Un hermoso día del mes de junio, entre las cuatro y las cinco, salí
de la celda de la calle du Bac donde mi honorable y estudioso amigo,
el barón de Werther, me había ofrecido el almuerzo más delicado del
que se pueda hacer mención en los castos y sobrios anales de mi
estómago; pues el estómago tiene su literatura, su memoria, su
educación, su elocuencia; el estómago es un hombre dentro del
hombre; y jamás experimenté de modo tan curioso la influencia
ejercida por este órgano sobre mi economía mental.
Después de habernos obsequiado amablemente con vinos del Rin y de
Hungría, había terminado la comida de amigos haciendo que nos
sirvieran vino de Champaña. Hasta aquel momento, su hospitalidad
podría considerarse normal, de no ser por su charla de artista, sus
relatos fantásticos y, sobre todo, de no ser por nosotros, sus
amigos, todos personas de entusiasmo, corazón y pasión.
Hacia el final del almuerzo, nos encontramos todos presas de una
dulce melancolía y sumergidos en una absorción bastante lógica en
personas que han comido bien. Percatándose de ello, el barón, el
excelente crítico, el erudito alemán que, pese a su baronía, lleva
la admirable y poética vida de los monjes del siglo XVI en su celda
abacial; nuestro monje -digo-, remató su obra de gastrolatría con
una auténtica salida de monje.
En un momento en el que la conversación quedó interrumpida cuando
nos encontrábamos en sillones inventados por el confort inglés pero
perfeccionados en París que habrían causado admiración a los
benedictinos, Werther se sentó ante una especie de mesita y,
levantando una parte de la tapa, sacó de un instrumento alemán unos
sonidos que se encontraban a mitad de camino entre los acentos
lúgubres de un gato cortejando a una gata o soñando con los placeres
del canalón, y las notas de un órgano vibrando en una iglesia. No sé
lo que hizo con aquel instrumento de melancolía, pero mi
inteligencia no se vio jamás tan cruelmente trastornada como en
aquella ocasión.
El aire, dirigido hacia los metales, producía unas vibraciones
armónicas tan fuertes, tan graves, tan agudas, que cada nota atacaba
instantáneamente una fibra, y aquella música de verdín, aquellas
melodías impregnadas de arsénico, introdujeron violentamente en mi
alma todas las ensoñaciones de Jean-Paul, todas las baladas
alemanas, toda la poesía fantástica y doliente que me hizo huir en
medio de gran agitación, a mí que soy alegre y jovial. Me sentí como
si mi personalidad se hubiera desdoblado. Mi ser interior había
abandonado mi forma exterior por la que una o dos mujeres, mi
familia y yo, sentimos algo de amistad. El aire ya no era el aire;
mis piernas ya no eran piernas, eran algo flojo y sin consistencia
que se doblaba; los adoquines se hundían, los transeúntes bailaban y
París me parecía singularmente alegre.
Tomé la calle de Babylone y caminé melancólicamente hacia los
bulevares, adoptando como punto de referencia la cúpula de los
Inválidos. Al dar la vuelta a no sé qué calle, ¡vi que la cúpula
venía hacia mí!... En un primer momento me quedé algo sorprendido y
me detuve. Sí, era sin duda la cúpula de los Inválidos que se
paseaba boca abajo, apoyando en el suelo su punta, y tomaba el sol
como cualquier buen burgués del barrio del Marais. Interpreté esta
visión como un efecto óptico y gocé del mismo placenteramente, sin
querer explicarme el fenómeno; pero tuve sensación de pavor cuando,
viendo que se acercaba a mí, quería pisarme los talones... Eché a
correr, pero oía detrás de mí el paso pesado de aquella dichosa
cúpula, que parecía burlarse de mí. Sus ojos reían; efectivamente,
el sol al pasar por las ventanas abiertas de tramo en tramo, le daba
un vago parecido con ojos, y la cúpula me lanzaba auténticas
miradas...
-¡Soy bastante tonto! -pensé-. Voy a ponerme detrás de ella...
La dejé pasar, y entonces volvió a colocarse con la punta hacia
arriba. En esa posición, me hizo un gesto con la cabeza, y su
maldito ropaje azul y oro se arrugó como la falda de una mujer...
Entonces di unos pasos hacia atrás para plantarla allí mismo, pues
empecé a sentirme inquieto. No había duda de que, al día siguiente,
los periódicos no dejarían de contar que yo, autor de algunos
artículos insertados en La Revue, me había llevado la cúpula de los
Inválidos; aquello me resultaba indiferente porque tenía intención
de defenderme y de contar abiertamente que la cúpula se había
encaprichado conmigo y me había seguido por su cuenta. Mi carácter
bien conocido, mis hábitos y costumbres debían hacer comprender que,
lejos de degradar los monumentos públicos, yo abogaba por dialogar
con ellos.
La mayor dificultad, y la que más me inquietaba, era saber qué iba a
hacer yo con aquella cúpula. No hay duda de que se podía ganar una
fortuna... Además de que la amistad de la cúpula de los Inválidos
con un hombre no era sino algo muy halagador, podía llevarla a algún
país extranjero, exponerla en Londres junto a Saint-Paul... Pero si
tenía intención de seguirme, ¿cómo iba a volver yo a mi casa?...
¿Dónde la iba a poner? Naturalmente, iba a producir considerables
desperfectos por las calles por donde pasara; es verdad que podría
llevarla por los muelles y mantenerla siempre junto al río... Si me
molestaba en avisar, la gente la dejaría pasar; pero, si se empeñaba
en entrar en mi casa, derribaría el inmueble en el que vivo de
alquiler. ¡Menuda indemnización me pediría el propietario! La casa
no está asegurada contra cúpulas... Y, si la llevaba a Londres o a
Berlín, ¡qué desperfectos no haría por el camino...!
-¡Santo Dios! ¡Qué raros están los Inválidos sin la cúpula!
-exclamé.
Al oír estas palabras, las personas que se encontraban cerca
levantaron los ojos hacia la iglesia y rompieron a reír. Decían:
«Pero ¿qué ha sido de ella?» «¡Estoy seguro de que todo París está
preocupado!» Entonces escuché un griterío, un clamor que hacía
pensar en que se aproximaba el fin del mundo: «¡Ya está! ¡están
reclamando su cúpula!» me dije.
Tenía razón, la cúpula de los Inválidos es uno de los monumentos más
bellos de París; y, desde que, por una fantasía bastante rara entre
cúpulas, era de mi propiedad, la admiraba con embeleso. Bajo los
rayos del sol resplandecía como si estuviera cubierta de piedras
preciosas, su azul se destacaba claramente en el del cielo, y su
linterna tan graciosa, tan maravillosamente elegante y ligera,
parecía ofrecerme detalles en los que no había reparado hasta
entonces. Es verdad que tenía algunas zonas estropeadas y que habían
perdido el dorado; pero yo no era suficientemente rico como para
devolverles su esplendor imperial.
Cerca de Nemours he conocido a un agricultor que tiene la singular
habilidad de fascinar a las abejas y de hacer que le sigan sin
picarle. Es su rey: les silba y acuden; les dice que se marchen y
huyen. Tal vez haya llegado yo a un completo desarrollo moral, a un
poder sobrenatural y haya adquirido el poder de atraer a las
cúpulas.
Entonces, por el interés de Francia, pensé en colocar ésta en su
lugar habitual y viajar por Europa para traerme a París numerosas
cúpulas célebres, las de Oriente, las de Italia, y las más bellas
torres de catedrales... ¡Qué prestigio! ¡Qué serían a mi lado los
Paganini, los Rossini, los Cuvier, los Canova o los Goethe! Tenía la
fe más absoluta en mi poder, la fe de la que habló Cristo, la
voluntad sin límites que permite mover montañas, la fuerza con cuya
ayuda podemos abolir las leyes del espacio y del tiempo, cuando vi
avanzar hacia mí, a la máxima velocidad que pueden alcanzar los
caballos de los servicios públicos, un cabriolé que desembocó por la
calle Saint-Dominique.
-¡Tenga cuidado con la cúpula! -grité.
El conductor no me oyó, lanzó su caballo hasta el centro de la
cúpula; yo solté un enorme grito pues la pobre cúpula, que no había
podido echarse a un lado, se hizo mil pedazos, y me salpicó
totalmente. Luego, cuando pasó aquel condenado cabriolé, vi a la
tozuda cúpula volverse a colocar boca abajo, sobre la punta, con
pequeñas sacudidas; las piedras se armaban de nuevo, las bellas
franjas doradas reaparecían, y yo me secaba la cara instintivamente;
pues en aquel momento, mi ser exterior regresó y me encontré cerca
de los Inválidos, ante un enorme charco de agua en el que se
reflejaba la cúpula de los Inválidos.
Creo que estaba borracho... ¡Maldita fisarmónica! ¡Qué manera de
atacar los nervios!... |