Santiago me estaba esperando.
Ni bien entré a su taller, lo
primero que vi fueron las figuras horneadas; me sorprendí gratamente
al verlas allí, casi como expuestas. Él las había ubicado sobre una
mesada, solas, sin que ninguna otra cosa perturbara su presencia.
-Me agradan Helios, dijo.
-Gracias, respondí.
-Voy a preparar el mate y hablamos.
Dijo.
También me agradaban, sentía que
eran obras que podían ser expuestas y no harían papelón, como me
decía siempre Antonio Pujia, cuando era su ayudante y ante una nueva
exposición de sus obras, expresaba: “No haré papelón exponiéndolas.
¿Verdad?” Y yo sonreía sabiendo que él sabía de la calidad de su
obra.
Antonio siempre jugaba con las
palabras. Con él aprendí muchísimo, no sólo en lo referente al arte,
aunque éste, era una presencia constante en nuestros encuentros.
Cuando concurría a una de sus
inauguraciones, cuando lo llamaba por teléfono, siempre me
agradecía.
Agradecerme él a mí.
Resulta extraño en mi sentir,
sabiendo, claro, que Antonio es agradecido, responde siempre a los
afectos. Digo extraño, porque quien le agradece por siempre sus
enseñanzas, su generosidad de Maestro, soy yo.
Lo que he aprendido en su Taller
Escuela, primero como alumno, luego como ayudante, me ha dado una
sólida formación técnica, más la posibilidad de aprehender el mundo
del arte y poder expresarme desde esa otra manera de decir que es el
hecho artístico.
Fueron años de intenso trabajo, de
intenso hacer a medida que él producía su obra; mi tarea era formar
moldes, mantener húmedas las figuras que había construido en
arcilla; del vaciado y llenado de lo moldeado, el picado de esos
moldes; preparar materiales y cosa muy importante, de mantener el
orden en todos los rincones del taller.
Para Antonio, el orden era una
premisa de buen hacer.
Había un cartel en una de las
paredes, que rezaba: “Seamos limpios y ordenados” Cuando le hice la
pregunta de por qué tanto cuidado en ese asunto del orden,
respondió: -Muy simple; porque “el desorden se mete dentro de uno y
luego, la obra, será desordenada. Y la obra, acaso... ¿no es nuestra
vida?”
-He comprendido, respondí.
Cuando menciono la generosidad de
Antonio, es porque la mayoría de las experiencias en el aprendizaje,
las hice sobre su propia obra.
Aprendí a moldear sobre sus obras
originales, sobre arcilla fresca, cosa que los errores cometidos en
ese aprendizaje, directamente, perjudicaban lo hecho por él.
Si conseguí buenas pátinas en mis
figuras, fue porque primero, hice la praxis sobre sus bronces y
cementos.
Cuando cometí desastres en una
cabeza de yeso que luego iría a la fundición -se trataba del busto
de uno de los intendentes de la ciudad de Buenos Aires- obra que le
habían encargado para lo que sería el Salón de los Bustos en el
Consejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires, el Maestro tuvo
que hacer mucho para reparar, por ejemplo, una de las orejas que yo
le había volado mientras picaba el molde. Las reparaciones las hacía
en silencio, tranquilo, explicándome cómo, de qué manera utilizar la
herramienta para que no cometiese el mismo error, cuando trabajara
sobre mi propia obra.
Y así, hubo muchas de estas instancias en las que él siempre se
tomaba toda la paciencia para la explicación posterior. Creo que no
sólo generosidad, sino, decididamente, grandeza. Ese
era
Antonio Pujia.
En los comienzos de mi relación con
él, le pregunté si había hecho muchas esculturas y respondió: -Sí,
es como un bosque, no entrarían todas en esta cuadra.
Verlo trabajar, estar a su lado
alcanzándole una herramienta, era todo un acontecimiento.
Cierta vez fui testigo de algo maravilloso: Antonio había terminado
una obra, “Desnudo con uvas” que enviaría a un salón
organizado por una empresa si mal no recuerdo, productora de vinos.
Por ese tiempo, en la parte alta de la casa que hacía de taller,
vivía Pipo Ferrari –uno de los grandes artistas argentinos que
deberían tener mayor difusión- quien trabajaba en su silencio.
Antonio, una vez que le dio el “toque” final a la escultura, me
pidió que le dijera a Pipo que bajara para verla. Pipo dejó de
pintar, tranquilo, despacio, bajó por la escalera e ingresó al
taller de Antonio. Éste lo esperaba parado junto a la escultura:
“Pipo, decime algo” escuché la voz de Antonio. Mientras, Pipo
comenzó a recorrer en rededor la escultura, Antonio me dijo:
“Helios, sentate ahí y escuchá”, señalándome un banquito. Eso hice.
Y la maravilla fue verlo a Pipo recorrer, mirar, detenerse, volver a
mirar, recorrer, mirarlo a Antonio, mirar la escultura, todo, en un
silencio profundísimo. Yo percibía la respiración nerviosa de
Antonio, que sabía que ese par, ese otro artista, le diría la verdad
de lo que sentía al observar su obra. Esa “mirada”, duró un tiempo
incalculable, doy fe de ello. (No escuché vi)
Entonces Pipo se detuvo, lo miró a
Antonio y abrazándolo, le dijo: -Tano, este es el Gran Premio- Ese
fue todo su juicio.
La obra, debo decirlo, ganó el Gran
Premio.
Pero, recordando errores cometidos
sobre la obra de Antonio mientras aprendía, me lleva a otro momento;
mientras hacía esa escultura, él salió unos días de viaje por una
muestra en la Provincia de Córdoba. Por supuesto, las
recomendaciones, las anotaciones, los pedidos, todos los ayuda
memorias habidos y por haber. La indicación puntual, era que
mantuviese húmeda la arcilla de la escultura, que la tapara bien
cuando dejara el taller, que, cuando él volviese la terminaría,
porque quedaba poco tiempo para el envío.
Qué sucedió: la humedecí demasiado
y uno de sus brazos ¡cayó al piso! Creí que desmayaba. Pero, por
suerte o no sé por qué, con tranquilidad, recuperé el brazo, lo
ubiqué en su lugar y comencé un trabajo de modelado tratando de
hacerlo como él, para que se sostuviera ahí, sin inconvenientes
posteriores. ¡Lo logré!
Llegó Antonio de su viaje.
Destapamos la figura, tocó la arcilla y me dijo: -Bien, buena
humedad. Y de repente, ve el brazo. Sonriendo, me dice: -Lo
recuperaste bien. Le pedí que me explicara porque decía eso,
entonces respondió que él notaba el cambio de modelado, pero, por la
zona en la cual yo había trabajado, supo que el brazo se había
caído.
Retocó, reconstruyó y nos dedicamos a hacer el moldeado, luego el
pasado a cemento y fue así que, una vez en el Salón, el Jurado
determinó que El Desnudo con Uvas, era el Gran Premio de
Honor.
Lo vi lagrimear de emoción, cuando
le informaron la decisión del jurado. Había trabajado muchos meses
sobre esa obra, que luego llevó al bronce.
Cuando contrataba una modelo, en el
momento en que hacía croquis y estudiaba la figura, me decía que
también yo hiciese croquis rápidos que eso agilizaba la mano,
agilizaba el trazo. Entonces, ambos, trabajábamos sobre el papel.
Claro, las horas de la modelo las pagaba él. Otro aspecto de su
generosidad. Mientras yo hacía, él me corregía, me hablaba, me
orientaba. Quiero decir, que mi ayudantía, mi trabajo junto a él,
fue una experiencia de formación permanente. En todo momento una
palabra, un gesto, un signo para que yo incorporase lo que allí
acontecía.
Y las salidas. En el taller, estaba
también como ayudante Ana Miedan, pero, haciendo tareas diferentes a
las mías. Los viernes, el Maestro nos decía: -Pichones, a recorrer.
Significaba esto que saldríamos a
ver muestras, salones, museos o al lugar que él tuviese que ir y
allá nos llevaba. Si era una exposición, mirábamos las obras,
decíamos nuestro parecer y él, luego, en un bar, nos hablaba sobre
eso que habíamos visto.
Cuando alguien le preguntaba por
nosotros, él respondía: -Son los pichones, están emplumando. Pronto
se largarán al vuelo.
Y un día, me lo dijo: -¡Helios, a
volar! Y dejé de ser su ayudante.
Tiempo después, años después,
organizó en su taller de la calle Chivilcoy, en el barrio de
Floresta, una serie de reuniones con quienes fuimos sus alumnos en
la Escuela-Taller de la Calle Alberdi.
Nuevamente su generosidad. En esas
reuniones, él corría de lugar sus obras y nosotros, una vez por mes,
llevábamos nuestros trabajos y hacíamos crítica de obra. ¡Habían
pasado años y seguíamos aprendiendo! Fueron noches memorables,
emotivas, cargadas de tiempo, de experiencias, de lo que cada uno
llevaba desde su propia obra.
Fue allí que Antonio me dijo:
-Helios, podés tutearme, ahora somos colegas y amigos.
Porque jamás lo había tuteado.
Entonces le respondí: Antonio, cuando aquella vez, fue a su taller
el Maestro Arrigutti, para ver sus obras, usted no lo tuteó, usted
estaba muy callado y nervioso y al yo preguntarle, me dijo que era
su maestro, que no podría tutearlo nunca.
Entonces me dijo Antonio: -Helios,
es que tu amistad me honraría.
Cuando llegaba a su taller, el
saludo de Antonio era ¿Vos cómo estás?
Y le digo que estoy bien Maestro,
agradecido, contento, en mi taller, de plantas, de pájaros que
vienen a comer el alimento que les pongo en un recipiente; mientras,
acabo de poner un CD de Monteverdi, como lo hacíamos allá. ¿Se
acuerda? Y usted me decía: -Escuchalo Helios... escuchalo.
Bueno, lo escucho Maestro.
Mientras esto pensaba, llegó
Santiago con el equipo de mate y comenzamos una charla de las
buenas, esas que nos llevan por los recovecos del mundo sensible de
cada uno. |