Los síntomas que
revelan la
decadencia artística
de un país son la
indiferencia, la
vanidad y el
servilismo. La
indiferencia se
traduce en falta de
sensibilidad
apreciativa respecto
de las artes,
actitud muy
generalizada en la
era industrial.
Verdad es que
todavía quedan
cultores de un
sistema superado -el
del mecenazgo-. pero
no son lo bastante
numerosos ni
influyentes para
gravitar en el
destino de las
artes. Resulta
significativo
también que se
circunscriban a la
pintura y a la
música, cuyos
productos pueden
utilizar en
lucimiento propio,
para adorno de sus
casas y solaz de los
amigos. Que yo sepa,
hoy no existen
mecenas de la poesía
ni de otras
manifestaciones
literarias. Acaso un
poeta logre
malvender su
autógrafo en una
función de caridad,
pero estaría ésta
muy dejada de la
mano de Dios si no
pudiera procurarse
los servicio -mucho
más cotizados- de un
campeón
automovilístico o de
una estrella
cinematográfica.
La indiferencia es
endémica. Es una
enfermedad que se ha
extendido a todo el
cuerpo de nuestra
civilización y que
denota pérdida de la
vitalidad. La
sensibilidad está
embotada: el hombre
común ya no desea
sentir el agudo filo
de la vida: no
quiere ya frescura
de imaginación,
exaltación y
vivacidad de los
sentidos. Prefiere
arrastrar la
existencia metido en
la armadura del
hastío y el cinismo;
parar los golpes de
la desesperación con
el escudo de la
frivolidad. Si es
rico, podrá pagarse
diversiones que
aplaquen sus nervios
exitados sin ocupar
su mente ni avivar
su imaginación. Si
es pobre, se
sumergirá en las
baratas fantasías de
Hollywood, que le
permiten asomarse a
la deslumbrante
existencia de los
ricos; o tirará sus
ahorrillos en las
apuestas de fútbol,
con la ilusión de
poder, también él,
gastar algún día a
manos llenas. Pero,
rico o pobre, lo
consume la misma
fiebre de escapar de
la realidad y sobre
todo, del arte,
espejo que
reproduce,
acentuándola, la
realidad de la vida.
Hay una excepción a
esta regla: la
forman quienes creen
posible someter al
artista y utilizar
sus obras en
beneficio propio.
Pasaron ya los
tiempos en que el
mecenazgo daba
lucimiento y
prestigio: a nadie
se le ocurre hoy la
idea de pagar a un
poeta para que le
dedique una epopeya.
No obstante, se
pueden insertar
determinadas formas
de arte en el ámbito
comercial; o sea,
que se puede
valorizarlas en
razón de su escacés,
creada
artificialmente y
darle salida. Ello
se aplica, sobre
todo, a objetos
muebles, como los
cuadros. Pero el
proceso que
convierte al cuadro
en mercancía no es
sencillo: hay que
crear la demanda y
restringir la
oferta. No quiero
decir con esto, que
se pueda crear la
demanda pasando por
encima del valor
artístico; quiero
decir, en cambio,
que, existiendo
éste, es preciso
explotarlo y para
explotarlo, es
preciso recurrir a
la vanidad, al deseo
de figuración. Así,
una artista que
pinte cincuenta
cuadros por año y
los coloque entre un
público amplio y
anónimo a razón de
20 libras cada uno,
podrá vivir con
holgura pero no
conocerá la fama,
por lo menos, en
vida. Es preciso
insinuar, con
sutileza y cautela,
que hay personas
-pocas y muy
escogidas-
dispuestas a pagar
1.000 libras por el
raro privilegio de
poseer uno de los
lienzos del señor X.
Y tanta es la
habilidad de los
vendedores, tanta su
astucia, que lo
consiguen. Pero
reflexionemos sobre
la posición de X,
artista afortunado y
puede que también
meritorio. Sus
cuadros pasan del
taller al salón de
ventas; desde ahí
llegan al público en
dosis harto
parsimoniosas, de
modo que no inunden
el mercado. El audaz
vendedor los
cotizará al precio
más alto que su
temeridad le
indique. Y luego lo
comprará un sujeto
cuyos caudales le
permitan pagar esa
exorbitante suma. Se
ha creado entonces
una situación en la
que la obra de arte
se compra no por su
valor intrínseco,
sino porque es una
rareza comercial
cuya posesión, dará
prestigio al
comprador.
En tal situación no
hay vinculación
orgánica entre el
artista y el
público, no hay
contacto real; ha
desparecido la toma
y daca de la
expresión y la
apreciación. El
artista se mueve
dentro de un círculo
cerrado y no tiene
necesidad de
romperlo.
El peligro que esta
situación encierra
no es el de que el
artista prospere y
viva con lujo. En
otras épocas hubo
grandes artistas -en
el caso de Rubens-
que llevaron visa de
príncipes sin que
ello fuera en
desmedro del arte.
Pero Rubens vivía en
contacto directo con
el público, trataba
-por así decirlo-
mano a mano con él.
En cambio el artista
contemporáneo se
halla tan distante
como las minas de
Anaconda o de Río
Tinto, y, al igual
que ellas, es objeto
de cotización y
especulación. Por
motivos muy
semejantes además.
Los precios de los
cuadros no figuran
en las listas de la
Bolsa de Valores,
pero sufren
oscilaciones en la
Feria de la Vanidad.
Cosa parecida sucede
con casi todos los
demás artículos
existentes en el
mercado del arte.
Así, para asegurar
el éxito de sus
respectivos
productos, el
editor, el
empresario musical y
el productor teatral
deberán explotar la
vanidad. La única
solución consiste en
reemplazar el arte
por la diversión. El
gran público pagará
por ésta; el
individuo, por el
privilegio de poseer
una pieza única.
La vanidad del
protector de las
artes lleva al
servilismo del
artista. Un
intelecto servil se
suicida moralmente.
El arte es
independencia:
independencia de
juicio, franqueza de
expresión, libertad
de espíritu. Se han
escrito tonterías
sobre los artistas
anónimos de la Edad
Media. Pero si hoy
ignoramos los
nombres de los
arquitectos que
erigieron las viejas
catedrales, y los de
los pintores y los
escultores que las
decoraron es porque
los artistas de
entonces no contaban
con los beneficios
de la publicidad. Si
Adam Lock
-arquitecto del
siglo XIII que
construyó la
catedral de Wells- y
William Winford
-arquitecto del
cuatrocientos a
quien debemos la de
Winchester- son
menos conocidos que
Wash o Wrem, no es
porque fueron
inferiores como
arquitectos, ni
menos personales.
Podemos afirmar,
lisa y llanamente,
que desde su
aparición en la
prehistoria y hasta
el día de hoy el
arte ha sido
creación de
individuos. De
individuos que
reaccionaban con
libertad frente a su
medio, que
expresaban e
interpretaban el
sentir colectivo,
pero que extraían de
sí mismos, de sus
modalidades y
características
propias, la esencia
y la vitalidad de
sus obras.
Por ser acto de
creación individual,
el arte, para
alcanzar su
perfección, necesita
de la libertad,
traducida en
libertad de la
persona y libertad
de la inteligencia.
A menudo se formulan
objeciones a este
criterio y se señala
que las mejores
obras de arte fueron
creadas en épocas de
opresión; se hace
notar, por ejemplo,
que la Divina
Comedia salió de
la pluma de un
exiliado político y
que el Quijote
fue escrito en la
cárcel. Pero si
reparamos en estos
dos casos con más
detenimiento,
veremos que Dante se
parece mucho al
exiliado distinguido
de nuestra época,
que, mimado por la
gente de pro,
es huésped frecuente
de las mansiones de
campo. ¡Y esta no es
condición poco
apropiada para la
actividad poética!
Por lo que hace a
Cervantes, el
cautiverio fue una
pausa de
tranquilidad y
sosiego en su vida
de hombre acosado
por la pobreza y las
persecuciones.
En
la historia de la
civilización moderna
son contados los
grandes artistas
cuya obra no hubiera
resultado
incomparablemente
más perfecta de
haber tenido
libertad espiritual
y seguridad
económica. Citaré
cierto pasaje de una
carta de Leonardo da
Vinci a su
protector, Ludovico
Sforza: "Mucho me
apena el haber
interrumpido el
trabajo que me
encargó Vuestra
Alteza, pero vime
obligado a ello por
necesidad de proveer
a mi sustento. Sin
embargo espero
reunir dentro de
poco lo necesario
como para ponerme a
la obra con
tranquilidad y
cumplir con Vuestra
Excelencia, a cuya
bondad me
encomiendo. Si creyó
Vuestra Alteza que
poseía yo caudales,
engañose, pues
durante treinta y
seis meses hube de
alimentar seis
bocas, no teniendo
sino cincuenta
ducados" Vemos así
que Leonardo, acaso
el intelecto más
brillante del género
humano, se vio
trabado y reducido a
la impotencia por
carecer de unos
cuantos ducados.
La servidumbre
económica del
artista es causa,
entre otras, de la
muerte del arte, y
no hay siglo sobre
el cual no recaiga
la vergüenza de
haber mantenido a
sus artistas en la
pobreza. No
obstante, de la
pobreza puede el
artista sacar algún
beneficio; esta dura
experiencia le
enseña a comprender
los sufrimientos del
prójimo y a conocer
la conducta del
hombre ante la
adversidad. Para su
formación, quizás
sea preciso un
cierto aprendizaje
de humildad, pero en
absoluto se
justifica esa otra
forma de servidumbre
que nace de la
intolerancia. Se
comprende que los
políticos recelosos
de la capacidad de
expresión efectiva
del artista, quieran
tener dominio sobre
esa fuerza y ponerla
al servicio de un
determinado sistema
de gobierno o de una
determinada línea de
acción política. Se
comprende que una
iglesia quiera
utilizarla para
propagar sus dogmas.
El arte no está
reñido con la
propaganda, siempre
que sus postulados
cuenten con la
aprobación, la fe o
la simpatía del
artista. Pero de ahí
no se deben pasar;
pues sería
catastrófico que el
arte -supuestamente
por su propio bien-
quedase bajo el
dominio de los
políticos. El arte
es capaz de
sobrevivir -aunque
envilecido- si sus
fines se someten a
dictado ajeno; más
es inconcebible que
el artista sujete
sus métodos a ese
dictado. El propio
acto de la sumisión
lo anula como
artista. Cuando se
proclama que el arte
de un país debe
ceñirse a un estilo
particular (que es,
siempre, algún
estilo del pasado) o
a un contenido
particular ( sea
heróico, moral o
eugenésico), el
artista queda
inmediatamente
inhibido y el arte
desaparece. Por esta
causa -y únicamente
por ella- es que
desde 1924 Rusia no
ha producido obras
artísticas de valía.
No porque arte y
revolución sean
incompatibles: lejos
de mí el creerlo. Ni
quiero decir
tampoco, que en la
lucha revolucionaria
no quepa al arte un
papel específico. No
soy partidario del
"arte por el arte".
No sostengo que el
arte deba mantenerse
"puro" (el tal arte
"puro" suele ser el
de los diletantes
reaccionarios) El
arte -según yo lo
defino- hállase
ligado tan
íntimamente a las
fuerzas de la vida,
que empuja a la
sociedad en busca de
nuevas
manifestaciones de
esa vida. El arte,
en su libre y cabal
acción subjetiva, es
la fuerza
esencialmente
revolucionaria de
que está dotado el
hombre. El arte es
la revolución y,
manteniéndose fiel a
sí mismo, presta a
aquella el mejor
servicio.
En su sentido más
amplio, la
significación del
arte es biológica.
No consiste en vano
juego de las
energías sobrantes,
en simple lustre
aplicado a la
superficie de la
realidad, según
tienden a afirmar
los materialistas.
Surge del centro
mismo de la vida. Es
el tono más bello de
nuestra vitalidad,
el reflejo de la
forma armoniosa, el
eco del servicio
orgánico del
universo. Una nación
despojada de arte
puede lograr el
orden externo; puede
acumular riquezas y
tener poderío. Pero
si carece de la
sensibilidad
estética, estos
atributos caerán
como empujados por
su propio peso, por
su falta de
equilibrio y
proporción. Quizá
ninguna civilización
esté destinada a
perpetuarse durante
varios siglos, más
cuando una sociedad
se derrumbe veremos
-junto con la
disminución de la
natalidad y el
aumento de la deuda
externa- primero,
las críticas a la
originalidad del
arte y, luego, el
sometimiento y la
derrota de éste. La
declinación y el
hundimiento de una
civilización
suponen, desde
luego, la
declinación y el
hundimiento del arte
que le era propio;
pero es un error
creer que el arte
perece porque tan
sólo porque ha
perdido el cimiento
social en que se
apoyaba. El cimiento
es el arte, y se
hunde por obra de
una carcoma que ha
minado el edificio
entero. Los
psicólogos sostienen
que en la mente
humana se dan dos
impulsos de signo
contrario: la
voluntad de vivir y
la voluntad de
morir, y que la
curva de la vida
resulta de la lucha
entablada entre
ambos impulsos. Lo
mismo sucede con la
civilización: posee
la voluntad de vivir
y la voluntad de
morir; y la más
elevada expresión de
su voluntad de vivir
es el arte, libre y
original. |