La llegada de Sandra
generó conmoción habitacional.
De vivir solo, a
compartir espacios, no los lugares de trabajo ni mi dormitorio, pero
sí lugar de estar, cocina y baño. Agradecí al cielo que fuera amante
de la música clásica y de la ópera, que le agradara el aroma de los
sahumerios y que tomara mate todo el tiempo. La radio clásica estaba
fija en el dial, así que no hubo que modificar nada. Los sahumerios
eran encendidos en cada salón y el aroma se extendía por todo el
hábitat, cosa que resultaba agradable. El mate, cada uno el suyo
mientras trabajábamos y en los descansos; lo tomábamos juntos en la
cocina, dándonos grandes charlas de intercambio de existencias, con
el fin de sabernos cada día un poco más. Me agradaban sus
movimientos, cómo se expresaba, sus manos apuntalando su verbo,
acompañando en el acento sonoro de su voz, cálida, suave, pero
enérgica cuando afirmaba un concepto. Sólida en su conocimiento del
arte, algo que me agradaba, pues las charlas se proclamaban
interesantísimas. Sus ojos eran inquietos; lo miraban todo. Por
momentos, al ver algo que llamaba su atención me preguntaba por eso
que veía y según era, yo le explicaba de qué se trataba, como cuando
vio el cartelito que decía:
En el taller de
un artista, nunca hay más de dos sillas
y calló ese día, pero al tiempo me preguntó por él. Le respondí en
la praxis: -Bueno, vos estás sentada en una y yo en la otra. Viene a
ser, que no hay cabida para otra persona. Y ella agregó: “Sí, pero
no es solo eso. Creo que escondés algo”. –Sí, dije, tal vez tenga
que ver en mi relación con las mujeres; una especie del romántico tu
y yo. Noté un breve gesto, un movimiento casi imperceptible de su
boca, o de sus ojos que me hizo decir: -Bueno, ahora es diferente,
estamos compartiendo el lugar de trabajo, cada uno en lo suyo y cada
uno en su silla, al menos, en la cocina. “Sí, claro” dijo mientras
me alcanzaba el mate. Había tomado la costumbre de ser ella quien lo
preparara, y quien lo cebara.
Cuando se ponía a trabajar, “se
esfumaba”. Notaba su presencia, por el ruido de sus pasos, el ir y
venir en el acto de pintar, alejarse para observar lo pintado. Algún
murmullo o un insulto ante algo que no era de su agrado o no salía
bien. Podían pasar horas sin salir de su espacio. A veces me
llamaba, me pedía una opinión y luego, me decía que tomáramos algo,
como para un descanso. Y hablábamos sobre su obra, sobre lo que
estaba pintando, el tema, la construcción en el soporte, los colores
y cómo se sentía ante los rojos, amarillos o verdes que estaba
utilizando.
Otros días, era ella la que venía a
mi lugar, se sentaba en la silla y me miraba trabajar, decía que le
agradaba cómo me movía en rededor del caballete, cómo mis manos
trabajaban el yeso o la arcilla, todo eso en silencio y comencé a
sentir que me agradaba esta existencia compartida.
Una tarde me preguntó cómo había
sido mi paso por la escuela.
-Es mucho tiempo, años…
-Contame igual; lo que quieras, por
supuesto –Dijo.
-Te puedo contar todo –dije- porque
fueron años maravillosos, plenos de asombro, de sorpresas y sobre
todo amistades profundísimas, de las cuales algunas aún hoy
continúan.
-¿En serio? Dijo.
-Sí, por qué dudás.
-No dudo –dijo-, fue una expresión
de sorpresa, después de tantos años…
-Sí, es verdad, tenés razón. Uno de
estos días va a venir mi amigo Santiago, con quien nos sabemos desde
los dieciocho años, ininterrumpidamente.
-¿Cómo querés que no me sorprenda?
Dijo.
-¿Vos no tenés amistades de muchos
años?
-Sí –dijo- pero…
-Pero qué.
-No tengo tu edad.
Ambos reímos al unísono,
festejando, pero quedé pensando en el tono de su voz, que
seguramente manifestaba otra cosa que lo dicho o, podría ser también
como un halago dado el tiempo de mis amistades.
-Bien, mañana comienzo a contarte
mi historia del arte, que está llena de historias. Ahora trabajemos,
pues quiero resolver algo que me molesta en una de las figuras. O
ella me está manifestando que algo no le va.
-Parece que hablaras con tus obras.
Dijo
-Hablo –respondí- les pregunto como
se sienten, cómo voy con la tarea, si están cómodas en sus poses y
ellas me contestan. Juro que es así.
-Bueno, no de esa manera, pero creo
también hago lo mismo. Dijo.
-Claro –dije- el diálogo con la
obra es importantísimo. Puedo pasarme horas observando una figura
mientras ella me da su imagen. Que el brazo no va así, que si la
pelvis tiene una dirección seguramente los hombros tendrían que
tener otra, por esas cosas de la composición, digo…
-Es cierto –respondió- El asunto de
los colores es todo un tema, más allá de que parezca que lo mío es
automatismo puro. No. Medito mucho ante cada pincelada, ante cada
mancha o ante cada color que voy a aplicar; la obra me va pidiendo y
yo cumpliendo.
-Esperá un segundito –dije- busco
un librito, te leo lo que dice Balán acerca de esto que proponés.
Esperá.
Fui a la biblioteca, busqué y
encontré “Digo, me contradigo y digo”, libro que me obsequió la
esposa del maestro, cuando fui de visita a su casa. Él ya había
fallecido. |