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POESÍA
Los poetas
 
MARIANA FINOCHIETTO.
 

Cuando no se cree en nada
y sin embargo
en el fondo del vientre, como un hijo,
crece un árbol de estrellas,
una selva luminosa y hostil
parecida
(tan cruel)
a la esperanza
y una se aferra 
a la fe vegetal con sangre y alma
y espera.
¿Qué mujer
no se sentó, alguna vez, en el balcón
al borde del amor o la caída,
esperando como esperan los fieles y los perros?

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Como la noche
cuando cae sobre el mundo
me ha cubierto la tristeza.
Ando triste en la casa,
pateando el destino de los trágicos 
de cuarto en cuarto.

(Alguna vez pensé que la tristeza
era el camino blanco donde anduve
sola y con pies pequeños,
casi
sin hacer ruido)

Mis hijos me ven pasar. 
Ya saben
que llevo pájaros negros en la frente
y me ofrecen manos abiertas como nidos,
miguitas de diminutas felicidades,
trampas para gorriones.

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Habrá
aún 
una tibieza para refugiarnos,
un hueco,
un resquicio,
un nido tejido por manos pequeñas.
Habrá 
aún 
tu voz en el aire temblada y huida,
tu voz que se escapa,
pájaro en la niebla.
¿Qué persigo, 
a solas, 
con los pies descalzos
y este cuerpo hambriento?

Habrá
lo que quede
cuando cesa el viento.

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Sobre mi mano abierta
bajito
digo tu nombre.
Cierro el puño. 
Que duela 
cada letra en mi palma,
que se haga
carne de mí la herida abierta.
Abro la mano.
Es bella
entra las mansas líneas de mi vida
la línea roja que trazó tu nombre.

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Junto a mí,
tu mano que duerme 
es un dulce animal en espera de la luz.
Yo rozo tu mano. No quiero despertarte
ahora 
que los hijos duermen 
tan lejos de la urgencia de las fiebres,
ahora 
que podemos soñar
los sueños de los justos.
Busco en tu palma
las líneas de tu vida y de la mía,
acaricio
la piel que empieza a ajarse
donde tu puño aprieta las ganas de vivir.
Me guía
una certeza clara y deslumbrante.
La placidez también debería ser una emoción.

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Apenas es luz
el manso gris del día.
Sobre mis manos cae,
cruzando la ventana,
para recordarme
que estoy aquí,
tibia entre las sombras.

Mi hombre atraviesa
el rectángulo de luz.
Mira, al pasar. No se detiene.
Es el viejo rito del amor
que se repite
a través de los años,
hasta hacerse invisible.

No me pregunta. Sabe.
En un rato
calentará el agua en la cocina
y se acercará despacio.
Me llamará desde la puerta.
Yo dejaré el libro y la tristeza
y me sentaré con él 
a armar la vida.

(de La hija del pescador, 2016).

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Encendé los fuegos, madre.
¿Escuchás la noche
detrás de las ventanas
creciendo entre la hierba?

Es la sombra
que late bajo tierra,
la oscura certeza boca arriba
esperando las estrellas.

Huelo el miedo en los hombres.
¿Es miedo, madre, 
lo que asoma a tus ojos?

Nosotras no temblamos,
me dijiste. No sabemos temblar.

(de La hija del pescador, 2016)

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No fuiste 
el primer hombre de mi vida
y no voy a asegurar
que seas el último.

Tengo la lealtad
de los perros 
recogidos en la calle,
pero, amor,
no creo en la fidelidad.

Puedo jurar,
si querés, 
solemnemente,
que sos el único gran amor
que he tenido en estos días.

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Dicen, ellos, 
que sonría,
que me vista de rojo
y me deje crecer el pelo
como toda una mujer.

Dicen
que desgarre mi cuerpo
hasta que encaje 
en el talle de rigor,
que cubra estas canas
que le cuentan mi edad al mundo.

Dicen 
que me cruce 
de piernas con pudor,
pero que mire con ojos incendiarios.
Que no beba de más
pero que finja que me achispo 
lo suficiente.
Dicen, dicen....

Yo, señores,
ya pagué el costo de crecerme.
Llevo tatuado mi valor
por si lo olvido,
y he de envejecer
como se me dé la gana.

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Amar a un hombre bueno
es entregar
el lado más inocente
del corazón.
Los hombres buenos
no son piadosos
en el amor.
No les bastan
las miradas de Gorgona,
las noches desmesuradas,
las palabras
de fuego.
Los hombres buenos
no quieren
otra cosa
que quedarse
con lo más puro
que tenemos.

(de Cuadernos de la breve ceguera, 2015.)


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

Mi correo: yo@heliosbuira.com

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