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HERBERT READ

Los síntomas de la decadencia

Tomado del libro "Al diablo con la cultura" - Editorial Proyección (1965)

 

Los síntomas que revelan la decadencia artística de un país son la indiferencia, la vanidad y el servilismo. La indiferencia se traduce en falta de sensibilidad apreciativa respecto de las artes, actitud muy generalizada en la era industrial. Verdad es que todavía quedan cultores de un sistema superado -el del mecenazgo-. pero no son lo bastante numerosos ni influyentes para gravitar en el destino de las artes. Resulta significativo también que se circunscriban a la pintura y a la música, cuyos productos pueden utilizar en lucimiento propio, para adorno de sus casas y solaz de los amigos. Que yo sepa, hoy no existen mecenas de la poesía ni de otras manifestaciones literarias. Acaso un poeta logre malvender su autógrafo en una función de caridad, pero estaría ésta muy dejada de la mano de Dios si no pudiera procurarse los servicio -mucho más cotizados- de un campeón automovilístico o de una estrella cinematográfica.

La indiferencia es endémica. Es una enfermedad que se ha extendido a todo el cuerpo de nuestra civilización y que denota pérdida de la vitalidad. La sensibilidad está embotada: el hombre común ya no desea sentir el agudo filo de la vida: no quiere ya frescura de imaginación, exaltación y vivacidad de los sentidos. Prefiere arrastrar la existencia metido en la armadura del hastío y el cinismo; parar los golpes de la desesperación con el escudo de la frivolidad. Si es rico, podrá pagarse diversiones que aplaquen sus nervios exitados sin ocupar su mente ni avivar su imaginación. Si es pobre, se sumergirá en las baratas fantasías de Hollywood, que le permiten asomarse a la deslumbrante existencia de los ricos; o tirará sus ahorrillos en las apuestas de fútbol, con la ilusión de poder, también él, gastar algún día a manos llenas. Pero, rico o pobre, lo consume la misma fiebre de escapar de la realidad y sobre todo, del arte, espejo que reproduce, acentuándola, la realidad de la vida.

Hay una excepción a esta regla: la forman quienes creen posible someter al artista y utilizar sus obras en beneficio propio. Pasaron ya los tiempos en que el mecenazgo daba lucimiento y prestigio: a nadie se le ocurre hoy la idea de pagar a un poeta para que le dedique una epopeya. No obstante, se pueden insertar determinadas formas de arte en el ámbito comercial; o sea, que se puede valorizarlas en razón de su escacés, creada artificialmente y darle salida. Ello se aplica, sobre todo, a objetos muebles, como los cuadros. Pero el proceso que convierte al cuadro en mercancía no es sencillo: hay que crear la demanda y restringir la oferta. No quiero decir con esto, que se pueda crear la demanda pasando por encima del valor artístico; quiero decir, en cambio, que, existiendo éste, es preciso explotarlo y para explotarlo, es preciso recurrir a la vanidad, al deseo de figuración. Así, una artista que pinte cincuenta cuadros por año y los coloque entre un público amplio y anónimo a razón de 20 libras cada uno, podrá vivir con holgura pero no conocerá la fama, por lo menos, en vida. Es preciso insinuar, con sutileza y cautela, que hay personas -pocas y muy escogidas- dispuestas a pagar 1.000 libras por el raro privilegio de poseer uno de los lienzos del señor X. Y tanta es la habilidad de los vendedores, tanta su astucia, que lo consiguen. Pero reflexionemos sobre la posición de X, artista afortunado y puede que también meritorio. Sus cuadros pasan del taller al salón de ventas; desde ahí llegan al público en dosis harto parsimoniosas, de modo que no inunden el mercado. El audaz vendedor los cotizará al precio más alto que su temeridad le indique. Y luego lo comprará un sujeto cuyos caudales le permitan pagar esa exorbitante suma. Se ha creado entonces una situación en la que la obra de arte se compra no por su valor intrínseco, sino porque es una rareza comercial cuya posesión, dará prestigio al comprador.

En tal situación no hay vinculación orgánica entre el artista y el público, no hay contacto real; ha desparecido la toma y daca de la expresión y la apreciación. El artista se mueve dentro de un círculo cerrado y no tiene necesidad de romperlo.

El peligro que esta situación encierra no es el de que el artista prospere y viva con lujo. En otras épocas hubo grandes artistas -en el caso de Rubens- que llevaron visa de príncipes sin que ello fuera en desmedro del arte. Pero Rubens vivía en contacto directo con el público, trataba -por así decirlo- mano a mano con él. En cambio el artista contemporáneo se halla tan distante como las minas de Anaconda o de Río Tinto, y, al igual que ellas, es objeto de cotización y especulación. Por motivos muy semejantes además. Los precios de los cuadros no figuran en las listas de la Bolsa de Valores, pero sufren oscilaciones en la Feria de la Vanidad. Cosa parecida sucede con casi todos los demás artículos existentes en el mercado del arte. Así, para asegurar el éxito de sus respectivos productos, el editor, el empresario musical y el productor teatral deberán explotar la vanidad. La única solución consiste en reemplazar el arte por la diversión. El gran público pagará por ésta; el individuo, por el privilegio de poseer una pieza única.

La vanidad del protector de las artes lleva al servilismo del artista. Un intelecto servil se suicida moralmente. El arte es independencia: independencia de juicio, franqueza de expresión, libertad de espíritu. Se han escrito tonterías sobre los artistas anónimos de la Edad Media. Pero si hoy ignoramos los nombres de los arquitectos que erigieron las viejas catedrales, y los de los pintores y los escultores que las decoraron es porque los artistas de entonces no contaban con los beneficios de la publicidad. Si Adam Lock -arquitecto del siglo XIII que construyó la catedral de Wells- y William Winford -arquitecto del cuatrocientos a quien debemos la de Winchester- son menos conocidos que Wash o Wrem, no es porque fueron inferiores como arquitectos, ni menos personales. Podemos afirmar, lisa y llanamente, que desde su aparición en la prehistoria y hasta el día de hoy el arte ha sido creación de individuos. De individuos que reaccionaban con libertad frente a su medio, que expresaban e interpretaban el sentir colectivo, pero que extraían de sí mismos, de sus modalidades y características propias, la esencia y la vitalidad de sus obras.

Por ser acto de creación individual, el arte, para alcanzar su perfección, necesita de la libertad, traducida en libertad de la persona y libertad de la inteligencia. A menudo se formulan objeciones a este criterio y se señala que las mejores obras de arte fueron creadas en épocas de opresión; se hace notar, por ejemplo, que la Divina Comedia salió de la pluma de un exiliado político y que el Quijote fue escrito en la cárcel. Pero si reparamos en estos dos casos con más detenimiento, veremos que Dante se parece mucho al exiliado distinguido de nuestra época, que, mimado por la gente de pro, es huésped frecuente de las mansiones de campo. ¡Y esta no es condición poco apropiada para la actividad poética! Por lo que hace a Cervantes, el cautiverio fue una pausa de tranquilidad y sosiego en su vida de hombre acosado por la pobreza y las persecuciones.

 En la historia de la civilización moderna son contados los grandes artistas cuya obra no hubiera resultado incomparablemente más perfecta de haber tenido libertad espiritual y seguridad económica. Citaré cierto pasaje de una carta de Leonardo da Vinci a su protector, Ludovico Sforza: "Mucho me apena el haber interrumpido el trabajo que me encargó Vuestra Alteza, pero vime obligado a ello por necesidad de proveer a mi sustento. Sin embargo espero reunir dentro de poco lo necesario como para ponerme a la obra con tranquilidad y cumplir con Vuestra Excelencia, a cuya bondad me encomiendo. Si creyó Vuestra Alteza que poseía yo caudales, engañose, pues durante treinta y seis meses hube de alimentar seis bocas, no teniendo sino cincuenta ducados" Vemos así que Leonardo, acaso el intelecto más brillante del género humano, se vio trabado y reducido a la impotencia por carecer de unos cuantos ducados.

La servidumbre económica del artista es causa, entre otras, de la muerte del arte, y no hay siglo sobre el cual no recaiga la vergüenza de haber mantenido a sus artistas en la pobreza. No obstante, de la pobreza puede el artista sacar algún beneficio; esta dura experiencia le enseña a comprender los sufrimientos del prójimo y a conocer la conducta del hombre ante la adversidad. Para su formación, quizás sea preciso un cierto aprendizaje de humildad, pero en absoluto se justifica esa otra forma de servidumbre que nace de la intolerancia. Se comprende que los políticos recelosos de la capacidad de expresión efectiva del artista, quieran tener dominio sobre esa fuerza y ponerla al servicio de un determinado sistema de gobierno o de una determinada línea de acción política. Se comprende que una iglesia quiera utilizarla para propagar sus dogmas. El arte no está reñido con la propaganda, siempre que sus postulados cuenten con la aprobación, la fe o la simpatía del artista. Pero de ahí no se deben pasar; pues sería catastrófico que el arte -supuestamente por su propio bien- quedase bajo el dominio de los políticos. El arte es capaz de sobrevivir -aunque envilecido- si sus fines se someten a dictado ajeno; más es inconcebible que el artista sujete sus métodos a ese dictado. El propio acto de la sumisión lo anula como artista. Cuando se proclama que el arte de un país debe ceñirse a un estilo particular (que es, siempre, algún estilo del pasado) o a un contenido particular ( sea heróico, moral o eugenésico), el artista queda inmediatamente inhibido y el arte desaparece. Por esta causa -y únicamente por ella- es que desde 1924 Rusia no ha producido obras artísticas de valía.

No porque arte y revolución sean incompatibles: lejos de mí el creerlo. Ni quiero decir tampoco, que en la lucha revolucionaria no quepa al arte un papel específico. No soy partidario del "arte por el arte". No sostengo que el arte deba mantenerse "puro" (el tal arte "puro" suele ser el de los diletantes reaccionarios) El arte -según yo lo defino- hállase ligado tan íntimamente a las fuerzas de la vida, que empuja a la sociedad en busca de nuevas manifestaciones de esa vida. El arte, en su libre y cabal acción subjetiva, es la fuerza esencialmente revolucionaria de que está dotado el hombre. El arte es la revolución y, manteniéndose fiel a sí mismo, presta a aquella el mejor servicio.

En su sentido más amplio, la significación del arte es biológica. No consiste en vano juego de las energías sobrantes, en simple lustre aplicado a la superficie de la realidad, según tienden a afirmar los materialistas. Surge del centro mismo de la vida. Es el tono más bello de nuestra vitalidad, el reflejo de la forma armoniosa, el eco del servicio orgánico del universo. Una nación despojada de arte puede lograr el orden externo; puede acumular riquezas y tener poderío. Pero si carece de la sensibilidad estética, estos atributos caerán como empujados por su propio peso, por su falta de equilibrio y proporción. Quizá ninguna civilización esté destinada a perpetuarse durante varios siglos, más cuando una sociedad se derrumbe veremos -junto con la disminución de la natalidad y el aumento de la deuda externa- primero, las críticas a la originalidad del arte y, luego, el sometimiento y la derrota de éste. La declinación y el hundimiento de una civilización suponen, desde luego, la declinación y el hundimiento del arte que le era propio; pero es un error creer que el arte perece porque tan sólo porque ha perdido el cimiento social en que se apoyaba. El cimiento es el arte, y se hunde por obra de una carcoma que ha minado el edificio entero. Los psicólogos sostienen que en la mente humana se dan dos impulsos de signo contrario: la voluntad de vivir y la voluntad de morir, y que la curva de la vida resulta de la lucha entablada entre ambos impulsos. Lo mismo sucede con la civilización: posee la voluntad de vivir y la voluntad de morir; y la más elevada expresión de su voluntad de vivir es el arte, libre y original.


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© Helios Buira

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