|
Tomado del libro El
poderío de la
novela,
Guadarrama, 1975 |
El
escritor
y
nuestro
tiempo |
|
Me
permitirán
ustedes
que
llame
a
esto
un
diálogo,
aunque
las
respuestas
estén
implícitas;
si
no
hubiera
logrado
este
diálogo,
no
habría
logrado
nada.
Una
afirmación
que
no
engendra
réplica
es
una
afirmación
estéril.
Réplica
no
quiere
decir
siempre
objeción,
sino,
muchas
veces,
prueba,
reacción
verificativa:
es
como
la
vacuna
cuando
prende.
Pero
si
nuestras
palabras
no
nos
traen
más
que
objeciones,
bienvenidas
sean
éstas
mientras
proceda
de
ellas
la
generación
de
la
verdad.
Me
han
pedido
ustedes
que
elija
un
tema
y
que
lo
preceda,
según
es
hábito
en
este
instituto,
de
una
auto-presentación.
He
pensado
que
más
sincero
y
viviente
sería
no
separar
esos
dos
tiempos
y
hacer
de
ellos
una
sola
cosa;
por
lo
que
yo
diga,
verán
ustedes
cuáles
son
mis
deseos,
mis
esperanzas
y
hasta
mis
decepciones.
Y
ningún
hombre,
en
definitiva,
tiene
más
historia
que
esta.
Me
permitirán
ustedes
que
hable
de
algunos
problemas
que
si
no
son
capitales
–no
por
sí
mas
por
la
indigencia
con
que
los
verán
planteados–
son
del
universo
y
nuestros.
Problemas
del
escritor
de
hoy
frente
a
su
medio,
el
mundo.
Ya
no
hay
rincones
ignotos,
zonas
humanas
que
descubrir;
todos
los
habitantes
del
planeta
nos
vemos
de
tan
cerca,
que
el
peligro
es
incalculable.
Espero
que
las
preocupaciones
que
tienen
ustedes
hoy,
gentes
jóvenes
que
me
escuchan,
sean
las
mismas
que
turban
los
insomnios
del
joven
que
vive
en
las
márgenes
del
Spre,
del
Vístula,
o
del
Tíber,
las
mismas
que
laten
en
la
conciencia
de
tantos
seres
sin
edad
que
a
esta
hora
atraviesan
afligidos
por
contradictorias
pasiones
las
calles
de
todas
las
ciudades
donde
crece
la
muchedumbre.
Espero
que
las
preocupaciones
de
ustedes
sean
también
las
mías.
A
pesar
de
la
terrible
anarquía
de
esta
hora,
de
esos
elementos
cuya
disolución
y
discordia
se
parecen
a
una
muerte,
no
es
difícil
para
ciertas
naturalezas
entenderse
en
lo
fundamental.
Todos
padecemos
aflicciones
similares
y
el
aire
de
este
tiempo
nos
trae
la
misma
cosa
acre,
el
mismo
peso
viciado
que
quisiéramos
anular
y
refrescar.
Estamos
acerca,
ustedes
y
yo.
En
esta
hora
hay
algo
que
acerca
a
las
gentes
y
es
una
reclamación
del
espíritu,
una
falta
de
sosiego,
una
ansiedad,
una
especie
de
fracaso,
comunes.
Todos
quisiéramos
hacer
cosas
que
no
hacemos,
que
no
sabemos
hacer,
que
desearíamos
fervorosamente
saber
hacer,
en
beneficio
de
un
mundo
ensombrecido.
Todos
quisiéramos
pedirnos
cuentas
y
confesarnos
la
causa
de
nuestro
fracaso.
Estamos
complicados
en
un
tremendo
desacierto
colectivo.
Sólo
valdremos,
entonces,
por
la
limpieza,
la
convicción,
la
voluntad
de
franqueza
de
lo
que
nos
digamos.
Estoy
seguro
de
que
será
la
categoría
de
mis
vacilaciones
y
no
el
valor
intrínseco
de
lo
que
postule,
lo
que
ha
de
valerme
la
confianza
de
ustedes.
Un
cambio
en
la
faz
del
mundo
Yo
creo
que
la
muerte
del
liberalismo
y
la
nueva
crisis
del
amor
humano
han
cambiado
la
faz
del
mundo.
Frente
al
primer
problema,
el
intelectual
reacciona
con
una
voz
de
temor
y
de
alarma.
“Se
nos
quiere
encuadrar
–grita
uno
de
ellos,
Ramón
Fernández–
en
instituciones
condenadas
por
el
espíritu,
subordinar
a
algún
principio
trascendente,
Dios
o
nación,
que
dicten
reglas
de
pensamiento
al
pensamiento
mismo
e
impongan
su
voz
de
orden
a
la
inspiración”.
Frente
a
la
crisis
del
amor
humano
el
intelectual,
naturaleza
primordialmente
sensible,
se
rebela,
reflexiona
y
se
angustia.
Esta
crisis,
este
invierno,
esta
vacilación
ante
los
dogmas
contradictorios,
este
no
poder
tomar
partido,
esta
necesidad
de
quemar
en
seguida
las
reservas
y
lanzarse
violentamente
a
una
creencia,
este
toque
de
rebato
que
se
oye
hoy
en
el
mundo
desde
la
península
de
Coreo
hasta
el
corazón
del
orbe
occidental
vedan
al
intelectual
la
posición
que
desde
el
tiempo
helénico
hasta
Montaigne
era
en
general
determinante
de
su
actividad:
el
retiro,
la
huida
frente
al
universo
inmediato
hacia
el
universo
de
su
abstracción,
el
ensimismamiento
activo.
El
imperativo
presente
exige
que
ese
ensimismamiento
creador
se
transforme
en
una
participación
creadora.
Dos
naturalezas
de
escritores
La
historia
del
intelecto
humano
en
su
aspecto
creador
comprende
dos
naturalezas
de
escritores.
La
del
escritor-espectador,
que
va
del
autor
de
la
Odisea
hasta
el
clasicismo
francés;
y
la
del
escritor-agonista,
que
va
desde
los
primeros
estoicos
hasta
Erasmo,
Pacal,
Nietzsche
y
Gide.
Consideren
ustedes
que
hablo
de
una
actitud
humana
y
no
de
una
actitud
espiritual.
El
escritor-espectador
realiza
su
existencia
en
su
obra;
el
escritor-agonista
realiza
su
obra
mediante
el
compromiso
y
el
riesgo
de
su
propia
existencia.
El
primero,
es
el
tipo
del
ensimismado;
el
segundo
es
el
tipo
del
intelectual
que
participa
trágicamente
en
el
destino
de
su
tiempo.
Nuestro
mundo,
el
invernal,
peligroso
y
grave
mundo
de
hoy
reclama
urgentemente
esta
segunda
especie
de
inteligencias,
esta
índole
de
naturalezas
espirituales,
esta
participación
dramática
del
hombre-autor
en
el
drama
de
su
tiempo.
Reclama
participación
del
hombre
en
el
conflicto
moral
de
las
masas
y
creación
en
el
fuego
de
este
conflicto;
sin
permanencia
segunda
en
un
estado
de
soledad,
sin
raptarse.
Pues
participar
es
dar,
es
amar;
participar
es
intervenir.
E
intervenir
es
la
función
misma
del
escritor
en
nuestro
tiempo.
Balzac
y
Dostoievsky
fueron
los
primeros
rebeldes
de
una
regla
tradicional.
Ellos
introdujeron
en
la
literatura
la
representación
del
hombre
situado
frente
a
su
circunstancia
social.
El
criterio
acerca
de
la
perfectibilidad
de
la
obra
cambia
con
ellos:
lo
que
producen
es
un
bloque
artístico
imperfecto,
pujante
y
angustiado,
el
fondo
esencial
humano
vale
por
su
potencia
intrínseca
en
sus
obras
y
no
por
los
viejos
principios
estéticos
que
tenían
su
norma
fundamental
en
la
armonía.
Introducen
la
desarmonía
fecunda,
de
naturaleza
esencialmente
humana,
como
factor
primero
de
su
estética,
en
la
que
la
teoría
fundamental
y
filosófica
del
arte
es
transmutada
en
una
teoría
fundamental
y
filosófica
de
la
vida.
De
este
modo
su
estética
se
transforma
en
una
ética,
pero
en
una
ética
funcionalmente
creadora,
viviente
y
no
postulativa.
La
desarmonía
de
un
universo
heterogéneo
que
comienza
a
anarquizarse
y
salir
de
goznes
no
la
pudieron
concebir
ellos
sino
trasladado
al
arte
en
su
expresión
caótica
y
dislocada.
La
unidad
que
adquiría
esa
vida
al
ser
condensada
en
una
fórmula
no
podía
ser
sino
una
unidad
de
su
propia
esencia,
es
decir,
una
unidad
compleja.
Una
expresión
serena
no
conviene
a
un
estado
de
espíritu
agitado.
A
partir
pues
de
Balzac
y
Dostoievsky,
con
Proust
y
Joyce
un
arte
tradicionalmente
de
síntesis
se
hace
analítico,
gorgónico,
barroco
y
exhaustivo.
Tal
mutación
se
produce
de
acuerdo
con
un
cambio
profundo
acaecido
en
la
faz
de
las
sociedades
de
Occidente.
El
escritor-agonista
comienza
a
tener,
contenida
en
su
mensaje,
una
implicación
profética.
Semejante
suerte
de
hombre
creador
no
ha
comprado
la
verdad
por
un
precio
inferior
a
su
sangre.
Ha
dado
esto,
ha
dado
su
sangre,
ha
participado,
se
ha
dado.
Cierto
enciclopedismo,
cierta
frialdad
lúcida,
cierta
virtuosidad
formal,
cierto
clasicismo
tocan
hoy
a
su
fin.
Son
atmósferas
ficticias
abolidas
en
una
tierra
donde
el
clima
ha
cambiado
y
donde
lo
que
antes
era
proceso
lento
del
hombre
hacia
sus
fines
es
hoy
urgente
llamado
al
espíritu,
a
la
pasión
y
a
la
voluntad.
La
desaparición
del
esteta
permite
el
paso
de
una
clase
creadora
a
la
que
le
incumbe
una
responsabilidad
mucho
más
trascendente.
Responsabilidad
que
no
cierra
su
ciclo
en
una
procuración
del
deleite,
en
una
mera
gestión
hedonística,
sino
que
prolonga
su
alcance
en
el
sentido
de
aclarar
en
el
hombre
los
datos
de
acuerdo
con
los
cuales
podrá
rectificar
la
descomposición
de
la
sociedad
que
lo
circunda
y
en
la
que
está
incrustado.
Rectificar:
es
decir,
algo
que
define
un
doble
compromiso
de
inteligencia
y
voluntad.
Inteligencia
analítica
y
asociadora,
voluntad
de
participación.
Armas
con
las
cuales
el
universo
actual
necesita
intervenirse
a
sí
mismo.
Este
intervenir,
este
abrir
un
mundo
y
buscar
sus
males
y
extirpar
el
tumor,
es
operación
del
intelecto
y
reclama
por
consiguiente
en
el
intelectual
facultades
peculiarísimas,
que
trataré
de
aclarar
para
nosotros.
De
cierta
responsabilidad,
de
cierto
sacrificio
No
hay
en
verdad
acto
más
grande
que
aquel
por
el
cual
un
hombre
hace
donación
de
sí
mismo.
Por
este
acto,
la
limitación
humana
se
libera
salvándose
y
renace
en
algo
–pasión,
amor,
fe,
heroísmo–,
que
le
es
superior
y
diferente.
¡Pobres
de
los
retenidos,
pobres
de
aquellos
que
no
conocen
las
puertas
de
sí
mismos!
Su
destino
es
el
lago
de
fuego
ígneo
de
que
habla
el
Apocalipsis:
“Pars
illorum
erit
in
stagno
ardenti
igne”.
Todo
en
ellos
está,
por
esa
inhibición
original,
perdido.
Semejante
al
resto
de
las
especies
humanas,
un
escritor
no
se
recobra
más
que
cuando
se
ha
dado
enteramente,
cuando
su
obra
nace
de
esta
donación.
Cada
palabra,
cada
concepto,
cada
verdad
captada
están
lejos
de
adquirirse
con
innocuidad:
el
creador
las
halla
con
sacrificio
al
cabo
de
una
lucha
terrible
y
este
sacrificio
es,
en
sentido
último,
su
entrega
misma,
el
fin
de
su
acción
de
amor.
Este
conflicto
revista
siempre
naturaleza
trágica;
a
veces,
como
en
el
caso
de
Nietzsche
o
Péguy,
naturaleza
heroica;
otras,
como
en
el
caso
de
San
Agustín,
naturaleza
santa.
Cuando
el
escritor
abandona
este
estado
de
dramaticidad
esencial,
este
estado
de
gracia,
es
el
momento
en
que
ya,
prácticamente,
no
existe;
ha
pasado.
Dos
sentidos,
dos
elementos,
exigen
ser
hoy,
pues,
las
vías
por
las
que
el
escritor
debe
darse
a
su
mundo,
la
responsabilidad
y
el
sacrificio.
Aquella
eterna
oscilación
de
la
literatura,
de
que
nos
habla
un
gran
poeta
francés,
entre
la
diversión,
la
enseñaza,
la
predicación
o
propaganda,
el
ejercicio
de
sí
y
la
excitación
de
los
otros
se
circunscribe
ahora,
se
fija,
en
estas
últimas
prácticas
y
con
particularidad
en
la
predicación
o
propaganda.
El
creador
entra
a
gritar
con
sus
personajes
la
dramaticidad
esencial
de
sus
conflictos;
su
obra
es
un
llamado.
Su
obra
no
es
más
que
prolongación
de
una
actividad
cualitativa
y
cuantitativamente
humana;
así
que
pese
a
Julien
Benda,
el
espíritu
sufre
en
estos
momentos
un
eclipse.
El
creador
habla
con
su
sangre,
su
alma,
su
cerebro
y
sus
vísceras.
Si
según
Zohar,
en
el
día
terrible
en
que
el
hombre
debe
abandonar
este
mundo
los
cuatro
elementos
que
componen
su
cuerpo
comienzan
a
luchar
el
uno
con
el
otro,
deseando
cada
uno
separarse
del
todo,
no
olvidemos
que
en
el
momento
de
suprema
defensa
y
deseo
de
vida
esos
cuatro
elementos
luchan
por
su
más
rigurosa
convivencia.
Instinto,
inteligencia,
sensualidad,
sentimiento,
nada
quiere
cercenarse
en
esta
hora
el
hombre
que
debe
proclamar
su
llamado
lúcido
a
los
públicos.
Sabe
que
sólo
se
salvará
–en
el
sentido
religioso
del
término–
viviendo
todo
él,
como
la
llama,
que
unifica
en
su
lengua
la
sustancia
heterogénea.
De
este
modo,
mientras
el
panorama
de
los
hombres
que
han
escrito
a
través
de
la
historia
era
tradicionalmente,
por
fases
poco
diferenciadas,
el
cuadro
de
unos
hombres
enclaustrados
en
su
aplicación
a
un
objeto
de
arte,
es
hoy
un
fresco
trágico.
No
se
trata
de
una
ilusión
óptica,
no
es
una
alucinación
de
cercanía.
Los
primeros,
estaban
redimidos
por
una
suerte
de
perfección,
por
lo
que
esto
significa:
haber
hallado
una
forma.
Este
hallazgo
era
ya
todo.
Hoy,
las
formas
de
arte,
como
las
formas
de
vida,
se
parecen
a
los
hombres:
no
cesan
de
buscarse
y
rectificarse,
carecen
de
permanencia,
están
privadas
de
sosiego,
viven
azotadas,
soportan
mil
torturas,
su
proceso
expresivo
se
parece
más
al
grito
que
a
la
voz
normal,
viven
la
agonía
de
una
transición.
Hoy
no
existen
sino
formas
parecidas
y
precarias
que
solicitan
su
renovación.
Ahora
bien,
del
punto
de
vista
de
la
tragedia,
es
más
grande
la
busca
que
el
encuentro.
Por
mi
parte,
yo
prefiero
siempre
el
movimiento
a
la
fijación,
la
dinámica
expresiva
al
estatismo
dogmático
y
canónico,
un
arte
en
macha
a
un
arte
establecido
en
módulos
rígidos.
Prefiero
este
tiempo
y
su
tragedia,
aunque
el
vivir
su
destino
me
traiga
aflicción
de
espíritu
e
incertidumbre
en
vez
de
bonanza
magra
de
algunos
períodos
históricos.
Las
formas
de
arte
definidas
coinciden
con
los
ciclos
estables
de
civilización,
con
los
períodos
sociales
de
cristalización,
con
los
interregnos
sedentarios
del
desarrollo
de
las
masas
humanas.
Nuestro
tiempo
es
una
anarquía
en
marcha
hacia
un
orden.
En
todos
los
períodos
de
esta
índole,
es
el
intelecto
en
acción,
las
fuerzas
espirituales
con
voz,
lo
que
anuncia
la
aproximación
primero
y
el
afianzamiento
después
de
la
nueva
forma
de
civilización
o
de
vida.
Es
la
unidad
lograda
a
veces
por
un
espíritu
en
una
obra
lo
que
anuncia
la
unidad
lograda
por
una
época,
por
un
tiempo.
¿No
anunció
Dostoievsky
la
muerte
de
una
forma
de
vida?
¿No
anunció
anteriormente
Taine
el
nacimiento
de
otra?
Pero
todos
sabemos
esto.
Lo
importante
es
determinar
la
gravedad,
la
trascendencia,
la
misión
que
nuestros
días
reservan
a
aquellos
a
quienes
toca
descubrir
en
el
corazón
y
la
conciencia
humanos,
junto
con
la
forma
de
expresión
que
corresponda,
la
agitación
de
lo
que
va
a
nacer,
el
alba
de
un
nuevo
destino,
la
esencia
diferente
de
un
advenimiento
vital.
Incumbe
al
intelectual
la
intuición
y
expresión
de
una
época
una
vez
que
esa
época
comienza
a
reunir
caracteres
coherentes,
sean
ellos
de
perecimiento
o
de
albor.
Pero
nos
toca
a
nosotros
vivir
un
siglo
en
el
cual
toda
una
vertebración
social
ha
dejado
de
ser
eficiente
y
en
que
el
hombre
es
llamado
a
examinar
sus
vías
de
salvación
para
sí
y
para
su
posteridad.
Es
una
crisis
o
un
caos;
tiene
que
salir
de
ahí
la
muerte
o
la
perduración.
O
bien
ambas
cosas:
la
muerte
de
una
forma
y
el
nacimiento
de
otra.
Este
instante
climático,
es
necesario
asirlo,
separarlo,
clasificarlo,
tarea
propia
del
espíritu.
Las
primeras
avanzadas
del
intelecto
lúcido
se
condensan
a
comienzos
de
este
siglo
en
la
aparición
de
los
filósofos
y
novelistas
de
la
angustia.
Todos
ellos
comprueban
una
agonía,
la
agonía
de
su
circunstancia
histórica,
y
reciben
la
antorcha
tormentosa
de
los
últimos
grandes
lúcidos
del
siglo
pasado:
los
filósofos,
de
Kierkegaard;
los
novelistas,
de
Dostoievsky.
Esta
antorcha
pasará
a
las
manos
de
los
que
vayan
a
anunciar,
después
de
los
últimos
toques
de
muerte,
la
aparición
cíclica
de
la
nueva
esperanza.
Una
forma
nace
de
un
caos
pero
nace
al
propio
tiempo
de
una
concepción
original.
Sin
ella,
no
puede
engendrarse.
No
hay
así
forma
que
no
proceda
de
un
acto
de
amor.
Pensemos
en
los
orígenes
del
cristianismo
y
en
todas
las
formas
fecundas
de
comunión
humana.
De
este
modo
las
sociedades
en
peligro
de
disolverse
tienden
a
la
unidad,
vale
decir,
a
una
forma
orgánica.
Y
ciertos
períodos,
como
el
presente,
de
odio
ecuménico,
en
que
la
furia
sembrada
en
la
tierra
se
propaga
de
polo
a
polo
y
de
océano
reclamando
trágicamente
un
fuego
que
la
absuelva,
están
llamados
al
fin
a
no
poder
sobrevivir
sino
por
una
sola
cosa,
por
una
nueva
voluntad
de
unidad.
¿Está
ya
concebida
la
forma
en
que
renacerá
de
su
agonía
nuestro
tiempo?
¿En
qué
modo
está
viciada
la
concepción
de
los
problemas
no
temporales
del
hombre?
¿Cuáles
son
los
términos
en
que
se
plantea
la
duda
esencial
de
cada
espíritu?
¿Cuál
es
la
razón
final
de
los
postulados
antipódicos
en
que
la
inquietud
de
las
turbas
se
divide?
Tales
son
cuatro
de
las
cien
cuestiones
ante
las
que
está
enfrentado
el
intelectual,
centro
sensorio
de
las
sociedades.
Estas
cuestiones,
como
todo
lo
que
está
reducido
al
conocimiento
y
formulado,
implican
duda,
implican
lucha
con
elementos
heterogéneos
y
no
determinados,
implican
fracaso.
Todo
existe
entonces
tal
vez
en
perdurable,
tal
vez
en
breve
oscuridad.
Semejante
etapa,
no
otra,
vivimos.
El
intelectual
habita
su
noche:
vive,
se
alimenta,
se
agita,
padece
en
el
habitáculo
terrible
donde
su
vigilia
es
forzada,
la
luz
precaria
y
la
forma
del
tiempo
en
marcha
se
anuncia
sin
definirse.
Movido
por
su
hambre
de
clarificación,
habla,
se
interroga,
grita,
se
interna
en
la
tiniebla
actuante,
se
detiene,
vacila,
reanuda
su
andar.
¿Es
éste
el
modo
como
se
pueden
crear
perfecciones?
No:
apenas
puede
crear
su
grito
inteligente;
lo
que
puede
expresar
es
su
propia
angustia
en
el
idioma
de
la
angustia.
Como
el
insomnio
no
importa
sino
a
los
insomnes,
la
desesperación
no
conmueve
in
sólido
sino
a
los
desesperados;
de
este
modo,
la
gestión
del
intelectual
viene
a
ser
hoy
una
movilización
de
gentes
que
desesperan
esperando.
Estamos
lejos
del
reino
del
triunfo,
estamos
lejos
del
reino
del
gozo,
estamos
lejos
de
todo
estatismo
ficticio,
lejos
de
un
arte
“clásico”,
lejos
de
la
contemplación
operante.
Participación
fundamental
y
movilización
de
la
conciencias,
eso
es
lo
que
el
instante
exige
del
que
reflexiona,
y
no
contemplación.
Los
cuatro
estadios
históricos
del
hombre
De
esta
exigencia
peculiar
proviene
el
fresco
trágico
de
que
antes
les
hablaba.
Un
cuadro
de
escritores
que,
como
quería
el
Greco
en
sus
telas
postrimeras,
llenan
dramáticamente
el
espacio
plástico.
Basta
con
que
los
examinemos
a
partir
de
los
primeros
años
de
este
siglo.
¡Sus
actitudes
son
tan
diferentes
y
ricas
de
nervadura
al
descubierto!
Eso
es
lo
que
todavía
no
saben:
cubrir
la
trama
de
su
anatomía
melancólica.
Su
expresión
es
la
de
una
sinceridad
que
pone
en
marcha
todos
los
recursos
del
ser;
rechazan
la
sombra,
como
Descartes
e
Ingres,
mientras
en
ella
no
se
trasluzca
una
claridad
potencial.
Sus
aportaciones
son
generales
y
particulares:
la
intelectualidad
rusa
concurre
con
su
voz
todavía
informe
de
esperanza,
la
irlandesa
con
su
fanatismo
desvelado
y
su
vivacidad
brutal,
la
francesa
transmutando
sus
virtudes
de
claridad
sistemática
en
un
desorden
más
caudaloso
o
en
un
orden
menos
rígido
y
por
lo
tanto
más
vivo,
la
inglesa
con
su
verificación
práctica
de
los
fenómenos
humanos,
la
norteamericana
con
su
fluencia
fluvial
de
organismo
en
crecimiento,
la
alemana
con
su
visión
despiadada
–frío
romanticismo
al
revés–
de
los
problemas
éticos
del
hombre
de
post-guerra.
Desde
el
espíritu
que
anuncia
su
mensaje
de
carácter
mesiánico
hasta
aquel
otro
que
hunde
su
ojo
penetrante
en
las
cuestiones
que
afectan
el
destino
interior
del
hombre,
el
intelecto
de
este
siglo
continúa
en
combate
con
el
eterno
problema
bifronte
de
la
civilización
occidental:
el
conflicto
del
ser
planteado
por
las
condiciones
de
su
sustancial
temporal
y
su
esencia
eterna.
Como
en
todos
los
tiempos,
la
primacía
de
una
u
otra
faz
se
produce
por
ciclos,
desde
la
especulación
humanista
hasta
el
ejercicio
de
una
filosofía
existencial.
Aunque
un
tanto
esquemáticamente,
puede
postularse
que
la
concepción
del
hombre
ha
pasado
a
través
de
la
humanidad
por
tres
estadios
y
está
en
un
cuarto.
El
filósofo
ruso
Berdiaev
define
a
los
tres
primeros,
que
son
los
que
reconoce,
valiéndose
del
jalonamiento
de
sus
tres
respectivos
representantes
máximos
en
el
orden
del
intelecto.
Según
él,
la
primera
concepción
es
la
concepción
de
Dante
que,
coincidiendo
con
la
de
Santo
Tomás,
considera
al
hombre
como
uno
de
los
grados
de
la
jerarquía
universal:
vive
como
una
parte
orgánica
del
orden
objetivo
del
mundo,
cielo
arriba
e
infierno
abajo
se
le
aparecen
con
una
realidad
tan
grande
como
los
objetos
del
mundo
material;
a
esta
concepción
del
mundo
propia
de
la
Edad
Media
sucede
la
que
trae
el
humanismo
y
de
la
que
el
máximo
genio
es
Schakespeare:
el
hombre
avanza
en
el
mundo
de
la
naturaleza,
el
cielo
y
el
infierno
se
cierran
como
presencias
de
un
“orden
objetivo
divino”
aquél
se
adhiere
cada
vez
más
a
la
tierra:
es
una
concepción
dirigida
hacia
el
mundo
físico
y
no
hacia
el
mundo
espiritual:
el
hombre
se
detiene
en
sus
pasiones
y
en
la
periferia
del
alma;
pero
este
hombre
se
siente
libre,
que
no
posee
más
que
dos
dimensiones
y
ha
perdido
la
de
profundidad,
que
posee
alma
y
ha
dejado
escapar
el
espíritu,
pierde
al
fin
el
gozo
creado
por
la
exaltación
de
su
propia
circunstancia
y
siente
la
falta
de
firmeza
del
suelo
en
que
está
plantado,
una
crisis
se
produce
en
él,
un
abismo
volcánico
se
abre
en
su
fondo
y
Dios
y
el
diablo,
el
cielo
y
el
infierno
se
vuelven
a
revelarse
en
él,
pero
esta
vez
en
el
ámbito
de
sus
propias
profundidades.
Es
el
hombre
subterráneo
de
Dostoievsky.
Frente
a
estas
tres
concepciones
dialécticas
definidas
por
Berdiaev,
concibo
yo
una
cuarta,
que
es
ante
la
cual
me
parece
estar
situado
el
intelectual
que
vive
nuestras
horas.
Esta
cuarta
proposición
coincide
con
la
necesidad
de
considerar
al
mundo
actual
como
una
noche
en
marcha
hacia
su
vía
de
luz.
El
hombre,
minado
por
su
abismo
volcánico,
lleva
hasta
su
último
extremo,
hasta
su
límite
exhaustivo,
el
conocimiento
de
su
sustancia
viviente:
no
contento
con
el
descubrimiento
de
sus
oscuros
procesos
subterráneos,
acude
en
el
primer
tramo
de
este
siglo
a
la
comprensión
infinitesimal
de
sus
sensaciones
y
al
sondeo
más
recóndito
de
la
subconsciencia,
así
como
a
una
voluntad
espiritual
de
revuelta
y
destrucción
para
llegar
al
infinito.
Señalo
en
el
primer
caso
a
Proust,
en
el
segundo
a
Joyce
y
Freud,
en
el
tercero
a
los
superrealistas.
Pero
esta
extrema
ejercitación
agotadora
–en
el
sentido
esencial
del
término–,
este
abuso
de
si
por
el
abuso
de
la
razón
autorreflexiva,
¿qué
es
lo
que
entrañan?
Entrañan
una
nueva
aspiración
del
hombre
que
consiste
en
llegar
al
límite
último
de
sus
fronteras
a
fin
de
sobrepasarse;
después
de
haber
pasado
por
la
exaltación
humanística,
luego
romántica,
de
su
personalidad
natural,
después
de
haber
encontrado
en
su
propia
tiniebla
subterránea
los
yacimientos
más
graves
de
la
vida
de
su
espíritu,
después
de
haberse
examinado
en
su
prolongación
psíquica
y
sensorial
del
modo
más
extremo,
no
puede
ya
buscar
sino
trascenderse,
superar,
bien
por
una
realidad
de
comunión
humana
bien
por
una
realidad
superior
a
su
temporalidad,
la
fracción
exacerbada
y
agotada
del
individuo.
Es
la
etapa
en
que
el
hombre
reclama
salidas,
demanda
una
existencia
en
la
que
las
conclusas
islas
vivas
dejen
de
ser
tales
para
fundirse
en
una
fluidez
universal
que
asegure
a
cada
humana
célula
su
fertilidad
total,
su
fertilidad
trascendente.
En
la
encrucijada
de
esta
forma
vital
que
muere
y
que
va
a
renacer
en
una
nueva
de
cuya
formulación
exacta
estamos
todavía
tan
lejos,
me
parece
importante
considerar
la
participación
iluminativa
de
un
intelectual
determinado,
James
Joyce.
Su
obra,
su
metafísica
del
subconsciente
anuncian,
para
mí
la
consagración
del
fracaso
del
hombre
librado
al
gigantesco
universo
de
su
ámbito
personal.
¡Qué
mundo
tremendo
y
a
la
vez
pequeño
y
miserable!
No
se
puede
ir
más
lejos
en
el
reconocimiento
tenebroso
de
un
territorio,
no
se
puede
ir
más
lejos
en
su
condenación
por
la
esterilidad.
El
Ulises
denuncia
definitivamente
los
gérmenes
de
muerte
que
asaltan
a
cada
hombre
al
regresar
a
su
confinamiento
en
sí.
A
partir
de
esta
representación
suprema
del
hombre-isla,
el
intelectual
comienza
a
considerar
y
representar
la
tendencia
íntima
de
ese
tipo
a
convertirse
en
hombre-río.
Aparecen
las
comuniones
marxistas,
las
comuniones
–que
tienen
la
apariencia
de
meras
válvulas
“para
que
la
caldera
del
capitalismo
no
explote”
–fascistas.
Las
comuniones.
Se
produce
también
en
los
intelectuales
una
tendencia
que
no
deja
de
comportar
deformación
de
su
función
específica.
Tendencia
que
no
es
ya
participación,
sino
de
actuación.
Su
mandato
de
responsabilidad
y
clarificación
se
ve
viciado
por
lo
que
implica
de
limitado
adherirse
a
un
dogmatismo
en
acción.
Esto
no
constituye
un
vicio
en
aquellos
casos
en
que,
como
en
el
de
André
Gide,
ese
acto
de
adherirse
a
una
causa
política
significa
un
progreso
en
el
conocimiento
y
la
aplicación
de
sí,
más
que
una
conversión.
Pero
estos
casos
son
pocos
y
asistimos
hoy
a
demasiadas
farsas
por
parte
de
intelectuales
que
ceden
a
la
sirena
política.
La
voz
“masa”
es
un
concepto
omnipresente,
no
siempre
un
concepto
claro.
Ese
concepto
será
claro
el
día
que
cada
hombre
sea
claro
para
sí
mismo.
Por
mi
parte,
les
diré
otra
cosa:
yo
no
soy
marxista
ni
fascista
porque
no
creo
que
el
hombre
pueda
modificarse
por
su
accidente
sino
por
su
naturaleza.
(Naturaleza
no
en
el
sentido
escolástico
sino
en
el
de
estructura
profunda).
Tendría
temor
de
esta
indeterminación,
por
lo
que
ella
pueda
importar
de
tibio,
si
no
me
asistiera
de
un
modo,
les
aseguro,
tormentoso
la
preocupación
por
una
humanidad
que
vive
con
vehemencia
su
gran
desconcierto,
su
pequeña
comedia,
su
gran
hambre.
Un
ritmo
cuya
inquieta
energía
es
una
forma
de
belleza
En
la
aplicación
literaria
del
intelectual
a
la
creación
de
su
objeto
existe
actualmente
un
matiz,
provisto
de
mucho
sentido,
que
quiero
destacar.
Ni
aun
frente
a
la
obra
más
acabada
podía
uno
olvidar
en
otro
tiempo
la
aseveración
de
Valéry:
“Las
obras
me
parecen
–ha
dicho
el
poeta
de
la
Jeune
Parque–
los
residuos
muertos
de
los
actos
vitales
del
creador.”
Residuos
muertos,
las
obras
que
cuentan
en
este
siglo
cada
vez
lo
parecen
menos.
Y
esto,
en
virtud
de
que
la
persona
del
autor
vive
hoy
más
que
nunca
en
su
creación.
La
literatura
de
nuestra
edad
se
hace
cada
vez
menos
afirmativa,
más
de
diálogo,
menos
elaborada
y
más
trágica.
El
hombre
produce
precipitadamente,
según
el
ritmo
de
su
conflicto
profundo.
La
vida
de
su
obra
gana
con
este
ritmo
y
con
la
incorporación
a
su
masa
de
una
circunstancia
dramática
en
estado
salvaje.
No
tenemos
más
que
echar
una
ojeada
a
nuestro
alrededor
para
verlo.
En
el
orden
de
la
filosofía,
están
ahí
los
filósofos
existenciales:
Berdiaev
y
Chestov,
para
quienes
se
abre
un
vasto
sistema
de
filiación
pascaliana
a
través
del
cual
se
busca
la
verdad
no
ya
en
el
campo
limitado
de
la
razón
sino
en
el
del
Absurdo,
cuyos
límites
no
se
alcanzan
nunca.
En
el
orden
de
la
literatura:
una
poesía
del
conocimiento
y
una
novelística
que
tiene
los
caracteres
de
una
crónica
viviente.
La
primera,
extrema
el
examen
lírico
del
yo
puro,
el
conocimiento
del
ser
destacado
en
su
invariabilidad
permanente
de
las
circunstancias
variantes
que
exteriormente
lo
rodean.
En
cuanto
a
la
novelística,
¡qué
diversidad,
qué
profusión,
qué
riqueza
móvil!
Móvil,
repito,
lo
que
quiere
decir:
no
fijado,
en
constante
evolución
y
transformación,
en
una
busca
paralela
a
la
de
su
mundo.
Lawerence,
el
muerto,
en
quien
la
agonía
de
un
universo
social
aparecía
como
un
padecimiento
físico,
en
quien
se
daban
los
valores
más
transitorios
y
eternos
del
hombre
ardiendo
en
la
llama
de
la
irreductibilidad
más
torturante;
lo
más
bello
de
este
hombre,
era
su
resistencia
a
firmar
falsos
pactos,
lo
que
había
en
él
de
irreductible.
Gide,
con
su
“laberinto
de
clara
vía”,
proclamando
lo
que
él
llamaba
sus
manuales
de
evasión,
gritando
como
su
maestro
el
filósofo
de
Sils-María:
“abandóname
y
cuando
me
hayas
dejado
me
encontrarás”.
Kafka,
con
sus
extraordinarias
alegorías
en
las
que
se
oculta
tan
obsesionante
y
rara
trascendencia
metafísica,
Huxley,
describiendo
la
maquinaria
de
un
aparato
infernal
de
aristocracias
superconscientes
y
ambiciosos
e
intelectualizados
y
cínicos.
Frank,
deviniendo
cada
día
más
orgánico
en
la
representación
sinfónica
de
un
mundo
que
atraviesa,
hacia
el
día,
su
última
noche.-
Drieu
la
Rochele,
San
Sebastián
martirizado
por
su
fracaso
ante
la
necesidad
de
hundirse
en
una
pasión
o
en
un
acto
de
naturaleza
permanente.
Liam
O’Flaherty,
para
mí
uno
de
los
escritores
más
expresivos
e
ignorados
de
este
tiempo,
arriesgando
su
vida
por
una
causa,
rectificándose
luego
por
la
inteligencia,
adorado
y
blasfemado,
queriendo
y
execrando,
dando
su
humanidad
a
todas
las
aventuras,
todas
las
experiencias,
todos
los
fracasos,
todas
las
esperanzas,
todas
las
dudas,
todos
los
pillajes,
una
naturaleza
hecha
para
el
fanatismo
en
el
ser
menos
fanático
del
mundo...
Breton,
Eluard
y
todos
los
demás
superrealistas,
descendencia
de
Rimbaud,
de
Lautréamont,
cuya
rebelión
tiene
una
grandeza;
a
quienes
no
se
podría
ignor4ar
sin
mala
fe
por
el
sentido
de
su
aspiración
violenta
hacia
una
realidad
trascendente,
aunque
esta
realidad
sea
la
anulación,
la
nada.
Todos
estos
intelectuales
proclaman
una
cosa
esencialísima:
la
autenticidad
y
el
vigor
de
su
adhesión
a
su
tiempo.
Nunca
los
grandes
sueños
de
los
hombres
han
estado
más
vinculados
que
ahora
a
la
suerte
del
todo
humano,
a
la
suerte
del
universo
entero
en
su
procura
de
orden,
de
plenitud
y
de
verdad.
Esos
intelectuales
no
han
encontrado
más
que
conflicto
y
duda
porque
el
mundo
en
que
viven
es
un
mundo
de
conflicto
y
de
duda.
Están
a
punto
de
morir
si
no
se
encuentran,
si
no
se
salvan,
y
esto
lo
denuncian
con
la
voz
menos
formal,
menos
convencional
que
pueda
imaginarse.
Es
su
sangre
lo
que
se
oye
correr.
Es
su
herida
lo
que
importa,
y
esa
herida
los
sobrepasa,
es
de
todos.
Europa
muere
en
sus
formas
actuales
y
América
tarda
en
revelar
sus
soluciones,
mientras
el
mundo
oriental
abandona
su
actitud
genuinamente
espiritualista
para
concurrir
a
un
conflicto
general
de
carácter
díscolo
y
vindicativo.
Vivimos
así
socialmente
contenidos
en
un
caldo
de
disolución.
Ésta
es
la
llaga
de
cada
uno,
ésta
es
la
llaga
de
todos.
No
necesito
decir
más.
Ya
ven
ustedes
en
qué
acto
trágico
me
parece
estar
la
Comedia
Humana
y
qué
papel
protagónico
cabe
en
ella
al
intelectual.
Más
que
nunca,
su
profesión
es
el
tormento.
Más
que
nunca
le
es
difícil
permanecer
en
los
límites
de
un
humanismo
contemplativo.
El
Montaigne
de
nuestros
días
será
un
Montaigne
llagado,
en
la
carne,
en
la
conciencia,
en
el
intelecto,
a
fuerza
de
padecer
en
sí
los
males
que
hacen
el
grito
del
mundo.
Sólo
el
día
en
que
se
encuentren
los
datos
que
permitan
considerar
en
todas
sus
dimensiones
la
nueva
forma
en
que
adquirirá
coherencia
la
actual
desintegración
del
hombre,
tal
estado
dejará
paso
a
un
gozo.
Pero
para
llegar
a
eso,
a
la
definición
y
captación
de
esta
forma,
¡qué
suma
de
discordias,
retrocesos,
vacilaciones,
ponderaciones
son
necesarias,
cuánta
servidumbre
a
diferentes
muertes
del
espíritu,
qué
procesos
agotadores!
Época
de
transición,
arte
que
marcha
con
ella
hacia
el
descubrimiento,
la
consumación
de
un
orden.
Lejano
sólo
en
su
accidente
de
la
sustancia
del
héroe
y
del
santo,
como
nunca
necesita
hoy
el
artista
poseer
la
“llegada”,
tiene,
a
partir
de
los
primeros
diez
años
de
este
siglo,
en
grado
supremo,
movimiento,
es
decir,
expresión.
Yo
veo
en
ella
algo
tan
hermoso
como
el
canto,
tan
serio
como
la
hazaña,
tan
trágico
como
la
oración.
Pero
uno
no
puede
detenerse
todavía
a
contemplarla.
Su
gesto
tampoco
lo
permitiría:
es
el
de
la
bella
samotracia
en
la
proa,
algo
que
no
permanece,
sino
que
avanza,
continúa.
No
podemos
detenernos.
Como
en
el
poema
ya
famoso,
el
viento
se
levante,
y
hay
que
intentar
vivir.
|
|
|
|
|
|
|
|
|