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			Recuerdo que dijo: “Necesitamos sentarnos en algún lugar para 
			descansar, para contemplar, para enterarnos de que tenemos un 
			cuerpo… y un alma.”Le creí.
 Siempre habló desde lo más hondo de su sentir.
 Llegó a ese decir como el final de un comentario sobre el mundo que 
			nos rodea y que él presentía en decadencia; me hablaba de los 
			rostros que veía, y en tremenda apreciación decía que eran rostros 
			sin imágenes y que sentía que caminaba en un mundo perdido. Estaba 
			conmovido por la desesperación de consumo, por la alocada visita a 
			los centros comerciales y que los verdaderos vencedores, eran los 
			creadores de las marcas que por todos los medios se metían en el 
			cerebro de esos miles de millones de habitantes del planeta.
 Y mientras, pensaba yo en los otros miles y miles que morirán de 
			hambre en los próximos años.
 Pero él nunca mencionaba a estos seres desdichados, no se metía con 
			el tema del hambre; estoy seguro, era porque le dolía en demasía. 
			Entonces, hablando de lo otro, de lo que se consume estúpidamente, 
			por oposición, estaba hablando de los que padecen el peor de todos 
			los flagelos: el hambre.
 Decía que todo se presentaba como esterilizado, envuelto en celofán 
			y por ello, a nadie se le permitía tomar el olor ni el sabor 
			verdadero de nada. Que es casi imposible evadirse de la radio, el 
			televisor, los teléfonos celulares y toda la línea de 
			electrodomésticos que se vendían a carradas.
 A veces trataba de oponer algún comentario, pero me hacía un gesto 
			con su mano izquierda, como diciendo: -No insistas. No vale la pena 
			que insistas con ese pensamiento. Los cimientos de la civilización, 
			se están resquebrajando, aceleradamente.
 Entonces yo callaba y esperaba su palabra.
 Él seguía: -En todas las vidrieras veo las mismas chucherías 
			centelleantes, en todos los rostros la misma historia vacía. La 
			igualdad de todo es pavorosa. Es como la proliferación de un germen 
			cancerígeno, que come y devora las almas. El mundo entero se está 
			inoculando a sí mismo este germen corrosivo. Tal vez, tendría que 
			estar infectado todo el planeta antes de que pueda haber una 
			recuperación… si es que algún día se produce una recuperación.
 Le respondía que mientras una mitad consume de la manera que él 
			comentaba, había otra mitad que nada tenía, ni siquiera alimentos 
			para consumir.
 Entonces callaba y cerraba los ojos, seguramente meditando.
 Pero continuaba: -Es inútil soñar con una salvación económica; la 
			lucha no es entre los que tienen y los desheredados, sino entre los 
			poderes económicos y el resto del mundo. La cuestión es: ¿destruirán 
			los poderes económicos al mundo, o terminarán destruyéndose a sí 
			mismos? Lo que han creado, es miedo. Y el miedo es un arma letal. 
			Pero puede llegar a suceder que el miedo se les retobe y comience a 
			atacarlos a ellos.
 Yo sonreía pues esos finales de frases cercanos al optimismo, a la 
			esperanza, me hacían pensar lo que escribió el poeta: -No todo está 
			perdido.
 -La silla de Van Gogh. Dijo.
 Quedé mirándolo, había cambiado bruscamente de tema.
 -Nadie, pero nadie –continuó- tiene derecho a llamar «un Van Gogh» a 
			ninguna de las superficies pintadas por este artista, superficies 
			pintadas como en carne viva. Sus pinturas son heridas, gritos.
 Afirmé con un movimiento de cabeza, pero no entendía el por qué del 
			cambio brusco en el tema que veníamos charlando.
 -El grito de Van Gogh es inalcanzable. Dijo. Sus telas son su 
			huella, su camino, su historia toda. Escuchá lo que dijo a fines de 
			1882: «Siento en mi interior una fuerza que me gustaría desarrollar, 
			un fuego que no puedo dejar que se apague, que debo avivar, sin 
			saber que resultado voy a conseguir; no me sorprenderá en absoluto 
			si el resultado es triste» ¿Comprendés? Y esperó, siempre esperó 
			trabajando, trabajando… Seguramente, jamás escuchó la pregunta de 
			Rilke a Rodin cuando lo visitó en su taller: -Maestro. ¿Cómo se 
			vive? Y Rodin respondió: -Trabajando. Bueno, fue lo que hizo Vincent.
 -Sí, pude decirle en voz baja.
 -¿Sabés por qué la silla? Porque él esperaba. A alguien que viniera 
			a calentarse en ese fuego que tenía en el alma y que avivaba 
			constantemente con su trabajo. Había sido impresionado por una obra 
			de Fildes, pintor inglés: La silla vacía de Dickens, que el autor 
			hizo cuando había ido a visitar al gran escritor, sin saber que 
			había muerto el día anterior. Y ahí, seguramente quedó en esa espera 
			de las sillas vacías. Porque también, su padre, cuando él contaba 
			con 25 años, dejó una silla vacía cuando fue a visitarlo a Ámsterdam 
			y Vincent desgarrado lo acompañó hasta la estación y vio cómo su 
			padre se alejaba en el tren.
 -Sí, balbuceaba yo.
 -Una silla vacía… la de él, que esperaba… Y pasaron años, tuvieron 
			que pasar años, para que éste Inmenso Desdichado fuera valorado en 
			millones de dólares –dijo- ¿Comprendés? Es la misma inmoralidad de 
			la que hablamos en el comienzo de nuestra charla. Por ello, 
			sentémonos en esa silla, descansemos, contemplemos y sepamos que 
			tenemos un cuerpo y un alma…
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