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OTROS TEXTOS
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Luis Gruss

 
De su libro Malos Poetas
 

Prólogo

Más de seis años demoró el francés Alain Meilland para crear la primera rosa perfecta. Tallo largo, treinta y cinco pétalos de seda, capullo cónico y una vida asegurada de quince días felices. La rosa de Meilland no tiene espinas ni perfume. La rosa de Meilland no es una rosa. Conozco a famosos coleccionistas de seres y objetos despojados para siempre de su razón de ser. Mariposas disecadas y aprisionadas por un vidrio, copas de cristal que nadie volverá a llenar de vino, redes inútiles para atrapar peces o sirenas, llaves que ya no sirven para abrir ninguna puerta. A veces pienso incluso que nosotros, circunstanciales pasajeros de un siglo agonizante, somos los últimos sobrevivientes de una edad ya sepultada. Los últimos que vimos el mar una mañana, los últimos que sentimos el olor de la tierra mojada por la lluvia. Y acaso por eso, como lo pidió Rilke en sus plegarias, debamos dedicarnos a conservar el recuerdo de todas las cosas vividas y sentidas, su valor humano, la esencia irreductible que las convierte en lo que son.
Los textos que siguen, más allá de su carácter fragmentario y de la diversidad temática, están animados por un mismo deseo de recuperar el mar de una mañana, la casa y el árbol de los dibujos infantiles, el olor de la tierra mojada por una lluvia de verdad. Me interesan las rosas y las pasiones que nacen porque sí, aunque duren un día. Las rosas con cirrosis, las rosas con espinas, las rosas con pétalos y tallos incompletos. Con no poca frecuencia el ideal de belleza termina matando a la belleza. Y la divina proporción puede ahogarnos. Por suerte los malos poetas de los que hablo aquí no alcanzan nunca ese estado de nirvana. Buscan y no encuentran. Se equivocan. Se cansan. Fracasan. Insisten. Y es precisamente esa obstinación casi demencial la que los vuelve hermosos y los convierte en ejemplares únicos.
Recuerdo que hace años, asistiendo por primera vez a un taller de arte, el maestro intuyó mis miedos de principiante y me dijo que no existe nada más inexpresivo y frío que la hoja blanca. "Tenés que calentar el papel", me dijo. Y fue así, con trazos inicialmente balbuceantes, que empecé a hacer mi primer dibujo. Una noche creí que por fin la obra estaba terminada. Pero no sé si fue una pincelada de más, el roce de mi propia mano o un rayón involuntario lo que conspiró para que en un segundo se malograra el trabajo de varios meses. Para mi asombro, cuando desconsolado le mostré al maestro lo que había pasado, él me miró casi maravillado. "Aprovechá esa mancha plásticamente --me dijo--. No la borres, incorporala a tu obra". Tuvo que pasar bastante tiempo para que yo entendiera lo que esas palabras encerraban. Ahora pienso que en la mancha, precisamente, se oculta buena parte del secreto de una obra y por qué no de una vida. No comulgo con los que se dedican a ahorrarnos las fatigas y los desgarramientos de la existencia. No predico la abstinencia para combatir los peligros del amor. No quiero ver en mi jardín a la rosa pura y casta de Meilland. Pero aún así debo admitir que en ciertas noches --maldita contradicción-- no puedo dejar ni por un instante de soñar con ella.

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El resto es agua

Roguemos por el hombre que confundió
un botón con una pastilla contra la acidez
y murió atragantado en un hotel.
John Cheever

El cuerpo humano, urbano y contemporáneo se compone básicamente de pastillas. El resto es agua, y se administra en vasos al solo efecto de facilitar un llenado veloz de los espacios conflictivos o vacíos. Afortunadamente la farmacología universal nos ha provisto con todos los estímulos necesarios para seguir viviendo a pleno. A la mañana nos saludamos con lexotanil y la sensación de placer es inmediata. Algunas horas más tarde el efecto de la droga se amortigua y entonces sobreviene como siempre la tristeza. Para los que a veces padecemos esa sensación improductiva, una buena dosis de antidepresivos es la solución ideal. La alegría se convierte en puro impulso. Y la vida adquiere el color claro e indeleble de las rosas sin perfume. A la tarde ya no recordamos ni cómo se llamaba nuestra primera novia. Y a la noche sólo pensamos en hacer el amor con la carne trémula y una bien dosificada mezcla de olvido y desesperación. Tampoco aquí hay por qué preocuparse. Previendo la posibilidad de que algo no esté a la altura de las circunstancias, un cóctel de sustancias duras y modernas hará que los estandartes no decaigan. Las drogas nuevas y viejas, las legales y las prohibidas, están al alcance de todos. Para amar, para odiar, para reír, para bailar, para dormir con el enemigo y despertar sin vomitar. Ahora existe una pastilla para cada necesidad. Dejamos de buscar adentro lo que afuera se nos brinda procurando el bienestar. Y si aún así quedaran espacios sin cubrir, podemos leer el diario al levantarnos, y hacer zapping antes de dormir.

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Tres deseos

El cohete acaba de estallar. Tres astronautas quedan flotando a la deriva con plena conciencia de su situación. Mientras se disparan sin control como flechas mudas, dos de ellos se trenzan en una absurda discusión parecida a la que a veces sostienen los matrimonios en la cama o los taxistas que se rozan en la calle. Sereno y pensativo, en cambio, el tercero cae lentamente sobre la atmósfera terrestre. Mientras sus últimos instantes se consumen como llamas en el agua, el hombre comprende que su vida no ha tenido sentido. Fue egoísta, mezquino, indiferente. Recibió mucho y no dio nada. Pensó que el amor es un deporte donde lo que se usa se tira o se regala. Repentinamente su cuerpo se inflama, se enciende, se consume. Allá abajo, en un pequeño jardín del inmenso planeta, una niña mira el cielo tratando de adivinar a qué se parecen las nubes que pasan. Su mamá cuelga sábanas en la soga. Algo brilla y se apaga en el infinito. Emocionada y feliz por el hallazgo, la niña corre con la noticia de que ha visto una estrella fugaz. "Pensá tres deseos", le dice la madre.
También nosotros somos, en algún sentido, ese astronauta que se precipita como un meteoro sobre la tierra. Por más inútil y absurda que haya sido hasta ahora nuestra existencia, aún estamos a tiempo de cambiar. Tenemos a mano la posibilidad, y acaso el deber, de dejar al menos un sueño o una esperanza en los que nos rodean. Una frase inconclusa, una canción, tres deseos como esos que se encienden en un chico cuando apaga las velitas. Contra toda indiferencia, contra toda frialdad, las señales de vida llegan siempre adonde tienen que llegar.

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El extraño fútbol de los mayas

Cuando los antiguos mayas eran libres, honraban a sus dioses jugando al fútbol hasta morir. A Chichén Itzá, Tulum y otras ciudades llegaban los equipos seleccionados entre los mejores representantes de la raza. Cuerpos bien formados y lujosamente ataviados se medían en certámenes que a veces duraban semanas enteras. El juego de pelota, como lo llamaban, tenía poco que ver en realidad con el fútbol actual. El balón, confeccionado con hule macizo, era extraordinariamente pesado. Los jugadores --que la multitud alentaba con murmullos tan suaves como la brisa de Cancún-corrían por el campo haciendo gala de una extrema precisión y rapidez. Las estrictas reglas fijadas por los sacerdotes les impedían tocar la pelota con las manos; sólo podían impulsarla con golpes de cadera, piernas y brazos. Pero lo más extraño de todo era el trágico desenlace de los partidos. Porque debido a que el juego era considerado una ceremonia esencialmente religiosa, el equipo ganador era premiado con la decapitación inmediata de todos sus integrantes. La sangre derramada de estos inigualables deportistas servía entre otras cosas para aplacar el enojo de los dioses y fertilizar la tierra, un privilegio que ninguno de los elegidos osaba despreciar. Los perdedores, en cambio, compensaban esa terrible humillación con la posibilidad de retornar a sus aldeas junto a sus hijos y mujeres, cantando alabanzas al maíz y a las doradas manzanas del sol. Cambiaban el sacrificio heroico y triunfal por una vida sin gloria. Hoy resulta demasiado fácil deducir que, a veces, perder es casi la única manera de ganar.

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Volver a empezar

Hokusai, el fabuloso artista japonés, eligió setenta nombres diferentes para señalar sus setenta renacimientos. No todos tenemos ese talento y mucho menos la audacia necesaria para volver a empezar tantas veces. Poco a poco la piel encallece y el alma se resuelve en una bien dosificada mezcla de peso y herrumbre. La extraña fuerza de esa pesadumbre impone finalmente sus fueros al poder subversivo del deseo. La conveniencia nos torna conservadores; calculamos mejor cada nuevo paso, cada gesto, cada palabra que pronunciamos ya sin el fervor de la primera vez. Y mientras quemamos amablemente viejas cartas, fotos y banderas clandestinas, sabemos, sin embargo, que una sola gota de lluvia podría bastarnos para despertar de nuevo antes de dormir. Acaso una voz, un viento repentino o una canción escuchada al azar podrían, si quisiéramos, desarmar de un soplo todo el andamiaje. Pero nuestra piel no muda tan fácil como la de ciertos animales. Y ya se sabe que no a cualquier gusano le crecen alas porque sí. Nos aferramos entonces al nombre, al título, al cargo laboral y a las cargas de familia. Nos colocamos una máscara adecuada y una armadura de ocasión. Dejamos ya de contestar el teléfono qué de eso se encarga el contestador- caminamos cuidadosamente por la calle y, al llegar a casa, le ponemos siete cerrojos a la condenada puerta. Pero a la larga ninguna precaución es suficiente. Alguien llama, alguien se acerca. Y por alguna ventanita que olvidamos cerrar en el desván, vuelven siempre a importunarnos las setenta vidas posibles de Hokusai, el deslumbrante artista japonés.

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Náufragos del Chat

Por breves e inútiles instantes un hombre y una mujer dialogan como pueden y a los gritos desde sus respectivos automóviles. Los dos alcanzan a cambiar apenas unas pocas y entrecortadas palabras mientras el semáforo en rojo frena por algunos segundos la loca carrera de sus autos y sus vidas. Después el ritmo ululante y febril de la ciudad vuelve a convertirlos en los eternos náufragos de un cuento inconcluso. Esta historia de almas en fuga recuerda demasiado al desesperado diálogo que sostienen los cibernautas en las salas de chat. Quién lo ha probado sabe ya de qué se trata. Uno adopta un nombre que puede no ser el verdadero, una personalidad y una edad que también pueden ser modificadas sin límite, y así establece un contacto virtual y flotante con alguien que muy probablemente haya hecho lo mismo en el otro extremo de la red. Una forma de empezar de una vez esta charla entre fantasmas puede ser formular la pregunta de práctica: ¿hay alguien ahí? Las voces convertidas de pronto en grafismos imperfectos y apurados acuden al llamado como un montón de abejas africanas. El espacio empieza a llenarse de onomatopeyas, signos, bromas, llamados, ruegos y todo tipo de atrevimientos que el anonimato convierte con frecuencia en actos de amor doblemente frustrados. La conversación suele terminar de pronto y a veces en el mejor momento por causas ajenas a la voluntad de los que dialogan. La pantalla se oscurece, el zumbido de abejas se amortigua hasta desaparecer, y los virtuales amantes unidos por el chat vuelven a preguntarse si de veras hay alguien ahí, y si acaso no sería mejor volver al olvidado reino de las palabras y las cosas.

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Beneficios del amor

Se habla mucho, acaso demasiado, sobre el lado oscuro del amor. La abundancia de crímenes pasionales, para colmo, parece dar razón a los enemigos del factor sentimental. Pero a lo sumo ese fenómeno confirma que el enamorado puede sucumbir a los efluvios de un fervor extraño, y que a veces, incluso, termina sumido en graves dolencias. El desastroso final de Romeo y Julieta representa un permanente llamado de atención para los amantes de todos los tiempos. Y dado que raramente nos enamoramos de la persona que nos conviene, el aspecto antieconómico e irracional del romance prende finalmente, como una llama helada, en el corazón de la época. Ya es hora, por lo tanto, de rescatar el poder altamente productivo de este sentimiento. Los pueblos primitivos lo conocían de sobra. Y hasta era habitual que las parejas hicieran el amor junto a los sembrados, en la creencia de que el coito infundiría nueva fuerza a las semillas. Pero aún al margen de los mitos, nadie puede negar el carácter transformador de la pasión amorosa. La férrea voluntad de los protagonistas no tiene igual. Su buen humor los torna siempre dispuestos a prodigar actos amistosos cuyos efectos llegan más allá del ser amado. La rara armonía conseguida, además, entra en conflicto con la desarmonía esencial del mundo, y esto redunda a la larga en cambios existenciales difíciles de mensurar. En este sentido, claro está, no faltarán los que acusen a los amantes de ser los subversivos de nuestro tiempo. Es muy posible que así sea. Porque los enamorados, al igual que los guerrilleros de alma, están siempre dispuestos a inmolarse por la causa.

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La vida bonsái

Hay un árbol que no da sombra ni leña para el hogar. Hay un bosque rodeando a una casa de muñecas. Hay un incendio invisible sobre la cabeza de un fósforo. La vida en escala, aves de colección y hojas levemente agitadas por un viento embalsamado. La palabra bonsai no admite plural, un dato que ya dice algo del singular tamaño del objeto. Quiere decir árbol en maceta, una noción fácilmente comparable a mares envasados o amores en rodajas. La diferencia es que los bonsai realmente existen y ya se cuentan por millones. Al igual que ellos, a casi todo el mundo le faltan cielo y tierra para crecer. Los que viajan en subte o trabajan en oficinas no pueden estirar las ramas. A algunos incluso tuvieron que cortarles un poco la raíz como para que no siguieran creciendo tanto en un territorio habitado únicamente por pigmeos. Otros sobreviven como pueden en bonitos acuarios divididos por paredes transparentes, como les ocurre a los fantásticos beta, peces irascibles de la India. Separados entonces por un vidrio nos miramos unos a otros sin tocarnos.
Los árboles en miniatura fueron descubiertos por los monjes de la antigua China. En sus caminatas de varios días por las montañas observaron ejemplares asombrosamente enanos de árboles gigantes: crecían asfixiados entre las rocas sobreponiéndose como podían a terribles condiciones. El arte de cultivar los bonsái ­acaso una muestra acabada de la obsesión oriental por reducirlo todo-- fue luego introducido en Japón por el budismo zen. Y no sería raro que tras ese empeño se ocultara una metáfora perfecta del sometimiento. La poda constante y la reducción deliberada del espacio constituyen las condiciones básicas para que un bonsai crezca sin crecer y se convierta en lo que somos.
El mundo fue al comienzo hermoso y de tamaño natural. Resultábamos pequeños al caminar entre los grandes helechos del génesis, pero descomunales al compararnos con la materia insensible de los elementos. De día cazábamos y pescábamos; de noche dibujábamos a ciegas y sin luz en la caverna. Ahora la vida bonsái impone sus reglas y la gran aventura cotidiana transcurre en pequeñas pantallas donde el universo queda reducido a un cuadrado miserable. El castigo divino, para colmo, nos expulsó para siempre del tiempo y el lugar en donde andábamos desnudos y ajenos a la idea de pecado. Cuando los árboles eran árboles tomábamos sol a orillas del mar y no como ahora entre las rejas de un jardín sin horizonte. Ahora no corremos por el bosque sino por la vereda. Y nuestros cuerpos se ejercitan entre los rígidos brazos de aparatos perfectos. En sólo un metro cuadrado las máquinas pretenden reemplazar las insustituibles acciones de remar en canoa por el río, subir la cuesta de una montaña o abrazar cuarenta veces a una mujer.
Aunque los enemigos del bonsai vean en su propagación algo así como la sombra de Frankestein, hay que admitir que no se trata de árboles manipulados genéticamente. A tal punto es así, que si se arrojaran sus semillas a campo abierto los árboles crecerían normalmente. No ocurriría lo mismo, en cambio, si lo que se planta es un bonsai liberado de la maceta que lo contenía. En ese caso el tronco ganará altura pero de una manera extraña, deforme, incomprensible, como lo hacen por aquí hombres y mujeres de formas raras y carácter taciturno. Los niños, cuando eran niños, jugaban y peleaban con sus iguales en la calle. Ahora se divierten y combaten contra hologramas en los videos. Conducen autos y motos que circulan a gran velocidad por rutas cuidadosamente dibujadas. Y hasta bombardean aldeas por error mediante el simple recurso de oprimir un botón luego de insertar un coin. Las mil y una noches de amor y encantamiento quedaron reducidas a un bonsai, al igual que las grandes distancias, los desiertos, las utopías y otras variantes del pasado.
No es poco, sin embargo. Porque aún desde la absurda condición de árboles enanos seguimos necesitando aire, tierra, fuego y agua para sobrevivir. Todavía nos crecen en el alma pequeñas hojas que tienen derecho a existir y desarrollarse también en este reino de Liliput al que fuimos confinados. Y quién sabe mañana, o en un futuro acaso más lejano, podamos ser capaces de volver a gozar de una vida sin orillas. El peso de esa esperanza no nos deja dormir.

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Mirando barcos

Pienso en los buques enormes que esperan turno para entrar al puerto. Nunca subí a ninguno. Pero ahora pienso en los tripulantes de esos buques enormes. Pienso en las horas muertas de los hombres que miran el mar con gesto de hastío. Yo que ni siquiera puedo imaginar cómo será mirar el mar con gesto de hastío. Y pienso en mi. Un enorme y oscuro buque esperando turno para entrar al puerto. EL PUERTO. Llegar a los muelles en una tarde tibia y ventosa. Avanzar guiado por un pequeño remolcador que saluda mi arribo con tres profundos toques de sirena. Le respondo ahora con una emoción desconocida. Sobre la escollera una multitud agita pañuelos blancos. Y empiezo a llorar sin saber por qué. Y miro el mar sin entender.
Pero yo estaba pensando en los buques enormes que esperan durante años una única señal. Conozco esa situación. Sé muy bien lo que es una larga nostalgia de algo o de alguien. Anduve solo muchas veces buscando un barco o una mujer. Confieso que nunca había navegado a la deriva. Jamás me había hundido en otro cuerpo como se hunden las piedras en el cielo.
Pero yo estaba pensando en los barcos sin puerto que se iluminan de noche como árboles de Navidad. Afuera el viento provoca el roce de una cortina y un vidrio como prueba de existencia. También yo tengo que hacer cosas así para que me crean.
Pero de pronto la mujer del barco me preguntó si yo quería que se quitara la ropa. Y le dije que sí porque nunca había visto a una mujer desnuda. Nunca había mirado el mar por un ojo de pescado.
Después pisé otra vez la arena fría. Sobre el océano dormían cuatro o cinco grandes buques de esos que esperan turno para entrar al puerto. Y ahora pienso en ellos con un dolor muy especial. Y pienso en mi. Y en los hombres que matan sus horas con la vaga idea de escapar.
Y no sé qué es mejor.
Muchos viajaron y están muertos. Muchos se quedaron y están igualmente muertos. Pero ahora miro fijamente esos buques enormes que esperan turno para entrar al puerto.
Y pienso en el mar. Y pienso en la tierra. Y no sé qué es mejor.

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Nicole

Dame más, pide Nicole, desafiando al hombre con los ojos. El tipo no se mueve y la mira con dureza. Su figura apenas se dibuja contra un fondo de niebla. Repentinamente la envuelve en un abrazo de lana y acero. La atrae, la somete, la oprime. Pero esta vez la noche tiene espinas. Nicole se deshace del abrazo con fastidio. Ahora no quiero que me toques. El se asombra, se irrita, quiere irse. Pero algo lo detiene. Los dos bailan envueltos por la nada. La mujer por fin cede, cae, se levanta, corre hacia el hombre en un impulso. Una ola se rompe contra el muro y lo cubre de espuma. Los cuerpos se refriegan, se funden, se anulan. Nicole se enrosca al varón por debajo de la cintura. Muerde, aúlla, olfatea con animal desesperación. Y ruega. Y ordena. Dame más.

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Vivir en la luna

Las sacerdotisas romanas eran hermosas porque se bañaban desnudas bajo la luna creciente. Johannes Kepler, el astrónomo de los sueños y las fugas, sostenía que la vida en nuestro satélite natural es más fértil que en la tierra. Y pensaba que si bien allí todo es de menor tamaño, al mismo tiempo resulta mucho más equilibrado. Hasta el cineasta Fritz Lang imaginó en 1929 a una mujer que camina sin miedo ni escafandra por una luna dulce y tierna. Por qué negarnos, entonces, a vivir allí. Durante años creímos que el escapismo es un vicio de diletantes, drogadictos y hombres sin fe. Fuimos educados en una conciencia extrema de lo real. Debíamos leer cinco diarios por día, escuchar la radio como posesos, hablar solamente de las cosas que se pueden tocar cuando muchas veces resulta más placentero tocarlas directamente y sin hablar- y no dilapidar nuestro precioso tiempo en inventar raras burbujas nuevas en el desierto de los ruidos. Pero ahora que la historia terminó, ahora que el mundo se ha transformado en un pequeño y maravilloso infierno, la idea de vivir en la luna puede ser la salvación que estábamos buscando. Derivar sin prisa por el mar de la tranquilidad, beber agua pura de los volcanes azules o hacer el amor a cualquier hora --aprovechando la complicidad del lado oscuro-- son sólo algunas de las actividades posibles. Allá no hay penas ni puñales. No hay órdenes que cumplir ni preguntas que contestar. Y encima no es preciso llevar nada. Corazón, deseo, alegría y besos es todo lo que hace falta en la luna para vivir.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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