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DIVULGACIÓN CULTURAL

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MÚSICA
 
ERNESTO ALFFTER
Manuel de Falla
 

Por medio de su música este genial compositor -la mayor contribución de España a las artes desde Goya- comunicó a todo el mundo el ardiente espíritu de su país natal.

Sentado en su jardín de granada, con su ascético rostro que parecía tallado en mármol, Manuel de Falla estudiaba la partitura que le acababa de presentar. Contuve el aliento mientras rezaba pidiendo que le gustara.

"Esto es bueno Ernesto", me dijo el gran compositor cuando finalmente alzó la vista. "Si crees que es lo mejor que puedes hacer, no hay más que decir. Pero si consideras que puedes mejorarlo, entonces necesita más trabajo. Todo lo que pueda ser mejorado está sin terminar". Este era el lema por el que se regía el hombre al que considero como la mayor contribución española al arte desde Goya.

En su piano solía trabajar sin descanso en una composición. Se sentaba erguido, vestido siempre tan impecablemente como si estuviera en una sala de conciertos, mientras ensayaba notas, acordes, combinaciones de sonidos, para encontrar el efecto preciso que buscaba. Había ocasiones en que se esforzaba durante horas hasta que las yemas de los dedos se le agrietaban y empezaban a sangrar. Entonces su hermana, María del Cármen, entraba corriendo en la habitación para llevarle las vendas, y lo regañaba por trabajar tan excesivamente. Como quiera que Falla nunca se casó, a ella le confiaba enteramente la dirección de su casa.

Encuentro con el maestro. Cuando se separaba del teclado, el estricto ordenancista, se convertía en un hombre tímido, de hablar comedido, extremadamente cortés, casi irracionalmente sensible a los sentimientos de los demás. Lo recuerdo una noche sentado entre los bastidores del escenario durante un Festival Internacional de Música en Siena. La primera mitad del concierto, dedicada a la obra de otro compositor, fue un desastre. Falla cerró los ojos para no tener que presenciar el dolor de su colega que estaba sentado junto a él.

La segunda mitad del concierto, dedicada a la obra de Falla, terminó con el público puesto en pie, gritando "¡Bravo! ¡Bravo!" El empresario fue corriendo hacia Falla. "Maestro debe saludar. ¡Quieren verlo a usted!

Falla negó con un gesto de su calva cabeza. "De ningún modo", dijo. "No quiero que mi nombre sirva de bandera de ataque para hundir a un colega mío". Y salió de la sala de conciertos sin haberse presentado ante el público.

do conocí a Falla era, a los 45 años, mundialmente famoso. Yo tenía sólo 16 años; él me parecía una figura olímpica. Tenía las mismas esperanzas de conocerle que de que me llamaran para presentarme ante el Papa.

Pero sucedió que yo había compuesto unas cuantas obras cortas que se habían interpretado en Madrid. Las había escuchado Adolfo Salazar, crítico musical de El Sol y amigo de mi familia. Una noche Salazar vino corriendo a mi casa. Me mostró una copia de una de mis composiciones sobre la que estaba escrito: "Un admirable talento".

"El maestro ha venido a Madrid para oír la interpretación de sus obras. ¡Me tomé la libertad de enviarle esto y desea verte!" me dijo Salazar.

Cuando fui a visitar a Falla en su hotel, yo estaba temblando. Pero me saludó con la misma cortesía y cordialidad que hubiera mostrado ante un compañero. Me indicó una silla y dijo: "Cuénteme cosas de usted".

Le hablé de mis ambiciones y de mis padres, que se mostraban escépticos sobre el futuro de una carrera musical. Cuando hube terminado, Falla dijo: "Lo que he visto de sus obras es impresionante, pero necesita estudiar. Tendrá noticias mías."

Un fagot francés. Unas pocas semanas después yo subía las empinadas calles de Granada, buscando su dirección en Antequeruela Alta. El carmen o villa del gran compositor era modesto y pequeño, situado dentro de un jardín vallado. Falla estaba sentado entre un alto ciprés y una acacia, su lugar favorito, trabajando en una partitura. Cuando terminaron las cortesías preliminares de rigor, me dio sus instrucciones:

-Vendrá todas las mañanas a las 9. Comerá con nosotros y estará preparado para estudiar todos los días hasta medianoche.

Lo miré con asombro:

-¿Desde las 9 de la mañana hasta la medianoche, maestro?

-Ese es mi programa. Me gusta que los programas se observen con precisión. Si quiere triunfar, debe dedicar al trabajo todas las horas que esté despierto.

Tal como me había advertido, nuestro programa diario era severo y rara vez cambiaba. Cuando llegaba por las mañanas tenía que "analizar" las obras de los grandes compositores. Me sentaba en una pequeña mesa de rincón en la misma habitación en que estaba el piano. María del Cármen solía traerme café. No había señal de Falla hasta que estaba afeitado, totalmente vestido y había terminado de desayunar. Nunca lo vi dirigir la palabra a nadie, ni siquiera su hermana, hasta beberse bebido su café matinal.

Luego dábamos un paseo por el parque de la Alhambra. Solíamos caminar durante media hora mientras yo le informaba de los resultados de mis análisis de la mañana. Su delgada y aristocrática figura iba siempre erguida; sus ojos estaban brillantes y atentos. Cuando estaba de acuerdo con mis hallazgos, ascentía. Si le parecía que no había ido lo suficientemente lejos con mi análisis de una sonata de Beethoven, por ejemplo, me sugería que examinara de nuevo tal o cual pasaje.

Cada día que pasaba aumentaba mi respeto hacia su conocimiento de las leyes inmutables que gobiernan la composición, de la parte que puede representar cada instrumento para enriquecer la brillantez de la orquesta. Un día, comentando un pasaje difícil que yo había escrito en mi Sinfonietta, Falla dijo: "Se va a sentir defraudado, porque sólo un fagot francés puede ejecutar esta parte tal como usted la ve. El fagot español tiene una distinta capacidad"

Tenía una razón estudiada y lógica para cada nota o acorde que escribía, e intentó inculcar a la gente de mi generación el mismo principio: el completo conocimiento de nuestro arte.

De Cádiz a París. Manuel María de Falla y Matheu nació en Cádiz en 1876. Su primer profesor de piano fue su madre, y desde sus primeros años mostró tal talento musical que su familia decidió enviarlo a Madrid para que estudiara en el Conservatorio. Allí el compositor y musicólogo Felipe Pedrel le reveló la belleza, la pasión y el poder de la música popular española, y Falla captó su esencia mejor que nadie.

Todo lo que escribió estaba enriquecido con el espíritu de España.

En 1904, cuando tenía 28 años, la Real Academia de Bellas Artes anunció un concurso para "el mejor drama lírico presentado por un compositor español". Falla trabajó día y noche en la composición de la música de un libreto llamado La vida breve, escrito por su amigo Carlos Fernández Shaw. Terminada en sólo un año, su ópera ganó el concurso. Como si este triunfo no fuera suficiente, poco después participó y ganó un certamen nacional, el Premio Ortiz y Cussó, para el pianista joven más sobresaliente de España.

La rápida fama le proporcionó clases en Madrid, y dos años más tarde ya había ahorrado so suficiente para satisfacer la ambición de todo artista de su época: una visita a París. ¡La "visita" de Falla duró siete años!

Durante aquel período, estimulado e inspirado por los hombres que componían muchas de las obras maestras musicales de su época -Debussy, Dukas, Albéniz, Ravel- creó óperas, ballets, composiciones orquestales y música de cámara. Para que la vida resultara aún más atractiva, su fama como concertista de piano aumentaba al mismo tiempo que sus éxitos como compositor. Y en un sólo año también tuvo el placer de ver representada dos veces La vida breve: en Niza y en la Ópera Cómica de París.

Sin embargo, no permitió que el éxito lo envaneciera. Para él, lo importante era aprender, trabajar, crear. Años más tarde seguía considerando el tiempo pasado en París como la mejor educación de su vida.

Al piano. En 1914, cuando Francia entró en la primera guerra mundial, Falla volvió a su España natal. Sus amigos de París iban con frecuencia a verlo, y el pequeño piano vertical Pleyel sonaba a menudo bajo los dedos de los principales virtuosos del mundo.

Una tarde, Artur Rubinstein estaba sentado al piano, pasando distraídamente los dedos por las teclas. Iba a dar un recital en Granada aquella noche. De pronto, se volvió hacia el maestro y le dijo:

-Sé que piensa ir a mi concierto. Quiero que me prometa que se marchará antes de la segunda mitad.

Falla lo miró aturdido: -Pero si en la segunda parte va a tocar mi Danza del Fuego.

-Exactamente -dijo Rubinstein- pero me tomo una serie de libertades al interpretarla, y puede que no le guste el resultado.

Rubistein había señalado una profunda verdad. Aunque Falla conocía e incluso defendía el hecho de que todo artista debe tener libertad para expresar sus propias emociones, le gustaba oír su música tocada tal como la había oído originalmente en su propio corazón y mente, y le dolía escucharla modificada, aunque fuera sólo ligeramente.

Los dos gigantes de la música se miraron en silencio un largo rato, respetando y comprendiendo cada uno al otro. Al final, Falla asintió: -Me marcharé.

Al maestro le hubiera gustado pasar todo el tiempo en la tranquilidad de su casa y jardín, pero era invitado a dirigir orquestas y dar recitales de sus propias obras en festivales dedicados a él en toda España, así como en Londres, París, Viena y otras muchas ciudades. Estaba también abrumado por peticiones de composiciones. Entre 1914 y 1921 compuso El amor brujo, Fantasía bética, El sombrero de tres picos, Noches en los jardines de España y El retablo de maese Pedro. Ciertamente ese período fue de una sorprendente fecundidad. Trabajaba en su pequeño piano día tra día, hasta entrada la noche.

Pero siempre descansaba los domingos por la tarde. Entonces uno de sus amigos más íntimo, el joven y brillante poeta García Lorca, se acercaba al jardín del maestro para beber un vaso de vino y conversar durante una o dos horas. Su charla que giraba sobre el arte, la poesía, la política, me asombraba al revelarme las amplias inquietudes de Falla.

Dos golpes destructivos. En 1926, Falla descubrió el poema épico de Jacinto Verdaguer La Atlántida, la historia de los perdidos atlantes, del descubrimiento por Colón de un nuevo mundo allende los mares, de todo lo que había ocurrido antes y después del histórico acontecimiento. nunca podré olvidar el fulgor de sus ojos negros el día en que dijo: "¡Ernesto, ya lo tengo!" Golpeó el libro que tenía abierto sobre el mantel rojo. ¡La Atlántida! ¡Voy a componerla!.

El sueño alentado por Falla de crear algo que pudiera considerarse ciertamente como la obra maestra de su vida, iba a convertirse finalmente en realidad. Nunca lo había visto tan entusiasmado. De acuerdo con su idea, el enorme proyecto incluiría una orquesta completa así como un grupo de cámara. Requeriría un amplio complemento de solistas vocales junto con dos coros completos: uno de adultos y el segundo de niños (La Atlántida que quedó sin terminar  a la muerte de Falla, fue completada por Ernesto Halffter y estrenada en 1962 en La Scala de Milásn)

Enfrascado en La Atlántida, su proyecto más importante, manuel de Falla se sentía más feliz que nunca. Pero su felicidad se vió pronto rota por dos golpes terribles. El primero fue la dolorosa enfermedad, diagnisticada más tarde como tuberculosis ósea, que iba a dejarlo físicamente incapacitado para el resto de su vida. Había que ayudarlo a subir las escaleras para ir a acostarse, y a bajarlas por las mañanas. Sin embargo, siguió trabajando.

El segundo golpe, que casi acabó con su vida, fue la guerra civil española. Por entonces Falla estaba lo suficientemente recuperado como para poder andar de nuevo. Solía pasear cojeando por el jardín, ayudado por un bastón, dando un respingo cada vez que oía un disparo en las calles de Granada, allá abajo. Los disparos se producían cada vez con más frecuencia, y por primera vez en su vida se sentía sin deseos de componer.

Un día de 1936 Falla recibió la penosa noticia de que su íntimo amigo Federico García Lorca había sido arrestado. Falla se dirigió, con el rostro pálido y apoyado pesadamente en su bastón, a protestar ante el gobernador. Éste escuchó en silencio mientras Falla suplicaba y exigía que pusieran a Lorca en libertad; luego le comunicó la terrible verdad: Lorca había sido fusilado aquel mismo día. Nadie sabía quien había dado la orden.

Falla volvió a su casa y lloró por Lorca, por España, con el alma destrozada. Cuando recibió, en 1939, una invitación para dirigir un festival de sus obras en Argentina, aprovechó la oportunidad como si se tratara de la ocasión de escapar de un mundo que se había vuelto loco. Para él, Buenos Aires, fue un remanso de paz.

María del Carmen se fue con él y se instalaron en una encantadora casita en Alta Gracia de Córdoba, donde, rodeado de un ambiente apacible y de flores, Falla se sentía seguro de poder trabajar de nuevo. No lo vi en la Argentina -yo residía en Portugal-, pero nos escribíamos con frecuencia. Estaba ocupado de nuevo con La Atlántida y siguió trabajando en ella hasta su muerte.

Una noche de noviembre de 1946, exactamente siete años después de su llegada a la Argentina, Falla se iba a acostar cuando se volvió hacia sun hermana: -"María" dijo "¿podríamos rezar esta noche algo más de lo acostumbrado? Siento que lo necesito".

Y aquella noche, a los 70 años de edad, Manuel de Falla murió.

Su cuerpo fue llevado a su patria con gran ceremonia en un barco de guerra español, y toda España lo honró, con un gran funeral. El Papa hizo posible que fuera enterrado en la catedral de Cádiz, reservada sólo para dignatarios eclesiásticos, al designarle "Hijo amado de la Iglesia". En su testamento Falla había dispuesto que la únicas palabras que se grabaran en su tumba fueran:

"Sólo a Dios honor y gloria"

Manuel de Falla dejó a toda la humanidad una herencia de incalculable valor: un caudal de música que revela no sólo la riqueza de su propia alma, sino también el ardiente espíritu de toda España.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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