Llamé por teléfono a Cristina.
Quedamos en vernos al día
siguiente, ya que tenía la posibilidad de no ir a su consultorio.
Desde el día que nos encontramos en
la Calle Corrientes pensé en ella, en los años transcurridos en la
Escuela de Bellas Artes, en lo bien que funcionaba nuestra amistad,
hasta que ella se enamoró de Anselmo, que estudiaba filosofía y se
habían conocido en una reunión de amigos comunes; él pasaba por la
escuela para encontrarse con ella y así fue como lo conocí y
compartimos un trecho de nuestras respectivas existencias, hasta que
ambos dejaron de venir. Ella como alumna, él como su novio o pareja;
no sabíamos bien cuál era la relación entre ellos, pero se los veía
muy enamorados.
Ese recuerdo volvió a molestarme,
como había sucedido por aquellos años, pues sentía por ella algo más
que una amistad y aspiraba a que la relación se profundizara. Pero
no, Anselmo atrajo su sentimiento y tuve que resignarme a que así
fuera.
Pensé también que en La Giralda no
le había preguntado por él.
Ingresamos juntos a la escuela, nos
presentamos el día que dimos el examen de ingreso, ansiosos y
nerviosos por el resultado, que sería anunciado en la cartelera a la
semana siguiente. Fuimos aprobados.
Durante el examen había un descanso
de una hora entre las dos disciplinas que debíamos rendir: dibujo y
pintura. Le dije entonces, si quería tomar un café en el bar que
estaba ubicado en la esquina, o sea, que podíamos volver rápidamente
a la segunda parte del examen. Aceptó. Fue nuestro primer encuentro
en La Rábida, que luego, con los años, tanto tendría que ver en
nuestra amistad.
Años maravillosos, de asombro por
un mundo nuevo, diferente, yo que venía de un barrio periférico del
centro, de una cultura barrial, con amigos, historias, que nada
tenían que ver con esto que se iniciaba al ingresar a Bellas Artes y
de hecho, eso se notó en Floresta, pues los amigos comenzaron a
llamarme el loco, por contarles historias que no podían creer;
comencé a decir palabras que no acertaban, que les eran extrañas,
desconocidas. Eran los nombres de los artistas, de los escritores
que comenzaba a leer, todo nuevo para mí, sin saber todavía, que un
día, sentiría que ese mundo nuevo, diferente, sería mi hábitat
existencial, el lugar donde residía la necesidad de decir algo, de
contar una visión del mundo que se fue formando en el tiempo, desde
la Escuela, después los talleres, las reuniones, los maestros que
aportarían cada uno su enseñanza para que yo pudiese hacer mi propio
camino, proponiendo lo mío. El maestro señala, indica en un gesto
abarcador. El discípulo observará, elegirá, y comenzará un recorrido
de encuentros en el asombro, lo que rodea su andar, esa realidad que
deberá comprender, incorporar, para mostrar “eso” que está ahí, pero
que no se ve con el simple mirar. El Maestro dijo: “El atajo, no es
camino. En el arte, es trampa”
Sí, así era. En aquellos años, la
Escuela contaba con buenos maestros, digo, buenos artistas que
podían entregar sus experiencias y fue una suerte para quienes
concurríamos en el horario nocturno. Allí estaban los mejores. Todo
era intenso. Los alumnos de los cursos superiores discutían
acaloradamente respecto de un artista, de una corriente pictórica,
discutían con los maestros, casi de igual a igual.
Y la libertad. Cada uno en lo suyo.
El otro estaba ahí, acompañaba, pero sin intromisiones.
Cristina también venía desde un
barrio, estábamos sorprendidos de la misma manera; ella con una
educación de padres inmigrantes, ensimismados, tal vez por el hecho
de haber dejado su país de origen o por un montón de otras cosas,
abría los ojos casi desmesuradamente al “ver” lo que sucedía en ese
lugar. Pero fuimos entrando, fuimos significando los acontecimientos
y al finalizar el primer año de estudios, ya nos sentíamos parte de
esa “rareza”, como habíamos bautizado a la escuela.
Habíamos conformado un grupo, muy
unido, compartiendo nuestro crecer en el arte. Nuestras juventudes.
Con Inés, ella y Aldo, era con
quienes mejor me sentía, con quienes más tiempo estaba dentro y
fuera de la escuela. Nos reuníamos en la casa de alguna de ellas
para hacer las tareas encomendadas por los profesores; esto ocurría
los fines de semana y de lunes a viernes compartíamos el espacio de
los talleres de la Belgrano.
Poco a poco nos íbamos integrando
como compañeros y se vislumbraba una incipiente amistad, que nos
hacía compartir ya alguna madrugada en el bar de la esquina de la
escuela, La Rábida, que años después el “progreso” eliminó de la faz
de la tierra, como también arrasó con la Escuela, una residencia
antigua, bella, de estilo francés, y en su lugar se levantó un
edificio de varios pisos y un banco.
Comenzábamos a ser testigos de un
cambio profundo en la fisonomía de Buenos Aires, el negocio
inmobiliario le ganaba a todas las otras posibilidades de expresión
ciudadana; comenzaba a perderse una identidad porteña que había
permanecido por muchos años.
En el transcurrir temporal de los
estudios se profundizarían los afectos, la amistad, iríamos
adquiriendo experiencia en la tarea de los talleres y llegamos a
alquilar una vieja casa, con tres ambientes, pero eso sería tiempo
después.
El primer año de estudios nos dio
una base como para hacer pie en el mundo del arte, y así, cada uno,
fue incorporando lo necesario para luego hacer lo suyo. Vinieron los
maestros, el aprendizaje profundo, la exigencia en la labor y la
confianza que ellos nos permitían en el acercamiento.
Por aquellos años, fue que comencé
a dibujar en los bares. Pujía nos decía que había que agilizar la
mano, dominar la línea, para poder conformar el todo que es un
dibujo. Nos estimulaba para que fuese cosa de todos los días, nos
decía que así como el atleta ejercita sus músculos, prepara su
cuerpo, el artista hacía lo mismo con la gimnasia diaria en el
estudio y en la práctica de la línea. Como era un alumno aplicado,
compré un block de hoja lisa, espiralado, que iba siempre conmigo y
llenaba las hojas con todos los temas que atraían mi atención y me
sirvieran para el dominio de esa línea que costaba, que era difícil
aprehender. Fue así que estando en un bar, haciendo tiempo antes del
ingreso a la escuela, comencé tibiamente a esbozar a los
parroquianos que sentados a sus mesas, me ofrecían poses sin moverse
demasiado. Desde aquella vez, jamás dejé de dibujar en los bares, y
años después, varias series dedicadas a ese “lugar sagrado”, a ese
refugio de soledades como son los bares de Buenos Aires, formarían
parte de mis exposiciones. Pero en aquel tiempo, se trataba de un
inicio, de una práctica para el dominio de la línea, como había
dicho el maestro.
Le mostré a Cristina esos dibujos
le agradaron y me dijo si no sería molestia para mí, que ella
también lo hiciera para ambos, ir antes del horario de los talleres.
Me alegró, dije que sí y de esa manera comenzaron los encuentros que
irían forjando la amistad. Todos los días, o día por medio,
llenábamos hojas con imágenes de los parroquianos que nos ofrecían,
sin saberlo, sus poses.
Decidimos ir a distintos bares,
hasta que descubrimos los que rodean a las facultades, en la Avenida
Córdoba, la calle Uriburu, o Junín, pues los estudiantes se pasaban
allí horas leyendo, escribiendo, seguramente, mientras preparaban
alguna materia a rendir. Fue maravilloso. Ya no íbamos antes de
entrar a la Escuela, sino bien temprano, como para aprovechar más el
tiempo y así prevalecer el estudio de la línea, del claroscuro, de
los grises y los negros. Eran horas de dibujos, de charlas, de
acercamiento en la confianza hacia el otro. No era un secreto, pero
tampoco lo divulgábamos a los compañeros, sin haberlo acordado, o
sea, que se trataba de algo personal, de cada uno. Era nuestro
espacio, nuestro lugar de encuentro, de sabernos.
Le escribía frases en papelitos que
ella guardaba, le hacía dibujos casi diminutos con alguna frase o
sentencia de los autores que comenzábamos a leer, a conocer, a
incorporar a nuestra cosmogonía, a nuestro comprender el mundo del
arte, de la cultura. Comenzábamos a transitar un camino nuevo,
diferente, maravilloso. |