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POESÍA
Los poetas
 
ARTHUR RIMBAUD
 
A la música

 

A la plaza que un césped dibuja, ralo y pobre,
y donde todo está correcto, flores, árboles,
los burgueses jadeantes, que ahogan los calores,
traen todos los jueves, de noche, su estulticia.

-La banda militar, en medio del jardín,
con el Vals de los pífanos el chacó balancea:
-Se exhibe el lechuguino en las primeras filas
y el notario es tan sólo los dijes que le cuelgan.

Rentistas con monóculo subrayan los errores:
burócratas henchidos arrastran a sus damas
a cuyo lado corren, fieles como comacas,
-mujeres con volantes que parecen anuncios.

Sentados en los bancos, tenderos retirados,
a la par que la arena con su bastón atizan,
con mucha dignidad discuten los tratados,
aspiran rapé en plata, y siguen: «¡Pues, decíamos!…»

Aplastando en su banco un lomo orondo y fofo,
un burgués con botones de plata y panza nórdica
saborea su pipa, de la que cae una hebra
de tabaco; -Ya saben, lo compro de estraperlo.

Y por el césped verde se ríen los golfantes,
mientras, enamorados por el son del trombón,
ingenuos, los turutas, husmeando una rosa
acarician al niño pensando en la niñera…

Yo sigo, hecho un desastre, igual que un estudiante,
bajo el castaño de indias, a las alegres chicas:
lo saben y se vuelven, riéndose, hacia mí,
con los ojos cuajados de ideas indiscretas.

Yo no digo ni mu, pero miro la carne
de sus cuellos bordados, blancos, por bucles locos:
y persigo la curva, bajo el justillo leve,
de una espalda de diosa, tras el arco del hombro.

Pronto, como un lebrel, acecho botas, medias…
-Reconstruyo los cuerpos y ardo en fiebres hermosas.
Ellas me encuentran raro y van cuchicheando…
-Mis deseos brutales se enganchan a sus labios…

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Acaso no imaginas...

¿Acaso no imaginas por qué de amor me muero?
La flor me dice: ¡Hola! ¡Buenos días!, el ave.
Llegó la primavera, la dulzura del ángel.
¡No adivinas acaso por qué de embriaguez hiervo!
Dulce ángel de mi cuna, ángel de mi abuelita,
¿No adivinas acaso que me transformo en ave
que mi lira palpita y que mis alas baten
como una golondrina?

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Aventura

I

Con diecisiete años, no puedes ser formal.
-¡Una tarde, te asqueas de jarra y limonada,
de los cafés ruidosos con lustros deslumbrantes!
-Y te vas por los tilos verdes de la alameda.

¡Qué bien huelen los tilos en las tardes de junio!
El aire es tan suave que hay que bajar los párpados;
Y el viento rumoroso -la ciudad no está lejos¬-
trae aromas de vides y aromas de cerveza.

II

De pronto puede verse en el cielo un harapo
de azul mar, que la rama de un arbolito enmarca
y que una estrella hiere, fatal, mientras se funde
con temblores muy dulces, pequeñita y tan blanca…

¡Diecisiete años!, ¡Noche de junio! -Te emborrachas.
La savia es un champán que sube a tu cabeza…
Divagas; y presientes en los labios un beso
que palpita en la boca, como un animalito.

 III

Loca, Robinsonea tu alma por las novelas,
-cuando en la claridad de un pálido farol
pasa una señorita de encantador aspecto,
a la sombra del cuello horrible de su padre.

Y como cree que eres inmensamente ingenuo,
a la par que sus botas trotan por las aceras,
se vuelve, alerta y, con un gesto expresivo…
-Y en tus labios, entonces, muere una cavatina…

IV

Estás enamorado. Alquilado hasta agosto.
Estás enamorado. Se ríe de tus versos
Tus amigos se van, estás insoportable.
-¡Y una tarde, tu encanto, se digna, ya, escribirte…!

Y esa tarde… te vuelves al café luminoso,
pides de nuevo jarras llenas de limonadas…
-Con diecisiete años no puedes ser formal,
cuando los tilos verdes coronan la alameda.

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Canto de guerra parisino

La Primavera ya llegó:
del fondo de las Fincas verdes, 
el vuelo de Tiers y Picard, 
desplegado, su esplendor teje.

¡Culos desnudos, locos! ¡Mayo! 
Escuchad, pues, cómo nos siembran 
Sèvres, Meudón, Bagneux y Asnières 
estas flores de primavera.

Tienen shakó, sable y tantán; 
dejaron los viejos velones;
y canoas que jam… jam…jam… 
los lagos con sangre recorren.

De juerga, más que nunca, estamos 
cuando por nuestras madrigueras
caen los rubios cabujones 
que alumbran auroras secretas.

Thiers y Picard son unos Eros 
raptores de heliotropos
que pintan Corots a bombazos: 
ya llegan zumbando sus tropos

Tumbado entre gladiolos, Favre 
parpadea cual acueducto

con gemidos a la pimienta … 
¡Son amiguetes del Gran Truco!

La gran ciudad arde, a pesar
de vuestras duchas de petróleo: 
será preciso que os vayais
para que empiece otro episodio…

¡Y los Rurales que dormitan
agachapados, día y noche, 
oirán las ramas, al romperse, 
movidas por rojizos roces!

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El aguinaldo de los huérfanos

I

El cuarto es una umbría; levemente se oye
el bisbiseo triste y suave de dos niños.
Sus cabezas se inclinan, llenas aún de sueños
bajo al blanco dosel que tiembla, al ser alzado.
En la calle, los pájaros, se apiñan, frioleros:
bajo el gris de los cielos, sus alas se entumecen;
y envuelto en su cortejo de bruma, el Año Nuevo,
arrastrando los pliegues de su manto de nieves,
sonríe entre sollozos, y canta estremecido…

 II

Mientras tanto, los niños, bajo el dosel flotante,
hablan bajito como en las noches oscuras.
Escuchan, a lo lejos, algo como un murmullo…
y tiemblan al oír la voz clara y dorada
del timbre matinal que lanza y lanza aún
su estribillo metálico bajo el globo de vidrio…
-Pero el cuarto está helado… podemos ver, tiradas
en el suelo, las prendas de luto, en tomo al lecho:
¡el cierzo, áspero y crudo, gimiendo en el umbral
invade con su aliento mohíno la morada!
Sentimos que algo falta, en la casa, en los niños…
¿Ya no existe una madre para estos pequeños,
una madre con risa fresca y mirada airosa?
¿Se ha olvidado, de noche, sola y casi dormida
de encender esa llama que la ceniza esconde,
de echar sobre sus cuerpos el plumón y la lana,
pidiéndoles perdón, antes de abandonarlos?
¿No ha previsto que el frío hiere la madrugada,
que el cierzo del invierno acecha en el umbral?
-¡La esperanza materna, es la cálida alfombra,
es el nido mullido, en el que los chiquillos,
cual pájaros hermosos que acunan el follaje
duermen, acurrucados, sus dulces sueños blancos!…
-Pero éste es como un nido, sin plumas, sin tibieza,
en el que los pequeños tienen frío y no duermen,
miedosos, sólo un nido que el cierzo ha congelado…

III

Ya lo habéis comprendido: es que no tienen madre
¡Sin madre está el hogar! -y ¡qué lejos el padre!…
Una vieja criada se está ocupando de ellos;
y en la casona helada, los niños están solos.
Huérfanos de cuatro años… de pronto en su cabeza

se despierta, riendo, un recuerdo que asciende:
algo como un rosario desgranado al rezar .
-¡Mañana deslumbrante, mañana de aguinaldos!
cada uno, de noche, soñaba con los suyos,
en un extraño sueño, poblado de juguetes
dulces vestidos de oro, joyas resplandecientes,
bailando en torbellinos una danza sonora,
bajo el dosel ocultos, y, luego, desvelados.
Se despertaban pronto y, alegres, se marchaban,
con los labios golosos, frotándose los párpados,
y el pelo alborotado en tomo a la cabeza,
con los ojos brillantes de los días festivos,
rozando con las plantas desnudas la tarima,
a la alcoba paterna: llamaban despacito…
¡entraban!… y en pijama… ¡todo eran parabienes,
besos como en guirnaldas y libre algarabía!

IV

¡Tenían tanto encanto las palabras ya dichas!
-Pero cómo ha cambiado la casa de otros tiempos :
El fuego chispeaba, claro, en la chimenea,
alumbrando a raudales el viejo cuarto oscuro;
y los rojos reflejos lanzados por las llamas
jugaban en rodales por los muebles lacados…
-¡Cerrado y sin su llave estaba el gran armario!
Muchas veces, miraban la puerta parda y negra…
¡sin llave!… ¿no es extraño?… y soñaban, mirando,
en todos los misterios dormidos en su seno,
creyendo oír, lejano, en el ojo entreabierto,
un ruido hondo y confuso, como alegre susurro…
-La alcoba de los padres, hoy está tan vacía:
ningún rojo reflejo brilla bajo la puerta;
ya no hay padres, ni fuego, ni llaves sustraídas;
¡así pues, ya no hay besos ni agradables sorpresas!
Qué triste les va a ser el día de Año Nuevo.
-Y, absortos, mientras cae del azul de sus ojos,
lentamente, en silencio, una lágrima amarga,
murmuran: «¿Cuándo, ¡ay!, volverá nuestra madre?»

…………………………………………………………………………………….

Ahora, los pequeños duermen tan tristemente
que al verlos pensaríais que lloran mientras duermen,
con los ojos hinchados y el soplo jadeante.
¡Los niños pequeñitos son seres tan sensibles!
Pero el ángel que vela junto a las cunas llega
para secar sus ojos, y de esta pesadilla
nace un alegre sueño, un sueño tan alegre
que sus labios cerrados piensan, al sonreír…
-Y sueñan que, apoyados en sus brazos llenitos,
igual que al despertarse, adelantan su cara
mirando en derredor con mirar distraído,
creyéndose dormidos en paraísos rosas.
Canta en la chimenea alegremente el fuego…
un cielo azul y hermoso entra por la ventana;
el mundo se despierta y se embriaga de luces…
y la tierra, desnuda, y alegre, al revivir,
tiembla henchida de gozo con los besos del sol…
y en el caserón viejo todo es tibio y rojizo :
los vestidos oscuros ya no cubren en el suelo,

el cierzo ya no grita, dormido en el umbral…
¡Diríase que un hada ha invadido las cosas!
-Los niños han gritado, alegres… allí, mira…
unto al lecho materno, en un fulgor rosado,
allí, sobre la alfombra, un objeto destella…
Son unos medallones de plata, blancos, negros,
de nácar y azabache, con luces rutilantes:
son dos marquitos negros con un festón de vidrio,
y en letras de oro brilla un grito: «A NUESTRA MADRE»

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El ángel y el niño

El nuevo año ha consumido ya la luz del primer día;
luz tan agradable para los niños, tanto tiempo esperada y tan pronto olvidada,
y, envuelto en sueño y risa, el niño adormecido se ha callado…
Está acostado en su cuna de plumas; y el sonajero ruidoso calla, junto a él, en el suelo.
Lo recuerda y tiene un sueño feliz:
tras los regalos de su madre, recibe los de los habitantes del cielo .
Su boca se entreabre, sonriente, y parece que sus labios entornados invocan a Dios.
Junto a su cabeza, un ángel aparece inclinado:
espía los susurros de un corazón inocente y, como colgado de su propia imagen,
contempla esta cara celestial: admira sus mejillas, su frente serena, los gozos de su alma,
esta flor que no ha tocado el Mediodía :
«¡Niño que a mí te pareces, vente al cielo conmigo! Entra en la morada divina;
habita el palacio que has visto en tu sueño;
¡eres digno! ¡Que la tierra no se quede ya con un hijo del cielo!
Aquí abajo, no podemos fiamos de nadie; los mortales no acarician nunca con dicha sincera;
incluso del olor de la flor brota un algo amargo;
y los corazones agitados sólo gozan de alegrías tristes;
nunca la alegría reconforta sin nubes y una lágrima luce en la risa que duda.
¿Acaso tu frente pura tiene que ajarse en esta vida amarga, las preocupaciones turbar los llantos de tus ojos color cielo y la sombra del ciprés dispersar las rosas de tu cara?
¡No ocurrirá! te llevaré conmigo a las tierras celestes,
para que unas tu voz al concierto de los habitantes del cielo.
Velarás por los hombres que se han quedado aquí abajo.
¡Vamos! Una Divinidad rompe los lazos que te atan a la vida.
¡Y que tu madre no se vele con lúgubre luto;
que no mire tu féretro con ojos diferentes de los que miraban tu cuna;
que abandone el entrecejo triste y que tus funerales no entristezcan su cara,
sino que lance azucenas a brazadas,
pues para un ser puro su último día es el más bello!»

De pronto acerca, leve, su ala a la boca rosada…
y lo siega, sin que se entere, acogiendo en sus alas azul cielo el alma del niño,
llevándolo a las altas regiones, con un blando aleteo.

Ahora, el lecho guarda sólo unos miembros empalidecidos, en los que aún hay belleza,
pero ya no hay un hálito que los alimente y les dé vida.
Murió… Mas en sus labios, que los besos perfuman aún, se muere la risa,
y ronda el nombre de su madre;
y según se muere, se acuerda de los regalos del año que nace.
Se diría que sus ojos se cierran, pesados, con un sueño tranquilo.
Pero este sueño, más que nuevo honor de un mortal,
rodea su frente de una luz celeste desconocida,
atestiguando que ya no es hijo de la tierra, sino criatura del Cielo.
¡Oh! con qué lágrimas la madre llora a su muerto
¡cómo inunda el querido sepulcro con el llanto que mana!
Mas, cada vez que cierra los ojos para un dulce sueño,
le aparece, en el umbral rosa del cielo, un ángel pequeñito que disfruta llamando a
la dulce madre que sonríe al que sonríe.
De pronto, resbalando en el aire, en tomo a la madre extrañada, revolotea con sus
alas de nieve
y a sus labios delicados une sus labios divinos.

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El baile de los ahorcados

En la horca negra bailan, amable manco, 
bailan los paladines, los descarnados danzarines del diablo; 
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.

¡Monseñor Belzebú tira de la corbata
de sus títeres negros, que al cielo gesticulan, 
y al darles en la frente un buen zapatillazo 
les obliga a bailar ritmos de Villancico!

Sorprendidos, los títeres, juntan sus brazos gráciles: 
como un órgano negro, los pechos horadados, 
que antaño damiselas gentiles abrazaban, 
se rozan y entrechocan, en espantoso amor.

¡Hurra!, alegres danzantes que perdisteis la panza, 
trenzad vuestras cabriolas pues el tablao es amplio, 
¡Que no sepan, por Dios, si es danza o es batalla! 
¡Furioso, Belzebú rasga sus violines!

¡Rudos talones; nunca su sandalia se gasta!
Todos se han despojado de su sayo de piel: 
lo que queda no asusta y se ve sin escándalo.
En sus cráneos, la nieve ha puesto un blanco gorro.

El cuervo es la cimera de estas cabezas rotas; 
cuelga un jirón de carne de su flaca barbilla: 
parecen, cuando giran en sombrías refriegas, 
rígidos paladines, con bardas de cartón.

¡Hurra!, ¡que el cierzo azuza en el vals de los huesos! 
¡y la horca negra muge cual órgano de hierro! 
y responden los lobos desde bosques morados: 
rojo, en el horizonte, el cielo es un infierno…

¡Zarandéame a estos fúnebres capitanes
que desgranan, ladinos, con largos dedos rotos, 
un rosario de amor por sus pálidas vértebras: 
¡difuntos, que no estamos aquí en un monesterio!

Y de pronto, en el centro de esta danza macabra 
brinca hacia el cielo rojo, loco, un gran esqueleto, 
llevado por el ímpetu, cual corcel se encabrita 
y, al sentir en el cuello la cuerda tiesa aún,

crispa sus cortos dedos contra un fémur que cruje 
con gritos que recuerdan atroces carcajadas,
y, como un saltimbanqui se agita en su caseta, 
vuelve a iniciar su baile al son de la osamenta.

En la horca negra bailan, amable manco, 
bailan los paladines, 
los descarnados danzarines del diablo; 
danzan que danzan sin fin 
los esqueletos de Saladín.

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El barco ebrio

Según iba bajando por Ríos impasibles,
me sentí abandonado por los hombres que sirgan: 
Pieles Rojas gritones les habían flechado, 
tras clavarlos desnudos a postes de colores.

Iba, sin preocuparme de carga y de equipaje, 
con mi trigo de Flandes y mi algodón inglés. 
Cuando al morir mis guías, se acabó el alboroto: 
los Ríos me han llevado, libre, adonde quería.

En el vaivén ruidoso de la marea airada,
el invierno pasado, sordo, como los niños, 
corrí. Y las Penínsulas, al largar sus amarras, 
no conocieron nunca zafarrancho mayor.

La galerna bendijo mi despertar marino,
más ligero que un corcho por las olas bailé
––olas que, eternas, rolan los cuerpos de sus víctimas––
¬diez noches, olvidando el faro y su ojo estúpido.

Agua verde más dulce que las manzanas ácidas 
en la boca de un niño mi casco ha penetrado, 
y rodales azules de vino y vomitonas 
me lavó, trastocando el ancla y el timón.

Desde entonces me baño inmerso en el Poema 
del Mar, infusión de astros y vía lactescente, 
sorbiendo el cielo verde, por donde flota a veces, 
pecio arrobado y pálido, un muerto pensativo.

Y donde, de repente, al teñir los azules,
ritmos, delirios lentos, bajo el fulgor del día,
más fuertes que el alcohol, más amplios que las liras, 
fermentan los rubores amargos del amor.

Sé de cielos que estallan en rayos, sé de trombas, 
resacas y corrientes; sé de noches… del Alba 
exaltada como una bandada de palomas.
¡Y, a veces, yo sí he visto lo que alguien creyó ver!

He visto el sol poniente, tinto de horrores místicos, 
alumbrando con lentos cuajarones violetas, 
que recuerdan a actores de dramas muy antiguos, 
las olas, que a lo lejos, despliegan sus latidos.

Soñé la noche verde de nieves deslumbradas, 
beso que asciende, lento, a los ojos del mar, 
el circular de savias inauditas, y azul 
y glauco, el despertar de fósforos canoros.

Seguí durante meses, semejante al rebaño 
histérico, la ola que asalta el farallón,
sin pensar que la luz del pie de las Marías 
pueda embridar el morro de asmáticos Océanos.

¡He chocado, creedme, con Floridas de fábula, 
donde ojos de pantera con piel de hombre desposan 
las flores! ¡Y arcos iris, tendidos como riendas 
para glaucos rebaños, bajo el confín marino!

¡He visto fermentar marjales imponentes, 
nasas donde se pudre, en juncos, Leviatán!  
¡Derrubios de las olas, en medio de bonanzas, 
horizontes que se hunden, como las cataratas.
¡Hielos, soles de plata, aguas de nácar, cielos
de brasa! Hórridos pecios engolfados en simas, 
donde enormes serpientes comidas por las chinches 
caen, desde los árboles corvos de negro aroma!

Quisiera haber mostrado a los niños doradas
de agua azul, esos peces de oro, peces que cantan. 
––Espumas como flores mecieron mis derivas 
y vientos inefables me alaron , al pasar.

A veces, mártir laso de polos y de zonas,
el mar, cuyo sollozo suavizaba el vaivén,
me ofrecía sus flores de umbría, gualdas bocas, 
y yacía, de hinojos, igual que una mujer.

Isla que balancea en sus orillas gritos
y cagadas de pájaros chillones de ojos rubios
bogaba, mientras por mis frágiles amarras 
bajaban, regolfando, ahogados a dormir.

Y yo, barco perdido bajo cabellos de abras,
lanzado por la tromba en el éter sin pájaros,
yo, a quien los guardacostas o las naves del Hansa 
no le hubieran salvado el casco ebrio de agua,

libre, humeante, herido por brumas violetas,
yo, que horadaba el cielo rojizo, como un muro 
del que brotan ––jalea exquisita que gusta
al gran poeta–– líquenes de sol, mocos de azur,

que corría estampado de lúnulas eléctricas, 
tabla loca escoltada por hipocampos negros, 
cuando julio derrumba en ardientes embudos, 
a grandes latigazos, cielos ultramarinos,

que temblaba, al oír, gimiendo en lejanía,
bramar los Behemots y, los densos Malstrones, 
eterno tejedor de quietudes azules, 
yo, añoraba la Europa de las viejas murallas

¡He visto archipiélagos siderales, con islas
cuyo cielo en delirio se abre para el que boga:
––i.Son las noches sin fondo, donde exiliado duermes, 
millón de aves de oro, ¡oh futuro Vigor!? .

¡En fin, mucho he llorado! El Alba es lastimosa. 
Toda luna es atroz y todo sol amargo: 
áspero, el amor me hinchó de calmas ebrias.
¡Que mi quilla reviente! ¡Que me pierda en el mar!

Si deseo alguna agua de Europa, está en la charca 
negra y fría, en la que en tardes perfumadas, 
un niño, acurrucado en sus tristezas, suelta 
un barco leve cual mariposa de mayo.

Ya no puedo, ¡oleada!, inmerso en tus molicies, 
usurparle su estela al barco algodonero, 
ni traspasar la gloria de banderas y flámulas 
ni nadar, ante el ojo horrible del pontón.

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El mal

Mientras que los gargajos rojos de la metralla
silban surcando el cielo azul, día tras día,
y que, escarlata o verdes, cerca del rey que ríe
se hunden batallones que el fuego incendia en masa;

mientras que una locura desenfrenada aplasta
y convierte en mantillo humeante a mil hombres; 
¡pobres muertos! sumidos en estío, en la yerba, 
en tu gozo, Natura, que santa los creaste,

existe un Dios que ríe en los adamascados
del altar, al incienso, a los cálices de oro,
que acunado en Hosannas dulcemente se duerme.

Pero se sobresalta, cuando madres uncidas
a la angustia y que lloran bajo sus cofias negras 
le ofrecen un ochavo envuelto en su pañuelo.

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En cuclillas

Tarde, cuando ya siente náuseas en el estómago,
el lego Milotús, con su ojo en la tronera
por donde el sol naciente, calderón deslumbrante,
le lanza una migraña que le nubla la vista,
remueve entre las sábanas su barrigón de cura.

Se agita cual poseso bajo la manta parda,
se tira de la cama, y haciéndose un ovillo
tembloroso, asustado, cual viejo que comiera
su rapé, le es preciso, cogiendo su orinal,
blanco, remangarse hasta la ijada la camisa.

Agachado, aterido, con los dedos del pie
encogidos, temblando, al claro sol que ofrece
el oro de sus panes al pobre ventanal;
y la nariz del pobre, con resplandor de laca,
resopla al nuevo día, carnoso polipero.

……………………………………………………………..

Se cuece a fuego lento, con los brazos cruzados,
con el labio en la panza: siente cómo sus muslos
se deshacen, al fuego, y sus calzas se tuestan;
con la pipa apagada, nota algo que se agita,
cual pájaro en su vientre, manso montón de tripas.

Duermen en tomo a él, los muebles en desorden,
torpes, entre jirones de mugre y vientres sucios;
taburetes, cual sapos extraños, se agazapan
en los negros rincones: abre el aparador
sus fauces de sochantre con torvos apetitos.

El calor nauseabundo hinche la estrecha celda;
el cerebro del pobre se atiborra de harapos.
Siente cómo los pelos crecen por su piel húmeda,
y a veces, entre hipidos de seriedad grotesca,
se escapa, removiendo el taburete cojo…

………………………………………………………………

Y de noche, en los rayos de la luna que trazan
entorno a su trasero flecos de resplandor,
una mínima sombra se agacha, sobre un fondo
de nieve rosa, igual que si una malvarrosa
Y una nariz quimérica va persiguiendo a Venus
por el cielo abisal.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

Mi correo: yo@heliosbuira.com

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