I
INTRODUCCIÓN
La
oposición
entre
psicología
individual
y
psicología
social
o
colectiva,
que
a
primera
vista
puede
parecernos
muy
profunda,
pierde
gran
parte
de
su
significación
en
cuanto
la
sometemos
a un
más
detenido
examen.
La
psicología
individual
se
concreta,
ciertamente,
al
hombre
aislado
e
investiga
los
caminos
por
los
que
el
mismo
intenta
alcanzar
la
satisfacción
de
sus
instintos,
pero
sólo
muy
pocas
veces
y
bajo
determinadas
condiciones
excepcionales,
le
es
dado
prescindir
de
las
relaciones
del
individuo
con
sus
semejantes.
En
la
vida
anímica
individual,
aparece
integrado
siempre,
efectivamente,
«el
otro»,
como
modelo,
objeto,
auxiliar
o
adversario,
y de
este
modo,
la
psicología
individual
es
al
mismo
tiempo
y
desde
un
principio,
psicología
social,
en
un
sentido
amplio,
pero
plenamente
justificado.
Las
relaciones
del
individuo
con
sus
padres
y
hermanos,
con
la
persona
objeto
de
su
amor
y
con
su
médico,
esto
es,
todas
aquellas
que
hasta
ahora
han
sido
objeto
de
la
investigación
psicoanalítica,
pueden
aspirar
a
ser
consideradas
como
fenómenos
sociales,
situándose
entonces
en
oposición
a
ciertos
otros
procesos,
denominados,
por
nosotros,
narcisistas,
en
los
que
la
satisfacción
de
los
instintos
elude
la
influencia
de
otras
personas
o
prescinde
de
éstas
en
absoluto.
De
este
modo,
la
oposición
entre
actos
anímicos
sociales
y
narcisistas
-Bleuler
diría
quizás:
autísticos-
cae
dentro
de
los
dominios
de
la
psicología
social
o
colectiva.
En
estas
relaciones
con
sus
padres
y
hermanos,
con
el
ser
amado,
el
amigo
y el
médico,
se
nos
muestra
el
individuo
bajo
la
influencia
de
una
única
persona
o
todo
lo
más,
de
un
escaso
número
de
personas,
cada
una
de
las
cuales
ha
adquirido
para
él
una
extraordinaria
importancia.
Ahora
bien,
al
hablar
de
psicología
social
o
colectiva,
se
acostumbra
a
prescindir
de
estas
relaciones,
tomando
solamente
como
objeto
de
la
investigación
la
influencia
simultánea
ejercida
sobre
el
individuo
por
un
gran
número
de
personas
a
las
que
le
unen
ciertos
lazos,
pero
que
fuera
de
esto,
pueden
serle
ajenas
desde
otros
muchos
puntos
de
vista.
Así,
pues,
la
psicología
colectiva
considera
al
individuo
como
miembro
de
una
tribu,
de
un
pueblo,
de
una
casa,
de
una
clase
social
o de
una
institución,
o
como
elemento
de
una
multitud
humana,
que
en
un
momento
dado
y
con
un
determinado
fin,
se
organiza
en
una
masa
o
colectividad.
Roto,
así,
un
lazo
natural,
resultó
ya
fácil
considerar
los
fenómenos
surgidos
en
las
circunstancias
particulares
antes
señaladas,
como
manifestaciones
de
un
instinto
especial
irreductible,
del
instinto
social
-herd
instinct,
group
mind-,
que
no
surge
al
exterior
en
otras
situaciones.
Sin
embargo,
hemos
de
objetar,
que
nos
resulta
difícil
atribuir
al
factor
numérico
importancia
suficiente
para
provocar
por
sí
solo
en
el
alma
humana,
el
despertar
de
un
nuevo
instinto,
inactivo
en
toda
otra
ocasión.
Nuestra
atención
queda,
de
este
modo,
orientada
hacia
dos
distintas
posibilidades;
a
saber,
que
el
instinto
social
no
es
un
instinto
primario
e
irreductible,
y
que
los
comienzos
de
su
formación
pueden
ser
hallados
en
círculos
más
limitados,
por
ejemplo,
el
de
la
familia.
La
psicología
colectiva,
no
obstante
encontrarse
aún
en
sus
primeras
fases,
abarca
un
número
incalculable
de
problemas,
que
ni
siquiera
aparecen
todavía
suficientemente
diferenciados.
Sólo
la
clasificación
de
las
diversas
formas
de
agrupaciones
colectivas
y la
descripción
de
los
fenómenos
psíquicos
por
ellas
exteriorizados
exigen
una
gran
labor
de
observación
y
exposición
y
han
dado
origen
ya a
una
extensa
literatura.
La
comparación
de
las
modestas
proporciones
del
presente
trabajo
con
la
amplitud
de
los
dominios
de
la
psicología
colectiva,
hará
ya
suponer
al
lector,
sin
más
advertencias
por
parte
mía,
que
sólo
se
estudian
en
él
algunos
puntos
de
tan
vasta
materia.
Y en
realidad,
es
que
sólo
un
escaso
número
de
las
cuestiones
que
la
misma
entraña,
interesan
especialmente
a la
investigación
psicoanalítica
de
las
profundidades
del
alma
humana.
II
EL
ALMA
COLECTIVA,
SEGÚN
LE
BON
Podríamos
comenzar
por
una
definición
del
alma
colectiva,
pero
nos
parece
más
racional
presentar,
en
primer
lugar,
al
lector,
una
exposición
general
de
los
fenómenos
correspondiente
y
escoger
entre
éstos
algunos
de
los
más
singulares
y
característicos,
que
puedan
servirnos
de
punto
de
partida
para
nuestra
investigación.
Conseguiremos
ambos
fines
tomando
como
guía
una
obra
que
goza
de
justa
celebridad,
la
«Psicología
de
las
multitudes»,
de
Gustavo
Le
Bon.
Ante
todo,
convendrá
que
nos
hagamos
presente,
con
máxima
claridad,
la
cuestión
planteada.
La
psicología
-que
persigue
los
instintos,
disposiciones,
móviles
e
intenciones
del
individuo,
hasta
sus
actos
y en
sus
relaciones
con
sus
semejantes-,
llegada
al
final
de
su
labor
y
habiendo
hecho
la
luz
sobre
todos
los
objetos
de
la
misma,
vería
alzarse
ante
ella,
de
repente,
un
nuevo
problema.
Habría,
en
efecto,
de
explicar
el
hecho
sorprendente
de
que
en
determinadas
circunstancias,
nacidas
de
su
incorporación
a
una
multitud
humana
que
ha
adquirido
el
carácter
de
«masa
psicológica»,
aquel
mismo
individuo
al
que
ha
logrado
hacer
inteligible,
piense,
sienta
y
obre
de
un
modo
absolutamente
inesperado.
Ahora
bien:
¿qué
es
una
masa?
¿Por
qué
medios
adquiere
la
facultad
de
ejercer
una
tan
decisiva
influencia
sobre
la
vida
anímica
individual?
¿Y
en
qué
consiste
la
modificación
psíquica
que
impone
al
individuo?
La
contestación
de
estas
interrogaciones,
labor
que
resultará
más
fácil
comenzando
por
la
tercera
y
última,
incumbe
a la
psicología
colectiva,
cuyo
objeto
es,
en
efecto,
la
observación
de
las
modificaciones
impresas
a
las
reacciones
individuales.
Ahora
bien,
toda
tentativa
de
explicación
debe
ir
precedida
de
la
descripción
del
objeto
que
de
explicar
se
trata.
Dejaremos,
pues,
la
palabra
a
Gustavo
Le
Bon:
«El
más
singular
de
los
fenómenos
presentados
por
una
masa
psicológica,
es
el
siguiente:
cualesquiera
que
sean
los
individuos
que
la
componen
y
por
diversos
o
semejantes
que
puedan
ser
su
género
de
vida,
sus
ocupaciones,
su
carácter
o su
inteligencia,
el
simple
hecho
de
hallarse
transformados
en
una
multitud
le
dota
de
una
especie
de
alma
colectiva.
Este
alma
les
hace
sentir,
pensar
y
obrar
de
una
manera
por
completo
distinta
de
como
sentiría,
pensaría
y
obraría
cada
uno
de
ellos
aisladamente.
«Ciertas
ideas
y
ciertos
sentimientos
no
surgen
ni
se
transforman
en
actos
sino
en
los
individuos
constituídos
en
multitud.
La
masa
psicológica
es
un
ser
provisional
compuesto
de
elementos
heterogéneos,
soldados
por
un
instante,
exactamente
como
las
células
de
un
cuerpo
vivo
forman
por
su
reunión
un
nuevo
ser,
que
nuestra
caracteres
muy
diferentes
de
los
que
cada
una
de
tales
células
posee».
Permitiéndonos
interrumpir
la
exposición
de
Le
Bon
con
nuestras
glosas,
intercalaremos
aquí
la
observación
siguiente:
si
los
individuos
que
forman
parte
de
una
multitud
se
hallan
fundidos
en
una
unidad,
tiene
que
existir
algo
que
les
enlace
unos
a
otros,
y
este
algo
podría
muy
bien
ser
aquello
que
caracteriza
a la
masa.
Pero
Le
Bon
deja
en
pie
esta
cuestión,
y
pasando
a
las
modificaciones
que
el
individuo
experimenta
en
la
masa,
las
describe
en
términos
muy
conformes
con
los
principios
fundamentales
de
nuestra
psicología
de
las
profundidades.
«Fácilmente
se
comprueba
en
qué
alta
medida
difiere
el
individuo
integrado
en
una
multitud,
del
individuo
aislado.
Lo
que
ya
resulta
más
arduo
es
descubrir
las
causas
de
dicha
diferencia.
Para
llegar,
por
lo
menos,
a
entreverlas,
es
preciso
recordar,
ante
todo,
la
observación
realizada
por
la
psicología
moderna,
de
que
no
sólo
en
la
vida
orgánica,
sino
también
en
el
funcionamiento
de
la
inteligencia
desempeñan
los
fenómenos
inconscientes
un
papel
preponderante.
La
vida
consciente
del
espíritu
se
nos
muestra
muy
limitada
al
lado
de
la
inconsciente.
El
analista
más
sutil,
penetrante
observador,
no
llegan
nunca
a
descubrir
sino
una
mínima
parte
de
los
móviles
inconscientes
que
les
guían.
Nuestros
actos
conscientes
se
derivan
de
un «substratum»
inconsciente,
formado,
en
su
mayor
parte,
porinfluencias
hereditarias.
Este
substratum
entraña
los
innumerables
residuos
ancestrales
que
constituyen
el
alma
de
la
raza.
Detrás
de
las
causas
confesadas
de
nuestros
actos,
existen
causas
secretas,
ignoradas
por
todos.
La
mayor
parte
de
nuestros
actos
cotidianos
son
efecto
de
móviles
ocultos
que
escapan
a
nuestro
conocimiento».
Le
Bon
piensa,
que
en
una
multitud,
se
borran
las
adquisiciones
individuales,
desapareciendo
así
la
personalidad
de
cada
uno
de
los
que
la
integran.
Lo
inconsciente
social
surge
en
primer
término,
y lo
heterogéneo
se
funde
en
lo
homogéneo.
Diremos,
pues,
que
la
superestructura
psíquica,
tan
diversamente
desarrollada
en
cada
individuo,
que
destruída,
apareciendo
desnuda
la
uniforme
base
inconsciente,
común
a
todos.
De
este
modo,
se
formaría
un
carácter
medio
de
los
individuos
constituídos
en
multitud.
Pero
Le
Bon
encuentra
que
tales
individuos
muestran
también
nuevas
cualidades,
de
las
cuales
carecían
antes,
y
halla
la
explicación
de
este
fenómeno
en
tres
factores
diferentes.
«La
aparición
de
los
caracteres
peculiares
a
las
multitudes
se
nos
muestra
determinada
por
diversas
causas.
La
primera
de
ellas
es
que
el
individuo
integrado
en
una
multitud,
adquiere,
por
el
simple
hecho
del
número,
un
sentimiento
de
potencia
invencible,
merced
al
cual
puede
permitirse
ceder
a
instintos
que,
antes,
como
individuo
aislado,
hubiera
refrenado
forzosamente.
Y se
abandonará
tanto
más
gustoso
a
tales
instintos
cuanto
que
por
ser
la
multitud
anónima,
y en
consecuencia,
irresponsable,
desaparecerá
para
él
el
sentimiento
de
la
responsabilidad,
poderoso
y
constante
freno
de
los
impulsos
individuales».
Nuestro
punto
de
vista
nos
dispensa
de
conceder
un
gran
valor
a la
aparición
de
nuevos
caracteres.
Bástanos
decir,
que
el
individuo
que
entra
a
formar
parte
de
una
multitud
se
sitúa
en
condiciones
que
le
permiten
suprimir
las
represiones
de
sus
tendencias
inconscientes.
Los
caracteres
aparentemente
nuevos
que
entonces
manifiesta
son
precisamente
exteriorizaciones
de
lo
inconsciente
individual,
sistema
en
el
que
se
halla
contenido
en
germen
todo
lo
malo
existente
en
el
alma
humana.
La
desaparición,
en
estas
circunstancias,
de
la
consciencia
o
del
sentimiento
de
la
responsabilidad,
es
un
hecho
cuya
comprensión
no
nos
ofrece
dificultad
alguna,
pues
hace
ya
mucho
tiempo,
hicimos
observar
que
el
nódulo
de
lo
que
denominamos
conciencia
moral
era
la
«angustia
social».
«Una
segunda
causa,
el
contagio
mental,
interviene
igualmente
para
determinar
en
las
multitudes
la
manifestación
de
caracteres
especiales,
y al
mismo
tiempo,
su
orientación.
El
contagio
es
un
fenómeno
fácilmente
comprobable,
pero
inexplicado
aún
y
que
ha
de
ser
enlazado
a
los
fenómenos
de
orden
hipnótico,
cuyo
estudio
emprenderemos
en
páginas
posteriores.
Dentro
de
una
multitud,
todo
sentimiento
y
todo
acto
son
contagiosos,
hasta
el
punto
de
que
el
individuo
sacrifica
muy
fácilmente
su
interés
personal
al
interés
colectivo,
actitud
contraria
a su
naturaleza
y de
la
que
el
hombre
sólo
se
hace
susceptible
cuando
forma
parte
de
una
multitud».
«Una
tercera
causa,
la
más
importante,
determina
en
los
individuos
integrados
en
una
masa,
caracteres
especiales,
a
veces
muy
opuestos
a
los
del
individuo
aislado.
Me
refiero
a la
sugestibilidad,
de
la
que
el
contagio
antes
indicado
no
es,
además,
sino
un
efecto.
Para
comprender
este
fenómeno,
es
necesario
tener
en
cuenta
ciertos
recientes
descubrimientos
de
la
fisiología.
Sabemos
hoy,
que
un
individuo
puede
ser
transferido
a un
estado
en
el
que
habiendo
perdido
su
personalidad
consciente,
obedezca
a
todas
las
sugestiones
del
operador
que
se
la
ha
hecho
perder
y
cometa
los
actos
más
contrarios
a su
carácter
y
costumbres.
Ahora
bien,
detenidas
observaciones
parecen
demostrar
que
el
individuo
sumido
algún
tiempo
en
el
seno
de
una
multitud
activa
cae
pronto,
a
consecuencia
de
los
efluvios
que
de
la
misma
emanan
o
por
cualquier
otra
causa,
aún
ignorada,
en
un
estado
particular,
muy
semejante
al
estado
de
fascinación
del
hipnotizado
entre
las
manos
de
su
hipnotizador.
Paralizada
la
vida
cerebral
del
sujeto
hipnotizado,
se
convierte
éste
en
esclavo
de
todas
sus
actividades
inconscientes,
que
el
hipnotizador
dirige
a su
antojo.
La
personalidad
consciente
desaparece;
la
voluntad
y el
discernimiento
quedan
abolidos.
Sentimientos
y
pensamientos
son
entonces
orientados
en
el
sentido
determinado
por
el
hipnotizador.
«Tal
es,
aproximadamente,
el
estado
del
individuo
integrado
en
una
multitud.
No
tiene
ya
consciencia
de
sus
actos.
En
él,
como
en
el
hipnotizado,
quedan
abolidas
ciertas
facultades
ypueden
ser
llevadas
otras
a un
grado
extremo
de
exaltación.
La
influencia
de
una
sugestión
le
lanzará
con
ímpetu
irresistible,
a la
ejecución
de
ciertos
actos.
Ímpetu
más
irresistible
aún
en
las
multitudes
que
en
el
sujeto
hipnotizado,
pues
siendo
la
sugestión
la
misma
para
todos
los
individuos,
se
intensificará
al
hacerse
recíproca».
«…Así,
pues,
la
desaparición
de
la
personalidad
consciente,
el
predominio
de
la
personalidad
inconsciente,
la
orientación
de
los
sentimientos
y de
las
ideas
en
igual
sentido,
por
sugestión
y
contagio,
y la
tendencia
a
transformar
inmediatamente
en
actos
las
ideas
sugeridas,
son
los
principales
caracteres
del
individuo
integrado
en
una
multitud.
Perdidos
todos
sus
rasgos
personales,
pasa
a
convertirse
en
un
autómata
sin
voluntad».
Hemos
citado
íntegros
estos
pasajes,
para
demostrar
que
Le
Bon
no
se
limita
a
comparar
el
estado
del
individuo
integrado
en
una
multitud
con
el
estado
hipnótico,
sino
que
establece
una
verdadera
identidad
entre
ambos.
No
nos
proponemos
contradecir
aquí
tal
teoría,
pero
sí
queremos
señalar
que
las
dos
últimas
causas
mencionadas
de
la
transformación
del
individuo
en
la
masa,
el
contagio
y la
mayor
sugestibilidad,
no
pueden
ser
consideradas
como
de
igual
naturaleza,
puesto
que,
a
juicio
de
nuestro
autor,
el
contagio
no
es,
a su
vez,
sino
una
manifestación
de
la
sugestibilidad.
Así,
pues,
ha
de
parecernos
que
Le
Bon
no
establece
una
diferenciación
suficientemente
precisa
entre
los
efectos
de
tales
dos
causas.
Como
mejor
interpretaremos
su
pensamiento
será,
quizá,
atribuyendo
el
contagio
a la
acción
recíproca
ejercida
por
los
miembros
de
una
multitud
unos
sobre
otros
y
derivando
los
fenómenos
de
sugestión
identificados
por
Le
Bon
con
los
de
la
influencia
hipnótica,
de
una
distinta
fuente.
¿Pero
de
cuál?
Hemos
de
reconocer
como
una
evidente
laguna
el
hecho
de
que
uno
de
los
principales
términos
de
esta
identificación,
a
saber,
la
persona
que
para
la
multitud
sustituye
al
hipnotizador,
no
aparezca
mencionada
en
la
exposición
de
Le
Bon.
De
todos
modos,
el
autor
distingue
de
esta
influencia
fascinadora,
que
deja
en
la
sombra,
la
acción
contagiosa
que
los
individuos
ejercen
unos
sobre
otros
y
que
viene
a
reforzar
la
sugestión
primitiva.
Citaremos
todavía
otro
punto
de
vista
muy
importante
para
el
juicio
del
individuo
integrado
en
una
multitud:
«Por
el
solo
hecho
de
formar
parte
de
una
multitud,
desciende,
pues,
el
hombre
varios
escalones
en
la
escala
de
la
civilización.
Aislado,
era
quizás
un
individuo
culto;
en
multitud,
es
un
instintivo,
y
por
consiguiente,
un
bárbaro.
Tiene
la
espontaneidad,
la
violencia,
la
ferocidad
y
también
los
entusiasmos
y
los
heroísmos
de
los
seres
primitivos».
El
autor
insiste
luego
particularmente
en
la
disminución
de
la
actividad
intelectual
que
el
individuo
experimenta
por
el
hecho
de
su
disolución
en
la
masa.
Dejemos
ahora
al
individuo
y
pasemos
a la
descripción
del
alma
colectiva,
llevada
a
cabo
por
Le
Bon.
No
hay
en
esta
descripción
un
solo
punto
cuyo
origen
y
clasificación
puedan
ofrecer
dificultades
al
psicoanalista.
Le
Bon
nos
indica,
además,
por
sí
mismo,
el
camino,
haciendo
resaltar
las
coincidencias
del
alma
de
la
multitud
con
la
vida
anímica
de
los
primitivos
y de
los
niños.
La
multitud
es
impulsiva,
versátil
e
irritable
y se
deja
guiar
casi
exclusivamente,
por
lo
inconsciente.
Los
impulsos
a
los
que
obedece
pueden
ser,
según
las
circunstancias,
nobles
o
crueles,
heroicos
o
cobardes,
pero
son
siempre
tan
imperiosos
que
la
personalidad
e
incluso
el
instinto
de
conservación
desaparecen
ante
ellos.
Nada,
en
ella,
es
premeditado.
Aun
cuando
desea
apasionadamente
algo,
nunca
lo
desea
mucho
tiempo,
pues
es
incapaz
de
una
voluntad
perseverante.
No
tolera
aplazamiento
alguno
entre
el
deseo
y la
realización.
Abriga
un
sentimiento
de
omnipotencia.
La
noción
de
lo
imposible
no
existe
para
el
individuo
que
forma
parte
de
una
multitud.
La
multitud
es
extraordinariamente
influenciable
y
crédula.
Carece
de
sentido
crítico
y lo
inverosímil
no
existe
para
ella.
Piensa
en
imágenes
que
se
enlazan
unas
a
otras
asociativamente,
como
en
aquellos
estados
en
los
que
el
individuo
da
libre
curso
a su
imaginación
sin
que
ninguna
instancia
racional
intervenga
par
juzgar
hasta
qué
punto
se
adaptan
a la
realidad
sus
fantasías.
Los
sentimientos
de
la
multitud
son
siempre
simples
y
exaltados.
De
este
modo,
no
conoce
dudas
ni
incertidumbres.
Las
multitudes
llegan
rápidamente
a lo
extremo.
La
sospecha
enunciada
se
transforma
ipso
facto
en
indiscutible
evidencia.
Un
principio
de
antipatía
pasa
a
constituir,
en
segundos,
un
odio
feroz.
Naturalmente
inclinada
a
todos
los
excesos,
la
multitud
no
reacciona
sino
a
estímulos
muy
intensos.
Para
influir
sobre
ella,
es
inútil
argumentar
lógicamente.
En
cambio,
será
preciso
presentar
imágenes
de
vivos
colores
y
repetir
una
y
otra
vez
las
mismas
cosas.
«No
abrigando
la
menor
duda
sobre
lo
que
cree
la
verdad
o el
error
y
poseyendo,
además,
clara
consciencia
de
su
poderío,
la
multitud
es
tan
autoritaria
como
intolerante…
Respeta
la
fuerza
y no
ve
en
la
bondad
sino
una
especie
de
debilidad
que
le
impresiona
muy
poco.
Lo
que
la
multitud
exige
de
sus
héroes
es
la
fuerza
e
incluso
la
violencia.
Quiere
ser
dominada,
subyugada
y
temer
a su
amo…
Las
multitudes
abrigan,
en
el
fondo,
irreductibles
instintos
conservadores,
y
como
todos
los
primitivos,
un
respeto
fetichista
a
las
tradiciones
y un
horror
inconsciente
a
las
novedades
susceptibles
de
modificar
sus
condiciones
de
existencia».
Si
queremos
formarnos
una
idea
exacta
de
la
moralidad
de
las
multitudes,
habremos
de
tener
en
cuenta
que
en
la
reunión
de
los
individuos
integrados
en
una
masa,
desaparecen
todas
las
inhibiciones
individuales,
mientras
que
todos
los
instintos
crueles,
brutales
y
destructores,
residuos
de
épocas
primitivas,
latentes
en
el
individuo,
despiertan
y
buscan
su
libre
satisfacción.
Pero
bajo
la
influencia
de
la
sugestión,
las
masas
son
también
capaces
de
desinterés
y
del
sacrificio
por
un
ideal.
El
interés
personal,
que
constituye
casi
el
único
móvil
de
acción
del
individuo
aislado,
no
se
muestra
en
las
masas
como
elemento
dominante,
sino
en
muy
contadas
ocasiones.
Puede
incluso
hablarse
de
una
moralización
del
individuo
por
la
masa.
Mientras
que
el
nivel
intelectual
de
la
multitud
aparece
siempre
muy
inferior
al
del
individuo,
su
conducta
moral
puede
tanto
sobrepasar
el
nivel
ético
individual
como
descender
muy
por
debajo
de
él.
Algunos
rasgos
de
la
característica
de
las
masas,
tal
y
como
le
expone
Le
Bon,
muestran
hasta
qué
punto
está
justificada
la
identificación
del
alma
de
la
multitud
con
el
alma
de
los
primitivos.
En
las
masas,
las
ideas
más
opuestas
pueden
coexistir
sin
estorbarse
unas
a
otras
y
sin
que
surja
de
su
contradicción
lógica
conflicto
alguno.
Ahora
bien,
el
psicoanálisis
ha
demostrado
que
este
mismo
fenómeno
se
da
también
en
la
vida
anímica
individual;
así,
en
el
niño
y en
el
neurótico.
Además,
la
multitud
se
muestra
muy
accesible
al
poder
verdaderamente
mágico
de
las
palabras,
las
cuales
son
susceptibles
tanto
de
provocar
en
el
alma
colectiva
las
más
violentas
tempestades,
como
de
apaciguarla
y
devolverle
la
calma.
«La
razón
y
los
argumentos
no
pueden
nada
contra
ciertas
palabras
y
fórmulas.
Pronunciadas
éstas
con
recogimiento
ante
las
multitudes,
hacen
pintarse
el
respeto
en
todos
los
rostros
e
inclinarse
todas
las
frentes.
Muchos
las
consideran
como
fuerzas
de
la
naturaleza
o
como
potencias
sobrenaturales».
A
este
propósito
basta
con
recordar
el
tabú
de
los
nombres
entre
los
primitivos
y
las
fuerzas
mágicas
que
para
ellos
se
enlazan
a
los
nombres
y
las
palabras.
Por
último:
las
multitudes
no
han
conocido
jamás
la
sed
de
la
verdad.
Demandan
ilusiones,
a
las
cuales
no
pueden
renunciar.
Dan
siempre
la
preferencia
a lo
irreal
sobre
lo
real,
y lo
irreal
actúa
sobre
ellas
con
la
misma
fuerza
que
lo
real.
Tienen
una
visible
tendencia
a no
hacer
distinción
entre
ambos.
Este
predominio
de
la
vida
imaginativa
y de
la
ilusión
sustentada
por
el
deseo
insatisfecho
ha
sido
ya
señalado
por
nosotros
como
fenómeno
característico
de
la
psicología
de
las
neurosis.
Hallamos,
en
efecto,
que
para
el
neurótico
no
presenta
valor
alguno
la
general
realidad
objetiva
y
sí,
únicamente,
la
realidad
psíquica.
Un
síntoma
histérico
se
funda
en
una
fantasía
y no
en
la
reproducción
de
algo
verdaderamente
vivido.
Un
sentimiento
obsesivo
de
culpabilidad
reposa
en
el
hecho
real
de
un
mal
propósito
jamás
llevado
a
cabo.
Como
sucede
en
el
sueño
y en
la
hipnosis,
la
prueba
por
la
realidad
sucumbe,
en
la
actividad
anímica
de
la
masa,
a la
energía
de
los
deseos
cargados
de
afectividad.
Lo
que
Le
Bon
dice
sobre
los
directores
de
multitudes
es
menos
satisfactorio
y no
deja
transparentar
tan
claramente
lo
normativo.
Opina
nuestro
autor,
que
en
cuanto
un
ciertonúmero
de
seres
vivos
se
reúne,
trátese
de
un
rebaño
o de
una
multitud
humana,
los
elementos
individuales
se
colocan
instintivamente
bajo
la
autoridad
de
un
jefe.
La
multitud
es
un
dócil
rebaño
incapaz
de
vivir
sin
amo.
Tiene
una
tal
sed
de
obedecer,
que
se
somete
instintivamente
a
aquel
que
se
erige
en
su
jefe.
Pero
si
la
multitud
necesita
un
jefe,
es
preciso
que
el
mismo
posea
determinadas
aptitudes
personales.
Deberá
hallarse
también
fascinado
por
una
intensa
fe
(en
una
idea),
para
poder
hacer
surgir
la
fe
en
la
multitud.
Asimismo,
deberá
poseer
una
voluntad
potente
e
imperiosa,
susceptible
de
animar
a la
multitud,
carente
por
sí
misma
de
voluntad.
Le
Bon
habla,
después,
de
la
diversas
clases
de
directores
de
multitudes
y de
los
medios
con
diversas
clases
de
directores
de
multitudes
y de
los
medios
con
los
que
actúan
sobre
ellas.
En
último
análisis,
ve
la
causa
de
su
influencia,
en
las
ideas
por
las
que
ellos
mismos
se
hallan
fascinados.
Pero
además,
tanto
a
estas
ideas
como
a
los
directores
de
multitudes,
les
atribuye
Le
Bon
un
poder
misterioso
e
irresistible,
al
que
da
el
nombre
de
«prestigio»:
«El
prestigio
es
una
especie
de
fascinación
que
un
individuo,
una
obra
o
una
idea,
ejercen
sobre
nuestro
espíritu.
Esta
fascinación
paraliza
todas
nuestras
facultades
críticas
y
llena
nuestra
alma
de
asombro
y de
respeto.
Los
sentimientos
entonces
provocados
son
inexplicable,
como
todos
los
sentimientos,
pero
probablemente
del
mismo
orden
que
la
sugestión
experimentada
por
un
sujeto
magnetizado».
Le
Bon
distingue
un
prestigio
adquirido
o
artificial
y un
prestigio
personal.
El
primero
que
da
conferido
a
las
personas,
por
su
nombre,
sus
riquezas
o su
honorabilidad,
y a
las
doctrinas
y a
las
obras
de
arte,
por
la
tradición.
Dado
que
posee
siempre
su
origen
en
el
pasado,
no
nos
facilita
lo
más
mínimo
la
comprensión
de
esta
misteriosa
influencia.
El
prestigio
personal
es
adorno
de
que
muy
pocos
gozan,
pero
estos
pocos
se
imponen
por
el
mismo
hecho
de
poseerlo,
como
jefes,
y se
hacen
obedecer
cual
si
poseyeran
un
mágico
talismán.
De
todos
modos
y
cualquiera
que
sea
su
naturaleza,
el
prestigio
depende
siempre
del
éxito
y
desaparece
ante
el
fracaso.
No
puede
por
menos
de
observarse
que
las
consideraciones
de
Le
Bon
sobre
los
directores
de
multitudes
y la
naturaleza
del
prestigio
no
se
hallan
a la
altura
de
su
brillante
descripción
del
alma
colectiva.
III
OTRAS
CONCEPCIONES
DE
LA
VIDA
ANÍMICA
COLECTIVA
Hemos
utilizado
como
punto
de
partida
la
exposición
de
Gustavo
Le
Bon
por
coincidir
considerablemente
con
nuestra
psicología
en
la
acentuación
de
la
vida
anímica
inconsciente.
Mas
ahora
hemos
de
añadir,
que
en
realidad,
ninguna
de
las
afirmaciones
de
este
autor
nos
ofrece
algo
nuevo.
Su
despectiva
apreciación
de
las
manifestaciones
del
alma
colectiva
ha
sido
expresada
ya
en
términos
igualmente
precisos
y
hostiles,
por
otros
autores
y
repetida,
desde
las
épocas
más
remotas
de
la
literatura,
por
un
sinnúmero
de
pensadores,
poetas
y
hombres
de
Estado.
Los
dos
principios
que
contienen
los
puntos
de
vista
más
importantes
de
Le
Bon,
el
de
la
inhibición
colectiva
de
la
función
intelectual
y el
de
la
intensificación
de
la
afectividad
en
la
multitud,
fueron
formulados
poco
tiempo
antes
por
Sighele.
Así,
pues,
lo
único
privativo
de
Le
Bon
es
su
concepción
de
lo
inconsciente
y la
comparación
con
la
vida
psíquica
de
los
primitivos,
aunque
tampoco
en
estos
puntos
haya
carecido
de
precursores.
Pero
aún
hay
más:
la
descripción
y la
apreciación
que
Le
Bon
y
otros
hacen
del
alma
colectiva,
no
han
permanecido
libres
de
objeciones.
Sin
duda,
todos
los
fenómenos
antes
descritos
del
alma
colectiva
han
sido
exactamente
observados,
pero
también
es
posible
oponerles
otras
manifestaciones
de
las
formaciones
colectivas,
contrarias
por
completo
a
ellos
y
susceptibles
de
sugerir
una
más
alta
valoración
del
alma
de
las
multitudes.
El
mismo
Le
Bon
se
nos
muestra
ya
dispuesto
a
conceder
que
en
determinadas
circunstancias,
la
moralidad
de
las
multitudes
puede
resultar
más
elevada
que
la
de
los
individuos
que
la
componen,
y
que
sólo
las
colectividades
son
capaces
de
un
gran
desinterés
y un
alto
espíritu
de
sacrificio.
«El
interés
personal,
que
constituye
casi
el
único
móvil
de
acción
del
individuo
aislado,
no
se
muestra
en
las
masas
como
elemento
dominante
sino
en
muy
contadas
ocasiones».
Otros
autores
hacen
resaltar
el
hecho
de
ser
la
sociedad
la
que
impone
las
normas
de
la
moral
al
individuo,
incapaz
en
general
de
elevarse
hasta
ellas
por
sí
solo,
o
afirman
que
en
circunstancias
excepcionales,
surge
en
la
colectividad
el
fenómeno
del
entusiasmo,
el
cual
ha
capacitado
a
las
multitudes
para
los
actos
más
nobles
y
generosos.
Por
lo
que
respecta
a la
producción
intelectual,
está,
en
cambio,
demostrado,
que
las
grandes
creaciones
del
pensamiento,
los
descubrimientos
capitales
y
las
soluciones
decisivas
de
grandes
problemas,
no
son
posibles
sino
al
individuo
aislado
que
labora
en
la
soledad.
No
obstante,
también
el
alma
colectiva
es
capaz
de
dar
vida
a
creaciones
espirituales
de
un
orden
genial,
como
lo
prueban,
en
primer
lugar,
el
idioma,
y
después,
los
cantos
populares,
el
folklore,
etcétera.
Habría
además
de
precisarse
cuánto
deben
el
pensador
y el
poeta
a
los
estímulos
de
la
masa
y si
son
realmente
algo
más
que
los
perfeccionadores
de
una
labor
anímica
en
la
que
los
demás
han
colaborado
simultáneamente.
En
presencia
de
estas
contradicciones
aparentemente
irreductibles
parece
que
la
labor
de
la
psicología
colectiva
ha
de
resultar
estéril.
Sin
embargo,
no
es
difícil
encontrar
un
camino
lleno
de
esperanzas.
Probablemente
se
ha
confundido
bajo
la
denominación
genérica
de
«multitudes»,
a
formaciones
muy
diversas,
entre
las
cuales
es
necesario
establecer
una
distinción.
Los
datos
de
Sighele,
Le
Bon
y
otros,
se
refieren
a
masas
de
existencia
pasajera,
constituídas
rápidamente
por
la
asociación
de
individuos
movidos
por
un
interés
común,
pero
muy
diferentes
unos
de
otros.
Es
innegable
que
los
caracteres
de
las
masas
revolucionarias,
especialmente
de
las
de
la
Revolución
Francesa,
han
influído
en
su
descripción.
En
cambio,
las
afirmaciones
opuestas
se
derivan
de
la
observación
de
aquellas
otras
masas
estables
o
asociaciones
permanentes,
en
las
cuales
pasan
los
hombres
toda
su
vida
y
que
toman
cuerpo
en
la
instituciones
sociales.
Las
multitudes
de
la
primera
categoría
son,
con
respecto
a
las
de
la
segunda,
lo
que
las
olas
breves,
pero
altas,
a la
inmensa
superficie
del
mar.
Mc.
Dougall,
que
en
su
libro
«The
Group
Mind»
(Cambridge,
1920),
parte
de
la
mismacontradicción
antes
señalada,
la
resuelve
introduciendo
el
factor
«organización».
En
el
caso
más
sencillo
-dice-
la
masa
(group)
no
posee
organización
ninguna
o
sólo
una
organización
rudimentaria.
A
esta
masa
desorganizada,
le
da
el
nombre
de
«multitud»
(crowd).
Sin
embargo,
confiesa
que
ningún
grupo
humano
puede
llegar
a
formarse
sin
un
cierto
comienzo
de
organización
y
que
precisamente
en
estas
masas
simples
y
rudimentarias
es
en
las
que
más
fácilmente
pueden
observarse
algunos
de
los
fenómenos
fundamentales
de
la
psicología
colectiva.
Para
que
los
miembros
accidentalmente
reunidos
de
un
grupo
humano
lleguen
a
formar
algo
semejante
a
una
masa,
en
el
sentido
psicológico
de
la
palabra,
es
condición
necesaria
que
entre
los
individuos
exista
algo
común,
que
un
mismo
interés
les
enlace
a un
mismo
objeto,
que
experimenten
los
mismos
sentimientos
en
presencia
de
una
situación
dada
y
(por
consiguiente,
añadiría
yo)
que
posean,
en
una
cierta
medida,
la
facultad
de
influir
unos
sobre
otros
(«some
degree
of
reciprocal
influence
between
the
members
of
the
group»).
Cuanto
más
enérgica
es
esta
homogeneidad
mental,
más
fácilmente
formarán
los
individuos
una
masa
psicológica
y
más
evidentes
serán
las
manifestaciones
de
un
alma
colectiva.
El
fenómeno
más
singular
y al
mismo
tiempo
más
importante
de
la
formación
de
la
masa
consiste
en
la
exaltación
o
intensificación
de
la
emotividad
en
los
individuos
que
la
integran.
Puede
decirse
-opina
Mc.
Dougall-
que
no
existen
otras
condiciones
en
las
que
los
afectos
humanos
alcancen
la
intensidad
a la
que
llegan
en
la
multitud.
Además,
los
individuos
de
una
multitud
experimentan
una
voluptuosa
sensación
al
entregarse
ilimitadamente
a
sus
pasiones
y
fundirse
en
la
masa
perdiendo
el
sentimiento
de
su
delimitación
individual.
Mc
Dougall
explica
esta
absorción
del
individuo
por
la
masa
atribuyéndola
a lo
que
él
denomina
«el
principio
de
la
inducción
directa
de
las
emociones
por
medio
de
la
reacción
simpática
primitiva»,
esto
es,
a
aquello
que
con
el
nombre
de
contagio
de
los
afectos
nos
es
ya
conocido
a
nosotros
los
psicoanalistas.
El
hecho
es,
que
la
percatación
de
los
signos
de
un
estado
afectivo
es
susceptible
de
provocar
automáticamente
el
mismo
afecto
en
el
observador.
Esta
obsesión
automática
es
tanto
más
intensa
cuanto
mayor
es
el
número
de
las
personas
en
las
que
se
observa
simultáneamente
el
mismo
afecto.
Entonces,
el
individuo
llega
a
ser
incapaz
de
mantener
una
actitud
crítica
y se
deja
invadir
por
la
misma
emoción.
Pero
al
compartir
la
excitación
de
aquellos
cuya
influencia
ha
actuado
sobre
él,
aumenta
a su
vez
la
de
los
demás,
y de
este
modo,
se
intensifica
por
inducción
recíproca
la
carga
afectiva
de
los
individuos
integrados
en
la
masa.
Actúa
aquí,
innegablemente,
algo
como
una
obsesión,
que
impulsa
al
individuo
a
imitar
a
los
demás
y a
conservarse
a
tono
con
ellos.
Cuanto
más
groseras
y
elementales
son
las
emociones,
más
probabilidades
presentan
de
propagarse
de
este
modo
en
una
masa.
Este
mecanismo
de
la
intensificación
afectiva
queda
favorecido
por
varias
otras
influencias
emanadas
de
la
multitud.
La
masa
da
al
individuo
la
impresión
de
un
poder
ilimitado
y de
un
peligro
invencible.
Sustituye,
por
el
momento,
a la
entera
sociedad
humana,
encarnación
de
la
autoridad,
cuyos
castigos
se
han
tenido
y
por
la
que
nos
imponemos
tantas
restricciones.
Es
evidentemente
peligroso
situarse
enfrente
de
ella,
y
para
garantizar
la
propia
seguridad,
deberá
cada
uno
seguir
el
ejemplo
que
observa
en
derredor
suyo,
e
incluso,
si
es
preciso,
llegar
a
«aullar
con
los
lobos».
Obedientes
a la
nueva
autoridad,
habremos
de
hacer
callar
a
nuestra
consciencia
anterior
y
ceder
así
a la
atracción
del
placer
que
seguramente
alcanzaremos
por
la
cesación
de
nuestras
inhibiciones.
No
habrá,
pues,
de
asombrarnos,
que
el
individuo
integrado
en
una
masa
realice
o
apruebe
cosas
de
las
que
se
hubiera
alejado
en
las
condiciones
ordinarias
de
su
vida,
e
incluso
podemos
esperar
que
este
hecho
nos
permita
proyectar
alguna
luz
en
las
tinieblas
de
aquello
que
designamos
en
la
enigmática
palabra
«sugestión».
Mc.
Dougall
no
niega
tampoco
el
principio
de
la
inhibición
colectiva
de
la
inteligencia
en
la
masa.
Opina
que
las
inteligencias
inferiores
atraen
a su
propio
nivel
a
las
superiores.
Estas
últimas
ven
estorbada
su
actividad
porque
la
intensificación
de
la
afectividad
crea,
en
general,
condiciones
desfavorables
para
el
trabajo
intelectual;
en
segundo
lugar,
porque
los
individuos,
intimidados
por
la
multitud,
ven
coartado
dicho
trabajo,
y en
tercero,
porque
encada
uno
de
los
individuos
integrados
en
la
masa
queda
disminuída
la
consciencia
de
la
responsabilidad.
El
juicio
de
conjunto
que
Mc.
Dougall
formula
sobre
la
función
psíquica
de
las
multitudes
simples
«desorganizadas»
no
es
mucho
más
favorable
que
el
de
Le
Bon.
Para
él,
una
tal
masa
es
sobremanera
excitable,
impulsiva,
apasionada,
versátil,
inconsecuente,
indecisa
y al
mismo
tiempo
inclinada
a
llegar
en
su
acción
a
los
mayores
extremos,
accesible
sólo
a
las
pasiones
violentas
y a
los
sentimientos
elementales,
extraordinariamente
fácil
de
sugestionar,
superficial
en
sus
reflexiones,
violenta
en
sus
juicios,
capaz
de
asimilarse
tan
sólo
los
argumentos
y
conclusiones
más
simples
e
imperfectos,
fácil
de
conducir
y
conmover.
Carece
de
todo
sentimiento
de
responsabilidad
y
respetabilidad,
y se
halla
siempre
pronta
a
dejarse
arrastrar
por
la
consciencia
de
su
fuerza
hasta
violencias
propias
de
un
poder
absoluto
e
irresponsable.
Se
comporta,
pues,
como
un
niño
mal
educado
o
como
un
salvaje
apasionado
y no
vigilado
en
una
situación
que
no
le
es
familiar.
En
los
casos
más
graves,
se
conduce
más
bien
como
un
rebaño
de
animales
salvajes
que
como
una
reunión
de
seres
humanos.
Dado
que
Mc.
Dougall
opone
a
esta
actitud
la
de
las
multitudes
que
poseen
una
organización
superior,
esperaremos
con
impaciencia
averiguar
en
qué
consiste
tal
organización
y
cuáles
son
los
factores
que
favorecen
su
establecimiento.
El
autor
enumera
cinco
de
estos
factores
capitales,
cinco
«condiciones
principales»
necesarias
para
elevar
el
nivel
de
la
vida
psíquica
de
la
multitud.
La
primera
condición
-y
la
esencial-
consiste
en
una
cierta
medida
de
continuidad
en
la
composición
de
la
masa.
Esta
continuidad
puede
ser
material
o
formal;
lo
primero,
cuando
las
mismas
personas
forman
parte
de
la
multitud,
durante
un
espacio
de
tiempo
más
o
menos
prolongado;
lo
segundo,
cuando
dentro
de
la
masa
se
desarrollan
ciertas
situaciones
que
son
ocupadas
sucesivamente
por
personas
distintas.
En
segundo
lugar,
es
necesario
que
cada
uno
de
los
individuos
de
la
masa
se
haya
formado
una
determinada
idea
de
la
naturaleza,
la
función,
la
actividad
y
las
aspiraciones
de
la
misma,
idea
de
la
que
se
derivará
para
él
una
actitud
afectiva
con
respecto
a la
totalidad
de
la
masa.
En
tercer
lugar,
es
preciso
que
la
masa
se
halle
en
relación
con
otras
formaciones
colectivas
análogas,
pero
diferentes,
sin
embargo,
en
diversos
aspectos,
e
incluso
que
rivalicen
con
ella.
La
cuarta
condición
es
que
la
masa
posea
tradiciones,
usos
e
instituciones
propias,
relativas,
sobre
todo,
a
las
relaciones
recíprocas
de
sus
miembros.
Por
último,
la
quinta
condición
es
que
la
multitud
posea
una
organización
que
se
manifieste
en
la
especialización
y
diferenciación
de
las
actividades
de
cada
uno
de
sus
miembros.
El
cumplimiento
de
estas
condiciones
haría
desaparecer,
según
Mc.
Dougall,
los
defectos
psíquicos
de
la
formación
colectiva.
La
disminución
colectiva
del
nivel
intelectual
se
evitaría
quitando
a la
multitud
la
solución
de
los
Problemas
intelectuales,
para
confiarla
a
los
individuos.
A
nuestro
juicio,
la
condición
que
Mc.
Dougall
designa
con
el
nombre
de
«organización»
de
la
multitud,
podría
ser
descrita,
más
justificadamente,
en
una
forma
distinta.
Trátase
de
crear
en
la
masa
las
facultades
precisamente
características
del
individuo
y
que
éste
ha
perdido
a
consecuencia
de
su
absorción
por
la
multitud.
El
individuo
poseía,
desde
luego,
antes
de
incorporarse
a la
masa
primitiva,
su
continuidad,
su
consciencia,
sus
tradiciones
y
costumbres,
su
peculiar
campo
de
acción
y su
modalidad
especial
de
adaptación,
y se
mantenía
separado
de
otros
con
los
cuales
rivalizaba.
Todas
estas
cualidades
las
ha
perdido
temporalmente
por
su
incorporación
a la
multitud
«no
organizada».
Esta
tendencia
a
dotar
a la
multitud
de
los
atributos
del
individuo,
nos
recuerda
la
profunda
observación
de
W.
Trotter,
que
ve,
en
la
tendencia
a la
formación
de
masas,
una
expresión
biológica
de
la
estructura
policelular
de
los
organismos
superiores.
IV
SUGESTIÓN
Y
LIBIDO
Hemos
partido
del
hecho
fundamental
de
que
el
individuo
integrado
en
una
masa,
experimenta,
bajo
la
influencia
de
la
misma,
una
modificación,
a
veces
muy
profunda,
de
su
actividad
anímica.
Su
afectividad
queda
extraordinariamente
intensificada
y,
en
cambio,
notablemente
limitada
su
actividad
intelectual.
Ambos
procesos
tienden
a
igualar
al
individuo
con
los
demás
de
la
multitud,
fin
que
sólo
puede
ser
conseguido
por
la
supresión
de
las
inhibiciones
peculiares
a
cada
uno
y la
renuncia
a
las
modalidades
individuales
y
personales
de
las
tendencias.
Hemos
visto
que
estos
efectos,
con
frecuencia
indeseables,
pueden
quedar
neutralizados,
al
menos
en
parte,
por
una
«organización»
superior
de
las
masas,
pero
esta
posibilidad
deja
en
pie
hecho
fundamental
de
la
psicología
colectiva,
esto
es,
la
elevación
de
la
afectividad
y la
coerción
intelectual
en
la
masa
primitiva.
Nuestra
labor
se
encaminará,
pues,
a
hallar
la
explicación
psicológica
de
la
modificación
psíquica
que
la
influencia
de
la
masa
impone
al
individuo.
Evidentemente,
la
intervención
de
factores
racionales,
como
la
intimidación
del
individuo
por
la
multitud,
o
sea
la
acción
de
su
instinto
de
conservación,
no
basta
para
explicar
los
fenómenos
observados.
Aquello
que
fuera
de
esto
nos
ofrecen,
a
título
explicativo,
las
autoridades
en
sociología
y
psicología
de
las
masas,
se
reduce
siempre,
aunque
presentando
bajo
diversos
nombres,
a la
misma
cosa,
resumida
en
la
mágica
palabra
«sugestión».
Uno
de
estos
autores
-Tarde-
habla
de
imitación,
mas
por
nuestra
parte
suscribimos
sin
reserva
la
opinión
de
Brugeilles,
que
considera
integrada
la
imitación
en
el
concepto
de
sugestión,
como
una
consecuencia
de
la
misma.
Le
Bon
reduce
todas
las
singularidades
de
los
fenómenos
sociales,
a
dos
factores:
la
sugestión
recíproca
de
los
individuos
y el
prestigio
del
caudillo.
Pero
el
prestigio
no
se
exterioriza
precisamente
sino
por
la
facultad
de
provocar
la
sugestión.
Leyendo
a Mc.
Dougall,
pudimos
experimentar,
durante
algunos
momentos,
la
impresión
de
que
su
principio
de
la
«inducción
afectiva
primaria»
permitía
prescindir
de
la
hipótesis
de
la
sugestión.
Pero
reflexionando
más
detenidamente,
hemos
de
reconocer
que
este
principio
no
expresa
sino
los
conocidos
fenómenos
de
la
«imitación»
o el
«contagio»,
aunque
acentuando
decididamente
el
factor
afectivo.
Es
indudable
que
existe
en
nosotros
una
tal
tendencia
a
experimentar
aquellos
afectos
cuyos
signos
observamos
en
otros,
pero,
¿cuántas
veces
nos
resistimos
victoriosamente
a
ella,
rechazando
el
afecto
e
incluso
reaccionando
de
un
modo
completamente
opuesto?
Y
siendo
así,
¿por
qué
nos
entregamos
siempre,
en
cambio,
al
contagio,
cuando
formamos
parte
integrante
de
la
masa?
Habremos
de
decirnos
nuevamente,
que
es
la
influencia
sugestiva
de
la
masa
la
que
nos
obliga
a
obedecer
a
esta
tendencia
a la
imitación
e
induce
en
nosotros
el
afecto.
Pero,
aun
dejando
aparte
todo
esto,
tampoco
nos
permite
Mc.
Dougall
prescindir
de
la
sugestión,
pues
como
otros
muchos
autores,
nos
dice
que
las
masas
se
distinguen
por
una
especial
sugestibilidad.
De
este
modo,
quedamos
preparados
a
admitir
que
la
sugestión
(o
más
exactamente,
la
sugestibilidad)
es
un
fenómeno
primario
irreductible,
un
hecho
fundamental
de
la
vida
anímica
humana.
Así
opinaba
Bernheim,
de
cuyos
asombrosos
experimentos
fuí
testigo
presencial
en
1889.
Pero
recuerdo
también
haber
experimentado
por
entonces,
una
oscura
animosidad
contra
tal
tiranía
de
la
sugestión.
Cuando
oía
a
Bernheim
interpelar
a un
enfermo
poco
dócil
con
las
palabras:
«¿Qué
hace
usted?
¡Vous
vous
contresuggestionnez!»
-me
decía
que
aquello
constituía
una
injusticia
y
una
violencia.
El
sujeto
poseía
un
evidente
derecho
a «contrasugestionarse»
cuando
se
le
intentaba
dominar
por
medio
de
sugestiones.
Esta
resistencia
mía
tomó
después
la
forma
de
una
rebelión
contra
el
hecho
de
que
la
sugestión,
que
todo
lo
explicaba,
hubiera
de
carecer
por
sí
misma
de
explicación,
y me
repetí,
refiriéndome
a
ella,
la
antigua
pregunta
chistosa
«Christoph trug Christum,
Christus trug die ganze Welt,
Sag', wo hat Christoph
Damals in den Fuß gestellt?
Christophorus Christum, sed Christus sustulit orbem:
Constiterit pedibus dic ubi Christophorus?
Ahora,
cuando
después
de
treinta
años
de
alejamiento,
vuelvo
a
aproximarme
al
enigma
de
la
sugestión,
encuentro
que
nada
ha
cambiado
en
él,
salvo
una
única
excepción,
que
testimonia
precisamente
de
la
influencia
del
psicoanálisis.
Observo,
en
efecto,
en
los
investigadores,
un
empeño
particular
por
formular
correctamente
el
concepto
de
la
sugestión,
esto
es,
por
fijar
convencionalmente
el
uso
de
este
término.
No
es
esto,
desde
luego,
nada
superfluo,
pues
la
palabra
«sugestión»
va
adquiriendo
con
el
uso
una
significación
cada
vez
más
imprecisa
y
pronto
acabará
por
designar
una
influencia
cualquiera,
como
ya
sucede
en
inglés,
idioma
en
el
que
las
palabras
«to
suggest»
y «suggestion»
corresponden
a
las
nuestras
«nahelegen»
(incitar)
y «Anregung»
(estímulo).
Pero
sobre
la
esencia
de
la
sugestión,
esto
es,
sobre
las
condiciones
en
las
cuales
se
establecen
influencias
carentes
de
un
fundamento
lógico
suficiente,
no
se
ha
dado
aun
esclarecimiento
ninguno.
Podría
robustecer
esta
afirmación
mediante
análisis
de
las
obras
publicadas
sobre
la
materia
en
los
últimos
treinta
años,
pero
prescindo
de
hacerlo
por
constarme
que
en
sector
próximo
al
de
mi
actividad,
se
prepara
una
minuciosa
investigación
sobre
este
tema.
En
cambio,
intentaremos
aplicar
al
esclarecimiento
de
la
psicología
colectiva,
el
concepto
de
la
libido,
que
tan
buenos
servicios
nos
ha
prestado
ya
en
el
estudio
de
la
psiconeurosis.
Libido
es
un
término
perteneciente
a la
teoría
de
la
afectividad.
Designamos
con
él
la
energía
-considerada
como
magnitud
cuantitativa,
aunque
por
ahora
no
mensurable-
de
los
instintos
relacionados
con
todo
aquello
susceptible
de
ser
comprendido
bajo
el
concepto
de
amor.
El
nódulo
de
lo
que
nosotros
denominamos
amor
se
halla
constituído,
naturalmente,
por
lo
que
en
general
se
designa
con
tal
palabra
y es
cantado
por
los
poetas,
esto
es,
por
el
amor
sexual,
cuyo
último
fin
es
la
cópula
sexual.
Pero
en
cambio,
no
separamos
de
tal
concepto
aquello
que
participa
del
nombre
de
amor,
o
sea,
de
una
parte,
el
amor
del
individuo
a sí
propio,
y de
otra,
el
amor
paterno
y el
filial,
la
amistad
y el
amor
a la
humanidad
en
general,
a
objetos
concretos
o a
ideas
abstractas.
Nuestra
justificación
está
en
el
hecho
de
que
la
investigación
psicoanalítica
nos
ha
enseñado
que
todas
estas
tendencias
constituyen
la
expresión
de
los
mismos
movimientos
instintivos
que
impulsan
a
los
sexos
a la
unión
sexual,
pero
que
en
circunstancias
distintas
son
desviados
de
este
fin
sexual
o
detenidos
en
la
consecución
del
mismo,
aunque
conservando
de
su
esencia
lo
bastante
para
mantener
reconocible
su
identidad.
(Abnegación,
tendencia
a la
aproximación).
Creemos,
pues,
que
con
la
palabra
«amor»,
en
sus
múltiples
acepciones,
ha
creado
el
lenguaje
una
síntesis
perfectamente
justificada
y
que
no
podemos
hacer
nada
mejor
que
tomarla
como
base
de
nuestras
discusiones
y
exposiciones
científicas.
Con
este
acuerdo
ha
desencadenado
el
psicoanálisis
una
tempestad
de
indignación,
como
si
se
hubiera
hecho
culpable
de
una
innovación
sacrílega.
Y
sin
embargo,
con
esta
concepción
«amplificada»
del
amor,
no
ha
creado
el
psicoanálisis
nada
nuevo.
El
«Eros»
de
Platón
presenta,
por
lo
que
respecta
a
sus
orígenes,
a
sus
manifestaciones
y a
su
relación
con
el
amor
sexual
una
perfecta
analogía
con
la
energía
amorosa,
esto
es,
con
la
libido,
del
psicoanálisis,
coincidencia
cumplidamente
demostrada
por
Nachmansohn
y
Pfister
en
interesantes
trabajos,
y
cuando
el
apóstol
Pablo
alaba
el
amor
en
su
famosa
«Epístola
a
los
corintios»
y lo
sitúa
sobre
todas
las
cosas,
lo
concibe
seguramente
en
el
mismo
sentido
«amplificado»,
de
donde
resulta
que
los
hombres
no
siempre
toman
en
serio
a
sus
grandes
pensadores,
aunque
aparentemente
los
admiren
mucho.
Estos
instintos
eróticos
son
denominados
en
psicoanálisis
a
potiori
y en
razón
a su
origen,instintos
sexuales.
La
mayoría
de
los
hombres
«cultos»
ha
visto
en
esta
denominación
una
ofensa
y ha
tomado
venganza
de
ella
lanzando
contra
el
psicoanálisis
la
acusación
de
«pansexualismo».
Aquellos
que
consideran
la
sexualidad
como
algo
vergonzoso
y
humillante
para
la
naturaleza
humana
pueden
servirse
de
los
términos
«Eros»
y
«Erotismo»,
más
distinguidos.
Así
lo
hubiera
podido
hacer
también
yo
desde
un
principio,
cosa
que
me
hubiera
ahorrado
numerosas
objeciones.
Pero
no
lo
he
hecho
porque
no
me
gusta
ceder
a la
pusilanimidad.
Nunca
se
sabe
adónde
puede
llevarle
a
uno
tal
camino;
se
empieza
por
ceder
en
las
palabras
y se
acaba
a
veces
por
ceder
en
las
cosas.
No
encuentro
mérito
ninguno
en
avergonzarme
de
la
sexualidad.
La
palabra
griega
Eros,
con
la
que
se
quiere
velar
lo
vergonzoso,
no
es
en
fin
de
cuentas,
sino
la
traducción
de
nuestra
palabra
Amor.
Además,
aquel
que
sabe
esperar
no
tiene
necesidad
de
hacer
concesiones.
Intentaremos,
pues,
admitir
la
hipótesis
de
que
en
la
esencia
del
alma
colectiva
existen
también
relaciones
amorosas
(o
para
emplear
una
expresión
neutra,
lazos
afectivos).
Recordemos
que
los
autores
hasta
ahora
citados
no
hablan
ni
una
sola
palabra
de
esta
cuestión.
Aquello
que
corresponde
a
estas
relaciones
amorosas
aparece
oculto
en
ellos
detrás
de
la
sugestión.
Nuestra
esperanza
se
apoya
en
dos
ideas.
Primeramente,
la
de
que
la
masa
tiene
que
hallarse
mantenida
en
cohesión
por
algún
poder.
¿Y a
qué
poder
resulta
factible
atribuir
tal
función
sino
es
al
Eros
que
mantiene
la
cohesión
de
todo
lo
existente?
En
segundo
lugar,
la
de
que
cuando
el
individuo
englobado
en
la
masa
renuncia
a lo
que
le
es
personal
y se
deja
sugestionar
por
los
otros,
experimentamos
la
impresión
de
que
lo
hace
por
sentir
en
él
la
necesidad
de
hallarse
de
acuerdo
con
ellos
y no
en
oposición
a
ellos,
esto
es,
por
«amor
a
los
demás».
V
DOS
MASAS
ARTIFICIALES:
LA
IGLESIA
Y EL
EJÉRCITO
Por
lo
que
respecta
a la
morfología
de
las
masas,
recordaremos
que
podemos
distinguir
muy
diversas
variedades,
y
direcciones
muy
divergentes
e
incluso
opuestas
en
su
formación
y
constitución.
Existen,
en
efecto,
multitudes
efímeras
y
otras
muy
duraderas;
homogéneas,
esto
es,
compuestas
de
individuos
semejantes,
y no
homogéneas;
naturales
y
artificiales
o
necesitadas
de
una
coerción
exterior;
primitivas
y
diferenciadas,
con
un
alto
grado
de
organización.
Mas
por
razones
que
luego
irán
apareciendo,
insistiremos
aquí
particularmente
en
una
diferenciación
a la
que
los
autores
no
han
concedido
aún
atención
suficiente.
Me
refiero
a la
de
aquellas
masas
que
carecen
de
directores
y
las
que,
por
el
contrario,
los
poseen.
Y en
completa
oposición
con
la
general
costumbre
adoptada,
no
elegiremos
como
punto
de
partida
de
nuestras
investigaciones
una
formación
colectiva
y
relativamente
simple,
sino
masas
artificiales,
duraderas
y
altamente
organizadas.
La
Iglesia
y el
Ejército
son
masas
artificiales,
esto
es,
masas
sobre
las
que
actúa
una
coerción
exterior
encaminada
a
preservarlas
de
la
disolución
y a
evitar
modificaciones
de
su
estructura.
En
general,
no
depende
de
la
voluntad
del
individuo
entrar
o no
a
formar
parte
de
ellas,
y
una
vez
dentro,
la
separación
se
halla
sujeta
a
determinadas
condiciones
cuyo
incumplimiento
es
rigurosamente
castigado.
La
cuestión
de
saber
por
qué
estas
asociaciones
precisan
de
semejantes
garantías
no
nos
interesa
por
el
momento,
y
sí,
en
cambio,
la
circunstancia
de
que
estas
multitudes,
altamente
organizadas
y
protegidas
en
la
forma
indicada,
contra
la
disgregación,
nos
revelan
determinadas
particularidades
que
en
otras
se
mantienen
ocultas
o
disimuladas.
En
la
Iglesia
-y
habrá
de
sernos
muy
ventajoso
tomar
como
nuestra
la
Iglesia
católica-
y en
el
Ejército,
reina,
cualesquiera
que
sean
sus
diferencias
en
otros
aspectos,
una
misma
ilusión:
la
ilusión
de
la
presencia
visible
o
invisible
de
un
jefe
(Cristo,
en
la
iglesia
católica,
y el
general
en
jefe
en
el
Ejército),
que
ama
con
igual
amor
a
todos
los
miembros
de
la
colectividad.
De
esta
ilusión
depende
todo,
y su
desvanecimiento
traería
consigo
la
disgregación
de
la
Iglesia
o
del
Ejército,
en
la
medida
en
que
la
coerción
exterior
lo
permitiese.
El
igual
amor
de
Cristo
por
sus
fieles
todos,
aparece
claramente
expresado
en
las
palabras:
«De
cierto
os
digo,
que
en
cuanto
lo
hicisteis
a
uno
de
estos
mis
hermanos
pequeñitos,
a mí
lo
hicisteis».
Para
cada
uno
de
los
individuos
que
componen
la
multitud
creyente,
es
Cristo
un
bondadoso
hermano
mayor,
una
sustitución
del
padre.
De
este
amor
de
Cristo
se
derivan
todas
las
exigencias
de
que
se
hace
objeto
al
individuo
creyente,
y el
aliento
democrático
que
anima
a la
Iglesia
depende
de
la
igualdad
de
todos
los
fieles
ante
Cristo
y de
su
idéntica
participación
en
el
amor
divino.
No
sin
una
profunda
razón
se
compara
la
comunidad
cristiana
a
una
familia
y se
consideran
los
fieles
como
hermanos
en
Cristo,
esto
es,
como
hermanos
por
el
amor
que
Cristo
les
profesa.
En
el
lazo
que
une
a
cada
individuo
con
Cristo
hemos
de
ver
indiscutiblemente
la
causa
del
que
une
a
los
individuos
entre
sí.
Análogamente
sucede
en
el
Ejército.
El
jefe
es
el
padre
que
ama
por
igual
a
todos
sus
soldados,
razón
por
la
cual
son
éstos
camaradas
unos
de
otros.
Desde
el
punto
de
vista
de
la
estructura,
el
Ejército
se
distingue
de
la
Iglesia
en
el
hecho
de
hallarse
compuesto
por
una
jerarquía
de
masas
de
este
orden.
Cada
capitán
es
el
general
en
jefe
y el
padre
de
su
compañía,
y
cada
suboficial,
de
su
sección.
La
Iglesia
presenta
asimismo
una
tal
jerarquía,
pero
que
no
desempeña
ya
en
ella
el
mismo
papel
económico,
pues
ha
de
suponerse
que
Cristo
conoce
mejor
a
sus
fieles
que
el
general
a
sus
soldados
y se
ocupa
más
de
ellos.
Contra
esta
concepción
de
la
estructura
libidinosa
del
Ejército
se
objetará,
con
razón,
que
prescinde
en
absoluto
de
las
ideas
de
patria,
de
gloria
nacional,
etc.,
tan
importantes
para
la
cohesión
del
Ejército.
En
respuesta
a
tal
objeción,
alegaremos
que
se
trata
de
un
caso
distinto
y
mucho
menos
sencillo
de
formación
colectiva,
y
que
los
ejemplos
de
grandescapitanes,
tales
como
César,
Wallenstein
y
Napoleón,
demuestran
que
dichas
ideas
no
son
indispensables
para
el
mantenimiento
de
la
cohesión
de
un
Ejército.
Más
tarde,
trataremos
brevemente
de
la
posible
sustitución
del
jefe
por
una
idea
directora
y de
las
relaciones
entre
esta
y
aquél.
La
negligencia
de
este
factor
libidinoso
en
el
Ejército,
parece
constituir,
incluso
en
aquellos
casos
en
los
que
no
es
el
único
que
actúa,
no
sólo
un
error
teórico
sino
también
un
peligro
práctico.
El
militarismo
prusiano,
tan
antipsicológico
como
la
ciencia
alemana,
ha
experimentado
quizá
las
consecuencias
de
un
tal
error,
en
la
gran
guerra.
Las
neurosis
de
guerra
que
disgregaron
el
Ejército
alemán,
representaban
una
protesta
del
individuo
contra
el
papel
que
le
era
asignado
en
el
Ejército,
y
según
las
comunicaciones
de
E.
Simmel,
puede
afirmarse
que
la
rudeza
con
que
los
jefes
trataban
a
sus
hombres,
constituyó
una
de
las
principales
causas
de
tales
neurosis.
Si
se
hubiera
atendido
más
a la
mencionada
aspiración
libidinosa
del
soldado,
no
habrían
encontrado,
probablemente,
tan
fácil
crédito,
las
fantásticas
promesas
de
los
catorce
puntos
del
presidente
americano,
y
los
jefes
militares
alemanes,
artistas
de
la
guerra,
no
hubiesen
visto
quebrarse
entre
sus
manos
el
magnífico
instrumento
de
que
disponían.
Habremos
de
tener
en
cuenta,
que
en
las
dos
masas
artificiales
de
que
venimos
tratando
-la
Iglesia
y el
Ejército-
se
halla
el
individuo
doblemente
ligado
por
lazos
libidinosos;
en
primer
lugar,
al
jefe
(Cristo
o el
general),
y
además,
a
los
restantes
individuos
de
la
colectividad.
Más
adelante
investigaremos
las
relaciones
existentes
entre
estos
dos
órdenes
de
lazos,
viendo
si
son
o no
de
igual
naturaleza
y
valor
y
cómo
pueden
ser
descritos
psicológicamente.
Pero
desde
ahora
creemos
poder
reprochar
ya a
los
autores
no
haber
atendido
suficientemente
a la
importancia
del
director
para
la
psicología
de
la
masa.
En
cambio,
nosotros
nos
hemos
situado
en
condiciones
más
favorables,
por
la
elección
de
nuestro
primer
objeto
de
investigación,
y
creemos
haber
hallado
el
camino
que
ha
de
conducirnos
a la
explicación
del
fenómeno
fundamental
de
la
psicología
colectiva,
o
sea
de
la
carencia
de
libertad
del
individuo
integrado
en
una
multitud.
Si
cada
uno
de
tales
individuos
se
halla
ligado,
por
sólidos
lazos
afectivos,
a
dos
centros
diferentes,
no
ha
de
sernos
difícil
derivar
de
esta
situación
la
modificación
y la
limitación
de
su
personalidad,
generalmente
observadas.
El
fenómeno
del
pánico,
observable
en
las
masas
militares
con
mayor
claridad
que
en
ninguna
otra
formación
colectiva,
nos
demuestra
también,
que
la
esencia
de
multitud
consiste
en
los
lazos
libidinosos
existentes
en
ella.
El
pánico
se
produce
cuando
una
tal
multitud
comienza
a
disgregarse
y se
caracteriza
por
el
hecho
de
que
las
órdenes
de
los
jefes
dejan
de
ser
obedecidas,
no
cuidándose
ya
cada
individuo
sino
de
sí
mismo,
sin
atender
para
nada
a
los
demás.
Rotos
así
los
lazos
recíprocos,
surge
un
miedo
inmenso
e
insensato.
Naturalmente,
se
nos
objetará
aquí,
que
invertimos
el
orden
de
los
fenómenos
y
que
es
el
miedo
el
que
al
crecer
desmesuradamente
se
impone
a
toda
clase
de
lazos
y
consideraciones.
Mc.
Dougall
ha
llegado
incluso
a
utilizar
el
caso
del
pánico
(aunque
no
del
militar)
como
ejemplo
modelo
de
su
teoría
de
la
intensificación
de
los
afectos
por
contagio
(primary
induction).
Pero
esta
explicación
racionalista
es
absolutamente
insatisfactoria,
pues
lo
que
se
trata
de
explicar
es
precisamente
por
qué
el
miedo
ha
llegado
a
tomar
proporciones
tan
gigantescas.
Ello
no
puede
atribuirse
a la
magnitud
del
peligro,
pues
el
mismo
Ejército
que
en
un
momento
dado
sucumbe
al
pánico,
puede
haber
arrostrado
impávido,
en
otras
ocasiones
próximas,
peligros
mucho
mayores,
y la
esencia
del
pánico
está
precisamente,
en
carecer
de
relación
con
el
peligro
que
amenaza,
y
desencadenarse,
a
veces,
por
causas
insignificantes.
Cuando
el
individuo
integrado
en
una
masa
en
la
que
ha
surgido
el
pánico,
comienza
a no
pensar
más
que
en
sí
mismo,
demuestra
con
ello
haberse
dado
cuenta
del
desgarramiento
de
los
lazos
afectivos
que
hasta
entonces
disminuían
a
sus
ojos
el
peligro.
Ahora
que
se
encuentra
ya
aislado
ante
él,
tiene
que
estimarlo
mayor.
Resulta,
pues,
que
el
miedo
pánico
presupone
el
relajamiento
de
la
estructura
libidinosa
de
la
masa
y
constituye
una
justificada
reacción
al
mismo,
siendo
errónea
la
hipótesis
contraria
de
que
los
lazos
libidinosos
de
la
masa,
quedan
destruídos
por
el
miedo
ante
el
peligro.
Estas
observaciones
no
contradicen
la
afirmación
de
que
el
miedo
colectivo
crece
hasta
adquirir
inmensas
proporciones
bajo
la
influencia
de
la
inducción
(contagio).
Esta
teoría
de
Mc.
Dougall
resulta
exacta
en
aquellos
casos
en
los
que
el
peligro
es
realmente
grande
y no
existen
en
la
masa
sólidos
lazos
afectivos,
circunstancias
que
se
dan,
por
ejemplo,
cuando
en
un
teatro
o
una
sala
de
reuniones
estalla
un
incendio.
Pero
el
caso
más
instructivo
y
mejor
adaptado
a
nuestros
fines
es
el
de
un
Cuerpo
de
Ejército
invadido
por
el
pánico
ante
un
peligro
que
no
supera
la
medida
ordinaria
y
que
ha
sido
afrontado
otras
veces
con
perfecta
serenidad.
Por
cierto
que
la
palabra
«pánico»
no
posee
una
determinación
precisa
e
inequívoca.
A
veces
se
emplea
para
designar
el
miedo
colectivo,
otras
es
aplicada
al
miedo
individual,
cuando
el
mismo
supera
toda
medida,
y
otras,
por,
último,
parece
reservada
a
aquellos
casos
en
los
que
la
explosión
del
miedo
no
se
muestra
justificada
por
las
circunstancias.
Dándole
el
sentido
de
«miedo
colectivo»,
podremos
establecer
una
amplia
analogía.
El
miedo
del
individuo
puede
ser
provocado
por
la
magnitud
del
peligro
o
por
la
ruptura
de
lazos
afectivos
(localizaciones
de
la
libido).
Este
último
caso
es
el
de
la
angustia
neurótica.
Del
mismo
modo,
se
produce
el
pánico
por
la
intensificación
del
peligro
que
a
todos
amenaza
o
por
la
ruptura
de
los
lazos
afectivos
que
garantizaban
la
cohesión
de
la
masa,
y en
este
último
caso,
la
angustia
colectiva
presenta
múltiples
analogías
con
la
angustia
neurótica.
Viendo,
como
Mc.
Dougall,
en
el
pánico,
una
de
las
manifestaciones
más
características
del
«group
mind»,
se
llega
a la
paradoja
de
que
este
alma
colectiva
se
disolvería
por
sí
misma
en
una
de
sus
exteriorizaciones
más
evidentes,
pues
es
indudable
que
el
pánico
significa
la
disgregación
de
la
multitud,
teniendo
por
consecuencia,
la
cesación
de
todas
las
consideraciones
que
antes
se
guardaban
recíprocamente
los
miembros
de
la
misma.
La
causa
típica
de
la
explosión
de
un
pánico
es
muy
análoga
a la
que
nos
ofrece
Nestroy
en
su
parodia
del
drama
«Judith
y
Holofernes»
de
Hebbel.
En
esta
parodia,
grita
un
guerrero:
«El
jefe
ha
perdido
la
cabeza»,
y
todos
los
asirios
emprenden
la
fuga.
Sin
que
el
peligro
aumente,
basta
la
pérdida
del
jefe
-en
cualquier
sentido-
para
que
surja
el
pánico.
Con
el
lazo
que
les
ligaba
al
jefe
desaparecen
generalmente
los
que
ligaban
a
los
individuos
entre
sí y
la
masa
se
pulveriza
como
un
frasquito
boloñés
al
que
se
le
rompe
la
punta.
La
disgregación
de
una
masa
religiosa
resulta
ya
más
difícil
de
observar.
Recientemente,
he
tenido
ocasión
de
leer
una
novela
inglesa
de
espíritu
católico
y
recomendada
por
el
obispo
de
Londres
-«When
it
was
dark»-,
en
la
que
se
describe,
con
tanta
destreza
a mi
juicio,
como
exactitud,
una
tal
eventualidad
y
sus
consecuencias.
El
autor
imagina
una
conspiración,
urdida
en
nuestros
días,
por
enemigos
de
la
persona
de
Cristo
y de
la
fe
cristiana,
que
pretenden
haber
conseguido
descubrir
en
Jerusalén
un
sepulcro
con
una
inscripción
en
la
cual
confiesa
José
de
Arimatea
haber
substraído,
por
razones
piadosas,
tres
días
después
de
su
entierro,
el
cadáver
de
Cristo;
trasladándolo
de
su
primer
enterramiento
a
aquel
otro.
Este
descubrimiento
arqueológico
significa
la
ruina
de
los
dogmas
de
la
resurrección
de
Cristo
y de
su
naturaleza
divina
y
trae
consigo
la
conmoción
de
la
cultura
europea
y un
incremento
extraordinario
de
todos
los
crímenes
y
violencias,
hasta
el
día
en
que
la
conspiración
tramada
por
los
falsarios
es
descubierta
y
denunciada.
Lo
que
aparece
en
el
curso
de
esta
supuesta
descomposición
de
la
masa
religiosa,
no
es
el
miedo,
para
el
cual
falta
todo
pretexto,
sino
impulsos
egoístas
y
hostiles,
a
los
que
el
amor
común
de
Cristo
hacia
todos
los
hombres
había
impedido
antes
manifestarse.
Pero
aun
durante
el
reinado
de
Cristo
hay
individuos
que
se
hallan
fuera
de
tales
lazos
afectivos:
aquellos
que
no
forman
parte
de
la
comunidad
de
los
creyentes,
no
aman
a
Cristo
ni
son
amados
por
él.
Por
este
motivo,
toda
religión,
aunque
se
denomine
religión
de
amor,
ha
de
ser
dura
y
sin
amor
para
con
todos
aquellos
que
no
pertenezcan
a
ella.
En
el
fondo,
toda
religión
es
una
tal
religión
de
amor
para
sus
fieles
y en
cambio,
cruel
e
intolerante
para
aquellos
que
no
la
reconocen.
Por
difícil
que
ello
pueda
sernos
personalmente,
no
debemos
reprochar
demasiado
al
creyente
su
crueldad
y su
intolerancia,
actitud
que
los
incrédulos
y
los
indiferentes
podrán
adoptar
sin
tropezar
con
obstáculo
ninguno
psicológico.
Si
tal
intolerancia
no
se
manifiesta
hoy
de
un
modo
tan
cruel
y
violento
como
en
siglos
anteriores,
no
hemos
de
ver
en
ello
una
dulcificación
de
las
costumbres
de
los
hombres.
La
causa
sehalla
más
bien
en
la
indudable
debilitación
de
los
sentimientos
religiosos
y de
los
lazos
afectivos
de
ellos
dependientes.
Cuando
una
distinta
formación
colectiva
se
sustituye
a la
religiosa,
como
ahora
parece
conseguirlo
la
socialista,
surgirá,
contra
los
que
permanezcan
fuera
de
ella,
la
misma
intolerancia
que
caracterizaba
las
luchas
religiosas,
y si
las
diferencias
existentes
entre
las
concepciones
científicas
pudiesen
adquirir
a
los
ojos
de
las
multitudes
una
igual
importancia,
veríamos
producirse,
por
las
mismas
razones,
igual
resultado.
VI
OTROS
PROBLEMAS
Y
ORIENTACIONES
Hasta
aquí,
hemos
investigado
dos
masas
artificiales
y
hemos
hallado
que
aparecen
dominadas
por
dos
órdenes
distintos
de
lazos
afectivos,
de
los
cuales,
los
que
enlazan
a
los
individuos
con
el
jefe,
se
nos
muestran
como
más
decisivos
-al
menos
para
ellos-
que
los
que
enlazan
a
los
individuos
entre
sí.
Ahora
bien,
en
la
morfología
de
las
masas,
habría
aún
mucho
que
investigar
y
describir.
Habría
que
comenzar
por
establecer
que
una
simple
reunión
de
hombres
no
constituye
una
masa
mientras
no
se
den
en
ella
los
lazos
antes
mencionados,
si
bien
tendríamos
que
confesar,
al
mismo
tiempo,
que
en
toda
reunión
de
hombres
surge
muy
fácilmente
la
tendencia
a la
formación
de
masa
psicológica.
Habríamos
de
prestar
luego
atención
a
las
diversas
masas,
más
o
menos
permanentes,
que
se
forman
de
un
modo
espontáneo
y
estudiar
las
condiciones
de
su
formación
y de
su
descomposición.
Ante
todo,
nos
interesaríamos
particularmente
por
la
diferencia
entre
las
masas
que
ostentan
un
director
y
aquellas
que
carecen
de
él.
Así,
investigaríamos
si
las
primeras
no
son
las
más
primitivas
y
perfectas;
si
en
las
segundas
no
puede
hallarse
sustituído
el
director
por
una
idea
o
abstracción
(las
masas
religiosas,
obedientes
a
una
cabeza
invisible;
constituirían
el
tipo
de
transición);
y
también
si
una
tendencia
o un
deseo
susceptibles
de
ser
compartidos
por
un
gran
número
de
personas,
no
podrían
constituir
asimismo
una
tal
sustitución.
La
abstracción
podría,
a su
vez,
encarnar
más
o
menos
perfectamente
en
la
persona
de
un
director
secundario,
y
entonces
se
establecerían,
entre
el
jefe
y la
idea,
relaciones
muy
diversas
e
interesantes.
El
director
o la
idea
directora
podrían
también
revestir
un
carácter
negativo,
esto
es,
el
odio
hacia
una
persona
o
una
institución
determinadas,
podría
actuar
análogamente
al
afecto
positivo
y
provocar
lazos
afectivos
semejantes.
Asimismo,
habríamos
de
preguntarnos
si
el
director
es
realmente
indispensable
para
la
esencia
de
la
masa,
etcétera,
etcétera.
Pero
todas
estas
cuestiones,
algunas
de
las
cuales
han
sido
ya
estudiadas
en
las
obras
de
psicología
colectiva,
no
consiguen
apartar
nuestro
interés
de
los
problemas
psicológicos
fundamentales
que
la
estructura
de
una
masa
nos
plantea.
Y
ante
todo,
surge
en
nosotros
una
reflexión
que
nos
muestra
el
camino
más
corto
para
llegar
a la
demostración
de
que
la
característica
de
una
masa
se
halla
en
los
lazos
libidinosos
que
la
atraviesan.
Intentaremos
representarnos
cómo
se
comportan
los
hombres
mutuamente
desde
el
punto
de
vista
afectivo.
Según
la
célebre
parábola
de
los
puercoespines
ateridos
(Schopenhauer
«Parerga
und
Paralipomena»,
2a
parte,
XXXI,
«Gleichnisse
und
Parabeln»)
ningún
hombre
soporta
una
aproximación
demasiado
íntima
a
los
demás.
«En
un
crudo
día
invernal,
los
puercoespines
de
una
manada
se
apretaron
unos
contra
otros
para
prestarse
mutuo
calor.
Pero
al
hacerlo
así,
se
hirieron
recíprocamente
con
sus
púas,
y
hubieron
de
separarse.
Obligados
de
nuevo
a
juntarse,
por
el
frío,
volvieron
a
pincharse
y a
distanciarse.
Estas
alternativas
de
aproximación
y
alejamiento
duraron
hasta
que
les
fué
dado
hallar
una
distancia
media
en
la
que
ambos
males
resultaban
mitigados».
Conforme
al
testimonio
del
psicoanálisis,
casi
todas
las
relaciones
afectivas
íntimas,
de
alguna
duración,
entre
dos
personas
-el
matrimonio,
la
amistad,
el
amor
paterno
y el
filial-
dejan
un
depósito
de
sentimientos
hostiles,
que
precisa,
para
desaparecer,
del
proceso
de
la
represión.
Este
fenómeno
se
nos
muestra
más
claramente
cuando
vemos
a
dos
asociados
pelearse
de
continuo
o al
subordinado
murmurar
sin
cesar
contra
su
superior.
El
mismo
hecho
se
produce
cuando
los
hombres
se
reúnen
para
formar
conjuntos
más
amplios.
Siempre
que
dos
familias
se
unen
por
un
matrimonio,
cada
una
de
ellas
se
considera
mejor
y
más
distinguida
que
la
otra.
Dos
ciudades
vecinas
serán
siempre
rivales
y el
más
insignificante
cantón
mirará
con
desprecio
a
los
cantones
limítrofes.
Los
grupos
étnicos
afines
se
repelen
recíprocamente;
el
alemán
del
Sur
no
puede
aguantar
al
del
Norte;
el
inglés
habla
despectivamente
del
escocés
y el
español
desprecia
al
portugués.
La
aversión
sehace
más
difícil
de
dominar
cuanto
mayores
son
las
diferencias
y de
este
modo
hemos
cesado
ya
de
extrañar
la
que
los
galos
experimentan
por
los
germanos,
los
arios
por
los
semitas
y
los
blancos
por
los
hombres
de
color.
Cuando
la
hostilidad
se
dirige
contra
personas
amadas
decimos
que
se
trata
de
una
ambivalencia
afectiva
y
nos
explicamos
el
caso,
probablemente
de
un
modo
demasiado
racionalista,
por
los
numerosos
pretextos
que
las
relaciones
muy
íntimas
ofrecen
para
el
nacimiento
de
conflictos
de
intereses.
En
los
sentimientos
de
repulsión
y de
aversión
que
surgen
sin
disfraz
alguno
contra
personas
extrañas
con
las
cuales
nos
hallamos
en
contacto,
podemos
ver
la
expresión
de
un
narcisismo
que
tiende
a
afirmarse
y se
conduce
como
si
la
menor
desviación
de
sus
propiedades
y
particularidades
individuales
implicase
una
crítica
de
las
mismas
y
una
invitación
a
modificarlas.
Lo
que
no
sabemos
es
por
qué
se
enlaza
una
tan
grande
sensibilidad
a
estos
detalles
de
la
diferenciación.
En
cambio,
es
innegable
que
esta
conducta
de
los
hombres
revela
una
disposición
al
odio
y
una
agresividad,
a
las
cuales
podemos
atribuir
un
carácter
elemental.
Pero
toda
esta
intolerancia
desaparece,
fugitiva
o
duraderamente
en
la
masa.
Mientras
que
la
formación
colectiva
se
mantiene,
los
individuos
se
comportan
como
cortados
por
el
mismo
patrón;
toleran
todas
las
particularidades
de
los
otros,
se
consideran
iguales
a
ellos
y no
experimentan
el
menor
sentimiento
de
aversión.
Según
nuestras
teorías,
una
tal
restricción
del
narcisismo
no
puede
ser
provocada
sino
por
un
solo
factor:
por
el
enlace
libidinoso
a
otras
personas.
El
egoísmo
no
encuentra
un
límite
más
que
en
el
amor
a
otros,
el
amor
a
objetos.
Se
nos
preguntará
aquí
si
la
simple
comunidad
de
intereses,
no
habría
de
bastar
por
sí
sola
y
sin
la
intervención
de
elemento
libidinoso
alguno,
para
inspirar
al
individuo
tolerancia
y
consideración
con
respecto
a
los
demás.
A
esta
objeción,
responderemos,
que
en
tal
forma
no
puede
producirse
una
limitación
permanente
del
narcisismo,
pues
en
las
asociaciones
de
dicho
género,
la
tolerancia
durará
tan
sólo
lo
que
dure
el
provecho
inmediato
producido
por
la
colaboración
de
los
demás.
Pero
el
valor
práctico
de
esta
cuestión
es
menor
de
lo
que
pudiéramos
creer,
pues
la
experiencia
ha
demostrado,
que
aun
en
los
casos
de
simple
colaboración,
se
establecen
regularmente
entre
los
camaradas
relaciones
libidinosas,
que
van
más
allá
de
las
ventajas
puramente
prácticas
extraídas
por
cada
uno,
de
la
colaboración.
En
las
relaciones
sociales
de
los
hombres
volvemos
a
hallar
aquellos
hechos
que
la
investigación
psicoanalítica
nos
ha
permitido
observar
en
el
curso
del
desarrollo
de
la
libido
individual.
La
libido
se
apoya
en
la
satisfacción
de
las
grandes
necesidades
individuales
y
elige,
como
primeros
objetos,
a
aquellas
personas
que
en
ella
intervienen.
En
el
desarrollo
de
la
humanidad,
como
en
el
del
individuo,
es
el
amor
lo
que
ha
revelado
ser
el
principal
factor
de
civilización,
y
aun
quizá
el
único,
determinando
el
paso
del
egoísmo
al
altruísmo.
Y
tanto
el
amor
sexual
a la
mujer,
con
la
necesidad,
de
él
derivada,
de
proteger
todo
lo
que
era
grato
al
alma
femenina,
como
el
amor
desexualizado,
homosexual
sublimado,
por
otros
hombres,
amor
que
nace
del
trabajo
común.
Así,
pues,
cuando
observamos
que
en
la
masa
surgen
restricciones
del
egoísmo
narcisista,
inexistentes
fuera
de
ella,
habremos
de
considerar
tal
hecho
como
una
prueba
de
que
la
esencia
de
la
formación
colectiva
reposa
en
el
establecimiento
de
nuevos
lazos
libidinosos
entre
los
miembros
de
la
misma.
El
problema
que
aquí
se
nos
plantea,
es
el
de
cuál
puede
ser
la
naturaleza
de
tales
nuevos
lazos
afectivos.
En
la
teoría
psicoanalítica
de
las
neurosis,
nos
hemos
ocupado
hasta
ahora,
casi
exclusivamente,
de
los
lazos
que
unen
a
aquellos
instintos
eróticos
que
persiguen
aún
fines
sexuales
directos,
con
sus
objetos
correspondientes.
En
la
multitud
no
puede
tratarse,
evidentemente,
de
tales
fines.
Nos
hallamos
aquí
ante
instintos
eróticos
que
sin
perder
nada
de
su
energía,
aparecen
desviados
de
sus
fines
primitivos.
Ahora
bien,
ya
dentro
de
los
límites
de
la
fijación
sexual
ordinaria
a
objetos,
hemos
observado
fenómenos
que
corresponden
a
una
desviación
del
instinto
de
su
fin
sexual
y
los
hemos
descrito
como
grados
del
estado
amoroso,
reconociendo
que
comportan
una
cierta
limitación
del
Yo.
En
las
páginas
que
siguen,
vamos
a
examinar
con
particular
atención
estos
fenómenos
del
enamoramiento,
con
la
esperanza
-fundada,
a
nuestro
juicio-
de
deducir
de
ellosconclusiones
aplicables
a
los
lazos
afectivos
que
atraviesan
las
masas.
Además,
quisiéramos
averiguar
si
esta
clase
de
fijación
a un
objeto,
tal
como
la
observamos
en
la
vida
sexual,
es
el
único
género
existente
de
enlace
afectivo
a
otra
persona
o si
habremos
de
tener
en
cuenta
otros
mecanismos.
Ahora
bien,
el
psicoanálisis
nos
revela
precisamente
la
existencia
de
estos
otros
mecanismos
del
enlace
afectivo
al
descubrirnos
las
identificaciones,
procesos
aun
insuficientemente
conocidos
y
difíciles
de
describir,
cuyo
examen
va a
mantenernos
alejados
durante
algún
tiempo,
de
nuestro
tema
principal,
la
psicología
colectiva.
VII
LA
IDENTIFICACIÓN
La
identificación
es
conocida
al
psicoanálisis
como
la
manifestación
más
temprana
de
un
enlace
afectivo
a
otra
persona,
y
desempeña
un
importante
papel
en
la
prehistoria
del
complejo
de
Edipo.
El
niño
manifiesta
un
especial
interés
por
su
padre;
quisiera
ser
como
él y
reemplazarlo
en
todo.
Podemos,
pues,
decir,
que
hace,
de
su
padre,
su
ideal.
Esta
conducta
no
representa,
en
absoluto,
una
actitud
pasiva
o
femenina
con
respecto
al
padre
(o
al
hombre
en
general),
sino
que
es
estrictamente
masculina
y se
concilia
muy
bien
con
el
complejo
de
Edipo,
a
cuya
preparación
contribuye.
Simultáneamente
a
esta
identificación
con
el
padre
o
algo
más
tarde,
comienza
el
niño
a
tomar
a su
madre
como
objeto
de
sus
instintos
libidinosos.
Muestra,
pues,
dos
órdenes
de
enlaces,
psicológicamente
diferentes.
Uno,
francamente
sexual
a la
madre,
y
una
identificación
con
el
padre,
al
que
considera
como
modelo
que
imitar.
Estos
dos
enlaces
coexisten
durante
algún
tiempo
sin
influirse
ni
estorbarse
entre
sí.
Pero
a
medida
que
la
vida
psíquica
tiende
a la
unificación
van
aproximándose,
hasta
acabar
por
encontrarse
y de
esta
confluencia
nace
el
complejo
de
Edipo
normal.
El
niño
advierte
que
el
padre
le
cierra
el
camino
hacia
la
madre,
y su
identificación
con
él
adquiere
por
este
hecho,
un
matiz
hostil,
terminando
por
fundirse
en
el
deseo
de
sustituirle
también
cerca
de
la
madre.
La
identificación
es,
además,
desde
un
principio,
ambivalente,
y
puede
concretar,
tanto
en
una
exteriorización
cariñosa
como
en
el
deseo
de
supresión.
Se
comporta
como
una
ramificación
de
la
primera
fase,
la
fase
oral,
de
la
organización
de
la
libido,
durante
la
cual
el
sujeto
se
incorporaba
al
objeto
ansiado
y
estimado,
comiéndoselo,
y al
hacerlo
así,
lo
destruía.
Sabido
es
que
el
caníbal
ha
permanecido
en
esta
fase:
ama
a
sus
enemigos,
esto
es,
gusta
de
ellos
o
los
estima,
para
comérselos,
y no
se
come
sino
aquellos
a
quienes
ama
desde
este
punto
de
vista.
Más
tarde,
perdemos
de
vista
los
destinos
de
esta
identificación
con
el
padre.
Puede
suceder
que
el
complejo
de
Edipo
experimente
una
inversión,
o
sea,
que
adoptando
el
sujeto
una
actitud
femenina,
se
convierta
el
padre
en
el
objeto
del
cual
esperan
su
satisfacción
los
instintos
sexuales
directos,
y en
este
caso,
la
identificación
con
el
padre
constituye
la
fase
preliminar
de
su
conversión
en
objeto
sexual.
Este
mismo
proceso
preside
la
actitud
de
la
hija
con
respecto
a la
madre.
No
es
difícil
expresar
en
una
fórmula
esta
diferencia
entre
la
identificación
con
el
padre
y la
elección
del
mismo
como
objeto
sexual.
En
el
primer
caso,
el
padre
es
lo
que
se
quisiera
ser;
en
el
segundo,
lo
que
se
quisiera
tener.
La
diferencia
está,
pues,
en
que
el
factor
interesado
sea
el
sujeto
o el
objeto
del
Yo.
Por
este
motivo,
la
identificación
es
siempre
posible
antes
de
toda
elección
de
objeto.
Lo
que
ya
resulta
mucho
más
difícil
es
construir
una
representación
metapsicológica
concreta
de
esta
diferencia.
Todo
lo
que
comprobamos
es
que
la
identificación
aspira
a
conformar
el
propio
Yo
análogamente
al
otro
tomado
como
modelo.
En
un
síntoma
neurótico,
la
identificación
se
enlaza
a un
conjunto
más
complejo.
Supongamos
el
caso
de
que
la
hija
contrae
el
mismo
síntoma
patológico
que
atormenta
a la
madre,
por
ejemplo
una
tos
pertinaz.
Pues
bien,
esta
identificación
puede
resultar
de
dos
procesos
distintos.
Puede
ser,
primeramente,
la
misma
del
complejo
de
Edipo,
significando,
por
lo
tanto,
el
deseo
hostil
de
sustituir
a la
madre,
y
entonces,
el
síntoma
expresa
la
inclinación
erótica
hacia
el
padre
y
realiza
la
sustitución
deseada,
pero
bajo
la
influencia
directa
de
la
consciencia
de
la
culpabilidad:
«¿No
querías
ser
tu
madre?
Ya
lo
has
conseguido.
Por
lo
menos,
ya
experimentas
sus
mismos
sufrimientos».
Tal
es
el
mecanismo
completo
de
la
formación
de
síntomas
histéricos.
Pero
también
puede
suceder
que
el
síntoma
sea
el
mismo
de
la
persona
amada
(así,
en
nuestro
«Fragmento
del
análisis
de
una
histeria»,
imita
Dora
la
tos
de
su
padre),
y
entonces
habremos
de
describir
la
situación
diciendo,
que
la
identificación
ha
ocupado
el
lugar
de
laelección
de
objeto,
transformándose
ésta,
por
regresión,
en
una
identificación.
Sabemos
ya
que
la
identificación
representa
la
forma
más
temprana
y
primitiva
del
enlace
afectivo.
En
las
condiciones
que
presiden
la
formación
de
síntomas,
y,
por
lo
tanto,
la
represión,
y
bajo
el
régimen
de
los
mecanismos
de
lo
inconsciente,
sucede,
con
frecuencia,
que
la
elección
de
objeto
deviene
de
nuevo
identificación,
absorbiendo
el
Yo
las
cualidades
del
objeto.
Lo
singular
es,
que
en
estas
identificaciones,
copia
el
Yo
unas
veces
a la
persona
no
amada,
y
otras
en
cambio,
a la
amada.
Tiene
que
parecernos
también
extraño,
que
en
ambos
casos,
la
identificación
no
es
sino
parcial
y
altamente
limitada,
contentándose
con
tomar
un
solo
rasgo
de
la
persona-objeto.
En
un
tercer
caso,
particularmente
frecuente
y
significativo,
de
formación
de
síntomas,
la
identificación
se
efectúa
independientemente
de
toda
actitud
libidinosa
con
respecto
a la
persona
copiada.
Cuando,
por
ejemplo,
una
joven
alumna
de
un
pensionado
recibe,
de
su
secreto
amor,
una
carta
que
excita
sus
celos
y a
la
cual
reacciona
con
un
ataque
histérico,
algunas
de
sus
amigas,
conocedoras
de
los
hechos,
serán
víctimas
de
lo
que
pudiéramos
denominar
la
infección
psíquica
y
sufrirán,
a su
vez,
un
igual
ataque.
El
mecanismo
al
que
aquí
asistimos,
es
el
de
la
identificación,
hecha
posible
por
la
actitud
o la
voluntad
de
colocarse
en
la
misma
situación.
Las
demás
pueden
tener
también
una
secreta
intriga
amorosa
y
aceptar,
bajo
la
influencia
del
sentimiento
de
su
culpabilidad,
el
sufrimiento
con
ella
enlazado.
Sería
inexacto
afirmar
que
es
por
simpatía
por
lo
que
se
asimilan
el
síntoma
de
su
amiga.
Por
lo
contrario,
la
simpatía
nace
únicamente
de
la
identificación,
y
prueba
de
ello
es
que
tal
infección
o
imitación
se
produce
igualmente
en
casos
en
los
que
entre
las
dos
personas
existe
menos
simpatía
que
la
que
puede
suponerse
entre
dos
condiscípulas
de
una
pensión.
Uno
de
los
Yo
ha
advertido
en
el
otro
una
importante
analogía
en
un
punto
determinado
(en
nuestro
caso
se
trata
de
un
grado
de
sentimentalismo
igualmente
pronunciado);
inmediatamente,
se
produce
una
identificación
en
este
punto,
y
bajo
la
influencia
de
la
situación
patógena,
se
desplaza
esta
identificación
hasta
el
síntoma
producido
por
el
Yo
imitado.
La
identificación
por
medio
del
síntoma
señala
así
el
punto
de
contacto
de
los
dos
Yo,
punto
de
encuentro
que
debía
mantenerse
reprimido.
Las
enseñanzas
extraídas
de
estas
tres
fuentes
pueden
resumirse
en
la
forma
que
sigue:
1º,
la
identificación
es
la
forma
primitiva
del
enlace
afectivo
de
un
objeto;
2º,
siguiendo
una
dirección
regresiva,
se
convierte
en
sustitución
de
un
enlace
libidinoso
a un
objeto,
como
por
introyección
del
objeto
en
el
Yo;
y
3º,
puede
surgir
siempre
que
el
sujeto
descubre
en
sí,
un
rasgo
común
con
otra
persona
que
no
es
objeto
de
sus
instintos
sexuales.
Cuanto
más
importante
sea
tal
comunidad,
más
perfecta
y
completa
podrá
llegar
a
ser
la
identificación
parcial
y
constituir
así
el
principio
de
un
nuevo
enlace.
Sospechamos
ya
que
el
enlace
recíproco
de
los
individuos
de
una
masa
es
de
la
naturaleza
de
una
tal
identificación,
basada
en
una
amplia
comunidad
afectiva,
y
podemos
suponer
que
esta
comunidad
reposa
en
la
modalidad
del
enlace
con
el
caudillo.
Advertimos
también,
que
estamos
aún
muy
lejos
de
haber
agotado
el
problema
de
la
identificación
y
que
nos
hallamos
ante
el
proceso
denominado
«proyección
simpática»
(Einfühlung)
por
la
psicología,
proceso
del
que
depende,
en
su
mayor
parte,
nuestra
comprensión
del
Yo
de
otras
personas.
Pero
habiendo
de
limitarnos
aquí
a
las
consecuencias
afectivas
inmediatas
de
la
identificación,
dejaremos
a un
lado
su
significación
para
nuestra
vida
intelectual.
La
investigación
psicoanalítica,
que
también
se
ha
ocupado
ya,
ocasionalmente,
de
los
difíciles
problemas
de
la
psicosis,
ha
podido
comprobar
la
existencia
de
la
identificación
en
algunos
otros
casos,
de
difícil
interpretación.
Expondremos
aquí,
detalladamente,
dos
de
estos
casos,
a
título
de
material
para
nuestras
ulteriores
reflexiones.
La
génesis
del
homosexualismo,
es,
con
mucha
frecuencia,
la
siguiente:
el
joven
ha
permanecido
fijado
a su
madre,
en
el
sentido
del
complejo
de
Edipo,
durante
un
lapso
mayor
del
ordinario
y
muy
intensamente.
Con
la
pubertad,
llega
luego
el
momento
de
cambiar
a la
madre
por
otro
objeto
sexual,
y
entonces
se
produce
un
súbito
cambio
de
orientación:
el
joven
no
renuncia
a la
madre,
sino
que
se
identifica
con
ella,
se
transforma
en
ella
y
busca
objetos
susceptibles
de
reemplazar
a su
propio
Yo y
a
los
que
amar
y
cuidar
como
él
ha
sido
amado
y
cuidado
por
su
madre.
Es
éste
un
proceso
nada
raro,
que
puede
ser
comprobado
cuantas
veces
se
quiera
y
que,
naturalmente,
no
depende
en
absoluto
de
las
hipótesis
que
puedan
construirse
sobre
la
fuerza
impulsiva
orgánica
y
los
motivos
de
tan
súbita
transformación.
Lo
más
singular
de
esta
identificación
es
su
amplitud.
El
Yo
queda
transformado
en
un
orden
importantísimo,
en
el
carácter
sexual,
conforme
al
modelo
de
aquel
otro
que
hasta
ahora
constituía
su
objeto,
quedando
entonces
perdido
o
abandonado
el
objeto,
sin
que
de
momento
podamos
entrar
a
discutir
si
el
abandono
es
total
o
permanece
conservado
el
objeto
en
lo
inconsciente.
La
sustitución
del
objeto
abandonado
o
perdido,
por
la
identificación
con
él,
o
sea
la
introyección
de
este
objeto
en
el
Yo,
son
hechos
que
ya
conocemos,
habiendo
tenido
ocasión
de
observarlos
directamente
en
la
vida
infantil.
Así,
la «Internationale
Zeitschrift
für
Psychoanalyse»
ha
publicado
recientemente
el
caso
de
un
niño,
que
entristecido
por
la
muerte
de
un
gatito,
declaró,
a
poco,
ser
él
ahora
dicho
animal
y
comenzó
a
andar
en
cuatro
patas,
negándose
a
comer
en
la
mesa,
etc..
El
análisis
de
la
melancolía,
afección
que
cuenta
entre
sus
causas
más
evidentes
la
pérdida
real
o
afectiva
del
objeto
amado,
nos
ofrece
otro
ejemplo
de
esta
introyección
del
objeto.
Uno
de
los
principales
caracteres
de
estos
casos
es
la
cruel
autohumillación
del
Yo,
unida
a
una
implacable
autocrítica
y a
los
más
amargos
reproches.
El
análisis
ha
demostrado
que
estos
reproches
y
estas
críticas
se
dirigen
en
el
fondo,
contra
el
objeto,
y
representan
la
venganza
que
de
él
toma
el
Yo.
La
sombra
del
objeto
ha
caído
sobre
el
Yo,
hemos
dicho
en
otro
lugar.
La
introyección
del
objeto
es
aquí
de
una
evidente
claridad.
Pero
estas
melancolías
nos
muestran
aún
algo
más,
que
puede
sernos
muy
importante
para
nuestras
ulteriores
consideraciones.
Nos
muestran
al
Yo
dividido
en
dos
partes,
una
de
las
cuales
combate
implacablemente
a la
otra.
Esta
otra
es
la
que
ha
sido
transformada
por
la
introyección,
la
que
entraña
el
objeto
perdido.
Pero
tampoco
la
parte
que
tan
cruel
se
muestra
con
la
anterior
nos
es
desconocida.
Encierra
en
sí,
la
conciencia
moral,
una
instancia
crítica
localizada
en
el
Yo y
que
también
en
épocas
normales
se
ha
enfrentado
críticamente
con
el
mismo,
aunque
nunca
tan
implacable
e
injustamente.
Ya
en
otras
ocasiones
(con
motivo
del
narcisismo,
de
la
tristeza
y de
la
melancolía)
hemos
tenido
que
construir
la
hipótesis
de
que
en
nuestro
Yo
se
desarrolla
una
tal
instancia,
que
puede
separarse
del
otro
Yo y
entrar
en
conflicto
con
él.
A
esta
instancia
le
dimos
el
nombre
de
«ideal
del
Yo»
(Ichideal)
y le
adscribimos,
como
funciones,
la
autoobservación,
la
conciencia
moral,
la
censura
onírica
y la
influencia
principal
en
la
represión.
Dijimos
también,
que
era
la
heredera
del
narcisismo
primitivo,
en
el
cual
el
Yo
infantil
se
bastaba
a sí
mismo,
y
que
poco
a
poco
iba
tomando,
de
las
influencias
del
medio,
las
exigencias
que
éste
planteaba
al
Yo y
que
el
mismo
no
siempre
podía
satisfacer,
de
manera
que
cuando
el
hombre
llegaba
a
hallarse
descontento
de
sí
mismo,
podía
encontrar
su
satisfacción
en
el
ideal
del
Yo,
diferenciado
del
Yo.
Establecimos,
además,
que
en
el
delirio
de
autoobservación,
se
hace
evidente
la
descomposición
de
esta
instancia,
revelándosenos
así
su
origen
en
las
influencias
ejercidas
sobre
el
sujeto
por
las
autoridades
que
han
pesado
sobre
él,
sus
padres,
en
primer
lugar.
Pero
no
olvidamos
añadir
que
la
distancia
entre
este
ideal
del
Yo y
el
Yo
actual
es
muy
variable,
según
los
individuos,
y
que
en
muchos
de
ellos,
no
sobrepasa
tal
diferenciación
en
el
seno
del
Yo,
los
límites
que
presenta
en
el
niño.
Pero
antes
de
poder
utilizar
estos
materiales
para
la
inteligencia
de
la
organización
libidinosa
de
una
masa,
habremos
de
considerar
algunas
otras
relaciones
recíprocas
entre
el
objeto
el
Yo.
VIII
ENAMORAMIENTO
E
HIPNOSIS
El
lenguaje
usual
permanece
siempre
fiel
a
una
realidad
cualquiera,
incluso
en
sus
caprichos.
Así,
designa
con
el
nombre
de
«amor»
muy
diversas
relaciones
afectivas,
que
también
nosotros
reunimos
teóricamente
bajo
tal
concepto;
pero
dejando
en
duda
si
este
amor
es
el
genuino
y
verdadero,
señala
toda
una
escala
de
posibilidades
dentro
de
los
fenómenos
amorosos,
escala
que
no
ha
de
sernos
difícil
descubrir.
En
un
cierto
número
de
casos,
el
enamoramiento
no
es
sino
un
revestimiento
de
objeto
por
parte
de
los
instintos
sexuales,
revestimiento
encaminado
a
lograr
una
satisfacción
sexual
directa
y
que
desaparece
con
la
consecución
de
este
fin.
Esto
es
lo
que
conocemos
como
amor
corriente
o
sensual.
Pero
sabemos
muy
bien,
que
la
situación
libidinosa
no
presenta
siempre
esta
carencia
de
complicación.
La
certidumbre
de
que
la
necesidad
recién
satisfecha
no
había
de
tardar
en
resurgir,
hubo
de
ser
el
motivo
inmediato
de
la
persistencia
del
revestimiento
del
objeto
sexual
aun
en
los
intervalos
en
los
que
el
sujeto
no
sentía
la
necesidad
de
«amar».
La
singular
evolución
de
la
vida
erótica
humana
nos
ofrece
un
segundo
factor.
El
niño
encontró,
durante
la
primera
fase
de
su
vida,
fase
que
se
extiende
hasta
los
cinco
años,
su
primer
objeto
erótico
en
su
madre
(la
niña
en
su
padre),
y
sobre
este
primer
objeto
erótico
se
concentraron
todos
sus
instintos
sexuales
que
aspiraban
a
hallar
satisfacción.
La
represión
ulterior
impuso
el
renunciamiento
a la
mayoría
de
estos
fines
sexuales
infantiles
y
dejó
tras
de
sí
una
profunda
modificación
de
las
relaciones
del
niño
con
sus
padres.
El
niño
permanece
en
adelante
ligado
a
sus
padres,
pero
con
instintos
a
los
que
podemos
calificar
de
«coartados
en
sus
fines».
Los
sentimientos
que
desde
este
punto
experimenta
hacia
tales
personas
amadas,
son
calificados
de
«tiernos».
Sabido
es
que
las
tendencias
«sexuales»
anteriores
quedan
conservadas
con
mayor
o
menor
intensidad
en
lo
inconsciente,
de
manera
que
la
corriente
total
primitiva
perdura
en
un
cierto
sentido.
Con
la
pubertad,
surgen
nuevas
tendencias
muy
intensas,
orientadas
hacia
los
fines
sexuales
directos.
En
los
casos
menos
favorables
perduran
separadas
de
las
direcciones
sentimentales
«tiernas»,
permanentes,
en
calidad
de
corriente
sensual.
Obtenemos,
entonces,
aquel
cuadro
cuyos
dos
aspectos
han
sido
tan
frecuentemente
idealizados
por
determinadas
orientaciones
literarias.
El
hombre
muestra
apasionada
inclinación
hacia
mujeres
que
le
inspiran
un
alto
respeto,
pero
que
no
le
incitan
al
comercio
amoroso,
y en
cambio,
sólo
es
potente
con
otras
mujeres
a
las
que
no
«ama»,
estima
en
poco
o
incluso
desprecia.
Pero
lo
más
frecuente
es
que
el
joven
consiga
realizar,
en
una
cierta
medida,
la
síntesis
del
amor
espiritual
y
asexual
con
el
amor
sexual
terreno,
apareciendo
caracterizada
su
actitud
con
respecto
al
objeto
sexual,
por
la
acción
conjunta
de
instintos
libres
e
instintos
coartados
en
su
fin.
Por
la
parte
correspondiente
a
los
instintos
de
ternura
coartados
en
su
fin,
puede
medirse
el
grado
del
enamoramiento
en
oposición
al
del
simple
deseo
sensual.
Dentro
de
este
enamoramiento,
nos
ha
interesado
desde
un
principio
el
fenómeno
de
la
«superestimación
sexual»,
esto
es,
el
hecho
de
que
el
objeto
amado
queda
substraído
en
cierto
modo
a la
crítica,
siendo
estimadas
todas
sus
cualidades
en
un
más
alto
valor
que
cuando
aún
no
era
amado
o
que
las
de
personas
indiferentes.
Dada
una
represión
o
retención
algo
eficaz
de
las
tendencias
sensuales,
surge
la
ilusión
de
que
el
objeto
es
amado
también
sensualmente
a
causa
de
sus
excelencias
psíquicas,
cuando,
por
lo
contrario,
es
la
influencia
del
placer
sensual
lo
que
nos
ha
llevado
a
atribuirles
tales
excelencias.
Lo
que
aquí
falsea
el
juicio
es
la
tendencia
a la
idealización.
Pero
este
mismo
hecho
contribuye
a
orientarnos.
Reconocemos,
en
efecto,
que
el
objeto
es
tratado
como
el
propio
Yo
del
sujeto
y
que
en
el
enamoramiento
pasa
al
objeto
una
parte
considerable
de
libido
narcisista.
En
algunas
formas
de
la
elección
amorosa,
llega
incluso
a
evidenciarse
que
el
objeto
sirve
para
sustituir
un
ideal
propio
y no
alcanzado
del
Yo.
Amamos
al
objeto
a
causa
de
las
perfecciones
a
las
que
hemos
aspirado
para
nuestro
propio
Yo y
que
quisiéramos
ahora
procurarnos
por
este
rodeo,
para
satisfacción
de
nuestro
narcisismo.
A
medida
que
la
superestimación
sexual
y el
enamoramiento
se
van
acentuando,
va
haciéndose
cada
vez
más
fácil
la
interpretación
del
cuadro.
Las
tendencias
que
aspiran
a la
satisfacción
sexual
directa
pueden
sufrir
una
represión
total,
como
sucede,
por
ejemplo,
casi
siempre,
en
el
apasionado
amor
del
adolescente;
el
Yo
se
hace
cada
vez
menos
exigente
y
más
modesto,
y en
cambio,
el
objeto
deviene
cada
vez
más
magnífico
y
precioso,
hasta
apoderarse
de
todo
el
amor
que
el
Yo
sentía
por
sí
mismo,
proceso
que
lleva
naturalmente,
al
sacrificio
voluntario
y
completo
del
Yo.
Puede
decirse
que
el
objeto
ha
devorado
al
Yo.
En
todo
enamoramiento,
hallamos
rasgos
de
humildad,
una
limitación
del
narcisismo
y la
tendencia
a la
propia
minoración,
rasgos
que
se
nos
muestran
intensificados
en
los
casos
extremos,
hasta
dominar
sin
competencia
alguna
el
cuadro
entero,
por
la
desaparición
de
las
exigencias
sensuales.
Esto
se
observa
más
particularmente
en
el
amor
desgraciado,
no
correspondido,
pues
en
el
amor
compartido
cada
satisfacción
sexual
es
seguida
de
una
disminución
de
la
superestimación
del
objeto.
Simultáneamente
a
este
«abandono»
del
Yo
al
objeto,
que
no
se
diferencia
ya
del
abandono
sublimado
a
una
idea
abstracta,
desaparecen
por
completo
las
funciones
adscritas
al
ideal
del
Yo.
La
crítica
ejercida
por
esta
instancia
enmudece,
y
todo
lo
que
el
objeto
hace
o
exige
es
bueno
e
irreprochable.
La
conciencia
moral
cesa
de
intervenir
en
cuanto
se
trata
de
algo
que
puede
ser
favorable
al
objeto,
y en
la
ceguedad
amorosa,
se
llega
hasta
el
crimen
sin
remordimiento.
Toda
la
situación
puede
ser
resumida
en
la
siguiente
fórmula:
el
objeto
ha
ocupado
el
lugar
del
ideal
del
Yo.
La
diferencia
entre
la
identificación
y el
enamoramiento
en
sus
desarrollos
más
elevados,
conocidos
con
los
nombres
de
fascinación
y
servidumbre
amorosa,
resulta
fácil
de
describir.
En
el
primer
caso,
el
Yo
se
enriquece
con
las
cualidades
del
objeto,
se
lo «introyecta»
según
la
expresión
de
Ferenczi;
en
el
segundo,
se
empobrece,
dándose
por
entero
al
objeto
y
sustituyendo
por
él
su
más
importante
componente.
De
todos
modos,
un
detenido
examen
nos
lleva
a
comprobar
que
esta
descripción
muestra
oposiciones
inexistentes
en
realidad.
Desde
el
punto
de
vista
económico
no
se
trata
ni
de
enriquecimiento
ni
empobrecimiento,
pues
incluso
el
estado
amoroso
más
extremo
puede
ser
descrito
diciendo
que
el
Yo
se
ha «introyectado»
el
objeto.
La
distinción
siguiente
recaerá,
quizá,
sobre
puntos
más
esenciales:
en
el
caso
de
la
identificación,
el
objeto
desaparece
o
queda
abandonado,
y es
reconstruído
luego
en
el
Yo,
que
se
modifica
parcialmente
conforme
al
modelo
del
objeto
perdido.
En
el
otro
caso,
el
objeto
subsiste,
pero
es
dotado
de
todas
las
cualidades
por
el
Yo y
a
costa
del
Yo.
Mas
tampoco
esta
distinción
queda
libre
de
objeciones.
¿Es
acaso
indudable
que
la
identificación
presupone
la
cesación
del
revestimiento
de
objeto?
¿No
puede
muy
bien
haber
identificación
conservándose
el
objeto?
Mas
antes
de
entrar
en
la
discución
de
estas
espinosas
cuestiones,
presentimos
ya,
que
la
esencia
de
la
situación
entraña
otra
alternativa,
la
de
que
el
objeto
sea
situado
en
el
lugar
del
Yo o
en
el
del
ideal
del
Yo.
Del
enamoramiento
a la
hipnosis
no
hay
gran
distancia,
siendo
evidentes
sus
coincidencias.
El
hipnotizado
da,
con
respecto
al
hipnotizador,
las
mismas
pruebas
de
humilde
sumisión,
docilidad
y
ausencia
de
crítica,
que
el
enamorado
con
respecto
al
objeto
de
su
amor.
Compruébase
asimismo,
en
ambos,
el
mismo
renunciamiento
a
toda
iniciativa
personal.
Es
indudable
que
el
hipnotizador
se
ha
situado
en
el
lugar
del
ideal
del
Yo.
La
única
diferencia
es
que
en
la
hipnosis,
se
nos
muestran
todas
estas
particularidades
con
mayor
claridad
y
relieve,
de
manera
que
parecerá
más
indicado
explicar
el
enamoramiento
por
la
hipnosis
y no
ésta
por
aquél.
El
hipnotizador
es
para
el
hipnotizado
el
único
objeto
digno
de
atención;
todo
lo
demás
se
borra
ante
él.
El
hecho
de
que
el
Yo
experimente
como
en
un
sueño
todo
lo
que
el
hipnotizador
exige
y
afirma,
nos
advierte
que
hemos
omitido
mencionar,
entre
las
funciones
del
ideal
del
Yo,
el
ejercicio
de
la
prueba
de
la
realidad.
No
es
de
extrañar
que
el
Yo
considere
como
real
una
percepción
cuando
la
instancia
psíquica
encargada
de
la
prueba
de
la
realidad
se
pronuncia
por
la
realidad
de
la
misma.
La
total
ausencia
de
tendencias
con
fines
sexuales
no
coartados,
contribuye
a
garantizar
la
extrema
pureza
de
los
fenómenos.
La
relación
hipnótica
es
un
abandono
amoroso
total
con
exclusión
de
toda
satisfacción
sexual,
mientras
que
en
el
enamoramiento,
dicha
satisfacción
no
se
halla
sino
temporalmente
excluída
y
perdura
en
segundo
término,
a
título
de
posible
fin
ulterior.
Por
otra
parte,
podemos
también
decir,
que
la
relación
hipnótica
es
-si
se
nos
permite
la
expresión-
una
formación
colectiva
constituída
por
dos
personas.
La
hipnosis
se
presta
mal
a la
comparación
con
la
formación
colectiva,
por
ser
más
bien
idéntica
a
ella.
Nos
presenta
aislado
un
elemento
de
la
complicada
estructura
de
la
masa:
la
actitud
del
individuo
de
la
misma
con
respecto
al
caudillo.
Por
tal
limitación
del
número
se
distingue
la
hipnosis
de
la
formación
colectiva,
como
se
distingue
del
enamoramiento
por
la
ausencia
de
tendencias
sexuales
directas.
De
este
modo,
viene
a
ocupar
un
lugar
intermedio
entre
ambos
estados.
Es
muy
interesante
observar,
que
precisamente
las
tendencias
sexuales
coartadas
en
su
fin
son
las
que
crean
entre
los
hombres
lazos
más
duraderos.
Pero
esto
se
explica
fácilmente
por
el
hecho
de
que
no
son
susceptibles
de
una
satisfacción
completa,
mientras
que
las
tendencias
sexuales
libres
experimentan
una
debilitación
extraordinaria
por
la
descarga
que
tiene
efecto
cada
vez
que
el
fin
sexual
es
alcanzado.
El
amor
sensual
está
destinado
a
extinguirse
en
la
satisfacción.
Para
poder
durar,
tiene
que
hallarse
asociado
desde
un
principio
a
componentes
puramente
tiernos,
esto
es,
coartados
en
sus
fines,
o
experimentar
en
un
momento
dado,
una
transposición
de
este
género.
La
hipnosis
nos
revelaría
fácilmente
el
enigma
de
la
constitución
libidinosa
de
una
multitud
si
no
entrañase
también,
por
su
parte,
rasgos
que
escapan
a la
explicación
racional
intentada
hasta
aquí,
según
la
cual
constituiría
un
enamoramiento
carente
de
tendencias
sexuales
directas.
En
la
hipnosis
hay
aún,
en
efecto,
mucha
parte
incomprendida
y de
carácter
místico.
Una
de
sus
particularidades
consiste
en
una
especie
de
parálisis
resultante
de
la
influencia
ejercida
por
una
persona
omnipotente
sobre
un
sujeto
impotente
y
sin
defensa,
particularidad
que
nos
aproxima
a la
hipnosis
provocada
en
los
animales
por
el
terror.
El
modo
de
provocar
la
hipnosis
y su
relación
con
el
sueño
no
son
nada
transparentes,
y la
enigmática
selección
de
las
personas
apropiadas
para
ella,
mientras
que
otras
se
muestran
totalmente
refractarias,
nos
permite
suponer
que
en
la
hipnosis
se
encuentra
realizada
una
condición
aún
desconocida,
esencial
para
la
pureza
de
las
actitudes
libidinosas.
También
es
muy
atendible
el
hecho
de
que
la
conciencia
moral
de
las
personas
hipnotizadas
puede
oponer
una
intensa
resistencia,
simultánea
a
una
completa
docilidad
sugestiva
de
la
persona
hipnotizada.
Pero
esto
proviene,
quizá,
de
que
en
la
hipnosis,
tal
y
como
habitualmente
se
practica,
continúa
el
sujeto
dándose
cuenta
de
que
no
se
trata
sino
de
un
juego,
de
una
reproducción
ficticia
de
otra
situación
de
importancia
vital
mucho
mayor.
Las
consideraciones
que
anteceden
nos
permiten,
de
todos
modos,
establecer
la
fórmula
de
la
constitución
libidinosa
de
una
masa,
por
lo
menos
de
aquella
que
hasta
ahora
venimos
examinando,
o
sea
de
la
masa
que
posee
un
caudillo
y no
ha
adquirido
aún,
por
una
«organización»
demasiado
perfecta,
las
cualidades
de
un
individuo.
Una
tal
masa
primaria
es
una
reunión
de
individuos,
que
han
reemplazado
su
ideal
del
Yo
por
un
mismo
objeto,
a
consecuencia
de
lo
cual
se
ha
establecido
entre
ellos
una
general
y
recíproca
identificación
del
Yo.
IX
EL
INSTINTO
GREGARIO
Nuestra
ilusión
de
haber
resuelto
con
la
fórmula
que
antecede,
el
enigma
de
la
masa,
se
desvanece
al
poco
tiempo.
No
tardamos,
efectivamente,
en
darnos
cuenta
de
que,
en
realidad,
no
hemos
hecho
sino
retraer
el
enigma
de
la
masa
al
enigma
de
la
hipnosis,
el
cual
presenta,
a su
vez,
muchos
puntos
oscuros.
Pero
una
nueva
reflexión
nos
indica
el
camino
que
ahora
hemos
de
seguir.
Podemos
decirnos
que
los
numerosos
lazos
afectivos
dados
en
la
masa
bastan
ciertamente
para
explicarnos
uno
de
sus
caracteres,
la
falta
de
independencia
e
iniciativa
del
individuo,
la
identidad
de
su
reacción
con
la
de
los
demás,
su
descenso,
en
fin,
a la
categoría
de
unidad
integrante
de
la
multitud.
Pero
esta
última,
considerada
como
una
totalidad,
presenta
aún
otros
caracteres;
la
disminución
de
la
actividad
intelectual,
la
afectividad
exenta
de
todo
freno,
la
incapacidad
de
moderarse
y
retenerse,
la
tendencia
a
transgredir
todo
límite
en
la
manifestación
de
los
afectos
y a
la
completa
derivación
de
éstos
en
actos,
todos
estos
caracteres
y
otros
análogos,
de
los
que
Le
Bon
nos
ha
trazado
un
cuadro
tan
impresionante,
representan
sin
duda
alguna,
una
regresión
de
la
actividad
psíquica
a
una
fase
anterior
en
la
que
no
extrañamos
encontrar
al
salvaje
o a
los
niños.
Una
tal
regresión
caracteriza
especialmente
a
las
masas
ordinarias,
mientras
que
en
las
multitudes
más
organizadas
y
artificiales,
pueden
quedar,
como
ya
sabemos,
considerablemente
atenuados,
tales
caracteres
regresivos.
Experimentamos
así,
la
impresión
de
hallarnos
ante
una
situación
en
la
que
el
sentimiento
individual
y el
acto
intelectual
personal
son
demasiado
débiles
para
afirmarse
por
sí
solos,
sin
el
apoyo
de
manifestaciones
afectivas
e
intelectuales,
análogas,
de
los
demás
individuos.
Esto
nos
recuerda
cuán
numerosos
son
los
fenómenos
de
dependencia
en
la
sociedad
humana
normal,
cuán
escasa
originalidad
y
cuán
poco
valor
personal
hallamos
en
ella
y
hasta
qué
punto
se
encuentra
dominado
el
individuo
por
las
influencias
de
un
alma
colectiva,
tales
como
las
propiedades
raciales,
los
prejuicios
de
clase,
la
opinión
pública,
etcétera.
El
enigma
de
la
influencia
sugestiva
se
hace
aún
más
oscuro
cuando
admitimos
que
es
ejercida
no
sólo
por
el
caudillo
sobre
todos
los
individuos
de
la
masa,
sino
también
por
cada
uno
de
éstos
sobre
los
demás
y
habremos
de
reprocharnos
la
unilateralidad
con
que
hemos
procedido
al
hacer
resaltar
casi
exclusivamente
la
relación
de
los
individuos
de
la
masa
con
el
caudillo,
relegando,
en
cambio,
a un
segundo
término,
el
factor
de
la
sugestión
recíproca.
Llamados,
así,
a la
modestia,
nos
inclinaremos
a
dar
oídos
a
otra
voz
que
nos
promete
una
explicación
basada
en
principios
más
simples.
Tomamos
esta
explicación
del
interesante
libro
de
W.
Trotter
sobre
el
instinto
gregario,
lamentando
tan
sólo
que
el
autor
no
haya
conseguido
sustraerse
a
las
antipatías
desencadenadas
por
la
última
gran
guerra.
Trotter
deriva
los
fenómenos
psíquicos
de
la
masa,
antes
descritos,
de
un
instinto
gregario
(gregariousness),
innato
al
hombre
como
a
las
demás
especies
animales.
Este
instinto
gregario
es,
desde
el
punto
de
vista
biológico,
una
analogía
y
como
una
extensión
de
la
estructura
policelular
de
los
organismos
superiores,
y
desde
el
punto
de
vista
de
la
teoría
de
la
libido,
una
nueva
manifestación
de
la
tendencia
libidinosa
de
todos
los
seres
homogéneos,
a
reunirse
en
unidades
cada
vez
más
amplias.
El
individuo
se
siente
«incompleto»
cuando
está
solo.
La
angustia
del
niño
pequeño
sería
ya
una
manifestación
de
este
instinto
gregario.
La
oposición
al
rebaño,
el
cual
rechaza
todo
lo
nuevo
y
desacostumbrado,
supone
la
separación
de
él y
es,
por
lo
tanto,
temerosamente
evitada.
El
instinto
gregario
sería
algo
primario
y no
susceptible
de
descomposición
(which
cannot
be
split
up).
Trotter
considera
como
primarios
los
instintos
de
conservación
y
nutrición,
el
instinto
sexual
y el
gregario.
Este
último
entra
a
veces
en
oposición
con
los
demás.
La
consciencia
de
la
culpabilidad
y el
sentimiento
del
deber
serían
las
dos
propiedades
características
del
animal
gregario.
Del
instinto
gregario
emanan
asimismo
según
Trotter,
las
fuerzas
de
represión
que
el
psicoanálisis
ha
descubierto
en
el
Yo,
y
por
consiguiente,
también
las
resistencias
con
las
que
el
médico
tropieza
en
el
tratamiento
psicoanalítico.
El
lenguaje
debe
su
importancia
al
hecho
de
permitir
la
comprensión
recíproca
dentro
del
rebaño,
y
constituiría,
en
gran
parte,
la
base
de
la
identificación
de
los
individuos
gregarios.
Así
como
Le
Bon
insiste
particularmente
sobre
las
formaciones
colectivas
pasajeras,
tan
características,
y Mc.
Dougall
sobre
las
asociaciones
estables,
Trotter
concentra
toda
su
atención
en
aquellas
asociaciones
más
generales,
dentro
de
las
cuales
vive
el
hombre,
ese
zwon
politicon
que
no
se
entienden,
e
intenta
fijar
sus
bases
psicológicas.
Considerando
el
instinto
gregario,
como
un
instinto
elemental
no
susceptible
de
descomposición,
prescinde,
claro
está,
de
toda
investigación
de
sus
orígenes,
y su
observación
de
que
Boris
Sidis
lo
deriva
de
la
sugestibilidad,
resulta
por
completo
superflua,
afortunadamente
para
él,
pues
se
trata
de
una
tentativa
de
explicación
ya
rechazada
en
general,
por
insuficiente,
siendo,
a
nuestro
juicio,
mucho
más
acertada
la
proposición
inversa,
o
sea
la
de
que
la
sugestibilidad
es
un
producto
del
instinto
gregario.
Contra
la
exposición
de
Trotter
puede
objetarse,
más
justificadamente
aún
que
contra
las
demás,
que
atiende
demasiado
poco
al
papel
del
caudillo.
En
cambio,
nosotros
creemos
imposible
llegar
a la
comprensión
de
la
esencia
de
la
masa
haciendo
abstracción
de
su
jefe.
El
instinto
gregario
no
deja
lugar
alguno
para
el
caudillo,
el
cual
no
aparecería
en
la
masa
sino
casualmente.
Así,
pues,
el
instinto
gregario
excluye
por
completo
la
necesidad
de
un
dios
y
deja
al
rebaño
sin
pastor.
Por
último,
también
puede
refutarse
la
tesis
de
Trotter
con
ayuda
de
argumentos
psicológicos,
esto
es,
puede
hacerse,
por
lo
menos,
verosímil,
la
hipótesis
de
que
el
instinto
gregario
es
susceptible
de
descomposición,
no
siendo
primario
en
el
mismo
sentido
que
los
instintos
de
conservación
y
sexual.
No
es,
naturalmente,
nada
fácil,
perseguir
la
ontogénesis
del
instinto
gregario.
El
miedo
que
el
niño
pequeño
experimenta
cuando
le
dejan
solo,
y
que
Trotter
considera
ya
como
una
manifestación
del
instinto
gregario,
es
susceptible
de
otra
interpretación
más
verosímil.
Es
la
expresión
de
un
deseo
insatisfecho,
cuyo
objeto
es
la
madre
y
más
tarde,
otra
persona
familiar,
deseo
que
el
niño
no
sabe
sino
transformar
en
angustia.
Esta
angustia
del
niño
que
ha
sido
dejado
solo,
lejos
de
ser
apaciguada
por
la
aparición
de
un
hombre
cualquiera
«del
rebaño»,
es
provocada
o
intensificada
por
la
vista
de
uno
de
tales
«extraños».
Además,
el
niño
no
muestra
durante
mucho
tiempo
signo
ninguno
de
un
instinto
gregario
o de
un
sentimiento
colectivo.
Ambos
comienzan
a
formarse
poco
a
poco
en
la
«nursery»,
como
efectos
de
las
relaciones
entre
los
niños
y
sus
padres
y
precisamente
a
título
de
reacción
a la
envidia
con
la
que
el
hijo
mayor
acoge
en
un
principio
la
intrusión
de
un
nuevo
hermanito.
El
primero
suprimiría
celosamente
al
segundo,
alejándole
de
los
padres
y
despojándole
de
todos
sus
derechos,
pero
ante
el
hecho
positivo
de
que
también
este
hermanito
-como
todos
los
posteriores-
es
igualmente
amado
por
los
padres,
y a
consecuencia
de
la
imposibilidad
de
mantener
sin
daño
propio
su
actitud
hostil,
el
pequeño
sujeto
se
ve
obligado
a
identificarse
con
los
demás
niños
y en
el
grupo
infantil
se
forma
entonces
un
sentimiento
colectivo
o de
comunidad,
que
luego
experimenta,
en
la
escuela,
un
desarrollo
ulterior.
La
primera
exigencia
de
esta
formación
reaccional
es
la
de
justicia
y
trato
igual
para
todos.
Sabido
es
con
qué
fuerza
y
qué
solidaridad
se
manifiesta
en
la
escuela
esta
reivindicación.
Ya
que
uno
mismo
no
puede
ser
el
preferido,
por
lo
menos,
que
nadie
lo
sea.
Esta
transformación
de
los
celos
en
un
sentimiento
colectivo
entre
los
niños
de
una
familia
o de
una
clase
escolar
parecería
inverosímil
si
más
tarde,
y en
circunstancias
distintas,
no
observásemos
de
nuevo
el
mismo
proceso.
Recuérdese
la
multitud
de
mujeres
y
muchachas
románticamente
enamoradas
de
un
cantante
o de
un
pianista
y
que
se
agolpan
en
torno
de
él a
la
terminación
de
un
concierto.
Cada
una
de
ellas
podría
experimentar
justificadísimos
celos
de
las
demás,
pero
dado
su
número
y la
imposibilidad
consiguiente
de
acaparar
por
completo
al
hombre
amado,
renuncian
todas
a
ello,
y en
lugar
de
arrancarse
mutuamente
los
cabellos,
obran
como
una
multitud
solidaria,
ofrecen
su
homenaje
común
al
ídolo
e
incluso
se
considerarían
dichosas
si
pudieran
distribuirse
entre
todas,
los
bucles
de
su
rizosa
melena.
Rivales
al
principio,
han
podido
luego
identificarse
entre
sí
por
el
amor
igual
que
profesan
al
mismo
objeto.
Cuando
una
situación
instintiva
es
susceptible
de
distintosdesenlaces
-como
sucede
en
realidad,
con
la
mayor
parte
de
ellas-
no
extrañaremos
que
sobrevenga
aquel
con
el
cual
aparezca
enlazada
la
posibilidad
de
una
cierta
satisfacción,
en
lugar
de
otro
u
otros
que
creíamos
más
naturales,
pero
a
los
que
las
circunstancias
reales
impiden
alcanzar
tal
fin.
Todas
aquellas
manifestaciones
de
este
orden,
que
luego
encontramos
en
la
sociedad,
así,
el
compañerismo,
el
espíritu
de
cuerpo,
etc.,
se
derivan
también,
incontestablemente,
de
la
envidia
primitiva.
Nadie
debe
querer
sobresalir;
todos
deben
ser
y
obtener
lo
mismo.
La
justicia
social
significa
que
nos
rehusamos
a
nosotros
mismos
muchas
cosas,
para
que
también
los
demás
tengan
que
renunciar
a
ellas,
o lo
que
es
lo
mismo,
no
puedan
reclamarlas.
Esta
reivindicación
de
igualdad
es
la
raíz
de
la
consciencia
social
y
del
sentimiento
del
deber
y se
revela
también
de
un
modo
totalmente
inesperado
en
la
«angustia
de
infección»
de
los
sifilíticos,
angustia
a
cuya
inteligencia
nos
ha
llevado
el
psicoanálisis,
mostrándonos
que
corresponde
a la
violenta
lucha
de
estos
desdichados
contra
su
deseo
inconsciente
de
comunicar
a
los
demás
su
enfermedad,
pues
¿por
qué
han
de
padecer
ellos
solos
la
temible
infección
que
tantos
goces
les
prohibe,
mientras
que
otros
se
hallan
sanos
y
participan
de
todos
los
placeres?
También
la
bella
anécdota
del
juicio
de
Salomón
encierra
igual
nódulo.
«Puesto
que
mi
hijo
me
ha
sido
arrebatado
por
la
muerte
-piensa
una
de
las
mujeres-
¿por
qué
ha
de
conservar
ésa
el
suyo?»
Este
deseo
basta
al
rey
para
reconocer
a la
mujer
que
ha
perdido
a su
hijo.
Así,
pues,
el
sentimiento
social
reposa
en
la
transformación
de
un
sentimiento
primitivamente
hostil
en
un
enlace
positivo
de
la
naturaleza
de
una
identificación.
En
cuanto
podemos
seguir
el
proceso
de
esta
transformación;
creemos
observar
que
se
efectúa
bajo
la
influencia
de
un
enlace
común,
a
base
de
ternura,
a
una
persona
exterior
a la
masa.
Estamos
muy
lejos
de
considerar
completo
nuestro
análisis
de
la
identificación,
mas
para
nuestro
objeto
nos
basta
haber
hecho
resaltar
la
exigencia
de
una
absoluta
y
consecuente
igualdad.
A
propósito
de
las
dos
masas
artificiales,
la
Iglesia
y el
Ejército,
hemos
visto
que
su
condición
previa
consiste
en
que
todos
sus
miembros
sean
igualmente
amados
por
un
jefe.
Ahora
bien,
no
habremos
de
olvidar
que
la
reivindicación,
de
igualdad
formulada
por
la
masa,
se
refiere
tan
sólo
a
los
individuos
que
la
constituyen,
no
al
jefe.
Todos
los
individuos
quieren
ser
iguales,
pero
bajo
el
dominio
de
un
caudillo.
Muchos
iguales,
capaces
de
identificarse
entre
sí,
y un
único
superior,
tal
es
la
situación
que
hallamos
realizada
en
la
masa
dotada
de
vitalidad.
Así,
pues,
nos
permitiremos
corregir
la
concepción
de
Trotter,
diciendo
que
más
que
un
«animal
gregario»,
es
el
hombre
un
«animal
de
horda»,
esto
es,
un
elemento
constitutivo
de
una
horda
conducido
por
un
jefe.
X
LA
MASA
Y LA
HORDA
PRIMITIVA
En
1912,
adopté
la
hipótesis
de
Ch.
Darwin,
según
la
cual,
la
forma
primitiva
de
la
sociedad
humana
habría
sido
la
horda
sometida
al
dominio
absoluto
de
un
poderoso
macho.
Intenté,
por
entonces,
demostrar,
que
los
destinos
de
dicha
horda
han
dejado
huellas
imborrables
en
la
historia
hereditaria
de
la
humanidad,
y
sobre
todo,
que
la
evolución
del
totemismo,
que
engloba
los
comienzos
de
la
religión,
la
moral
y la
diferenciación
social,
se
halla
relacionada
con
la
muerte
violenta
del
jefe
y
con
la
transformación
de
la
horda
paterna
en
una
comunidad
fraternal.
Esto
no
es
sino
una
nueva
hipótesis
que
agregar
a
las
muchas
construídas
por
los
historiadores
de
la
humanidad
primitiva,
para
intentar
esclarecer
las
tinieblas
de
la
prehistoria,
una
«just
so
story»,
como
la
denominó
chanceramente
un
amable
crítico
inglés
(Kroeger),
pero
estimo
ya
muy
honroso,
para
una
hipótesis,
el
que
como
ésta,
se
muestre
apropiada
para
relacionar
y
explicar
hechos
pertenecientes
a
sectores
cada
vez
más
lejanos.
Ahora
bien,
las
masas
humanas
nos
muestran
nuevamente
el
cuadro,
ya
conocido,
del
individuo
dotado
de
un
poder
extraordinario
y
dominando
a la
multitud
de
individuos
iguales
entre
sí,
cuadro
que
corresponde
exactamente
a
nuestra
representación
de
la
horda
primitiva.
La
psicología
de
dichas
masas,
según
nos
es
conocida
por
las
descripciones
repetidamente
mencionadas
-la
desaparición
de
la
personalidad
individual
consciente,
la
orientación
de
los
pensamientos
y
los
sentimientos
en
un
mismo
sentido,
el
predominio
de
la
afectividad
y de
la
vida
psíquica
inconsciente,
la
tendencia
a la
realización
inmediata
de
las
intenciones
que
puedan
surgir-,
toda
esta
psicología,
repetimos,
corresponde
a un
estado
de
regresión
a
una
actividad
anímica
primitiva,
tal
y
como
la
atribuiríamos
a la
horda
prehistórica.
La
masa
se
nos
muestra,
pues,
como
una
resurrección
de
la
horda
primitiva.
Así
como
el
hombre
primitivo
sobrevive
virtualmente
en
cada
individuo,
también
toda
masa
humana
puede
reconstituir
la
horda
primitiva.
Habremos,
pues,
de
deducir,
que
la
psicología
colectiva
es
la
psicología
humana
más
antigua.
Aquel
conjunto
de
elementos
que
hemos
aislado
de
todo
lo
referente
a la
masa,
para
constituir
la
psicología
individual,
no
se
ha
diferenciado
de
la
antigua
psicología
colectiva
sino
más
tarde,
muy
poco
a
poco,
y
aun
hoy
en
día,
tan
sólo
parcialmente.
Intentaremos
todavía
indicar
el
punto
de
partida
de
esta
evolución.
La
primera
reflexión
que
surge
en
nuestro
espíritu,
nos
muestra
en
qué
punto
habremos
de
rectificar
nuestras
anteriores
afirmaciones.
La
psicología
individual
tiene,
en
efecto,
que
ser
por
lo
menos
tan
antigua
como
la
psicología
colectiva,
pues
desde
un
principio
debió
de
haber
dos
psicologías:
la
de
los
individuos
componentes
de
la
masa
y la
del
padre,
jefe
o
caudillo.
Los
individuos
de
la
masa
se
hallaban
enlazados
unos
a
otros
en
la
misma
forma
que
hoy,
mas
el
padre
de
la
horda
permanecía
libre,
y
aun
hallándose
aislado,
eran
enérgicos
e
independientes
sus
actos
intelectuales.
Su
voluntad
no
precisaba
ser
reforzada
por
la
de
otros.
Deduciremos,
pues,
que
su
Yo
no
se
encontraba
muy
ligado
por
lazos
libidinosos
y
que
amándose
sobre
todo
a sí
mismo,
sólo
amaba
a
los
demás
en
tanto
en
cuanto
le
servían
para
la
satisfacción
de
sus
necesidades.
Su
Yo
no
daba
a
los
objetos
más
que
lo
estrictamente
preciso.
En
los
albores
de
la
historia
humana,
fué
el
padre
de
la
horda
primitiva
el
superhombre
cuyo
advenimiento
esperaba
Nietzsche
en
un
lejano
futuro.
Los
individuos
componentes
de
una
masa
precisan
todavía
actualmente
de
la
ilusión
de
que
el
jefe
les
ama
a
todos
con
un
amor
justo
y
equitativo,
mientras
que
el
jefe
mismo
no
necesita
amar
a
nadie,
puede
erigirse
en
dueño
y
señor,
y
aunque
absolutamente
narcisista,
se
halla
seguro
de
sí
mismo
y
goza
de
completa
independencia.
Sabemos
ya,
que
el
narcisismo
limita
el
amor,
y
podríamos
demostrar,
que
actuando
así,
se
ha
constituído
en
un
importantísimo
factor
de
civilización.
El
padre
de
la
horda
primitiva
no
era
aún
inmortal
como
luego
ha
llegado
a
serlo
pordivinización.
Cuando
murió
tuvo
que
ser
reemplazado
y lo
fué
probablemente
por
el
menor
de
sus
hijos,
que
hasta
entonces
había
sido
un
individuo
de
la
masa,
como
los
demás.
Debe,
pues,
de
existir
una
posibilidad
de
transformar
la
psicología
colectiva
en
psicología
individual
y de
encontrar
las
condiciones
en
las
cuales
puede
efectuarse
tal
transformación
análogamente
a
como
resulta
posible
a
las
abejas
hacer
surgir
de
una
larva,
en
caso
de
necesidad,
una
reina,
en
lugar
de
una
obrera.
La
única
hipótesis
que
sobre
este
punto
podemos
edificar,
es
la
siguiente:
el
padre
primitivo
impedía
a
sus
hijos
la
satisfacción
de
sus
tendencias
sexuales
directas;
les
imponía
la
abstinencia,
y
por
consiguiente
a
título
de
derivación,
el
establecimiento
de
lazos
afectivos
que
le
ligaban
a él
en
primer
lugar,
y
luego,
los
unos
a
los
otros.
Puede
decirse
que
les
impuso
la
psicología
colectiva
y
que
esta
psicología
no
es,
en
último
análisis,
sino
un
producto
de
sus
celos
sexuales
y su
intolerancia.
Ante
su
sucesor,
se
abría
la
posibilidad
de
la
satisfacción
sexual,
y
con
ella,
su
liberación
de
las
condiciones
de
la
psicología
colectiva.
La
fijación
de
la
libido
a la
mujer,
y la
posibilidad
de
satisfacer
inmediatamente
y
sin
aplazamiento
las
necesidades
sexuales,
disminuyeron
la
importancia
de
las
tendencias
sexuales
coartadas
en
su
fin
y
elevaron
el
nivel
del
narcisismo.
En
el
último
capítulo
de
este
trabajo,
volveremos
sobre
esta
relación
del
amor
con
la
formación
del
carácter.
Haremos
aún
resaltar,
como
especialmente
instructiva,
la
relación
existente
entre
la
constitución
de
la
horda
primitiva
y la
organización
que
mantiene
y
asegura
la
cohesión
de
una
masa
artificial.
Ya
hemos
visto
que
el
Ejército
y la
Iglesia
reposan
en
la
ilusión
de
que
el
jefe
ama
por
igual
a
todos
los
individuos.
Pero
esto
no
es
sino
la
transformación
idealista
de
las
condiciones
de
la
horda
primitiva,
en
la
que
todos
los
hijos
se
saben
igualmente
perseguidos
por
el
padre,
que
les
inspira
a
todos
el
mismo
temor.
Ya
la
forma
inmediata
de
la
sociedad
humana,
el
clan
totémico,
reposa
en
esta
transformación,
que
a su
vez
constituye
la
base
de
todos
los
deberes
sociales.
La
inquebrantable
fortaleza
de
la
familia,
como
formación
colectiva
natural,
resulta
de
que
en
ella
es
una
realidad
efectiva
el
amor
igual
del
padre
hacia
todos
los
hijos.
Pero
esta
referencia
de
la
masa
a la
horda
primitiva
ha
de
ofrecernos
enseñanzas
aún
más
interesantes.
Ha
de
explicarnos
lo
que
de
incomprendido
y
misterioso
queda
aún
en
la
formación
colectiva,
aquello
que
se
oculta
detrás
de
los
enigmáticos
conceptos
de
hipnosis
y
sugestión.
Recordemos,
que
la
hipnosis
lleva
en
sí
algo
inquietante
y
que
este
carácter
indica
siempre
la
existencia
de
una
represión
de
algo
antiguo
y
familiar.
Recordemos
igualmente,
que
la
hipnosis
es
un
estado
inducido.
El
hipnotizador
pretende
poseer
un
poder
misterioso
que
despoja
de
su
voluntad
al
sujeto.
O lo
que
es
lo
mismo:
el
sujeto
atribuye
al
hipnotizador
un
tal
poder.
Esta
fuerza
misteriosa
a la
que
aun
se
da
vulgarmente
el
nombre
de
magnetismo
animal,
debe
ser
la
misma
que
constituye,
para
los
primitivos,
la
fuente
del
tabú;
aquella
misma
fuerza
que
emana
de
los
reyes
y de
los
jefes
y
que
pone
en
peligro
a
quienes
se
les
acercan
(«mana»).
El
hipnotizador,
que
afirma
poseer
esta
fuerza,
la
emplea
ordenando
al
sujeto
que
le
mire
a
los
ojos.
Hipnotiza,
de
una
manera
típica,
por
medio
de
la
mirada.
Igualmente
es
la
vista
del
jefe
lo
que
resulta
peligroso
e
insostenible
para
el
primitivo,
como
más
tarde
la
de
Dios
para
el
creyente.
Moisés
se
ve
obligado
a
servir
de
intermediario
entre
Jehová
y su
pueblo,
porque
este
último
no
puede
soportar
la
vista
de
Dios,
y
cuando
vuelve
del
Sinaí,
resplandece
su
rostro,
pues
como
también
sucede
al
intermediario
de
los
primitivos,
una
parte
del
«mana»
ha
pasado
a su
persona.
La
hipnosis
puede
ser
provocada,
asimismo,
por
otros
medios
-haciendo
fijar
al
sujeto
la
mirada
en
un
objeto
brillante
o
escuchar
un
ruido
monótono-
y
esta
circunstancia
ha
inducido
a
muchos
en
error,
dando
ocasión
a
teorías
fisiológicas
insuficientes.
En
realidad,
estos
procedimientos
no
sirven
más
que
para
desviar
y
fijar
la
atención
consciente.
Es
como
si
el
hipnotizador,
dijese
al
sujeto:
«Ahora
se
va
usted
a
ocupar
exclusivamente
de
mi
persona;
el
resto
del
mundo
carece
de
todo
interés».
Claro
está
que
este
discurso,
pronunciado
realmente
por
el
hipnotizador,
habría
de
ser
contraproducente
desde
el
punto
de
vista
técnico,
pues
su
única
consecuencia
sería
arrancar
al
sujeto
de
su
disposicióninconsciente
y
excitarle
a la
contradicción
consciente.
Pero
mientras
que
el
hipnotizador
evita
atraer
sobre
sus
intenciones
el
pensamiento
consciente
del
sujeto
y
cae
éste
en
una
actividad
en
la
que
el
mundo
tiene
que
parecerle
desprovisto
de
todo
interés,
sucede
que,
en
realidad,
concentra
inconscientemente
toda
su
atención
sobre
el
hipnotizador,
entrando
en
estado
de
transferencia
con
él.
Los
métodos
indirectos
del
hipnotismo
producen,
pues,
como
algunas
técnicas
del
chiste,
el
efecto
de
impedir
determinadas
distribuciones
de
la
energía
psíquica,
que
perturbarían
la
evolución
del
proceso
inconsciente,
y
conducen,
finalmente,
al
mismo
resultado
que
las
influencias
directas
ejercidas
por
la
mirada
o
por
los
«pases».
Ferenczi
ha
deducido
acertadamente,
que
con
la
orden
de
dormir
intimada
al
sujeto
al
iniciar
la
hipnosis,
se
coloca
el
hipnotizador
en
el
lugar
de
los
padres
de
aquél.
Cree,
además,
distinguir
dos
clases
de
hipnosis:
una,
acariciadora
y
apaciguante,
y
otra,
amenazadora.
La
primera
sería
la
hipnosis
maternal;
la
segunda,
la
hipnosis
paternal.
Ahora
bien:
la
orden
de
dormir
no
significa,
en
la
hipnosis,
sino
la
invitación
a
retraer
todo
interés
del
mundo
exterior
y
concentrarlo
en
la
persona
del
hipnotizador.
Así
la
entiende,
en
efecto,
el
sujeto,
pues
esta
desviación
de
la
atención
del
mundo
exterior
constituye
la
característica
psicológica
del
sueño,
y en
ella
reposa
el
parentesco
del
sueño
con
el
estado
hipnótico.
Por
medio
de
estos
procedimientos,
despierta,
pues,
el
hipnotizador,
una
parte
de
la
herencia
arcaica
del
sujeto,
herencia
que
se
manifestó
ya
en
su
actitud
con
respecto
a
sus
progenitores
y
especialmente
en
su
idea
del
padre,
al
que
hubo
de
representar
como
una
personalidad
omnipotente
y
peligrosa,
con
relación
a la
cual
no
cabía
observar
sino
una
actitud
pasiva
masoquista,
renunciando
a
toda
voluntad
propia
y
considerando
como
una
arriesgada
audacia
el
hecho
de
arrostrar
su
presencia.
Tal
hubo
de
ser,
indudablemente,
la
actitud
del
individuo
de
la
horda
primitiva
con
respecto
al
padre.
Como
ya
nos
lo
han
mostrado
otra
reacciones,
la
aptitud
personal
para
la
resurrección
de
tales
situaciones
arcaicas
varía
mucho
de
unos
individuos
a
otros.
De
todos
modos,
el
individuo
puede
conservar
un
conocimiento
de
que
en
el
fondo,
la
hipnosis
no
es
sino
un
juego,
una
reviviscencia
ilusoria
de
aquellas
impresiones
antiguas,
conocimiento
que
basta
para
hacer
surgir
una
resistencia
contra
las
consecuencias
demasiado
graves
de
la
supresión
hipnótica
de
la
voluntad.
El
carácter
inquietante
y
coercitivo
de
las
formaciones
colectivas,
que
se
manifiesta
en
sus
fenómenos
de
sugestión,
puede
ser
atribuído,
por
lo
tanto,
a la
afinidad
de
la
masa
con
la
horda
primitiva,
de
la
cual
desciende.
El
caudillo
es
aún
el
temido
padre
primitivo.
La
masa
quiere
siempre
ser
dominada
por
un
poder
ilimitado.
Ávida
de
autoridad,
tiene,
según
las
palabras
de
Gustavo
Le
Bon,
una
inagotable
sed
de
sometimiento.
El
padre
primitivo
es
el
ideal
de
la
masa,
y
este
ideal
domina
al
individuo,
sustituyéndose
a su
ideal
del
Yo.
La
hipnosis
puede
ser
designada
como
una
formación
colectiva
de
sólo
dos
personas.
Para
poder
aplicar
esta
definición
a la
sugestión
habremos
de
completarla,
añadiendo
que
en
dicha
colectividad
de
dos
personas,
es
necesario
que
el
sujeto
que
experimenta
la
sugestión
posea
un
convencimiento
no
basado
en
la
percepción
ni
en
el
razonamiento,
sino
en
un
lazo
erótico.
XI
UNA
FASE
DEL
YO
Cuando
pasamos
a
examinar
la
vida
del
individuo
de
nuestros
días,
teniendo
presentes
las
diversas
descripciones
complementarias
unas
de
otras,
que
los
autores
nos
han
dado,
de
la
psicología
colectiva,
vemos
surgir
un
cúmulo
de
complicaciones
muy
apropiado
para
desalentar
toda
tentativa
de
síntesis.
Cada
individuo
forma
parte
de
varias
masas,
se
halla
ligado,
por
identificación,
en
muy
diversos
sentidos,
y ha
construído
su
ideal
del
Yo
conforme
a
los
más
diferentes
modelos.
Participa
así,
de
muchas
almas
colectivas,
las
de
su
raza,
su
clase
social,
su
comunidad
confesional,
su
estado,
etcétera,
y
puede,
además,
elevarse
hasta
un
cierto
grado
de
originalidad
e
independencia.
Tales
formaciones
colectivas
permanentes
y
duraderas
producen
efectos
uniformes,
que
no
se
imponen
tan
intensamente
al
observador
como
las
manifestaciones
de
las
masas
pasajeras,
de
rápida
formación,
que
han
proporcionado
a Le
Bon
los
elementos
de
su
brillante
característica
del
alma
colectiva,
y
precisamente
en
estas
multitudes
ruidosas
y
efímeras,
superpuestas,
por
decirlo
así,
a
las
otras,
es
en
las
que
se
observa
el
milagro
de
la
desaparición
completa,
aunque
pasajera,
de
toda
particularidad
individual.
Hemos
intentado
explicar
este
milagro,
suponiendo
que
el
individuo
renuncia
a su
ideal
del
Yo,
trocándolo
por
el
ideal
de
la
masa,
encarnado
en
el
caudillo.
Añadiremos,
a
título
de
rectificación,
que
el
milagro
no
es
igualmente
grande
en
todos
los
casos.
El
divorcio
entre
el
Yo y
el
ideal
del
Yo,
es
en
muchos
individuos
poco
marcado.
Ambas
instancias
aparecen
aún
casi
confundidas
y el
Yo
conserva
todavía
su
anterior
contento
narcisista
de
sí
mismo.
La
elección
del
caudillo
queda
considerablemente
facilitada
en
estas
circunstancias.
Bastará
que
el
mismo
posea,
con
especial
relieve,
las
cualidades
típicas
de
tales
individuos
y
que
dé
la
impresión
de
una
fuerza
considerable
y
una
gran
libertad
libidinosa,
para
que
la
necesidad
de
un
enérgico
caudillo
le
salga
al
encuentro
y le
revista
de
una
omnipotencia
a la
que
quizá
no
hubiese
aspirado
jamás.
Aquellos
otros
individuos,
cuyo
ideal
del
Yo
no
encuentra
en
la
persona
del
jefe
una
encarnación
por
completo
satisfactoria,
son
arrastrados
luego
«sugestivamente»,
esto
es,
por
identificación.
Reconocemos
que
nuestra
contribución
al
esclarecimiento
de
la
estructura
libidinosa
de
una
masa
se
reduce
a la
distinción
entre
el
Yo y
el
ideal
del
Yo y
a la
doble
naturaleza
consiguiente
del
ligamen
-identificación
y
substitución
del
ideal
del
Yo
por
un
objeto
exterior-.
La
hipótesis
que
postula
esta
fase
del
Yo y
que,
como
tal,
constituye
el
primer
paso
del
análisis
del
Yo,
habrá
de
hallar
poco
a
poco
su
justificación
en
los
sectores
más
diversos
de
la
psicología.
En
mi
estudio
«Introducción
del
narcisismo»
he
intentado
reunir
los
datos
patológicos
en
los
que
puede
apoyarse
la
distinción
mencionada,
y
todo
nos
lleva
a
esperar,
que
un
más
profundo
estudio
de
la
psicosis
ha
de
hacer
resaltar
particularmente
su
importancia.
Basta
reflexionar
que
el
Yo
entra,
a
partir
de
este
momento,
en
la
relación
de
un
objeto
con
el
ideal
del
Yo
por
él
desarrollado,
y
que
probablemente,
todos
los
efectos
recíprocos
desarrollados
entre
el
objeto
exterior
y el
Yo
total,
conforme
nos
lo
ha
revelado
la
teoría
de
la
neurosis,
se
reproducen
ahora
dentro
del
Yo.
No
me
propongo
examinar
aquí
sino
una
sola
de
las
consecuencias
posibles
de
este
punto
de
vista,
y
con
ello,
proseguir
la
aclaración
de
un
problema
que
en
otro
lugar
hube
de
dejar
inexplicado.
Cada
una
de
las
diferenciaciones
psíquicas
descubiertas
representa
una
dificultad
más
para
la
función
anímica,
aumenta
su
inestabilidad
y
puede
constituir
el
punto
de
partida
de
un
fallo
de
la
misma,
esto
es
de
una
enfermedad.
Así,
el
nacimiento
representa
el
paso
desde
un
narcisismo
que
se
basta
por
completo
a sí
mismo,
a la
percepción
de
un
mundo
exterior
variable
y al
primer
descubrimiento
de
objetos.
De
esta
transición,
demasiado
radical,
resulta
que
no
somos
capaces
de
soportar
durante
mucho
tiempo
el
nuevo
estado
creado
por
el
nacimiento
y
nos
evadimos
periódicamente
de
él,
para
hallar
de
nuevo,
en
el
sueño,
nuestro
anterior
estado
de
impasibilidad
y
aislamiento
del
mundo
exterior.
Este
retorno
al
estado
anterior
resulta,
ciertamente,
también,
de
unaadaptación
al
mundo
exterior,
el
cual,
con
la
sucesión
periódica
del
día
y la
noche,
suprime
por
un
tiempo
determinado,
la
mayor
parte
de
las
excitaciones
que
sobre
nosotros
actúan.
Un
segundo
caso
de
este
género,
más
importante
para
la
patología,
no
aparece
sometido
a
ninguna
limitación
análoga.
En
el
curso
de
nuestro
desarrollo,
hemos
realizado
una
diferenciación
de
nuestra
composición
psíquica
en
un
Yo
coherente
y un
Yo
inconsciente,
reprimido,
exterior
a él
y
sabemos
que
la
estabilidad
de
esta
nueva
adquisición
se
halla
expuesta
a
incesantes
conmociones.
En
el
sueño
y en
la
neurosis,
dicho
Yo
desterrado,
intenta,
por
todos
los
medios,
forzar
las
puertas
de
la
consciencia,
protegidas
por
resistencias
diversas,
y en
el
estado
de
salud
despierta,
recurrimos
a
artificios
particulares,
para
acoger
en
nuestro
Yo,
lo
reprimido,
eludiendo
las
resistencias
y
experimentando
un
incremento
de
placer.
El
chiste,
el
humorismo,
y en
parte,
también,
lo
cómico,
deben
de
ser
considerados
desde
este
punto
de
vista.
Todo
conocedor
de
la
psicología
de
la
neurosis
recordará
fácilmente
numerosos
ejemplos
análogos,
aunque
de
un
menor
alcance.
Pero,
dejando
a un
lado
esta
cuestión,
pasaremos
a la
aplicación
de
nuestros
resultados.
Podemos
admitir
perfectamente,
que
la
separación
operada
entre
el
Yo y
el
ideal
del
Yo,
no
puede
tampoco
ser
soportada
durante
mucho
tiempo
y ha
de
experimentar,
de
cuando
en
cuando,
una
regresión.
A
pesar
de
todas
las
privaciones
y
restricciones
impuestas
al
Yo,
la
violación
periódica
de
las
prohibiciones
constituye
la
regla
general,
como
nos
lo
demuestra
la
institución
de
las
fiestas,
que
al
principio
no
fueron
sino
períodos
durante
los
cuales
quedaban
permitidos
por
la
ley
todos
los
excesos,
circunstancias
que
explica
su
característica
alegría.
Las
saturnales
de
los
romanos
y
nuestro
moderno
carnaval
coinciden
en
este
rasgo
esencial
con
las
fiestas
de
los
primitivos,
durante
las
cuales
se
entregan
los
individuos
a
orgías
en
las
que
violan
los
mandamientos
más
sagrados.
El
ideal
del
Yo
engloba
la
suma
de
todas
las
restricciones
a
las
que
el
Yo
debe
plegarse,
y de
este
modo,
el
retorno
del
ideal
al
Yo
tiene
que
constituir
para
éste,
que
encuentra
de
nuevo
el
contento
de
sí
mismo,
una
magnífica
fiesta.
La
coincidencia
del
yo
con
el
ideal
del
yo
produce
siempre
una
sensación
de
triunfo.
El
sentimiento
de
culpabilidad
(o
de
inferioridad)
puede
ser
considerado
como
la
expresión
de
un
estado
de
tensión
entre
el
yo y
el
ideal.
Sabido
es,
que
hay
individuos
cuyo
estado
afectivo
general
oscila
periódicamente,
pasando
desde
una
exagerada
depresión
a
una
sensación
de
extremo
bienestar,
a
través
de
un
cierto
estadio
intermedio.
Estas
oscilaciones
presentan
amplitudes
muy
diversas,
desde
las
más
imperceptibles
hasta
las
más
extremas,
como
sucede
en
los
casos
de
melancolía
y
manía,
estados
que
atormentan
o
perturban
profundamente
la
vida
del
sujeto
atacado.
En
los
casos
típicos
de
estos
estados
afectivos
cíclicos,
no
parecen
desempeñar
un
papel
decisivo
las
ocasiones
exteriores.
Tampoco
encontramos
en
estos
enfermos
motivos
internos
más
numerosos
que
en
otros
o
diferentes
de
ellos.
Así,
pues,
se
ha
tomado
la
costumbre
de
considerar
estos
casos
como
no
psicógenos.
Más
adelante
trataremos
de
otros
casos,
totalmente
análogos,
de
estados
afectivos
cíclicos,
que
pueden
ser
reducidos
con
facilidad
a
traumas
anímicos.
Las
razones
que
determinan
estas
oscilaciones
espontáneas
de
los
estados
afectivos
son,
pues,
desconocidas.
También
ignoramos
el
mecanismo
por
el
que
una
manía
se
sustituye
a
una
melancolía.
Así,
serían
éstos,
los
enfermos
a
los
cuales
podría
aplicarse
nuestra
hipótesis
de
que
su
ideal
del
Yo
se
confunde
periódicamente
con
su
Yo,
después
de
haber
ejercido
sobre
él
un
riguroso
dominio.
Con
el
fin
de
evitar
toda
oscuridad,
habremos
de
retener
lo
siguiente:
desde
el
punto
de
vista
de
nuestro
análisis
del
Yo,
es
indudable
que
en
el
maníaco,
el
Yo y
el
ideal
del
Yo
se
hallan
confundidos,
de
manera
que
el
sujeto,
dominado
por
un
sentimiento
de
triunfo
y de
satisfacción,
no
perturbado
por
crítica
alguna,
se
siente
libre
de
toda
inhibición
y al
abrigo
de
todo
reproche
o
remordimiento.
Menos
evidente,
pero
también
verosímil,
es
que
la
miseria
del
melancólico
constituya
la
expresión
de
una
oposición
muy
aguda
entre
ambas
instancias
del
Yo,
oposición
en
la
que
el
ideal,
sensible
en
exceso,
manifiesta
implacablemente
su
condena
del
Yo,
con
la
manía
del
empequeñecimiento
y de
la
autohumillación.
Trátase
únicamente
de
saber
si
la
causa
de
estas
relaciones
modificadas
entre
el
Yo y
el
ideal
del
Yo
debe
ser
buscada
en
las
rebeldías
periódicas
de
que
antes
nos
ocupamos,
contra
la
nueva
institución,
o en
otras
circunstancias.
La
transformación
en
manía
no
constituye
un
rasgo
indispensable
del
cuadro
patológico
de
la
depresión
melancólica.
Existen
melancolías
simples,
de
un
acceso
único,
y
melancolías
periódicas,
que
no
corren
jamás
tal
suerte.
Mas
por
otro
lado,
hay
melancolías
en
las
que
las
ocasiones
exteriores
desempeñan
un
evidente
papel
etiológico;
así,
aquellas
que
sobrevienen
a la
pérdida
de
un
ser
amado,
sea
por
muerte,
sea
a
consecuencia
de
circunstancias
que
han
obligado
a la
libido
a
desligarse
de
un
objeto.
Del
mismo
modo
que
las
melancolías
espontáneas,
estas
melancolías
psicógenas
pueden
transformarse
en
manía
y
retornar
luego
de
nuevo
a la
melancolía,
repitiéndose
este
ciclo
varias
veces.
La
situación
resulta,
pues,
harto
oscura,
tanto
más,
cuanto
que
hasta
ahora,
sólo
muy
pocos
casos
y
formas
de
la
melancolía
han
sido
sometidos
a la
investigación
psicoanalítica.
Los
únicos
casos
a
cuya
comprensión
hemos
llegado
ya,
son
aquellos
en
los
que
el
objeto
queda
abandonado
por
haberse
demostrado
indigno
de
amor.
En
ellos,
el
objeto
queda
luego
reconstituído
en
el
Yo,
por
identificación,
y es
severamente
juzgado
por
el
ideal
del
Yo.
Los
reproches
y
ataques
dirigidos
contra
el
objeto
se
manifiestan
entonces
bajo
la
forma
de
reproches
melancólicos
contra
la
propia
persona.
También
una
melancolía
de
este
último
género
puede
transformarse
en
manía,
de
manera
que
esta
posibilidad
representa
una
particularidad
independiente
de
los
demás
caracteres
del
cuadro
patológico.
No
veo
ninguna
dificultad
en
introducir
en
la
explicación
de
las
dos
clases
de
melancolía,
las
psicógenas
y
las
espontáneas,
el
factor
de
la
rebelión
periódica
del
Yo
contra
el
ideal
del
Yo.
En
las
espontáneas,
puede
admitirse
que
el
ideal
del
Yo
manifiesta
una
tendencia
a
desarrollar
una
particular
severidad,
que
tiene
luego,
automáticamente
por
consecuencia,
su
supresión
temporal.
En
las
melancolías
psicógenas,
el
Yo
sería
incitado
a la
rebelión
por
el
maltrato
de
que
le
hace
objeto
su
ideal
en
los
casos
de
identificación
con
un
objeto
rechazado.
XII
CONSIDERACIONES
SUPLEMENTARIAS
En
el
curso
de
nuestra
investigación,
llegada
aquí
a un
fin
provisional,
hemos
visto
abrirse
ante
nosotros
diversas
perspectivas
muy
prometedoras,
mas
para
no
desviarnos
de
nuestro
camino
principal,
hemos
tenido
que
dejarlas
inexploradas.
En
este
último
capítulo
de
nuestro
estudio,
queremos
volver
sobre
ellas
y
someterlas
a
una
rápida
investigación.
A.-
La
distinción
entre
la
identificación
del
Yo y
la
sustitución
del
ideal
del
Yo
por
el
objeto,
halla
una
interesantísima
ilustración
en
las
dos
grandes
masas
artificiales
que
antes
hemos
estudiado:
el
Ejército
y la
Iglesia
cristiana.
Es
evidente
que
el
soldado
convierte
a su
superior,
o
sea,
en
último
análisis,
al
jefe
del
Ejército,
en
su
ideal,
mientras
que,
por
otro
lado,
se
identifica
con
sus
iguales
y
deduce
de
esta
comunidad
del
Yo
las
obligaciones
de
la
camaradería,
o
sea
el
auxilio
recíproco
y la
comunidad
de
bienes.
Pero
si
intenta
identificarse
con
el
jefe,
no
conseguirá
sino
ponerse
en
ridículo.
Así,
en
la
primera
parte
del
«Wallenstein»
de
Schiller,
se
burla
el
soldado
de
cazadores
del
sargento
de
caballería,
diciéndole:
«¡Wie
er
räuspert
und
wie
er
spuckt,
Das
habt
ihr
ihm
glücklich
abgeguckt!».
No
sucede
lo
mismo
en
la
Iglesia
Católica.
Cada
cristiano
ama
a
Cristo
como
su
ideal
y se
halla
ligado
por
identificación
a
los
demás
cristianos.
Pero
la
Iglesia
exige
más
de
él.
Ha
de
identificarse
con
Cristo
y
amar
a
los
demás
cristianos
como
Cristo
hubo
de
amarlos.
La
Iglesia
exige,
pues,
que
la
disposición
libidinosa
creada
por
la
formación
colectiva
sea
completada
en
dos
sentidos.
La
identificación
debe
acumularse
a la
elección
de
objeto
y el
amor
a la
identificación.
Este
doble
complemento
sobrepasa
evidentemente
la
constitución
de
la
masa.
Se
puede
ser
un
buen
cristiano
sin
haber
tenido
jamás
la
idea
de
situarse
en
el
lugar
de
Cristo
y
extender,
como
él,
su
amor
a
todos
los
humanos.
El
hombre,
débil
criatura,
no
puede
pretender
elevarse
a la
grandeza
de
alma
y a
la
capacidad
de
amor
de
Cristo.
Pero
este
desarrollo
de
la
distribución
de
la
libido
en
la
masa,
es
probablemente
el
factor
en
el
cual
funda
el
cristianismo
su
pretensión
de
haber
conseguido
una
moral
superior.
B.-
Dijimos
que
era
posible
determinar,
en
el
desarrollo
psíquico
de
la
humanidad,
el
momento
en
el
que
el
individuo
pasó
desde
la
psicología
colectiva
a la
psicología
individual.
Para
aclarar
esta
afirmación
habremos
de
volver
rápidamente
sobre
el
mito
científico
relativo
al
padre
de
la
horda
primitiva,
cual
fué
elevado
más
tarde
a la
categoría
de
Creador
del
mundo,
elevación
plenamente
justificada,
puesto
que
fué
quien
engendró
a
todos
los
hijos
que
compusieron
la
primera
multitud.
Para
cada
uno
de
estos
hijos
constituyó
el
padre
el
ideal
a la
vez
temido
y
venerado,
fuente
de
la
noción
ulterior
del
tabú.
Mas
un
día,
se
asociaron,
mataron
al
padre
y le
despedazaron.
Sin
embargo,
ninguno
de
ellos
pudo
ocupar
el
puesto
del
vencido,
y si
alguno
intentó
hacerlo,
vió
alzarse
contra
él,
la
misma
hostilidad,
renovándose
las
luchas,
hasta
que
todos
se
convencieron
de
que
tenían
que
renunciar
a la
herencia
del
padre.
Entonces,
constituyeron
la
comunidad
fraternal
totémica,
cuyos
miembros
gozaban
todos
de
los
mismos
derechos
y se
hallaban
sometidos
a
las
prohibiciones
totémicas,
que
debían
conservar
el
recuerdo
del
crimen
e
imponer
su
expiación.
Pero
este
nuevo
orden
de
cosas
provocó
también
el
descontento
general,
del
cual
surgió
una
nueva
evolución.
Poco
a
poco,
los
miembros
de
la
masa
fraternal,
se
aproximaron
al
restablecimiento
del
antiguo
estado
conforme
a un
nuevo
plan.
El
hombre
asumió
otra
vez
la
jefatura,
pero
sólo
la
de
una
familia,
y
acabó
con
los
privilegios
del
régimen
matriarcal,
instaurado
después
de
la
supresión
del
padre.
A
título
de
compensación,
reconoció,
quizá,
entonces,
las
divinidades
maternales,
servidas
por
sacerdotes
que
sufrían
la
castración,
para
garantía
de
la
madre
y
conforme
al
ejemplo
dado
antes
por
el
padre.
Sinembargo,
la
nueva
familia
no
fué
sino
una
sombra
de
la
antigua,
pues
siendo
muchos
los
padres
quedaba
limitada
la
libertad
de
cada
uno
por
los
derechos
de
los
demás.
El
descontento
provocado
por
estas
privaciones
pudo
decidir
entonces
a un
individuo
a
separarse
de
la
masa
y
asumir
el
papel
del
padre.
El
que
hizo
esto
fué
el
primer
poeta
épico,
y el
progreso
en
cuestión
no
se
realizó
sino
en
su
fantasía.
Este
poeta
transformó
la
realidad
en
el
sentido
de
sus
deseos,
e
inventó
así
el
mito
heroico.
El
héroe
era
aquel
que
sin
auxilio
ninguno,
había
matado
al
padre,
el
cual
aparece
aún
en
el
mito,
como
un
monstruo
totémico.
Así
como
el
padre
había
sido
el
primer
ideal
del
adolescente,
el
poeta
creó
ahora,
con
el
héroe
que
aspira
a
suplantar
al
padre,
el
primer
ideal
del
Yo.
La
idea
del
héroe
se
enlaza
probablemente
a la
personalidad
del
más
joven
de
los
hijos,
el
cual,
preferido
por
la
madre
y
protegido
por
ella
contra
los
celos
paternos,
era
el
que
sucedía
al
padre
en
la
época
primitiva.
La
elaboración
poética
de
las
realidades
de
estas
épocas,
transformó
probablemente
a la
mujer,
que
no
había
sido
sino
el
premio
de
la
lucha
y la
razón
del
asesinato,
en
instigadora
y
cómplice
activa
del
mismo.
El
mito
atribuye
exclusivamente
al
héroe
la
hazaña
que
hubo
de
ser
obra
de
la
horda
entera.
Pero
según
ha
observado
Rank,
la
leyenda
conserva
huellas
muy
claras
de
la
situación
real,
poéticamente
desfigurada.
Sucede
en
ella
con
frecuencia,
efectivamente,
que
el
héroe
que
ha
de
realizar
una
magna
empresa
-generalmente
el
hijo
menor,
que
ante
el
subrogado
del
padre
se
ha
fingido,
muchas
veces,
idiota,
esto
es,
inofensivo-
no
consigue
llevarla
a
cabo
sino
con
ayuda
de
una
multitud
de
animalitos
(abejas,
hormigas).
Estos
animales
no
serían
sino
la
representación
simbólica
de
los
hermanos
de
la
horda
primitiva,
del
mismo
modo
que
en
el
simbolismo
del
sueño,
los
insectos
y
los
parásitos
representan
a
los
hermanos
y
hermanas
del
sujeto
(considerados
despectivamente
como
niños
pequeños).
Además,
en
cada
una
de
las
empresas
de
que
hablan
los
mitos
y
las
fábulas
puede
reconocerse
fácilmente
una
sustitución
del
hecho
heroico.
Así,
pues,
el
mito
constituye
el
paso
con
el
que
el
individuo
se
separa
de
la
psicología
colectiva.
El
primer
mito
fué
seguramente
de
orden
psicológico,
el
mito
del
héroe.
El
mito
explicativo
de
la
Naturaleza
no
surgió
sino
más
tarde.
El
poeta
que
dió
este
paso
y se
separó
así,
imaginativamente,
de
la
multitud,
sabe,
sin
embargo,
hallar,
en
la
realidad,
según
otra
observación
de
Rank,
el
retorno
a
ella,
yendo
a
relatar
a la
masa
las
hazañas
que
su
imaginación
atribuye
a un
héroe
por
él
inventado,
héroe
que
en
el
fondo,
no
es
sino
él
mismo.
De
este
modo,
retorna
el
poeta
a la
realidad
elevando
a
sus
oyentes
a la
altura
de
su
imaginación.
Pero
los
oyentes
saben
comprender
al
poeta
y
pueden
identificarse
con
el
héroe
merced
al
hecho
de
compartir
su
actitud,
llena
de
deseos
irrealizados,
con
respecto
al
padre
primitivo.
La
mentira
del
mito
heroico
culmina
en
la
divinización
del
héroe.
Es
muy
posible
que
el
héroe
divinizado
sea
anterior
al
dios-padre,
y
constituya
el
precursor
del
retorno
del
padre
primitivo
como
divinidad.
Las
divinidades
se
habrían,
pues,
sucedido
en
el
siguiente
orden
cronológico:
diosa
madre
-héroe-
dios
padre.
Pero
hasta
la
elevación
del
padre
primitivo,
jamás
olvidado,
no
adquirió
la
divinidad
los
rasgos
que
hoy
nos
muestra.
C.-
Hemos
hablado
con
frecuencia
en
el
curso
del
presente
trabajo,
de
instintos
sexuales
directos
y de
instintos
sexuales
coartados
en
su
fin,
y
esperamos
que
esta
disposición
no
haya
hecho
surgir
en
el
lector
demasiadas
objeciones.
Sin
embargo,
creemos
conveniente
volver
aquí
sobre
ella,
más
detenidamente,
aun
a
riesgo
de
repetir
lo
ya
expuesto
en
otros
lugares.
El
primero
y
más
acabado
ejemplo
de
instintos
sexuales
coartados
en
su
fin
nos
ha
sido
ofrecido
por
la
evolución
de
la
libido
en
el
niño.
Todos
los
sentimientos
que
el
niño
experimenta
por
sus
padres
y
guardadores,
perduran
sin
limitación
alguna,
en
los
deseos
que
exteriorizan
sus
tendencias
sexuales.
El
niño
exige
de
estas
personas
amadas,
todas
las
ternuras
que
le
son
conocidas;
quiere
besarlas,
tocarlas
y
contemplarlas;
abriga
la
curiosidad
de
ver
sus
órganos
genitales
y
asistir
a la
realización
de
sus
más
íntimas
funciones;
promete
casarse
con
su
madre
o
con
su
niñera,
cualquiera
que
sea
la
idea
que
se
forme
del
matrimonio;
se
propone
tener
un
hijo
de
su
padre,
etc.
Tanto
la
observación
directa
como
el
examen
analítico
ulterior
de
los
restos
infantiles
no
dejan
lugar
a
dudas
sobre
la
coexistencia
de
sentimientos
tiernos
y
celosos
e
intenciones
sexuales
y
nos
muestran
hasta
qué
punto
hace
el
niño,
de
la
persona
amada,
el
objeto
de
todas
sus
tendencias
sexuales,
aún
mal
centradas.
Esta
primera
forma
que
el
amor
reviste
en
el
niño
y
que
se
relaciona
íntimamente
con
el
complejo
de
Edipo,
sucumbe,
como
ya
sabemos,
al
iniciarse
el
período
de
latencia,
bajo
el
imperio
de
la
represión,
no
quedando
de
ella
sino
un
enlace
afectivo,
puramente
tierno,
a
las
mismas
personas,
enlace
que
ya
no
puede
ser
calificado
de
«sexual».
El
psicoanálisis,
que
ilumina
las
profundidades
de
la
vida
anímica,
demuestra
sin
dificultad,
que
también
los
enlaces
sexuales
de
los
primeros
años
infantiles
continúan
subsistiendo,
aunque
reprimidos
e
inconscientes,
y
nos
autoriza
a
afirmar
que
todo
sentimiento
tierno,
constituye
la
sucesión
de
un
enlace
plenamente
«sensual»
a la
persona
correspondiente
o su
representación
simbólica
(imago).
Desde
luego,
es
necesaria
una
investigación
especial
para
comprobar
si
en
un
caso
dado
subsiste
aún
esta
corriente
sexual
anterior
en
estado
de
represión
o si
ha
desaparecido
por
completo.
O
precisando
más:
está
demostrado
que
dicha
corriente
existe
aún
como
forma
y
posibilidad
y es
susceptible
de
ser
activada
en
cualquier
momento
a
consecuencia
de
una
regresión;
trátase
únicamente
de
saber
-y
no
siempre
lo
conseguimos-
cuáles
son
su
carga
y su
eficacia
actuales.
En
esta
investigación
habremos
de
evitar
por
igual,
dos
escollos:
la
estimación
insuficiente
de
lo
inconsciente
reprimido
y la
tendencia
a
aplicar
a lo
normal
el
criterio
que
aplicamos
a lo
patológico.
Ante
la
psicología,
que
no
quiere
o no
puede
penetrar
en
las
profundidades
de
lo
reprimido,
se
presentan
los
movimientos
afectivos
de
carácter
tierno
como
expresión
de
tendencias
exentas
de
todo
carácter
sexual,
aunque
hayan
surgido
de
otras
cuyo
fin
era
la
sexualidad.
Podemos
afirmar
con
todo
derecho,
que
tales
tendencias
han
sido
desviadas
de
dichos
fines
sexuales,
aunque
resulte
difícil
describir
esta
desviación
del
fin
conforme
a
las
exigencias
de
la
metapsicología.
De
todos
modos,
estos
instintos
coartados
en
su
fin
conservan
aún
algunos
de
sus
fines
sexuales
primitivos.
El
hombre
afectivo,
el
amigo
y el
admirador
buscan
también
la
proximidad
corporal
y la
vista
de
la
persona
amada,
pero
con
un
amor
de
sentido
«pauliniano».
Podemos
ver
en
esta
desviación
del
fin
un
principio
de
«sublimación»
de
los
instintos
sexuales,
o
también
alejar
aún
más
los
límites
de
estos
últimos.
Los
instintos
sexuales
coartados
presentan
una
gran
ventaja
funcional
sobre
los
no
coartados.
No
siendo
susceptibles
de
una
satisfacción
total
resultan
particularmente
apropiados
para
crear
enlaces
duraderos,
mientras
que
los
instintos
sexuales
directos
pierden,
después
de
cada
satisfacción,
una
gran
parte
de
su
energía,
y en
el
intervalo
entre
esta
debilitación
y su
renacimiento
por
una
nueva
acumulación
de
libido,
puede
ser
el
objeto
reemplazado
por
otro.
Los
instintos
coartados
pueden
mezclarse
en
cualquier
medida
con
los
no
coartados
y
retornar
a
éstos
después
de
haber
surgido
de
ellos.
Sabido
es
con
cuánta
facilidad
las
relaciones
afectivas
de
carácter
amistoso
fundadas
en
el
reconocimiento
y la
admiración
-así
las
que
se
establecen
entre
el
maestro
y
las
discípulas
o
entre
el
artista
y
sus
admiradoras-
se
transforman,
sobre
todo
en
la
mujer,
en
deseos
eróticos
(recuérdese
el «Embrassez
moi
pour
l'amour
du
grec»
de
Molière).
El
nacimiento
mismo
de
estos
enlaces
afectivos,
nada
intencionados
al
principio,
abre
un
camino
muy
frecuentado
a la
elección
sexual
de
objeto.
En
«La
piedad
del
conde
de
Zinzendorf»,
ha
mostrado
Pfister
con
un
ejemplo
impresionante
y
que
no
es
seguramente
el
único,
la
facilidad
con
que
un
intenso
ligamen
religioso
se
transforma
en
ardiente
deseo
sexual.
Por
otro
lado,
la
transformación
de
tendencias
sexuales
directas,
efímeras
de
por
sí,
en
lazos
duraderos
simplemente
tiernos,
es
un
hecho
corriente,
y la
consolidación
de
los
matrimonios
contraídos
bajo
los
auspicios
de
un
apasionado
amor
reposa
casi
por
completo
en
esta
transformación.
No
extrañaremos
averiguar
que
las
tendencias
sexuales
coartadas
en
su
fin
surgen
de
las
directamente
sexuales
cuando
obstáculos
interiores
o
exteriores
se
oponen
a la
consecución
de
los
fines
sexuales.
La
represión
que
tiene
efecto
en
el
período
de
latencia
es
uno
de
tales
obstáculos
interiores.
Dijimos
antes,
que
el
padre
de
la
horda
primitiva,
con
su
intolerancia
sexual,
condenaba
a
todos
sus
hijos
a la
abstinencia,
imponiéndoles,
así,
enlaces
coartados
en
su
fin,
mientras
que,
por
su
parte,
se
reservaba
el
libre
placer
sexual
y
permanecía,
deeste
modo,
independiente
de
todo
ligamen.
Todos
los
enlaces
en
los
que
reposa
la
masa,
son
de
la
naturaleza
de
los
instintos
coartados
en
su
fin.
Pero
con
esto
nos
hemos
aproximado
a la
discusión
de
un
nuevo
tema:
a la
relación
de
los
instintos
sexuales
directos
con
la
formación
colectiva.
D.-
Las
dos
últimas
observaciones
nos
dejan
ya
entrever,
que
las
tendencias
sexuales
directas
son
desfavorables
para
la
formación
colectiva.
En
el
curso
de
la
evolución
de
la
familia,
ha
habido
ciertamente
relaciones
sexuales
colectivas
(el
matrimonio
en
grupo),
pero
cuanto
más
importante
se
fué
haciendo
para
el
Yo
el
amor
sexual
y
más
capaz
de
amor
el
individuo,
más
tendió
éste
a la
limitación
del
amor
a
dos
personas
-una
cum
uno-,
limitación
que
parece
prescrita
por
la
modalidad
del
fin
genital.
Las
inclinaciones
poligámicas
hubieron
de
contentarse
con
la
sucesiva
sustitución
de
un
objeto
por
otro.
Las
dos
personas
reunidas
para
lograr
la
satisfacción
sexual
constituyen,
por
su
deseo
de
soledad,
un
argumento
viviente
contra
el
instinto
gregario
y el
sentimiento
colectivo.
Cuanto
más
enamoradas
están,
más
completamente
se
bastan.
La
repulsa
de
la
influencia
de
la
masa
se
exterioriza
como
sentimiento
de
pudor.
Las
violentas
emociones
suscitadas
por
los
celos
sirven
para
proteger
la
elección
sexual
de
objeto
contra
la
influencia
que
sobre
ella
pudiera
ejercer
un
ligamen
colectivo.
Sólo
cuando
el
factor
tierno
y
por
lo
tanto,
personal,
de
la
relación
amorosa,
desaparece
por
completo
ante
el
factor
sexual,
es
cuando
se
hace
posible
el
público
comercio
amoroso
de
una
pareja
o la
realización
de
actos
sexuales
simultáneos
dentro
de
un
grupo,
como
sucede
en
la
orgía.
Pero
con
ello
se
efectúa
una
regresión
a un
estado
anterior
de
las
relaciones
sexuales,
en
el
cual
no
desempeñaba
aún
papel
ninguno
el
amor
propiamente
dicho
y se
daba
igual
valor
a
todos
los
objetos
sexuales,
aproximadamente
en
el
sentido
de
la
maligna
frase
de
Bernard
Shaw:
«Estar
enamorado
significa
exagerar
desmesuradamente
la
diferencia
entre
una
mujer
y
otra».
Existen
numerosos
hechos
que
testimonian
que
el
enamoramiento
no
apareció
sino
bastante
tarde
en
las
relaciones
sexuales
entre
el
hombre
y la
mujer,
resultando
así,
que
también
la
oposición
entre
el
amor
sexual
y el
ligamen
colectivo
se
habría
desarrollado
tardíamente.
Esta
hipótesis
puede
parecer
a
primera
vista,
incompatible
con
nuestro
mito
de
la
familia
primitiva.
Según
él,
la
horda
fraternal
hubo
de
ser
incitada
al
parricidio
por
el
amor
hacia
las
madres
y
las
hermanas,
y es
difícil
representarse
este
amor
de
otro
modo
que
como
un
amor
primitivo
y
completo,
esto
es,
como
una
íntima
unión
de
amor
tierno
y
amor
sexual.
Pero
reflexionando
más
detenidamente,
hallamos
que
esta
objeción
no
es
en
el
fondo
sino
una
confirmación.
Una
de
las
reacciones
provocadas
por
el
parricidio
fué
la
institución
de
la
exogamia
totémica,
la
prohibición
de
todo
contacto
sexual
con
las
mujeres
de
la
familia,
amadas
desde
la
niñez.
De
este
modo,
se
operó
una
escisión
entre
los
sentimientos
tiernos
y
los
sentimientos
sensuales
del
hombre,
escisión
cuyos
efectos
se
hacen
sentir
aún
en
nuestros
días.
A
consecuencia
de
esta
exogamia
se
vió
obligado
el
hombre
a
satisfacer
sus
necesidades
sexuales
con
mujeres
extrañas
a él
y
que
no
le
inspiraban
amor
ninguno.
En
las
grandes
masas
artificiales,
la
Iglesia
y el
Ejército,
no
existe
lugar
ninguno
para
la
mujer
como
objeto
sexual.
La
relación
amorosa
entre
el
hombre
y la
mujer
queda
fuera
de
estas
organizaciones.
Incluso
en
las
multitudes
integradas
por
hombres
y
mujeres,
no
desempeñan
papel
ninguno
las
diferencias
sexuales.
Carece
de
todo
sentido
preguntar
si
la
libido
que
mantiene
la
cohesión
de
las
multitudes
es
de
naturaleza
homosexual
o
héterosexual,
pues
la
masa
no
se
halla
diferenciada
según
los
sexos
y
hace
abstracción,
particularmente,
de
los
fines
de
la
organización
genital
de
la
libido.
Las
tendencias
sexuales
directas
conservan
un
cierto
carácter
de
individualidad
aun
en
el
individuo
absorbido
por
la
masa.
Cuando
esta
individualidad
sobrepasa
un
cierto
grado,
la
formación
colectiva
queda
disgregada.
La
Iglesia
católica
tuvo
los
mejores
motivos
para
recomendar
a
sus
fieles
el
celibato
e
imponerlo
a
sus
sacerdotes,
pero
también
el
amor
ha
inducido
a
muchos
eclesiásticos
a
salir
de
la
Iglesia.
Del
mismo
modo,
el
amor
a la
mujer
rompe
los
lazos
colectivos
de
la
raza,
la
nacionalidad
y la
clase
social
y
lleva
así
a
cabo
una
importantísima
labor
de
civilización.
Parece
indiscutible
que
el
amor
homosexual
se
adapta
mejor
a
las
lazos
colectivos
incluso
allí
donde
aparece
como
una
tendencia
sexual
nocoartada,
hecho
singular
cuya
explicación
nos
llevaría
muy
lejos.
El
examen
psicoanalítico
de
las
psiconeurosis
nos
ha
enseñado
que
sus
síntomas
se
derivan
de
tendencias
sexuales
reprimidas,
pero
que
permanecen
en
actividad.
Podemos
completar
esta
fórmula,
añadiendo:
estos
síntomas
pueden
también
derivarse
de
tendencias
sexuales
coartadas
en
su
fin,
pero
coartadas
de
un
modo
incompleto
o
que
hace
posible
un
retorno
al
fin
sexual
reprimido.
Esta
circunstancia
explica
el
que
la
neurosis
haga
asocial
al
individuo,
extrayéndole
de
las
formaciones
colectivas
habituales.
Puede
decirse
que
la
neurosis
es,
para
las
multitudes,
un
factor
de
disgregación
en
el
mismo
grado
que
el
amor.
Así,
observamos
inversamente
que
siempre
que
se
manifiesta
una
enérgica
tendencia
a la
formación
colectiva
se
atenúan
las
neurosis
e
incluso
llegan
a
desaparecer,
por
lo
menos
durante
algún
tiempo.
Se
ha
intentado,
pues,
justificadamente,
utilizar
con
un
fin
terapéutico
esta
oposición
entre
la
neurosis
y la
formación
colectiva.
Incluso
aquellos
que
no
lamentan
la
desaparición
de
las
ilusiones
religiosas
en
el
mundo
civilizado
moderno
convendrán
en
que
mientras
tales
ilusiones
conservaron
su
fuerza,
constituyeron,
para
los
que
vivían
bajo
su
dominio,
la
más
enérgica
protección
contra
el
peligro
de
la
neurosis.
No
es
tampoco
difícil
reconocer
en
todas
las
adhesiones
a
sectas
o
comunidades
místicorreligiosas
o
filosóficomísticas,
la
manifestación
del
deseo
de
hallar
un
remedio
indirecto
contra
diversas
neurosis.
Todo
esto
se
relaciona
con
la
oposición
entre
tendencias
sexuales
directas
y
tendencias
sexuales
coartadas
en
su
fin.
Abandonado
a sí
mismo,
el
neurótico
se
ve
obligado
a
sustituir
las
grandes
formaciones
colectivas,
de
las
que
se
halla
excluído,
por
sus
propias
formaciones
sintomáticas.
Se
crea
su
propio
mundo
imaginario,
su
religión
y su
sistema
de
delirio
y
reproduce
así
las
instituciones
de
la
humanidad
en
un
aspecto
desfigurado,
que
delata
la
poderosa
contribución
aportada
por
las
tendencias
sexuales
directas.
E.-
Antes
de
terminar,
esbozaremos,
situándonos
en
el
punto
de
vista
de
la
libido,
un
cuadro
comparativo
de
los
diversos
estados
de
que
nos
hemos
ocupado:
el
enamoramiento,
la
hipnosis,
la
formación
colectiva
y la
neurosis.
El
enamoramiento
reposa
en
la
coexistencia
de
tendencias
sexuales
directas
y
tendencias
sexuales
coartadas
en
su
fin,
atrayendo
a sí
el
objeto
una
parte
de
la
libido
narcisista
del
Yo.
En
este
estado
no
caben
sino
el
Yo y
el
objeto.
La
hipnosis
comparte
con
el
enamoramiento
la
limitación
a
tales
dos
personas
-el
objeto
y el
Yo-
pero
reposa
totalmente
en
tendencias
sexuales
coartadas
en
su
fin
y
coloca
el
objeto
en
el
lugar
del
ideal
del
Yo.
La
masa
multiplica
este
proceso,
coincide
con
la
hipnosis
en
la
naturaleza
de
los
instintos
que
mantienen
su
cohesión
y en
la
sustitución
del
ideal
del
Yo
por
el
objeto,
pero
agrega
a
ello
la
identificación
con
otros
individuos,
facilitada,
quizá,
primitivamente,
por
la
igualdad
de
la
actitud
con
respecto
al
objeto.
Estos
dos
últimos
estados,
la
hipnosis
y la
formación
colectiva
son
residuos
hereditarios
de
la
filogénesis
de
la
libido
humana;
la
hipnosis
habría
subsistido
como
disposición,
y la
masa,
además,
como
supervivencia
directa.
La
sustitución
de
las
tendencias
sexuales
directas
por
las
coartadas
favorece
en
estos
dos
estados,
la
separación
entre
el
Yo y
el
ideal
del
Yo,
separación
que
se
inició
ya
en
el
enamoramiento.
La
neurosis
se
separa
de
esta
serie.
También
ella
reposa
en
una
particularidad
de
la
evolución
de
la
libido
humana:
en
la
doble
articulación
de
la
función
sexual
directa,
interrumpida
por
el
período
de
latencia.
En
este
aspecto,
comparte
con
la
hipnosis
y la
formación
colectiva
el
carácter
regresivo,
del
que
carece
el
enamoramiento.
Se
produce
siempre
que
el
paso
de
los
instintos
sexuales
directos
a
los
instintos
sexuales
coartados
no
ha
podido
efectuarse
totalmente,
y
corresponde
a un
conflicto
entre
los
instintos
acogidos
en
el
Yo
que
han
efectuado
tal
evolución
y
las
fracciones
de
dichos
mismos
instintos
que
desde
lo
inconsciente
reprimido
-y
al
igual
de
otros
movimientos
instintivos
totalmente
reprimidos-
tienden
a su
satisfacción
directa.
La
neurosis
posee
un
contenido
muy
rico,
pues
entraña
todas
las
relaciones
posibles
entre
el
Yo y
el
objeto,
tanto
aquellas
en
las
que
el
objeto
es
conservado
como
aquellas
en
las
que
es
abandonado
o
erigido
en
el
Yo,
y
por
otro
lado,
las
relaciones
emanadas
de
conflictos
entre
el
Yo y
el
ideal
del
Yo. |