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DIVULGACIÓN CULTURAL

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MÚSICA
 

MASSIMO MILA

La Traviata ¿Precursora del verismo?

 

No podemos ponernos a descubrir todos los días la grandeza de La traviata ni a relatar su génesis y sus avatares, con el famoso "fiasco" del 6 de marzo de 1853 en La Fenice y el fulgurante desagravio del año siguiente en el San benedetto. A veces puede sernos útil aislar un detalle que nos permita verla desde un ángulo distinto del habitual, y añadir un pequeño grano de arena a nuestros conocimientos.

Los historiadores y defensores del verismo fijan con frecuencia en La traviata los primeros orígenes de este movimiento, asignando así una genealogía ilustre a esta tendencia musical. ¿Qué puede pensarse de tal afirmación? La primera reacción es de repulsa casi airada, no porque sea una deshonra para la obra maestra verdiana estar unida a aquella estirpe, sino porque el envoltorio musical de La traviata, con sus espléndidas formas cerradas -principalmente arias y duos- contrasta con la naturaleza del verismo. En este último es una condición histórica ineludible la recepción de la lección wagneriana y su asimilación, aunque sea mutatis mutandi, es decir, con todas aquellas transformaciones que resultaban necesarias para enraizar en el tronco de la ópera italiana aquel producto trasalpino, haciéndolo aceptable a las costumbres musicales italianas.

Toda suposición de influencia wagneriana en La traviata debe ser excluida por obvias razones cronológicas, además de por la mencionada naturaleza musical. Si existe la costumbre de calificar de «lohengriniano» el efecto trascendental -casi de fuga de la tierra- de los violines divisi en el preludio del último acto, esto precede de una reflexión nuestra a posteriori, pues la invención de Verdi es totalmente autónoma del drama wagneriano, representado en Weimar tres años antes (y quien sabe si Wgner, al escucharlo por primera vez en Bolonia en 1871, en la oscuridad de un palco del Comunale, observó, y con qué sentimiento, aquella analogía tan singular como casual que a nosotros nos parece descubrir). 

Añadamos a esto la inverisimilitud histórica de la hipótesis de que un movimiento histórico de tanta importancia y de una trayectoria como la ópera verista pudiese haber nacido casualmente en una sola ópera de un genio que la inventó sin darse cuenta y que después no la llevó más lejos, sino que se detuvo, si bien el verismo seguiría incubándose durante todo el tiempo que va de La traviata a Cavallería rusticana, en espera de un momento histórico más propicio para esa especie de parto sietemesino. Por ello podemos concluir diciendo, tal vez con impaciencia, que atribuir a La traviata la paternidad del verismo es un claro ejemplo de lo que ocurre cuando se consideran las óperas desde el punto de vista del libreto antes que de la música.

Verdi no sólo aceptó el libreto de La traviata, sino que lo supervisó, como todos sus libretos posteriores a Nabuco. Verdi coleccionaba libretos a beneficio de inventario, y cuando escogió el tema de La dama de las camelias sabía perfectamente lo que hacía.

Pero lo que quería Verdi no era fundar la ópera verista (lo que luego serían Cavalleria rusticana e I pagliacci), sino más bien alejarse del melodrama histórico. En 1851, Verdi sondeaba a Salvatore Cammarano para proponerle la redacción de Il trovatore, y, temiendo que este drama no le gustase, le anticipaba una posible alternativa: "Tengo previsto otro tema sencillo, amoroso" Carlo Gatti supone -y ciertamente con razón- que aquel tema sencillo y amoroso fuese la futura Traviata. No se aleja de la realidad cuando, al hablar de la dificultad que tendrían los cantantes en introducirse en la atmósfera de aquel espectáculo, afirma que fue la primera vez que se encontraba con una «ópera burguesa con fondo verista». Sensible al máximo al clima de la época y sus cambios, Verdi no había necesitado esperar a Novara y las últimas desiluciones de 1849 para darse cuenta de que la cara del melodrama patriótico había terminado. Resulta sorprendente la manera en que una intriga burguesa de celos conyugales se introduce, como un núcleo dramático bastante firme, en el marco del Risorgimento de La battaglia di Legnano, última ofrenda operística sobre el altar de la patria. Poco después Luisa Miller, pero sobre todo Stiffelio, muestran a Verdi navegando hacia otras costas, la de la indagación psicológica en la delicada maquinaria del alma femenina. Todavía implicado este tema en la problemática de las desigualdades sociales y las reivindicaciones de clase en el drama schilleriano Kabale und Liebe, llevado, en cambio, en el drama de Souvreste al plano de su adulterio burgués.

Rossini había comentado los primeros éxitos de las rimbombantes óperas de Verdi apodándole sin malicia "músico con casco". Apropósito de La traviata -más bien del preludio inicial-, Gabriele Baldini comenta: "Aquí, por primera vez, Verdi se quita de la cabeza el casco del que hablaba Rossini" No era la primera vez, porque ya había escrito Stiffelio, pero ciertamente era la primera vez que esto ocurría con semejantes resultados. mientras trabajaba en La traviata, Verdi escribió con entusiasmo a su amigo napolitano Cesarino De Sanctis: "Un tema de nuestro tiempo. Otro quizá, no lo hubiese hecho por los trajes, por la época y por mil escrúpulos estúpidos..."

La traviata era pues -quería serlo- "algo diferente", incluso en la medida en que apuntaba hacia el realismo de la vida cotidiana, frente al idealismo adornado de un traje heroico; dentro de la pragmática del melodrama, Verdi quería  sustituirlo por aquello que bien puede llamarse un verismo de condicióin burguesa. Ciertamente la ópera no se limita a esto, e incluso en ella -al estar ya en completa crisis el viejo tema patriótico de las naciones oprimidas con ansia de libertad- la tensión dramática encuentra un modo de ajustarse a los desniveles de otras injusticias, sociales en este caso, y a la crítica de la hipocresía que el nuevo envoltorio burgués llevaba consigo. Y aquí se inserta otro tema, marginal aunque no tanto: si La traviata debe ser entendida fundamentalmente como un poema amoroso o todavía como una enésima batalla verdiana contra los abusos de los nuevos ricos, ya no príncipes y duques como en Luisa Miller, sino los ricos, la gente bien, esclava y ministra de esa tiranía despiadada que es la opinión pública.

La tesis de La traviata como poema de amor goza de una enorme aceptación entre la mayor parte del público que ama esta ópera. Ya afirmada explícitamente por Franco Abbiati, recientemente ha encontrado un nuevo defensor en Duilio Courir: "La exposición de la frase "Amami Alfredo" es el punto culminante, el giro psicológico decisivo de la ópera. De hecho el tema de La traviata no puede identificarse con la polémica contra la sociedad burguesa, presente en la ópera, ni sus señas de identidad son las de un panfleto contra los trajes de París del siglo XIX esbozado en la novela de Dumas. La polémica social hace su aparición indirecta, pero el verdadero significado de La traviata está en la plenitud y capacidad de amar de Violetta".

También Gabriele Baldini, que, curiosamente, no cree en la sustancia amorosa del drama musical ("Verdi se desinteresa de ese amor"), pero luego se dedica encarnizadamente a desmontar puntillosamente la evidencia de aquella polémica reivindicación -franqueza de sentimiento contra la hipocresía de las convenciones sociales-, que no sólo está sugerida por la coincidencia y proximidad de hechos biográficos (la tremenda carta de Verdi al suegro Barezzi, que, metido en chismorreos de pueblo, se había permitido mofarse de su convivencia en Busseto con la Strepponi), pero brilla con plena luz en la realidad de la partitura. El austero heroísmo musical de la muerte de Violetta dice bien claro que quien muere no es sólo una amante apasionada, sino también una víctima de la sociedad.

Entiéndase La traviata como aquel poema de amor absoluto (que, en realidad, Verdi ofrecerá después con Un ballo in maschera) o véase en ella una trasposición de las batallas políticas que habían alimentado su inspiración anterior (y en el cuadro de nuevas circunstancias lo alimentarían de nuevo en Simon Boccanegra, I vespri siciliani y, sobre todo Don Carlos). La novedad de la ópera, conscientemente buscada, reside en el carácter verista del realismo burgués. Verdi no se equivocaba cuando señaló a Cesarino De Sanctis algunos de los momentos en que este colorido es más evidente, por ejemplo, el último acto, con la muerte de Violetta, no a causa del veneno o del puñal, sino de una prosaica tuberculosis, junto al médico que le toma el pulso. El veredicto que éste pronuncia, «La tisi non le accorda che poche ore», es el antecedente directo de «Hanno ammazato compare Turiddu!» Y podemos añadir el realismo de la fiesta en la casa de Flora Bervoix del segundo acto (tercero cuando éste se divide), donde el ansia codiciosa pero mecánica del juego de azaqr se mezcla con la interior y palpitante del alma de Violetta al ver de nuevo a Alfredo. Situación y planteamiento que debieron estar presentes en Puccini cuando ensayó el verismo con la partida de póker de Minnie con el sheriff Jack Rance en La fanciulla del West.

El posible verismo de Puccini sentía ya la necesidad de desterrar los aspectos de lo que Verdi llamaba la «vida cotidiana», y trataba de evadirse en diversos climas exóticos, mientras el incipiente y temprano verismo verdiano buscaba la grisura de los ambientes burgueses para huir de la parafernalia del drama histórico. En este sentido adquiere su importancia otra cuestión secundaria, los trajes de La traviata. Entre las causas que suelen aducirse para explicar el éxito de la ópera en La Fenice suele indicarse a menudo el malestar del público por el hecho de oir cantar en escena a personajes vestidos como ellos. El propio Verdi, en su entusiasmo de compositor, no puso en duda este detalle y lo consideró como uno de los posibles obstáculos que él no temía afrontar.

En la práctica, los «escrúpulos estúpidos» de que hablaba Verdi prevalecieron, y estaba tan arraigada la convicción de que la irrealidad fundamental del melodrama -personajes que vivían, actuaban y morían cantando- era incompatible con el ambiente contemporáneo y tenía al menos la necesidad de estar difuminada con las apariencias externas del pasado histórico, cuando no del mito, que Verdi aceptó finalmente trasladar cronológicamente la acción de La traviata. Parece que fue él mismo quien propuso, quién sabe por qué, la época de Luis XIII, luego trasladada la acción a "París y sus alrededores, hacia 1750", que curiosamente se conserva en ciertas ediciones de la partitura. Fue un error que se mantuvo mucho tiempo. Como escribe William Weaver en su hermoso volumen de riquísimas ilustraciones verdianas, «la ópera no se vio en Italia con trajes de 1850 hasta fines del siglo, cuando estos trajes ya eran históricos». En el mismo volumen, Weaver reproduce las ilustraciones de cubierta de una colección de souvenirs de Verdi (un álbum de transcripciones pianísticas), donde los personajes de La traviata eestán vestidos con una mezcla de trajes de los siglos XVII y XIX. En efecto, mientras las mujeres acabaron siendo aceptadas, el personaje de Alfredo llevaba un chaleco y calzones cortos de terciopelo, sobre calzas blancas, que podían aparecer en una ópera sobre Benvenuto Cellini o Lucrecia Borgia. Asimismo, en los figurines en color de una representación en La Scala de 1855, conservados en el Museo de La Scala t reproducidos en el volumen de Weaver, Anna, Flora e incluso Violetta se muestran tal como las imaginamos hoy, pero Alfredo está vestido de mosquetero como D'Artagnan y lleva al flanco un grueso espadón.

Pocos años después, el nuevo Verdi, el que rechazaba la ubicación de un tema de tanta elegancia y finura como el de Un ballo in maschera en una época de hierro como el siglo XIV, nunca hubiese aceptado un compromiso semejante. Toda la intriga y mecanismo emotivo de La dama de las camellas evocaban el ambiente y la mentalidad de la burguesía del XIX, donde la reputación estaba basada sobre todo en las relaciones de dinero. En la Francia del XVIII, cuando las amantes del rey -la Maintenon, la Montespan, la Pompadour y la Lavallière- gozaban de rango y poder superiores a los de la reina legítima, la idea de que una muchacha de buena familia no pudiese casarse con un buen partido por el hecho de que su hermano tuviese una amante de lujo (que, por lo demás, lo mantenía a él) no podía concebirse.

Retrasar el ambiente un siglo creó tal extrañeza, tal alejamiento de la acción, que hasta se ha intentado atribuir el fracaso de La Fenice no ya a la supuesta sorpresa producida por un tema contemporáneo, sino, por el contrario, a la pérdida de credibilidad que se producía con los trajes del XVIII, como cuando Alfredo canta "Di quell'amor ch'e palpito" con la espada al cinto. Desgraciadamente, no fue así. Un año después La traviata triunfa en el San Benedetto con los mismos trajes: "El vestuario, el mismo del pasado año, pero retocados". Así informaba de ello Ricordi a Verdi, mientras en Venecia hervían los preparativos de la nueva ejecución de la ópera, procurada por la voluntad y la pasión de un amigo veneciano de Verdi, Antonio Gallo. Y los trajes del XVIII no impidieron a La traviata hacer furor en Italia y en otros lugares durante la segunda mitad del siglo, a excepción del infortunio napolitano. Esto quizá no basta para preguntarse qué peso real tenía la puesta en escena de una ópera, cuando ésta contaba con los requisitos para vivir en la música y en el drama.

Dicho esto, y volviendo al tema inicial, respondiendo a la primera pregunta: ¿podemos encontrar en La traviata las raíces del verismo?

En una parte mínima, muy desproporcionada al entusiasmo que mostró Verdi durante la composición por aquel «algo nuevo» que la ópera trataba de manifestar. La escena del juego, el médico que toma el pulso a Violetta, que muere de «mal sutil» (y Boito felicitaba al crítico francés Bellaigue por el tino que había demostrado al definir como «sutil» el preludio del tercer acto), el carnaval que bulle en las calles de «ese populoso desierto que llaman París», mientras Violetta expira en «una habitación cerrada al amanecer, en invierno» (es siempre Boito quien habla, y a propósito de «esos sonidos tan agudos, tristes y tenues, casi incorpóreos, etéreos, enfermos de una inminente muerte»  añade: «¡Qué silencio!, ¡qué silencio quieto y penoso hecho de sonidos! ¡el alma de la moribunda ligada a los restos mortales por un sutilísimo hilo de aire!»).

Pero la sustancia de la ópera, ya sea la polémica social contra la hipocresía de las convenciones burguesas o el ardor de la pasión de Violetta (cuya sinceridad y fuerza podrían apoyar esta polémica sobre una base firme), pertenece al viejo Verdi y forma parte de la grandeza de su inspiración de siempre. Entonces, ¿debe verse en esta ópera una discrepancia entre sus actos y las intenciones renovadoras de las que había partido al inicio de la composición? En tal caso debería verse en ella, si no la más endeble de las óperas que componen la llamada "trilogía popular", como insinúa Gabriele Baldini, al menos «una ópera atípica», una ópera "que no se parece, bien pensado, a ninguna otra de Verdi".

Esto podría explicar, mejor que cualquier otra hipótesis, el famoso fracaso veneciano del 6 de maqrzo de 1853. Los italianos estaban acostumbrados al dinamismo de las anteriores óperas de Verdi, a una inspiración viril, predominantemente centrada en los tenores, barítonos y bajos. Nadie esperaba de él, un retrato de mujer. Que La traviata es diferente a todas las demás óperas de Verdi está fuera de toda discusión. Pero esto no es en sí un acierto, ni influye en su calidad artística. Más bien podemos aceptar la tesis -paradójica, aunque no tanto si se tienen en cuenta la longevidad de Verdi y el enorme aqbanico de su evolución artística- de que en el siglo XIX existieron dos grandes operistas de nombre Giuseppe Verdi, uno que comienza su carrera hacia los 40 años y la termina con esa trilogía de obras maestras que son Rigoletto, Il trovatore y La traviata, y otro que empieza con I vespri siciliani, Simon Boccanegra y luego se eleva, se eleva incansablemente hasta las cimas de Don Carlos, Aida, Otello y Falstaff. Entonces resultaría que La traviata es la última ópera del primer Verdi, y a ella se atribuyen la delicadeza y ese afecto que en las familias numerosas suele cristalizar en torno al último que nace.

Fragmentos del libro "I costumi della Traviata", publicado en 1984 y reproducido por el Teatro Lírico Nacional La Zarzuela de Madrid en 1990.


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© Helios Buira

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