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Oscar Collazos

 

Las lecciones de Henry Miller

Vivía a los 18 años en una ciudad portuaria del Pacífico donde apenas existía una librería. Mi profesor de español y preceptiva era un simpático borracho que se había formado en la lectura de los clásicos españoles del Siglo de Oro y en los franceses del XVIII. Un domingo por la mañana lo sorprendí, acompañado por dos prostitutas, saliendo de un burdel. Desde ese día, mi profesor decidió recompensar mi complicidad con algunos consejos, entre otros el de seguir leyendo a Voltaire. Me decía que, para perder la bobería de la adolescencia, me recomendaba la lectura de las novelas de un francés de comienzos del XX llamado Henri Barbusse.

 

No era, a su juicio, un gran novelista. Lo conveniente de aquella lectura aconsejaba eran el anticlericalismo y las ideas socialistas, donde encontraría el germen de la solidaridad humana y el final del sentido de culpa que nos inculcaba el cristianismo.

 

Ocasionalmente, entre las ediciones argentinas de Balzac, Zola, Tolstoi y Dostoievski, que venían en una preciosa diagramación a dos columnas por página, hallé poco después El infierno de Barbusse, quien a decir del profesor Martínez había sido fundador de un grupo de intelectuales llamado Clarté.

Desde ese día me propuse adquirir la novela de Barbusse.

 

No fue fácil. La única librería de Buenaventura estaba repleta de obras de las Ediciones Paulinas y su propietario sabía que aquel librito con unas cubiertas espantosas no podría ser vendido a un adolescente y menos al “jovencito Collazos”, pues era amigo de mi padre y un libro como ése podría corromper mi disciplina familiar. Traté de convencerlo de que me vendiera el libro, pero se negó. Me dijo que si quería adquirirlo, que lo intentara mandando a un mayor de edad. Por alguna curiosa provocación, el libro de Barbusse seguía en la vitrina.

 

Debí utilizar mil subterfugios para hacerme del Barbusse. El único eficaz fue el que llevó a un estibador analfabeto a la librería, con dos pesos en mano, uno para El infierno y otro para Flor de fango, una de las inefables narraciones de Vargas Vila.

 

A través de Barbusse descubrí entonces que el universo de transgresiones que por consejo del profesor Martínez había hallado en los clásicos franceses del XVIII se hacía carne –ésta era una expresión recurrente en sus clases- en la ficción de aquel agitador. El personaje mira por las rendijas de su cuarto de hotel todo lo que sucede en el cuarto vecino.

 

Pronto vendría mi decepción: Barbusse no era más que un escritor de segundísima fila, me dije. Lo que sucedía en el cuarto de hotel no pasaba de ser un pretexto para mostrar situaciones humanas que no producían en su lector ninguna emoción extraordinaria. Y si no se tenían emociones extraordinarias, no valía la pena leer un libro. Lo único alentador que descubrí con su lectura fue la existencia del voyeurisme, esa costumbre de mirar sin que el objeto mirado nos mire. Aprendí desde entonces que el hueco de una cerradura es una ventana abierta al mundo de lo desconocido.

 

Dos o tres años más tarde, en las ediciones de Santiago Rueda, de Buenos Aires, llegaron dos “novelas” que habían de conducirme al fondo mismo de las transgresiones: Trópico de cáncer y Trópico de capricornio, de Henry Miller.

 

En el lenguaje familiar a los jóvenes lectores de entonces, se hacía mención a estas obras con el título abreviado de los Trópicos.

 

Hasta esa fecha, a los 19 años de edad, mi afición y la de mis amigos era la de leer en voz alta Canto a mí mismo, de Whitman (con un altisonante prólogo de León Felipe), escenas de las tragedias de Shakespeare, preferentemente la últimadel segundo acto de Macbeth. De rato en rato, los versos más agresivos del Canto general, de Neruda, quien ya nos había exaltado y partido el corazón con sus Versos del capitán y Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

 

De un día para otro, Whitman, Shakespeare y Neruda pasaron a segundo plano. La verdad es que la traducción de Shakespeare por Astrana Marín era bastante complicada para leer en voz alta, sobre todo cuando la borrachera de los muchachos que éramos entonces no podía seguir las complejidades retóricas del texto, expresión poética del mundo.

 

En esa edad de pasiones sin objeto e incertidumbres sin causa, cruzada por todos los escepticismos, no habíamos aún hallado a un autor que tocara a fondo la conciencia de nuestra adolescencia. Vivíamos llenos de deseos irrealizables y adornábamos nuestras vidas con impostada arrogancia juvenil.

 

En esas circunstancias, Miller se convirtió, de la noche a la mañana, en la lectura preferida de nuestras parrandas literarias. Se sumaba a los nombres de Allen Ginsberg, Gregory Corso y Jack Kerouac, poetas de la beat generation leídos y recomendados entonces por los nadaístas Elmo Valencia y Jotamario Arbeláez, a quienes había prestado mis servicios de guía en la Buenaventura prostibularia y canalla de la época.

 

La verdad es que estábamos descubriendo el lado festivo y desenfrenado de una sensibilidad. Habíamos mal leído a Rimbaud y perdido la posibilidad de descubrir lo que quizá sólo de adultos llegaríamos a descubrir: el descenso a los infiernos, la turbia herida de las iluminaciones. Pero con Miller entrábamos al centro volcánico de nuestras obsesiones, que en la adolescencia no son más de dos: el sexo y la existencia de Dios. Tal vez existiera una tercera obsesión: la cárcel de la familia.

 

Cuanto había empezado a leer en la adolescencia (no me cuento entre esos ángeles aventajados que de niños leyeron a Salgari o a Dumas, a Stevenson o a Saint-Exupéry, y estoy por suponer que muchos de quieres confiesan estas lecturas no las realizaron en la edad confesada) me empezó a aparecer extraño y distante. Miller nos introducía en esa versión muy suya de la alegría a través de sus peripecias sexuales. Realidad o fantasía, sus relatos nos advertían que antes de él nadie (ni siquiera el Lawrence de El amante de Lady Chatterley) había escrito con tan genuina irresponsabilidad. Quiero decir, amoralidad.

 

Las consecuencias de aquellas lecturas fueron casi inmediatas. Queríamos vivir el amor, el sexo y la literatura como las vivía Henry Miller. Sus enseñanzas no eran morales sino vitales. Le perdimos el miedo a la promiscuidad, así fuese imaginaria. Tiempo habría para embarcarse en la nave azotada por las tempestades del Marqués de Sade. Nos convertimos en libertinos sin oportunidad de experimentar el libertinaje. Y lo que fue más positivo, empezamos a imaginar amores que a fuerza de ser tramados se hicieron a veces verdaderos. ¿No se consigue acaso lo que se desea?

 

Las pocas muchachas que frecuentaban la bohemia de los muchachos que éramos habían aprendido las primeras letras de un interminable abecedario amoroso. La influencia, en ellas, no venía de la literatura sino del cine, de esas películas en las que los adolescentes hacían el amor en la parte posterior de un viejo Chevy o en las fiestas que sus padres permitían al ausentarse el fin de semana. ¿Cómo no recordar la escena de amor entre Natalie Wood y Warren Beatty en Esplendor en la hierba? ¿O la formidable belleza mediterránea de Silvana Mangano en Arroz amargo? ¿O el encanto de películas mexicanas como Las aguas bajan turbias o la fantástica belleza agreste de Silvia Pinal y Miroslava? ¿Cómo no recordar, en la iconografía de la adolescencia a María Félix al lado de Gérard Philippe, llevados de la sabia mano de don Luis Buñuel?

 

Había algo de puesta en escena en todo aquellos: se trataba de seguir el libreto que nos proponían los Trópicos. Vendrían después Sexus, Nexus y Plexus. Aquel exhibicionista que hacía el amor en cada baño, en cada esquina, en hoteles de mala muerte, nos proponía otra clase de ejercicio corporal.

 

Miller no introducía en el sexo la moral sino la acrobacia amorosa. Sus instrucciones eróticas nacían de la experiencia y no de algún manual de prácticas amorosas. Su mendicidad de pobre diablo feliz en el París de las entreguerras se constituía en una especie de poética de la pobreza, con la cual se había erigido el mito romántico del artista. De la descarnada autobiografía del vagabundo pasaba a un lirismo apocalíptico casi anarquista. Miller ignoraba la tentación de la caída, el vaivén entre el bien y el mal. Se alejaba así de sus queridos Whitman y Melville. No sólo hablaba de nuestras obsesiones cotidianas; nos proponía modalidades para hacerlas realidad.

En cierto sentido, Miller nos volvió onanistas, voyeristas y exhibicionistas. Su vida al lado de June y Anaïs Nin era una vida a imitar. Algún día, cuando fuéramos mayores, tendríamos a esa amante complaciente y pervertida. Tal vez dos al mismo tiempo, como en sus Días tranquilos en Clichy.

 

Miller nos enriqueció las lecturas en voz alta, mucho antes de que Cabrera Infante propusiera la lectura de sus Tres tristes tigres en esa variante que nada debe a la oratoria sino a ciclos musicales de la escritura. Miller fue anterior, en este sentido, a Julio Cortázar, a quien también leeríamos en voz alta cuando apareció ese milagro lúdico, puzzle y geometría, llamado Rayuela.

 

Ya no sólo leíamos en voz alta a Shakespeare y Apollinaire, Neruda o Jacques Prevert. Miller empezó a ser protagonista de esos recitales etílicos, acompañado por los poemas de Hojas de hierba; los diálogos de Ionesco o las baladas de François Villon; Las flores del mal Una temporada en el infierno. Añadíamos a la felicidad de sus aventuras los sufrimientos de Vallejo o el delirio onírico de Los cantos de Maldoror, del montevideanoIsidoreDucasse, conde de Lautréamont.

 

Por encima de estos autores (una ensalada digna de nuestra mejor formación de autodidactos), Miller se dejaba leer como una secreta crónica de nuestro tiempo. La vida como vértigo, la literatura como autobiografía. Los fantásticos coitos del protagonista eran matizados con esporádicos comentarios del lector y sus oyentes. Miller, aunque sólo fuese en una mínima parte de su anecdotario, nos dirigía la parranda. Sabíamos que con él se trataba del deseo, de los sueños, del sexo sin amor y del amor sin cortapisas.

 

El temor que la novela nos había inculcado con sus reglas de objetividad o impasibilidad, se venía abajo con las novelas de este judío de Brooklyn. Detrás de sus textos vivía la pasión. Las miserias y ocasionales grandezas de sus héroes reivindicaban lo que el arte pop, años más tarde, asumía sin sentimientos de culpabilidad: el carácter desechable y efímero de sus materiales. Henry Miller se encontraba con la pintura de Rauschenberg y con el gesto vertiginoso de Jackson Pollok.

 

El Henry Miller de los Trópicos, de Sexus, Nexus, Plexus y La crucifixión rosada, nos ayudaba a perder la inocencia sin atormentarnos con la culpabilidad. Si uno quería calentar los oídos de alguna amiga recatada, le leía algunos párrafos delirantes de sexualidad. Nos ahorrábamos así el ridículo de no poder decir lo que queríamos decir. Nos ayudaba a seducir a las que se resistían. Si no caían en la trampa, pensábamos que ya les habíamos inoculado el veneno de la felicidad prohibida.

 

Con ese viejo verde que tiempo después veríamos en fotografías rodeado de hermosas jóvenes semidesnudas en su casa de Big Sur, habíamos aprendido el abecedario de la libertad. Con él nos volvimos también un poco mitómanos. Bastaba contar como real lo apenas imaginado para sentirnos no en poder de una experiencia de vida, sino en poder de una fabulación que nos hacía felices. La mitomanía no hacía daño a nadie. Por el contrario, alimentaba la imaginación que tal vez algún día se hiciera realidad. La poesía y la procacidad iban a veces juntas. Juntas iban las experiencias vividas y los deseos.

 

Pero, sobre todas las cosas, lo que uno aprendía en Henry Miller era cierta plenitud en la alegría de vivir. No nos importaba que no fuera un novelista, a la manera de Hemingway o Faulkner. Lo que importaba era su prosa encendida. Nos abría las puertas para que descubriéramos al Lawrence Durrell de El cuaderno negro El cuarteto de Alejandría, libros que iluminaron nuestros sueños y nos enseñaron que el amor no era una rutina doméstica sino una variante de la imaginación creativa.

 

Los hippies de los años sesenta, los vagabundos que pregonaban el amor libre y se preparaban para la gran fiesta de Woodstock o las jornadas de mayor del 68, le debían mucho a Henry Miller. En sus obras, el sexo prisionero era un sexo liberado. Norman Mailer, su antologista, lo aceptaría años más tarde al responder a la conspiración que las feministas emprendieron contra el autor de los Trópicos.

 

No sé si los jóvenes de hoy lo lean. Deberían hacerlo. Cada nueva generación debe buscar las fuentes de su propia alegría. Sin alegría, la vida del sexo, como la vida de los libros, es una tontería. Miller escribió también sobre los innumerables libros que había leído y dejó a la posteridad una de sus obras más perfectas: El coloso de Marussi.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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