Pasaron quince días.
Por la tarde, golpearon a la puerta
del taller.
Al abrir la vi. Ahí, parada, con la
cabeza inclinada y una amplia sonrisa. “Hola, traje bizcochitos para
el mate” lo dijo mientras alzaba el brazo y en la mano mostraba una
bolsa que contenía lo dicho.
-Hola! Pasá, dije sonriendo.
Entró lentamente, los ojos
movedizos, como queriendo abarcar todo de una vez “Qué hermoso
lugar” lo dijo en voz baja, casi susurrando, para ella, para su
propio adentro, pero su voz me llegó y por ello pude escuchar eso
que había dicho.
-Recorré –dije- mirá libremente
todo; mientras, voy a preparar el mate.
Al verla allí, observando
detenidamente mis esculturas, dibujos y seguramente mi manera de
estar, la intimidad de mi taller, sentí un cosquilleo, un
temblorcito en el cuerpo. Mientras ella giraba la cabeza hacia un
lado, hacia otro, mis ojos se llenaban de su belleza. En el bar, fue
todo muy rápido como para saberla de la manera en que se daba
mientras ella caminaba, se detenía, volvía a caminar, a girar,
tratando de no perderse nada seguramente, para decidirse o no a
alquilar la otra parte que yo había dejado vacía, como para que se
diese cuenta de la cantidad de espacio que sería para ella.
Allá fue. Se quedó un buen rato; no
quise distraerla, pues sabía que allí, ella sola con todo el espacio
libre, sentiría algo y eso la llevaría a decidirse por el sí o por
el no.
Volvió. Entró a la cocina donde yo
había puesto la pava sobre el fuego y preparaba el mate. “Cuánto me
cobrarías por el alquiler” dijo. Le respondí que si estaba de
acuerdo, la mitad de lo que yo pagaba y compartiríamos los gastos de
luz y esas cosas. El taller sería de ambos. Abrió los ojos, sonrió y
dijo “¿tan así? ¿Tan simple?” “Sí”, dije y agregué “Es lo que
corresponde” “Me encanta, quiero venirme ya”. “Bueno, cuando
quieras” respondí sonriendo.
Nos sentamos a la mesa, abrió el
paquete de bizcochitos, mate mediante comenzamos una conversación de
conocimiento mutuo, de acercamiento, ya que pronto tendríamos que
compartir los espacios.
Casi al unísono, comenzamos a
reírnos y ella dijo: “¡No nos dijimos nuestros nombres!”
“¿Y
en el bar?” dije “No recuerdo” respondió
-Soy Sandra. Sandra Del Valle.
-Soy Helios. Bienllegada a este
lugar.
-Gracias –dijo- siento que este
taller me estaba esperando.
-Una parte será tuya –agregué.
Así estuvimos hablando hasta bien
entrada la noche. Se despidió diciendo que la próxima semana traería
sus cosas y se instalaría. Usaría el lugar sólo para trabajar, pues
como había dicho en el bar, alquilaba dos habitaciones con una
amiga.
La acompañé hasta la parada del
colectivo, estiré mi brazo ofreciendo mi mano como saludo, ella lo
esquivó, se acercó, me dio un beso en la mejilla, diciendo que
íbamos a ser amigos, además de socios de taller. Lo dijo riendo, con
una risa fresca, agradable.
Abordó el colectivo, levanté mi
mano en señal de saludo y comencé a caminar hacia La Giralda, para
sentarme a una mesa, pedir uno de mis interminables cortados y
pensar. Pensar en lo que estaba aconteciendo, en Sandra, en el
taller, los espacios, y todo lo que vendría de aquí en más.
Mi existencia, un revoltijo de
sensaciones, con accidentados momentos, otros placenteros, pero
nunca quieta. Una existencia movediza y sorprendente si la miraba
desde afuera de mí. Aunque eso era imposible.
Me senté a una mesa, pedí el
cortado y mientras esperaba que el mozo lo trajera, nuevamente los
pensamientos contradictorios, aunque estos en nada podían modificar
el hecho de que Sandra, pronto, trasladaría su taller al mío, para
que ella luego diga, “mi taller” al referirse a su lugar de trabajo.
Nada sabía de ella, qué persona
era. ¿Y si había cometido un error? ¿Qué pasaría si era una de esos
seres complicados, que se relacionan con otros a través del
conflicto? Amortiguaba estos pensamientos el hecho de que fuera
Rafael, amigo de tantos años, quien me la había presentado y él fue
testigo de la conversación que tuve con ella por lo que puedo
concebir que, de no ser una persona de confianza, él me habría hecho
alguna seña o dado una señal de que no le alquilara parte del
taller.
Me había dicho que era una buena
persona, agregando que gran artista; no podía dudar de él.
Más las dudas seguían. Y Rafael ya
no estaba en Buenos Aires para hacerle preguntas serias y profundas
acerca de Sandra, esperando respuestas serias y profundas.
Apuré el cortado, pagué y salí del
bar rumbo al taller. Necesitaba trabajar para dejar de lado estos
pensamientos.
La Giralda está ubicada a dos
cuadras del taller, así que llegué rápido. Lo primero que hice, fue
observar todo, en particular el espacio vacío que sería utilizado
por ella. Y me dije: basta, a trabajar.
Para olvidar, para quitarme esos
pensamientos me puse a trabajar en una de las esculturas que había
plantado por esos días.
Estaba entusiasmado con la serie de
las escaleras, no tenía un nombre todavía, pero sabía que podía
decir algo interesante una vez cumplida. Lo que no sabía, era cuándo
se completaría, ni cuántas obras serían necesarias para darla por
finalizada.
Pero mientras
caminaba entre los caballetes,
destapé una que estaba trabajando en arcilla, de la serie de los
Bares de Buenos Aires, que llevaba por título, al menos mientras la
trabajaba, “Sola con todos”. Una figura que está sentada a la mesa
de un bar, pero no enfrentada a
ella,
sino más bien de costado, como ofreciéndose a los parroquianos o
queriendo estar con ellos, por eso el “con todos”; abierta a la
comunicación, al encuentro. Una reminiscencia de la Deola de Césare
Pavese, que me permitió la serie Deola de Buenos Aires, dedicada,
justamente al escritor italiano que en agosto de 1950, dijo: “Todo
esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más” Escrito
en su diario, el 18 de agosto. Nueve días después, se suicidó en un
hotel de Turín, ingiriendo una dosis abundante de somníferos. Previo
a eso, en otro lugar de su Diario, dice:
"Uno
no se suicida por amor a una mujer. Uno se suicida porque el amor
nos muestra en nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestra
vulnerabilidad, nuestra insignificancia.”
Mientras destapaba la escultura, observé la foto de este inmenso que
tenía fijada en la pared y el epígrafe decía: Cesare Pavese, foto
tomada en agosto de 1950, días antes del suicidio.
Este inmenso me dio a Deola, la prostituta que quiso irse a Turín
con el hombre que le había prometido llevarla luego de una noche
larga, pensaba ella en el bar, sentada a una mesa, mientras se
miraba en el frío del espejo.
Cuántas veces he leído ese poema, esa maravilla de poema, cuántos
dibujos hice en los bares de Buenos Aires intentando llegarle a
Deola, a Pavese, a través de una energía cósmica y en ese intento,
contarle a quienes vieran mi escultura expuesta, cuál era mi sentir.
La figura me agradaba, estaba bien construida, la composición de las
masas era armónica y esa obra, tiempo después le haría escribir a
Fernando García Curten, la presentación para una de mis muestras.
Trabajé varias horas cargando arcilla, dando por terminadas zonas
que ya no tocaría. Luego vendría el secado y finalmente el horneado,
que Santiago, desde su sapiencia, haría con sumo cuidado, templando
el horno en varias veces, para que la obra no estalle.
La tapé nuevamente
con trapos húmedos y una bolsa de plástico, ordené las herramientas
y preparé la cena para luego ducharme, ir a la cama, leer un poco y
dormir, pues había quedado con Santiago que iría a ver cómo
se veían
mis
esculturas luego de la horneada. |