En el momento de la expedición emprendida en 1823-4 por el rey Luis
XVIII para salvar a Fernando VII del régimen constitucional, yo me
encontraba por casualidad en Tours, camino de España. La víspera de
mi marcha, fui al baile en casa de una de las mujeres más amables de
esta ciudad en la que, como es sabido, se divertían más que en
ninguna otra capital de provincia; y poco antes del souper, pues se
soupe aún en Tours, me uní a un grupo de tertulianos en medio del
cual, un señor que me resultaba desconocido, contaba una aventura.
El orador, llegado muy tarde al baile, había cenado, según creo, en
casa del recaudador general. Al entrar se había incorporado a una
mesa de écarté; luego, tras haber pasado varias veces, para alegría
de sus contrincantes cuyo equipo perdía, se había levantado, vencido
por un subteniente de carabineros; y, para consolarse, había
participado en una conversación sobre España, tema habitual de mil
disertaciones.
Durante el relato, examiné con un interés involuntario el rostro y
la persona del narrador. Era uno de esos seres de mil rostros que se
parecen a tantos tipos que el observador queda indeciso, y no sabe
si tiene que incluirlos entre las personas de genio modestas o entre
los intrigantes subalternos. En primer lugar, estaba condecorado con
la cinta roja; pero ese símbolo demasiado prodigado, ya no prejuzga
nada a favor de nadie; tenía una chaqueta verde, y a mí no me gustan
las chaquetas verdes en un baile, cuando la moda aconseja a todo el
mundo llevar traje negro; además llevaba pequeñas hebillas metálicas
en los zapatos, en lugar de lazos de seda; su pantalón era de un
casimir horriblemente desgastado, y su corbata estaba mal puesta; en
definitiva, vi que no le daba demasiada importancia al atuendo
¡podía ser un artista!
Sus gestos y su voz tenían un no sé qué vulgar, y su rostro, presa
de los rubores que el trabajo de la digestión le imprimía, no
realzaba por ningún rasgo sobresaliente el conjunto de su persona;
tenía la frente despejada y poco cabello en la cabeza. De acuerdo
con todos esos diagnósticos, dudaba en hacer de él un consejero de
prefectura, o un antiguo comisario de guerra; pero, al verlo posar
la mano sobre la manga de su vecino de manera magistral, lo incluí
en la categoría de los escribanos, los burócratas y sus compinches.
Finalmente estuve completamente convencido de mi observación cuando
noté que sólo era escuchado por su historia; ninguno de los oyentes
le concedía esa atención sumisa y esas miradas complacientes que son
privilegio de las personas muy consideradas. No sé si pueden
imaginarse al hombre, llenándose la nariz con tomas de rapé,
hablando con la rapidez de las personas con prisa por terminar su
discurso por miedo a que se les abandone; por lo demás, expresándose
con gran facilidad, contando bien las cosas, dibujando de un trazo,
y jovial como un bufón de regimiento. Para evitarles el tedio de las
digresiones, me permito trasvasar su historia a un estilo narrativo
y añadirle ese toque didáctico necesario a los relatos que, de la
charla informal pasan al estado tipográfico.
Algún tiempo después de su entrada en Madrid, el gran duque de Berg
invitó a los principales personajes de esta ciudad a una fiesta
francesa ofrecida por el ejército a la capital recién conquistada.
Pese al esplendor de la gala, los españoles no se mostraron en ella
muy risueños; sus mujeres bailaron poco; en definitiva, que los
invitados jugaron y perdieron o ganaron mucho. Los jardines del
palacio estaban bastante espléndidamente iluminados como para que
las damas pudieran pasearse por ellos con tanta seguridad como lo
habrían hecho en pleno día... La fiesta era imperialmente bella, y
no se escatimó nada con el fin de darle a los españoles una elevada
idea del emperador, si querían juzgarlo a partir de sus
lugartenientes. En un bosquecillo cercano al palacio, entre la una y
las dos de la mañana, algunos militares franceses charlaban del
desarrollo de la guerra, y del futuro poco tranquilizador que
auguraba la actitud misma de los españoles presentes en aquella
pomposa fiesta.
-¡Caray! -dijo un francés cuyo traje indicaba que era médico jefe de
algún cuerpo del ejército- ayer le solicité formalmente mi regreso a
Francia al príncipe Murat. Sin tener precisamente miedo de dejar mis
huesos en la península, prefiero ir a curar las heridas producidas
por nuestros buenos vecinos alemanes; sus armas no penetran tanto en
el torso como los puñales castellanos... Además, el miedo a España
es para mí como una superstición... Desde mi infancia he leído
libros españoles, un montón de aventuras sombrías y mil historias de
este país, que me han predispuesto intensamente contra las
costumbres de sus habitantes... ¡Pues bien!, desde nuestra entrada
en Madrid, ya he podido ser si no protagonista, al menos cómplice de
una peligrosa intriga, tan negra, tan oscura como puede serlo una
novela de lady Radcliffe... Y como creo bastante en mis
presentimientos, desde mañana mismo me largo... Murat no me negará
sin duda el permiso; pues nosotros, gracias a los servicios secretos
que prestamos, tenemos protecciones siempre eficaces...
-Puesto que te das a la fuga, ¡cuéntanos al menos tu aventura!
-exclamó un coronel, viejo republicano que se preocupaba muy poco
del lenguaje y de las adulaciones imperiales.
Entonces, el médico miró atentamente a su alrededor, pareció querer
reconocer los rostros de quienes le rodeaban y, seguro ya de que no
había ningún español cerca de él, dijo:
-Puesto que somos todos franceses... con mucho gusto, coronel
Charrin... Hace seis días -prosiguió- regresaba tranquilamente a mi
alojamiento hacia las once de la noche, después de haber dejado al
general Latour, cuyo hotel se encuentra a unos pasos del mío, en mi
misma calle; salíamos los dos de casa del ordenador de pagos, donde
habíamos tenido una berlanga bastante animada... De repente, en la
esquina de una calleja, dos desconocidos, o más bien dos diablos, se
lanzaron sobre mí y me cubrieron la cabeza y los brazos con una
capa... Grité, pueden creerlo, como un perro apaleado; pero el paño
ahogó mi voz, luego fui llevado en un vehículo a gran velocidad; y
cuando mis acompañantes me libraron de la dichosa capa, oí una voz
de mujer y estas inquietantes palabras dichas en un mal francés:
-Si grita o hace ademán de escapar, si se permite el menor
movimiento sospechoso, el señor que está delante de usted es capaz
de apuñalarlo sin escrúpulos. Por lo tanto, manténgase tranquilo.
Ahora voy a explicarle la causa de su secuestro... Si se molesta en
tender su mano hacia mí, encontrará entre nosotros dos su
instrumental de cirugía que hemos mandado a buscar a su casa, de su
parte; sin duda, le será necesario. Lo llevamos a una casa donde su
presencia es indispensable... Se trata de salvar el honor de una
dama. En este momento está a punto de dar a luz un hijo de su
amante, a espaldas de su marido. Aunque éste se separa poco de su
mujer de la que está apasionadamente enamorado y que la vigila con
toda la atención de los celos españoles, ella ha sabido ocultarle su
embarazo. Él cree que se encuentra enferma. Le llevamos para que la
asista en el parto. Por lo que, como ve, los peligros de la empresa
no le conciernen; sólo tiene que obedecernos; si no lo hace, el
amante de la dama, que está sentado frente a usted en el coche y que
no sabe ni una palabra de francés, lo apuñalará a la menor
imprudencia...
-Y ¿quién es usted? -dije buscando la mano de mi interlocutora, cuyo
brazo estaba envuelto en la manga de una chaqueta de uniforme...
-Yo soy la camarera de la señora, su confidente; y estoy totalmente
dispuesta a recompensarlo personalmente, si se presta galantemente a
las exigencias de nuestra situación.
-¡Con mucho gusto! -dije viéndome embarcado a la fuerza en una
aventura peligrosa.
Entonces, aprovechando la oscuridad, quise comprobar si la cara y
las formas de la camarera estaban en armonía con las ideas que los
sonidos, ricos y guturales, de su voz me habían inspirado... La
camarera se había sometido por anticipado sin duda a todas las
eventualidades de aquel singular rapto, pues guardó el más
complaciente de los silencios, y el vehículo no había rodado más de
diez minutos por Madrid cuando recibió y me devolvió un apasionado
beso. El señor que llevaba enfrente no se molestó por algunos
puntapiés que le propiné de forma involuntaria; pero como no
comprendía el francés, supongo que no les prestó atención.
-Sólo puedo ser su amante con una condición -me dijo la camarera
como respuesta a todas las bobadas que yo le recitaba, llevado por
el calor de una pasión improvisada, para la que todo eran
obstáculos.
-¿Cuál?
-Que no intentará nunca saber a quién pertenezco... Si voy a su
casa, será de noche y me tendrá que recibir a oscuras.
Nuestra conversación se encontraba en ese punto cuando el vehículo
llegó cerca de la tapia de un jardín.
-¡Déjeme taparle los ojos!- me dijo la camarera-; se apoyará en mi
brazo y yo misma lo guiaré.
Luego me colocó sobre los ojos y me anudó fuertemente detrás de la
cabeza un pañuelo muy tupido. Oí el ruido de una llave colocada con
precaución en la cerradura de una puertecilla sin duda por el
silencioso amante que había estado frente a mí; y pronto, la
doncella de cuerpo arqueado, que tenía cierto meneo al andar, me
condujo, a través de las avenidas enarenadas de un gran jardín,
hasta un determinado lugar donde se detuvo. Por el ruido que
hicieron nuestros pasos, supuse que nos encontrábamos delante de la
casa.
-¡Ahora, guarde silencio! -me dijo al oído- y preste mucha
atención... No pierda de vista ni una sola de mis señales, pues no
podré ya hablarle sin peligro para los dos, y en este momento se
trata de salvarle a usted la vida. -Luego añadió con voz más alta-:
La señora está en una habitación de la planta baja; para llegar
hasta allí, tendremos que pasar por la habitación y delante de la
cama de su marido; por lo que no tosa, ande con cuidado, y sígame
atentamente para no golpear ningún mueble o poner los pies fuera de
la alfombra que he dispuesto para nuestros pasos...
En ese momento, el amante gruñó sordamente, como alguien
impacientado por tantos retrasos. La camarera se calló; oí abrir una
puerta, percibí el aire cálido de un apartamento y avanzamos con
cautela, como ladrones en expedición. Por fin, la suave mano de la
camarera me quitó la venda. Me encontré en una habitación grande,
alta y mal iluminada por una única lámpara humeante. La ventana se
encontraba abierta, pero había sido protegida por gruesos barrotes
de hierro por el marido celoso; fui arrojado en ella como a un
callejón sin salida.
En el suelo, y sobre una estera, se encontraba una magnífica mujer,
cuya cabeza estaba cubierta por un velo de muselina, pero a través
del cual sus ojos llenos de lágrimas brillaban con todo el esplendor
de las estrellas. Oprimía con fuerza un pañuelo de batista sobre la
boca, y lo mordía tan vigorosamente que sus dientes lo habían
desgarrado y habían penetrado a medias en él... No he visto jamás
cuerpo más bello, pero ese cuerpo se retorcía de dolor como se
retuerce una cuerda de arpa que se arroja al fuego. La desgraciada
había formado dos arbotantes con sus piernas apoyándolas sobre una
especie de cómoda; y con las dos manos, se agarraba a los palos de
una silla estirando los brazos, cuyas venas estaban horriblemente
hinchadas. Se parecía a un criminal en las angustias del potro...
Por lo demás, ni un grito, ni ningún otro ruido que no fuera el
sordo crujido de sus huesos, y nosotros estábamos allí, los tres
mudos e inmóviles... Los ronquidos del marido resonaban con
constante regularidad...
Quise ver a la camarera, pero se había vuelto a poner la máscara de
la que se había deshecho, sin duda, durante el trayecto y sólo pude
ver dos ojos negros y formas muy pronunciadas que abombaban su
uniforme. El amante estaba también enmascarado. Cuando llegó, arrojó
unas toallas sobre las piernas de su amante, y dobló sobre el rostro
el velo de muselina.
Una vez que hube observado concienzudamente a aquella mujer,
reconocí por ciertos síntomas antaño observados en una muy triste
circunstancia de mi vida, que el bebé estaba muerto; entonces me
incliné hacia la camarera para informarle de la situación. En ese
momento, el desconfiado desconocido sacó su puñal; pero tuve tiempo
de decírselo todo a la doncella, que le dijo dos palabras en voz
baja. Al oír mi pronóstico, el amante tuvo un ligero escalofrío que
le subió de los pies a la cabeza como un relámpago, y me pareció ver
palidecer su rostro bajo la máscara de terciopelo negro. La
doncella, aprovechando un momento en el que este hombre desesperado
miraba a la moribunda que se ponía morada, me indicó con un gesto
los dos vasos de limonada servidos sobre una mesa, y me hizo un
gesto negativo. Comprendí que debía abstenerme de beber, pese al
horrible calor que me hacía sudar. De repente, el amante, que sin
duda tenía sed, tomó uno de los vasos, y se bebió más o menos la
mitad de la limonada que contenía.
En ese momento, la dama tuvo una violenta convulsión que me indicaba
el momento favorable a la crisis, y, cogiendo mi lanceta, la sangré
apresuradamente en el brazo derecho con bastante fortuna. La
camarera recogió con toallas la sangre que brotaba abundantemente;
luego la desconocida entró en un abatimiento propicio para mi
operación... Me armé de valor, y tras una hora de trabajo, logré
extraer al bebé en trozos. El español, que no pensaba ya en
envenenarme, comprendiendo que acababa de salvar a su amante,
lloraba bajo su máscara y, en ocasiones, gruesas lágrimas caían
sobre su capa.
Por lo demás, la mujer no lanzó ni un grito, pero seguía mordiendo
el pañuelo, temblaba como un animal salvaje cercado, y sudaba
gruesas gotas. En un instante horriblemente crítico, hizo un gesto
para indicar la habitación de su marido; el marido acababa de darse
la vuelta; y, de los cuatro, era la única que había oído el roce de
las sábanas, el ruido de la cama o de las cortinas. Nos detuvimos, y
a través de los agujeros de sus máscaras, la camarera y el amante se
lanzaron miradas de fuego...
Aprovechando esta especie de tregua, tendí la mano para coger el
vaso de limonada que el desconocido había empezado; pero él,
creyendo que iba a beber de alguno de los vasos llenos, saltó con la
agilidad de un gato, y colocó su largo puñal sobre los dos vasos
envenenados. Me dejó el suyo, haciendo un gesto con la cabeza para
decirme que me tomara el resto. Había tantas cosas, tantas ideas,
tanto sentimiento, en aquel gesto y en su vivo movimiento, que le
perdoné casi las atroces combinaciones meditadas para matar y
enterrar cualquier tipo de huella de aquellos acontecimientos. Me
dio la mano cuando acabé de beber; luego, tras haber dejado escapar
un movimiento convulsivo, envolvió personalmente con todo cuidado
los restos de su hijo; y cuando, después de dos horas de cuidados y
miedos, la camarera y yo recostamos a su amante, me apretó de nuevo
las manos y, sin que yo lo supiera, introdujo en mi bolsillo una
suma importante. Entre paréntesis, como yo ignoraba el suntuoso
regalo del español, mi criado me robó aquel tesoro dos días después,
y huyó provisto de una verdadera fortuna. Le dije al oído a la
doncella las precauciones que había que tomar; luego le manifesté el
deseo de que me dejaran libre. La camarera permaneció junto a su
señora, circunstancia que no me tranquilizó en exceso; pero decidí
mantenerme alerta. El amante hizo un paquete con el cuerpo del bebé
muerto y la ropa teñida por la sangre de su amante; luego lo apretó
fuertemente, lo ocultó bajo su capa; y, pasándome la mano sobre los
ojos como para decirme que los cerrara, salió delante de mí
invitándome con un gesto a que me agarrara a un faldón de su traje;
lo que hice, no sin echarle una última mirada a la camarera. Ésta se
quitó la máscara al ver que el español había salido, y me mostró el
rostro más bello del mundo.
Crucé los apartamentos siguiendo al amante; y cuando me encontré en
el jardín, al aire libre, confieso que respiré como si me hubieran
quitado un enorme peso del pecho. Caminaba a una distancia
respetuosa de mi guía, observando sus menores movimientos con la
mayor atención.
Una vez llegados a la puertecilla, me cogió de la mano, y puso sobre
mis labios un sello, montado en una sortija, que yo le había visto
en un dedo de la mano izquierda. Comprendí todo el significado de
aquel gesto elocuente. Salimos a la calle y, en lugar del vehículo,
había dos caballos esperándonos. Montamos cada uno en un animal; el
español cogió mi brida, la sujetó con la mano izquierda, cogió entre
los dientes la brida de su montura, pues tenía el sangriento paquete
en la mano derecha, y partimos con la rapidez del relámpago. Me fue
imposible observar el menor objeto que pudiera servirme para
reconocer la ruta que recorrimos. Al amanecer, yo me encontré cerca
de mi puerta, y el español escapó, dirigiéndose hacia la puerta de
Atocha.
-¿Y no vio usted nada que pudiera hacerle sospechar de qué dama se
trataba? -preguntó un oficial al médico.
-Una sola cosa... -dijo-. Cuando sangraba a la desconocida, observé
en su brazo, más o menos a la mitad, una pequeña verruga, del tamaño
de una lenteja, rodeada de pelos oscuros... El palacio me pareció
magnífico, inmenso; la fachada no se acababa nunca...
En ese momento, el indiscreto cirujano se detuvo, pálido. Todos los
ojos fijos en los suyos siguieron la misma dirección; y los
franceses vieron a un español envuelto en una capa, cuya mirada de
fuego brillaba en la oscuridad, en medio de un bosquecillo de
naranjos donde se mantenía de pie. El oyente desapareció de
inmediato con una rapidez de silfo, cuando un joven subteniente se
lanzó tras él.
-¡Caramba! Amigos míos -exclamó el médico- esos ojos de basilisco me
han dejado helado. Oigo campanas; les digo adiós o me enterrarán
aquí.
-¡No seas tonto! -dijo el coronel Charrin-, Lecamus ha seguido al
espía, él sabrá darnos razón del mismo.
-¿Qué ha pasado Lecamus? -preguntaron los oficiales, al ver regresar
jadeante al subteniente.
-¡Al diablo! -respondió Lecamus-. Creo que ha pasado a través de las
murallas; y, como no creo que sea un brujo, sin duda es de la casa;
conoce los pasadizos, los rodeos, y se me ha escapado fácilmente.
-¡Estoy perdido! -dijo el cirujano con voz taciturna.
-¡Vamos!, tranquilízate -contestaron los oficiales; te acompañaremos
por turnos en tu casa hasta que te marches... y, por esta noche, te
acompañamos todos.
Efectivamente, tres jóvenes oficiales, que habían perdido su dinero
en el juego y no sabían qué hacer, recondujeron al médico a su
alojamiento, y se ofrecieron a permanecer con él, lo que éste
aceptó.
Dos días después, había obtenido su regreso a Francia, y hacía todos
los preparativos para marcharse con una dama a la que Murat le había
proporcionado una gran escolta. Acababa de cenar en compañía de sus
amigos, cuando su criado vino a avisarle que una mujer joven quería
hablar con él. El cirujano y los tres oficiales bajaron de
inmediato; pero la desconocida sólo pudo decir: «¡Tenga cuidado!» Y
cayó muerta. Era la camarera que, sintiéndose envenenada, esperaba
llegar a tiempo para salvar al médico. El veneno la desfiguró por
completo.
-¡Demonios! ¡demonios! -exclamó-. ¡A eso se le llama amor! ¡Sólo una
española es capaz de correr con un monstruo de veneno en el
estómago!
El médico permanecía singularmente pensativo. Finalmente, para
ahogar los siniestros presentimientos que le atormentaban, volvió a
la mesa y bebió inmoderadamente, lo mismo que sus compañeros; luego,
medio ebrios, se acostaron temprano. En mitad de la noche, el médico
fue despertado por el chirrido que hicieron los aros de las cortinas
violentamente corridas sobre sus varillas. Se incorporó, presa de
esa trepidación mecánica de todas las fibras que se adueña de
nosotros en un momento de despertar súbito. Entonces vio delante de
él a un español envuelto en su capa. El desconocido lanzaba la misma
mirada ardiente que la que había salido de entre la vegetación
durante la fiesta y por la que se había quedado tan impactado. El
cirujano gritó: «¡Socorro!... A mí, amigos míos» Pero a esa llamada
de auxilio, el español contestó primero con una risa amarga: «El
opio crece para todo el mundo». Y, después de esa especie de
sentencia, le mostró a sus tres amigos profundamente dormidos; y,
sacando bruscamente de debajo de su capa un brazo de mujer recién
cortado, se lo presentó al médico, mostrándole una señal similar a
la que él había descrito tan imprudentemente: «¿Es la misma?»
preguntó. Al resplandor de un farol colocado sobre la cama, el
cirujano, helado de espanto, contestó con un gesto afirmativo y, sin
más información, el marido de la desconocida le hundió el puñal en
el corazón.
-Este cuento es furiosamente pardo -dijo uno de los oyentes- pero es
más inverosímil todavía; porque ¿puede explicarme cuál de los dos le
contó la historia, el muerto o el español?
-Señor -contestó el narrador, molesto por la observación-, como
afortunadamente la puñalada que recibí en lugar de deslizarse hacia
la izquierda lo hizo hacia la derecha, supongo que admitirá que yo
conozca mi propia historia... le juro que hay aún algunas noches en
las que veo en sueños aquellos dichosos ojos...
El cirujano en jefe se detuvo, palideció, y se quedó boquiabierto,
en una verdadera crisis de epilepsia. Nos volvimos todos para mirar
hacia el salón. En la puerta se encontraba un grande de España, uno
de esos afrancesados en el exilio, que había llegado hacía quince
días a Touraine con su familia. Aparecía por vez primera en sociedad
y, como había llegado tarde, visitaba los salones, acompañado de su
mujer cuyo brazo derecho permanecía inmóvil.
Nos separamos en silencio para dejar pasar a aquella pareja, que no
vimos sin una emoción profunda. ¡Era un auténtico cuadro de Murillo!
El marido tenía dos ojos de fuego en unas órbitas hundidas y
ojerosas. Su rostro estaba demacrado, el cráneo sin cabello y el
cuerpo de una delgadez extrema. La mujer... ¡imagínensela! No,
porque no la pintarían como era. Tenía una estatura considerable;
estaba pálida, pero era bella aún; su tez, por un privilegio
inaudito para una española, era deslumbrante de blancura; pero su
mirada caía sobre nosotros como una colada de plomo fundido... su
hermosa frente, adornada con perlas y blanca, se parecía al mármol
de una tumba; tenía sin duda una gran pena en el corazón... Era el
dolor español en todo su esplendor... Es inútil añadir que el médico
había desaparecido...
-Señora, -le pregunté a la condesa hacia el final de la velada- ¿en
qué acontecimiento perdió usted el brazo?
-En la guerra de la Independencia -contestó. |