1.
Poesía,
infierno
y
revolución
La
historia
de
la
poesía
moderna
es
la
de
una
desmesura.
Todos
sus
grandes
protagonistas,
después
de
trazar
un
signo
breve
y
enigmático,
se
han
estrellado
contra
la
roca.
El
astro
negro
de
Lautréamont
rige
el
destino
de
nuestros
más
altos
poetas.
Pero
este
siglo
y
medio
ha
sido
tan
rico
en
infortunios
como
en
obras:
el
fracaso
de
la
aventura
poética
es
la
cara
opaca
de
la
esfera;
la
otra
esta
hecha
de
la
luz
de
los
poemas
modernos.
Así,
la
interrogación
sobre
las
posibilidades
de
encarnación
de
la
poesía
no
es
una
pregunta
sobre
el
poema
sino
sobre
la
historia:
¿es
quimera
pensar
en
una
sociedad
que
reconcilie
al
poema
y al
acto,
que
sea
palabra
viva
y
palabra
vivida,
creación
de
la
comunidad
y
comunidad
creadora?
...Esta
pregunta
es
la
pregunta.
Desde
el
alba
de
la
edad
moderna,
el
poeta
se
la
hace
sin
cesar-
y
por
eso
escribe;
y la
Historia
también,
también
sin
cesar,
la
rechaza-
contesta
con
otra
cosa.
Yo
no
intentaré
responderla.
No
podría.
Tampoco
puedo
quedarme
callado.
Aventuro
algo
que
es
una
opinión
y
menos
que
una
certidumbre:
una
creencia.
Es
una
creencia
alimentada
por
lo
incierto
y
que
en
nada
se
funda
sino
en
su
negación.
Busco
en
la
realidad
ese
punto
de
intersección,
centro
fijo
y
vibrante
donde
se
anulan
y
renacen
sin
tregua
las
contradicciones...
Corazón-manantial.
La
pregunta
contiene
dos
términos
antagónicos
y
complementarios...
no
hay
poesía
sin
sociedad
pero
la
manera
de
ser
social
de
la
poesía
es
contradictoria:
afirma
y
niega
simultáneamente
al
habla,
que
es
palabra
social;
no
hay
sociedad
sin
poesía,
pero
la
sociedad
no
puede
realizarse
nunca
como
poesía,
nunca
es
poética.
A
veces
los
dos
términos
aspiran
a
desvincularse.
No
pueden.
Una
sociedad
sin
poesía
carecería
de
lenguaje:
todos
dirían
la
misma
cosa
o
ninguno
hablaría,
sociedad
trashumana
en
la
que
todos
serían
uno
o
cada
uno
sería
un
todo
autosuficiente.
Una
poesía
sin
sociedad
sería
un
poema
sin
autor,
sin
lector
y,
en
rigor,
sin
palabras.
Condenados
a
una
perpetua
conjunción
que
se
resuelve
en
instantánea
discordia,
los
dos
términos
buscan
una
conversión
mutua;
poetizar
la
vida
social,
socializar
la
palabra
poética.
Transformación
de
la
sociedad
creadora,
en
poema
vivo;
y
del
poema
en
vida
social,
en
imagen
encarnada.
Una
comunidad
creadora
sería
aquella
sociedad
universal
en
la
que
las
relaciones
entre
los
hombres,
lejos
de
ser
una
imposición
de
la
necesidad
exterior,
fuesen
como
un
tejido
vivo,
hecho
de
la
fatalidad
de
cada
uno
al
enlazarse
con
la
libertad
de
todos.
Esa
sociedad
sería
libre
porque,
dueña
de
sí,
nada
excepto
ella
misma
podrías
determinar;
y
solidaria
porque
la
actividad
humana
no
consistiría,
como
hoy
ocurre,
en
la
dominación
de
unos
sobre
otros
(o
en
la
rebelión
contra
ese
dominio)
sino
que
buscaría
el
reconocimiento
de
cada
uno
por
sus
iguales
o,
más
bien,
por
sus
semejantes.
La
idea
cardinal
del
movimiento
revolucionario
de
la
era
moderna
es
la
creación
de
una
sociedad
universal
que,
al
abolir
las
opresiones,
despliegue
simultáneamente
la
identidad
o
semejanza
original
de
todos
los
hombres
y la
radical
diferencia
o
singularidad
de
cada
uno.
El
pensamiento
poético
no
ha
sido
ajeno
a
las
vicisitudes
y
conflictos
de
esta
empresa
literalmente
sobrehumana.
La
gesta
de
la
poesía
de
Occidente,
desde
el
romanticismo
alemán,
ha
sido
la
de
sus
rupturas
y
reconciliaciones
con
el
movimiento
revolucionario.
En
un
momento
o en
otro,
todos
nuestros
grandes
poetas
han
creído
que
en
la
sociedad
revolucionaria,
comunista
o
libertaria,
el
poema
cesaría
de
ser
ese
núcleo
de
contradicciones
que
al
mismo
tiempo
niega
y
afirma
la
historia.
En
la
nueva
sociedad
la
poesía
sería
al
fin
práctica.
La
conversión
de
la
sociedad
en
comunidad
y la
del
poema
en
poesía
práctica
no
están
a la
vista.
Lo
contrario
es
lo
cierto:
cada
día
parecen
más
lejanas.
Las
previsiones
del
pensamiento
revolucionario
hoy
se
han
cumplido
o se
han
realizado
de
una
manera
que
es
una
afrenta
a
las
supuestas
leyes
de
la
historia.
Ya
es
un
lugar
común
insistir
sobre
la
palpable
discordia
entre
la
teoría
y la
realidad.
No
tengo
más
remedio
que
repetir,
sin
ninguna
alegría,
for
the
sake
of
de
argument,
algunos
hechos
conocidos
por
todos:
la
ausencia
de
revoluciones
en
los
países
que
Marx
llamaba
civilizados
y
que
hoy
se
llaman
industriales
o
desarrollados;
la
existencia
de
régimen
revolucionarios
que
ha
abolido
la
propiedad
privada
de
los
medios
de
producción
sin
abolir
por
tanto
la
explotación
del
hombre
ni
las
diferencias
de
clase,
jerarquía
o
función;
la
sustitución
casi
total
del
antagonismo
clásico
entre
proletarios
y
burgueses,
capital
y
trabajo,
por
una
doble
feroz
contradicción;
la
oposición
entre
paisajes
ricos
y
pobres
y
las
querellas
entre
Estados
y
grupos
de
Estados
que
se
unen
o
separan,
se
alían
o
combaten
movidos
por
las
necesidades
de
la
hora,
la
geografía
y el
interés
nacional,
independientemente
de
sus
sistemas
sociales
y de
las
filosofías
que
dice
profesar.
Una
descripción
de
la
superficie
de
la
sociedad
contemporánea
debería
comprender
otros
rasgos
no
menos
turbadores:
el
agresivo
renacimiento
de
las
particularismos
raciales,
religiosos
y
lingüísticos
al
mismo
tiempo
que
la
dócil
adopción
de
formas
de
pensamiento
y
conducta
erigidas
en
canon
universal
por
la
propaganda
comercial
y
política;
la
elevación
del
nivel
de
vida
y la
degradación
del
nivel
de
la
vida;
la
soberanía
del
objeto
y la
deshumización
de
aquello
que
lo
producen
y lo
usan;
el
predominio
del
colectivismo
y la
evaporación
de
la
noción
de
prójimo.
Los
medios
se
han
vueltos
fines:
la
política
económica
en
lugar
de
la
economía
política;
la
educación
sexual,
y no
el
conocimiento
por
el
erotismo;
la
perfección
del
sistema
de
comunicaciones
y la
anulación
de
los
interlocutores;
el
triunfo
del
signo
sobre
el
significado
en
las
artes
y,
ahora,
de
la
cosa
sobre
la
imagen...Proceso
circular:
la
pluralidad
se
resuelve
en
uniformidad
sin
suprimir
la
discordia
entre
las
naciones
ni
la
escisión
en
las
conciencias;
la
vida
personal,
exaltada
por
la
publicidad,
se
disuelve
en
vidas
anónima;
la
novedad
diaria
acaba
por
ser
repetición
y la
agitación
desemboca
en
la
inmovilidad.
Vamos
de
ningún
lado
a
ninguna
parte.
Como
el
movimiento
en
el
círculo,
decía
Raimundo
Lulio,
así
es
la
pena
en
el
infierno.
Tal
fue
Rimabud
el
primer
poeta
que
vio,
en
el
sentido
de
percibir
y en
el
de
videncia,
la
realidad
presente
como
la
forma
infernal
o
circular
del
movimiento.
Su
obra
es
una
condenación
de
la
sociedad
moderna,
pero
su
palabra
final,
Une
saison
en
enfer,
también
es
una
condenación
de
la
poesía.
Para
Rimbaud
el
nuevo
poeta
crearía
un
lenguaje
universal,
del
alma
para
el
alma,
que
en
lugar
de
ritmar
la
acción
la
anunciaría.
El
poeta
no
se
limitaría
a
expresar
la
marcha
hacia
el
progreso
sino
que
sería
vraiment
un
multiplicateur
de
progrés.
La
novedad
de
la
poesía,
dice
Rimbaud,
no
está
en
las
ideas
ni
en
las
formas,
sino
en
su
capacidad
de
definir
la
quantite
d'inconnu
s'eveillant
en
son
temps
dan
l'ame
universelle.
El
poeta
no
se
limita
a
descubrir
el
presente;
despierta
al
futuro,
conduce
el
presente
al
encuentro
de
lo
que
viene:
cet
avenir
sera
materialiste.
La
palabra
poética
no
es
menos
"materialista"
que
el
futuro
que
anuncia:
es
movimiento
que
engendra
movimiento,
acción
que
transmuta
el
mundo
material.
Animada
por
la
misma
energía
que
mueve
la
historia,
es
profecía
y
consumación
efectiva,
en
la
vida
real,
de
esta
profecía.
La
palabra
encarnada,
es
poesía
práctica.
Une
saison
en
enfer
condena
todo
esto.
La
alquimia
del
verbo
es
un
delirio:
viellerie
poétique,
hallucination,
sophisme
de
la
folie.
El
poeta
renuncia
a la
palabra.
No
vuelve
a su
antigua
creencia,
el
cristianismo,
ni a
los
suyos;
pero
antes
de
abandonarlo
todo,
anuncia
un
singular
Noel
sur
la
tierre:
le
travail
nouvedau,
la
sagesse
nouvelle,
la
fuite
des
tyrans
et
des
démons,
la
fin
de
la
superstition.
Es
el
adiós
al
mundo
viejo
y a
la
esperanza
de
cambiarlo
por
la
poesía:
Je
dois
enterrer
mon
imagination.
La
crónica
del
infierno
se
encierra
con
una
declaración
enigmática:
Il
faut
etre
absolument
moderne.
Cualquier
que
sea
la
interpretación
que
se
dé a
esta
frase,
y
hay
muchas,
es
evidente
que
modernidad
se
opone
aquí
a
alquimia
del
verbo.
Rimbaud
no
exalta
ya
la
palabra,
sino
la
acción;
point
de
cantiques.
Después
de
Une
saison
en
enfer
no
se
puede
escribir
un
poema
sin
vencer
un
sentimiento
de
vergüenza:
¿no
se
trata
de
un
acto
irrisorio
o,
lo
que
es
peor,
no
se
incurre
en
una
mentira?
Quedan
dos
caminos,
los
dos
intentados
por
Rimabud:
la
acción
( la
industria,
la
revolución)
o
escribir
ese
poema
final
que
sea
también
el
fin
de
la
poesía,
su
negación
y
culminación.
Se
ha
dicho
que
la
poesía
moderna
es
poema
de
la
poesía.
Tal
vez
esto
fue
verdad
en
la
primera
mitad
del
siglo
XIX;
a
partir
de
Une
saison
en
enfer
nuestros
grandes
poetas
han
hecho
de
la
negación
de
la
poesía
la
forma
más
alta
de
la
poesía,
crítica
del
lenguaje
y el
significado,
crítica
del
poema
mismo.
La
palabra
poética
se
sustenta
en
la
negación
de
la
palabra.
El
círculo
se
ha
cerrado.
Nunca
como
en
los
últimos
treinta
años
habían
parecido
de
tal
modo
incompatibles
la
acción
revolucionaria
y el
ejercicio
de
la
poesía.
No
obstante,
algo
los
une.
Nacidos
casi
al
mismo
tiempo,
el
pensamiento
poético
moderno
y el
movimiento
revolucionario
se
encuentran,
al
cabo
de
un
siglo
y
medio
de
querellas
y
alianzas
efímeras,
frente
al
mismo
paisaje:
un
espacio
henchido
de
objetos
pero
deshabitado
de
futuro.
La
condenación
de
la
tentativa
de
la
poesía
por
encarnar
en
la
historia
alcanza
también
al
principal
protagonista
de
la
era
moderna:
el
movimiento
revolucionario.
Son
las
dos
caras
del
mismo
fenómeno.
Esta
condenación,
por
lo
demás,
es
una
exaltación;
nos
condena
a
nosotros,
no a
la
revolución
ni a
la
poesía.
Resulta
muy
fácil
hacer
ahora
una
crítica
del
pensamiento
revolucionario,
especialmente
de
su
rama
marxista.
Sus
influencias
y
limitaciones
están
a la
vista.
¿Se
ha
reparado
en
que
son
también
las
nuestras?
Sus
errores
son
los
de
la
porción
más
osada
y
generosa
del
espíritu
moderno,
en
su
doble
dirección:
como
crítica
de
la
realidad
social
y
como
proyecto
universal
de
una
sociedad
justa.
Ni
siquiera
los
crímenes
del
periodo
"estaliniano"
ni
la
degeneración
progresiva
del
marxismo
oficial,
convertido
en
un
maniqueísmo
pragmatista,
son
algo
ajeno
a
nosotros:
son
parte
integrante
de
una
misma
historia.
Una
historia
que
nos
engloba
a
todos
y
que
entre
todos
hemos
hecho.
Aunque
la
sociedad
que
previa
Marx
está
lejos
de
ser
una
realidad
de
la
historia,
el
marxismo
ha
penetrado
tan
profundamente
en
la
historia
que
todos,
de
una
manera
u
otra,
a
veces
sin
saberlo,
somos
marxistas.
Nuestros
juicios
y
categorías
morales
sobre
el
presente
o
sobre
la
justicia,
la
paz
o la
guerra,
todo,
sin
excluir
nuestras
negaciones
del
marxismo,
está
impregnado
de
marxismo.
Este
pensamiento
es
ya
parte
de
nuestra
sangre
intelectual
y de
nuestra
sensibilidad
moral.
La
situación
contemporánea
tiene
cierta
semejanza
con
la
de
los
filósofos
medievales
que
no
tenían
más
instrumento
para
definir
al
Dios
judeo-cristiano,
Dios
creador
y
personal,
que
las
nociones
de
la
metafísica
de
Aristóteles
sobre
el
ente
y el
ser.
(Si
Dios,
la
idea
de
Dios,
ha
muerto,
murió
de
muerte
filosófica:
la
filosofía
griega).
La
crítica
del
marxismo
es
indispensable,
pero
es
inseparable
de
la
del
hombre
moderno
y
debe
ser
hecha
con
las
misma
ideas
críticas
del
marxismo.
Para
saber
lo
que
está
vivo
y lo
que
está
muerto
en
la
tradición
revolucionaria,
la
sociedad
contemporánea
debe
examinarse
a sí
misma.
Ya
Marx
hacia
dicho
que
el
cristianismo
no
pudo
"hacer
comprender
en
forma
objetiva
las
mitologías
anteriores
más
que
realizando
su
propia
crítica",
y
que
"la
economía
antigua
y
oriental
hasta
el
momento
en
que
la
sociedad
burguesa
emprendió
la
crítica
de
sí
misma"
(Introducción
general
a la
crítica
de
la
economía
política).
En
el
interior
del
sistema
marxista,
por
lo
demás,
están
los
gérmenes
de
la
destrucción
creadora:
la
dialéctica
y,
sobretodo,
la
fuerza
de
abstracción,
como
llamaba
Marx
al
análisis
social,
aplicada
hoy
a un
sujeto
real
e
históricamente
determinado:
la
sociedad
del
siglo
XX.
2.
Poesía,
técnica
y
modernidad
...En
el
Antigüedad
el
universo
tenía
una
forma
y un
centro;
su
movimiento
estaba
regido
por
un
ritmo
cíclico
y
esa
figura
rítmica
fue
durante
siglos
el
arquetipo
de
la
ciudad,
las
leyes
y
las
obras.
El
orden
político
y el
orden
del
poema,
las
fiestas
públicas
y
los
ritos
privados
y
aun
la
discordia
y
las
transgresiones
a la
regla
universal
-eran
manifestaciones
del
ritmo
cósmico-.
Después,
la
figura
del
mundo
se
ensanchó:
el
espacio
se
hizo
infinito
o
transfinito;
el
año
platónico
se
convirtió
en
sucesión
lineal,
inalcanzable;
y
los
astros
dejaron
de
ser
la
imagen
de
la
armonía
cósmica.
Se
desplazó
el
centro
del
mundo
y
Dios,
las
ideas
y
las
esencias
se
desvanecieron.
Nos
quedamos
solos.
Cambió
la
figura
del
universo
y
cambió
la
idea
que
se
hacia
el
hombre
de
sí
mismo;
no
obstante,
los
mundos
no
dejaron
de
ser
el
mundo
ni
el
hombre
los
hombres.
Todo
era
un
todo.
Ahora
el
espacio
se
expande
y
disgrega;
el
tiempo
se
vuelve
discontinuo;
y el
mundo,
el
todo,
estalla
en
añicos.
Dispersión
del
hombre,
errante
en
un
espacio
que
también
se
dispersa,
errante
en
su
propia
dispersión.
En
un
universo
que
se
desangra
y se
separa
de
sí,
totalidad
que
ha
dejado
de
ser
pensable
excepto
como
ausencia
o
colección
de
fragmentos
heterogéneos
el
yo
también
se
disgrega.
No
es
que
haya
perdido
realidad
ni
que
lo
consideremos
como
una
ilusión.
Al
contrario,
su
propia
dispersión
lo
multiplica
y lo
fortalece.
Ha
perdido
cohesión
y ha
dejado
de
tener
un
centro
pero
cada
partícula
se
concibe
como
un
yo
único,
más
cerrado
y
obstinado
en
sí
mismo
que
el
antiguo
yo.
La
dispersión
no
es
pluralidad
sino
repetición:
siempre
el
mismo
yo
que
combate
ciegamente
a
otro
yo
ciego.
Propagación,
pululación
de
lo
idéntico.
El
crecimiento
del
yo
amenaza
al
lenguaje
en
su
doble
función:
como
diálogo
y
como
monólogo.
El
primero
se
funda
en
la
pluralidad;
el
segundo,
en
la
identidad.
La
contradicción
del
diálogo
consiste
en
que
cada
uno
habla
consigo
mismo
al
hablar
con
los
otros;
la
del
monológo
en
que
nunca
soy
yo,
sino
otro,
el
que
escucha
lo
que
me
digo
a mí
mismo.
La
poesía
ha
sido
siempre
una
tentativa
por
resolver
esta
discordia
por
medio
de
una
conversión
de
los
términos:
el
yo
del
diálogo
en
el
tú
del
monólogo.
La
poesía
no
dice:
yo
soy
tú;
dice:
mi
yo
eres
tú.
La
imagen
poética
de
la
otredad.
El
fenómeno
moderno
de
la
incomunicación
no
depende
tanto
de
la
pluralidad
de
sujetos
cuanto
de
la
desaparición
del
tú
como
elemento
constitutivo
de
cada
conciencia.
No
hablamos
con
los
otros
porque
no
podemos
hablar
con
nosotros
mismos.
Pero
la
multiplicación
cancerosa
del
yo
no
es
el
origen
sino
el
resutaldo
de
la
pérdida
de
la
imagen
del
mundo.
Al
sentirse
sólo
en
el
mundo,
el
hombre
antiguo
descubría
su
propio
yo
y,
así,
el
de
los
otros.
Hoy
no
estamos
solos
en
el
mundo;
no
hay
mundo.
Cada
sitio
es
el
mismo
sitio
y
ninguna
parte
está
en
todas
partes.
La
conversión
del
yo
-en
tu
imagen
que
comprende
todas
las
imágenes
poéticas-
no
puede
realizarse
si
antes
el
mundo
no
reaparece.
La
imaginación
poética
no
es
invención
sino
descubrimiento
de
la
presencia.
Descubrir
la
imagen
del
mundo
en
lo
que
emerge
como
fragmento
y
dispersión,
percibir
en
lo
uno
o lo
otro,
será
devolverle
al
lenguaje
su
virtud
,metafórica:
darle
presencia
a
los
otros.
La
poesía:
búsqueda
de
los
otros,
descubrimiento
de
la
otredad.
Si
el
mundo,
como
imagen,
se
desvanece,
una
hueca
realidad
cubre
a
toda
la
tierra.
La
técnica
es
una
realidad
tan
poderosamente
real
-visible,
palpable,
audible,
ubicua-
que
la
verdadera
realidad
jha
dejado
de
ser
natural
o
sobrenatural:
la
industria
es
nuestro
paisaje,
nuestro
cielo
y
nuestro
infierno.
Un
templo
maya,
una
catedral
medieval
o un
palacio
barroco
eran
algo
más
que
monumentos;
puntos
sensibles
del
espacio
y el
tiempo,
observatorios
privilegiados
desde
los
cuales
el
hombre
podía
contemplar
el
mundo
y el
trasmundo
como
un
todo.
Su
orientación
correspondía
a
una
visión
simbólica
del
universo;
la
forma
y
disposición
de
sus
partes
abrían
una
perspectiva
plural,
verdadero
cruce
de
caminos
visuales:
hacia
arriba
y
abajo,
hacia
los
cuatro
puntos
cardinales.
Punto
de
vista
total
sobre
la
totalidad.
Esas
obras
no
sólo
eran
una
visión
del
mundo
sino
que
estaban
hechas
a su
imagen:
eran
una
representación
de
la
figura
del
universo,
su
copia
o su
símbolo.
La
técnica
se
interpone
entre
nosotros
y el
mundo,
cierra
toda
perspectiva
a la
mirada.
...La
técnica
no
es
ni
una
imagen
ni
una
visión
del
mundo;
no
es
una
imagen
porque
no
tiene
por
objeto
representar
o
reproducir
a la
realidad;
no
es
una
visión
porque
no
concibe
al
mundo
como
figura
sino
como
algo
más
o
menos
maleable
para
la
voluntad
humana.
Para
la
técnica
el
mundo
se
presenta
como
resistencia,
no
como
arquetipo:
tiene
realidad,
no
figura.
Esa
realidad
no
se
puede
reducir
a
ninguna
imagen
y
es,
al
pie
de
las
letras,
inimaginable.
El
saber
antiguo
tenía
por
fin
último
la
contemplación
de
la
realidad,
fuese
presencia
sensible
o
forma
ideal;
el
saber
de
la
técnica
aspira
a
sustituir
la
realidad
real
por
un
universo
de
mecanismos.
Los
artefactos
y
utensilios
del
pasado
estaban
en
el
espacio;
los
mecanismos
modernos
lo
alteran
radicalmente.
El
espacio
no
sólo
se
puebla
de
máquina
que
tienden
al
automatismo
o
que
son
ya
autómatas
sino
que
es
un
campo
de
fuerzas,
un
mundo
de
energías
y
relaciones
-algo
muy
distinto
a
esa
extensión
o
superficie
más
o
menos
estable
de
las
antiguas
cosmologías
y
filosofías.
El
tiempo
de
la
técnica
es,
por
una
parte,
ruptura
de
los
ritmos
cósmicos
de
las
viejas
civilizaciones;
por
otra
parte,
aceleración
y, a
la
postre,
cancelación
del
tiempo
cronométrico
moderno...
En
suma,
la
técnica
se
funda
en
una
negación
del
mundo
como
imagen.
Y
habría
que
agregar:
gracias
a
esa
negación
hay
técnica.
No
es
la
técnica
la
que
niega
la
imagen
del
mundo;
es
la
desaparición
de
la
imagen
del
mundo
lo
que
hace
posible
la
técnica.
3.
El
poema,
Dios
y
religión
...La
vida
concreta
es
la
verdadera
vida,
por
oposición
al
vivir
uniforme
que
intenta
imponernos
la
sociedad
contemporánea.
Breton
ha
dicho:
la
véritable
existence
est
ailleurs.
Ese
allá
está
aquí,
siempre
aquí
y en
este
momento.
La
verdadera
vida
no
se
opone
ni a
la
vida
cotidiana
ni a
la
heroica;
es
la
percepción
del
relampagueo
de
la
otredad
en
cualquier
de
nuestros
actos,
sin
excluir
a
los
más
nimios.
Con
frecuencia
se
engloba
a
estos
bajo
un
nombre
a mi
juicio
inexacto:
la
experiencia
espiritual.
Nada
permite
afirmar
que
se
trate
de
algo
predominantemente
espiritual;
nada,
además,
hace
pensar
que
el
espíritu
sea
realmente
distinto
de
la
vida
corpórea
y a
lo
que,
también
con
inexactitud,
llamamos
materia.
Esas
experiencias
son
y no
son
excepcionales.
Ningún
método
exterior
o
interior
-
trátese
de
la
meditación,
las
drogas,
el
erotismo,
las
prácticas
ascéticas
o
cualquier
otro
medio
físico
o
mental-
puede
por
sí
solo
suscitar
la
aparición
de
la
otredad.
Es
un
don
imprevisto,
un
signo
que
la
vida
hace
a la
vida
sin
que
el
recibirlo
entrañe
mérito
o
diferencia
alguna,
ya
sea
de
orden
moral
o
espiritual.
Cierto,
hay
situaciones
propicias
y
temperamentos
más
afinados
pero
aun
en
esto
no
hay
regla
fija.
Experiencia
hecha
del
tejido
de
nuestros
actos
diarios,
la
otredad
es
ante
todo
percepción
simultánea
de
que
somos
otro
sin
dejar
de
ser
lo
que
somos
y
que,
sin
cesar
de
estar
en
donde
estamos,
nuestro
verdadero
ser
están
en
otra
parte.
Somos
otra
parte.
En
otro
parte
quiere
decir:
aquí,
ahora
mismo
mientras
hago
esto
o
aquello.
Y
también:
estoy
solo
y
estoy
contigo,
en
un
no
sé
dónde
que
es
siempre
aquí.
Contigo
y
aquí:
¿Quieres
eres
tú,
quien
soy
yo,
en
dónde
estamos
cuando
estamos
aquí?
Irreductible,
elusiva,
indefinible,
imprevisible
y
constantemente
presente
en
nuestras
vidas,
la
otredad
se
confunde
con
la
religión,
la
poesía,
el
amor
y
otras
experiencias
afines.
Aparece
con
el
hombre
mismo,
de
modo
que
puede
decirse
que
si
el
hombre
se
hizo
hombre
por
otra
del
trabajo,
tuvo
conciencia
de
sí
gracias
a la
percepción
de
su
radical
otredad:
ser
y no
ser
lo
mismo
que
el
resto
de
los
animales.
Desde
el
paleolítico
inferior
hasta
nuestros
días
esa
revelación
ha
nutrido
a la
magia,
a la
religión,
a la
poesía,
al
arte
y
asimismo
a
diario
imaginar
y
vivir
de
hombres
y
mujeres.
Las
civilizaciones
del
pasado
integraron
en
su
visión
del
mundo
las
imágenes
y
percepciones
de
la
otredad;
la
sociedad
contemporánea
los
condena
en
nombre
de
la
razón,
la
ciencia,
la
moral
y la
salud.
Las
prohibiciones
actuales
las
desvían
y
deforman,
les
dan
mayor
virulencia,
no
las
suprimen.
Llamaría
otredad
una
experiencia
básica
si
no
fuese
porque
consiste
una
suerte
de
vuelvo
inmóvil,
como
si
las
bases
del
mundo
y
las
de
su
propio
ser
se
hubiese
desvanecido.
Aunque
se
trata
de
una
experiencia
más
vasta
que
la
religiosa
y
que
es
anterior
a
ella,
el
pensamiento
racionalista
la
condena
con
la
misma
decisión
con
que
condena
a la
religión.
Tal
vez
no
sea
inútil
repetir
que
la
crítica
moderna
de
la
religión
reduce
lo
divino
judeo-cristiano
a un
Dios
creador,
único
y
personal.
Olvida
así
que
hay
otras
concepciones
de
lo
divino,
desde
el
animismo
primitivo
hasta
el
ateísmo
de
ciertas
sectas
y
religiones
orientales.
El
ateísmo
occidental
es
polémico
y
antirreligioso;
el
oriental,
al
ignorar
la
noción
de
un
dios
creador,
es
una
contemplación
de
la
totalidad
en
la
que
los
extremos
entre
dios
y
criatura
se
disipan.
Por
lo
demás,
a
despecho
de
su
antideísmo,
nuestro
ateísmo
no
es
menos
"religioso"
que
nuestro
deísmo;
una
gran
poeta
francés,
conocido
por
la
violencia
de
sus
convicciones
antirreligiosas,
me
dijo
una
vez:
el
ateísmo
es
un
acto
de
fe.
En
esa
frase,
no
desprovista
de
grandeza,
hay
como
un
eco
de
Tertuliano
y
aun
de
San
Agustín.
En
fin,
la
idea
misma
de
religión
es
una
noción
occidental
abusivamente
aplicada
a
las
creencias
de
la
otras
civilizaciones.
El
Sanatana
darma
-que
abraza
a
varias
"religiones",
algunas
ateas
como
el
sistema
samkya-
o el
taoísmo
difícilmente
pueden
llamarse
religiones,
en
el
sentido
que
se
da
en
Occidente
a
esta
palabra:
no
postulan
ni
una
ortodoxia
ni
una
vida
ultraterrena...la
experiencia
de
lo
divino
es
más
antigua,
inmediata
y
original
que
todas
las
concepciones
religiosas.
No
se
agota
en
la
idea
de
un
Dios
personal
ni
tampoco
en
la
de
muchos:
todas
las
deidades
emergen
de
lo
divino
y a
su
seno
regresan.
Recordaré,
por
último,
algo
que
muchas
veces
se
ha
dicho:
al
extirpar
la
noción
de
divinidad
el
racionalismo
reduce
al
hombre.
Nos
libera
de
Dios
pero
nos
encierra
en
un
sistema
aún
más
férreo.
La
imaginación
humillada
se
venga
y
del
cadáver
de
Dios
brotan
fetiches
atroces:
en
Rusia
y
otros
países,
la
divinización
del
jefe,
el
culto
a la
letra
de
las
escrituras,
la
deificación
del
partido;
entre
nosotros,
la
idolatría
del
yo
mismo.
Ser
uno
mismo
es
condenarse
a la
mutilación,
pues
el
hombre
es
apetito
perpetuo
de
ser
otro.
La
idolatría
del
yo
conduce
a la
idolatría
de
la
propiedad;
el
verdadero
dios
de
la
sociedad
cristiana
occidental
se
llama
dominación
sobre
los
otros.
Concibe
al
mundo
y
los
hombres
como
mis
propiedades,
mis
cosas.
El
árido
mundo
actual,
el
infierno
circular,
es
el
espejo
del
hombre
cercenado
de
su
facultad
poetizante.
Se
ha
cerrado
todo
contacto
con
esos
vastos
territorios
de
la
realidad
que
se
rehúsan
a la
medida
y a
la
cantidad,
con
todo
aquello
que
es
cualidad
pura,
irreductible
a
género
y
especie:
la
sustancia
misma
de
la
vida.
La
rebelión
de
los
poetas
románticos
y la
de
sus
herederos
modernos
no
fue
tanto
una
propuesta
contra
el
destierro
de
Dios
como
una
búsqueda
de
la
mitad
perdida,
descenso
a
esa
región
que
nos
comunica
con
lo
otro.
Por
esto
no
encontraron
lugar
en
ninguna
ortodoxia
y su
conversión
a
esta
o
aquella
creencia
nunca
fue
total.
Detrás
de
Cristo
o de
Orfeo,
de
Luzbel
o de
María,
buscaba
esa
realidad
de
realidades
que
llamamos
lo
divino
o lo
otro.
La
situación
de
los
poetas
contemporáneos
difiere
en
esto
radicalmente.
Heidegger
lo
ha
expresado
de
una
manera
admirable:
Llegamos
tarde
para
los
dioses
y
muy
pronto
para
el
ser;
y
agrega:
cuyo
iniciado
poema
es
el
hombre.
El
hombre
es
lo
inacabado,
aunque
sea
cabal
en
su
misma
inconclusión;
y
por
eso
hace
poemas,
imágenes
en
las
que
se
realiza
y se
acaba
sin
acabarse
del
todo
nunca.
El
mismo
es
un
poema:
es
el
ser
siempre
en
perpetua
posibilidad
de
ser
completamente
y
cumpliéndose
así
en
su
no-acabamiento.
Pero
nuestra
situación
histórica
se
caracteriza
por
el
demasiado
tarde
y el
muy
pronto.
Demasiado
tarde:
en
la
luz
indecisa,
los
dioses
ya
desaparecidos,
hundidos
sus
cuerpos
radiantes
en
el
horizonte
que
devora
todas
las
mitologías
pasadas;
muy
pronto:
el
ser,
la
experiencia
central
de
su
verdadera
presencia.
Andamos
perdidos
entre
las
cosas,
nuestros
pensamientos
son
circulares
y
percibimos
apenas
algo
que
emerge,
sin
nombre
todavía.
La
experiencia
de
la
otredad
abarca
las
dos
notas
extremas
de
un
ritmo
de
separación
y
reunión,
presente
en
todas
las
manifestaciones
del
ser,
desde
las
físicas
hasta
las
biológicas.
En
el
hombre
ese
ritmo
se
expresa
como
caída,
sentirse
sólo
en
un
mundo
extraño,
y
como
reunión,
acorde
con
la
totalidad.
Todos
los
hombres,
sin
excepción,
por
un
instante,
hemos
entrevisto
la
experiencia
de
la
separación
y de
la
reunión.
El
día
en
que
de
verdad
estuvimos
enamorados
y
supimos
que
ese
instante
era
para
siempre;
cuando
caímos
en
el
sinfin
de
nosotros
mismos
y el
tiempo
abrió
sus
entrañas
y
nos
contemplamos
como
un
rostro
que
se
desvanece
y
una
palabra
que
se
anula;
la
tarde
en
que
vimos
el
árbol
aquel
en
medio
del
campo
y
adivinamos,
aunque
ya
no
lo
recordemos,
que
decían
las
hojas,
la
vibración
del
cielo,
la
reverberación
del
mundo
blanco
golpeado
por
la
luz
última;
una
mañana,
tirados
en
la
yerba,
oyendo
la
vida
secreta
de
las
plantas;
o de
noche,
frente
al
agua
entre
las
rocas
altas.
Solos
o
acompañados
hemos
visto
al
Ser
y el
Ser
nos
ha
visto.
¿Es
la
otra
vida?
Es
la
verdadera
vida,
la
vida
de
todos
los
días.
Sobre
la
otra
que
nos
prometen
las
religiones,
nada
podemos
decir
con
certeza.
Parece
demasiada
vanidad
y
engolosinamiento
con
nuestro
propio
yo
pensar
en
su
supervivencia;
reducir
toda
existencia
al
modelo
humano
y
terrestre
revela
cierta
falta
de
imaginación
ante
las
posibilidades
del
ser.
Debe
haber
otras
formas
de
ser
y
quizás
morir
sólo
sea
un
tránsito.
Dudo
que
ese
tránsito
puede
ser
sinónimo
de
salvación
o
perdición
personal.
En
cualquier
caso,
aspiro
al
ser,
al
ser
que
cambian,
no a
la
salvación
del
yo.
No
me
preocupa
la
otra
vida
allá,
sino
aquí.
La
experiencia
de
la
otredad
es,
aquí
mismo,
la
otra
vida.
La
poesía
no
se
propone
consolar
al
hombre
de
la
muerte
sino
hacerle
vislumbrar
que
vida
y
muerte
son
inseparables:
son
la
totalidad.
Recuperar
la
vida
concreta
significa
reunir
la
pareja
vida-muerte,
reconquistar
lo
uno
en
lo
otro,
el
tú
en
el
yo,
y
así
descubrir
la
figura
del
mundo
en
la
dispersión
de
sus
fragmentos.
4.
Poesía
y
búsqueda
del
sentido
Todo
escritura
convoca
a un
lector.
La
del
poema
venidero
suscita
la
imagen
de
una
ceremonia:
juego,
recitación,
pasión
(nunca
espectáculo).
El
poema
será
recreado
colectivamente.
En
ciertos
momentos
y
sitios,
la
poesía
puede
ser
vivida
por
todos:
el
arte
de
la
fiesta
aguarda
su
resurrección.
La
fiesta
antigua
estaba
fundada
en
la
concentración
y
encarnación
del
tiempo
mítico
en
un
espacio
cerrado,
vuelto
de
pronto
el
centro
del
universo
por
el
descenso
de
la
divinidad.
Una
fiesta
moderna
obedecería
a un
principio
contrario;
la
dispersión
de
la
palabra
en
distintos
espacios,
y su
ir y
venir
de
uno
a
otro,
su
perpetua
metamorfosidad,
sus
bifurcaciones
y
multiplicaciones,
su
reunión
final
en
un
solo
espacio
y
una
sola
frase.
Ritmo
hecho
de
un
doble
movimiento
de
preparación
y
reunión.
Pluralidad
y
simultaneidad;
convocación
y
gravitación
de
la
palabra
en
un
aquí
magnético.
Así,
leído
en
silencio
por
un
solitario
o
escuchado
y
tal
vez
dicho
en
un
grupo,
el
poema
conjura
la
noción
de
un
teatro.
La
palabra,
la
unidad
rítmica:
la
imagen,
es
el
personaje
único
de
ese
teatro;
el
escenario
es
una
página,
una
plaza
o un
lote
baldío;
la
acción,
la
continua
reunión
y
separación
del
poema,
héroe
solitario
y
plural
en
perpetuo
diálogo
consigo
mismo:
pronombre
que
se
dispersa
en
todos
los
pronombres
y
reabsorbe
en
un
solo,
inmenso,
que
no
será
nunca
el
yo
de
la
literatura
moderna.
...La
poesía
nace
en
silencio,
y el
balbuceo,
en
el
no
poder
decir,
pero
aspira
irresistiblemente
a
recuperar
el
lenguaje
como
realidad
total.
El
poeta
vuelve
palabra
todo
lo
que
toca,
sin
excluir
al
silencio
y a
los
blancos
del
texto.
Los
recientes
intentos
de
sustituir
la
palabra
por
meros
sonidos-letras
y
otros
ruidos
son
aun
mas
desafortunados
y
menos
ingeniosos
que
los
caligramas:
la
poesía
se
pierde
sin
que
la
música
gane.
Es
la
otra
poesía
de
la
música
y
otra
la
música
de
la
poesía.
El
poema
acoge
al
grito,
al
giro
de
vocablo,
a la
palabra
gangrenada,
al
murmullo,
al
ruido
y al
sin
sentido:
no a
la
insignificancia.
La
destrucción
del
sentido
tuvo
sentido
en
el
momento
de
la
rebelión
dadaísta
y
aun
podría
tenerlo
ahora
si
entrañase
un
riesgo
y no
fuera
una
concesión
más
al
anonimato
de
la
publicidad.
En
una
época
en
la
que
el
sentido
de
las
palabras
se
ha
desvanecido,
estas
actividades
no
son
diversas
a
las
de
un
ejército
que
ametrallase
cadáveres.
Hoy
la
poesía
no
puede
ser
destrucción
sino
búsqueda
del
sentido.
Nada
sabemos
de
ese
sentido
porque
la
significación
no
está
en
lo
que
ahora
se
dice
sino
más
allá
en
un
horizonte
que
apenas
se
aclara.
Realidad
sin
rostro
y
que
está
ahí,
frente
a
nosotros,
no
como
un
muro:
como
un
espacio
vacante.
¿Quién
sasbe
cómo
será
realmente
lo
que
viene
y
cuál
es
la
imagen
que
se
forma
en
un
mundo
que,
por
primera
vez,
tiene
conciencia
de
ser
un
equilibrio
inestable
flotando
en
pleno
infinito,
un
accidente
entre
las
innumerables
posibilidades
de
la
energía?
Escritura
en
un
espacio
cambiante,
palabra
en
el
aire
o en
la
página,
ceremonia:
el
poema
es
un
conjunto
de
signos
que
buscan
un
significado,
un
ideograma
que
gira
sobre
sí
mismo
y
alrededor
de
un
sol
que
todavía
no
nace.
La
significación
ha
dejado
de
iluminar
al
mundo;
por
eso
hoy
tenemos
realidad
y no
imagen.
Giramos
en
torno
a
una
ausencia
y
todos
nuestros
significados
se
anulan
ante
esa
ausencia.
En
su
rotación
el
poema
emite
luces
que
brillan
y se
apagan
sucesivamente.
El
sentido
de
ese
parpadeo
no
es
la
significación
última
pero
es
la
conjunción
instantánea
del
yo y
tú.
Poema:
búsqueda
del
tú.
Los
poetas
del
siglo
pasado
y de
la
primera
mitad
del
que
corre
consagraron
con
la
palabra
a la
palabra.
La
exaltaron
inclusive
al
negarla.
Esos
poemas
en
los
que
la
palabra
se
vuelve
sobre
sí
misma
son
irrepetibles.
¿Qué
o
quién
puede
nombrar
hoy
la
palabra?
Recuperación
de
la
otredad,
proyección
del
lenguaje
en
un
espacio
despoblado
por
todas
las
mitologías,
el
poema
asume
la
forma
de
la
interrogación.
No
es
el
hombre
el
que
pregunta:
el
lenguaje
nos
interroga.
Esa
pregunta
nos
engloba
a
todos.
Durante
más
de
ciento
cincuenta
años
el
poeta
se
sintió
aparte,
en
ruptura
con
la
sociedad.
Cada
recopilación,
con
las
Iglesias
o
los
partidos,
terminó
en
nueva
ruptura
o en
la
anulación
del
poeta.
Amamos
a
Claudel
o a
Mayakovski
no
por
sino
a
despecho
de
sus
ortodoxias,
por
lo
que
tiene
su
palabra
de
soledad
irreductible.
La
soledad
del
nuevo
poeta
es
distinta;
no
está
solo
frente
a
sus
contemporáneos
sino
frente
al
porvenir.
Y
este
sentimiento
de
incertidumbre
lo
comparte
con
todos
los
hombres.
Su
destierro
es
el
de
todos.
De
un
tajo
se
han
cortado
los
lazos
que
nos
unían
al
pasado
y al
futuro.
Vivimos
un
presente
fijo
e
interminable
y,
no
obstante,
en
continuo
movimiento.
Presente
flotante.
No
importa
que
los
despojos
de
todas
las
civilizaciones
se
acumulen
en
nuestros
museos;
tampoco
que
todos
los
días
las
ciencias
humanas
nos
enseñen
algo
más
sobre
el
pasado
del
hombre.
Esos
pasados
lejanos
no
son
el
nuestro;
si
deseamos
reconocernos
en
ellos
es
porque
hemos
dejado
de
reconocernos
en
el
que
nos
pertenecía.
Asimismo,
el
futuro
que
se
prepara
no
se
parece
al
que
pensó
y
quiso
nuestra
civilización.
Ni
siquiera
podemos
afirmar
que
tenga
parecido
alguno;
no
solo
ignoramos
su
figura
sino
que
su
esencia
consiste
en
no
tenerla.
Situación
única:
por
primera
vez
el
futuro
carece
de
forma.
Antes
del
nacimiento
de
la
conciencia
histórica,
la
forma
del
futuro
no
era
terrestre
ni
temporal;
era
mítica
y
acaecía
en
un
tiempo
fuera
del
tiempo.
El
hombre
moderno
hizo
descender
al
futuro,
lo
arraigo
en
la
tierra
y le
dio
fecha:
lo
convirtió
en
historia.
Ahora,
al
perder
su
sentido,
la
historia
ha
perdido
su
imperio
sobre
el
futuro
y
también
sobre
el
presente.
Al
desfigurarse
el
futuro,
la
historia
cesa
de
justificar
nuestro
presente.
Las
preguntas
que
se
hace
el
poema
-¿quién
es
el
que
dice
esto
que
digo
y a
quién
se
lo
dice?-
abarca
al
poeta
y a
lector.
La
separación
del
poeta
ha
terminado;
su
palabra
brota
de
una
situación
común
a
todos.
No
es
la
palabra
de
una
comunidad
sino
de
una
dispersión;
y no
funda
o
restablece
nada,
salvo
su
interrogación.
Ayer,
quizá,
su
misión
fue
dar
un
sentido
más
puro
a
las
palabras
de
la
tribu;
hoy
es
una
pregunta
sobre
ese
sentido.
Esa
pregunta
no
es
una
duda
sino
una
búsqueda.
Y
más;
es
un
acto
de
fe.
No
una
forma
sino
unos
signos
que
se
proyectan
en
un
espacio
animado
y
que
poseen
múltiples
significados
posibles.
El
significado
final
de
esos
signos
no
lo
conoce
aún
el
poeta:
está
en
el
tiempo,
el
tiempo
que
entre
todos
hacemos
y
que
a
todos
nos
deshace.
Mientras
tanto,
el
poeta
escucha.
En
en
el
pasado
fue
el
hombre
de
la
visión.
Hoy
aguza
el
oído
y
percibe
que
el
silencio
mismo
es
voz,
murmullo
que
busca
la
palabra
de
su
encarnación.
El
poeta
escucha
lo
que
dice
el
tiempo,
aun
si
dice;
nada.
Sobre
las
páginas
unas
cuantas
palabras
se
reúnen
o
desangran.
Esa
configuración
es
una
prefiguración:
inminencia
de
presencia.
Al
fin
me
sale
al
encuentro;
la
lira,
que
consagra
al
hombre
y
así
le
da
un
puesto
en
el
cosmos;
el
arco,
que
lo
dispara
más
allá
de
sí
mismo.
Toda
creación
poética
es
histórica;
todo
poema
es
apetito
por
negar
la
sucesión
y
fundar
un
reino
perdurable.
Si
el
hombre
es
trascendencia,
ir
más
allá
de
sí,
el
poema
es
el
signo
más
puro
de
ese
continuo
trascenderse,
de
ser
permanente
imaginarse.
El
hombre
es
imagen
porque
se
trasciende.
Quizá
conciencia
histórica
y
necesidad
de
trascender
la
historia
no
sean
sino
los
nombres
que
ahora
damos
a
este
antiguo
y
perpetuo
desgarramiento
del
ser,
siempre
separado
de
sí,
siempre
en
busca
de
sí.
El
hombre
quiere
ser
uno
con
sus
creaciones,
reunirse
consigo
mismo
y
con
sus
semejantes:
ser
el
mundo
sin
cesar
de
ser
él
mismo.
Nuestra
poesía
es
conciencia
de
la
separación
y
tentativa
por
reunir
lo
que
fue
separado.
En
el
poema,
el
ser
y el
deseo
de
ser
pactan
por
un
instante,
como
el
fruto
y
los
labios.
Poesía,
momentánea
reconciliación:
ayer,
hoy,
mañana;
aquí
y
allá;
tú,
yo,
él,
nosotros.
Toda
está
presente:
será
presencia.
(*)
(*)
Fuente:
Octavio
Paz,
Los
signos
en
rotación
y
otros
ensayos,
Barcelona
ediciones
Altaya,
1995.
Tomado
de
www.temakel.com.ar
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