persistente que dolía y mucho.
Una tragedia familiar.
Llevaba la “marca” en uno de sus
brazos, una cicatriz muy notoria de una herida profunda que le causó
su padre, el día que quiso asesinarlo, pero Rafael pudo escapar
hacia la calle y alertar a los vecinos. La madre no corrió la misma
suerte, la mató el hombre, para inmediatamente suicidarse. Al
ingresar uno de los vecinos a la casa, se encontró con semejante
horror. A Rafael no le permitieron entrar.
Ese era el tremendo drama que me
contaba por aquellas madrugadas.
Fue criado por su abuela materna y
una tía, hermana de su madre. Él decía que tenía dos madres. Todos
lo tomaban como una broma, pero, dado mi conocimiento de su
historia, pude comprender porque lo decía. No hubo un hombre en su
crecimiento como para que él tomara ejemplos. Sólo esas dos mujeres.
Tenía días de silencios profundos.
Era un lector riguroso. Cuando pudo abastecerse económicamente,
todos los meses, compraba un libro y lo decía “Voy a tener miles de
libros” No sé a cuantos miles habrá llegado, pero en los años en que
compartíamos camino, dos paredes de su taller, eran una biblioteca
fenomenal.
Una amistad entre ambos. Él no
pertenecía al grupo de los cuatro, aunque de tiempo en tiempo se
llegaba hasta el taller y compartíamos momentos agradables, reíamos
con sus ocurrencias, sus chistes y una danza que él decía “ritual”
para espantar a los malos espíritus que podrían habitar en el
taller. Eran movimientos epilépticos que nos hacían reír de manera
estridente.
En el correo me decía que le había
escrito Sandra contándole lo feliz que se sentía con el “nuevo”
taller, que le habló bien de mí, diciéndole que era un buen tipo, y
que seguramente aprendería mucho en mi compañía, cosa a la que no le
di demasiada importancia, pues Rafael puede cargar a veces un
poquito las tintas cuando quiere “adornar” algo.
Su ego inmensurable, le hizo decir
que él era el artífice de nuestros destinos, que él era el puente
del encuentro entre Sandra y yo y que de aquí en más, la historia
que se pudiese escribir sobre nuestras respectivas existencias, a él
le pertenecía. |