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POESÍA
Los poetas
 
EDA NICOLA
 

Escribir para mí es encontrar los tatuajes de mi cuerpo sutil.

He sido marcada a fuego y sangre. Y también con caricias. También.

Hay libros enteros ahí. Bibliotecas sin fin.

Es el Akasha. La memoria sagrada escrita en luz que tiembla.

Se ven las marcas, iridiscentes, bajo el plasma de la vida.

Por eso hay que ir a la vida. Como sea que sea la vida.

Ir a ella. Así. Ir. Y nada más.

Permitir que pase a través del ser y deje su secuela.

Sin escatimar ni controlar ni analizar. Entregada a todo.

Sin demasiada intensidad ni distancia. Ir regulando ritmo.

Ni tanta elevación ni tanta hondura. Hondura tuve. Elevación también.

Ya estuvo bien. Ya estuvo bien de todo.

Abro las sagradas puertas de la percepción.

Mis sutiles perceptores.

Y escucho cómo la gente se duerme, se aturde, se narcotiza.

Escucho cómo huyen y huyen de sí mismos.

Y no digo que esté bien ni mal.

Ahora sé que lo que sea para cada quien es perfecto en tiempo y forma.

Hay muchos modos de huir. En algunos yo he sido experta.

Pero ya no lo haré. Ya no.

Miro mis manos. Son mis manos.

Quieren solo estar así, acá, conmigo.

Siendo solamente mis manos que descansan una sobre la otra.

Sin otro trabajo que ser mis manos descansando de tanto.

Les permito. Me lo permito.

Mis pies. Mis piernas. Mi vientre. Mi sexo. Mi corazón.

Ninguna otra tarea para ellos que ser mi cuerpo.

Y sentarse al sol. Y respirar en cada célula. En cada átomo.

Nada más respirar.

Voy al fondo de mí. Al oscuro, al delicado fondo.

La sangre es un río de terciopelo. Respira como lo hace el agua en paz.

Rítmica. Y perfecta.

Todo está bien. Así. Acá. Conmigo.

Y nada más.

 

(Las bellas “puertas de la percepción” es una imagen del maestro William Blake. Y los “perceptores sutiles” forman la percepción que trasciende los sentidos físicos, y se entrenan en la lectura de registros akáshicos.)

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Madre serpiente, te pido tu sabiduría.

Que sepa yo, como vos, cambiar la piel a tiempo.

Que no me retuerza ni doblegue ni permita en mí, dolor,

por obligarme a encajar donde ya no.

Que sepa cultivar con amor y benevolencia mi nueva piel.

Que no la niegue, que no me asuste de mí misma.

De lo que crece de mí. Sea como sea lo que crezca.

Soy vida. ¿qué temer?

Crecieron en mí una a una las membranas que formaron a mis hijas

desde la célula esencial. Y mis hijas son nuevo camino.

Yo seré la hija de mí misma. También soy camino.

Y nuevo camino. Cada vez, nuevo camino. Así es estar viva.

Cuando estuve muerta no lo sabía. Pero ahora lo sé.

Y que mi nueva piel tenga suficiente ternura para no lastimar.

Que no sea abrupta ni espina para nada ni nadie.

Que sepa exactamente cómo, cuándo, dónde y con quién,

abrirse.

Y no ser ni causar, herida.

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Necesito una vida real.

Esto tiene implicancias.

La primera: dejar de necesitar.

No necesito nada.

Soy realidad. Exactamente así. Como soy.

Todo lo demás es fantasía.

 

La segunda. Implicancia.

¿cómo soy?

¿qué parte de mí es tejido sin substancia?

¿materia de sueños?

¿irrealidad?

¿cuál? ¿cuáles?

¿cómo la / las reconozco?

 

Lo real nada necesita.

Ni mostrarse.

Ni exponerse.

Ni enseñarse.

Ni hacer esto para lograr aquello. No.

Es.

No se engaña.

No vive en la mentira.

Es.

No teje un mundo a su medida.

Es como es.

Y lo acepta.
 

Lo real

no necesita la atención

ni el sostén

de nada

de nadie.

Es.
 

Una vicuña pastando en las altas cumbres.

Es.

Se sabe a sí misma.

No se idealiza.

No se martiriza.

No se compara.

Es.
 

Vivimos en el mundo de las formas.

Pero lo real no tiene forma.

No se ciñe a ninguna.

Es.

 

Muchas palabras han dicho los sabios.

Bien, lo real no las necesita.

Es.

No lo sostiene ninguna palabra.

Ningún pensamiento.
 

Usar palabras para decir lo real

es una flagrante contradicción.

Porque las palabras no lo alcanzan.

Son formas. Y lo real no es forma.

Tercera implicancia, dos posibilidades:

  1. El silencio. Para que ahí lo real respire.

  2. La metáfora. Para que el sueño de la forma nos dé un indicio. Una pista. Eso que se aproxima, sin tocarlo. Por ejemplo: querer mostrar el vuelo del colibrí con finas placas de hielo. Sencillamente no se puede. Lo real es el movimiento de las alas del colibrí. O el hielo haciéndose agua. No los vemos. Huyen. Nos queda entre los dedos el agua, y el viento.

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Leeré y leeré poesía. Mucha.

Porque toda poesía es el lenguaje cifrado del amor.

A veces, también escribiré un poco.

Un murmullo en la arena. Un solo pajarito que canta sólo durante una tarde. Así.

Como una niña que imita lo que ve, para ser parte.

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La tierra donde se construyó mi casa nunca fue segura.

La tierra, la casa, eran en mi infancia,

bienes de cambio.

Algo con qué negociar.

Algo con qué pagar cuentas, o vender para comprar otra mejor,

más linda, más nueva, cerca del centro.

No tuve tierra bajo mis pies.

¿qué importa, dirás?

¿acaso eras un árbol?

Y sí, sí. De algún modo yo era un árbol.

Porque me gustaba la tierra de mi casa, y mi casa.

Iba haciéndolas mías en cada cambio,

en cada movimiento.

Hasta que fueron tantas las raíces cortadas

que decidí ser un pájaro.

De algún modo seguía siendo yo misma.

Porque mi casa serían los árboles.

Por eso ahora ya no me crecen raíces.

Y busco en el cielo, mi tierra.

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No me lo recuerdes.

Yo los até uno a uno con cuerdas que tejí con ramas vivas y espinas…

Cuerdas hechas por mí, en mi boca, con mi saliva y mi sangre de mujer en la tierra negra de la noche.

Até uno a uno los corazones, tibios todavía, de las muchachas que amabas.

Lo hice hace varios siglos, pero lo recuerdo como si lo estuviera haciendo ahora mismo.

Tuve que dormirlas en un sueño letárgico con adormidera y cicuta, para arrancarles los corazones golpeando los huesos del pecho con una pulsera que yo misma hice, con colmillos de cerdos salvajes.

Soy salvaje ahora, mientras recuerdo, embebida toda en sangre y rabia.

Arranqué y até los corazones de esas muchachas en las ramas de mi árbol sagrado.

Para destilar de ellos, con el rocío de la mañana,

tu amor,

y beberlo

y así tenerte.

Tenerte.

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Los caballos cubiertos de neblina al amanecer

Y los hombres, también húmedos y un poco ciegos, van a ensillarlos.

El recado, el freno, los estribos.

Los mansos animales muerden el pasto mojado y tibio de la madrugada.

Sacuden un poco la cabeza.

Y les dicen a los hombres insomnes, antiguas palabras de otros mundos.

De cuando el hombre era con el caballo un solo ser.

Y galopaban en la tierra del cielo, en la tierra del mar.

Galopando, para ablandar los cuerpos, les cuentan una y otra vez la vieja historia.

Que eran demasiado poderosos. Y excesivamente bellos, y nobles.

Que nadie los podía controlar, ni humillar.

Y cómo entonces los dioses, lleno de envidia su inmortal corazón,

idearon una trampa para, con artes oscuras, separarlos.

Sucede lento el día, la faena, el sudor, el agua fresca del atardecer.

Y de noche los hombres ya saben, aunque no sepan decirlo,

que un caballo es un hermano de su sangre.

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Brota un espeso oleaje de mis manos.

Alguien,

de algún modo

abrió sus herrajes, las cerraduras húmedas, la torsión secreta

y ahora brota todo lo que mis manos hicieron en tiempos olvidados,

plegados

unos sobre otros,

como láminas de acero.

Pero no quiero saber y entro en sueños.

De mis manos,

de un tajo en cada palma

nace

un

negro mar.

Es de noche. Estoy dormida. Nada sé.

Siento el mar pesado en mis manos

como un pez de petróleo.

Pesa milenios. Años sobre años sobre años dormidos.

Adentro del mar,

el aire en mis pulmones es de obsidiana líquida.

La luna roja mira todo.

Sabe todo.

Pero no dirá nada.

¿estoy dormida?

¿soy el mar, la luna, el pez, la obsidiana?

Veo todo desde afuera del tiempo.

Despierto en lo desconocido.

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Es como el océano.

Aún si es de noche y no lo ves. Lo sientes. Lo sabes.

Aún si vives en el centro del continente. Lo sientes. Lo sabes.

Así, los animales, los vegetales, los minerales todos. Los sientes. Los sabes.

Aunque veas dormir a tu gato enrolladito.

El sonido de sus vidas puras es el ruido de fondo

de tu vida toda.

Hoy vi en un camión jaula a unos cerdos.

Qué sentirán, al sentir que el piso se les mueve,

y no podérselo explicar?

¿Están aterrados?

¿Saben hacia dónde van?

¿Lo hablarán entre ellos?

Vi también que con ese pensamiento yo no iba a nada.

Entonces, les agradecí en mi corazón el don de su vida.

Les agradecí muy fuerte.

Les dije desde mi corazón que los honro, los respeto,

y les agradezco su vida ofrenda a la vida nuestra toda.

No sé si vale mi gracias, no sé si vale que los vea.

Vida preciosa. Vida ofrenda.

Lo diré otra vez.

El ruido de animales, vegetales y minerales de este mundo es nuestro ruido de fondo.

Y no es una melodía.

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Ahora que soy la dueña de mi tiempo puedo viajar a lo más hondo.

El fondo de las cosas no existe. O sí.

Se parece a un vacío sin principio ni fin.

Una boca abierta hacia adentro y hacia afuera. Y entro y salgo.

Entonces, veo en las espinacas que voy a cocinar la frustración

de quien cultivó o cosechó. La furia del vehículo que las transportó.

Las rutas somnolientas, ardientes.

La dulzura de la niña que las ve en la verdulería, y quiere hablarles.

La impotencia del vendedor, que no obtuvo el precio

que quería. O sí. Pero no es suficiente.

Y las espinacas creciendo despreocupadas, desde el sueño de ser una espinaca.

Unas hojas verdísimas danzando con el agua, el viento, el sol.

Con miles de otras espinacas, diciéndose la belleza y la alegría

por arriba y por debajo de la tierra. En un brillante mundo verde.

Ya quisiera ser yo una espinaca. Ya quisiera.

Y no me decido a cortarlas y ponerlas en el fuego.

Siento el terror del animal antes de morir, en la carne que cocinaré.

Y el animal viviente, purísimo, bajo el ritmo de su corazón,

haciendo una carrerita en el campo, rojo y dorado. Y el sol, que sabe todo.

Eso es ir al fondo de las cosas.

Mi vida se disgrega así. Siempre parece que vuelo o sueño.

Pero conozco al mundo desde bien adentro.

Sólo puedo amarlo.

Más, no sé.

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Salgo de mi casa a la calle.

A la tierra somnolienta, marcada por las ruedas y los perros, de la calle de mi casa.

Reafirmada con piedras, que se desgranan con los camiones.

Es una tierra estéril. Nada crece en ella.

Yo me tiendo boca abajo sobre su piel sequita y desgranada y le digo lo que vale.

Todo lo que vale para mí que esté ahí, sosteniendo mis pies cada día.

Que no se aburra y se vaya.

Duermo tranquila sabiendo que sigue ahí.

También le digo que les diga a sus hermanas cubiertas de cemento, lo que valen,

oscuras, dormidas, tapadas así, con esa masa ardiente o helada, ciegas,

y escuchando todo, sin saber.

Tanta es la pena de este mundo. Tanta, y en tantas cosas.

Yo siento la respiración de todo.

De las piedras, diré en otro momento. Las piedras.

Montaña desgranada. Sagradas criaturas del fulgor reducidas a polvo.

Agradezco a todos los seres su ser.

Los amo cada vez que respiro.

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Mi mano izquierda es una golondrina.

Mi mano derecha es un ciprés.

Vicente Huidobro.

 

Todo lo que es late, se contrae, se deshace,

se desgrana.

Todo lo que es estalla, se da vuelta, se expone, gira violentamente, se hunde, se ahoga,

ilumina.

Todo lo que es dice, insinúa, miente, tergiversa, teme, grita, grita, grita,

silenciosamente.

Todo lo que es espera, confía, no teme a la muerte, se hace amigo, te da un mate,

se enamora.

Todo lo que es, es.

Ni todas las palabras del mundo apiladas,

una sobre otra como las sillas después de la fiesta del pueblo,

pueden expresarlo, ni lo tocan apenas.

Lo llaman desde lejos.

Y lo que es nunca escucha.

Anda por ahí, jugando.

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Me he dado muerte por mi mano.

Me han dado muerte de muchos y violentos modos.

Muerte letal de indiferencia y desprecio.

Por envenenamiento.

Por inanición.

Por guerra simple y llana.

Traicionada. Traicionando.

Inmolada.

Lapidada.

Enterrada viva.

En sacrificio.

Bajo tortura.

Agua o aceite hirvientes.

Espada.

Devorada.

Y más.

Morí de todas las formas que la humanidad ha ingeniado.

Y también maté, de todas esas formas posibles.

Nada humano me es ajeno, o extraño, como dijo un sabio.

Sigo insistiendo.

Volví a la vida.

Un día, no sé si será un día muerto,

o vivo

sabré

por qué,

para qué.

Entonces, ya no será necesario insistir.

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Por favor, por favor, deja a la ilusión en su sitio.

Construye para ella un sitio. Como todo lo que es, tiene derecho a la vida, por supuesto.

Quédate con ella todo lo que quieras y puedas. Dile todo, escúchala con amor, con respeto.

Pero nunca la saques de su sitio.

Llévale alimento y agua a su ciudad de cristales y luciérnagas.

Pero nunca la saques de su sitio.

No la lleves a dar un paseo, ni una vuelta a la manzana, ni se te ocurra.

Nunca le muestres tu vida.

Porque la invadirá de tales formas y modos que te perderás.

Será peor que si te dieras a la bebida, o a las drogas duras.

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Hay una línea de luz.

A veces no la ves.

Es cuando se hace negrísima, pulida, firme.

En esa línea vive tu ser entero.

Nada, nadie que hayas rozado o soñado puede abandonarla.

Tu línea todo lo imanta.

Desolada. Amorosa. Trémula.

Como sea que se tienda sobre los abismos, es correcto.

Eres la perfecta equilibrista de la línea de tu luz.

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La poesía no es el juego de palabras más insólito, gentil, o espeluznante.

Es otra cosa, otra cosa.

 

La poesía es una máquina de desintegración.

Vive en el cráneo de una paloma muerta.

 

La poesía bebe ginebra hasta la madrugada.

Después llora, se babea, pierde la sintaxis.

 

La poesía hace mucho tiempo se ahogó en el mar.

Vive en la memoria, como un fantasma.
 

Hay que matar a la poesía.

No es necesario ser cruel. Una muerte piadosa está bien.

Y empezar de nuevo, alucinados.

Juntando sonidos como se amontonan piedritas a la orilla del universo,

el gran océano feroz, y sagrad

 


EDA NICOLA

 

Nació en Coronel Moldes, Córdoba, 1969. Desde muy joven se aproximó a la poesía en un taller literario de su pueblo. Estudió letras y ejerció la docencia. Reside en General Deheza desde el año 2001.

Publicó los siguientes poemarios: De los pequeñísimos filamentos nerviosos de mi carne (Narvaja editor, 2003, premio provincial para autores inéditos), Hilos de luz entre turbias cosas (Jorge Sarmiento editor, 2010), Bajo la luz de una pequeña lámpara (Ediciones Llantodemudo, 2015), Detrás del aire (Editorial Huesos de jibia, 2016), Círculo de fuego (Editorial Cartografías, 2018), Foso de sal (Editorial Lágrimas de Circe, primer premio en poesía, certamen literario internacional “Hacia Ítaca, 2020”), De bailar en el fuego (Ediciones la yunta, 2020), Mesa de escribir (Editorial Cartografías, 2020). También publicó la novela Los guardianes del equilibrio (Ediciones la yunta, 2018)


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

Mi correo: yo@heliosbuira.com

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