Sin magia para
vivir
Uno de los motivos
por los cuales
rechazamos el
altiplano, estriba
en que allá se cree
en la magia, y
nosotros aquí en
Buenos Aires, ya no
creemos en ella.
Somos
extraordinariamente
realistas y
prácticos, por
cuanto creemos en la
realidad.
¿Y qué es realidad
para nosotros? Pues
eso que se da
delante de uno: las
calles, las paredes,
los edificios, el
río, la motaña o la
llanura. Todo esto
no se puede
modificar, porque no
puedo cambiar de
lugar una casa, ni
alterar la
orientación de una
calle, ni puedo
traspasar
diagonalmente una
manzana para llegar
a mi hogar, ya que
mi cuerpo es mucho
más endeble que las
paredes. La realidad
indudablemente se
impone porque es
dura, inflexible y
lógica. Más aún, es
una especie de punto
de referencia para
nuestra vida,
porque, cuando
andamos mucho en las
nubes, viene una
persona práctica y
nos dice: "hay que
estar en la
realidad".
Y si no lo hacemos,
se nos invoca la
ciencia. Ella es la
teoría que da una
rara concreción a la
realidad de tal modo
que, no sólo ésta se
refiere a las
paredes y a las
piedras, sino
también a otros
órdenes. Hay una
ciencia económica
para nuestros
sueldos, otra para
la política, otra
para nuestras
aspiraciones
profesionales, otra
para nuestros
impulsos. Y todo es
realidad, aunque
"científica". La
realidad es entonces
como un mar de
plomo, que abarca un
sin fin de sectores,
y en el cual debemos
desplazarnos con
cuidado.
Pero un día estamos
tranquilos en
nuestra casa, y
viene un amigo y nos
trae la noticia de
que en la esquina
hay un plato
volador. ¿Y nosotros
qué decimos? Pues
ver para creer. De
inmediato pensamos
salir corriendo,
claro está doblando
prudentemente las
esquinas para llegar
al lugar donde se
depositó el extraño
artefacto. Ahí lo
veremos, y
luegocreeremos. La
realidad coincide
con las cosas que se
ven.
Pero podría ocurrir
que no saliéramos
corriendo, y le
dijéramos a nuestro
amigo: "¿Me vas a
hacer creer que se
trata de un plato
volador?" Y el amigo
nos respondiera:
"Todo el mundo lo
dice". Es curioso,
ya lo dijimos, por
una parte yo le hago
notar al amigo que
él me tiene que
hacer creer, y por
la otra, él se
confabula con todo
el mundo, o sea con
los seis millones de
habitantes de Buenos
Aires, para que yo
le crea. Y esto ya
no es ver creer,
sino al revés: creer
para ver. A veces
tengo que ver la
realidad para creer
en ella, otras veces
tengo que creer en
la realidad para
verla. Por una parte
quiero ver milagros
para cambiar mi fe,
y, por la otra,
quiero cambiar mi fe
para ver milagros.
Por eso, podemos
creer en la realidad
y en la ciencia,
pero nos fascina que
un hechicero del
norte argentino haga
saltar el fuego del
fogón, para hacerlo
correr por la
habitación. También
nos fascina que en
Srinagar, en la
India, algún guru o
maestro realice la
prueba de la cuerda,
consistente en
hacerla erguir en el
espacio y en obligar
a ascender por ella
a un niño, quien
probablemente nunca
más volverá a
descender. Y también
nos fascinan los
malabaristas en el
teatro, porque hacen
aparecer o
desaparecer cosas, o
seccionan a un ser
humano en dos
partes, y luego las
vuelven a pegar sin
más. ¿Y qué nos
fascina en todo
esto? Pues que la
realidad se
modifica. ¿Y en qué
quedó el carácter
inflexible, duro,
lógico y científico
de la realidad?
Mientras escribo
estas líneas veo por
mi ventana un árbol.
Este pertenece a la
dura realidad. ¿Si
yo me muero, el
árbol quedará ahí?
No cabe ninguna
duda. ¿Pero no
podría pasarle al
árbol lo que a
nosotros, cuando
muere un familiar
querido? ¿En este
caso qué lamentamos
más: la ausencia
definitiva del
familiar, o más bien
la hermosa opinión
que él tenía de
nosotros? ¿Le pasará
lo mismo al árbol?
Yo siempre lo he
visto hermoso, y mi
vecino, quien es muy
práctico, ya no lo
verá asi. Cuando yo
muera, morirá mi
opinión sobre el
árbol, y el árbol se
pondrá muy triste y
se morirá también.
¿Pero no habíamos
dicho que la
realidad es dura,
flexible y lógica?
Así lo dicen los
devotos de la
ciencia. Pero a mí
nadie me saca la
sospecha de que los
árboles no obstante
piensan y sienten.
Porque ¿qué es la
ciencia? No es más
que el invento de
los débiles que
siempre necesitan
una dura realidad
ante sí, llena de
fórmulas matemáticas
y deberes impuestos,
sólo porque tienen
miedo de que un
árbol los salude
alguna mañana cuando
van al trabajo. Un
árbol que dialoga
seria la puerta
abierta al espanto y
nosotros queremos
estar tranquilos, y
dialogar con
nuestros prójimos y
con nadie más.
Evidentemente no
creemos en la magia,
no sólo porque
tengamos una firme
convicción de la
dureza de la
realidad, sino ante
todo porque
necesitamos
llevarnos bien con 6
millones de prójimos
encerrados en la
ciudad de Buenos
Aires. Y para ello
es preciso poner en
vereda a los árboles
con su lenguaje
monstruoso y creer
en la dura,
inflexible y lógica
realidad. (*)
(*) Fuente: Rodolfo
Kusch, Obras
completas(vl),
Indios, porteños y
dioses, Buenos
Aires, Editorial
Fundación Ross.
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Cuando se viaja
desde Abra Pampa
Encontrar al otro:
persona, ambiente o
situación conlleva
un desafío, una
apuesta, un temor.
Requiere un planteo
y una reubicación,
un salto hacia. Un
asalto al prejuicio
para romper con los
patrones conocidos.
Exige un dar y un
asumirse
desinteresadamente.
De esta manera,
Temakel se interna
en la reflexión que
el filósofo y
americanista Rodolfo
Kusch entrega luego
de unos momentos
compartidos con
Mamaní, un viejito
de la puna.
Tras un viaje
elíptico que
emprende para
combatir la
diferencia burda: la
que infiltra entre
él -Mamaní- y
nosotros una cierta
evolución en el
tiempo que nos
distancia
considerablemente,
Kusch se asoma al
“ucamau mundajja”,
al fondo común de
las cosas. Al
misterio de una
misión que
desconocemos: a
reconocer nada menos
que la duda del por
qué se ha venido al
mundo.
Andrés Manrique
Cuando se viaja
desde Abra Pampa
hacia el Oeste se
sigue un largo
camino que sube una
lomada y de pronto
se topa uno con el
pueblo de Cochinoca.
Las casas se
desparraman a lo
largo de un cerro y
entre ellas aparecen
las iglesias. Hacia
el fondo se extiende
un llano y a lo
lejos se levantan
las lomadas de la
puna.
Cuando se llega se
encuentra uno con
gestos de sorpresa y
el típico recelo con
que es recibido el
forastero. Cuando
pudimos lograr
alguna comunicación
nos llevaron a
recorrer el pueblo.
Supimos así de la
proximidad de la
fiesta de Santa
Bárbara, de la
migración de sus
habitantes, de la
penuria de reunir el
agua durante el año
y de muchas cosas
más.
Por supuesto, cuando
nos disponíamos a
volver hubo que
llevar gente a Abra
Pampa. Así conocimos
a Mamaní, un viejito
flaco, de piel
arrugada, vestido
con sombrero y traje
y gestos vitales y
rápidos. Nos había
dicho que iba a
llevar un bultito y
cuando vino trajo
dos corderos
cuarteados para
venderlos en Abra
Pampa.
En el camino
hablamos de
adivinación.
Sospeché que
conocería algo de
adivinación
boliviana, pero el
viejito se escurría
con toda habilidad.
Se diría que
desconfiaba de
nosotros.
Cuando llegamos a
Abra Pampa lo
dejamos en el
mercado. Luego lo
vimos una vez más,
caminaba con gesto
apesadumbrado. Me
quedó la
preocupación sobre
lo que le pudo haber
ocurrido, quizá
algún desencuentro,
o alguna mala venta.
Un hombrecito como
Mamaní daba la idea
de lo que es una
vida atrapada por la
puna. Seguramente
tendría una manada
de corderos, viviría
en una casa de adobe
donde haría sus
rituales
propiciatorios y se
tomaría al fin de la
semana algunos
vinos.
Cuando volvíamos
rumbo al sur
pensamos qué
significa vivir en
América. O mejor se
trata de preguntar
algo más. Decir que
vivimos en América
el viejito y yo
sería demasiado
superficial. La
pregunta iría a algo
más profundo, ¿qué
había de común entre
la vida de ese
viejito y la mía? Si
analizamos su vida
que consiste sólo en
llevar el cordero
cuarteado para
vender o en llamarse
Mamaní, o en habitar
desde hace tiempo en
Cochinoca,
evidentemente no
habría nada en
común. Al fin y al
cabo, yo vivo en la
ciudad, me dedico a
escribir, soy
profesor y vivo en
una casa de
ladrillos, no tengo
nada que ver con
Mamaní. Es más,
infiltramos entre él
y nosotros una
cierta evolución en
el tiempo que nos
distancia
considerablemente.
Hacia nosotros crece
la civilización y
hacia Mamaní
decrece, y en el
medio se dan varios
siglos de heroicos
inventos y de
grandes conquistas
logradas por la
humanidad.
Pero aunque nos
cuenten todo eso no
puedo evitar la
intuición de que
entre el viejito y
yo hay algo en
común. Para
encontrar esto habrá
que dejar de lado
los esquemas y las
ideas hechas y obrar
un poco como hace el
filósofo: seguir la
intuición para
lograr el cabo de
una reflexión,
seguramente
incómoda, lo que hay
de común entre
ambos. En suma, ¿qué
es eso de vivir los
dos en América y qué
tenemos en común? Si
con la primera
pregunta me refiero
a un simple
episodio, con la
segunda trato de
encontrar el sentido
mismo de la vida que
va más allá de
América.
Claro que no se
trata del estilo de
vivir porque en ese
sentido se puede
pensar que vivir es
otra cosa. Si fuera
por el estilo,
creemos que lo hay
en Jujuy o en Buenos
Aires. Ahí, en cada
esquina tenemos una
cigarrería, un
almacén, vamos al
cine, al concierto y
nos bañamos con
frecuencia.
Por ese lado
perdemos a Mamaní.
Pero ¿en qué queda
entonces la
intuición de que
entre él y uno mismo
hay algo en común?
Preguntar así
significa entrar en
el secreto mismo de
la vida, ya no en
América sino en
general. Pero aquí
entramos en las
tinieblas ¿sabemos
acaso qué es vivir?
Vivir es una
condición atávica
condicionada por
milenios de vida de
la humanidad pero
que no conocemos.
¿Lo sabrá Mamaní?
Puede ser.
Recuerdo un brujito
muy simpático que en
Tihuanaco me había
realizado varios
rituales
propiciatorios tal
como hacen los
aymarás. Mi
impaciencia
ciudadana me hacía
preguntarle por qué
hacía tal cosa y por
qué hacía tal otra.
Al principio me
contestaba fabulando
motivaciones en las
cuales él no creía
pero como yo
insistía, se limitó
a decir en aymará
“ucamau mundajja”:
“el mundo así es”.
Decir “así es el
mundo” significaba
abstenerse de
encontrar causas.
Pero significa
también haber
perdido la
impaciencia y
aceptar la realidad
en su verdadera
constitución.
Pensemos que el
mundo moderno no
está muy lejos de
esa misma actitud.
Cuando la física
moderna descubrió
que no podían
determinarse las
causas de los
fenómenos, los
científicos se
limitaron a la
simple descripción
de los mimos. Es una
forma de decir “así
es” al fenómeno
físico. Pero claro
está que si
empleamos el término
“así es” para
determinar lo que
hay de común entre
Mamaní y uno mismo,
no significa que
estemos diciendo
algo. Pero he aquí
el problema ¿podemos
decir algo de lo que
hay en común?
Juzgamos la vida un
poco por lo que ella
manifiesta. Si
Mamaní hubiera
tocado el erque en
Cochinoca nos habría
llamado la atención
ya que en la gran
ciudad eso no se
hace, pero tampoco
en Cochinoca se
daría un concierto
de violín.
Decir que la vida es
esto o aquello
encierra un margen
de miedo. ¿Será que
el vivir mismo se da
antes que el gesto,
en un área
misteriosa? Si se da
en el misterio no
sabremos qué decir,
y si no sabemos qué
decir entramos en el
silencio. Detrás del
gesto, del erque,
del violín, y aún de
la palabra está el
silencio y en ese
silencio se abre un
largo camino que se
interna en el
misterio. Ahí no
cabe otra cosa que
decir “así es” y
decir así, es una
explicación por el
silencio. ¿Y nada
más? Pues le parece
poco. Decir “así es”
es aceptar el
misterio del vivir
mismo y hacer esto
es reconocer nada
menos que la duda
del por qué se ha
venido al mundo. Es
el misterio de una
misión que no
conocemos, pero
tomando la palabra
“misterio” en el
sentido griego, como
mystés, el guía, que
nos lleva por
corredores ignotos.
La noche oscura de
San Juan de la Cruz,
o la tortura
filosófica de
enfrentar un
silencio donde nada
determinamos.
Pero ahí mismo se
adivina esa
comunidad de estar
todos en lo mismo,
donde yo y Mamaní
nos fundimos. Es el
milagro de estar,
antes de ser. El
fondo común antes de
que yo me llame
Kusch y el
hombrecito Mamaní.
Es un área no
pensada e imposible
de pensar. El
silencio en suma y
detrás del silencio
quizá un símbolo:
quizá los dedos de
la divinidad, la
misma que estuvo
arrugando los
cerros: una vida
realmente en común,
la mía, la del
viejito y la de la
puna, y todos en
silencio. (*)
(*) Fuente: Artículo
publicado por
primera vez en San
Salvador de Jujuy,
el 25 de junio de
1988, en edición
controlada por Salma
Haidar. Reeditado
por la revista
KIWICHA CULTURAL DEL
MUNDO ANDINO, Año 2,
n° 10: julio-agosto
1996.
(*) Gunter Rodolfo
Kusch nació en la
ciudad de Buenos
Aires el 25 de junio
de 1922. Egresó de
la Facultad de
Filosofía y Letras
de Buenos Aires en
1948 con el título
de profesor de
Enseñanza
Secundaria, normal y
especial en
Filosofía. Desde
temprano, abocó sus
estudios a los
problemas de los
aborígenes
americanos, tema al
que le dedicó su
vida. Vivió sus
últimos años en
Maimará, lugar desde
el que se despidió
el 30 de septiembre
de 1979.
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La salida del
indio
En Buenos Aires
siempre queremos
andar bien con la
gente. Por eso
siempre tratamos de
mantener un
comportamiento
armónico, ya lo
dijimos. Cuidamos
esmeradamente no
decir una palabra
demás, ni exagerar
los gestos, ni
gritar y menos
insultar. Hasta
procuramos
equilibrar nuestro
aspecto y cuidamos
el traje, combinamos
bien el color de la
corbata con el de la
camisa, nos peinamos
sin exagerar
mayormente la onda
del pelo y siempre
nos afeitamos.
Evidentemente,
tratamos de que
nunca se rompa ni el
equilibrio de
nuestro aspecto
físico ni el de
nuestro carácter,
cuando tratamos con
el prójimo.
Pero esto tiene su
límite. A veces las
situaciones pueden
ser francamente
desfavorables y
entonces las
modificamos
bruscamente con una
palabra o con un
gesto. Y en ese
momento, alguien, un
observador sereno,
dirá por nosotros:
Le salió el indio.
Esto del indio es
curioso. Porque nada
tenemos que ver con
él. Por ningún lado
vemos indios, ni
siquiera en nuestro
pasado histórico, ya
que nuestra
nacionalidad, como
nos han enseñado, se
hizo desplazando al
indio. Mucho más
simpático nos
resulta el gaucho,
quien, también según
nuestros manuales,
se confabula con
nuestra historia,
para dar este país
que ahora tenemos,
con su Buenos Aires
y el resto.
Pero un día
compramos una
heladera eléctrica y
viene un vecino y se
dispone a revisarla.
Toleramos con
paciencia la
intromisión del
otro. Pero nos
molesta que alguien
ajeno a la casa se
tome confianza.
Nuestra casa, lo
vimos, donde está la
vieja o la familia,
es sagrada pa’ mí. Y
cuando vemos que las
manos del mismo
desarman alguna
parte delicada del
aparato, entonces,
súbitamente, lo
sacamos a empujones
de nuestra casa,
diciendo: "Mándese a
mudar. A esta
heladera no la
toca". ¿Por qué?
¿También es sagrada
igual que la vieja?
En parte. ¿Y qué
pasó? Pues que nos
salió el indio,
precisamente para
defender algo que es
casi sagrado pa’ mí.
¿Será entonces que
escondemos adentro
un indio que entra
en funcionamiento
para imponer o
dictaminar lo que es
sagrado pa’ mí? ¿Y
por qué? Seguramente
porque en este siglo
XX nos han enseñado,
ya con las primeras
letras, que no hay
cosas sagradas, y
como nosotros, en
los más íntimo no
creemos en ese
escamoteo, entonces
nos hemos inventado
un indio que atrapa
afuera, y siempre
por la fuerza, las
cosas sagradas pa’
mí, aunque se trate
de una heladera.
Pero tenemos otra
expresión que
complementa a la
anterior. Es la que
se refiere a un
andar como bola sin
manija, en el
sentido de andar
perdido, sin control
y sin saber qué
hacer. La manija en
cuestión es la
pequeña bola, con la
cual se manejaban
las otras dos, más
grandes, de las
boleadoras
indígenas. Pero en
el lenguaje actual,
significa además un
utensilio insertado
a veces en una rueda
y del cual depende
el funcionamiento de
una máquina.
Entonces andar como
bola sin manija
significa andar sin
un centro que sirva
de referencia y
causa motriz.
¿Y no será que
aquello de salir el
indio, se refiere a
tomar la manija de
una situación, de
imponer un centro en
el mundo de afuera,
pero vinculado
estrechamente a eso
que llevamos
adentro, con las
cosas sagradas pa’mí?
Precisamente, cuando
eché a mi vecino,
porque éste estaba
manoseando mi
heladera recién
comprada, no hice
otra cosa que
retomar la manija de
la situación,
imponiendo mi propio
centro en ese
pequeño y mísero
reino pa’ mí, lleno
de cosas sagradas,
cuyo límite va de la
pared medianera del
fondo, hasta la
puerta cancel, y en
el cual están los
muebles, el
televisor, la
heladera, mi mujer,
mis hijos, el perro,
y, por sobre todo,
mi vieja.
Indudablemente en
esa salida del
indio, no se trata
del indio histórico,
sino de una
referencia a una
fuerza que empuja,
desde muy adentro de
nosotros, quizá del
inconsciente mismo,
para irrumpir
súbitamente afuera,
y mostrar al fin lo
que siempre quisimos
hacer notar. Indio,
en ese sentido, se
asocia a fuerza
bárbara ignota, que
modifica cualquier
reserva o pulcritud
que pretendamos
mantener ante el
prójimo. Es, en
suma, el símbolo de
una salida brusca
desde nuestra
interioridad hacia
el mundo de afuera.
¿Y de dónde proviene
esta urgencia de
salir con brusquedad
para liberar
fuerzas, casi como
si el agua rebasara
un dique e inundara
un valle? Porque el
indio histórico,
según parece, nunca
tuvo que salir de sí
mismo, sino que
siempre se daba
afuera. Ahí
encontraba en algún
árbol, en alguna
piedra, o en alguna
montaña, un vestigio
de algún mundo
sagrado que le
servía para ganar la
seguridad en sí
mismo.
Pero un árbol, una
piedra o una montaña
son para nosotros,
simples objetos, los
cuales, de ninguna
manera, estarán
vinculados con el
mundo sagrado. Es
peor, no creemos que
haya en el mundo
nada sagrado, porque
un árbol servirá
para hacer leña, una
piedra para hacer
casas y una montaña
para hacer
alpinismo. Y sólo
hay cosas sagradas,
pero únicamente pa’
mí y siempre a
espaldas de los ocho
millones de
habitantes de Buenos
Aires.
La diferencia es
clara. El indio
encontraba, en
cualquier punto del
mundo exterior, algo
que le hacía sentir
que él estaba en la
morada de los
dioses. Nosotros, en
cambio, hemos
reducido ese mundo
apenas a las cuatro
cosas que tenemos en
casa, y aun en éste
debemos imponer toda
la fuerza para
tornarlo sagrado.
Mientras al indio
nada costaba creer
que en el árbol
subían y bajaban los
dioses, nosotros en
cambio no sólo lo
convertimos en leña,
sino que además no
creemos que los
dioses se anden
columpiando en él.
Por otra parte,
pensamos, que el
indio siempre tenía
que pedir a los
dioses su pan y su
vida, nosotros no
pedimos ni pan ni
vida, sino que
compramos. Siempre
habrá una moneda con
la cual podamos
salir del paso, aquí
en Buenos Aires.
Pero hay más. El
indio no se
resignaba a ver
únicamente cómo se
descolgaban los
dioses de los
arbolitos, sino que
también dividía su
imperio en cuatro
zonas y situaba en
el centro la
ciudad-ombligo, a
través de la cual se
mantenía en contacto
con la divinidad
mayor. Además todos
los caminos y todos
los ríos y todas las
montañas decían algo
al hombre, y el
hombre ante ellos
decía algo a los
dioses.
¿Y nosotros? Pues
ahí andamos mirando
las fotografías de
algún familiar en
nuestra casa, o
alguna estampa
religiosa, algún
recuerdo traído de
algún viaje. Y nada
más. Más allá todo
es profano. Porque
afuera, el mundo
está vacío. En vez
de los dioses están
las cosas, y con
éstas ya no se
habla, sino que se
las compra. Así
compramos también
con el turismo la
posibilidad de ver
un río o una
montaña. Así
compramos nuestra
respetabilidad y así
compramos el traje
nuevo para no andar
rotosos.
Indudablemente el
indio tira un pedazo
de su humanidad
afuera y le llama
sagrado, mientras
que nosotros
convertimos eso que
está afuera en un
pozo, pero con una
rígida estantería,
ordenada a la manera
de un comercio
chico, con todo
clasificado, y donde
nada tiene algo que
ver con nosotros, a
no ser que tengamos
dinero para
comprarlo. Así lo
exige el siglo XX y
ese es el sentido de
la civilización, una
herencia de la
enciclopedia
francesa.
Pero nos sale el
indio. ¿Para qué?
¿Será para
contrariar este
siglo XX? ¿Será para
restituir afuera en
el mundo exterior
nuestro propio
recinto sagrado,
sólo para ver a los
dioses columpiarse
en los árboles?
Porque ¿qué decimos
cuando usamos el
término canchero? ¿Canchero
en dónde? No será en
la cancha de fútbol,
sino en la cancha
sagrada, como si uno
extendiera el
recinto sagrado de
su pa’ mí hacia
fuera, casi a la
manera de una cancha
de fútbol, pero de
un club que es uno
mismo, mejor aún,
uno mismo convertido
en empresario de
espectáculos
futbolísticos para
mostrar su capacidad
de gambetear la
vida, y de mover la
admiración del
prójimo, pero
reducido éste a
simple mersa o
grasas, del cual uno
se compadece con
aquello de pobre de
él. Canchero
significa
aventurarse a
dominar el mundo
exterior, pero con
el fin de
encandilarlos o
dejarlos locos a
todos, casi como si
uno se vengara de la
gente.
Siendo así, no cabe
duda que no sólo nos
sale el indio, sino
que también hacemos
como él. Porque qué
manera de tirar
trozos de la propia
humanidad afuera, de
babosear el duro
mundo con todo lo
viviente que uno es,
y hasta con ciertas
ganas, bastante
sospechosas, de ver
afuera también –como
lo veía el indio- un
imperio de cuatro
zonas y un centro
siempre accesible,
aunque sólo se llame
barrio norte y
barrio sur y un
Centro poblado de
cines y mujeres bien
vestidas.
Pero es inútil.
Aunque nos salga el
indio, aunque nos
hagamos los
cancheros, en
nuestro siglo XX
apenas pasaremos de
poner míseramente
nuestra heladera,
sagrada pa’ mí, en
el patio, para que
el vecino se muera
de envidia al ver
nuestra cancha
sagrada, nuestro pa’
mí enriquecido con
las cuatro cosas que
conseguimos a fuerza
de créditos en
nuestra buena
ciudad. Nunca nos
saldrá un imperio de
cuatro zonas, sino
apenas un indio que
no somos, y al cual
en el fondo tenemos
miedo y asco, pero
con el cual,
querramos o no,
estamos
comprometidos.
Pero aún así se
trata de una
humanidad que se nos
sale míseramente con
el indio para
imponer una verdad.
Una humanidad que en
definitiva fuimos
escondiendo para
ganar nuestro buen
lugarcito en la
ciudad. El siglo XX
es el siglo de las
grandes ciudades, y
éstas siempre se
formaron tapando una
humanidad que, al
fin, sale en forma
de indio. Y no es
difícil pensar que
también al
neoyorquino o al
parisiense le podría
salir el indio.
Cuántos andarán como
bola sin manija en
Nueva York y en
París, y querrían
tomar la manija de
una situación y
poner su propio
centro afuera y que
no sea sólo el
Centro de los cines
y las mujeres bien
vestidas. Se trata,
en suma, de que
salga un margen de
vida que ha quedado
en receso, y que
busca, en alguna
manera, integrarse
con esa otra vida
que se gasta afuera.
Y lo sagrado es, en
fin, eso que los
otros no ven y que
es pa’ mí porque
está oculto.
Seguramente debe
haber una ley, como
de compensación,
según la cual
siempre tendrá que
salir el indio para
echar algún vecino
en cualquier lugar
del mundo.
Porque ¿qué hizo
Napoleón cuando
ocupó a Europa? Qué
manera de salir esa
vida en receso, ese
indio a Francia e
imponer la cancha
sagrada
perentoriamente. Y
pensar que todo esto
era para ver todo
otra vez como
sagrado pa’ mí, pero
un pa’ mí francés
con su centro en la
Ciudad Luz.
Ya lo dijo Hegel, la
historia restablece
la pura vida de los
individuos. En este
sentido qué porteña
parece la historia
universal. Todos con
su indio salido,
porque se ahogaba el
pa’ mí, acorralado
en un mundo vacío,
lleno de
estanterías, sin
dioses, ni árboles
que les sirvieran
para atar el
columpio.
Se trata al fin de
cuentas de la
grandiosidad y de la
miseria de ser
hombres, aunque se
llamen Napoleón o
porteños, ambos
poniendo un poco
grotescamente la
heladera en el patio
para que venga el
vecino, y tengan,
después, que sacar
el indio para
echarlo.
Pero lo curioso es
que siempre se
encierre al indio o
se simule ser un
canchero. ¿Tendrán
algo que ver en esto
las heladeras? Al
fin y al cabo Gardel
no las tenía y qué
bien le salía el
indio y con qué
cancha. El juntaba
indio y cancha.
Realmente, si
Napoleón lo hubiera
conocido, quizá
habría hecho otras
cosas allá en
Europa.
¿Decimos una gran
herejía? De ningún
modo. Porque no
podríamos vivir si
no contamináramos, a
lo indio, la
realidad, o la
ciudad o la historia
o la simple pared
que vemos delante,
con la vida que
llevamos adentro.
Vestimos un poco el
mundo cuando vemos a
Napoleón como un
simple vecino que
rezonga porque le
tiramos la basura
por sobre la pared
medianera. ¿No es
ese el mecanismo
real de toda vida?
Ya lo dijimos, la
salida de nuestro
recinto sagrado del
pa’ mí, no consiste
sino en babosear lo
que está afuera.
Lástima grande que
nuestra forma de
babosear nunca
coincida, por
ejemplo, con lo que
todos debemos pensar
de Napoleón.
Pero seguimos en la
brecha. Debe ser
obra del indio que
se nos sale a pasear
a pesar nuestro, y
lo hace para buscar
cosas sagradas.
Gracias a él
escamoteamos a los
otros la ciudad, la
historia y nuestro
folklore ciudadano,
para crearnos un
Buenos Aires y una
historia pa’mí, y
una épica de ese
mismo pa’ mí a
través del fútbol,
el tango y el Martín
Fierro.
* Publicado en el
libro DE LA MALA
VIDA PORTEÑA (A.
Peña Lillo Editor,
Buenos Aires/1966) |