Días después
me levanté temprano, desayuné y fui al taller para ver lo hecho en
la noche anterior. Me pareció que estaba bien. Lo tapé con un paño
para no verlo durante algunos días y así, seguir con otra cosa.
Comencé un dibujo y luego me puse a abocetar unas líneas con ganas
de una obra de bulto, que estaría vinculada a la serie de las
escaleras; una figura que adora a una de ellas como el símbolo de la
posibilidad de elevación; elevación mentirosa, pequeña, ficticia.
Pero la figura estará convencida de que por esa escalera llegará muy
alto. Símbolos, signos y metáforas.
Trabajé hasta la tardecita y
después de un baño salí a caminar por Corrientes para ver algunas
librerías y tomar unos cortados en La Giralda. Si encontraba algo lo
compraría y comenzaría su lectura.
Desde Callao hasta Uruguay por una vereda y luego nuevamente hasta
Callao por la vereda de enfrente. Llegué a la librería lindera a La
Giralda, entré, recorrí, miré, observé y nada. Ya me retiraba cuando
lo vi. Alcancé a leer el nombre Miller. Me acerqué. El título,
El tiempo de los asesinos.
Un cosquilleo interior me recordó que hacía años, alguien me lo
había prestado y desde que lo devolví, nunca más supe de este
librito maravilloso. El precio, podía pagarlo. “Lo llevo” le dije al
librero. Y me fui a La Giralda a sentarme ante una mesa y leer.
Leer. Leerlo. Qué maravilla Henry Miller, que inmenso es. Cuando
llegué a la página treinta y cuatro, quedé pasmado. Miller se
actualiza en el transcurrir temporal. Escrito en mil novecientos
treinta y algo, ese libro puede firmarse hoy, darse por escrito y
terminado hoy. Dice lo siguiente:
“Se
dice que en la época en que estaba escribiendo su «libro negro» (Una
temporada en el Infierno) Rimbaud declaró: «¡Mi destino depende de
este libro!» Ni él mismo era totalmente consciente de la profunda
verdad de esa frase. En la medida en que vamos haciéndonos
conscientes de nuestro propio destino trágico, comenzamos a percibir
el sentido de esa expresión. Había identificado su destino personal
al de la época más crucial de que el hombre tuviera noticia. Así, o
renunciamos como él a todo cuanto nuestra civilización ha
representado hasta hoy y tratamos de empezar de nuevo, o la
destruimos con nuestras propias manos. Cuando el poeta está en el
nadir, el mundo debe hallarse verdaderamente cabeza abajo. Si el
poeta no puede ya hablar en nombre de la sociedad, sino sólo en el
suyo propio, es que hemos quemado el último cartucho. Sobre el
cadáver poético de Rimbaud, hemos empezado a edificar una torre de
Babel. Nada importa que aún queden poetas o que algunos de ellos
sigan siendo inteligibles, capaces de comunicarse con la multitud.
¿Cuál es la tendencia actual de la poesía y dónde está el eslabón
entre poeta y auditorio? ¿Cuál es el mensaje? preguntémonos eso,
sobre todo. ¿Cuál es la voz que se hace escuchar ahora; la del poeta
o la del hombre de ciencia? ¿Nos preocupa la belleza, por amarga que
sea, o la energía atómica? ¿Cuál es la principal emoción que
inspiran actualmente nuestros grandes descubrimientos? El espanto.
Poseemos el conocimiento sin la sabiduría, la comodidad sin la
seguridad, la creencia sin la fe. La poesía de la vida se expresa en
fórmulas matemáticas, físicas o químicas. El poeta es un paria, una
anomalía. Está en camino de extinguirse. ¿A quién le importa cuan
monstruoso
puede hacerse a sí mismo? El monstruo está en libertad
recorriendo el mundo. Ha escapado del laboratorio; está al servicio
de cualquiera que asuma el coraje de tomarlo a su servicio. El mundo
se ha convertido en número. La dicotomía moral, como todas las
dicotomías, ha fracasado. Esta es la era del cambio y del riesgo; la
gran deriva ha comenzado.
Y los tontos hablan de reparaciones, inquisiciones, retribución,
de alimentos y coaliciones, de comercio libre, estabilización
económica y rehabilitación. Nadie cree, en el fondo de su corazón,
que la situación mundial tenga arreglo. Todo el mundo espera el gran
acontecimiento, lo único que nos preocupa día y noche:
la próxima guerra.
Todo lo hemos trastocado y nadie sabe dónde ni como hallar la llave
de control. Los frenos están todavía allí, pero ¿funcionan? Sabemos
que no. El demonio está en libertad. La edad de la electricidad ha
quedado tan atrás en el tiempo como la edad de piedra. Esta es la
edad del poder, puro y simple. Se trata ahora del cielo o el
infierno; ya no hay alternativa; y según todos los indicios,
elegiremos el infierno. Cuando el poeta vive su infierno el hombre
común no puede huir ya de él. ¿Dije que Rimbaud era un renegado?
Todos somos renegados.
Lo hemos sido desde la aurora de los tiempos. Finalmente, el destino
está alcanzándonos. Vamos a gozar de nuestra temporada en el
infierno, cada uno de nosotros, cada hombre, mujer o niño,
identificado con esta civilización. Esto es lo que hemos estado
implorando y ahora ha llegado. Adén nos parecerá un lugar
confortable . En tiempos de Rimbaud se podía abandonar Adén por
Harrar, pero dentro de cincuenta años toda la tierra no será más que
un enorme cráter. Aunque lo nieguen los hombres de ciencia, el poder
que tenemos en nuestras manos es radiactivo, es permanentemente
destructivo. Nunca hemos pensado en el poder desde el punto de vista
del bien; siempre lo hemos hecho desde el punto de vista del mal.
Nada hay de misterioso en la energía del átomo; el misterio está en
el corazón humano. El descubrimiento de la energía atómica está
sincronizado con el descubrimiento de que nunca podremos volver a
confiar los unos en los otros. En eso estriba la fatalidad; en este
miedo de cabeza de hidra que ninguna bomba puede destruir. El
verdadero renegado es aquél que ha perdido la fe en sus congéneres.
Y hoy la pérdida de la fe es universal. Hasta Dios es impotente para
evitarlo. Hemos puesto toda nuestra fe en la bomba y es la bomba la
que escuchará nuestras plegarias”.
-¿Le pasa algo señor? La voz del
mozo haciéndome la pregunta y yo sin entender, hasta que me di
cuenta que caían lágrimas por mis mejillas. “No gracias, no pasa
nada” le respondí.
Pero cuánto pasaba, cuánto. Tanto.
Todo. |