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ACERCA DE FERNANDO GARCÍA CURTEN. Y LOS ORÍGENES
Escribir sobre F.G.C. se me hace algo difícil pues la intensidad y la inmensidad de su obra generan en mí un dejo de pudor que me llevan a pensar si será posible que con mi texto pueda estar a la altura de la descomunal belleza de su obra, para poder contarle a ustedes de quién se trata. Haré el intento, correré el riesgo. Pero siempre me quedará aunque no pueda elevarme en vuelo, la certeza de lo que interiormente acontece en mi alma cuando veo y recuerdo la obra de este hombre grande que me fue dado en gracia conocer. Fue así. Tuve que ir a la ciudad de San Pedro por una invitación que me hicieron para presentar bocetos con la idea de hacer un monumento a la amistad, que se instalaría justamente, en el Parque de la Amistad. Nos reunimos con políticos de distintos partidos, con el Intendente, para iniciar y dar forma al proyecto que finalizaría con la inauguración de la obra. Hablamos, nos reunimos, hablamos, nos reunimos, hablamos, hablamos y como generalmente suele suceder con los políticos por esa cosa que llaman "la interna", nada de esto se cumplió. Los bocetos fueron a parar a cualquier lado. Pero tiempo después sabría que mi viaje a San Pedro tenía otro significado; que fui a esa ciudad para encontrarme con García Curten. Una de las personas que frecuentaba las reuniones con los políticos, me dijo una tarde que allí había un escultor. Pensé que se refería a uno de los presentes y riendo, me dijo "no, en San Pedro tenemos un escultor". Yo había viajado con Carlos Ferrari y Roberto Lo Tártaro, que participaban del proyecto; Lo Tártaro como Arquitecto, pues la cosa era de grandes dimensiones y él se haría cargo de parquizar el asunto. Comento esto, pues cuando el Sampedrino nos invitó a visitar el taller del artista de San Pedro, por lo bajo le dije a uno de mis amigos: “vamos a ver los gauchitos del escultor". Allá fuimos y como éste no estaba, tuvimos que mirar por una de las ventanas del taller. Cuando lo hice, caí hacia atrás, como fulminado por una energía poderosísima. Mis amigos me sostuvieron y el Sampedrino me preguntó qué sucedía y creo que dije algo como...-¡pero este tipo es un genio!. Lo primero que vi fue El Cristo, que después supe que se titula "Cristo Para Armar". Y fui recorriendo como pude esas imágenes dolorosas, desgarradas, tremendamente fuertes que allí estaban expuestas mientras por mis mejillas caían lágrimas de emoción y culpa al mismo tiempo. Había recibido el sopapo mayor del universo aplicado a mi soberbia. Desde ese instante todo sería distinto. La amistad con Fernando quedó sellada en el primer abrazo que nos dimos cuando fuimos presentados al otro día. Quiero transcribir ahora un texto de Abelardo Castillo que salió editado en Cuadernos Hispanoamericanos en el número 450. Dice esto:
"El arte de la antigüedad clásica ignoraba la muerte. Ni siquiera el arte funerario la conocía. Las necrópolis, ciudades de la muerte; sus mausoleos, el carnero solar o la pirámide, plantados como un desafío en la arena transitoria, junto al agua transitoria; esas piedras creen en la eternidad. No hay más que pensar en sus basamentos, en sus volúmenes de otro mundo, en sus criptas pintadas para ser vistas solo desde adentro. Lo mortal era la carne del hombre, no su espíritu ni la materia con que daba forma a las obras de su espíritu. Aun la catedral gótica, construida a lo largo de generaciones enteras, niega, a lo ancho y a lo alto, la aniquilación y el olvido. Por una paradoja que solo en apariencia es una paradoja, el arte toma conciencia de su muerte en el Renacimiento. Leonardo descreía de la duración de la pintura. El arte de nuestros días sabe que es efímero. Si Dios ha muerto como cantó Zaratustra, todo está corrompido y trabajado por la muerte. El único tiempo de las obras del hombre es ahora. Ya se pinta sobre cartón, sobre paredes que se desplomarán mañana. Hilo, lata desperdicios, chatarra: muchos de los mayores artistas contemporáneos formulan sus sueños con estos materiales. Ya se sabe, hasta una catedral puede estar construida con basura. En este estado de cosas, parece no haber más que tres caminos: la desesperación, la frivolidad o la agonía. En la orgullosa soledad de un pueblo de Buenos Aires, un pintor, un escultor todavía joven descubrió por sí mismo estas verdades y eligió el tercer camino. El arte de Fernando García Curten es un arte agónico. Demasiado talentoso para la frivolidad, demasiado rebelde para la desesperación, García Curten encontró en sí mismo una forma de arte y probó una etimología. Agonizar, ya lo sabían los griegos, es lo mismo que luchar. En esta raíz semántica en esa contradicción, yo he visto el secreto de estos cuadros y estas esculturas. Ya se trate de un humanoide que sostiene el marco de su propio estrago, un ciclista calcinado que parece venir de Hiroshima, de un abstracto sediento comido por su propia sed, estos fantasmas de alambre y madera y clavos se instalan en la realidad como una negación. Vistos de golpe, no se puede saber de qué están hechos: lo que parece lava volcánica puede ser cartón o madera hachadas; lo que parece corteza de palmera puede ser metal. Si Fernando García Curten hubiera nacido en Londres o en París, si aunque más no fuese viviera en Buenos Aires, alguien podría ver en su obra lo que vio Sartre en la de Giacometti: una visión metafísica del mundo. Giacometti desordenaba el espacio poniendo una lejana cabecita liliputiense en un torso de watusi; García Curten ha puesto una calavera de gato en el esqueleto de un pescado; y el pescado se volvió pez, cobró vida de barracuda, salió de la muerte y desde el corazón mismo de la fealdad está luchando por la vida y por la belleza. Los que aman los antecedentes, las genealogías, las filiaciones, notarán lo evidente: Fernando no es el único escultor que descubrió la nobleza de la basura, la utilidad estética del deshecho, la morfología de la chatarra, la divina proporción de lo informe. Lo que a mí me asombra es la originalidad de este solitario. Originalidad a lo Kierkegaard, quien supo que la originalidad nace del centro de la angustia. Originalidad qué, básicamente, consiste en volver a intentar lo que han intentado todos los artistas verdaderos de cualquier época: refutar la evidencia de la muerte. Con bronce, con palabras, con sonidos o con desperdicios: da lo mismo. Probablemente Fernando García Curten haya elegido el único camino posible en nuestro tiempo: robarle a la muerte sus propios materiales, luchar por la vida con la forma y la materia de sus despojos. Dos fábulas lo avalan: la del Fénix nacido de sus cenizas y la de la greda vil de Adán".
Este texto de Abelardo Castillo lleva como título "El Arte Agónico de Fernando García Curten". Lo elegí porque me parece bello, intenso y profundo. Y a manera de homenaje de estos dos artistas, quizás, los más intensos del mundo actual (como diría Liliana Heker en la presentación del catálogo de una de mis exposiciones) Castillo pone el énfasis en la originalidad de ese artista de San Pedro; voy a transcribir entonces un fragmento del capítulo segundo de "Plexus", cuyo autor, Henry Miller, es uno de los mayores santos de mi devoción literaria y quizás nos ayude a ver un poco más acerca este tema tan complejo que es la originalidad y al que muchísimos pensadores trataron de todas las maneras posibles. Dice Miller:
"¿He citado las cartas de Van Gogh que entonces estaba leyendo y que recientemente he releído tras un lapso de veinte años? Lo que me apasionaba era el ardiente deseo de Vincent de vivir la vida de un artista, de no ser sino un artista, pasara lo que pasase. Con hombres de su clase el arte se convierte en una religión. Cristo, muerto desde hace mucho para la iglesia, renace. El apasionado Vincent redime al mundo mediante el milagroso uso del color. El soñador despreciado y desamparado vuelve a representar el drama de la crucifixión. Se alza de su tumba para triunfar sobre los incrédulos. Una y otra vez Van Gogh dice que no desea otra cosa que llevar una vida sencilla. Solo es extravagante en el uso de los materiales. Todo pasa por su arte. Es un sacrificio tan absoluto que en comparación, las vidas de la mayoría de los pintores parecen apagadas y sin valor. Van Gogh sabe que nunca lo reconocerán en vida; sabe que nunca recogerá el fruto de su trabajo. Pero, ¡tal vez su renuncia facilite las cosas a los artistas del futuro! Ese es su deseo más profundo. De mil formas diferentes dice: <Para mí no espero nada. Nosotros estamos condenados. Nosotros vivimos fuera de este tiempo.> ¡Cómo suda y se esfuerza para reunir cincuenta cuadros que su hermano ha de exhibir ante un mundo desdeñoso y despreciativo! Los últimos años de su vida es un auténtico loco. Pero un loco en el sentido propio de la palabra. Todo llama y espíritu, rebosa de energía creativa. Es la taza que desborda. Y está solo. En Arlès resulta difícil conseguir mujeres para posar. La gente dice que sus pinturas son atroces.<¡Están llenas de pintura!> Me río y lloro al leer esto. ¡Llenas de pintura! ¡Qué terrible verdad!¡Qué ironía que la maravillosa consecución de ese prodigio (la saturación de la tela con color, con puro color tumultuoso), que ese sueño de todos los grandes pintores (por fin realizado) se usara contra é! ¡Pobre Van Gogh! ¡Rico Van Gogh! ¡Van Gogh Todopoderoso! ¡Qué burla cruel y blasfema! como si dijeran de un hombre de Dios.<Pero, ¡está demasiado repleto de Dios!>. Me gustaría pintar de tal modo, dice Van Gogh, que todo aquel que tenga ojos vea claramente lo que hay en el cuadro. Así hablaba y vivía Jesús. Pero los ciegos y los sordos no nos abandonan nunca. Sólo ven, sólo oyen, sólo actúan quienes están henchidos del precioso espíritu santo. Sabemos que durante mucho tiempo Van Gogh se abstuvo de usar el color, que se forzó a sí mismo a trabajar con lápiz, carbón, tinta. También sabemos que empezó estudiando la figura humana, que intentó aprender de la Naturaleza. Sí, se ejercitaba para leer lo que estaba oculto bajo la concha. Se asoció con los pobres y los humildes, con obreros reprimidos, con parias. Adoraba al campesino y lo ensalzaba más que al hombre culto. Estudiaba la forma de las cosas, el tacto de los objetos. Se familiarizó con todo lo común y cotidiano para poder más adelante, cuando hubiera adquirido la destreza y la técnica necesarias, representar ese mundo de lo ordinario, de lo vulgar, de lo cotidiano a la luz de una realidad divina. Lo que Van Gogh deseaba era volver familiar en sentido nuevo -en sentido eterno, por decirlo así- ese mundo más que familiar. Quería mostrar que no estaba revestido de mal ni de fealdad, que nunca era monótono y aburrido, que basta mirarlo con ojos amorosos para reconocer su esplendor y magnificencia. Y, cuando hubo realizado eso, cuando nos hubo dado una nueva tierra, descubrió que ya no podía hacer frente al mundo: buscó voluntariamente un refugio, un manicomio. Fueron necesarios casi cincuenta años para que el hombre de la calle comprendiera que un Cristo, que se había manifestado como pintor, había estado entre nosotros últimamente. De repente, gracias a la inmensa popularidad de un libro sensacional, miles y miles de personas se ponen a visitar los museos y las galerías; convergen como un Niágara ante las embriagadoras obras maestras de ese genio despreciado y desesperado, Vincent Van Gogh. Reproducciones de su obra se ven por todas partes; surgen en los lugares más inesperados. Por fin consigue el éxito Van Gogh. Por fin <el gran fracasado> se ve reconocido. Su fe estaba justificada al parecer. Su sacrificio no fue en vano. Pues no sólo llega a las masas, sino que también -lo que es más importante- influye en los pintores. En una de sus cartas -¡ya en 1888!- escribe:<La pintura da muestras de volverse más sutil -más musical y menos escultórica- en fin elle promet la couleur> Subraya la palabra color. ¡Qué profética su visión!¿Qué es la pintura moderna sino un himno al color? El uso libre y audaz del color, equivalente a una revelación, precipitó una liberación inopinada. Siglos de pintura quedaron aniquilados de la noche a la mañana. Se abrieron perspectivas increíbles. En esas cartas maravillosas en que Van Gogh relata sus descubrimientos sobre las leyes del color (la mayoría de las cuales formuló Delacroix), trata con cierto detenimiento del uso del blanco y del negro. No hay que abstenerse de usar el negro. Hay muchas clases de negro. ¿Acaso no usaron el negro Rembrandt y Franz Hals?, pregunta. ¿Y también Velázquez?. No simplemente el negro, sino veintisiete clases diferentes de negro. Todo depende de la clase de negro y de cómo se lo usa. Lo mismo ocurre con el blanco. (Utrillo no iba a tardar en confirmar las apreciaciones de Vana Gogh. ¿Es que no sigue siendo su época blanca la mejor?). Hablo del blanco y del negro porque era inevitable que aquel revolucionario en el mundo del color se ocupara de las primeras y de las últimas cosas. En eso nos recuerda a esos auténticos hijos de Dios que no temen al mal ni la fealdad, sino que los abarcan e incorporan a su mundo de bondad y belleza. Cuando el siglo XIX se derrumbó en el campo de Armageddón, las últimas barreras quedaron hechas pedazos. Los artistas demoníacos que sobresalieron en ese siglo contribuyeron a la destrucción del pasado tanto como los estadistas y militares, los financieros y los industriales, los revolucionarios y los propagandistas que prepararon el terreno para la derrota. La guerra de 1914 pareció el final de algo; sin embargo, sólo fue la culminación de algo que hacía tiempo que se preparaba. En realidad, abrió vastos horizontes nuevos. Mediante su obra de demolición dio salida a nuevos y vastos campos de energía. El período que va de la Primera a la Segunda Guerra Mundial es rico en producciones artísticas. En ese período, en el que el mundo estaba a punto de verse conmovido hasta los cimientos por segunda vez, era en el que yo estaba formándome. Fue un período difícil en primer lugar porque había que encontrar la forma exclusiva con las propias fuerzas, con las propias facultades. La sociedad, desgarrada por toda clase de disensiones, ofrecía al artista todavía menos apoyo y aliento que en la época de Van Gogh. La propia existencia del artista estaba amenazada. Pero, ¿Es que no estaba amenazada la existencia de todo el mundo? Al salir de la Segunda Guerra Mundial, existe la vaga sensación de que la propia tierra está amenazada de extinción. Hemos entrado en otra era apocalíptica. El espíritu del hombre está convulsionado como la propia tierra en períodos geológicos antiguos. La muerte es lo que nos estamos sacudiendo de encima: la rigidez de la muerte. Deploramos el espíritu de violencia prevaleciente, pero para romper las ataduras de la muerte hay que impulsar el espíritu del hombre. Las posibilidades más deslumbrantes nos envuelven. Estamos imbuidos e investidos con facultades y energías insospechadas hasta ahora. Estamos a punto de vivir de nuevo como seres humanos, con la plena grandeza que la palabra humano entraña. La heroica obra de nuestros predecesores parece ahora el trabajo de víctimas de sacrificios. No es necesario que nosotros repitamos sus sacrificios. Lo que debemos hacer es gozar de los frutos. El pasado yace en ruinas, el futuro se abre incitante. ¡Tomad este mundo cotidiano y abrazadlo! Eso es lo que el espíritu insta a hacer. ¿Qué mejor mundo puede existir que este en que tenemos plena responsabilidad, todos y cada uno de nosotros?¡No trabajéis para los hombres del futuro!¡Dejad de trabajar completamente y cread! Pues la creación es juego, y el juego es divino. Ese es el mensaje que recibo siempre que leo la vida de Van Gogh. Su desesperación final, que acabó en la locura y el suicidio, podría interpretarse como impaciencia divina. <El Reino de Dios está aquí>, exclamaba. <¿Por qué no entráis?>. Derramamos lágrimas de cocodrilo por su lamentable fin, olvidando el estallido de esplendor que lo precedió. ¿Acaso lloramos cuando el sol se hunde en el océano? La plena magnificencia del sol se nos revela sólo en los pocos instantes que preceden y siguen a su desaparición. Volverá a aparecer al amanecer, otra magnificencia, otro sol tal vez. Durante todo el día nos alimenta y sostiene, pero apenas le prestamos atención. Sabemos que está ahí, contamos con él, pero no le ofrecemos acción de gracias ni devoción. Los grandes luminares, como Nietzche, como Rimbaud, como Van Gogh, son soles humanos que sufren la misma suerte que el astro celestial. Hasta que no están ocultándose, o no se han ocultado del todo, no nos damos cuenta de su gloria. Al lamentar su tránsito, cegamos nuestros ojos para que no vean la existencia de otros soles nuevos. Miramos hacia atrás y hacia delante, pero nuestra mirada nunca penetra directa al corazón de la realidad. Si en ocasiones adoramos al cuerpo solar que nos da calor y luz, no pensamos en los soles que han estado brillando desde la eternidad. Aceptamos irreflexivamente que todo el espacio está tachonado de soles. En verdad, el universo nada en luz. Todo está vivo e iluminado. También el hombre es receptáculo de energía radiante e inagotable. Es extraño que sólo en la mente del hombre haya oscuridad y parálisis. Un pequeño exceso de luz, de energía (aquí en la tierra) y dejas de ser apto para vivir en la sociedad humana. La recompensa del visionario es el manicomio o la cruz. Parece como si nuestro hábitat natural fuera un mundo gris y neutral. Así ha sido durante mucho tiempo. Pero ese mundo, ese estado de cosas está acabándose. Nos guste o no, con anteojeras o sin ellas, nos encontramos en el umbral de un mundo nuevo. Nos vamos a ver obligados a entender y aceptar... porque los grandes luminares que apartamos de entre nosotros han trastornado nuestra visión. Vamos a ser testigos de esplendores y horrores, alternativa y simultáneamente. Vamos a ver con mil ojos, como la diosa Indra. Las estrellas avanzan hacia nosotros, hasta las más distantes. Con nuestros instrumentos percibimos ahora mundos cuya existencia no sospechaba ni por asomo el hombre antiguo. Podemos localizar reinos de mundos que superan nuestro saber actual, porque nuestras mentes ya son receptivas a la luz que emana de ellos. Al mismo tiempo también podemos concebir nuestra propia destrucción total. Pero, ¿acaso nos quedamos por ello clavados en el sitio? No. Nuestra fe es mayor de lo que nos atrevemos a admitir. Sentimos la magnificencia de esa vida eterna que es la del hombre y que siempre hemos negado. A pesar de nuestro orgullo y nuestra vanidad, nos comportamos como si no supiéramos nada de nuestra herencia auténtica. Insistimos en que solo somos humanos, demasiado humanos. Pero, si fuéramos verdaderamente humanos, seríamos capaces de todas las cosas, estaríamos listos para todas las emergencias, conoceríamos todas las condiciones del ser. Deberíamos recordarnos diariamente, repetir como una letanía, que en nuestro ser se encuentra encerrada toda la gama de la existencia. Deberíamos dejar de adorar e inspirar adoración. Ante todo, deberíamos dejar de aplazar el acto de llegar a ser lo que de hecho y en esencia somos. <Prefiero>, escribió Van Gogh, <pintar los ojos de los hombres a pintar catedrales, porque hay algo en los ojos de los hombres que no existe en las catedrales, por majestuosas e imponentes que éstas sean...>"
Debo confesar que al acabar de transcribir el texto maravilloso de Henry Miller, sentí que por mis mejillas caían lágrimas de emoción, en el justo instante en que por la Radio Clásica estaban irradiando El Réquiem Alemán de Johannes Brahms. El texto pertenece a "Plexus" (La Crucifixión Rosada II) y fue editado por Alfaguara con traducción de Carlos Manzano. A quienes les agradezco por haber publicado semejante texto. Castillo termina hablando de la originalidad del artista. Menudo tema el de los orígenes. Porque en verdad ¿Qué es ser original? O ¿Cuándo se es original? Nuevamente tenemos que volver al antepasado de las rocas, porque ese sí era original puro. Todo lo otro, vino después. Cuando graba en la piedra semejantes maravillas, cuando cuenta las historias que deja para los tiempos, el tipo no tenía el conocimiento racional del cual disponemos hoy, tampoco las posibilidades intelectuales ni podríamos decir que era un tipo culto, lector, que escuchaba la buena música o que tenía el bagaje de milenios en el mundo del arte que hoy cargamos. Pero después de él, cómo se pudo seguir siendo original, si es que esto significa algo importante para el tema que nos une o nos pone en contacto para el encuentro. Porque el mismo Castillo en los primeros capítulos de su novela "Crónica de un Iniciado" cuenta que el personaje, hablando con Graciela le dice: <Es que la originalidad se la dejo para los que no tienen otra cosa>. Y yo subrayé esto pues me pareció buenísimo como argumento para cuando disiento y discuto con aquellos que quieren ser originales a toda costa, originales desde la razón, como si dijeran: "Ahora voy a ser original" y creen que con decirlo, tarea cumplida.
No. Porque la
originalidad no nace de la razón; nace desde adentro, desde aquello
tan profundo y lejano que albergamos en algún lugar del alma. Y no
todos pueden serlo. |
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San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017
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