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DIVULGACIÓN CULTURAL

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CUENTOS
 
Raúl Brasca

Último juego

 

Diego se agachó justo a tiempo para que la rata no le diera en el pecho. Oyó el golpe contra la pared y miró la estrella roja que lentamente empezaba a chorrear. Cuando se dio vuelta, Lalo lo estaba mirando.

—Casi la agarro en el aire —le dijo.

Lalo no le contestó.

—Casi la agarrás en el aire. No me hagas reír —intervino Her­nán—. ¿Qué tal si le tiro otra, Lalo?

Apoyado en un rincón, Lalo se acariciaba el pecho con indolencia.

—¿Qué tal si le tiro otra, eh?

Diego se había puesto colorado, pero Lalo esperó todavía a que bajara la vista.

—No, la próxima que la agarre él —dijo al fin.

—Claro que la voy a agarrar —contestó Diego. Vaciló, y como ellos no reiniciaban el juego, dio un salto y se hundió hasta las rodillas en el maíz; gritó y removió las mazorcas hasta que una ra­ta brotó delante de él. Pero estiró el brazo demasiado tarde.

—Cagón —dijo Hernán.

—No soy cagón.

Lalo entornó los ojos como si pudiera leerle el pensamiento, bajó la mano, se acarició el vientre y jugó apenas con el vello del ombli­go. Luego, como al descuido, se acomodó el jean en la entrepierna.

—Yo podría creerte que no sos cagón —dijo después.

—No te gastes —interrumpió Hernán—. Es muy, pero muy cagón.

Lalo no lo tomó en cuenta.

—Voy a darte una oportunidad —dijo a Diego—. ¿Te animarías a subir a la torre de la iglesia y a pararte en el hueco de arriba sin agarrarte?

—Qué se va a animar —dijo Hernán.

—Sí —contestó Diego.

—¿Y a hacerle burla al loco de la navaja?

—Claro.

Hernán sopló ruidosamente.

—¿Y a acostarte acá desnudo y dejar que una rata te camine encima? Palideció. No se atrevía a contestar y la expresión de Lalo se iba endureciendo. Cuando Hernán ya parecía gozar del triunfo, habló, pero la voz le salió ronca y casi inaudible.

—También —elijo.

—Sacate la ropa —ordenó Lalo.

De nuevo, tardó en responder.

—Que me camine por acá —se pasó la mano por el torso.

—Sacate la ropa.

Empezó por las zapatillas. Después, muy despacio, se quitó los pantalones.

—Toda la ropa.

Rojo de vergüenza se sacó el calzoncillo. Lalo dejó su rincón con desgano, juntó la ropa y se la dio a Hernán.

— Tomá, llevala —le dijo. Pero tuvo que hacerle un gesto con la cabeza para que se fuera.

—¿Dónde la lleva? —preguntó Diego cuando estuvieron solos. Lalo, ahora, le juzgaba atentamente el cuerpo.

—¿Y si la rata te muerde el ñoqui? —le dijo.

Diego no le contestó, permanecía expectante. Lalo levantó una mazorca del suelo y la arrojó hacia arriba.

—No te preocupes, ya te va a crecer —dijo. Recogió la mazorca en el aire y se la puso perpendicular a la bragueta.

—Así, ves. Mirá qué linda —la hacía oscilar desde la base en to­das direcciones.

Diego quiso decir algo pero sólo le salió sonreír.

—Agarrala —dijo Lalo.

A él se le desfiguró la sonrisa.

—Agarrala, vamos.

Bajó los ojos, rodeó con la mano la mazorca y la apretó apenas.

—No la sueltes. Mirame.

Antes de que lo mirara, oyeron pasos. Diego retiró la mano.

—Ya está —dijo Hernán entrando.

Lalo se alejó un poco y gritó la orden de caza. Hernán lanzó otro aullido; los dos empezaron a saltar en el maíz. Diego se que­dó allí parado pero después se sentó. Se examinaba la mano con incredulidad. Luego, como si no debiera, agarró una mazorca y la colocó en el lugar de su sexo. La inclinó hacia un lado y el otro; la hizo apuntar hacia el techo. Estaba mirándola cuando se sobresaltó. Pero no lo habían visto. Lalo estaba muy atento a la superfi­cie del maíz. Salgan, hijas de puta, gritaba. Las piernas se le hun­dían entre las mazorcas pero mantenía sin esfuerzo el equilibrio con los brazos. En cambio Hernán andaba a los tumbos, se caía a cada paso y no paraba de reírse. Diego no entendía que Lalo lo tuviese de amigo. Además, era dos años menor, casi tan chico co­mo él. Admiró los movimientos seguros de Lalo hasta que Her­nán, fanfarroneando, mostró en alto la rata que había cazado. La sostenía por la punta de la cola.

—Vení —dijo Lalo desde el medio del granero.

El negó con la cabeza al mismo tiempo que se ponía de pie.

Caminó hacia ellos con cara de pedir clemencia. Lalo lo hizo sen­tar y luego lo empujó suavemente hasta hacerle apoyar la espalda en el maíz. Le llevó los brazos hacia atrás.

—¿Qué tal si la apretás en un sobaco? —dijo.

Diego hizo un gesto de asco pero Lalo no lo vio. Estaba aco­modándole las piernas, minuciosamente, bien estiradas y abiertas.

—Apurate, que me canso de tenerla —dijo Hernán.

La rata se doblaba hacia arriba y, con movimientos eléctricos, tira­ba tarascones intentado morderle los dedos. Lalo la miró satisfecho. —Por dónde empezamos —preguntó.

Los ojos de Diego perdieron brillo, la frente se le humedeció.

—Habías dicho que me caminara —dijo.

—Sí, pongámosla que lo camine todo —Hernán se arrodilló en­tusiasmado. Lalo le detuvo el brazo justo antes de que la rata to­cara el pecho.

—¿Querés que te camine por acá? —dijo Lalo bajándole por la in­gle con la punta de una mazorca.

—No, por favor.

—Entonces, por acá. —Trasladó la mazorca al lado interno de un muslo.

Él, instintivamente, cerró las piernas.

—Qué hacés —gritó Lalo, y con las dos manos se las abrió por la fuerza—. Empecemos de nuevo.

Hernán miraba sin pestañear, se mordía los labios; la rata no dejaba de retorcerse. Inmóvil, con los ojos fijos en el techo, Diego soportaba ahora la mazorca que le subía entre los muslos.

—No, por ahí tampoco —suplicó.

—¿Por qué?

—Tiene miedo de que se la coma; no se va a empachar la po­bre —dijo Hernán y largó la risa. Lalo distaba mucho de reírse.

—Por qué, te pregunté.

Diego abría la boca pero no le salía ningún sonido, ya tenía la mazorca en la entrepierna. Ladeó la cabeza a un costado.

—¿No vas a contestarme? —Lalo dio un empujón violento a la mazorca. Diego pareció a punto de llorar.

—No quiero que me muerda el ñoqui —murmuró en tono de derrota. Con la mano libre, ostentosamente, Lalo volvió a acomo­darse el jean.

—¿Siempre la tenés tan chiquita? —preguntó.

Él ahora se apuró a responder.

—No, a veces se me pone grande.

—Sí, como un cigarrillo —se rió Hernán.

Diego giró la cabeza, vio fugazmente el bulto del pantalón en­tre las piernas de Lalo, y volvió a enfrentarlo a la cara.

—Se me pone grande cuando me acuerdo de una cosa.

Lalo aflojó la presión sobre la mazorca y lo estudió con desconfianza.

—Por qué no terminamos de una vez. Que lo camine y listo —dijo Hernán. La rata se movía débilmente.

—Lo que veo a la noche por las hendijas de la ventana de mi cuarto —siguió Diego. Lalo retiró la mazorca y, sin soltarla, cruzó los brazos—. Ella debe tener catorce y él...

—Me va a morder. Miren —dijo Hernán. Lalo y Diego miraron a la rata. De nuevo trataba de liberarse pero no podía alcanzar los dedos.

—Dejala, no llega —dijo Lalo. Y volviendo enseguida a Diego—: ¿Qué fue lo que viste?

—Sí que llega. Les digo que casi me mordió.

Lalo estiró la boca hacia un costado.

—¿Qué era lo que habías visto?

—Ella debe tener catorce —repitió Diego—, pero con un cuerpo bárbaro. El es un tipo grande, como de veinte. La otra noche la tenía apoyada contra el árbol de la vereda. No, no puedo —dijo—. Cada vez que me acuerdo se me pone...

Lalo agarró el brazo de Hernán que sostenía la rata.

—Contanos. O querés que te la muerda —dijo.

—Al principio nada más que besos y esas cosas. Pero después le metió la mano debajo de la pollera. El tipo estaba de espalda así que mucho no le vi. Pero ella se empezó a desesperar, miraba para arriba y abría la boca respirando muy fuerte —imitó el ja­deo—. Después él le sacó las tetas afuera —se interrumpió otra vez como si le costara un esfuerzo enorme revivir la escena.

—¿Qué pasa? ¿Te olvidaste cómo seguía? —dijo Lalo.

—No, nunca me voy a olvidar. Se las empezó a besar o no sé qué, pero ella no aguantaba lo que él le hacía. Se ponía como lo­ca, había agarrado la cabeza del tipo con las dos manos y se la apretaba contra las tetas moviéndose para refregárselas bien —ce­rró los ojos. Parecía disfrutar de las imágenes. Lalo se tapó la en­trepierna con las manos. Hernán tuvo que humedecerse los la­bios antes de hablar.

—Qué tiene de extraordinario —dijo—. Al final me va a morder. Terminemos o la suelto.

—La tenés ahí hasta que yo te diga —dijo Lalo. Y a Diego—: Vos seguí.

—Y después él se arrodilló y metió la cabeza abajo de la polle­ra. Y ella empezó a retorcerse con las tetas afuera como si se ras­cara la espalda en el árbol. Ahí le vi bien las tetas, si las hubieras visto, y me di cuenta de que sudaba mucho y que no podía más.

—¿Cómo las tenía? —dijo Lalo—. Las tetas, ¿cómo eran?

—Grandes.

—Sí, pero ¿cómo eran? ¿de qué clase?

Diego dudó como si no comprendiera.

—Viste. Son mentiras. No vio nada. Se inventa todo para salvar­se —dijo Hernán.

—Tenés que verIas. Si querés te digo cómo entrar en mi casa de noche y miramos los dos juntos.

—No sé si es verdad —dijo Lalo—, el tipo no puede haberse que­dado así.

—No, si no se quedó así. Cuando la puso que no podía más, salió de abajo de la pollera, la sacó a ella del árbol, y se apoyó él. Tenía la cosa afuera, enorme. Yo tampoco podía más, me do­lía de tan dura. Decí que soy chico. Pero vos, con el cuerpo que tenés, sos mejor que el tipo ese.

Lalo se quedó pensando.

—Contame lo que le hizo ella —dijo.

—¿Ella? Ella se la agarró y... Pero no, Hernán no me cree, lo que le hizo ella te lo cuento a vos solo. —Lalo hizo un gesto de sorpresa. Hernán balbuceó algo pero no llegó a decir nada: aflojó los dedos y la rata cayó sobre el cuerpo desnudo. Diego se paró de un salto.

—Te dije que la tuvieras, idiota —gritó Lalo parándose también.

—Se me escapó. —Con grandes pasos, como si quisiera recupe­rarIa, Hernán se alejó unos metros. Lalo no lo persiguió. A la luz de la puerta, Diego se miraba escrupulosamente la zona en que la rata lo había tocado. Se frotaba y volvía a mirarla. Entonces Lalo se le aproximó. Cuando sintió la mano en la espalda, Diego se quedó inmóvil. La mano subió hasta el hombro, lo apretó suavemente y él tampoco se movió. Había dejado la mirarla en un pun­to cualquiera y parecía alerta. Lalo le acercó los labios al oído.

—Le digo a Hernán que se vaya, ¿eh?

Él no contestó.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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