Diego se agachó
justo a tiempo para
que la rata no le
diera en el pecho.
Oyó el golpe contra
la pared y miró la
estrella roja que
lentamente empezaba
a chorrear. Cuando
se dio vuelta, Lalo
lo estaba mirando.
—Casi la agarro en
el aire —le dijo.
Lalo no le contestó.
—Casi la agarrás en
el aire. No me hagas
reír —intervino
Hernán—. ¿Qué tal
si le tiro otra,
Lalo?
Apoyado en un
rincón, Lalo se
acariciaba el pecho
con indolencia.
—¿Qué tal si le tiro
otra, eh?
Diego se había
puesto colorado,
pero Lalo esperó
todavía a que bajara
la vista.
—No, la próxima que
la agarre él —dijo
al fin.
—Claro que la voy a
agarrar —contestó
Diego. Vaciló, y
como ellos no
reiniciaban el
juego, dio un salto
y se hundió hasta
las rodillas en el
maíz; gritó y
removió las mazorcas
hasta que una rata
brotó delante de él.
Pero estiró el brazo
demasiado tarde.
—Cagón —dijo Hernán.
—No soy cagón.
Lalo entornó los
ojos como si pudiera
leerle el
pensamiento, bajó la
mano, se acarició el
vientre y jugó
apenas con el vello
del ombligo. Luego,
como al descuido, se
acomodó el jean en
la entrepierna.
—Yo podría creerte
que no sos cagón
—dijo después.
—No te gastes
—interrumpió
Hernán—. Es muy,
pero muy cagón.
Lalo no lo tomó en
cuenta.
—Voy a darte una
oportunidad —dijo a
Diego—. ¿Te
animarías a subir a
la torre de la
iglesia y a pararte
en el hueco de
arriba sin
agarrarte?
—Qué se va a animar
—dijo Hernán.
—Sí —contestó Diego.
—¿Y a hacerle burla
al loco de la
navaja?
—Claro.
Hernán sopló
ruidosamente.
—¿Y a acostarte acá
desnudo y dejar que
una rata te camine
encima? Palideció.
No se atrevía a
contestar y la
expresión de Lalo se
iba endureciendo.
Cuando Hernán ya
parecía gozar del
triunfo, habló, pero
la voz le salió
ronca y casi
inaudible.
—También —elijo.
—Sacate la ropa
—ordenó Lalo.
De nuevo, tardó en
responder.
—Que me camine por
acá —se pasó la mano
por el torso.
—Sacate la ropa.
Empezó por las
zapatillas. Después,
muy despacio, se
quitó los
pantalones.
—Toda la ropa.
Rojo de vergüenza se
sacó el calzoncillo.
Lalo dejó su rincón
con desgano, juntó
la ropa y se la dio
a Hernán.
— Tomá, llevala —le
dijo. Pero tuvo que
hacerle un gesto con
la cabeza para que
se fuera.
—¿Dónde la lleva?
—preguntó Diego
cuando estuvieron
solos. Lalo, ahora,
le juzgaba
atentamente el
cuerpo.
—¿Y si la rata te
muerde el ñoqui? —le
dijo.
Diego no le
contestó, permanecía
expectante. Lalo
levantó una mazorca
del suelo y la
arrojó hacia arriba.
—No te preocupes, ya
te va a crecer
—dijo. Recogió la
mazorca en el aire y
se la puso
perpendicular a la
bragueta.
—Así, ves. Mirá qué
linda —la hacía
oscilar desde la
base en todas
direcciones.
Diego quiso decir
algo pero sólo le
salió sonreír.
—Agarrala —dijo
Lalo.
A él se le desfiguró
la sonrisa.
—Agarrala, vamos.
Bajó los ojos, rodeó
con la mano la
mazorca y la apretó
apenas.
—No la sueltes.
Mirame.
Antes de que lo
mirara, oyeron
pasos. Diego retiró
la mano.
—Ya está —dijo
Hernán entrando.
Lalo se alejó un
poco y gritó la
orden de caza.
Hernán lanzó otro
aullido; los dos
empezaron a saltar
en el maíz. Diego se
quedó allí parado
pero después se
sentó. Se examinaba
la mano con
incredulidad. Luego,
como si no debiera,
agarró una mazorca y
la colocó en el
lugar de su sexo. La
inclinó hacia un
lado y el otro; la
hizo apuntar hacia
el techo. Estaba
mirándola cuando se
sobresaltó. Pero no
lo habían visto.
Lalo estaba muy
atento a la
superficie del
maíz. Salgan, hijas
de puta, gritaba.
Las piernas se le
hundían entre las
mazorcas pero
mantenía sin
esfuerzo el
equilibrio con los
brazos. En cambio
Hernán andaba a los
tumbos, se caía a
cada paso y no
paraba de reírse.
Diego no entendía
que Lalo lo tuviese
de amigo. Además,
era dos años menor,
casi tan chico como
él. Admiró los
movimientos seguros
de Lalo hasta que
Hernán,
fanfarroneando,
mostró en alto la
rata que había
cazado. La sostenía
por la punta de la
cola.
—Vení —dijo Lalo
desde el medio del
granero.
El negó con la
cabeza al mismo
tiempo que se ponía
de pie.
Caminó hacia ellos
con cara de pedir
clemencia. Lalo lo
hizo sentar y luego
lo empujó suavemente
hasta hacerle apoyar
la espalda en el
maíz. Le llevó los
brazos hacia atrás.
—¿Qué tal si la
apretás en un
sobaco? —dijo.
Diego hizo un gesto
de asco pero Lalo no
lo vio. Estaba
acomodándole las
piernas,
minuciosamente, bien
estiradas y
abiertas.
—Apurate, que me
canso de tenerla
—dijo Hernán.
La rata se doblaba
hacia arriba y, con
movimientos
eléctricos, tiraba
tarascones intentado
morderle los dedos.
Lalo la miró
satisfecho. —Por
dónde empezamos
—preguntó.
Los ojos de Diego
perdieron brillo, la
frente se le
humedeció.
—Habías dicho que me
caminara —dijo.
—Sí, pongámosla que
lo camine todo
—Hernán se arrodilló
entusiasmado. Lalo
le detuvo el brazo
justo antes de que
la rata tocara el
pecho.
—¿Querés que te
camine por acá?
—dijo Lalo bajándole
por la ingle con la
punta de una
mazorca.
—No, por favor.
—Entonces, por acá.
—Trasladó la mazorca
al lado interno de
un muslo.
Él, instintivamente,
cerró las piernas.
—Qué hacés —gritó
Lalo, y con las dos
manos se las abrió
por la fuerza—.
Empecemos de nuevo.
Hernán miraba sin
pestañear, se mordía
los labios; la rata
no dejaba de
retorcerse. Inmóvil,
con los ojos fijos
en el techo, Diego
soportaba ahora la
mazorca que le subía
entre los muslos.
—No, por ahí tampoco
—suplicó.
—¿Por qué?
—Tiene miedo de que
se la coma; no se va
a empachar la pobre
—dijo Hernán y largó
la risa. Lalo
distaba mucho de
reírse.
—Por qué, te
pregunté.
Diego abría la boca
pero no le salía
ningún sonido, ya
tenía la mazorca en
la entrepierna.
Ladeó la cabeza a un
costado.
—¿No vas a
contestarme? —Lalo
dio un empujón
violento a la
mazorca. Diego
pareció a punto de
llorar.
—No quiero que me
muerda el ñoqui
—murmuró en tono de
derrota. Con la mano
libre,
ostentosamente, Lalo
volvió a acomodarse
el jean.
—¿Siempre la tenés
tan chiquita?
—preguntó.
Él ahora se apuró a
responder.
—No, a veces se me
pone grande.
—Sí, como un
cigarrillo —se rió
Hernán.
Diego giró la
cabeza, vio
fugazmente el bulto
del pantalón entre
las piernas de Lalo,
y volvió a
enfrentarlo a la
cara.
—Se me pone grande
cuando me acuerdo de
una cosa.
Lalo aflojó la
presión sobre la
mazorca y lo estudió
con desconfianza.
—Por qué no
terminamos de una
vez. Que lo camine y
listo —dijo Hernán.
La rata se movía
débilmente.
—Lo que veo a la
noche por las
hendijas de la
ventana de mi cuarto
—siguió Diego. Lalo
retiró la mazorca y,
sin soltarla, cruzó
los brazos—. Ella
debe tener catorce y
él...
—Me va a morder.
Miren —dijo Hernán.
Lalo y Diego miraron
a la rata. De nuevo
trataba de liberarse
pero no podía
alcanzar los dedos.
—Dejala, no llega
—dijo Lalo. Y
volviendo enseguida
a Diego—: ¿Qué fue
lo que viste?
—Sí que llega. Les
digo que casi me
mordió.
Lalo estiró la boca
hacia un costado.
—¿Qué era lo que
habías visto?
—Ella debe tener
catorce —repitió
Diego—, pero con un
cuerpo bárbaro. El
es un tipo grande,
como de veinte. La
otra noche la tenía
apoyada contra el
árbol de la vereda.
No, no puedo —dijo—.
Cada vez que me
acuerdo se me
pone...
Lalo agarró el brazo
de Hernán que
sostenía la rata.
—Contanos. O querés
que te la muerda
—dijo.
—Al principio nada
más que besos y esas
cosas. Pero después
le metió la mano
debajo de la
pollera. El tipo
estaba de espalda
así que mucho no le
vi. Pero ella se
empezó a desesperar,
miraba para arriba y
abría la boca
respirando muy
fuerte —imitó el
jadeo—. Después él
le sacó las tetas
afuera —se
interrumpió otra vez
como si le costara
un esfuerzo enorme
revivir la escena.
—¿Qué pasa? ¿Te
olvidaste cómo
seguía? —dijo Lalo.
—No, nunca me voy a
olvidar. Se las
empezó a besar o no
sé qué, pero ella no
aguantaba lo que él
le hacía. Se ponía
como loca, había
agarrado la cabeza
del tipo con las dos
manos y se la
apretaba contra las
tetas moviéndose
para refregárselas
bien —cerró los
ojos. Parecía
disfrutar de las
imágenes. Lalo se
tapó la entrepierna
con las manos.
Hernán tuvo que
humedecerse los
labios antes de
hablar.
—Qué tiene de
extraordinario
—dijo—. Al final me
va a morder.
Terminemos o la
suelto.
—La tenés ahí hasta
que yo te diga —dijo
Lalo. Y a Diego—:
Vos seguí.
—Y después él se
arrodilló y metió la
cabeza abajo de la
pollera. Y ella
empezó a retorcerse
con las tetas afuera
como si se rascara
la espalda en el
árbol. Ahí le vi
bien las tetas, si
las hubieras visto,
y me di cuenta de
que sudaba mucho y
que no podía más.
—¿Cómo las tenía?
—dijo Lalo—. Las
tetas, ¿cómo eran?
—Grandes.
—Sí, pero ¿cómo
eran? ¿de qué clase?
Diego dudó como si
no comprendiera.
—Viste. Son
mentiras. No vio
nada. Se inventa
todo para salvarse
—dijo Hernán.
—Tenés que verIas.
Si querés te digo
cómo entrar en mi
casa de noche y
miramos los dos
juntos.
—No sé si es verdad
—dijo Lalo—, el tipo
no puede haberse
quedado así.
—No, si no se quedó
así. Cuando la puso
que no podía más,
salió de abajo de la
pollera, la sacó a
ella del árbol, y se
apoyó él. Tenía la
cosa afuera, enorme.
Yo tampoco podía
más, me dolía de
tan dura. Decí que
soy chico. Pero vos,
con el cuerpo que
tenés, sos mejor que
el tipo ese.
Lalo se quedó
pensando.
—Contame lo que le
hizo ella —dijo.
—¿Ella? Ella se la
agarró y... Pero no,
Hernán no me cree,
lo que le hizo ella
te lo cuento a vos
solo. —Lalo hizo un
gesto de sorpresa.
Hernán balbuceó algo
pero no llegó a
decir nada: aflojó
los dedos y la rata
cayó sobre el cuerpo
desnudo. Diego se
paró de un salto.
—Te dije que la
tuvieras, idiota
—gritó Lalo
parándose también.
—Se me escapó. —Con
grandes pasos, como
si quisiera
recuperarIa, Hernán
se alejó unos
metros. Lalo no lo
persiguió. A la luz
de la puerta, Diego
se miraba
escrupulosamente la
zona en que la rata
lo había tocado. Se
frotaba y volvía a
mirarla. Entonces
Lalo se le aproximó.
Cuando sintió la
mano en la espalda,
Diego se quedó
inmóvil. La mano
subió hasta el
hombro, lo apretó
suavemente y él
tampoco se movió.
Había dejado la
mirarla en un punto
cualquiera y parecía
alerta. Lalo le
acercó los labios al
oído.
—Le digo a Hernán
que se vaya, ¿eh?
Él no contestó. |