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MIS HISTORIAS

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Mientras caminaba,
como siempre, me paraba en alguna librería para ver lo que allí se ofrecía, autores que ya conocía, otros que ni su nombre había escuchado jamás y así, de una librería a otra.

Transitaba las veredas casi distraídamente, alguna vidriera de un negocio llamaba un poco mi atención, pero en realidad pensaba en la novela, en las ganas que tenía de dar inicio a lo que se estaba armando en mi cerebro, en mi alma, en mi cuerpo todo. Sentía cómo una forma sin forma aún, se iba forjando poco a poco; de brumosa, estaba pasando a claridad, pero era todavía irreconocible, inescrutable.

Leí, en muchos autores, que el mecanismo para concebir una novela era tener un principio y un fin, luego, todo lo demás, vendría por añadidura. Se iría formando con el transcurrir del texto. Je... je... Claro, esto lo decían quienes ya había escrito al menos, una novela. Pero el que nunca, ¿cómo hacía? Un principio... un fin...

Estaba en estos pensamientos cuando escucho una voz y en el mismo instante alguien que me toma del brazo deteniendo mi andar; una mujer. “Hola, me dice. ¿Sos Helios?” “Sí”, respondo algo turbado. “Mileni. Soy Cristina Mileni. ¿Te acordás de mí?” “Uy, si... Flaca... ¿Cómo estás? Tantos años...” murmuré sorprendido, mientras mi cerebro viajaba vertiginosamente en el tiempo hacia la escuela de Bellas Artes. ¿Qué hacés por acá? me salió, pues no sabía qué decir ante el asombro. “Vamos a un boliche por favor, tomemos algo” Agregué. “Tengo poco tiempo, estoy trabajando -dijo- pero vamos” ¿Querés ir a La Giralda, como en aquellos tiempos? le dije, ya sintiendo la emoción del encuentro. “Sí” respondió apresurada.

Nos dirigimos hacia el bar, ella tomada de mi brazo mientras parloteábamos una infinidad de palabras mezcladas, enredadas, sobrepuestas, tachonadas, entre risas, silencios, recuerdos, todo eso junto.

Nos sentamos a una de las mesas del fondo, con cierta penumbra.  Claro, como cuando estábamos en la escuela y nos metíamos en el bar hasta la madrugada, charlando y discutiendo los temas del arte. Fue tal vez un acto inconsciente, simplemente porque ese lugar estaba más tranquilo, ya que en las mesas de adelante había mucha gente y sus voces no permitían una concentración adecuada para nosotros, para este encuentro que me parecía remoto. “¿Qué tomás?” le pregunté “¿Y vos? me dijo como respuesta. “Un cortado” respondí. Me tomó las manos, en un leve apretón y dijo: “Quería confirmarlo. Sí, sos Helios, el de los interminables cortados” Sonreí, y dejé mis manos entre las suyas por un rato. “Flaca, que hermoso, que emoción verte ¿cómo me reconociste?” “Bueno... no sé... tus ojos, tus bigotes... algo me dijo que eras vos” “Pero que raro, con mi cabeza rapada, creo que no es fácil, no sé... si... debe ser como decís” “No importa cómo -dijo- lo bueno, es que estamos aquí tomando tu cortado y mi café cargado”... “Sí -dije interrumpiéndola- que todavía no pedimos” En ese instante llegó el mozo. “Hola. Traenos un café cargado y un cortado mitad y mitad”. El mozo fue al mostrador a hacer el pedido y ella, con los ojos abiertísimos, me dice: “Es el mismo gallego, Helios” “Sí, le dije riendo; hace cuarenta años o más, que está en La Giralda. Ahora es uno de los socios” “No puedo creerlo -dijo y se quedó mirando hacia el mostrador” “Por lo que veo -dije- no viniste más por acá” “No... bueno... la vida, todo...” “Flaca, más de cuarenta años sin vernos” “Decilo en voz baja, por favor” lo hizo colocando su mano junto a la boca y en tono de susurro, causándome mucha gracia su gesto. Vino el mozo, depositó el cortado y el café sobre la mesa y mientras sorbíamos, nos preguntábamos mutuamente acerca de nuestras vidas, todo mezclado, apresurado hasta que dijo: “Helios tengo que irme, estoy trabajando” “Huy, que bajón” dije. “Bueno, no es para tanto, podemos encontrarnos de nuevo, pero con más tiempo de mi parte. No sé el tuyo como es, pero te doy mi tarjeta. Llamame”. Mientras, de su cartera sacaba una billetera y de allí, con sumo cuidado, con sus manos que pude apreciar bellas, cuidadas, una tarjeta que puso sobre la mesa. “Epa, Doctora...” “Sí, interrumpió. Derivé en Psiquiatra” “Uyy me acuerdo que llevabas a la escuela libros de Freud y una vez, el Tano Devoto te preguntó por qué siempre ibas con ese tipo de libros y le dijiste porque te gustaban y él, que era medio duro, te dijo: -Entonces, tendría que estudiar psicología. ¿te acordás?” “Sí que me acuerdo, y mucho. Yo lo admiraba, lo quería tanto y ese día lo insulté en mis adentros; pero era un viejo sabio. Tenía razón, mirá cual es mi profesión” “Bueno, tenés que irte, dije” “Sí, pero por favor, no dejes de llamarme. Tenemos tanto y tanto para contarnos” “Claro, respondí. La semana que viene te llamo y acordamos dónde y cómo encontrarnos” “Sí, dijo mientras se levantaba. Tengo muchas cosas tuyas guardadas y quiero que las veas” “¿Cosas mías? dije asombrado. “Sí, ya las verás” Y partió luego de darme un beso suave en la mejilla, mientras acariciaba mi calva.

Me quedé sentado a la mesa, sintiendo y pensando en aquellos hermosos años de Bellas Artes, pensando en ella y en nuestras salidas nocturnas, cuando finalizaba el horario de clases y nos quedábamos hasta la madrugada en La Giralda, o en La Rábida (que ya no está) y yo dibujaba, hacía bocetos en blancas hojas de papel, mientras ella me leía en voz alta La Bahía del silencio del querido Eduardo Mallea. Caramba, cuanto había pasado ¿Qué vendaval se había llevado todo aquello?


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© Helios Buira

Barrio de San Nicolás - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Correo: buzon@heliosbuira.com

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