No vengo a
hablaros en
nombre de la
Universidad
de México,
no sólo
porque no me
ha conferido
ella su
representación
para actos
públicos,
sino porque
no me
atrevería a
hacerla
responsable
de las ideas
que
expondré. Y
sin embargo,
debo
comenzar
hablando
largamente
de México
porque aquel
país, que
conozco
tanto como
mi Santo
Domingo, me
servirá como
caso
ejemplar
para mi
tesis. Está
México ahora
en uno de
los momentos
activos de
su vida
nacional,
momento de
crisis y de
creación.
Está
haciendo la
crítica de
su vida
pasada; está
investigando
qué
corrientes
de su
formidable
tradición lo
arrastran
hacia
escollos al
parecer
insuperables
y qué
fuerzas
serían
capaces de
empujarlo
hacia puerto
seguro. Y
México está
creando su
vida nueva,
afirmando su
carácter
propio,
declarándose
apto para
fundar su
tipo de
civilización.
Advertiréis
que no os
hablo de
México como
país joven,
según es
costumbre al
hablar de
nuestra
América,
sino como
país de
formidable
tradición,
porque bajo
la
organización
española
persistió la
herencia
indígena,
aunque
empobrecida.
México es el
único país
del Nuevo
Mundo donde
hay
tradición,
larga,
perdurable,
nunca rota,
para todas
las cosas,
para toda
especie de
actividades:
para la
industria
minera tomo
para los
tejidos,
para el
cultivo de
la
astronomía
como para el
cultivo de
las letras
clásicas,
para la
pintura como
para la
música.
Aquél de
vosotros que
haya
visitado una
de las
exposiciones
de arte
popular que
empiezan a
convertirse,
para México,
en benéfica
costumbre,
aquél podrá
decir qué
variedad de
tradiciones
encontró
allí
representadas,
por ejemplo,
en cerámica:
la de
Puebla,
donde toma
carácter del
Nuevo Mundo
la loza de
Talavera; la
de
Teotihuacán,
donde
figuras
primitivas
se dibujan
en blanco
sobre negro;
la de
Guanajuato,
donde el
rojo y el
verde juegan
sobre fondo
amarillo,
como en el
paisaje de
la región;
la de
Aguascalientes,
de
ornamentación
vegetal en
blanco o
negro sobre
rojo oscuro;
la de
Oaxaca,
donde la
mariposa
azul y la
flor
amarilla
surgen, como
de entre las
manchas del
cacao, sobre
la tierra
blanca; la
de Jalisco,
donde el
bosque
tropical
pone sobre
el fértil
barro nativo
toda su
riqueza de
líneas y su
pujanza de
color. Y
aquél de
vosotros que
haya
visitado las
ciudades
antiguas de
México,
—Puebla,
Querétaro,
Oaxaca,
Morelia,
Mérida,
León—, aquél
podrá decir
cómo parecen
hermanas, no
hijas, de
las
españolas:
porque las
ciudades
españolas,
salvo las
extremadamente
arcaicas,
como Avila y
Toledo, no
tienen
aspecto
medioeval
sino el
aspecto que
les dieron
los siglos
XVI a XVIII,
cuando
precisamente
se
edificaban
las viejas
ciudades
mexicanas.
La capital,
en fin, la
triple
México
—azteca,
colonial,
independiente—,
es el
símbolo de
la continua
lucha y de
los
ocasionales
equilibrios
entre añejas
tradiciones
y nuevos
impulsos,
conflicto y
armonía que
dan carácter
a cien años
de vida
mexicana.
Y de ahí que
México, a
pesar de
cuanto
tiende a
descivilizarlo,
a pesar de
las
espantosas
conmociones
que lo
sacuden y
revuelven
hasta los
cimientos,
en largos
trechos de
su historia,
posea en su
pasado y en
su presente
con qué
crear o—tal
vez más
exactamente—con
qué
continuar y
ensanchar
una vida y
una cultura
que son
peculiares,
únicas,
suyas
Esta empresa
de
civilización
no es, pues,
absurda,
como lo
parecería a
los ojos de
aquellos que
no conocen a
México sino
a través de
la
interesada
difamación
del
cinematógrafo
y del
telégrafo;
no es
caprichosa,
no es mero
deseo de
Jouer à
l’autochtone,
según la
opinión
escéptica.
No: lo
autóctono,
en México,
es una
realidad; y
lo autóctono
no es
solamente la
raza
indígena,
con su
formidable
dominio
sobre todas
las
actividades
del país, la
raza de
Morelos y de
Juárez, de
Altamirano y
de Ignacio
Ramírez:
autóctono es
eso, pero lo
es también
el carácter
peculiar que
toda cosa
española
asume en
México desde
los
comienzos de
la era
colonial,
así la
arquitectura
barroca en
manos de los
artistas de
Taxco o de
Tepozotlán
como la
comedia de
Lope y Tirso
en manos de
Don Juan
Ruiz de
Alarcón.
Con
fundamentos
tales,
México sabe
qué
instrumentos
ha de
emplear para
la obra en
que está
empeñado; y
esos
instrumentos
son la
cultura y el
nacionalismo.
Pero la
cultura y el
nacionalismo
no los
entiende,
por dicha, a
la manera
del siglo
XIX. No se
piensa en la
cultura
reinante en
la era del
capital
disfrazado
de
liberalismo,
cultura de
diletantes
exclusivistas,
huerto
cerrado
donde se
cultivaban
flores
artificiales,
torre de
marfil donde
se guardaba
la ciencia
muerta, como
en los
museos. Se
piensa en la
cultura
social,
ofrecida y
dada
realmente a
todos y
fundada en
el trabajo:
aprender no
es sólo
aprender a
conocer sino
igualmente
aprender a
hacer. No
debe haber
alta
cultura,
porque será
falsa y
efímera,
donde no
haya cultura
popular. Y
no se piensa
en el
nacionalismo
político,
cuya única
justificación
moral es,
todavía, la
necesidad de
defender el
carácter
genuino de
cada pueblo
contra la
amenaza de
reducirlo a
la
uniformidad
dentro de
tipos que
sólo el
espejismo
del momento
hace
aparecer
como
superiores:
se piensa en
otro
nacionalismo,
el
espiritual,
el que nace
de las
cualidades
de cada
pueblo
cuando se
traducen en
arte y
pensamiento,
el que
humorísticamente
fue llamado,
en el
Congreso
Internacional
de
Estudiantes
celebrado
allí, el
nacionalismo
de las
jícaras y
los poemas.
El ideal
nacionalista
invade
ahora, en
México,
todos los
campos.
Citaré el
ejemplo más
claro: la
enseñanza
del dibujo
se ha
convertido
en cosa
puramente
mexicana. En
vez de la
mecánica
copia de
modelos
triviales,
Adolfo Best,
pintor e
investigador
—"penetrante
y sutil como
una
espada"—, ha
creado y
difundido su
novísimo
sistema, que
consiste en
dar al niño,
cuando
comienza a
dibujar,
solamente
los siete
elementos
lineales de
las artes
mexicanas,
indígenas y
populares
(la línea
recta, la
quebrada, el
círculo, el
semicírculo,
la ondulosa,
la ese, la
espiral) y
decirle que
los emplee a
la manera
mexicana, es
decir, según
reglas
derivadas
también de
las artes de
México: así,
no cruzar
nunca dos
líneas sino
cuando la
cosa
representada
requiera de
modo
inevitable
el cruce.
Pero al
hablar de
México como
país de
cultura
autóctona,
no pretendo
aislarlo en
América:
creo que, en
mayor o
menor grado,
toda nuestra
América
tiene
parecidos
caracteres,
aunque no
toda ella
alcance la
riqueza de
las
tradiciones
mexicanas.
Cuatro
siglos de
vida
hispánica
han dado a
nuestra
América
rasgos que
la
distinguen.
La unidad de
su historia,
la unidad de
propósito en
la vida
política y
en la
intelectual,
hacen de
nuestra
América una
entidad, una
magna
patria, una
agrupación
de pueblos
destinados a
unirse cada
día más y
más. Si
conserváramos
aquella
infantil
audacia con
que nuestros
antepasados
llamaban
Atenas a
cualquier
ciudad de
América, no
vacilaría yo
en
compararnos
con los
pueblos,
políticamente
disgregados
pero
espiritualmente
unidos, de
la Grecia
clásica y la
Italia del
Renacimiento.
Pero sí me
atreveré a
compararnos
con ellos
para que
aprendamos,
de su
ejemplo, que
la desunión
es el
desastre.
Nuestra
América debe
afirmar la
fe en su
destino, en
el porvenir
de la
civilización.
Para
mantenerlo
no me fundo,
desde luego,
en el
desarrollo
presente o
futuro de
las riquezas
materiales,
ni siquiera
en esos
argumentos,
contundentes
para los
contagiados
del delirio
industrial,
argumentos
que se
llaman
Buenos
Aires,
Montevideo,
Santiago,
Valparaíso,
Rosario. No,
esas
poblaciones
demuestran
que
obligados a
competir
dentro de la
actividad
contemporánea,
nuestros
pueblos
saben, tanto
como los
Estados
Unidos,
crear en
pocos días
colmenas
formidables,
tipos nuevos
de ciudad
que difieren
radicalmente
del europeo,
y hasta
acometer,
como Río de
Janeiro,
hazañas no
previstas
por las
urbes
norteamericanas.
Ni me
fundaría,
para no dar
margen a
censuras
pueriles de
los
pesimistas,
en la obra,
exigua
todavía, que
representa
nuestra
contribución
espiritual
al acervo de
la
civilización
en el mundo,
por más que
la
arquitectura
colonial de
México, y la
poesía
contemporánea
de toda
nuestra
América, y
nuestras
maravillosas
artes
populares,
sean altos
valores.
Me fundo
sólo en el
hecho de
que, en cada
una de
nuestras
crisis de
civilización,
es el
espíritu
quien nos ha
salvado,
luchando
contra
elementos en
apariencia
más
poderosos;
el espíritu
solo, y no
la fuerza
militar o el
poder
económico.
En uno de
sus momentos
de mayor
decepción,
dijo Bolívar
que si fuera
posible para
los pueblos
volver al
caos, los de
la América
latina
volverían a
él. El temor
no era vano:
los
investigadores
de la
historia nos
dicen hoy
que el
Africa
central
pasó, y en
tiempos no
muy remotos,
de la vida
social
organizada,
de la
civilización
creadora, a
la
disolución
en que hoy
la conocemos
y en que ha
sido presa
fácil de la
codicia
ajena: el
puente fue
la guerra
incesante. Y
el Facundo
de Sarmiento
es la
descripción
del instante
agudo de
nuestra
lucha entre
la luz y el
caos, entre
la
civilización
y la
barbarie. La
barbarie
tuvo consigo
largo tiempo
la fuerza de
la espada;
pero el
espíritu la
venció en
empeño como
de milagro.
Por eso
hombres
magistrales
como
Sarmiento,
como
Alberdi,
como Bello,
como Hostos,
son
verdaderos
creadores o
salvadores
de pueblos,
a veces más
que los
libertadores
de la
independencia.
Hombres así,
obligados a
crear hasta
sus
instrumentos
de trabajo,
en lugares
donde a
veces la
actividad
económica
estaba
reducida al
mínimum de
la vida
patriarcal,
son los
verdaderos
representativos
de nuestro
espíritu.
Tenemos la
costumbre de
exigir,
hasta al
escritor de
gabinete, la
aptitud
magistral:
porque la
tuvo, fue
representativo
José Enrique
Rodó. Y así
se explica
que la
juventud de
hoy,
exigente
como toda
juventud, se
ensañe
contra
aquellos
hombres de
inteligencia
poco amigos
de terciar
en los
problemas
que a ella
le interesan
y en cuya
solución
pide la
ayuda de los
maestros.
Si el
espíritu ha
triunfado,
en nuestra
América,
sobre la
barbarie
interior, no
cabe temer
que lo rinda
la barbarie
de afuera.
No nos
deslumbre el
poder ajeno:
el poder es
siempre
efímero.
Ensanchemos
el campo
espiritual:
demos el
alfabeto a
todos los
hombres;
demos a cada
uno de los
instrumentos
mejores para
trabajar en
bien de
todos;
esforcémonos
por
acercarnos a
la justicia
social y a
la libertad
verdadera;
avancemos,
en fin,
hacia
nuestra
utopía.
¿Hacia la
utopía? Sí:
hay que
ennoblecer
nuevamente
la idea
clásica. La
utopía no es
vano juego
de
imaginaciones
pueriles: es
una de las
magnas
creaciones
espirituales
del
Mediterráneo,
nuestro gran
mar
antecesor.
El pueblo
griego da al
mundo
occidental
la inquietud
del
perfeccionamiento
constante.
Cuando
descubre que
el hombre
puede
individualmente
ser mejor de
lo que es y
socialmente
vivir mejor
de como
vive, no
descansa
para
averiguar el
secreto de
toda mejora,
de toda
perfección.
Juzga y
compara;
busca y
experimenta
sin
descanso; no
le arredra
la necesidad
de tocar a
la religión
y a la
leyenda, a
la fábrica
social y a
los sistemas
políticos.
Es el pueblo
que inventa
la
discusión,
que inventa
la crítica.
Mira al
pasado, y
crea la
historia;
mira al
futuro, y
crea las
utopías.
El antiguo
Oriente se
había
conformado
con la
estabilidad
de la
organización
social: la
justicia se
sacrificaba
al orden, el
progreso a
la
tranquilidad.
Cuando
alimentaron
esperanzas
de
perfección
—la victoria
de Ahura
Mazda entre
los persas o
la venida
del Mesías
para los
hebreos— las
situaron
fuera del
alcance del
esfuerzo
humano: su
realización
sería obra
de leyes o
de
voluntades
más altas.
Grecia cree
en el
perfeccionamiento
de la vida
humana por
medio del
esfuerzo
humano.
Atenas se
dedicó a
crear
utopías:
nadie las
revela mejor
que
Aristófanes;
el poeta que
las satiriza
no sólo es
capaz de
comprenderlas
sino que
hasta se
diría
simpatizador
de ellas
¡tal es el
esplendor
con que
llega a
presentarlas!
Poco después
de los
intentos que
atrajeron la
burla de
Aristófanes,
Platón crea,
en La
República,
no sólo una
de las obras
maestras de
la filosofía
y de la
literatura,
sino también
la obra
maestra en
el arte
singular de
la utopía.
Cuando el
espejismo
del espíritu
clásico se
proyecta
sobre
Europa, con
el
Renacimiento,
es natural
que resurja
la utopía. Y
desde
entonces,
aunque se
eclipse, no
muere. Hoy,
en medio del
formidable
desconcierto
en que se
agita la
humanidad,
sólo una luz
unifica a
muchos
espíritus:
la luz de
una utopía,
reducida, es
verdad, a
simples
soluciones
económicas
por el
momento,
pero utopía
al fin,
donde se
vislumbra la
única
esperanza de
paz entre el
infierno
social que
atravesamos
todos.
¿Cuál sería,
pues,
nuestro
papel en
estas cosas?
Devolverle a
la utopía
sus
caracteres
plenamente
humanos y
espirituales,
esforzarnos
porque el
intento de
reforma
social y
justicia
económica no
sea el
límite de
las
aspiraciones;
procurar que
la
desaparición
de las
tiranías
económicas
concuerde
con la
libertad
perfecta del
hombre
individual y
social,
cuyas normas
únicas,
después del
neminem
laedere,
sean la
razón y el
sentido
estético.
Dentro de
nuestra
utopía, el
hombre
llegará a
ser
plenamente
humano,
dejando
atrás los
estorbos de
la absurda
organización
económica en
que estamos
prisioneros
y el lastre
de los
prejuicios
morales y
sociales que
ahogan la
vida
espontánea;
a ser, a
través del
franco
ejercicio de
la
inteligencia
y de la
sensibilidad,
el hombre
libre,
abierto a
los cuatro
vientos del
espíritu. ¿Y
cómo se
concilia
esta utopía,
destinada a
favorecer la
definitiva
aparición
del hombre
universal,
con el
nacionalismo
antes
predicado,
nacionalismo
de jícaras y
poemas, es
verdad, pero
nacionalismo
al fin? No
es difícil
la
conciliación;
antes al
contrario,
es natural.
El hombre
universal
con que
soñamos, a
que aspira
nuestra
América, no
será
descastado:
sabrá gustar
de todo,
apreciar
todos los
matices,
pero será de
su tierra;
su tierra, y
no la ajena,
le dará el
gusto
intenso de
los sabores
nativos, y
ésa será su
mejor
preparación
para gustar
de todo lo
que tenga
sabor
genuino,
carácter
propio. La
universalidad
no es el
descastamiento:
en el mundo
de la utopía
no deberán
desaparecer
las
diferencias
de carácter
que nacen
del clima,
de la
lengua, de
las
tradiciones;
pero todas
estas
diferencias,
en vez de
significar
división y
discordancia,
deberán
combinarse
como matices
diversos de
la unidad
humana.
Nunca la
uniformidad,
ideal de
imperialismos
estériles;
si la
unidad, como
armonía de
las
multánimes
voces de los
pueblos.
Y por eso,
así como
esperamos
que nuestra
América se
aproxime a
la creación
del hombre
universal.
por cuyos
labios hable
libremente
el espíritu,
libre de
estorbos,
libre de
prejuicios,
esperamos
que toda
América, y
cada región
de América,
conserve y
perfeccione
todas sus
actividades
de carácter
original,
sobre todo
en las
artes: las
literarias,
en que
nuestra
originalidad
se afirma
cada día;
las
plásticas,
tanto las
mayores como
las menores,
en que
poseemos el
doble
tesoro,
variable
según las
regiones, de
la tradición
española y
de la
tradición
indígena,
fundidas ya
en
corrientes
nuevas; y
las
musicales,
en que
nuestra
insuperable
creación
popular
aguarda a
los hombres
de genio que
sepan
extraer de
ella todo un
sistema
nuevo que
será
maravilla
del futuro.
Y sobre
todo, como
símbolos de
nuestra
civilización
para unir y
sintetizar
las dos
tendencias,
para
conservarlas
en
equilibrio y
armonía,
esperemos
que nuestra
América siga
produciendo
lo que es
acaso su más
alta
característica:
los hombres
magistrales,
héroes
verdaderos
de nuestra
vida
moderna,
verbo de
nuestro
espíritu y
creadores de
vida
espiritual.
(La Utopía
de América,
1925)