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FILOSOFÍA
 
Anarquismo
 

Piotr Kropotkin

El apoyo mutuo

 

Prólogo a la Edición Rusa - Introducción - Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 -Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 - Conclusión
 

Capítulo 4

LA AYUDA MUTUA EN LA CIUDAD MEDIEVAL

La sociabilidad y la necesidad de ayuda y apoyo mutuo son cosas tan innatas de la naturaleza humana, que no encontramos en la historia épocas en que los hombres hayan vivido dispersos en pequeñas familias individuales, luchando entre sí por los medios de subsistencia. Por el contrario, las investigaciones modernas han demostrado, como hemos visto en los dos capítulos precedentes, que desde los tiempos más antiguos de su vida prehistórica, los hombres se unían ya en clanes mantenidos juntos por la idea de la unidad de origen de todos los miembros del clan y por la veneración de los antepasados comunes. Durante muchos milenios, la organización tribal sirvió, de tal modo, para unir a los hombres, a pesar de que no existía en ella decididamente ninguna autoridad para hacerla obligatoria; y esta organización de vida dejó una impresión profunda en todo el desarrollo subsiguiente de la humanidad.
 

Cuando los lazos del origen común comenzaron a debilitarse a causa de las migraciones frecuentes y lejanas, y el desarrollo de la familia separada dentro del clan mismo, también destruyó la antigua unidad tribal; entonces, una nueva forma de unión, fundada en el principio territorial -es decir, la comuna aldeana' fue llamada a la vida por el genio social creador del hombre. Esta institución, a su vez, sirvió para unir a los hombres durante muchos siglos, dándoles la posibilidad de desarrollar más y más sus instituciones sociales, y junto con eso, ayudándalos a atravesar los períodos más sombríos de la historia sin haberse desintegrado en conglomerados de familias e individuos a quienes nada ligaba entre sí. Gracias a esto, como hemos visto en los dos capítulos precedentes, el hombre pudo avanzar al máximo en su desarrollo y elaborar una serie de instituciones sociales secundarias, muchas de las cuales han sobrevivido hasta el presente.
 

Ahora tenemos que seguir el desarrollo más avanzado de aquella tendencia a la ayuda mutua, siempre inherente al hombre. Tomando las comunas aldeanas de los llamados bárbaros en la época en que entraron en el nuevo período de civilización, después de la caída del imperio romano de Occidente, debemos estudiar ahora las nuevas formas en que se encauzaron las necesidades sociales de las masas durante la edad media, y especialmente, las guildas medievales en la ciudad medieval
 

Los así llamados bárbaros de los primeros siglos de nuestra era, lo mismo que muchas tribus mogólicas, africanas, árabes, etc., que aún ahora se encuentran en el mismo nivel de desarrollo, no sólo no se parecían a los animales sanguinarios con los que se les compara a menudo, sino que, por el contrario, invariablemente preferían la paz a la guerra. Con excepción de algunas pocas tribus, que durante las grandes migraciones fueron arrojadas a los desiertos estériles o a las altas zonas montañosas, y de tal modo se vieron obligadas a vivir de incursiones periódicas contra sus vecinos más afortunados; con excepción de estas tribus, decíamos, la gran mayoría de los germanos, sajones, celtas, eslavos, etc., en cuanto se asentaron en sus tierras recién conquistadas, inmediatamente se volvieron al arado, o al pico, y a sus rebaños. Los códigos bárbaros más antiguos nos describen ya sociedades compuestas de comunas agrícolas pacíficas, y de ninguna manera hordas desordenadas de hombres que se hallaban en guerra ininterrumpida entre sí.
 

Estos bárbaros cubrieron los piases ocupados por ellos de aldeas y granjas; desbrozaron los bosques, construyeron puentes sobre los torrentes bravíos, levantaron senderos de tránsito sobre los pantanos, colonizaron el desierto completamente inhabitable hasta entonces, y dejaron las arriesgadas ocupaciones guerreras a las hermandades, scholae, mesnadas de hombres inquietos que se reunían alderedor de caudillos temporarios, que iban de lugar en lugar ofreciendo su pasión de aventuras, sus armas y conocimientos de los asuntos militares para proteger la población que deseaba sólo una cosa: que la permitieran vivir en paz. Bandas de tales guerreros iban y venían, librando entre sí guerras tribales por venganzas de sangre; pero la masa principal de la población continuaba arando la tierra, prestando muy poca atención a sus pretendidos caudillos, mientras no perturbara la independencia de las comunas aldeanas. Y esta masa de nuevos pobladores. de Europa elaboró, ya entonces, sistemas de posesión de la tierra y métodos de cultivo que hasta ahora permanecen en vigor y en uso entre centenares de millones de hombres. Elaboraron su sistema de compensación por las ofensas inferidas, en lugar de la antigua venganza de sangre; aprendieron los primeros oficios; y después de haber fortificado sus aldeas con empalizadas, ciudadelas de tierra y torres, en donde podían ocultarse en caso de nuevas incursiones, pronto entregaron la protección de estas torres y ciudadelas a quienes hacían de la guerra un oficio.
 

Precisamente este pacifismo de los bárbaros, y de ningún modo los supuestos instintos bélicos, se convirtió de tal manera en la fuente del sojuzgamiento de los pueblos por los caudillos militares que siguió a este período. Es evidente que el mismo modo de vida de las hermandades armadas daba a las mesnadas oportunidades considerablemente mayores para el enriquecimiento que las que podrían presentárselas a los labradores que llevaban una vida pacífica en sus comunas agrícolas. Aun hoy vemos que los hombres armados, de tanto en tanto, emprenden incursiones de piratería para matar a los matabeles africanos y quitarles sus rebaños, a pesar de que los matabeles sólo aspiran a la paz y están dispuestos a comprarla aunque sea a un precio elevado; así en la antigüedad los mesnaderos evidentemente no se distinguían por una escrupulosidad mayor que sus descendientes contemporáneos. De este modo se apropiaron de ganado, hierro (que tenía en aquellos tiempos un valor muy elevado) y esclavos; y a pesar de que la mayor parte de los bienes saqueados se gastaba allí mismo en los gloriosos festines que canta la poesía épica, de todos modos una cierta parte quedaba y contribuía a un enriquecimiento mayor.
 

En aquellos tiempos existían aún abundancia de tierras incultas y no había escasez de hombres dispuestos a cultivarla siempre que pudieran conseguir el ganado necesario y los instrumentos de trabajo. Aldeas enteras llevadas a la miseria por las enfermedades, las epizootias del ganado, los incendios o ataques de nuevos inmigrantes, abandonaban sus casas y se iban a la desbandada en búsqueda de nuevos lugares de residencia lo mismo que en Rusia aún en el presente hay aldeas que vagan dispersas por las mismas causas. Y he aquí que si algunos de los hirdmen, es decir, jefes de mesnaderos, ofrecían entregar a los campesinos algún ganado para iniciar su nuevo hogar, hierro para forjar el arado, si no el arado mismo, y también protección contra las incursiones y los saqueos, y si declaraba que por algunos años los nuevos colonos estarían exentos de toda paga antes de comenzar a amortizar la deuda, entonces los inmigrantes de buen grado se asentaban en su tierra. Por consiguiente, cuando después de una lucha obstinada con las malas cosechas, inundaciones y fiebres, estos pioneros comenzaban a reembolsar sus deudas, fácilmente se convertían en siervos del protector del distrito.
 

Así se acumulaban las riquezas; y detrás de las riquezas sigue siempre el poder. Pero, sin embargo, cuanto más penetramos en la vida de aquellos tiempos -siglo sexto y séptimo- tanto más nos convencemos de que para el establecimiento del poder de la minoría se requería, además de la riqueza y de la fuerza militar, todavía un elemento. Este elemento fue la ley y el derecho, el deseo de las masas de mantener la paz y establecer lo que consideraban justicia; y este deseo dio a los caudillos de las mesnadas, a los knyazi, príncipes, reyes, etc., la fuerza que adquirieron dos o tres siglos después. La misma idea de la justicia, nacida en el período tribal, pero concebida ahora como la compensación debida por la ofensa causada, pasé como un hilo rojo a través de la historia de todas las instituciones siguientes; y en medida considerablemente mayor que las causas militares o económicas, sirvió de base sobre la cual se desarrolló la autoridad de los reyes y de los señores feudales.
 

En realidad, la principal preocupación de las comunas aldeanas bárbaras era entonces (como también ahora en los pueblos contemporáneos nuestros, situados en el mismo nivel de desarrollo) la rápida suspensión de las guerras familiares, surgidas de la venganza de sangre, debidas a las concepciones de la justicia, corrientes entonces. No bien se producía una riña entre dos comuneros, inmediatamente la comuna, y la asamblea comunal, después de escuchar el caso, fijaba la compensación monetaria (wergeld), es decir, la compensación que debía pagar al perjudicado o a su familia, y de modo igual también el monto de la multa (fred) por la perturbación de la paz, que se pagaba a la comuna. Dentro de la misma comuna las disensiones se arreglaban fácilmente de este modo. Pero cuando se producía un caso de venganza de sangre entre dos tribus diferentes, o dos confederaciones de tribus -entonces, a pesar de todas las medidas tomadas para conjurar tales guerras- era difícil encontrar el árbitro o conocedor del derecho común, cuya decisión fuera aceptable para ambas partes, por confianza en su imparcialidad y en su conocimiento de las leyes más antiguas. La dificultad se Complicaba aún más porque el derecho común de las diferentes tribus y confederaciones no determinaba igualmente el monto de la compensación monetaria en los diferentes casos.
 

Debido a esto, apareció la costumbre de tomar un juez de entre las familias o clanes conocidos por que conservaban la ley antigua en toda su pureza, y poseían el conocimiento de las canciones, versos, sagas, etcétera, con cuya ayuda se retenía la ley en la memoria. La conservación de la ley, de este modo, se hizo un género de arte, "misterio", cuidadosamente transmitido de generación en generación, en determinadas familias. Así, por ejemplo, en Islandia y en los otros países escandinavos, en cada Alithing o asamblea nacional, el lövsögmathr (recitador de los derechos) cantaba de memoria todo el derecho común, para edificación de los reunidos, y en Irlanda, como es sabido, existía una clase especial de hombres que tenían la reputación de ser conocedores de las tradiciones antiguas, y debido a esto gozaban de gran autoridad en calidad de jueces. Por esto, cuando encontramos en los anales rusos noticias de que algunas tribus de Rusia noroccidental, viendo los desórdenes que iban en aumento y que tenían su origen en el hecho de que "el clan se levanta contra el clan", acudieron a los varingiar normandos y les pidieron que se convirtiesen en sus jueces y en comandantes de sus mesnadas; cuando vemos más tarde a los knyazi, elegidos invariablemente durante los dos siglos siguientes de una misma familia normanda, debemos reconocer que los eslavos admitían en estos normandos un mejor conocimiento de las leyes de derecho común, el cual los diferentes clanes eslavos reconocían como conveniente para ellos. En este caso, la posesión de las runas, que servían para anotar las antiguas costumbres, fue entonces una ventaja positiva en favor de los normandos; a pesar de que en otros casos existen también indicaciones de que acudían en procura de jueces al clan más "antiguo", es decir, a la rama que se consideraba materna, y que las resoluciones de estos jueces eran consideradas justísimas. Por último, en una época posterior vemos la inclinación más notoria a elegir jueces entre el clero cristiano, que entonces se atenta aún al principio fundamental del cristianismo, ahora olvidado: que la venganza no constituye un acto de justicia. Entonces el clero cristiano abría sus iglesias como lugar de refugio a los hombres que huían de la venganza de sangre, y de buen grado intervenía en calidad de mediador en los asuntos criminales, oponiéndose siempre al antiguo principio tribal: "vida por vida y sangre por sangre".
 

En una palabra, cuanto más profundamente penetramos en la historia de las antiguas instituciones, tanto menos encontramos fundamentos para la teoría del origen militar de la autoridad que sostiene Spencer. Juzgando por todo eso hasta la autoridad que más tarde se convirtió en fuente de opresión tuvo su origen en las inclinaciones pacíficas de las masas.
 

En todos los casos jurídicos, la multa (fred) que a menudo alcanzaba a la mitad del monto de la compensación monetaria (wergeld) se ponía a disposición de la asamblea comunal, y desde tiempos inmemoriales se empleaba en obras de utilidad común, o que servían para la defensa. Hasta ahora tiene el mismo destino (erección de torres) entre los kabilas y algunas tribus mogólicas; y tenemos testimonios históricos directos de que aun bastante más tarde, las multas judiciales, en Pskov y en algunas ciudades francesas y alemanas, se empleaban en la reparación de las murallas de la ciudad. Por esto era perfectamente natural que las multas se confiaran a los jueces (knyaziá), condes, etc., quienes, al mismo tiempo, debían mantener la mesnada de hombres armados para la defensa del territorio, y también debían hacer cumplir la sentencia. Esto se hizo costumbre general en los siglos octavo y noveno, hasta en los casos en que actuaba como juez un obispo electo. De tal modo aparecieron los gérmenes de la fusión en una misma persona de lo que ahora llamamos poder judicial y ejecutivo.
 

Además, la autoridad del rey, knyaz, conde, etc., estaba estrictamente limitada, a estas dos funciones. No era, de ningún modo, el gobernador del pueblo, el poder supremo pertenecía aún a la asamblea popular; no era ni siquiera comandante de la milicia popular, puesto que cuando el pueblo tomaba las armas se hallaba bajo el comando de un caudillo también electo, que no estaba sometido al rey o al knyaz, sino que era considerado su igual. El rey o el knyaz era señor todopoderoso sólo en sus dominios personales. Prácticamente, en la lengua de los bárbaros la palabra knung, konung, koning o cyning -sinónimo del rex latino-, no tenía otro significado que el de simple caudillo temporal o jefe de un destacamento de hombres. El comandante de una flotilla de barcos, o hasta de un simple navío pirata, era también konung; aun ahora en Noruega, el pescador que dirige la pesca local se llama Not-kcing (rey de las redes). Los honores con que más tarde comenzaron a rodear la personalidad del rey aún no existían entonces, y mientras que el delito de traición al clan se castigaba con la muerte, por el asesinato del rey se imponía solamente una compensación monetaria, en cuyo caso solamente se valoraba el rey tantas veces más que un hombre libre común. Y cuando el rey (o Kanut) mató a uno de los miembros de su mesnada, la saga le representa convocándolos a la asamblea (thing), durante la cual se puso de rodillas suplicando perdón. Su culpa fue perdonada, pero sólo después de haber aceptado pagar una compensación monetaria nueve veces mayor que la habitual, y de esta compensación recibió él mismo una tercera parte, por la pérdida de su hombre, una tercera parte fue entregada a los parientes del muerto y una tercera parte (en calidad de fred, es decir multa) a la mesnada. En realidad, fue necesario que se efectuara el cambio más completo en las concepciones corrientes, bajo la influencia de la Iglesia y el estudio del derecho romano, antes de que la idea de la sagrada inviolabilidad comenzara a aplicarse a la persona del rey.
 

Me saldría yo, sin embargo, de los límites de los ensayos presentes si quisiera seguir desde los elementos arriba citados el desarrollo paulatino de la autoridad. Historiadores tales como Green y la señora de Green con respecto a Inglaterra; Agustin Thierry, Michelet y Luchaire en Francia; Kaufmann, Janssen y hasta Nitzsch en Alemania; Leo y Botta en Italia, y Bielaief, Kostomarof y sus continuadores en Rusia, y muchos otros, nos han referido esto detalladamente. Han mostrado cómo la población, plenamente libre y que había acordado solamente "alimentar" a determinada cantidad de sus protectores militares, paulatinamente se convirtió en sierva de estos protectores; cómo el entregarse a la protección de la Iglesia, o del señor feudal (commendation), se convirtió en una onerosa necesidad para los ciudadanos libres, siendo la única protección contra los otros depredadores feudales; cómo el castillo del señor feudal y del obispo se convirtió en un nido de asaltantes, en una palabra, cómo se introdujo el yugo del feudalismo y cómo las cruzadas, librando a todos los que llevaban la cruz, dieron el primer impulso para la liberación del pueblo. Pero no tenemos necesidad de referir aquí todo esto, pues nuestra tarea principal es seguir ahora la obra del genio constructor de las masas populares, en sus instituciones, que servían a la obra de ayuda mutua.
 

En la misma época en que parecía que las últimas huellas de la libertad habían desaparecido entre los bárbaros, y que Europa, caída bajo el poder de mil pequeños gobernantes, se encaminaba directamente al establecimiento de los Estados teocráticos y despóticos que comúnmente seguían al período bárbaro en la época precedente de civilización, o se encaminaba a la creación de las monarquías bárbaras, como las que ahora vemos en Africa, en esta misma época, decíamos, la vida en Europa tomaba una nueva dirección. Se encaminó en dirección semejante a la que ya había sido tomada una vez por la civilización de las ciudades de la antigua Grecia. Con unanimidad que nos parece ahora casi incomprensible, y que durante mucho tiempo realmente no ha sido observada por los historiadores, las poblaciones urbanas, hasta los burgos más pequeños, comenzaron a sacudir el yugo de sus señores temporales y espirituales. La villa fortificada se rebeló contra el castillo del señor feudal; primeramente sacudió su autoridad, luego atacó al castillo, y finalmente lo destruyó. El movimiento se extendió de una ciudad a otra, y en breve tiempo participaron de él todas las ciudades europeas. En menos de cien años, las ciudades libres crecieron a orillas del Mediterráneo, del mar del Norte, del Báltico, el océano Atlántico y de los fiordos de Escandinavia; al pie de los Apeninos, Alpes Schwarzenwald, Grampianos, Cárpatos; en las llanuras de Rusia, Hungría, Francia y España. Por doquier ardían las mismas rebeliones, que tenían en todas partes los mismos caracteres, pasando en todas partes aproximadamente a través de las mismas formas y conduciendo a los mismos resultados.
 

En cada ciudad pequeña, en cualquier parte donde los hombres encontraban o pensaban encontrar cierta protección tras las murallas de la ciudad, ingresaban en las "conjuraciones" (cojurations), "hermandades y amistades" (amicia), unidas por un sentimiento común, e iban atrevidamente al encuentro de la nueva vida de ayuda mutua y de libertad. Y lograron realizar sus aspiraciones tanto que, en trescientos o cuatrocientos años cambió por completo el aspecto de Europa. Cubrieron el país de ciudades, en las que se elevaron edificios hermosos y suntuosos que eran expresión del genio de las uniones libres de hombres libres, edificios cuya belleza y expresividad aún no hemos superado. Dejaron en herencia a las generaciones siguientes, artes y oficios completamente nuevos, y toda nuestra educación moderna, con todos los éxitos que ha obtenido y todos los que se esperan en lo futuro, constituyen solamente un desarrollo ulterior de esta herencia. Y cuando ahora tratamos de determinar qué fuerzas produjeron estos grandes resultados, las encontramos no en el genio de los héroes individuales ni en la poderosa organización de los grandes Estados, ni en el talento político de sus gobernantes, sino en la misma corriente de ayuda mutua y apoyo mutuo, cuya obra hemos visto en la comuna aldeana, y que se animó y renovó en la Edad Media mediante un nuevo género de uniones, las guildas, inspiradas por el mismo espíritu, pero que se había encauzado ya en una nueva forma.
 

En la época presente, es bien sabido que el feudalismo no implica la descomposición de la comuna aldeana, a pesar de que los gobernantes feudales consiguieron imponer el yugo de la servidumbre a los campesinos y apropiarse de los derechos que antes pertenecían a la comuna aldeana (contribuciones, mano-muerta, impuestos a la herencia y casamientos), los campesinos, a pesar de todo, conservaron dos derechos comunales fundamentales: la posesión comunal de la tierra y la jurisdicción propia. En tiempos pasados, cuando el rey enviaba a su vogt Guez) a la aldea, los campesinos iban al encuentro del nuevo juez con flores en una mano y un arma en la otra, y le preguntaban qué ley tenía intención de aplicar, si la que él hallaba en la aldea o la que él traía. En el primer caso, le entregaban las flores y lo aceptaban, y en el segundo, entablaban guerra contra él. Ahora los campesinos habían de aceptar al juez enviado por el rey o el señor feudal, puesto que no podían rechazarlo; pero a pesar de todo, retenían el derecho de jurisdicción para la asamblea comunal, y ellos mismos designaban seis, siete o doce jueces que actuaban conjuntamente con el juez del señor feudal, en presencia de la asamblea comunal, en calidad de mediadores o personas que "hallaban las sentencias". En la mayoría de los casos, ni siquiera quedaba al juez real o feudal más que confirmar la resolución de los jueces comunales y recibir la multa (fred) habitual.
 

El preciso derecho al procedimiento judicial propio, que en aquel tiempo implicaba el derecho a la administración propia y a la legislación propia, se conserva en medio de todas las guerras y conflictos. Ni siquiera los jurisconsultos que rodeaban a Carlomagno pudieron destruir este derecho; se vieron obligados a confirmarlo. Al mismo tiempo, en todos los asuntos relativos a las posesiones comunales, la asamblea comunal conservaba la soberanía y, como ha sido demostrado por Maurer, a menudo exigía la sumisión de parte del mismo señor feudal en los asuntos relativos a la tierra. El desarrollo más fuerte del feudalismo no pudo quebrantar la resistencia de la comuna aldeana: se aferraba firmemente a sus derechos; y cuanto, en el siglo noveno y en el décimo, las invasiones de los normandos, árabes y húngaros, mostraron claramente que las mesnadas guerreras en realidad eran impotentes para proteger el país de las incursiones, por toda Europa los campesinos mismos comenzaron a fortificar sus poblaciones con muros de piedras y fortines. Miles de centros fortificados fueron erigidos entonces, gracias a la energía de las comunas aldeanas; y una vez que alrededor de las comunas se erigieron baluartes y murallas, y en este nuevo santuario se crearon nuevos intereses comunales, los habitantes comprendieron en seguida que ahora, detrás de sus muros, podían resistir no sólo los ataques de los enemigos exteriores, sino también los ataques de. los enemigos interiores, es decir, los señores feudales. Entonces una nueva vida libre comenzó a desarrollarse dentro de estas fortalezas. Había nacido la ciudad medieval.
 

Ningún período de la historia sirve de mejor confirmación de las fuerzas creadoras del pueblo que los siglos décimo y undécimo, en que las aldeas fortificadas y las villas comerciales que constituían un género de "oasis en la selva feudal" comenzaron a liberarse del yugo de los señores feudales y a elaborar lentamente la organización futura de la ciudad. Por desgracia, los testimonios históricos de este período se distinguen por su extrema escasez: conocemos sus resultados, pero muy poco ha llegado hasta nosotros sobre los medios con que estos resultados fueron obtenidos. Bajo la protección de sus muros, las asambleas urbanas -algunas completamente independientes, otras bajo la dirección de las principales familias de nobles o de comerciantes- conquistaron y consolidaron el derecho a elegir el protector militar de la ciudad (defensor municipit) y el del juez supremo, o por lo menos el derecho de elegir entre aquellos que expresaran sus deseos de ocupar este puesto. En Italia, las comunas jóvenes expulsaban continuamente a sus protectores (defensores o domina) y hasta sucedió que las comunas debieron luchar con los que no consentían en irse de buen grado. Lo mismo sucedía en el Este. En Bohemia, tanto los pobres como los ricos (Bohemicae gentis magni et parvi, nobiles et ignobiles), tomaban igualmente parte en las elecciones; y las asambleas populares (viéche) de las ciudades rusas regularmente elegían, ellas mismas, a sus knyaz -siempre de una misma familia, los Rurik-; contraían pactos (convenciones) y expulsaban al knyaz si provocaba descontento. Al mismo tiempo, en la mayoría de las ciudades del Oeste y Sur de Europa existía la tendencia a designar en calidad de protector de la ciudad (defensor) al obispo, que la ciudad misma elegía; y los obispos a menudo sobresalieron tanto en la defensa de los privilegios (inmunidades) y de las libertades urbanas, que muchos de ellos, después de muertos, fueron reconocidos como santos o patronos especiales de sus diferentes ciudades. San Uthelred de Winchester, San Ulrico de Augsburg, San Wolfgang de Ratisbona, San Heriberto de Colonia, San Adalberto de Praga, etc., y numerosos abates y monjes se convirtieron en santos de sus ciudades por haber defendido sus derechos populares. Y con la ayuda de estos nuevos defensores, laicos y clérigos, los ciudadanos conquistaron para su asamblea popular plenos derechos a la independencia en la jurisdicción y administración.
 

Todo el proceso de liberación fue avanzando poco a poco, gracias a una serie ininterrumpida de actos en que se manifestaba su fidelidad a la obra común y que eran realizados por hombres salidos de las masas populares, por héroes desconocidos, cuyos mismos nombres no han sido conservados por la historia. El asombroso movimiento, conocido bajo el nombre de "paz de Dios (treuga Dei)", con cuya ayuda las masas populares trataban de poner límite a las interminables guerras tribales por venganza de sangre que se prolongaba entre las familias de los notables, nació en las jóvenes ciudades libres, y los obispos y los ciudadanos se esforzaban por extender a la nobleza la paz que establecieron entre ellos, dentro de sus murallas urbanas.
 

Ya en este período, las ciudades comerciales de Italia, y en especial Amalfi (que tenía cónsules electos desde el año 844) y a menudo cambiaban a su dux en el siglo décimo, elaboraron el derecho común marítimo y comercial, que más tarde sirvió de ejemplo para toda Europa. Ravenna elaboró, en la misma época, su organización artesanal, y Milán, que hizo su primera revolución en el año 980, se convirtió en centro comercial importante y su comercio gozaba de una completa independencia ya en el siglo undécimo. Lo mismo puede decirse con respecto a Brujas y Gante, y también a varias ciudades francesas en las que el Mahl o forum (asamblea popular) se había hecho ya una institución completamente independiente. Ya durante este período comenzó la obra de embellecimiento artístico de las ciudades con las producciones de la arquitectura que admiramos aún, y que atestiguan elocuentemente el movimiento intelectual que se producía entonces. "Casi por todo el mundo se renovaban los templos" -escribía en su crónica Raúl Cylaber, y algunos de los monumentos más maravillosos de la arquitectura medieval datan de este período: la asombrosa iglesia antigua de Bremen fue construida en el siglo noveno; la catedral de San Marcos, en Venecia, fue terminada en el año 1071, y la hermosa catedral de Pisa, en el año 1063. En realidad, el movimiento intelectual que se ha descrito con el nombre de Renacimiento del siglo duodécimo y de racionalismo del siglo duodécimo, que fue precursor de la Reforma, tiene su principio en este período en que la mayoría de las ciudades constituían aún simples aglomeraciones de pequeñas comunas aldeanas, rodeadas por una muralla común, y algunas se convirtieron ya en comunas independientes.
 

Pero se requería todavía otro elemento, a más de la comuna aldeana, para dar a estos centros nacientes de libertad e ilustración la unidad de pensamiento y acción y la poderosa fuerza de iniciativa que crearon su poderío en el siglo duodécimo y decimotercero. Bajo la creciente diversidad de ocupaciones, oficios y artes, y el aumento del comercio con países lejanos, se requería una forma de unión que no había dado aún la comuna aldeana, y este nuevo elemento necesario fue encontrado en las guildas. Muchos volúmenes se han escrito sobre estas uniones que, bajo el nombre de guildas, hermandades, drúzhestva, minne, artiél, en Rusia; esnaf en Servía y Turquía, amkari en Georgia, etc., adquirieron gran desarrollo en la Edad Media. Pero los historiadores hubieron de trabajar más de sesenta años sobre esta cuestión antes de que fuera comprendida la universalidad de esta institución y explicado su verdadero carácter. Sólo ahora, que ya están impresos y estudiados centenares de estatutos de guildas y se ha determinado su relación con los collegia romana, y también con las uniones aún más antiguas de Grecia e India, podemos afirmar con plena seguridad que estas hermandades son solamente el desarrollo mayor de aquellos mismos principios cuya aparición hemos visto ya en la organización tribal y en la comuna aldeana.
 

Nada puede ilustrar mejor estas hermandades medievales que las guildas temporales que se formaban en las naves comerciales. Cuando la nave hanseática se había hecho a la mar, solía ocurrir que, pasado el primer medio día desde la salida del puerto, el capitán o skiper (Schiffer) generalmente reunía en cubierta a toda la tripulación y a los pasajeros y les dirigía, según el testimonio de un contemporáneo, el discurso siguiente:
 

"Como nos hallamos ahora a merced de la voluntad de Dios y de las olas -decía- debemos ser iguales entre nosotros. Y puesto que estamos rodeados de tempestades, altas olas, piratas marítimos y otros peligros, debemos mantener un orden estricto, a fin de llevar nuestro viaje a un feliz término. Por esto debemos rogar que haya viento favorable y buen éxito y, según la ley marítima, elegir a aquellos que ocuparán el asiento de los jueces (Schöffenstellen)". Y luego la tripulación elegía a un Vogt y cuatro scabini que se convertían en jueces. Al final de la navegación, el Vogt y los scabini se despojaban de su obligación y dirigían a la tripulación el siguiente discurso: "Debemos perdonarnos todo lo que sucedió en la nave y considerarlo muerto (todt und ab sein lassen). Hemos juzgado con rectitud y en interés de la justicia. Por esto, rogamos a todos vosotros, en nombre de la justicia honesta, olvidar toda animosidad que podáis albergar el uno contra el otro y jurar sobre el pan y la sal que no recordaréis lo pasado con rencor. Pero si alguno se considera ofendido, que se dirija al Landvogt (juez de tierra) y, antes de la caída del sol, solicite justicia ante él". "Al desembarcar a tierra todas las multas (fred) cobradas en el camino se entregaban al Vogt portuario para ser distribuidas entre los pobres".
 

Este simple relato quizá caracterice mejor que nada el espíritu de las guildas medievales. Organizaciones semejantes brotaban doquiera apareciese un grupo de hombres unidos por alguna actividad común: pescadores, cazadores, comerciantes, viajeros, constructores, o artesanos asentados, etc. Como hemos visto, en la nave ya existía una autoridad, en manos del capitán, pero, para el éxito de la empresa común, todos los reunidos en la nave, ricos y pobres, los amos y la tripulación, el capitán y los marineros, acordaban ser iguales en sus relaciones personales -acordaban ser simplemente hombres obligados a ayudarse mutuamente- y se obligaban a resolver todos los desacuerdos que pudieran surgir entre ellos con la ayuda de los jueces elegidos por todos. Exactamente lo mismo cuando cierto número de artesanos, albañiles, carpinteros, picapedreros, etc., se unían para la construcción, por ejemplo, de una catedral, a pesar de que todos ellos pertenecían a la ciudad, que tenía su organización política, y a pesar de que cada uno de ellos, además, pertenecía a su corporación, sin embargo, al juntarse para una empresa común -para una actividad que conocían mejor que las otras- se unían además en una organización fortalecida por lazos más estrechos, aunque fuesen temporarios: fundaban una guilda, un artiél, para la construcción de la catedral. Vemos lo mismo, también actualmente, en el kabileño. Los kabilas tienen su comuna aldeana, pero resulta insuficiente para la satisfacción de todas sus necesidades políticas, comerciales y personales de unión, debido a lo cual se constituye una hermandad más estrecha en forma de cof.
 

En cuanto al carácter fraternal de las guildas medievales, para su explicación, puede aprovecharse cualquier estatuto de guilda. Si tomamos, por ejemplo, la skraa de cualquier guilda danesa antigua, leemos en ella, primeramente, que en las guildas deben reinar sentimientos fraternales generales; siguen luego las reglas relativas a la jurisdicción propia en las guildas, en caso de riña entre dos hermanos de las guildas o entre un hermano y un extraño, y por último, se enumeran los deberes de los hermanos. Si la casa de un hermano se incendia, si pierde su barca, si sufre durante una peregrinación, todos los demás hermanos deben acudir en su ayuda. Si el hermano se enferma de gravedad, dos hermanos deben permanecer junto a su lecho hasta que pase el peligro; si muere, los hermanos deben enterrarlo -un deber de no poca importancia en aquellos tiempos de epidemias frecuentes- y acompañarlo hasta la iglesia y la sepultura. Después de la muerte de un hermano, si era necesario, debían cuidarse de sus hijos; muy a menudo, la viuda se convertía en hermana de la guilda.
 

Los dos importantes rasgos arriba citados se encuentran en todas las hermandades, cualquiera que fuera la finalidad para la cual han sido fundadas. En todos los casos, los miembros precisamente se trataban así y se llamaban mutuamente hermano y hermana. En las guildas, todos eran iguales. Las guildas tenían en común alguna propiedad (ganado, ,tierra, edificios, iglesias o "ahorros comunales"). Todos los hermanos juraban olvidar todos los conflictos tribales anteriores por venganza de sangre; y, sin imponerse entre sí el deber incumplible de no reñir nunca, llegaban a un acuerdo para que la riña no pasara a ser enemistad familiar con todas las consecuencias de la venganza tribal, y para que, en la solución de la riña, los hermanos no se dirigieran a ningún otro tribunal fuera del tribunal de la guilda de los mismos hermanos. En el caso de que un hermano fuera arrastrado a una riña con una persona ajena a la guilda, los hermanos estaban obligados a apoyarlo a cualquier precio; y si fuera él acusado, justa o injustamente, de inferir la ofensa, los hermanos debían ofrecerle apoyo y tratar de llevar el asunto a una solución pacífica. Siempre que la violencia ejercida por un hermano no fuera secreta -en este último caso estaría fuera de la ley- la hermandad salía en su defensa. Si los parientes del hombre ofendido quisieran vengarse inmediatamente del ofensor con una agresión, la hermandad lo proveería de caballo para la huida, o de un bote, o de un par de remos, de un cuchillo y un acero para producir fuego; si permanecía en la ciudad, lo acompañaba por todas partes una guardia de doce hermanos; y durante este tiempo la hermandad trataba por todos los medios de arreglar la reconciliación (composition). Cuando el asunto llegaba a los tribunales, los hermanos se presentaban al tribunal para confirmar, bajo juramento, la veracidad de las declaraciones del acusado; si el tribunal lo hallaba culpable, no le dejaban caer en la ruina completa, o ser reducido a la esclavitud debido a la imposibilidad de pagar la indemnización monetaria reclamada: todos participaban en el pago de ella, exactamente lo mismo que lo hacía en la antigüedad todo el clan. Sólo en el caso de que el hermano defraudara la confianza de sus hermanos de guilda, o hasta de otras personas, era expulsado de la hermandad con el nombre de "inservible" (tha scal han maeles af brödrescap met nidings nafn). La guilda era, de tal modo, prolongación del "clan" anterior.
 

Tales eran las ideas dominantes de estas hermandades que gradualmente se extendieron a toda la vida medieval. En realidad, conocemos guildas surgidas entre personas de todas las profesiones posibles: guildas de esclavos, guildas de ciudadanos libres y guildas mixtas, compuestas de esclavos y ciudadanos libres; guildas organizadas con fines especiales: la caza, la pesca o determinada expedición comercial y que se disolvían cuando se había logrado el fin propuesto, y guildas que existieron durante siglos en determinados oficios o ramos de comercio. Y a medida que la vida desarrollaba una variedad de fines cada vez mayor, crecía, en proporción, la variedad de las guildas. Debido a esto, no sólo los comerciantes, artesanos, cazadores y campesinos se unían en guildas, sino que encontramos guildas de sacerdotes, pintores, maestros de escuelas primarias y universidades; guildas para la representación escénica de "La Pasión del Señor", para la construcción de iglesias, para el desarrollo de los "misterios" de determinada escuela de arte u oficio; guildas para distracciones especiales, hasta guildas de mendigos, verdugos y prostitutas, y todas estas guildas estaban organizadas según el mismo doble principio de jurisdicción propia y de apoyo mutuo. En cuanto a Rusia, poseemos testimonios positivos que indican que el hecho mismo de la formación de Rusia fue tanto obra de los artieli de pescadores, cazadores e industriales como del resultado del brote de las comunas aldeanas. Hasta en los días presentes, Rusia está cubierta por artieli.
 

Se ve ya por las observaciones precedentes cuán errónea era la opinión de los primeros investigadores de las guildas cuando consideraban como esencia de esta institución la festividad anual que era organizada comúnmente por los hermanos. En realidad, el convite común tenía lugar el mismo día, o el día siguiente, después de realizada la elección de los jefes, la deliberación de las modificaciones necesarias en los reglamentos y, muy a menudo, el juicio de las riñas surgidas entre hermanos; por último, en este día, a veces, se renovaba el juramento de fidelidad a la guilda. El convite común, como el antiguo festín de la asamblea comunal de la tribu -mahl o mahlum- o la aba de los buriatos, o la fiesta parroquias y el festín al finalizar la recolección, servían simplemente para consolidar la hermandad. Simbolizaba los tiempos en que todo era del dominio común del clan. En ese día, por lo menos, todo pertenecía a todos; se sentaban todos a una misma mesa. Hasta en un período considerablemente más avanzado, los habitantes de los asilos de una de las guildas de Londres, ese día, se sentaban a una mesa común junto con los ricos alderpnen.
 

En cuanto a la diferencia que algunos investigadores trataron de establecer entre las viejas -guildas de paz" sajonas (frith guild) y las llamadas guildas "sociales" o "religiosas", con respecto a esto puede decirse que todas eran guildas de paz en el sentido ya dicho y todas ellas eran religiosas en el sentido en que la comuna aldeana o la ciudad puesta bajo la protección de un santo especial son sociales y religiosas. Si la institución de la guilda tuvo tan vasta difusión en Asia, Africa y Europa, si sobrevivió un milenio, surgiendo nuevamente cada vez que condiciones similares la llamaban a la vida, se explica porque la guilda representaba algo considerablemente mayor que una simple asociación para la comida conjunta, o para concurrir a la iglesia en determinado día, o para efectuar el entierro por cuenta común. Respondía a una necesidad hondamente arraigada en la naturaleza humana; reunía en sí todos aquellos atributos de que posteriormente se apropió el Estado por medio de su burocracias su policía, y aun mucho más. La guilda era una asociación para el apoyo mutuo "de hecho y de consejo", en todas las circunstancias y en todas las contingencias de la vida; y era una organización para el afianzamiento de la justicia, diferenciándose del gobierno, sin embargo, en que en lugar del elemento formal, que era el rasgo esencial característico de la intromisión del Estado. Hasta cuando el hermano de la guildas aparecía ante el tribunal de la misma, era juzgado por personas que le conocían bien, estaban a su lado en el trabajo conjunto, se habían sentado con él más de una vez en el convite común, y juntos cumplían toda clase de deberes fraternales; respondía ante hombres que eran sus iguales y sus hermanos verdaderos, y no ante teóricos de la ley o defensores de ciertos intereses ajenos.
 

Es evidente que una institución tal como la guilda, bien dotada para la satisfacción de la necesidad de unión, sin privar por eso al individuo de su independencia e iniciativa, debió extenderse, crecer y fortalecerse. La dificultad residía solamente en hallar una forma que permitiera a las federaciones de guildas unirse entre sí, sin entrar en conflicto con las federaciones de comunas aldeanas, y uniera unas y otras en un todo armonioso. Y cuando se halló la forma conveniente -en la ciudad libre- y una serie de circunstancias favorables dio a las ciudades la posibilidad de declarar y afirmar su independencia, la realizaron con tal unidad de pensamiento, que habría de provocar admiración aun en nuestro siglo de los ferrocarriles, las comunicaciones telegráficas y la imprenta. Centenares de Cartas con las que las ciudades afirmaron su unión llegaron hasta nosotros; y en todas estas Cartas aparecen las mismas ideas dominantes, a pesar de la infinita diversidad de detalles que dependían de la mayor o menor plenitud de libertad. Por doquier la ciudad se organizaba como una federación doble, de pequeñas comunas aldeanas y de guildas.
 

"Todos los pertenecientes a la amistad de la ciudad -como dice, por ejemplo, la Carta acordada en 1188 a los ciudadanos de la ciudad de Aire, por Felipe, conde de Flandes- han prometido y confirmado, bajo juramento, que se ayudarán mutuamente como hermanos en todo lo útil y honesto; que si el uno ofende al otro, de palabra o de hecho, el ofendido no se vengará por sí mismo ni lo harán sus allegados... presentará una queja y el ofensor pagará la debida indemnización por la ofensa, de acuerdo con la resolución dictada por doce jueces electos que actuarán en calidad de árbitros. Y si el ofensor o el ofendido, después de la tercera advertencia, no se somete a la resolución de los árbitros, será excluido de la amistad como hombre depravado y perjuro.
 

"Todo miembro de la comuna será fiel a sus conjurados, y les prestará ayuda y consejo de acuerdo con lo que dicte la justicia" -así dicen las Cartas de Amiens y Abbeville-. "Todos se ayudarán mutuamente, cada uno según sus fuerzas, en los límites de la comuna, y no permitirán que uno tome algo a otro comunero, o que obligue a otro a pagar cualquier clase de contribución", leemos en las cartas de Soissons, Compiégne, Senlis, y de muchas otras ciudades del mismo tiempo.
 

"La comuna -escribió el defensor del antiguo orden, Guilbert de Nogent- es un juramento de ayuda mutua (mutui adjutori conjuratio)"... "Una palabra nueva y detestable. Gracias a ella, los siervos (capite sensi) se liberan de toda servidumbre; gracias a ella, se liberan del pago de las contribuciones que generalmente pagaban los siervos".
 

Esta misma ola liberadora rodó en los siglos décimo, undécimo y duodécimo por toda Europa, arrollando tanto las ciudades ricas como las más pobres. Y si podemos decir que, hablando en general, primero se liberaron las ciudades italianas (muchas aún en el siglo undécimo y algunas también en el siglo décimo), sin embargo no podemos dejar de señalar el centro menudo, un pequeño burgo de un punto cualquiera de Europa central se ponía a la cabeza del movimiento de su región, y las grandes ciudades tomaban su Carta como modelo. Así, por ejemplo, la Carta de la pequeña ciudad de Lorris fue aceptada por ciudades del sureste de Francia, y la Carta de Beaumont sirvió de modelo a más de quinientas ciudades y villas de Bélgica y Francia. Las ciudades enviaban continuamente diputados especiales a la ciudad vecina, para obtener copia de su Carta, y sobre esa base elaboraban su propia constitución. Sin embargo, las ciudades no se conformaban con la simple transcripción de las Cartas: componían sus cartas en conformidad con las concesiones que conseguían arrancar a sus señores feudales; resultando, como observó un historiador, que las cartas de las comunas medievales se distinguen por la misma diversidad que la arquitectura gótica de sus iglesias y catedrales. La misma idea dominante en todas, puesto que la catedral de la ciudad representaba simbólicamente la unión de las parroquias o de las comunas pequeñas y de las guildas en la ciudad libre, y en cada catedral había una infinita riqueza de variedad en los detalles de su ornamento.
 

El punto más esencial para las ciudades que se liberaban era su jurisdicción propia, que implicaba también la administración propia. Pero la ciudad no era simplemente una parte "autónoma" del Estado -tales palabras ambiguas no habían sido inventadas-, constituía un Estado por sí mismo. Tenía derecho a declarar la guerra y negociar la paz, el derecho de establecer alianzas con sus vecinos y de federarse con ellos. Era soberana en sus propios asuntos y no se inmiscuía en los ajenos.
 

El poder político supremo de la ciudad se encontraba, en la mayoría de los casos, íntegramente en manos de la asamblea popular (forum) democrática, como sucedía, por ejemplo, en Pskof, donde la viéche enviaba y recibía los embajadores, concluía tratados, invitaba y expulsaba a los knyaziá, o prescindía por completo de ellos durante décadas enteras. 0 bien, el alto poder político era transferido a manos de algunas familias notables, comerciantes o hasta de nobles; o era usurpado por ellos, como sucedía en centenares de ciudades de Italia y Europa central. Pero los principios fundamentales continuaban siendo los mismos: la ciudad era un Estado y, lo que es quizá aún más notable, si el poder de la ciudad había sido usurpado, o se habían apropiado paulatinamente de él la aristocracia comercial o hasta la nobleza, la vida interior de la ciudad y el carácter democrático de sus relaciones cotidianas sufrían por ello poca mengua: dependía poco de lo que se puede llamar forma política del Estado.
 

El secreto de esta contradicción aparente reside en que la ciudad medieval no era un Estado centralizado. Durante los primeros siglos de su existencia, la ciudad apenas se podía llamar Estado, en cuanto se refería a su organización interna, puesto que la edad media, en general, era ajena a nuestra centralización moderna de las funciones, como también a nuestra centralización de las provincias y distritos en manos de un gobierno central. Cada grupo tenía, entonces, su parte de soberanía.
 

Comúnmente la ciudad estaba dividida en cuatro barrios, o en cinco, seis o siete kontsi (sectores) que irradiaban de un centro donde estaba situada la catedral y a menudo la fortaleza (krieml). Y cada barrio o koniets en general representaba un determinado género de comercio o profesión que predominaban en él, a pesar de que en aquellos tiempos en cada barrio o koniets podían vivir personas que ocupaban diferentes posiciones sociales y que se entregaban a diversas ocupaciones: la nobleza, los comerciantes, los artesanos y aún los semisiervos. Cada koniets o sector, sin embargo, constituía una unidad enteramente independiente. En Venecia, cada isla constituía una comuna política independiente, que tenía su organización propia de oficios y comercios, su comercio de sal y pan, su administración y su propia asamblea popular o forum. Por esto, la elección por toda Venecia de uno u otro dux, es decir, el jefe militar y gobernador supremo, no alteraba la independencia interior de cada una de estas comunas individuales.
 

En Colonia, los habitantes se dividían en Geburschaften y Heimschaften (viciniae), es decir, guildas vecinales cuya formación data del periodo de los francos, y cada una de estas guildas tenía en juez (Burgrichter) y los doce jurados electos corrientes (Schóffen), -su Vogt (especie de jefe policial) y su greve o jefe de la milicia de la guilda.
 

La historia del Londres antiguo, antes de la conquista normanda del siglo XII, dice Green, es la historia de algunos pequeños grupos, dispersos en una superficie rodeada por los muros de la ciudad, y donde cada grupo se desarrollaba por sí solo, con sus instituciones, guildas, tribunales, iglesias, etc.; sólo poco a poco estos grupos se unieron en una confederación municipal. Y cuando consultamos los anales de las ciudades rusas, de Novgorod y de Pskof, que se distinguen tanto los unos como los otros por la abundancia de detalles puramente locales, nos enteramos de que también los kontsi, a su vez, consistían en calles (ulitsy) independientes, cada una de las cuales, a pesar de que estaba habitada preferentemente por trabajadores de un oficio determinado, contaba, sin embargo, entre sus habitantes también comerciantes y agricultores, y constituía una comuna separada. La ulitsa asumía la responsabilidad comuna¡ por todos sus miembros, en caso de delito. Poseía tribunal y administración propios en la persona de los magistrados de la calle (ulitchánske stárosty) tenía sello propio (el símbolo del poder estatal) y en caso de necesidad, se reunía su viéche (asamblea) de la calle. Tenía, por último, su propia milicia, los sacerdotes que ella elegía, y tenía su vida colectiva propia y sus empresas colectivas. De tal modo, la ciudad medieval era una federación doble: de todos los jefes de familia reunidos en pequeñas confederaciones territoriales -calle, parroquia, koniets- y de individuos unidos por un juramento común en guildas, de acuerdo con sus profesiones. La primera federación era fruto del crecimiento subsiguiente, provocado por las nuevas condiciones.
 

En esto residía toda la esencia de la organización de las ciudades medievales libres, a las que debe Europa el desarrollo esplendoroso tomado por su civilización.
 

El objeto principal de la ciudad medieval era asegurar la libertad, la administración propia y la paz; y la base principal de la vida de la ciudad, como veremos en seguida, al hablar de las guildas artesanos, era el trabajo. Pero la "producción- no absorbía toda la atención del economista medieval. Con su espíritu práctico comprendía que era necesario garantizar el "consumo" para que la producción fuera posible; y por esto el proveer a "la necesidad común de alimento y habitación para pobres y ricos- (gemeine notdurft und gemach armer und richer), era el principio fundamental de toda ciudad. Estaba terminantemente prohibido comprar productos alimenticios y otros artículos de primera necesidad (carbón, leña, etc.) antes de ser entregados al mercado, o comprarlos en condiciones especialmente favorables -no accesibles a otros-, en una palabra, el preempcio, la especulación. Todo debía ir primeramente al mercado, y allí ser ofrecido para que todos pudieran comprar hasta que el sonido de la campana anunciara la clausura del mercado. Sólo entonces podía el comerciante minorista comprar los productos restantes: pero aun en este caso, su beneficio debía ser "un beneficio honesto". Además, si un panadero, después de la clausura del mercado, compraba grano al por mayor, entonces cualquier ciudadano tenía derecho a exigir determinada cantidad de este grano (alrededor de medio quarter) al precio por mayor si hacía tal demanda antes de la conclusión definitiva de la operación; pero, del mismo modo, cualquier panadero podía hacer la demanda si un ciudadano compraba centeno para la reventa. Para moler el grano bastaba con llevarlo al molino de la ciudad, donde era molido por turno, a un precio determinado; se podía cocer el pan en el four banal, es decir, el horno comunal. En una palabra, si la ciudad sufría necesidad, la sufrían entonces más o menos todos; pero, aparte de tales desgracias, mientras existieron las ciudades Ubres, dentro de sus muros nadie podía morir de hambre. como sucede demasiado a menudo en nuestra época.
 

Además, todas estas reglas datan ya del período más avanzado de la vida de las ciudades, pues al principio de su vida las ciudades libres generalmente compraban por sí mismas todos los productos alimenticios para el consumo de los ciudadanos. Los documentos publicados recientemente por Charles Gross contienen datos plenamente precisos sobre este punto, y confirman su conclusión de que las cargas de productos alimenticios llegadas a la ciudad "eran compradas por funcionarios civiles especiales, en nombre de la ciudad, y luego distribuidas entre los comerciantes burgueses, y a nadie se permitía comprar mercancía descargada en el puerto a menos que las autoridades municipales hubieran rehusado comprarla. Tal era -agrega Gross- según parece, la práctica generalizada en Inglaterra, Irlanda, Gales y Escocia. Hasta en el siglo XVI vemos que en Londres se efectuaba la compra común de grano -para comodidad y beneficio en todos los aspectos, de la ciudad y del Palacio de Londres y de todos los ciudadanos y habitantes de ella en todo lo que de nosotros depende", como escribía el alcalde en l565.
 

En Venecia, todo el comercio de granos, como se sabe bien ahora, se hallaba en manos de la ciudad, y de los "barrios", al recibir el grano de la oficina que administraba la importación, debían distribuir por las casas de todos los ciudadanos del barrio la cantidad que corresponda a cada uno. En Francia, la ciudad de Amiens compraba sal y la distribuía entre todos los ciudadanos al precio de compra; y aún en la época presente encontramos en muchas ciudades francesas las halles que antes eran el depósito municipal para el almacenamiento del grano y de la sal. En Rusia, era esto un hecho corriente en Novgorod y Pskof.
 

Necesario es decir que toda esta cuestión de las compras comunales para consumo de los ciudadanos y de los medios con que eran realizadas no ha recibido aún la debida atención de parte de los historiadores; pero aquí y allá se encuentran hechos muy instructivos que arrojan nueva luz sobre ella. Así, entre los documentos de Gross existe un reglamento de la ciudad de Kilkenny, que data del año 1367, y por este documento nos enteramos de qué modo se establecían los precios de las mercaderías. "Los comerciantes y los marinos -dice Gross- debían mostrar, bajo juramento, el precio de compra de su mercadería y los gastos originados por el transporte. Entonces el alcalde de la ciudad y dos personas honestas fijaban el precio (named the price) a que debía venderse la mercadería." La misma regla se observaba en Thurso para las mercaderías que llegaban "por mar y por tierra". Este método "de fijar precio" armoniza tan justamente con el concepto que sobre el comercio predominaba en la Edad Media que debe haber sido corriente. El que una tercera persona fijara el precio era costumbre muy antigua; y para todo género de intercambio dentro de la ciudad indudablemente se recurría muy a menudo a la determinación del precio, no por el vendedor o el comprador, sino por una tercera persona -una persona "honesta"-. Pero este orden de cosas nos remonta a un período aún más antiguo de la historia del comercio, precisamente al período en que todo el comercio de productos importantes era efectuado por la ciudad entera, y los compradores eran sólo comisionistas apoderados de la ciudad para las ventas de la mercadería que ella exportaba. Así el reglamento de Waterford, publicado también por Gross, dice que "todas las mercaderías, de cualquier género que fueran... debían ser compradas por el alcalde (el jefe de la ciudad) y los ujieres (balives), designados compradores comunales (para la ciudad) para el caso, y debían ser distribuidas entre todos los ciudadanos libres de la ciudad (exceptuando solamente las mercancías propias de los ciudadanos y habitantes libres"). Este estatuto apenas se puede interpretar de otro modo que no sea admitiendo que todo el comercio exterior de la ciudad era efectuado por sus agentes apoderados. Además, tenemos el testimonio directo de que precisamente así estaba establecido en Novgorod y Pskof. El soberano señor Novgorod y el soberano señor Pskof enviaban ellos mismos sus caravanas de comerciantes a los países lejanos.
 

Sabemos también que en casi todas las ciudades medievales de Europa central y occidental, cada guilda de artesanos habitualmente compraba en común todas las materias primas para sus hermanos y vendía los productos de su trabajo por medio de sus delegados; y apenas es admisible que el comercio exterior no se realizara siguiendo este orden, tanto más cuanto que, como bien saben los historiadores, hasta el siglo XIII todos los compradores de una determinada ciudad en el extranjero no sólo se consideraban responsables, como corporación, de las deudas contraídas por cualquiera de ellos, sino que también la ciudad entera era responsable de las deudas contraídas por cada uno de sus ciudadanos comerciantes. Solamente en los siglos XII y XIII las ciudades del Rhin concertaron pactos especiales que anulaban esta caución solidaria. Y por último, tenemos el notable documento de Ipswich, publicado por Gross, en el cual vemos que la guilda comercial de esta ciudad se componía de todos aquellos que se contaban entre los hombres libres de la ciudad, y expresaban conformidad en pagar su cuota (su "hanse") a la guildas, y toda la comuna juzgaba en común cuál era el mejor modo de apoyar a la guilda comercial y qué privilegios debía darle. La guilda comercial (the Merchant guild) de Ipswich resultaba de tal modo más bien una corporación de apoderados de la ciudad que una guilda común privada.
 

En una palabra. cuanto más conocemos la ciudad medieval, tanto más nos convencemos de que no era una simple organización política para la protección de ciertas libertades políticas. Constituía una tentativa -en mayor escala de lo que se había hecho en la comuna aldeana- de unión estrecha con fines de ayuda y apoyo mutuos, para el consumo y la producción y para la vida social en general, sin imponer a los hombres, por ello, los grillos del Estado, sino, por el contrario, dejando plena libertad a la manifestación del genio creador de cada grupo individual de hombres en el campo de las artes, de los oficios, de la ciencia, del comercio y de la organización política.
 

Hasta dónde tuvo éxito esta tentativa lo veremos, mejor que nada, examinando en el capítulo siguiente la organización del trabajo en la ciudad medieval y las relaciones de las ciudades con la población campesina que las rodeaba.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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